Flecha cruza y se sienta en el punto donde estalló la bomba,
el punto donde, dentro de un rato, el violonchelista se sentará.
Sabe que veintidós personas murieron aquí y que una multitud quedó
herida, que no volverá a caminar o a ver o a tocar. Porque
intentaban comprar pan. Una decisión intrascendente. Nada que
replantearse. Tienes hambre y vienes a este lugar, donde tal vez
haya algo de pan para comprar. De todos los lugares a los que ir,
vienes aquí. De todos los días en los que ir, uno en particular te
elige. A las cuatro en punto de la tarde. Es sencillamente algo que
haces porque la vida es una serie de decisiones ínfimas e
inevitables. Y entonces unos hombres apostados en las montañas
lanzan una bomba para matarte. Para ellos, probablemente no es sino
una bomba más en un día de tantos. Nada
destacable.
Se agacha y coge un trozo de vidrio. El vidrio empieza a
escasear en la ciudad. O lo destrozan o lo retiran para evitar que
se convierta en un proyectil letal cuando, inevitablemente, lo
destrozan. Hoja a hoja, las ventanas por las que la gente ve el
mundo están desapareciendo. Así es como ella cree que ocurre la
vida.
Una pequeña cosa detrás de otra. Una serie de confluencias
sin importancia, cualquiera o ninguna de las cuales puede conducir
a la salvación o a la tragedia. No hay grandes momentos en los que
una persona lleve a cabo un acto que defina su humanidad. Sólo hay
momentos en los que parece, brevemente, que eso
ocurre.
Reflexiona sobre esto en el contexto de apretar el gatillo y
acabar con una vida. Antes de matar por primera vez, había asumido
que esto situaría su vida en un claro cruce de caminos. Se
comportaría de un modo que definiría la clase de persona en la que
se habría convertido. Esperaba sentirse de algún modo diferente a
la persona que era, o que creía ser. Pero no era ése el caso. Es lo
más fácil del mundo apretar el gatillo, un fiasco. Todo lo que ha
ocurrido antes, todas las pequeñas cosas que de algún modo fueron
sumándose sin que ella se diera cuenta convirtieron el acto de
matar en algo irreflexivo. Esto es lo que la convierte en un arma.
Un arma no decide si mata o no. Un arma es la manifestación de una
decisión que ya se ha tomado.
El violonchelista la desconcierta. Ella no sabe qué espera
conseguir él tocando. Es imposible que crea que detendrá la guerra.
Es imposible que crea que salvará vidas. Tal vez se ha vuelto loco,
pero ella no lo cree.
Ha visto las caras de aquellos que se han desmoronado, les ha
visto salir a la calle sin cautela ante el peligro. Les ha visto
morir, o sobrevivir, y para ellos parece no existir diferencia
entre ambas cosas. El violonchelista no le encaja como un hombre
que haya perdido la voluntad de vivir. Parece importarle su calidad
de vida. Ella no sabe en qué cree él, y le molesta no ser capaz de
saber con total exactitud qué es o si quiere creerlo o no. Sabe que
eso implica movimiento. Sea lo que sea lo que está haciendo el
violonchelista, no se sienta en la calle esperando que ocurra algo.
Está, le parece a ella, acelerando la velocidad de las cosas.
Ocurra lo que ocurra, ocurrirá antes por él.
Deja caer el trozo de vidrio al que ha estado dando vueltas
con la mano, escucha el leve ruido que hace al volver al suelo. Se
pregunta qué será de él. ¿Cuánto tiempo seguirá en el pavimento?
¿Se convertirá en polvo que vuela y se mezcla con el mundo,
enganchado a la suela de alguien, al neumático de algún coche, al
ala de una paloma, a la humedad de la atmósfera? Flecha se pregunta
si el trozo de cristal seguirá ahí mañana y si, en un sentido mucho
más amplio, ella difiere tanto de un detrito olvidado en el
escenario de una masacre.
Flecha mantendrá a ese hombre con vida. En realidad, nunca lo
había dudado, pero tampoco había decidido que lo haría. Ahora,
sentada donde él se sienta, se dice que no permitirá que ese hombre
muera. Acabará lo que está haciendo. No importa si comprende lo que
él está haciendo ni por qué lo está haciendo. Comprende que es
importante, y con eso basta.
Su atención se desvía hacia los edificios que la rodean. Hay
muchas ubicaciones posibles para alguien que quisiera disparar a
ese punto, pero todas se concentran en dos líneas de fuego: de este
a oeste o de oeste a este. Los edificios de ambos lados de la
calle, si bien proporcionan numerosos escondrijos, también protegen
al violonchelista de las colinas del norte y del sur. De modo que
no pueden dispararle desde su propio territorio. Tendrán que
penetrar en el de ella. Y ella presume que la ruta de escape más
evidente es la del sur, sobre el río, hacia Grbavica. Un disparo
desde el flanco suroccidental de la calle sería, pues, el más
lógico.
Pero Flecha sabe que no enviarán a un hombre corriente. La
mayor parte de sus francotiradores son mercenarios o bien soldados
sin adiestrar. Es poco probable que un mercenario acepte un trabajo
tan peligroso. Prefieren sentarse en las colinas y ganarse su sucio
dinero estando relativamente a salvo. Un soldado irregular, sin
embargo, no poseería las habilidades necesarias para completar la
misión con éxito y escapar con vida, de modo que, a menos que un
comandante envíe a un hombre en misión suicida, no es un soldado
corriente a quien va a enfrentarse. No, la persona a la que envíen
será un francotirador del ejército debidamente adiestrado, y sabrá
lo que estará haciendo.
No se apostará en el suroeste porque deducirá que en cuanto
el violonchelista caiga, todos los defensores de la zona intentarán
cortar el acceso a Grbavica. Es simple geografía. Así que el
francotirador tomará la dirección opuesta, y después intentará
llegar a las colinas del norte o bien se esconderá en algún piso
seguro hasta que pueda moverse. En cualquier caso, no se dirigirá
al suroeste.
Flecha mira hacia el este y ve de inmediato dónde estará. No
el edificio exacto, pero si es mínimamente bueno, si piensa en
términos de la trayectoria de la bala y su necesidad de escapar,
sólo hay una zona desde la que podrá disparar.
Empieza a caminar hacia el este, hacia el lugar del que
procederá la bala.
Necesita encontrar un punto desde el que pueda apuntar al
francotirador, pero que no esté ni en su línea de visión natural ni
en un lugar obvio para un contrafrancotirador. Él anticipará su
presencia y, antes incluso de empezar a pensar en matar al
violonchelista, tratará de garantizar su propia seguridad. Buscará
el mejor lugar desde el que ella podría matarle. Si la divisara, su
primer disparo sería para ella, y el segundo, para el
violonchelista. Eso, al menos, es lo que Flecha
haría.
Justo encima de la posición del violonchelista se encuentra
la clase exacta de ubicación que escogería alguien que no supiera
bien lo que hace. Un edificio de apartamentos que ofrece una clara
panorámica de la calle y el punto desde el que la mayoría daría por
hecho que dispararía el contrafrancotirador.
Si ella tuviera que matar al violonchelista, desviaría el
punto de mira hacia ese edificio con la certeza de encontrar un
rifle esperándola allí.
Flecha sonríe. Un plan empieza a cristalizar en su mente.
Retrocede por la calle en dirección oeste, y elige un edificio
situado en el lado sur con vistas de la zona donde sabe que se
apostará el enemigo. Luego vuelve al punto donde tocará el
violonchelista y se sienta para confirmar la logística de lo que
acaba de idear. Se pregunta si sabrá que alguien va a protegerle y,
de saberlo, si esa certeza le reconfortará en alguna medida. La
calle sigue vacía y el aire es frío. Pronto el sol empezará a
calentar la tierra y más personas se aventurarán a salir. A las
cuatro en punto, algunas de ellas se apoyarán contra una pared del
lado sur de la calle y observarán al violonchelista tocando durante
unos minutos antes de seguir su camino. No sabrán lo que está
teniendo lugar sobre sus cabezas hasta que ella dispare, e incluso
entonces no será más que un disparo entre los miles de aquel
día.
Horas después, Flecha se agacha en una habitación del flanco
sur de la calle, al oeste del lugar donde el violonchelista pronto
empezará a tocar. Está a varios edificios del lugar desde el cual
un francotirador sin talento dispararía al violonchelista. Es un
enclave perfecto. No necesita sacar el cañón del rifle a la calle
para disparar, lo cual reduce las posibilidades de que el enemigo
la vea. Para empezar, él estará en desventaja, ya que el sol irá
avanzando hacia el oeste, algo que no interferirá en su disparo al
violonchelista pero que le dificultará ver la posición de
Flecha.
Todos los factores están a favor de Flecha, excepto uno. Si
ha cometido un error, si no han enviado a un francotirador que sabe
lo que hace y que se aposta en el flanco sur de la calle, no podrá
dispararle. No cree que haya cometido un error, pero, obviamente,
no hay modo de saberlo a ciencia cierta. Es otra de las diminutas
apuestas de la vida, supone, aunque una parte de ella se pregunta
cuán diminuta es ésta en particular.
En la tercera planta de un edificio del flanco norte de la
calle, encima de donde el violonchelista tocará, ha tendido una
trampa. En la ventana de un apartamento abandonado ha colocado un
rifle apuntando al oeste, hacia donde el francotirador se colocará.
El cañón del rifle sobresale levemente por un orificio que hay en
el plástico que cubre la ventana y, desde el edificio donde ella
cree que estará el francotirador, se distingue el contorno umbroso
de una gorra de béisbol. Si el francotirador hace lo que casi todos
los francotiradores harían, lo que la propia Flecha haría,
disparará a la gorra antes que al violonchelista. Lo habitual es
que no haya tiempo de hacerlo, pero un hombre sentado en la calle
tocando el violonchelo no tiene posibilidad de moverse deprisa, y
seguirá allí varios segundos después; podrá dispararle. De modo que
sería mejor eliminar primero a la persona que más probablemente
devolverá el disparo. Y cuando el francotirador dispare a su
señuelo, si Flecha aún no le ha divisado, delatará su posición. Es
un truco rudimentario, lo sabe, pero dado que él tendrá el sol de
cara y el plástico que cubre la ventana no le permitirá ver con
claridad el interior del apartamento, y que será demasiado temprano
para utilizar un objetivo de visión nocturna, algo de lo que ella
no dispone, el francotirador no percibirá la trampa. Un
francotirador excepcional podría advertir que su objetivo
secundario no se mueve ni se retira ante la obviedad de la
situación, pero ella está dando por hecho que su adversario
sencillamente es bueno y no insólitamente torpe.
El fallo técnico de su plan es que no está del todo segura de
que el apartamento donde ha colocado el cebo esté abandonado. Daba
la impresión de que nadie vivía en él, pero en casi todos los
edificios de la ciudad hay apartamentos en apariencia inhabitables
que, en realidad, están ocupados. Si alguien regresara a él, ella
estaría en apuros. Su presencia no pasaría inadvertida al
francotirador enemigo y lo más probable es que dedujera que se
trata de soldados. Aunque esto tampoco supone gran diferencia
.
Los francotiradores del enemigo no tienen en consideración
quién es soldado y quién no lo es.
No obstante, dada la ocasión, Flecha cree que matarían antes
a un soldado.
Es una simple cuestión de supervivencia. Ella no quiere
mancharse las manos con esa sangre, la de alguien cuyo único error
fue volver a casa antes de hora. Aunque es algo que ocurre a
diario, muchas veces todos los días, nunca ha sido culpa de Flecha
y ella procura que nunca lo sea. No será responsable de la muerte
de personas que no merecen morir.
Por eso hay dos orificios en el plástico de su ventana. Ha
decidido que si en algún momento detecta movimiento en el
apartamento que hay sobre el violonchelista, disparará. No dará a
nada, pero los disparos harán que quienquiera que haya dentro corra
a buscar refugio y salga del campo de visión del francotirador
enemigo. Entonces enviará otra bala en dirección al francotirador
para informarle que sabe dónde está. Si es como la mayoría, eso
será suficiente para convencerle de pensarse dos veces los planes
que tiene para el día y marcharse. Volverá, lo sabe, pero ya se
encargará de eso cuando ocurra. Al menos está segura del
apartamento en el que se encuentra. Una discreta conversación con
el hombre que vigila la entrada le ha confirmado que sus habitantes
se han marchado, y dos cajetillas de cigarrillos bastaron para
persuadirle de dejarla entrar y guardar en secreto su paradero.
Entre los residentes de esa clase de edificios es habitual
organizar un sistema de vigilancia, por turnos, para mantener
alejados a los francotiradores y a otros indeseables, pero es una
sencilla cuestión de eludir a esas personas si uno sabe lo que está
haciendo. A un hombre aburrido se le distrae con facilidad, y un
hombre asustado ya está de por sí distraído. Colarse de incógnito
en un edificio vigilado es un juego de niños. Flecha lo ha hecho
más veces de las que puede recordar.
El apartamento en el que está era un hogar bonito. Tiene las
ventanas grandes y las habitaciones espaciosas. Está relativamente
intacto, aunque una bomba ha alcanzado el cuarto de baño y reducido
el lavamanos, la bañera y el retrete a una pila de escombros. Del
yeso de las paredes opuestas a las ventanas asoman dagas de vidrio
como dardos clavados en una diana, y los vestigios de presencia
humana, documentos, fotografías, un sofá desnudo, están
desparramados y abandonados. Alguien acabará viniendo para
llevárselo todo, aunque sólo sea para convertirlo en combustible.
Flecha intenta no pensar demasiado en las personas que antes vivían
aquí, cómo serían, si llevarían una vida feliz, si siguen vivas, si
murieron aquí.
A través del visor inspecciona los edificios del este. Si va
a haber un francotirador, sin duda estará ya en su puesto. Ha
pasado las últimas horas estudiando la calle, detectando en qué
apartamentos hay gente de aspecto legítimo, en cuáles hay sólo
vigilantes y, especialmente, en qué ventanas no se ve nada. Pero,
ante todo ha estado estableciendo una base de observación de cómo
son las cosas, para advertir de inmediato el menor cambio. Por el
rabillo del ojo vigila en todo momento el apartamento del señuelo.
Hasta ahora no ha detectado movimiento en su
interior.
Hay, en particular, tres ventanas que la inquietan. Están
situadas en posiciones excelentes desde las que disparar a la
calle, y las tres están próximas a una escalera que patrocina una
vía de escape difícil de obstruir. No ha visto ningún indicio de
actividad, justo lo que espera no ver si hay un francotirador
dentro.
Cada vez se siente más segura de su plan, pese al hecho de
que aún no sabe dónde está el francotirador. Su convicción no se
basa en nada racional. No ha obtenido la menor información
eliminando la posibilidad de que esté en su zona, al oeste del
violonchelista, esperando a que éste aparezca. Por lo que sabe,
podría estar en el apartamento contiguo al suyo, debajo o en el
tejado. Si es insensato, se habrá salvado. Pero, con cada minuto
que pasa, ella está más convencida de que no es insensato. Sabe que
está en una de las tres ventanas Aunque no le mira, Flecha es
consciente de que el violonchelista ha salido del portal en cuanto
éste pone un pie en la calle. Antes de que él abra el taburete, ya
ha inspeccionado las tres ventanas media docena de veces y barrido
dos la zona.
Cuando él cierra los ojos y deja los brazos colgando a ambos
lados del cuerpo, ella le mira, sólo un segundo, y luego, mientras
él sigue sentado inmóvil, escruta las ventanas cuatro veces más. No
ve nada.
Una bomba estalla en un sector lejano de la ciudad, y por un
instante Flecha cree ver algo en una de las ventanas. Está en la
cuarta planta de un edificio de apartamentos, a unos setenta metros
al este del violonchelista. No sabe qué es. Una sombra, quizá, una
luz tenue, un movimiento casi indiscernible. No está segura de que
sea algo siquiera.
Al inspeccionar las otras dos posibilidades, no consigue
sacudirse de encima la sensación de que, cada vez que desvía la
mirada de la ventana de la cuarta planta, se está perdiendo algo.
Cálmate, se dice. Deja que esto venga a ti. Deja que las cosas
ocurran como van a ocurrir, y reacciona como vas a reaccionar. No
lo compliques.
Barre con la mirada el tramo oriental de la calle, tanto el
flanco norte corno el sur. Busca cualquier mínimo detalle que
pudiera haber cambiado, un ladrillo movido, una sombra distinta.
Intenta no quedarse atrapada en la duda de si hay o no alguna
diferencia. Si la hay, lo sabrá. Si no la hay, pensar en eso no va
a ayudarla.
La tentación de divagar es grande, pero ella no
sucumbe.
El violonchelista alza el arco y empieza a tocar. El sonido
se eleva y alcanza a Flecha, a ratos inaudible, a ratos tan claro y
alto que parece que proceda de su misma
habitación.
Tres plantas por encima de él, su señuelo descansa
impertérrito. El apartamento sigue vacío. Su trampa, por el
momento, no ha surtido efecto, pero tampoco ha
fracasado.
La ventana de la cuarta planta vuelve a atraerla. En el
primer vistazo está a punto de pasar por alto lo que ha cambiado.
Se dispone a desviar su atención hacia una de las otras ventanas
cuando ve un orificio en el plástico, de unos tres centímetros de
largo, en la esquina derecha. No es suficientemente grande para
apuntar y disparar por él, pero sí para mirar. Ése sería el primer
paso.
Considera la posibilidad de arriesgarse. Podría colar una
bala por ese orificio. Si él está mirando a través de él, morirá, o
al menos sufrirá una herida grave. Pero si no está mirando,
escapará, y ella volverá al principio. Además, se recuerda, no
tiene modo de saber quién está en el apartamento. No puede ir
disparando a los apartamentos sin estar segura de quién hay dentro,
aunque sepa que está en lo cierto. Sabe que él está
dentro.
Advierte movimiento en su visión periférica. Mira hacia la
calle. Dos chicas, apenas adolescentes, se han acercado al
violonchelista y están a pocos metros de él.
Se detienen, delgadas y serias, y le escuchan tocar. Si él
sabe que están allí, no da ninguna muestra. Se encuentran
directamente en la línea de fuego del
francotirador.
Flecha vuelve a clavar la mirada en la ventana de la cuarta
planta. El orificio del plástico no ha crecido, tampoco hay
orificios nuevos. ¿Será capaz de disparar por una abertura tan
pequeña?, se pregunta. No lo cree. No sin cierto grado de
precisión. Pero ¿y si es capaz?
Entonces morirán, le dice una voz en su interior. Los tres. Y
tú fracasarás.
Por primera vez desde que cogió un arma para matar, Flecha
siente pánico.
Está bloqueada. No puede hacer nada. No hay el menor instante
en el que refugiarse, ninguna cadena de acontecimientos que le
dicte una salida. Todo se ha soltado y flota, y ella sólo puede
hacer una cosa: disparar a ciegas. Pero no está dispuesta a
hacerlo. O eso cree. No parece que esté escogiendo. Sencillamente,
no lo hace. Si decidiera disparar, no está segura de que fuera a
hacerlo.
En la calle, las chicas se mueven. Salen de la línea de fuego
y dejan un pequeño ramo de flores silvestres frente al
violonchelista. A Flecha le parece diente de león. Luego se dan
media vuelta y se encaminan hacia el oeste, hacia ella, y siguen
avanzando por la calle hasta que dejan atrás a Flecha y ya no
corren peligro.
Hay movimiento en la ventana. Un cambio, una pequeña
alteración en la luz.
Una sombra detrás del plástico donde antes no había ninguna.
Su dedo cubre el gatillo. Lo único que necesita es que se muestre
un instante. Que haga un movimiento que le haga saber quién es. Una
nimiedad. Tan sólo una nimiedad más de las nimiedades que no lo
son. Otro movimiento es todo cuanto precisa.
La música cesa. Flecha no recuerda haberla oído en los
últimos minutos y no sabe si el violonchelista ha ter minado o si
ha ocurrido algo. Sigue concentrada en la ventana de la cuarta
planta. Su universo consiste en un metro cuadrado de plástico. Y
nada ocurre. Nada se mueve, nada cambia. Pasan diez minutos. Cuando
mira a la calle, el violonchelista ha
desaparecido.
Se desploma en el suelo, sin saber muy bien lo que ha pasado.
Estaba segura de que estaba allí. Ahora ya no lo está tanto. ¿Por
qué no ha disparado? Lo tenía a tiro. Debía de tenerlo a tiro. No
tiene sentido. ¿Por qué quedarse por aquí un día más? La incursión
en territorio enemigo es peligrosa e incómoda, algo que debe
reducirse al máximo en el tiempo. Si lo tienes a tiro, lo haces y
te vas. Pero él no lo ha hecho.
Se siente como si hubiera fracasado, aunque sabe que no es
así. Su trabajo consiste en mantener al violonchelista con vida. El
propio Nermin lo dijo con estas mismas palabras. Que un
francotirador enemigo muera no es la cuestión. El violonchelista
está vivo. Y volverá mañana. Así que no ha
fracasado.
Flecha piensa en las dos chicas que han dejado las flores
delante del violonchelista. ¿Odiarán a los hombres de las montañas
tanto como ella? ¿Les odiarán por ser unos cabrones homicidas, unos
asesinos sin remordimientos?
Confía en que no sea así. Eso es demasiado fácil. Si odian a
los hombres de las montañas, entonces también están obligadas a
odiarla a ella. Ella también mata. En días como hoy, cuando no
mata, experimenta una sensación de pérdida que pone de manifiesto
la hostilidad que alberga en su interior y que es más profunda que
la falta de remordimientos. Es casi lujuria.
Confía en que las chicas, y el resto de la ciudad, odien a
los hombres de las montañas por la misma razón que ella: porque la
han hecho odiar. Iniciaron una guerra diciendo que el pueblo de
Sarajevo se odiaba, que el pueblo les combatía, diciendo que ellos
no, que ellos eran una ciudad sin odio. Pero después los hombres de
las montañas empezaron a matar y a mutilar y a des t ruir. Y poco a
poco consiguieron lo que querían: una victoria tan clara como sería
si pudieran entrar con sus tanques en la ciudad. La han hecho
odiarles, a ella y a la gente como ella.
Horas después, cuando ya casi es de noche y Flecha considera
que es seguro salir del apartamento, pasa junto al ramo que las dos
chicas han dejado y ve que es parte de una gran ofrenda de flores
que han colocado a los pies del violonchelista, en el lugar donde
cayó la bomba. Algunas están mustias. Ahora entiende lo que hacían
las chicas. Lo que no entiende es cómo es posible que no haya
reparado hasta ahora en la pira de flores secas. Flecha da media
vuelta y se encamina hacia su apartamento, sabiendo que mañana
volverá.
Kenan Todo cuanto Kenan puede hacer es alzar la vista hacia
lo que queda de la Biblioteca Nacional. Aunque la estructura de
piedra y ladrillo sigue en pie, su interior está completamente
arrasado. El fuego ha dejado lengüetazos de hollín encima de todas
las ventanas, y el techo abovedado de cristal que coronó ufano el
edificio durante un siglo yace hecho trizas en el suelo. El tranvía
antes describía aquí un semicírculo, ofreciendo una exhaustiva
panorámica del icónico edificio.
Era uno de sus lugares favoritos de la ciudad, aunque no
fuese un gran lector. Era la manifestación más visible de una
sociedad de la que se sentía orgulloso. Ahora las vías del tranvía
ya no ofrecen ningún servicio y tan sólo muestran lo que se ha
perdido.
Los hombres de las montañas hicieron de la bi blioteca uno de
sus primeros objetivos y lo abordaron con gran eficacia. Kenan no
sabía si fueron los morteros lo que inició el fuego o si alguien
colocó de incógnito una bomba, como hicieron con la oficina de
Correos, pero sí sabía que, mientras ardía, arrojaron más bombas
incendiarias al edificio. Fue hasta allí cuando oyó que estaba
ardiendo, sin saber por qué. Contempló, impotente e inútil, cómo
aquel símbolo de lo que la ciudad era, y lo que muchos aún querían
que fuera, sucumbía a los deseos de los hombres de las
montañas.
Llegaron los camiones de bomberos y se convirtieron en
objetivos, atacados por francotiradores ocultos. Los morteros caían
sobre ellos, disparados por un ejército que en un tiempo había
jurado proteger la ciudad. Los bomberos combatieron las llamas
tanto tiempo como pudieron, hasta que algún comandante que
comprendió la futilidad de la situación les ordenó retirarse. Kenan
vio a un bombero que no debía de alcanzar la treintena y que siguió
de pie, solo, mirando aquel infierno. No se movió en absoluto hasta
que, exhausto, cedió a sí mismo y se desplomó de rodillas. Sus
compañeros corrieron hasta él, creyendo que un francotirador le
había alcanzado. Cuando le ayudaron a ponerse en pie y se lo
llevaron, Kenan vio que tenía las mejillas surcadas de sudor o de
lágrimas, y que sus labios se movían, mudos, de un modo que hizo
pensar a Kenan que estaba rezando. Durante días, las cenizas de
millones de libros cayeron sobre la ciudad como si fuera
nieve.
En aquel momento, Kenan creyó que al bombero lo había vencido
la pérdida de la biblioteca, pero ahora cree que lo que le hizo
desplomarse fue la impotencia para hacer nada por salvarla, o
incluso para ralentizar su pérdida.
Cuando sus hijos le preguntan por el motivo de la guerra, por
qué la gente se muere de hambre y recibe disparos, Kenan no sabe
responderles; cuando les ve sufriendo y no hay nada que él pueda
hacer al respecto, ve al bombero en sí mismo y desea que alguien
fuera a recogerle, ponerle en pie y llevárselo.
Pero no puede derrumbarse, porque sus hijos le miran para
sentirse seguros de que todo irá bien, de que la guerra acabará, de
que todos sobrevivirán. Hay momentos en que no sabe cómo consigue
no evaporarse, cómo su ropa no cae al suelo, vacía de la poca
sustancia que las llenaba.
Dobla la esquina y el puente Séher Cehaja se extiende ante
él. Se detiene y recoloca las garrafas de agua antes de refugiarse
tras uno de los grandes arcos maestros de la biblioteca. Barre las
colinas con la mirada, sin saber muy bien qué está buscando, pero
anhelante de algún indicio tranquilizador de que nadie está
apuntando con un arma al puente. Tras varios minutos, un hombre y
una mujer doblan la esquina. Le miran, recelosos, pero no se
detienen. Enfilan hacia el puente y Kenan siente el impulso de
llamarles, pero no tiene nada útil que decir. Decirles que podría
haber un francotirador vigilando el puente equivaldría a decir que
el sol ha salido esta mañana. Así que les deja marchar. Serán sus
cobayas.
Tienen un aire casi despreocupado. No alzan la mirada hacia
las colinas, no se paran. Cuando llegan al puente, aceleran un poco
el paso, caminan deprisa sin llegar a correr. La mujer avanza algo
más rápida que el hombre, y él aprieta el ritmo para ponerse a su
lado. Cuando llegan a mitad del puente, a Kenan le embarga una
abrumadora sensación de condena; está seguro de que los disparos
están a punto de llegar, ambos van a morir. Pero los disparos no
llegan, y la pareja alcanza el otro extremo del puente. Reducen un
poco el paso, tal vez seguros de que ya no corren peligro, aunque
Kenan sabe que aún puede alcanzarles una bala.
No estarán a salvo hasta que se encuentren tras el parapeto
de los edificios, pero la pareja lo ignora o lo pasa por
alto.
Una mujer se acerca por su espalda. Apenas debe de superar
los cincuenta, piensa Kenan; tiene el pelo cano, aunque eso ya no
es referente alguno. No tenía idea de cuántas mujeres se teñían el
pelo hasta que la guerra llegó y el tinte se convirtió en otro
artículo de lujo para los reyes del mercado negro. Kenan vuelve a
mirar a la mujer y piensa que probablemente es más joven de lo que
había creído en un primer momento. Podría incluso tener su misma
edad. No hay modo de saber lo que la guerra ha hecho para
envejecerla.
Lleva una garrafa de agua de cuatro litros en cada mano.
Saluda a Kenan y mira hacia el puente. – ¿Es
seguro?
Kenan se encoge de hombros.
–Acaba de cruzar una pareja y no han disparado. Pero quién
sabe.
La mujer repara en sus garrafas. – ¿Va usted a la
destilería?
–Sí. – Por un instante, Kenan se pregunta si no irá a pedirle
que le traiga agua, pero antes incluso de concluir el pensamiento
sabe que está siendo irracional-. ¿Y usted?
–Si puedo. La colina es pronunciada, así que tengo que parar
a menudo a descansar. Pero lo conseguiré. Es el puente lo que no me
gusta.
Mira al puente, luego a las colinas.
–Creo que es seguro.
Considera la posibilidad de preguntarle qué es lo que busca
en las colinas. Quizá sabe algo concreto que él
ignora.
La mujer no reacciona y Kenan tiene la sensación de que se
está entrometiendo en su intimidad, aunque él estaba allí antes y
no se encuentran en un lugar privado. Quiere marcharse, de modo que
coge las garrafas y echa un último vistazo al puente. – ¿Va a
cruzar ya? – pregunta ella, y se yergue.
–Sí. – Vacila un instante, sin saber qué quiere la mujer de
él, o si acaso quiere algo-. ¿Quiere que crucemos juntos? ¿Sabe?,
parece más seguro ir acompañado.
Ella parece tantear la propuesta. Él se pregunta cuál de
ellos será un objetivo más atractivo. No hay manera de
saberlo.
–No -contesta-. Creo que descansaré un rato.
Él asiente y sale a la calle. Se alegra de volver a estar en
camino. No está seguro de lo que acaba de ocurrir, pero ha habido
algo en la esencia de este intercambio que le ha enervado. Avanza
tan deprisa como puede, a ritmo de marcha primero y después más
rápido. Uno de sus pies alcanza el puente y él sabe que está
expuesto. Zigzaguea un poco, derecha, luego izquierda, derecha de
nuevo, y entonces echa a correr en línea recta, tratando de parecer
imprevisible. El truco consiste en hacer que los movimientos sean
aleatorios, pero no frenéticos.
Una vez vio a un hombre moverse demasiado deprisa hacia un
lado en un intento de resultar evasivo, pero resbaló y se torció un
tobillo. Se quedó tendido en la calle varios minutos hasta que
alguien fue a socorrerle y lo llevó a cubierto. Aunque no le
dispararon, podrían haberlo hecho, y el hombre le habría ahorrado
al francotirador la mitad del trabajo.
Las garrafas de Kenan chocan entre sí y, aunque el sonido no
es llamativo, a él le recuerda al de los tambores y le asusta, le
hace fantasear con que alguien le persigue. Acelera la carrera,
mucho más de lo que considera seguro, pero el terror se ha
apoderado de él y no puede controlarse. El final del puente está a
sólo unos pasos y uno de sus pies pisa una grieta en el pavimento.
Está a punto de caer, pero, de algún modo, consigue mantener el
equilibrio y acaba de cubrir el puente a trompicones hasta llegar a
la protección de un pequeño edificio que queda a su
izquierda.
Se sienta, jadeante, con los pulmones calientes y secos,
hasta que recupera el aliento y se levanta. Vuelve la mirada atrás,
a la biblioteca, y ve a la mujer mirándole. Se encuentra demasiado
lejos para estar seguro, pero imagina que se ríe de él. ¿La ha
tranquilizado, se pre gunta, o ha hecho que se sienta aún más
reticente a cruzar? La mujer no se mueve, de lo que él deduce que
no le ha inspirado ninguna confianza.
Frente a él está la cafetería a la que solía ir, la Casa del
Rencor. La historia narra que antes estaba al otro lado del río, en
la margen derecha.
Cuando los austro-húngaros regularon el cauce del Miljacka,
estaba en su camino, pero el propietario se negó a que lo
demoliesen. Accedió a entregar esa tierra sólo con la condición de
que trasladaran su casa, ladrillo a ladrillo, a la margen izquierda
del río. Además, pidió un saco de ducados, por
inquina.
Kenan nunca ha sabido si la historia es real o no, pero
tampoco cree que importe. Lo que ahora quiere es que los hombres de
las montañas bajen y reconstruyan todos los edificios tal como eran
antes, ladrillo a ladrillo. Y, ya puestos, que también suelten algo
de dinero, aunque ¿quién es él para decir qué es inquina y qué
reparación? Mira el ahora cerrado restaurante y se ríe un poco de
sus elucubraciones. Los hombres de las montañas bajarán a la ciudad
por un único motivo, y no será el de devolver las cosas a su
antiguo estado.
Coge las garrafas, se cuelga la cuerda al hombro y se agacha
para coger también las botellas de la señora Ristovski. No
comprende por qué ella insiste en esos envases en particular, por
qué no puede cambiarlos por unos con asa. Sabe que es mayor y que
está aferrada a sus costumbres, pero tampoco es que se haya pasado
la vida cargando agua en esos envases. Ha batallado con la escasez
de agua exactamente el mismo tiempo que él, espero sin tener que
bajar la colina, atravesar la ciudad, cruzar un puente, subir otra
colina y volver a casa. Si alguien debiera aferrarse a sus
costumbres es él.
Recuerda cuando la conoció, casi diecisiete años atrás. Él y
Amila tenían veintipocos, acababan de casarse, su primera hija sólo
tenía unos meses. Se mudaron al apartamento una lóbrega mañana de
primavera, y por la tarde oyeron unos insistentes toques en la
puerta que con el tiempo llegarían a conocer bien.
Kenan abrió y encontró a la señora Ristovski allí, de pie,
con un aspecto muy similar al que tiene hoy. Ella le incrustó una
maceta con helechos en las manos, avanzó un paso, se quitó los
zapatos y le miró.
–Soy tu vecina, la señora Ristovski -dijo-. ¿Tienes unas
zapatillas?
Kenan se presentó, le pasó la planta a su desconcertada
esposa y rebuscó en varias cajas hasta que encontró un par de
zapatillas.
–Son un poco pequeñas -dijo la mujer mientras embutía los
pies en ellas-, pero por ahora bastarán. La próxima vez traeré las
mías.
Se sentaron en el sofá que los padres de Kenan les habían
regalado cuando se casaron y su mujer fue a hacer café. La señora
Ristovski le recitó una larga lista de lo que debía y no debía
hacer con la planta, y él la escuchó con toda la atención de que
fue capaz. El bebé dormía en la habitación de al lado. Él mencionó
su presencia varias veces y habló en voz baja, con la esperanza de
que la señora Ristovski tomara ejemplo. Pero ella no hacía más que
elevar el tono cada vez que hablaba, hasta que a Kenan le pareció
que gritaba.
Su mujer volvió con el café justo cuando el bebé se
despertaba, a gritos. Le miró ceñuda, como si fuera culpa suya que
la señora Ristovski no fuera capaz de hablar en voz baja. Cuando
Amila se fue, la señora Ris tovski tomó un sorbo de café y arrugó
la expresión.
–Menudos gritos suelta vuestro bebé. Confío en que tú y tu
mujer no seáis tan ruidosos.
Kenan le aseguró que no lo eran y el resto de la visita
transcurrió más o menos sin incidentes. A partir de entonces, la
mujer les visitaba una o dos veces por semana, por lo general por
la tarde, cuando Kenan estaba en casa. Él siguió tan bien como pudo
sus instrucciones con respecto a la planta, pero ésta fue
marchitándose rápidamente. A la señora Ristovski no le pasó por
alto. En una de sus visitas, miró la planta reseca, sacudió la
cabeza y dijo:
–Espero que seas más cuidadoso con tus hijos que con las
plantas.
Son mucho más difíciles.
Kenan supo más tarde que cada vez que alguien se instalaba en
el edificio, la señora Ristovski le llevaba una maceta con helechos
que, sin excepción, morían al cabo de unas semanas. La opinión
general era que ella los había envenenado, que los había condenado
desde el principio, pero Kenan nunca acabó de creerlo. No obstante,
había advertido que la mujer no tenía ninguna planta en su
piso.
Solía sorprenderse defendiéndola frente a los demás, sin
demasiado entusiasmo, recordándoles que su mari do había muerto
hacía cincuenta años y que ella había vivido sola desde entonces.
Pero cuanto más pensaba en ello, tanto menos le parecía una buena
justificación de su amargura. No podía haber tenido más de
veinticinco años cuando se quedó viuda, una edad lo bastante tierna
para rehacer la vida. No tenía la menor pista de qué la había hecho
ser cómo era, si haber perdido a su esposo en la guerra, la guerra
en sí o algo que ocurriera después. Quizá siempre había sido
así.
Nada de esto explica por qué él lleva hoy esas bote llas
imposibles, lo sabe. Le hizo una promesa, pero ya ha roto promesas
con otras personas y sospecha que volverá a hacerlo. Ni siquiera
puede fingir que le caiga bien y, aunque la teme un poco, no está
tan intimidado para hacerle una reverencia cada vez que le exige
algo. Siendo sincero consigo mismo, no tiene idea de por qué sigue
llevándole agua a la señora Ristovski.
Es hora de seguir avanzando. La destilería está ya cerca,
sólo un poco al oeste y luego al sur, colina arriba. Cruza la calle
y ataja por un aparcamiento vacío, refugiándose siempre que puede.
A medida que asciende, ve cómo el agua se derrama hasta la calle
desde los caños de la destilería. Las huellas de los que le han
precedido le recuerdan el rastro que las babosas dejan en el
jardín. Un camión con un depósito de plástico enorme pasa por su
lado, da un bocinazo y le obliga a hacerse a apartarse. Ahora ya
hay mucha más gente en la calle, la mayoría cargada con su peculiar
parafernalia de envases para el agua, y todos ellos se ven también
obligados a hacerse a un lado para dejar pasar a ese camión y a los
que pronto le seguirán. Es una peregrinación, un desfile, todos son
ratas de Hamelin. Cuando ve el edificio de color rojo intenso de la
destilería, se siente tan feliz como aprensivo, porque, si bien ha
llegado al fin a su destino, sabe que le espera un largo camino
antes de volver a estar en casa.
Dragan -¿Qué crees -pregunta Dragan- que es peor: que te
hieran o que te maten?
No sabe por qué le ha hecho esta pregunta a Emina. Parece
casi frívola, como preguntar si es peor que le hiervan a uno vivo
con agua o con aceite.
Sigue apoyado contra el furgón; ella está frente a él, de
espaldas a la calle, y cada poco transfiere el peso del cuerpo de
un pie al otro, como si no acabara de encontrar una postura
cómoda.
–Creo -dice, desplazando la mirada hacia el cruce- que es
mejor que te hieran. Al menos así te queda alguna posibilidad de
vivir.
–No muchas -dice él, y enseguida se pregunta por qué. ¿Qué
sentido puede tener esta conversación? No obstante, las palabras
siguen brotando de su boca y él parece incapaz de detenerlas. Es
como arrancarse una costra. – ¿Qué quieres decir? Una posibilidad
es una posibilidad.
–Los hospitales no podrían hacer gran cosa por ti. Les falta
equipo y medicamentos, les falta personal.
Tampoco sabe si alguna de estas afirmaciones es cierta, pero
le parecen probables.
–Tengo entendido que están bastante bien equipados. Por lo
visto muchos heridos sobreviven.
Él percibe que su visión crítica la ha molestado, que ella no
quiere que tenga razón. Se le ha enrojecido el cuello y se ha
separado levemente de él.
–Si están tan bien equipados, ¿por qué arriesgas la vida para
entregar un medicamento que ya tiene casi diez
años?
Acaba de anotar un punto directo. Ella retrocede un paso, se
saca las manos de los bolsillos y se las lleva al pecho. Por un
instante, Dragan duda de si irá a abofetearle. No le importaría que
lo hiciera. Sabe que lo merece.
–Lo siento -dice-. No sé por qué he dicho
eso.
Ella no se mueve. Le escruta sin parpadear. Él no sabe qué
está buscando ella. Intenta parecer arrepenti do, se obliga a no
pronunciar palabra, a guardar silencio. No hay nada que pueda decir
para arreglar la situación.
Aun así, siente que su boca se mueve y las palabras escapan
de él:
–No entiendo por qué no estás asustada. No en tiendo cómo la
idea de que te alcance un tiro o un bombazo no te
asusta.
Ella exhala y deja las manos colgar flácidas a ambos lados
del cuerpo.
–Hay un hombre tocando el violonchelo en la calle -dice-.
Cerca del mercado. Donde murieron aquellas personas que hacían cola
para comprar pan.
Dragan supo de la masacre cuando ocurrió. No fue lejos de la
casa de su hermana. De no haber sido porque él llevaba pan a casa
todos los días que le tocaba trabajar, es posible que ella también
hubiese estado en aquella cola. Pero desde entonces no había vuelto
a pensar en ello. Si bien fue uno de los ataques más cruentos
contra civiles, no fue mucho peor que el peaje global que se paga a
diario.
–Todos los días, a las cuatro. – Se vuelve hacia Dragan al
decirlo, como si hubiese algo que él no comprende-. Todos los días
se sienta allí y toca. La gente va a escucharlo. Algunos dejan
flores. Yo he ido varias veces. Unas me quedo hasta que acaba,
otras me mar cho al cabo de unos minutos.
Dragan asiente. Ha oído hablar del violonchelista, de pasada,
pero nunca le ha dedicado demasiados pensamientos ni ha ido a
verle. No está seguro de por qué Emina le está diciendo todo esto,
pero no va a interrumpirla. La dejará hablar hasta que
acabe.
–No sé cuál es la pieza que toca, no sé cómo se llama. Es una
melodía triste. Pero a mí no me entristece. – Le mira directamente
a los ojos, no desvía la mirada, y él se siente un poco incómodo-.
¿Por qué supones que lo hace? ¿Está tocando por la gente que murió?
¿O por la que no ha muerto? ¿Qué espera conseguir?
Dragan sabe que no es una pregunta retórica. Ella espera una
respuesta. Él no la tiene. Ignora por com pleto qué debe de poseer
a una persona para hacer algo semejante. – ¿Para quién toca? –
vuelve a preguntar ella, y de pronto Dragan cree
saberlo.
–Quizá esté tocando para sí mismo -dice-. Quizá sea lo único
que sepa hacer y no esté haciéndolo para que ocurra
algo.
Y entonces cree que es verdad. Lo que el violonche lista
quiere no es un cambio ni una solución inmediata a todo, sino
evitar que las cosas empeoren. Porque, como decía el optimista del
chiste de la madre de Emina, las cosas siempre pueden empeorar.
Pero tal vez lo único que evitará que empeoren es que la gente haga
lo que sabe hacer.
La respuesta parece haber satisfecho a Emina o, cuanto menos,
la ha intrigado. Se reclina contra el furgón. Al rato
dice:
–Jovan dice que está loco. Dice que es un acto inútil, que
sólo va a conseguir que le maten.
Dragan reflexiona sobre eso.
–Jovan es idiota -espeta. No mira a Emina, sino que sigue
manteniendo la vista al frente.
–Lo sé -dice ella-. En cierto modo, antes era una de las
cosas que me gustaban de él.
Él se aventura a mirarla un instante y ve que no
sonríe.
–Tengo miedo, Dragan. Tengo miedo de todo, de morir, de no
morir.
Tengo miedo de que esto siga siendo así siempre, de que esta
guerra no sea una guerra sino el modo en que la vida será a partir
de ahora.
Dragan asiente. La rebeldía se ha desvanecido en
él.
–Yo también -dice-. De todo.
Ella avanza un paso, se gira y se coloca a su lado. Por el
momento, nadie ha sido lo bastante valiente para volver a intentar
cruzar, pero se intuye que alguien pronto se aventurará y el resto
de los presentes parecen estar esperando a ver qué ocurre. Dragan
alza la mirada al cielo y observa una nube grande y gris. Le da la
impresión de que la nube avanza despacio. Se pregunta si será
verdad o si sólo es una cuestión de perspecti va, si la nube en
realidad está avanzando tan deprisa como un pájaro puede volar o
como un coche puede correr. No lo cree, pero no tiene modo de
saberlo, y el hecho de que no haya modo de saberlo lo reconforta.
Vuelve a mirar la calle, y se obliga a no volver a mirar al cielo
hasta que esté seguro de que la nube haya pasado.
Un hombre con una chaqueta amarilla decide que es seguro
cruzar. Sale disparado con la cabeza gacha y corre en zigzag hasta
ponerse a salvo al otro lado de la calle. Eso parece reportar
cierto alivio a las personas que esperan y varias hacen acopio de
valor para lanzarse. Consiguen alcanzar la otra acera sin
incidentes. Poco a poco, el grupo que se había formado va
dispersándose, hasta que tras la protección del furgón ya no queda
nadie de los que estaban la última vez que el francotirador
disparó, excepto Dragan y Emina.
–Una mujer va a visitar a una amiga -dice Emina con voz rauda
y ligera-. La mujer entra y la amiga le pregunta si le apetece un
poco de café. «No, gracias -contesta la primera-. Estoy bien». Y la
amiga dice: «Fantástico, así podré ducharme».
Dragan se ríe, aunque ya conocía el chiste. Existen media
docena de versiones, pero en cada una de ellas la mujer se las
apaña para hacer algo más trascendental con una cantidad
absurdamente pequeña de agua. No dista mucho de la realidad. Dragan
es capaz ahora de lavarse el cuerpo entero con medio litro. Un
cuarto para enjabonarse, un cuarto para enjuagarse. No es lo mismo,
pero funciona. Si además el agua está tibia, se convierte en un
placer.
En pocas semanas, su hijo, Davor, cumplirá diecinueve años.
Si siguiera aquí, casi seguro que habría acabado combatiendo, de
forma voluntaria o bien como recluta a la fuerza. Dragan recuerda
el día en que su hijo nació, al amanecer, aún no había salido el
sol. Llevaban un día y medio en el hospital.
Su mujer estuvo de parto casi treinta y seis horas, y los
rostros consternados de los médicos y las enfermeras le
aterrorizaron, pero finalmente liberaron al niño del cuerpo de su
madre y lo declararon sano. Su débil llanto emergiendo de un fardo
de sábanas llegó a oídos de Dragan como si fuera música. Luego le
arrobó un abrumador sentimiento de benevolencia, no sólo hacia su
hijo, sino hacia el mundo que le rodeaba, deseando que fuera todo
lo que no era, preguntándose qué podía hacer él para mejorarlo.
Pero el sentimiento se desvaneció y más tarde desapareció por
completo, como si nunca hubiese existido.
Pese a ello, Dragan deseaba lo mejor para su hijo y seguía
queriendo que el mundo fuera diferente, pero, en realidad, nunca se
había parado a pensar en cómo podía conseguirlo, qué posible efecto
podrían tener sus actos. Ahora, con frecuencia se pregunta si hubo
algo que hizo o que no hizo que influyera, si bien en grado mínimo,
en la desintegración de la ciudad. Se pregunta qué habría ocurrido
si los hombres de las montañas y los hombres de la ciudad hubiesen
albergado en sus corazones una diminuta fracción de la benevolencia
que él descubrió y sintió por una criatura recién
nacida.
Por el este, a unos veinte metros, se acerca un perro negro y
pequeño.
Lleva el morro pegado al suelo, la cola gacha, y camina con
paso decidido. El perro no se detiene a husmear nada en particular
ni mira a las personas con las que se cruza. Dragan se sorprende
observándolo mientras se aproxima, cada vez más, y cuando mira a
Emina ve que ella está haciendo lo mismo. El perro pasa por su
lado, lo bastante cerca para tocarlo, pero no da muestras de
apercibirse de su existencia. Nadie más parece haber reparado en
él, claro que, ¿cómo iban a hacerlo? La ciudad está llena de perros
callejeros. Éste no tiene nada de especial. Pero, si es así, ¿por
qué están Emina y él mirándolo? Es por la singularidad de la
aparente resolución del perro. Este perro tiene un sitio adonde
ir.
El perro alcanza el cruce y lo enfila sin vacilar. Dragan se
pregunta si sabrá que hay un hombre armado en las montañas. Como
respondiendo a sus elucubraciones, el perro alza el morro del
suelo, vuelve la cabeza a la izquierda y mira las colinas. Esto
hace creer a Dragan que el perro sabe lo que está
ocurriendo.
Podría incluso saber dónde está el francotirador. Quizá un
perro pueda oler el sendero que recorre una bala, trazar su
trayectoria desde el origen. El perro podría perfectamente saber
desde qué ventana o tejado dispara el francotirador. ¿Alguna vez ha
hecho alguien un experimento al respecto? ¿Sabemos a ciencia cierta
qué puede y qué no puede oler un perro?
Dragan se pregunta si un francotirador dispararía a un perro.
¿Desperdiciaría una bala y se arriesgaría a revelar su posición a
un contrafrancotirador? Si los hombres de las montañas no
dispararían a un perro pero sí a nosotros, eso debe de significar
que nos consideran diferentes. Pero la cuestión es si somos mejores
o no. ¿Reconocen más de sí mismos en un perro o en un ser
humano?
El perro está a punto de cruzar, con el morro de nuevo
rozando el suelo. Alcanza el otro lado y de pronto,
inesperadamente, se detiene, se da la vuelta y mira atrás. Observa
la calle unos segundos, Dragan no sabe exactamente qué, y luego
prosigue, hasta que se pierde de vista. – ¿Adónde supones que va el
perro? – le pregunta Emina.
Él la mira y ve que sonríe.
–No tengo ni idea.
–Me pregunto qué tarea tan urgente tendrá que llevar a cabo
un perro para caminar con esa deliberación.
Dragan está a punto de contestar cuando cae en la cuenta de
que, vaya a donde vaya, sea cual sea la tarea que le ocupa, hay
poca diferencia entre el perro y él. Los dos tan sólo intentan
sobrevivir. A diferencia de los hombres de las montañas, que siguen
diferenciando entre perros y humanos, Dragan ahora apenas aprecia
esa diferencia. Ha sentido el mismo grado de preocupación por el
perro al verle entrar en la línea de fuego del francotirador que
por las cuarenta o cincuenta personas que han cruzado en el rato
que lleva aquí.
Emina le está mirando, esperando una respuesta a su pregunta.
– ¿Adónde tenemos que ir cualquiera de nosotros con tanta urgencia?
– dice, con la esperanza de zanjar así la discusión. No quiere
seguir pensando en el perro.
Se pregunta cuánto tiempo lleva aquí, esperando a cruzar.
Quizá tres cuartos de hora. ¿Ha aumentado esa espera sus
probabilidades de conseguirlo? – ¿Por qué cruzamos la calle los
ciudadanos de Sarajevo? – le pregunta a Emina.
Ella sacude la cabeza, se saca las manos de los bolsillos y
se aparta el pelo de la cara.
–Buena pregunta.
–Para llegar al otro lado -se contesta él mismo. Emina gruñe,
porque es un chiste ciertamente malo. A Dragan no le importa. Lleva
meses sin contar un chiste. Le hace sentir bien, aunque el chiste
sea pésimo.
–Creo -dice ella, medio riéndose aún- que ha llegado la hora
de que esta ciudadana se arme de valor. Si cruzo ahora, podría
volver a tiempo para escuchar al violonchelista.
Dragan deja de reír. Tiene razón. Ya llevan aquí demasiado
tiempo.
–Voy contigo -dice.
Emina asiente y ambos se acercan al cruce, ella delante,
Dragan detrás.
Cuando están a punto de alcanzar la parte trasera del furgón,
el límite a partir del cual deberían correr, Dragan empieza a
ponerse nervioso. Le sudan las manos, luego también la espalda y
los pies. Nota que le falta el aliento.
Alarga una mano y la posa en el hombro de Emina para
detenerla.
–Aún no puedo -dice-. No estoy preparado. Emina asiente de
nuevo. – ¿Quieres que me quede a esperar contigo? Sí, quiere, pero
prefiere no decírselo.
–Estoy bien -dice-. No tengo especial prisa.
Ella le mira, ve su rostro tenso, y él se pregunta si
decidirá quedarse con él a pesar de sus palabras
tranquilizadoras.
–Dale muchos recuerdos a Raza -dice ella, y se inclina hacia
él y le abraza. Él la siente cálida, sustancial, mucho mayor que la
última vez que la abrazó, hace apenas un rato. Ella ha vuelto a
hacerse real para él. Es la persona que conocía en el pasado.
Afectada por la guerra, cambiada, pero la mujer que conocía sigue
allí. No la ha cubierto el gris que tapiza las
calles.
Se pregunta por qué no lo habrá advertido antes, se pregunta
cuánto más le habrá pasado inadvertido.
Dos personas cruzan desde el otro lado, un hombre y una
mujer. El hombre ya está a medio camino, la mujer apenas lo inicia.
La mujer tiene el pelo recogido con un pañuelo negro y el hombre
lleva un sombrero marrón de ala ancha, un estilo de sombrero que
Dragan nunca ha tenido pero que siempre ha admirado. Es la clase de
sombrero que llevaría un detective, piensa.
Emina sale a la calle. Aprieta el paso hasta casi correr,
pero a Dragan le da la impresión contraria. El mundo entero se ha
tornado borroso, pegajoso, como subacuático. La lana azul del
abrigo de Emina es una mancha informe y Dragan se siente cansado.
Podría dormir durante días.
Un joven se acerca a Dragan y se prepara para cruzar. Duda
sólo un instante, respira hondo y avanza. En cuanto sale a la
calle, a Emina la embiste una repentina y violenta fuerza que la
derriba de costado, y el ruido de un arma de fuego perfora el
silencio. El hombre del sombrero se detiene un segundo y luego echa
a correr en dirección a Dragan. La mujer se da la vuelta y
retrocede con la esperanza de llegar al punto seguro del que venía.
Emina yace inmóvil. Dragan no consigue ver dónde la han alcanzado,
si está viva o no.
A su lado, la aproximada media docena de personas que
deambulan por allí corren hasta el borde del furgón, con la mirada
clavada en la calle. Varias gritan a quienes aún se encuentran en
la línea de fuego del francotirador, les gritan que corran y otros
consejos igual de obvios.
El joven avanza hacia Emina. Debería retroceder, piensa
Dragan. Va en la dirección errónea. Entonces Dragan comprende lo
que está haciendo y quiere ir con él, ayudarle y ver si es posible
salvar a Emina. Pero sus pies no se mueven. A su alrededor, todo el
mundo parece imbuido de una energía frenética, pero él no se ha
movido un ápice.
El joven y el hombre del sombrero llegan hasta Emina al mismo
tiempo, justo cuando la mujer consigue ponerse a resguardo. Dragan
ve que la gente que hay al otro lado corre hacia ella, para ver si
está bien, aunque es evidente que lo está. El joven se agacha y
rodea a Emina con ambos brazos. El hombre del sombrero sigue
corriendo, no se detiene. El joven alza la mirada incrédulo y le ve
alejarse, le grita pidiéndole ayuda. Si le oye, el hombre del
sombrero no da muestra. Cuando está a punto de alcanzar la
seguridad del furgón, se oye otro disparo. El sombrero del hombre
sale volando de su cabeza y aterriza a los pies de Dragan. Dragan
clava la mirada en el sombrero, que ha caído del revés sobre la
acera. Ve en la etiqueta que está fabricado en Viena. Mira al
frente. El propietario del sombrero yace boca
abajo.
A su alrededor, los presentes comprenden que el francotirador
puede disparar mucho más cerca del borde del furgón de lo que
creían. Se agachan, todos excepto Dragan, que piensa de pronto en
el modo en que una bandada de pájaros puede virar al unísono en
vuelo, como si todos sus componentes estuvieran programados.
Entonces una mano le agarra. Comprende que corre peligro y se tira
al suelo con los demás. Retroceden, manteniéndose tan agachados
como pueden, hasta que se alejan de la calle, a unos tres metros
del hombre que ya no lleva sombrero.
El joven ha cogido en brazos a Emina y Dragan ve que está
viva. Uno de sus brazos cuelga inerte y la manga está empapada en
sangre, pero tiene los ojos abiertos y la mano sana se aferra al
hombro de su rescatador. Una bala se estrella en el pavimento unos
metros por delante de ellos. El joven no reacciona, sigue
impasible, lento y torpe, y Dragan no cree que vaya a
conseguirlo.
Al pasar junto al hombre sin sombrero, a quien Dragan supone
muerto, una mano se alarga hacia ellos, débil e implorante. El
hombre sin sombrero de algún modo sigue vivo, aunque no parece
capaz de moverse. El joven le obvia y sigue andando. Emina le mira,
no dice nada y aparta la mirada hacia otro lado.
Dragan intenta calcular los segundos que han transcurrido
desde el último disparo del francotirador, intenta calcular cuánto
tiempo les queda antes de que llegue la siguiente bala. No sabe
cuánto ha pasado, sin embargo, y no tiene idea de lo que tardará el
francotirador en volver a apuntar y disparar.
Emina y el joven están a dos metros, después a uno, y al fin
llegan. Se desploman en el suelo detrás de él, y Dragan oye llorar
a Emina. No se vuelve. No puede despegar la mirada de la calle,
donde el hombre sin sombrero intenta reptar, centímetro a
centímetro, hacia la seguridad. Hay un creciente charco de sangre a
su alrededor y, aunque Dragan sabe que la calle rebosa ruido, no
oye ni un suspiro. Cuenta para sí, oye saltar los lentos números
con su propia voz. Cuando llega al ocho, la cabeza del hombre sin
sombrero se desploma, al tiempo que de su coronilla se desprende
una llovizna roja puntuada por el tronar de un rifle que resuena
colina abajo.
Dragan agacha la mirada y ve el sombrero en sus manos. No
recuerda haberlo cogido, no tiene idea de por qué habría hecho algo
semejante. Mira el sombrero, recorre el ala con el pulgar, se
inclina y lo deja sobre el asfalto antes de darse la vuelta hacia
Emina.
Flecha Una noche en que se han alternado el sueño y la
revisión de los acontecimientos del día deja a Flecha sin energía
ni más capacidad para comprender lo que ha ocurrido. Nada de ello
parece encajar en ningún escenario que ella pueda inventar. Está
absolutamente segura de que el francotirador estaba allí y de que
tenía al violonchelista a tiro. Pero, por lo demás, no tiene
sentido. Es algo que la preocupa. Empieza a pensar que quizá ha
extraviado su camino, que quizá ya no es el arma que era hace unos
días. También está obligada a considerar la probabilidad de que el
francotirador que han enviado los hombres de las montañas sea mucho
mejor en su trabajo que la mayoría. Y que tal vez tenga un plan que
trascienda al alcance de Flecha.
Son casi las nueve de la mañana y ella vuelve a sentarse en
el punto donde el violonchelista tocará. Pero algo ha cambiado.
Donde ayer se sentó con la espalda erguida y los ojos alerta hacia
la calle en la que se encontraba, hoy sus hombros se hunden y su
columna vertebral se curva. Contempla el suelo que se extiende ante
sus pies.
Piensa en el funeral al que asistió el mes pasado. Un
francotirador mató a su vecino Slavko cuando volvía de buscar agua,
un tiro limpio en el cuello; le llevaron al KoIevo Stadium, ahora
convertido en camposanto. Su esposa creyó que a él le habría
gustado que le enterrasen cerca de donde habían disfrutado de
tantos partidos de fútbol.
Flecha no suele ir a los funerales. Al principio de la guerra
fue a tantos como pudo, por respeto, pero luego se volvió
insensible a ellos, y cuantos más presenciaba tanto menos los
sentía, hasta que la desgracia de la esposas y el dolor de los que
siguen vivos empezó a enfurecerla. Cuando miraba las caras de los
maridos y las mujeres y las madres y los hijos que perdían a
alguien, sentía cómo la rabia se gestaba en su interior, y que esa
rabia estaba dirigida especialmente a aquellos más próximos al
difunto. ¿Cómo podían sentir tanto dolor? ¿Cómo podían no haber
alcanzado ya muchos meses atrás el límite en el que una persona
sencillamente no puede sentir más dolor? Sin embargo, justo cuando
se creía a punto de acercarse a una viuda llorosa y abofetearla,
caía en la cuenta de lo que estaba haciendo y pensando, y se sentía
avergonzada. ¿Cómo había acabado convirtiéndose en semejante
persona? Entonces recordaba a los hombres de las montañas y sabía
que eran ellos quienes lo habían hecho. Ese mismo día, más tarde, o
al siguiente, mataría a tantos como pudiera. Pero el proceso la
dejaba exhausta, y se convirtió en un desperdicio de energía que ya
no se podía permitir.
No necesitaba ir buscando razones para enviar balas a las
montañas.
Pero apreciaba a Slavko. Justo antes de la guerra, el hombre
acababa de jubilarse del departamento de parques y jardines de la
ciudad, y sabía mucho de animales y aves. Mientras esperaban al
ascensor, a menudo le contaba cosas interesantes que había visto.
Era alto y delgado, y llevaba unas gafas de vidrio grueso que le
hacían parecer un entomólogo. De jovencita, Flecha le veía a veces
como un saltamontes gigante. Una vez en que ella jugaba a la pelota
en la calle con algunos de los niños del vecindario, la pelota
salió rodando y Slavko, que pasaba por allí, impidió que se fuera
colina abajo. La sostuvo contra el bordillo, miró al grupo de críos
y, sin duda, los reconoció a todos. Ella sabía que la había elegido
y, cuando la pelota pasó de largo junto a los demás niños en una
línea recta que acababa en sus pies, sintió un aflujo de orgullo.
«Tened cuidado con los coches -dijo al grupo y, cuando pasó por su
lado, le puso una mano en el hombro-. Y
divertíos».
Así, cuando la viuda llamó a su puerta y le pidió que
asistiera al funeral de Slavko, una petición insólita por parte de
una viuda, no pudo negarse. «Siempre le gustó hablar contigo», le
dijo Ismira. No habían tenido hijos.
«Por supuesto que iré», contestó Flecha, y esto pareció
alegrar a Ismira. El funeral se celebró al día siguiente en el
reconvertido campo de fútbol, y, junto con otras dos docenas de
personas, sintió cómo la rabia ya familiar empezaba a bullir en su
interior. Intentó pensar en alguna otra cosa, desviar su atención
de los dolientes. Una hilera de sepulcros recién excavados se
extendía desde el agujero en el que introdujeron a Slavko. Todos
ellos aguardaban vacíos y expectantes, como bocas de polluelos.
Ella sabía que para cuando concluyera la semana todas estarían
llenas.
Un hombre grueso se apostó a su lado. Ella no le conocía,
pero la presencia de cualquier persona con sobrepeso ya era de por
sí un hecho extraordinario. La mayoría de la gente había perdido
entre diez y veinte kilos desde el inicio del asedio. No sabía cómo
alguien podía seguir estando gordo cuando no había nada que comer.
Entonces recordó que algunos, aquellos con contactos y privilegios,
tenían a su disposición abundante comida. Dio por hecho que ese
hombre debía de ser una especie de gánster, o tal vez un
funcionario corrupto del gobierno. Se preguntó qué hacía una
persona así en el funeral de Slavko. No creía que él hubiese
frecuentado esos círculos.
Al volverse para poder ver mejor al hombre gordo, oyó un
silbido familiar y supo que acababan de arrojarles una bomba. Otros
también lo supieron, pero nada podía hacer ella por ellos. Advirtió
de inmediato que no había refugio cerca. La única protección
posible eran los sepulcros abiertos, y, aunque su cabeza le pedía
que saltara a alguno, no obedeció. Se tiró al suelo y, por primera
vez en meses, olió la hierba fresca y dulce. Una bomba estalló
detrás de ella, no muy lejos. Flecha oyó cómo el hombre gordo, que
seguía a su lado, rompía a llorar. Sus sollozos quedaron ahogados
por otro estallido, éste algo más alejado. Ella siguió tumbada boca
abajo hasta que el bombardeo cesó. Cuando levantó la cabeza, todo
el mundo había desaparecido, excepto el hombre gordo. Estaba vivo,
temblaba, y no presentaba indicios de estar herido. Al principio,
Flecha creyó que todos habían muerto. Creyó que los hombres de las
montañas habían inventado un arma nueva que hacía desaparecer a la
gente. Ninguna desapacible carnicería más que el mundo pudiera ver.
Ninguna prueba, en cualquier caso. Sería como si nunca hubiesen
existido. Entonces vio una cabeza asomando por uno de los
sepulcros, y después otra, hasta que todos empezaron a salir de
ellos. Observó a varios hombres ayudando a Ismira y a otra mujer a
salir del sepulcro de Slavko.
El hombre gordo se sentó, intentó ponerse en pie y no lo
consiguió.
Exhaló un largo resuello y la miró. – ¿Por qué no se ha
metido en una tumba? – le preguntó ella, sorprendida de la aspereza
de su propia voz. El rostro del hombre se relajó
levemente.
–Me daba miedo no poder salir -contestó él-. Si crees que
ahora estoy gordo, deberías haberme visto antes.
Flecha se levantó y ayudó al hombre a hacer lo propio. – ¿De
qué conocía a Slavko?
–En realidad, no le conocía. Estábamos haciendo cola para el
agua.
Me ayudó cuando se me cayó la garrafa. – El hombre gordo se
miró los pies-. ¿Y tú? ¿Por qué no lo has hecho tú? – preguntó,
alzando el rostro para mirarla.
Ella sonrió.
–Me daba miedo que usted se tirara encima de mí -dijo, y el
hombre le devolvió la sonrisa.
Más tarde, no obstante, supo la verdadera razón: no estaba
dispuesta a permitir que los hombres de las montañas decidieran
cuándo iba ella a acabar bajo tierra. Si iba a acabar bajo tierra,
lo haría por propia voluntad o por haber muerto a sus manos. Pero
no les iba a ahorrar trabajo. No iba a vivir en una
tumba.
Flecha no sabe por qué ese recuerdo ha vuelto a ella. No ve
ninguna relación con el problema del día. Mira la pila de flores
marchitas que tiene a los pies y que le recuerda el trabajo que
tiene que hacer allí.
Alza la mirada hacia la ventana donde cree que se esconde el
francotirador.
Es un lugar perfecto. Alcanzar al violonchelista desde allí
no sería ningún reto.
Mira hacia el oeste, hacia donde se encuentra su propio
escondrijo, y después hacia arriba, donde está su trampa. Todo está
como debe estar. No hay problema con su plan.
Se recompone y está a punto de darse la vuelta hacia el oeste
cuando nota que las piernas se le tensan y los dedos empiezan a
palpitarle. Se queda petrificada, tratando de discernir qué es lo
que ha desatado esa reacción. Inhala una larga bocanada de aire y
entonces comprende que el francotirador la vigila. No sabe dónde
está, pero siente sus ojos clavados en ella. Podría estar en
cualquier ventana, o podría ser alguna de las diez personas que
tiene a la vista y parecen atareadas con asuntos
legítimos.
En realidad, no importa, porque no lleva el rifle consigo. En
un principio, al constatarlo, siente pánico, pero enseguida piensa
que precisamente el hecho de no llevar el rifle podría haberla
salvado. Para él, tan sólo es una persona más en la calle. Podría
incluso deducir que se trata de un pariente de alguno de los que
murieron allí, o una ciudadana más que se acerca para presentar sus
respetos, o una admiradora del violonchelista. ¿Cómo va a saber él
que es la persona que han enviado para matarle?
Obviamente, ella sabe que si la hubiera visto en el momento
preciso, cuando miró hacia su ventana y después a la que la
cubriría a ella, y luego arriba, lo sabría todo. Pero ¿qué haría
con la información?
Piensa que si supiera quién es, ya estaría
muerta.
Para estar a salvo, se guarda las manos en los bolsi llos y
se encamina hacia el este, lejos de los edificios que está
empleando. Deja atrás su ventana y sigue avanzando por la calle sin
mirar atrás; en realidad, sin mirar a ninguna parte. Sigue
dirigiéndose al este hasta que llega a las ruinas de la biblioteca.
Luego dobla hacia el norte, y después retrocede hacia su
apartamento para coger el rifle que utilizará para matar a su
enemigo.
Ha decidido conceder a este francotirador el beneficio de la
duda.
Asumirá que es tan bueno como ella, si no más. Tomará todas
las precauciones necesarias para que no la detecte. Aunque lleva en
este apartamento casi cinco horas, no ocupará su propia línea de
fuego más de unos minutos, justo antes de las cuatro en punto. Ni
siquiera le ofrecerá la oportunidad de divisarla. Ya ha ido al
apartamento del señuelo y recolocado el rifle y la gorra del
maniquí, para que, si repara en él, no tenga la oportunidad de ver
que el arma que cree que le busca está exactamente en la misma
posición que el día anterior.
Anoche no informó a Nermin. Él sabrá que no ha matado al
francotirador, pero también que el violonchelista sigue vivo. Al
final del día, si sobrevive, tendrá que ir a verle. No sabe cómo
irá la reunión si no acaba con el francotirador o si, lo que es
peor, el violonchelista muere. Nunca antes ha fallado, y prefiere
no saber cómo reacciona su ejército ante esta clase de
fracasos.
Es la hora. Pronto el violonchelista saldrá a la calle y el
francotirador se verá obligado a exponerse. Ella se acerca a la
ventana, apoya el rifle sobre una mesa vol cada para estabilizarlo
y mira por el visor. Localiza la ventana de la cuarta planta, donde
él estará, y busca el orificio en el plástico. No le resulta
difícil, pues ha aumentado de tamaño desde la última vez que lo
observó por el visor. Es sólo lo bastante grande para apuntar y
disparar por él, y Flecha confía en que, cuando el francotirador
intente hacerlo, ella tenga una perspecti va clara y directa de él.
No le costará nada enviarle una bala. Sonríe.
El violonchelista sale del portal y se dirige a su lugar, en
el centro de la calle. Nada ocurre en la ventana de la cuarta
planta. Abre el taburete y se sienta, inmóvil y en silencio. Alza
los brazos y empieza a tocar. Sigue sin ocurrir nada en la ventana
de la cuarta planta. Flecha advierte que empieza a conocer las
notas que toca. Es capaz de oírlas con la mente antes que con los
oídos, reemplazar aquellas que quedan ahogadas por el ruido de la
calle y las bombas y su propia concentración.
Transcurridos cinco minutos, sabe que algo va mal. El
violonchelista toca sólo diez o quince minutos, y el francotirador
aún no se ha mostrado. A ella no se le ocurre ningún motivo por el
que él esté retrasándose o, cuanto menos, ninguno que no desemboque
en la desintegración de sus planes. Pero no tiene más opción que
mantener su punto de mira en la ventana de la planta cuarta y
esperar a que él se mueva. De algún modo, mediante una serie de
decisiones, se ha colocado a sí misma en una posición en la que no
hay alternativa al camino que ha escogido. Las decisiones que ha
tomado la han dejado sin alternativa.
Hay movimiento en el apartamento del señuelo. Ella lo percibe
antes de verlo, mucho antes de desviar el cañón del rifle cuarenta
grados al norte. Cuando mira por el visor, no ve nada fuera de
orden. Todo parece intacto. Sospecha que su mente la está
traicionando y devuelve la atención a la ventana de la cuarta
planta.
Aún se le está adaptando la vista al cambio de perspectiva
cuando de pronto cae en la cuenta de lo que ha cambiado en el
apartamento del señuelo: el rifle que acaba de ver no es el que
ella había dejado allí. Ha caído en su propia trampa. Y, aunque no
lo ve, sabe que el rifle de la ventana ya la ha encontrado y que
una bala está de camino. Se tira al suelo cuando el proyectil rasga
el plástico y se incrusta en la pared opuesta de la sala. Flecha se
hace un ovillo y espera un segundo disparo, el que matará al
violonchelista.
La música prosigue. El eco del disparo resuena entre los
edificios de ambos flancos de la calle y sofoca las notas del
violonchelista, pero, en cuanto se desvanece, el violonchelo vuelve
a emerger y no hay segundo disparo. El músico toca hasta el final,
ajeno o indiferente al disparo que se ha efectuado a menos de doce
metros por encima de él. Obviamente, no tiene modo de saber de qué
bando procedía, Flecha lo sabe. Se pregunta si le importará quién
dispara qué balas. Se pregunta cuánto le importará a
nadie.
Contiene el impulso de coger el arma y devolver el tiro. Por
alguna razón, el francotirador no ha matado al violonchelista.
Flecha sospecha que no está seguro de que ella haya muerto ni
dispuesto a abandonar las vistas que le proporciona aquella
ventana. Flecha permanece inmóvil. Quiere que él crea que ha
muerto.
–Quizá huyera después del primer disparo, o estuviera
esperando a ver si te había alcanzado -dice Nermin-. O quizá no
tenía del todo a tiro al violonchelista. – Se reclina en la silla
mientras dice esto, como si el acto de relajarse indicara que ha
llegado a una conclusión.
Flecha sabe que lo tenía a tiro y no cree que huyera ni que
esperara a confirmar su muerte. Esa sensación ha ido afianzándose
desde que salió del apartamento. Sin embargo, no tiene idea de por
qué no mató al violonchelista, y no se siente motivada para
comentarle a Nermin nada de lo que cree o no cree.
–Apostaré un hombre en el apartamento esta noche, por si va a
buscar el cadáver.
–Dile que se mantenga lejos de la ventana y que se marche por
la mañana -dice ella-. El otro estará vigilando y sabe qué aspecto
tengo.
–Por supuesto -dice Nermin. La mira fijamente, como
considerando algo, y luego, con aire de haber tomado una decisión,
se inclina hacia adelante. Flecha le encuentra cansado. Ve hondas
arrugas alrededor de sus ojos que no recuerda haber visto antes, y
su uniforme, por lo general planchado e impoluto, está arrugado y
sucio.
–La situación es incierta -dice-. Sé que te he hecho promesas
e intentaré cumplirlas, pero están pasando cosas internamente que
en breve podrían complicarnos la vida a los dos.
Ella asiente. No es ningún secreto que hay roces entre los
que defienden la ciudad a toda costa y los que consideran que los
principios de la misma, las ideas que hicieron que Sarajevo fuera
una ciudad por la que merecía la pena luchar, no pueden y no deben
abandonarse en la lucha por salvarla. En el centro están los
criminales. Cuando la guerra estalló, ellos fueron los únicos que
sabían combatir, combatir de verdad, y saltaron a defender la
ciudad. Ahora son incontrolables, y esto ha ido tornando más y más
difícil para aquellos que no son criminales hacer la vista gorda
con la especulación y la ilegalidad y otros abusos. Pero el poder
raramente se cede de forma voluntaria. Es una cuestión de quién
prevalecerá. Ella sabe que la supervivencia de la ciudad depende
tanto de la actitud de los defensores como del éxito en repeler a
los atacantes.
Una ciudad de fanáticos y criminales no merece ser
salvada.
Ve, por primera vez, que Nermin se encuentra en una posición
difícil.
La autonomía que le ha garantizado no encaja con los planes
de aquellos que anhelan el poder. Una entidad como ella, una
asesina a la que no se puede controlar, es algo peligroso. Sería
diferente si sencillamente fuera buena en su trabajo. En ese caso,
pocos repararían en su existencia. Quizá esto es lo que Nermin
pensó que ocurriría cuando la buscó. Pero sus habilidades son bien
conocidas, difíciles de ocultar. Si Nermin se viera implicado en
una lucha por el poder, ella supondría un problema para él. –
¿Corro peligro? – pregunta, sabiendo que es muy probable que así
sea.
Nermin sonríe.
–Pues claro -contesta-. En las montañas hay hombres
armados.
Sólo hace unas horas intentaron matarte.
Su broma la molesta y ella así se lo hace saber. Él une las
manos sobre el escritorio. Ella observa que necesita cortarse las
uñas.
–Ahora mismo hay mucha menos tolerancia hacia la tolerancia.
Confío en que esto cambie. Si no lo hace, los dos estaremos en una
situación de riesgo. Tenemos que resolver este asunto del
violonchelista. Lo que ocurra después escapa a nuestro
control.
Se pone en pie y Flecha comprende que la está despachando.
Mientras se marcha la asalta la ya conocida sensación de que la
próxima vez que vea a Nermin Filipovie, el mundo, tal y como lo
conocen, habrá cambiado por completo.
Cuando llega la mañana, Flecha no va a la calle. Ahora que su
adversario sabe de ella, ahora que sabe quién es, no puede
arriesgarse a que la vea. Además, no hay nada en la calle que no
haya visto ya. Lo único por lo que siente curiosidad es por ver si
la pila de flores ha crecido. Empieza a sentirse descorazonada por
todo lo que no sabe. Hasta hace poco no tenía este problema. Piensa
que tal vez todo empezó con el violonchelista, pero no lo recuerda
con exactitud. De modo que ni siquiera puede responder a la
pregunta de cuándo sus preguntas dejaron de tener respuesta. Sacude
la cabeza ante este pensamiento, sofoca una sonrisa frustrada. No
sucumbirá a la tentación del humor negro. Ha pasado demasiado
tiempo con Nermin y no le gusta esa clase de
humor.
Su plan para el día es sencillo. Está razonablemente segura
de que el francotirador la cree muerta. Sabe que quizá debería
estarlo. De modo que es muy poco probable que dedique demasiado
tiempo y atención al apartamento en el que ella se escondía. Ningún
francotirador vuelve al mismo lugar, menos aún a un lugar en el que
han matado a alguien. Si cree que está viva, dará por hecho que ha
buscado otro escondrijo, y si asume que está muerta, sabrá que la
siguiente persona a la que envíen evitará la escena del fracaso de
su predecesora.
En una pequeña concesión a lo arriesgado de su estrategia, ha
cambiado de ventana y ha elegido una situada más al este, en la que
solía estar el dormitorio principal. Parte del alféizar ha
desaparecido, segura mente por efecto de la misma bomba que ha
arrasado el contenido de la habitación. Hay un orificio de unos
sesenta centímetros de anchura desde el alféizar hasta el suelo, y
el plástico que cierra la ventana lo cubre también por entero, pero
no está bien sujeto. Es una mera cuestión de introducir el cañón
del rifle por el orificio, apartar a un lado el plástico, lo
suficiente para tener a tiro gran parte del flanco este de la
calle. Allí es invisible y, mientras espera a que pase el día, se
le ocurre que éste es el lugar que habría escogido desde el
principio, y eso la inquieta. No ha hecho lo que habría hecho un
arma.
El día transcurre despacio. Flecha oye un denso bombardeo en
el oeste, en la dirección de Dobrinja y Mojmilo. Una parte de ella
desearía estar allí. Piensa en las personas a las que, por haber
estado aquí los últimos tres días, no ha disparado. Hombres que la
odian, hombres que la matarían, hombres que han matado a personas
como ella en los últimos tres días porque ella no los ha matado
antes. Pero entonces empieza a preguntarse incluso sobre esto. ¿La
odian los hombres de las montañas? ¿U odian la idea de ella, porque
es diferente de ellos, y que esa diferencia pueda entrañar alguna
clase de inferioridad o superioridad por parte de ella o de ellos,
un sentimiento que al final amenace la felicidad potencial de todo
el mundo? Empieza a preguntarse si ellos lucharían contra una idea
y si esa lucha se manifiesta en forma de odio. En tal caso, ellos
no son diferentes de ella. Salvo por un detalle clave que
sencillamente no puede obviarse ni apartarse. La idea por la que
ella se sentía dispuesta a dar la vida no incluía el odio que
siente hacia los hombres de las montañas. El Sarajevo por el que
luchó era un lugar donde no había que odiar a una persona por lo
que era. No importaba lo que uno era, lo que sus antepasados habían
sido o lo que sus hijos serían. Uno podía odiar a una persona por
lo que hacía. Podía odiar a un asesino, podía odiar a un violador y
podía odiar a un ladrón. Eso es lo primero que la impulsó a matar a
los hombres de las montañas, porque eran todo eso. Pero ahora, lo
sabe, la impulsa ante todo el odio que les profesa, la idea de
ellos como grupo, y no sus actos.
Esta constatación la asombra, y Flecha siente el impulso de
dejar el rifle donde está y volver a su apartamento. Pero no lo
hace. Se queda aquí. A las cuatro en punto el violonchelista sale y
ella tensa el dedo alrededor del gatillo.
El francotirador se muestra casi al instante. Está en una
ventana de la segunda planta, una de las tres de las que en un
primer momento sospechó.
Cuando el violonchelista empieza a tocar, el francotirador
aparece tras un orificio en el plástico, un orificio nuevo y que no
está bien disimulado. A Flecha le sorprende lo fácil que le resulta
divisarle.
El francotirador enfoca el visor hacia el violonchelista.
Flecha está a punto de dispararle, pero se frena. El francotirador
no tiene el dedo sobre el gatillo.
No es un detalle en el que ella habitualmente repararía o al
que otorgaría importancia, pero lo ve por el visor y le obliga a
hacer una pausa. Él ni siquiera tiene la mano cerca del disparador.
Su mano derecha sostiene el punto más elevado de la culata, y tiene
a tiro al violonchelista, pero la izquierda no está en el rifle.
Cuelga flácida junto al cuerpo, fuera de la vista de
Flecha.
Ella se pregunta si oirá la música. No está mucho más lejos
del violonchelista que ella, así que debe de oírla. ¿Le suena
igual? ¿Qué oye él? ¿Qué piensa él del hombre que se sienta en la
calle y toca?
Durante varios minutos, Flecha no hace nada. Observa al
francotirador por el visor del rifle y escucha la música alzándose
desde la calle. La entristece.
Una tristeza pesada, densa, de las que no provocan lágrimas
pero sí ganas de llorar. Es, piensa, el peor sentimiento que podría
haber.
Mantiene el dedo alrededor del gatillo. Si él se mueve,
disparará. Pero él no se mueve. La música está a punto de concluir
y él no se ha movido un milímetro. Ella empieza a dudar de sí
misma, se pregunta si aquel hombre será real, si no será un
señuelo. Pero entonces él se mueve y ella sabe que lo que ve es una
persona. Él retira levemente la cabeza y ella ve que tiene los ojos
cerrados, que ya no mira por el visor. Sabe lo que está haciendo.
Es evidente para ella, inconfundible. Está escuchando la música. Y
entonces Flecha sabe por qué no disparó ayer.
Quiere que mueva la mano, que efectúe un movimiento que la
hará decidir qué hacer. Porque, de pronto, está segura de dos
cosas. La primera es que no quiere matar a ese hombre, y la segunda
es que debe hacerlo.
El tiempo se agota. No hay motivo para no matarle. Un
francotirador de su destreza sin duda ha debido de matar a docenas
de personas, sino a centenares.
Mujeres cruzando la calle. Niños jugando en un patio.
Ancianos haciendo cola para conseguir agua. Está segura de ello.
Aun así, no quiere apretar el gatillo. Porque ve que él tampoco
quiere apretar el suyo.
No se ha movido. Sigue sentado con los ojos cerrados, con una
mano en la culata del rifle y la otra a un lado. Las notas finales
de la melodía del violonchelista llegan hasta él, y él sonríe. Sus
ojos se abren y un pe queño orificio estalla entre ellos. Su nuca
se desintegra y la masa viscosa y gris de su cerebro se estrella
contra la pared del fondo. El hombre cae y desaparece de la vista,
y su rifle cae sobre él.
Flecha baja el rifle y mira la calle. El violonchelista ha
acabado. Coge el taburete y el violonchelo y se encamina hacia su
portal. Se detiene un instante justo antes de entrar y Flecha
quiere que se vuelva hacia ella, para que, de algún modo, sepa de
su existencia. El violonchelista se ajusta mejor el violonchelo
entre las manos y desaparece en el interior del
edificio.
Kenan La destilería ha sufrido graves destrozos y algunos
rincones ya no son seguros, pero los manantiales son muy profundos
y el sótano del edificio resulta impenetrable incluso para los
hombres de las montañas, aunque ello no les ha impedido intentar
arrasar el edificio rojo intenso. La destilería está situada en un
enclave vulnerable, a muy poca distancia de las colinas ocupadas.
Ya ha sido objeto de varios ataques con mortero. Hasta el momento,
ninguno de ellos ha tenido lugar cuando Kenan estaba
presente.
Fuera, unas cien personas hacen cola para conseguir agua.
Kenan ha venido en ocasiones en que había hasta trescientas
personas, y se alegra de no tener que esperar hoy durante horas.
Las mangueras que salen a la calle desde la destilería desembocan
en grandes cañerías instaladas sobre soportes, de las que a su vez
parten diversos caños. Kenan calcula que unas veinte personas cogen
agua al mismo tiempo, y que la mayoría lleva aproximadamente la
misma cantidad de recipientes que él, de modo que no tardará mucho
en llegarle el turno. La gente avanza a un ritmo constante, aunque
parece que por cada persona que se va con su agua, otra se suma a
la cola.
Al principio de la misma hay un hombre con un perro. Es un
perro de tamaño mediano, alguna variante de terrier con el pelo
rizado y marrón. Lleva un termo atado al collarín y, antes de
llenar las botellas, el hombre abre la tapa del termo y la llena.
La deja en el suelo y, mientras llena sus cuatro grandes
recipientes, el perro lame el agua de la tapa como si se tratara de
una carrera, y Kenan supone que lo es. Cuando el hombre acaba de
llenar sus recipientes, hace lo propio con el termo del terrier y
coloca la tapa en su sitio. No queda ni una gota en ella. Ata el
termo al collarín y empieza a cargar los recipientes con el agua en
una carretilla artesanal que utiliza para transportarlos. Kenan ha
considerado la posibilidad de utilizar una, pero ha pensado que hay
demasiados escombros en la calle que podrían atascar las ruedas y
dificultar su manipulación, lo cual ralentizaría su paso. Ahora,
sin embargo, viendo la gran cantidad de agua que el hombre se
lleva, se pregunta si debería probar con una la próxima vez. Si
pudiera llenar también las dos garrafas de repuesto y tal vez
encontrar dos más en alguna parte, no tendría que hacer el viaje
tan a menudo.
En los caños, la gente intenta llenar los recipientes lo más
deprisa posible. Nadie quiere quedarse allí mucho tiempo, pero no
es habitual tener la ocasión de salir y estar con otras personas,
por lo que algunos de ellos no pueden evitar demorarse un poco más
de lo necesario. Oye el sonido del agua y la gente y los motores de
grandes camiones que llevan agua nadie sabe adónde, tal vez a las
tropas del frente. Si olvida por qué está allí, casi consigue
imaginar que todo es normal, que ésta es una escena cotidiana.
Intenta dejar que su vista se desenfoque levemente, intenta creer
que está en un mercado al aire libre. La gente charla sobre un
concierto o un partido de fútbol. Es una sensación agradable, pero
apenas dura un instante, porque una mujer le grita que proceda
porque uno de los caños ha quedado libre.
El musita una disculpa y avanza. El agua mana de los caños y
salpica el suelo a sus pies. Kenan nunca ha entendido por qué no
disponen de una válvula para cerrar el flujo entre un usuario y el
siguiente. Le parece un terrible desperdicio de algo tan precioso.
Ha arriesgado su vida para conseguir esta agua, agua que no puede
conseguir en ningún otro lugar, y aquí está derramándose al suelo
como si no importara. Quizá no tienen modo de conseguir las
herramientas necesarias, o quizá tenga algo que ver con las bombas,
o quizá la corriente de agua bajo la destilería sea tan abundante
que hacerlo supondría más inconvenientes que ventajas. Confía en
que alguien haya hecho bien su trabajo, que estén absolutamente
seguros de que el agua seguirá manando.
Se inclina hacia adelante y deja las garrafas en el suelo, se
hace a un lado para liberarse de la cuerda que reposa sobre sus
hombros. Se arrodilla, coloca las botellas de la señora Ristovski
delante de él y desata sus garrafas. Con un movimiento seco las
destapa y las apila pulcramente. Sus recipientes quedan alineados a
su izquierda, en dos filas de cuatro. Flexiona las muñecas, respira
hondo, dibuja círculos con los hombros tres veces hasta que se le
distienden los músculos. Luego coge la primera garrafa y sitúa el
cuello bajo el chorro de agua fría. Cuando está llena, la deja a su
derecha y, tan deprisa como puede, coge otra de la izquierda, la
pone bajo el agua en un movimiento suave pensado para evitar al
máximo que el agua se derrame a la calle. No sabría decir por qué
lo hace.
Sencillamente, no quiere ser responsable del derroche. Para
él, el agua ahora significa la vida, y, si tiene que perderse parte
de ella, no quiere contribuir a ello.
Llena la segunda garrafa con ya experta eficacia, después la
tercera, la cuarta, la quinta, la sexta.
Kenan ha oído decir que uno nunca oye la bomba que le mata.
No sabe si es verdad, no tiene idea de cómo puede saberlo nadie, o
siquiera pretender saberlo. Cuando oye el silbido revelador de un
mortero aproximándose, no obstante, sabe que nunca antes ha oído
ese sonido tan próximo. La bomba va a caer muy cerca y él no puede
calibrar con precisión dónde va a aterrizar porque no tiene
experiencia en asociar el sonido a la proximidad. En la milésima de
segundo previa al estallido, piensa en cuando era niño y se enzarzó
en una pelea en el patio del colegio. No era un gran luchador,
nunca hasta entonces se había peleado, y lo que recuerda es ver el
puño del otro niño, verlo acercándose a él despacio, como un
bostezo, y pensar: «Estoy a punto de recibir un puñetazo en la
cara». Ahora, sin embargo, ve ese puño acercándose a él y piensa:
«Estoy a punto de morir».
La bomba estalla y, un instante después de oír el ruido más
estruendoso que el mundo podría producir, Kenan es derribado. El
niño que le golpeó hace treinta años se ha transformado en un
boxeador profesional y ha vuelto a golpearle. Él cae de espaldas y
se queda allí, aturdido. Le pitan los oídos y no oye el silbido de
la segunda bomba, pero sí la detonación. Ésta resuena en su cabeza
durante lo que a él le parecen años, y luego se produce un silencio
absoluto.
Se pregunta si se habrá quedado sordo. Tiene la espalda
mojada y da por he – cho que está herido, pero al recuperar la
audición oye un sinfín de gritos a su alrededor, y piensa que si
estuviera herido sentiría algo.
Kenan ve que no puede moverse. Quiere, pero sus extremidades
no responden. Tal vez esté muerto. Ve a la gente correr por todas
partes, junto a él, calle abajo y a la derecha, y no sabe por qué
no se paran. Entonces nota que puede mover un pie, y después la
pierna, y luego la otra pierna y los brazos, y regresa así al mundo
de los vivos. Se sienta, se palpa en busca de heridas y constata
que está bien. Está sentado en un charco de agua, aunque sus
garrafas no están volcadas. No sabe si debería sentirse aliviado o
abochornado.
Las bombas estallan a unos treinta metros de donde él se
encuentra, en la misma calle, cerca del final de la cola. Se pone
en pie y echa a andar hacia el lugar donde han detonado. Ya hay
gente allí, corriendo frenéticamente, intentando salvar a los que
pueden salvarse. En el suelo, frente a él, hay un
pie.
El zapato está intacto, y también parte del calcetín. No
parece real. Entonces ve a una mujer sujetándose una pierna,
aturdida, como si tampoco ella diera crédito.
Mira a Kenan y empieza a chillar, señalándose el vacío que ha
dejado su pie. Dos hombres corren hacia ella, uno le ata un pedazo
de tela alrededor del muslo y ella se desmaya. Los hombres la cogen
en volandas y enfilan calle arriba. Allí les espera un coche y
ellos la introducen en el asiento trasero, al lado de un hombre que
tiene la cara ensangrentada y un corte profundo de unos quince
centímetros en la cabeza. Tiene una de las orejas unida a la cabeza
sólo por el lóbulo, pero él no parece advertirlo.
Los hombres cierran la puerta y rodean el vehículo para
echarle un vistazo al hombre. Intercambian unas palabras, le sacan
del coche y le colocan sobre la acera. El hombre no se mueve,
aunque tiene los ojos abiertos, y Kenan comprende que está
muerto.
Llega otro grupo con dos heridos más, un hombre que sangra a
la altura del estómago y un niño, de unos diez años, inconsciente.
Les suben al coche a toda prisa, el hombre detrás y el niño
delante. A Kenan le recuerdan a una familia. Lo más probable es que
nunca antes se hayan visto. Kenan se pregunta qué estará haciendo
ahora su propia familia, se siente agradecido por no haber llevado
a ninguno de sus hijos con él, aunque se lo han pedido muchas veces
y a él le complacería su compañía y la ayuda para cargar con el
agua hasta casa. No puede arriesgarse a que uno de ellos acabe con
otra familia.
Uno de los hombres da unas palmadas en la ventanilla trasera
del coche y éste parte a gran velocidad. Kenan mira a su alrededor;
frente a él está el hombre del terrier marrón. Aún sujeta la
cuerda, la mitad de ella. Está sesgada y al hombre le sangra una
pierna. Mira el vacío que hay al otro extremo de la cuerda, donde
debería estar el perro, y después a la calle. – ¿Ha visto a mi
perro? – le pregunta a Kenan.
–No -contesta Kenan-. Está usted sangrando,
señor.
El hombre no parece oírle.
–Amigo, ¿ha visto a mi perro?
Kenan posa una mano en el brazo del hombre.
–Está herido. Necesita ayuda.
El hombre le obvia y se sacude de encima su mano. Se aleja
renqueando, asalta a una mujer después de varios pasos y le hace la
misma pregunta.
Se oyen sirenas en la distancia, procedentes de la otra
margen del río, y luego Kenan percibe el ruido del bombardeo,
seguido de los crujidos secos del fuego de los francotiradores.
Están disparando a las ambulancias que han enviado y, a medida que
las sirenas se aproximan, Kenan empieza a temer que estén desviando
el fuego hacia él, hacia la destilería. Claro que los hombres de
las montañas pueden disparar a la destilería cuando les plazca.
Están disparando a las ambulancias para hacerles saber, a él y a
todos los demás, que la ayuda no llegará si ellos no quieren.
Alguien, en algún lugar, conecta las sirenas antiaéreas, y el
sonido de las ambulancias desaparece. Al final de la calle un coche
se detiene y varias personas son introducidas en él. La hilera de
cuerpos ha crecido en la acera.
A su alrededor la gente grita, corre, chilla, gime. Los
heridos que pueden caminar intentan llegar al final de la calle con
la esperanza de que algún coche no tarde en llevárselos de allí.
Kenan cree que oyen las sirenas igual que él, de modo que deben de
saber que su suplicio no ha terminado. A los que no pueden caminar,
los llevan en volandas. La primera ambulancia llega y descarga
media docena de camillas en los brazos que las esperan. El ruido de
las sirenas antiaéreas se intensifica y se debilita, y vuelve a
intensificarse. Al rato, empieza a parecerle la respiración de un
asmático.
Kenan es capaz de identificar tres tipos de personas. Están
los que huyeron en cuanto cayeron las bombas, cuyo instinto de
supervivencia fue más fuerte que el sentido de altruismo o el deber
cívico. Están los que no huyeron, que ahora van cubiertos por la
sangre de los heridos y trabajan con suma urgencia para ayudar a
los que pueden salvarse y apartar a los que no, para que inicien el
viaje final a lo que sea que les aguarda. Y está el tercer tipo, el
grupo en el que entra Kenan. Están de pie, boquiabiertos, y miran
mientras los otros corren o ayudan.
Está sorprendido por no haber huido, no forma parte del
primer grupo, y desea haber pertenecido al
segundo.
Se mira los pies. Está a muy pocos metros de donde cayó la
primera bomba. Ya no quedan muchas personas aquí, no más de una
docena. El suelo está salpicado de manchas de color rojo oscuro,
pero no donde él se encuentra. El agua sigue manando de los caños,
que han quedado intactos, y se ha formado un riachuelo en el centro
de la calle. El arroyo se está tornando rosa, pues arrastra consigo
la sangre vertida hace apenas unos minutos.
Kenan sube la pendiente en busca de sus garrafas. Las seis
están llenas.
Las ata, tres a cada lado. Mira el agua derramándose del caño
que tiene frente a sí. La calle no tardará en volver a estar
limpia. Alarga una mano y la posa sobre el caño. Es fácil taparlo y
el agua deja de fluir, pero los demás siguen abiertos. Está
empapado hasta los huesos y sabe que no puede quedarse allí
eternamente, tapando el caño con la mano, y además tampoco serviría
de nada.
Retrocede, observa cómo el agua se derrama colina abajo. La
imagina cruzando las calles y vertiéndose al Miljacka, y de ahí
alejándose de Sarajevo en dirección al océano.
Y así es como las cosas son ahora. Los edificios son
eviscerados, quemados, destripados; las calles, destruidas; las
carreteras y los puentes, volados, y uno puede verlo, uno puede
tocarlo y pasar junto a ello a diario. Pero cuando la gente muere,
se la retira del lugar, se la lleva a los hospitales y los
cementerios, y antes de que los cuerpos sanen o se enfríen, nada
queda en el lugar donde perdieron la vida que haga pensar que allí
ha ocurrido algo extraordinario. Esto es por lo que los hombres de
las montañas pueden matar con impuni dad. Si hubiese cuerpos en las
calles, pudriéndose donde cayeron, si el agua de estos caños no se
llevara la sangre, el hueso y la piel, entonces quizá esos hombres
se verían obligados a parar, tal vez querrían
parar.
Al final de la calle un viejo Yugo con puerta trasera se
lleva al último herido.
A un lado de la carretera hay al menos siete cuerpos. Una
furgoneta grande y azul se detiene junto a ellos. Cuatro hombres
salen y empiezan a subir los cadáveres a la parte trasera, un
hombre sujeta por los brazos y el otro por las
piernas.
Los cuerpos son introducidos del revés, con los pies por
delante, y al entrar en la furgoneta sus cabezas cuelgan inertes,
como dirigiendo una última mirada al lugar donde
murieron.
Kenan coge una de las botellas de la señora Ristovski. No se
fija en que el agua se derrama, la botella le resbala en la mano y
está a punto de caer. Kenan no se apresura en rellenarla. Se toma
su tiempo al tapar la primera botella y luego llena la segunda.
Deja ambas en el suelo y se queda allí de pie. Se ha acostumbrado
al sonido de las sirenas antiaéreas, durante un rato no ha reparado
en ellas. Ahora vuelve a oírlas y escucha su lamento, escucha los
alaridos de las bombas que caen, los disparos de ambos bandos.
Vuelve a poner las manos bajo el agua, se las lava aunque no están
sucias, se agacha y se coloca la cuerda alrededor del cuello. Coge
el agua de la señora Ristovski, una botella en cada mano, y se pone
en pie. La cuerda se le clava en el cuello y los hombros, y él se
inclina un poco, buscando una posición más cómoda. Luego se yergue
de nuevo y se gira de espaldas a los hombres que están cargando el
último de los cuerpos en la furgoneta. Empieza a descender la
colina, deja atrás el punto donde cayó el primer mortero, y luego
el del segundo. No se detiene, no mira al suelo. No hay nada más
que ver.
Al pie de la calle, Kenan se detiene. No está seguro de qué
ruta tomar.
Puede dirigirse al este, cruzar hacia la biblioteca por el
mismo puente por el que ha venido, o bien seguir colina abajo y
optar por uno de los dos puentes que encontrará en su camino. Ambas
rutas están siendo bombardeadas en este momento, y él va cargado
con el agua, que le dificulta correr. Concluye que sólo tiene dos
opciones viables. Podría buscar refugio y esperar a que el
bombardeo cese, lo cual podría tardar horas en ocurrir, o bien
cruzar por el puente Cumurija, por lo poco que queda de él. Ninguna
de las dos es atractiva. La idea de esperar durante horas, tal vez
toda la noche, antes de cruzar el Miljacka se le antoja excesiva,
de modo que decide cruzar por el Cumurija. Eso significará cargar
con el agua por vigas de acero des nudas, arriesgándose a caer al
río. Tendrá que hacer al menos dos viajes, quizá tres, para llevar
toda el agua al otro lado. Pero merecerá la pena para volver a
estar en casa, lejos de toda esta locura, y envolverse en una
ilusión temporal de seguridad.
Kenan dobla a la izquierda y enfila hacia el oeste. Cuando
alcanza la calle que asciende hacia el norte, hacia uno de los
puentes más directos, baja la mirada hacia el río y ve un coche en
llamas justo al pie del puente. Es el mismo modelo y el mismo color
que el Yugo que ha visto en la destilería.
Confía en que no sea él.
Inhala una larga bocanada de aire, luego otra, y mira calle a
través. Escoge un portal razonablemente cubierto y agarra con mayor
fuerza las botellas de la señora Ristovski. Avanza tan deprisa como
puede hacia él.
Cuando va por la mitad de la calle, piensa que está caminando
como un pingüino e imagina que debe de resultar gracioso a ojos de
quien esté viéndole. Recuerda que la única persona que tiene que
importarle que esté mirándole es quien lo haga a través de un
visor. Parecer un pingüino es la última de sus preocupaciones. Pero
entonces se pregunta si caminar como un pájaro gordo e incapaz de
volar le convertirá en un blanco más o menos probable. ¿Tienden los
hombres de las montañas a disparar a aquellos a quienes encuentra
graciosos o por el contrario les salvan? Si se pusiera un disfraz
de pingüino, ¿sobreviviría a esta guerra?
Llega al portal y se detiene a descansar un momento. Ha
conseguido cruzar sin que le disparen, pero nunca sabrá si ha sido
porque alguien ha escogido no dispararle o porque nadie le ha
visto. Esto le inquieta, esta falta de información, y entonces cae
en la cuenta, para su disgusto, de que mientras cruzaba la calle,
mientras su vida se encontraba en un espacio gris, estaba bromeando
consigo mismo sobre pingüinos. Es imposible que su amigo Ismet,
sentado en un agujero en el frente de batalla, tenga pensamientos
tan ridículos y absurdos. Son cosas como ésta las que le convierten
en el cobarde que es, incapaz de ayudar a los heridos en una
masacre, o a un hombre relativamente ileso que busca a su perro. No
ayudó al hombre a buscarlo, ni lo buscó él; ni siquiera se le
ocurrió hacerlo. Recuerda al perro, un te – rrier marrón y lo
reconocería si volviera a verlo. Quizá siga allí. Debería volver
para buscarlo. Podría estar escondido en un portal o detrás de una
pila de escombros, esperando a que alguien le
encuentre.
Pero Kenan no suelta el agua, no vuelve para buscar al perro.
No le cabe la menor duda de que el perro está muerto, siempre lo ha
sabido, y también sabe que, aunque no lo estuviera, no volvería
allí. El miedo le ha paralizado con la misma eficacia que una bala
en la columna vertebral, y sencillamente no tiene lo que se
necesita para volver. La vergüenza se apodera de él. Lo único que
ahora quiere es llegar a casa y reptar hasta la cama. Se aleja del
portal y sigue camino hacia el oeste. A su izquierda están los
cuarteles militares abandonados, bombardeados hasta la ruina por
sus antiguos ocupantes. A su derecha está el At-Mejdan, donde se
vendían esclavos, se ejecutaba a hombres y, más tarde, se
celebraban carreras de caballos. Ahora es un parque, o lo sería si
aún quedaran cosas como un parque en la ciudad. Antes de la guerra
había venido a menudo con su familia para escuchar conciertos al
aire libre, y a veces también solo, para sentarse en un banco y
tomar un café algún cálido día de otoño.
Avanza tan deprisa como puede, parando cada poco para
recuperar el aliento, pero no se demora más de lo imprescindible.
Intenta mantener la mente en blanco, desechar cualquier pensamiento
que pudiera acabar inmovilizándole.
Al tomar una de las pronunciadas curvas hacia el norte,
aparece ante él un conjunto de apartamentos de color verde y
amarillo brillante, apodados «los loros» por aquellos que los
consideraban una monstruosidad. Kenan nunca tuvo una opinión firme
al respecto, sólo sabía que no le habría gustado vivir en ellos.
Ahora, sin embargo, se alegra de verlos, porque se alzan al pie del
puente Úumurij a.
Un hombre acaba de empezar a cruzar desde la otra margen y,
aunque sería posible que dos personas cruzaran al mismo tiempo, si
uno de ellos se apartara y dejara pasar al otro, Kenan no está
seguro de que fuera capaz de mantener el equilibrio con los
recipientes de agua y no sabe si ese hombre le cedería el paso, de
modo que decide esperar. No puede cargar con toda el agua a la vez.
Quizá sí, si las botellas de la señora Ristovski tuvieran asa y
pudiera atarlas con las suyas, pero tal y como están las cosas es
imposible. Aun así, decide cruzar con todas las suyas a la vez.
Pesan mucho pero están compensadas, y si llevara tres en cada viaje
no habría manera de equilibrarlas. Dejará las botellas de la señora
Ristovski junto a unas rocas y volverá a buscarlas. Ya sin sus
garrafas, podrá colocarse una bajo el brazo y llevar la segunda en
la mano, dejando la otra libre para sujetarse a la baranda del
puente.
Piensa en este plan. Concluye que está bien, pero le preocupa
que alguien se lleve las botellas de la señora Ristovski mientras
él esté cruzando. Espera a que el hombre llegue a su margen, le
saluda con un gesto de la cabeza cuando pasa por su lado y entonces
lleva las botellas de la señora Ristovski a un rincón discreto, un
pequeño agujero que hay justo donde el puente conecta con la calle.
Satisfecho de que las botellas queden fuera de la vista, se
recoloca sus garrafas y accede al puente.
Tras varios pasos, se detiene para amortiguar el balanceo de
las garrafas, que se bambolean como péndulos impulsados con mayor
fuerza por cada paso que da. Los aplaca con la mano libre y espera
a que cuelguen inmóviles antes de seguir andando. Tiene que parar
dos veces más antes de llegar a la mitad del puente. Mientras
espera, mira hacia el este y luego de nuevo en dirección a la
destilería. Intenta ver si algo parece diferente del aspecto que
tenía por la mañana, además del aún humeante esqueleto del Yugo.
Entonces piensa que nada debería parecer diferente, porque nada ha
cambiado. El hecho de que esta vez él estuviera allí, más cerca de
lo habitual del epicentro de la matanza, no significa que ésta sea
más relevante para la ciudad. Es sólo un día más.
Las sirenas antiaéreas han cesado. Kenan llevaba rato sin
reparar en ellas. Una bomba cae en la distancia, en el oeste, hacia
el aeropuerto.
Avanza unos pasos, deja que las garrafas se estabilicen, da
varios pasos más. Un pie le resbala levemente y eso hace que las
garrafas se impulsen hacia adelante, y en el retroceso le golpean
directamente en la rodilla y le hacen perder el equilibrio. Kenan
se estrella contra la baranda, la potencia del golpe lo
desequilibra. Se sujeta con las dos manos, posa el pie de nuevo en
la viga, pero está aturdido. Siente que le invade la rabia, como
cuando topa con la cabeza contra la esquina de la puerta de algún
armario o contra algún objeto que no esperaba que estuviera ahí,
una rabia concentrada y dispersa al mismo tiempo. Renquea hasta el
final del puente sin parar, la adrenalina le impele a hacerlo, y
deja caer el agua. Se tiende en el suelo, boca abajo, sin
importarle quedar a la vista, ser un blanco fácil. Grita, pero no
reconoce el sonido que emerge de él. Es un bebé y un animal y una
sirena antiaérea y un hombre derribado por su propia carga. Escucha
mientras el grito se disipa, éste se desvanece como si no hubiese
existido, entonces rueda sobre sí mismo y mira al
cielo.
Está cansado. Está cansado de ir a buscar agua y está cansado
del mundo en el que vive, un mundo que nunca quiso, en cuya
creación él no intervino y que desea que no existiera. Está cansado
de cargar agua para una Tres mujer que nunca le ha dedicado una
palabra amable, que se comporta como si fuera ella quien estuviera
haciéndole un favor a él, cuyas botellas no tienen asas y ella se
niega a cambiarlas. Si le gustan tanto esas botellas, debería
llevarlas ella misma a la destilería, debería ver cómo la calle se
llena de sangre que luego va desapareciendo, cómo un hombre se
queda de pie con media correa y busca un terrier marrón mientras
otros cargan a los muertos en una furgoneta.
Kenan se levanta. Mira el puente, el lugar donde ha escondido
el agua de la señora Ristovski. Se da media vuelta, coge la cuerda
que ata sus garrafas. Su espalda se arquea bajo el yugo. El agua se
alza en el aire. Kenan avanza un paso, después otro. Pronto estará
en casa.
Tres Dragan Hay un reducido grupo de personas alrededor de
Emina, y le han quitado el abrigo para inspeccionarle mejor el
brazo. Alguien se lo tiende a Dragan y él lo coge, sintiéndose
inútil. La han disparado justo por encima del codo, en la parte
baja del bíceps. A Dragan no le parece una herida grave, pero
alguien le ha aplicado un torniquete por debajo del hombro. Un
hombre que parece saber lo que hace dice que la bala podría haber
seccionado una arteria principal. Dragan se muestra escéptico, pero
entonces recuerda que cuando el médico toma la presión, la cámara
hinchable se coloca alrededor de ese mismo punto. Emina ha perdido
mucha sangre, y sigue sangrando, pese a los esfuerzos del hombre.
El joven que la ha salvado ya se ha ido.
Dragan no le ha visto marcharse, no sabe en qué dirección se
fue.
Se oye un estallido de armas de fuego por Grbavica, tal vez
la respuesta de los defensores al francotirador. Si saben desde
dónde está disparando, podrían atraparle. De lo contrario,
probablemente se trate de un farol, un intento de hacerle creer que
saben dónde está. Esto podría disuadirle de disparar durante un
rato. O podría incitarle aún más. Pero la descarga de balas podría
estar relacionada con ese francotirador en particular, o con ningún
francotirador. Podría incluso ser el ruido que producen los hombres
de las montañas al intentar abrir una cuña en el corazón de la
ciudad. Dragan no sabe descifrar el sonido de las
armas.
Alguien ha ido a detener algún coche, o a llamar una
ambulancia;
Dragan no lo recuerda. Es poco probable que los teléfonos
funcionen. Todos los coches circulan tan deprisa que es casi
imposible conseguir que uno pare. Emina sigue consciente y no
parece sentir el dolor extremo que él imaginaba. Tiene la tez
pálida.
Él se arrodilla a su lado y ella esboza un conato de sonrisa
al verle.
–Sigues aquí -dice.
–Sí. – Está avergonzado y quiere decírselo, pero no se le da
bien disculparse. Tampoco se ha ganado el derecho de
hacerlo.
–Tiene más puntería de lo que creíamos.
Dragan asiente.
–Alégrate de que no sea aún mejor. Has tenido
suerte.
–Quería ver al violonchelista hoy. Es el último día que toca.
Jovan dice que ya acaba.
Un coche se precipita por la calle y varios miembros del
grupo corren a pararlo con señas.
Emina parece somnolienta, sus palabras brotan lentas y
espesas.
–Jovan se preocupará. No le gusta que salga. Pero no podía
vivir como una prisionera. Tenía que salir y
caminar.
–Jovan estará bien -dice Dragan-. Y tú también. – Observa al
coche que se acerca. Cuando vuelve a mirar a Emina, ve que sus ojos
se han cerrado, aunque aún respira.
El coche, un cuatro puertas de color granate, se detiene.
Lleva el parabrisas resquebrajado y uno de sus laterales presenta
varios orificios de bala. Dos hombres bajan de él a toda prisa y
dejan las puertas abiertas y el motor en marcha. Echan un vistazo
rápido al hombre sin sombrero, que yace en la calle, convienen en
que no se le puede ayudar y se centran en Emina. Tras una somera
inspección, la cogen en brazos y la colocan en el asiento trasero.
Suben al coche y se ponen en marcha antes incluso de cerrar por
completo las puertas. – ¡Esperen! – grita Dragan.
Quiere ir con ellos, pero ya se han ido. No cree, sin
embargo, que le hubiesen dejado acompañarles, y tampoco sabe qué
habría hecho en el hospital. El hombre que parece saber un poco de
medicina se acerca a él.
–Se pondrá bien -dice-. En cuanto llegue al hospital, le
curarán la herida.
–Entonces, ¿no es grave? – pregunta Dragan, sin estar seguro
de si el hombre lo ha dicho porque es verdad o si sólo intenta
tranquilizarle.
El hombre se encoge de hombros.
–Nunca se sabe, pero la bala sólo ha alcanzado
músculo.
Dragan le mira, cree que es sincero. – ¿Vio cómo
ocurría?
–Sí. Estaba a unos pasos de usted.
Dragan asiente y, tras un largo e incómodo silencio, el
hombre echa andar hacia el este, en la dirección opuesta al
cruce.
Dragan se sienta en el frío cemento y apoya la espalda contra
el furgón.
Aún tiene en sus manos el abrigo de Emina. Algo traquetea en
el bolsillo y cuando él introduce la mano encuentra un bote de
pastillas y una dirección. Son las pastillas que han traído aquí a
Emina hoy, los anticoagulantes de su madre. Se los guarda en su
bolsillo y luego deja el abrigo en el suelo, a su lado. Ella ya no
lo querrá. Nadie quiere el abrigo que llevaba cuando le dispararon,
aunque pudiera lavarse la sangre y zurcirse el agujero. Era un
abrigo bonito cuando ella lo llevaba puesto. Ahora ya no se lo
parece. No es sino otro escombro más.
Su mirada se desplaza del abrigo al cuerpo que yace en la
calle y de nuevo al abrigo. ¿Realmente morir es mejor que quedar
herido? Ahora no está seguro.
La idea de conocer que el momento de la propia muerte es
inminente ya no le parece tan mala en comparación con este final
instantáneo. Emina sobrevivirá, de eso está seguro, pero si no lo
hiciera, si su herida fuese más grave, ¿no sería mejor lanzar una
última mirada al mundo, aunque la visión sea gris y lúgubre, que
sumergirse sin previo aviso en la oscuridad?
Lo que marca la diferencia, cae en la cuenta, es si uno
quiere permanecer en el mundo en el que vive. Porque aunque él
siempre temerá la muerte, y eso es algo que nada puede cambiar, la
cuestión es si la vida merece ese temor. ¿Se enfrenta uno al terror
que debe acompañar a la certeza de estar a punto de morir, sólo
para poder lanzar una última mirada al mundo? Dragan se sorprende
al comprobar que su respuesta es un sí.
Hace un mes volvía a casa tras su jornada en la panadería
cuando un grupo de hombres medio uniformados le rodearon y, después
de examinar su documentación, le ordenaron subir a la parte trasera
de un camión. Obviaron sus protestas, su insistencia en que su
trabajo en la panadería era esencial para los esfuerzos de la
población durante la guerra. No les importó que tuviese sesenta y
cuatro años. Más tarde supo que eran la milicia de uno de los jefes
criminales venidos a comandantes militares, y que se les pagaba en
función de la cantidad de individuos que
reclutaban.
En el camión había otros siete hombres que fueron llevados al
frente de batalla, donde pasaron los tres días siguientes cavando
trincheras. No tenían armas, y los únicos soldados que había por
allí estaban apostados detrás de ellos con órdenes de disparar si
abandonaban sus puestos. No sabían a qué distancia se encontraba el
enemigo, en qué momento podían recibir un balazo, de qué dirección
llegaría la muerte. Era difícil calcular cuánto tiempo pasaba y no
les dieron comida. Por toda luz, la de las balas trazadoras que
surcaban el cielo, y los únicos sonidos, el crujido de sus palas y
la detonación de las bombas. El hombre que tenía al lado estaba tan
asustado que rompió a llorar, y Dragan tuvo que sujetarle por los
hombros y zarandearle para que dejara de hacerlo, o al menos para
que lo hiciera en silencio. Fue entonces cuando concluyó que era
mejor morir en el acto que quedar herido. La idea de pasar sus
últimas horas en un agujero que él mismo había cavado a punta de
pistola no suponía consuelo alguno en comparación con el miedo que
le profesaba a la muerte.
Más tarde, cuando el gerente de la panadería supo dónde
estaba y contactó con las personas indicadas para que garantizasen
su liberación, Dragan dejó de distinguir las calles de la ciudad de
aquellas trincheras, y no le importaba si eran los hombres de las
montañas o los defensores quienes disparaban. Para él ya no había
diferencia.
Ahora se pregunta si acaso estaba en un error. Aprecia una
clara diferencia entre su calle y las zanjas que cavó. Una
trinchera se utiliza para la guerra y sólo para la guerra. Pero en
estas calles, en las calles de esta ciudad, ha caminado de la mano
de Raza y se ha reído con Davor. Hoy ha compartido una conversación
con una vieja amiga en una de estas calles. Puede que se esté
librando una guerra en ellas, pero antes ofrecían mucho más. Esto
significa algo para él, aunque no sabría ponerle
nombre.
Sabe que debería haber intentado ayudar a Emina. Debería
haber echado a correr hacia la calle con aquel joven y ayudarle a
cargar con ella. Tal vez así se hubiesen desplazado más deprisa.
Pero es posible que eso hubiese provocado que el francotirador les
disparase a ellos en lugar de al hombre del sombrero. El resultado
siempre es imprecedible. Aun así, no se movió cuando se produjeron
los disparos. No porque hubiese decidido no hacerlo, sino porque
estaba asustado.
Si eso le convierte en un cobarde, acepta de buena gana
considerarse cobarde. No está hecho para la guerra. No quiere estar
hecho para la guerra.
Dragan mira hacia el este, hacia el apartamento de su
hermana. Piensa en abandonar la tentativa de llegar a la panadería,
en retroceder. Su cuñado no está tan mal. Tal vez encuentren algo
de que hablar que contribuya a tender un puente sobre el vacío que
los separa. Tal vez puedan tomar un café, si queda, si hay agua que
hervir o madera que quemar. Podrá intentar llegar a la panadería
mañana, a la hora en que empieza su turno.
Sin embargo, no quiere volver a casa. Su cabeza gira hacia el
suroeste; si se dirigiera allí, dejando atrás la panadería y
cruzando después Mojmilo en dirección a Dobrinja, llegaría al
no-tan-secreto túnel que cruza el subsuelo del aeropuerto y
desemboca en territorio no ocupado.
Se imagina entregándole un salvoconducto a un guardia armado
en la entrada del túnel. No sabe dónde lo habría conseguido, pero
nadie entra sin salvoconducto, e imagina al guardia
inspeccionándolo antes de cederle el paso.
Entra en el túnel agachando la cabeza. Dentro apenas hay luz
y el aire está viciado.
Tarda tres cuartos de hora en recorrer los setecientos
sesenta metros que le separan de la salida. En algunos tramos el
suelo está cubierto de agua, y Dragan tiene que ir con cuidado para
no pisar los raíles por los que circulan pequeñas carretas. Ha oído
que ciertos políticos y otros hombres importantes a veces viajan en
estas carretas, empujadas por soldados, pero allí no hay nadie para
empujarle a él. No le importa, tampoco aceptaría el ofrecimiento.
El túnel pasa por debajo del aeropuerto, que está controlado por
fuerzas externas y donde han disparado a numerosas personas que
intentaban cruzar el asfalto. Ninguna de ellas consiguió un
salvoconducto para cruzar el túnel. Los hombres de las montañas las
liquidaron como a patos en un estanque.
Al acercarse al final, el túnel se hace más ancho y alto. Ya
puede ponerse en pie y el aire es algo más fresco. Cuando emerge en
el territorio libre de Butmir, se encuentra a sólo ocho kilómetros
de la casa de su hermana. Un trayecto en coche de quince minutos.
Pero es libre. Dos horas de autobús y estará en la
costa.
Un ferry le llevará a Italia.
El viaje entero le lleva menos de un día. Apenas distan
quinientos kilómetros a vuelo de pájaro entre Sarajevo y Roma. Ni
siquiera una hora de avión. Hora y media a París. Dos horas a
Londres. Pero irá a Italia, porque es allí donde están su esposa y
su hijo.
Al principio no darán crédito a sus ojos. Se quedarán
boquiabiertos y se preguntarán si no será un fantasma lo que ven.
Él les asegurará que no lo es, claro está, y después todos
rebosarán alegría. Davor le abrazará, le apretará con fuerza contra
sí, como hacía cuan do era niño. Raza le besará y le acariciará la
nuca. Él se duchará con agua caliente, humeante, y se secará con
una toalla suave y limpia. Irán a un restaurante y comerá lo que le
apetezca, y sabrá que al día siguiente podrá volver a hacerlo.
Pasearán por las calles, contemplando los escaparates. Habrá
árboles de hojas verdes y los edificios estarán relucientes, sin
cicatrices. No habrá nadie en las montañas apuntándoles con armas,
y en poco tiempo ni siquiera lo considerará una bendición, sino
algo obvio, porque así es como se supone que la vida debe ser.
Serán felices. No odiarán a nadie ni nadie les
odiará.
En las colinas que le envuelven cae un mortero. Oye el
traqueteo del fuego automático, y a continuación cae otra bomba. Es
un idioma, una conversación de violencia. Está de vuelta en
Sarajevo. En su bolsillo no hay ningún salvoconducto para el túnel,
y nunca lo habrá. Nadie sale de la ciudad ahora. Y él aún
menos.
Dragan se sienta y escucha a los hombres de las montañas y a
los defensores de la ciudad discutir con proyectiles. Nadie cruza
la calle. Apenas hay nadie esperando ya, pues la mayoría ha
decidido optar por una ruta alternativa, tal vez cruzar las vías
del tren en dirección al norte y desplazarse de este a oeste tras
la protección de otra barricada de automotores y cemento. Tal vez
estén más seguros allí, tal vez no. Hay más de un francotirador en
las montañas. Disponen de suficientes hombres para cada cruce que
elijan.
Se pregunta en qué pensarán allí, a salvo en sus montañas.
¿Desean que esta guerra acabe? ¿Se alegran cuando aciertan a un
blanco o les basta con asustar a la gente, verla correr para salvar
la vida? ¿Sienten remordimientos cuando vuelven a casa y miran a
sus hijos, o están complacidos, pensando que han prestado un gran
servicio a las generaciones futuras? Dragan nunca ha entendido, ni
siquiera antes de la guerra, por qué creían que las personas como
él suponían una amenaza. Sigue sin entender qué conseguirán
matándole a él, qué efecto tendría su muerte en nadie, además de en
sí mismo.
Dragan no quiere ir a Italia. Añora a su esposa y a su hijo,
pero él no es italiano y nunca lo será. No hay país al que pueda ir
donde no vaya a seguir siendo de Sarajevo. Éste es su hogar y éste
es el lugar donde quiere estar. No quiere vivir sitiado el resto de
su vida, pero abandonar la ciudad a los hombres de las montañas
significaría quedarse sin hogar de por vida. Mientras permanezca en
ella, y mientras sea capaz de evitar que el miedo a la muerte le
ciegue y le impida ver lo que queda del mundo que en un tiempo amó
y que podría volver a amar, conserva aún la esperanza de que algún
día sea capaz de caminar abiertamente por las calles de esta ciudad
con su mujer y su hijo, sentarse en un restaurante y degustar una
buena comida, contemplar los escaparates, libres de los hombres
armados.
Dragan sabe que nunca podrá olvidar lo que ha ocurrido aquí.
Si la guerra concluye, si la vida vuelve a parecerse a lo que era y
él sobrevive, no sabrá explicar cómo ha sido posible nada de esto.
Una explicación implica lógica, pero ahora no hay lógica alguna en
Sarajevo. Sigue sin creer que haya ocurrido. Confía en que nunca
pueda hacerlo.
Flecha La bombilla del despacho de Nermin Filipovie parece
más opresiva que nunca. A Flecha nada le gustaría más que alargar
la mano hacia ella y romperla, hacerla volar hasta el techo.
Resiste la tentación, sabe que el ruido haría que alguien se
personase en el despacho de inmediato para investigar qué ha
ocurrido. Reemplazaría la bombilla. No serviría de nada.
Probablemente ni siquiera la ayudaría a sentirse
mejor.
Pasa sentada, a solas, casi media hora hasta que Nermin
llega. Y llega con aspecto de llevar días sin dormir. Apenas parece
reparar en ella.
–Hecho -dice ella mientras él se desploma en su silla. –
¿Está muerto? – pregunta Nermin, mirándola por primera
vez.
Flecha asiente. Nunca le había visto en este estado y no sabe
calibrar sus reacciones. – ¿Cuál de los dos? – Flecha se queda
inexpresiva. No entiende la pregunta-. ¿El violonchelista o el
francotirador? – insiste él, inclinándose hacia
adelante.
–El francotirador -contesta ella, con voz neutra. No se
mueve, se niega a que su cuerpo delate lo que
siente.
–Bien.
Un ayudante, un adolescente que ni siquiera tiene edad para
afeitarse, entra en la sala con una bandeja y café. Nermin coge una
taza y le ofrece la otra a Flecha. Ella vacila antes de aceptarla,
lo cual provoca una mirada de sorpresa en Nermin. El chico se
retira con la bandeja, sale y cierra la puerta a su
paso.
Nermin toma un sorbo.
–No pareces muy contenta.
Flecha no dice nada. Sujeta la taza y mantiene la mirada
clavada en el suelo.
Durante un rato, ninguno de los dos habla. Al cabo,
lentamente, con un tono que Flecha nunca le había oído emplear, él
dice:
–Tal vez lleves demasiado tiempo haciendo esto. Tal vez
deberías parar ahora.
Flecha sigue mirando al suelo.
–El francotirador tenía a tiro al violonchelista. Lo tuvo en
todo momento. Pero no disparó. Estaba
escuchándole.
Nermin sacude la cabeza.
–No me entiendes.
Ella continúa:
–Le maté porque él me disparó, y porque no podía confiar en
que no fuera a volver a hacerlo. No tenía
elección.
–No, no tenías elección. Pero esto no tiene nada que ver con
el violonchelista. Ha llegado el momento de que
desaparezcas.
Flecha alza la mirada. Los ojos inyectados en sangre de
Nermin la perforan. – ¿Desaparecer?
Él se humedece los labios y aparta la
mirada.
–Ya no puedo seguir protegiéndote. Los términos de nuestro
acuerdo ya no son viables.
–No comprendo. ¿Dónde, se pregunta, voy a desaparecer? La
ciudad está rodeada. Nadie puede desaparecer, aunque
quiera.
–Los hombres de las montañas han creado muchos monstruos
-dice él-, y no todos están en las montañas. Están los que se creen
en posesión de la verdad absoluta sólo por oponerse a algo malvado.
Utilizan esta guerra y la ciudad para sus propios fines y yo no voy
a formar parte de ello. Si es así como la ciudad será cuando acabe
la guerra, no merece la pena salvarla. – ¿Qué están haciendo? –
pregunta ella. Últimamente corren tantos rumores que ya no sabe qué
creer. La mayoría son evidente propaganda, pero otros la hacen
dudar.
Nermin apura el café y deja la taza vacía sobre el
escritorio.
–Deberías desaparecer, ahora, para que no tengas que saberlo.
– Se pone de pie, lo cual en el pasado había sido la señal para que
ella se marchara, pero Flecha no se mueve de la silla. – ¿Qué te
pasará a ti?
Él sale de detrás del escritorio y se pone a su lado. –
Espero que me releven de mi cargo de un momento a
otro.
Flecha se levanta y cuando él se inclina para darle un beso
en la mejilla, ella le abraza. Pese a haber mantenido siempre las
distancias, él se ha convertido en lo más próximo a un amigo que
tiene. Flecha da media vuelta para irse; él la sujeta por un hombro
y le dice, a sus espaldas:
–Tu padre nunca me habría perdonado por haberte convertido en
un soldado.
Flecha no se da la vuelta. Posa una mano sobre la de
él.
–Mi padre está muerto -dice- y yo te
perdono.
Al salir del despacho a la intensa luz de la calle, nota que
el rifle que lleva colgado al hombro pesa más que nunca. Recuerda
lo que él dijo sobre la oposición a algo malvado y se pregunta si
también ella debería creerlo. ¿Se considera buena persona porque
mata a hombres malos? ¿Lo es? ¿Importa el motivo por el que los
mata? Sabe que ya no los mata porque ellos estén matando a sus
conciudadanos. Eso es sólo una parte. Los mata porque los odia. ¿La
absuelve el hecho de que tenga una buena razón para odiarles? Hace
un mes habría contestado que sí. Ahora se pregunta quién decide qué
es una buena razón y qué no lo es.
No sabe qué será de Nermin. Si está en lo cierto, si está a
punto de ser relevado de su cargo, se convertirá en un hombre sin
lugar. Los hombres de las montañas no tendrán piedad. Quizá aún le
queden suficientes contactos para encontrar el modo de salir de
Sarajevo. Será difícil. La mayoría de países no aceptaría a nadie
que haya participado en la lucha, y el renombre de Nermin no le
permitirá pasar inadvertido. Lo mejor que podría hacer sería
esconderse hasta que acabase la guerra. Si los hombres de las
montañas no ganan, tal vez las cosas cambien y él pueda rehacer su
vida en tiempos de paz. No sabe cómo consigue algo así un soldado
profesional, pero individuos de menos valía han superado
dificultades más grandes. Confía en que algún día esté en situación
de ayudarle.
Ha recorrido tres manzanas cuando comienza el bombardeo.
Suele preguntarse si los morteros les recordarán a los otros a los
fuegos de artificio.
Primero caen en el oeste, sobre Mojmilo y Dobrinj a. Luego
unos cuantos caen más cerca, al otro lado del río desde Grbavica, y
hacia la ribera, alrededor de BaIe'arIij a. A su alrededor, la
gente empieza a apretar el paso, se dirige a sus casas, a la
seguridad de los sótanos y las bodegas, donde con toda probabilidad
pasará la noche. No parece necesario. Dado que ella corre mayor
peligro cualquier día de su rutina habitual que durante la peor
noche de bombardeos, dormirá en su cama. Si va a morir, allí es
donde le gustaría que ocurriera. Es una pequeña medida de control
sobre una situación incontrolable.
Está a punto de doblar la esquina y dirigirse al norte cuando
un muchacho pasa corriendo por su lado y le da un golpe con el
hombro que casi la derriba. El chico no se detiene, pero vuelve la
mirada hacia ella y Flecha le reconoce del despacho de Nermin: es
el chaval que les ha servido el café.
Ahora parece incluso más joven. Tiene un semblante asustado,
lívido, y corre más que nadie en la calle. Varias bombas estallan
en las colinas, por encima de ella, y la distraen, y el muchacho
desaparece. Flecha sacude la cabeza. ¿Por qué iba a tener Nermin
entre su personal a un crío que se aterra con tanta
facilidad?
Entonces se detiene. No, no lo tendría.
El chico no se ha asustado por las bombas. Algo va mal. Se da
la vuelta y se encamina hacia el despacho de Nermin. Sus
pensamientos rebosan ruido, son una radio mal sintonizada, y de
pronto Flecha se sorprende corriendo. La culata del rifle rebota
contra sus costillas y las magulla, y sus botas parecen llenas de
agua, anegadas y pesadas. Aunque tarda menos de un minuto en
deshacer las manzanas que había recorrido, a ella le parecen
días.
Con un gesto limpio y suave, se descuelga el rifle del hombro
y lo sujeta con ambas manos. Reconoce sus movimientos como un acto
reflejo. Es muy poco probable que su rifle pueda resolver lo que
esté sucediendo.
Pero no hay tiempo para elucubraciones, porque un segundo
después de tener a la vista el despacho de Nermin una explosión
arranca las puertas del edificio y arroja al aire el contrachapado
que cubre las ventanas. A ello prosigue una bola de fuego que se
expande y luego se contrae en sí misma. En la calle cae una lluvia
de polvo y escombros.
Flecha no sabe si ha sido la explosión o su propia voluntad
lo que la ha derribado al suelo. Al principio ni siquiera repara en
que está boca abajo, viendo cómo el edificio arde por el visor del
rifle.
El despacho de Nermin está en la planta baja de un edificio
de tres. El resto también está ocupado por su ejército. Flecha no
sabe qué está teniendo lugar en las demás salas, pero sí sabe de
inmediato que no había nadie en ellas cuando el edificio explotó.
Sólo habría alguien en uno de los despachos.
Los bomberos llegan y sofocan el fuego. Hombres uniformados
precintan el edificio y lo registran. No encuentran supervivientes.
Es una suerte, dicen, que el mortero cayera fuera del horario
laboral. Un pequeño milagro.
Flecha les oye hablar, advierte que todos saben que no ha
sido un mortero lo que ha incendiado el edificio. Nadie quiere
decirlo, o quizá estén implicados. En cualquier caso, la explosión
procedió del interior y no fue un mortero lanzado por los hombres
de las montañas. Pero nadie dice nada. A fin de cuentas, todos los
días muere gente. El asesinato es ya algo habitual. ¿Por qué iba a
ser esto diferente?
Durante varias horas, Flecha merodea cerca del edificio, con
la esperanza de que Nermin, de algún modo, se haya salvado, que
tuviera un as en la manga del que nadie supiera. Luego, cuando ya
casi todo el mundo se ha marchado, dos soldados salen del edificio
con un cuerpo envuelto en una manta. Lo colocan en la parte trasera
de una camioneta y se alejan. Flecha se cuelga el rifle al hombro,
se da media vuelta y enfila la larga ca minata que la separa de su
casa.
El bombardeo no ha amainado. Los hombres de las montañas
están teniendo una noche ajetreada. Flecha se acuesta en su cama,
escucha el ruido de los morteros que caen, el del fuego automático,
el de las sirenas. Se pregunta qué quedará en pie cuando llegue la
mañana, si habrá alguna diferencia apreciable en la fisonomía de la
ciudad. Sin duda llegará un momento en que habrá tantos escombros
que unos poco más ya no marcarán diferencia alguna. Es posible que
ese momento ya haya llegado. ¿Funciona igual una persona? No lo
sabe. Le parece que debería estar más angustiada por la muerte de
Nermin, o más furiosa, o más algo. Quiere estarlo, pero no lo está.
Ni siquiera puede afirmar que esté sorprendida.
Esta noche hace frío y sigue sin haber electricidad. Ya no le
queda leña para su improvisada estufa, no se ha preocupado por
conseguirla. Tiembla bajo las mantas, se levanta y va a buscar más
al armario del recibidor, vuelve a la cama y sigue temblando. Le
ruge el estómago, que protesta por la frugal cena de arroz y té
aguado. No soporta el arroz. No recuerda que le disgustara antes de
la guerra, pero ahora con sólo pensar en él siente
náuseas.
No obstante, es lo único que tiene, lo único que le queda de
la última remesa de ayuda humanitaria. El ejército le paga con
cigarrillos, que ella cambia por nimedades como una onza de
chocolate o una pastilla de jabón. Hace unas semanas consiguió una
bolsa de manzanas y, aunque estaban blandas y harinosas, bien
merecieron el absurdo precio que pagó en un momento de debilidad.
Aún tiene cigarrillos por intercambiar, un cajón lleno, pero no
quiere gastarlos. De algún modo, le parece un desperdicio y no
consigue sacudirse de encima la sensación de que podría
necesitarlos más adelante. De modo que come arroz, lo va cogiendo
del saco de diez kilos que tiene en un rincón de la cocina, y lo
enriquece con pan y té aguado.
«Desaparece», le dijo Nermin. Tenía razón, debería
desaparecer. El alijo de cigarrillos podría bastar para comprar un
salvoconducto para el túnel.
No tiene idea de cuánto cuesta. Pero no puede dejar de pensar
en el funeral de Slavko, en el hombre gordo y en el sepulcro.
¿Existe alguna diferencia entre desaparecer y acabar en un
sepulcro? ¿Importaría algo si sucumbe a los deseos de los hombres
de las montañas o a los de los hombres de la
ciudad?
Está, obviamente, la cuestión de la supervivencia. No quiere
morir.
No quiere que nadie le dispare, al margen de si quien dispara
está en las montañas o en la ciudad. Pero la joven que se sintió
abrumada por lo que significa estar vivo, la chica que era tan
feliz y tan temerosa que tuvo que parar el coche en el arcén de la
carretera tampoco quiere morir. Puede que esa chica ya no exista,
por el momento, puede que no haya un sitio para ella en la ciudad
de hoy, pero Flecha cree que es posible que algún día pueda
regresar. Y si Flecha desaparece, sabe que estará matando a esa
chica. Que no regresará.
Y también está el violonchelista. Parte de su trabajo está
hecho. Ha matado al francotirador que enviaron. Pero si el
violonchelista cumple su promesa, y Flecha cree que lo hará, aún no
ha acabado. Así que podrían enviar a otro francotirador. Les
costará encontrar a un hombre dispuesto, sabiendo lo que le ocurrió
a su predecesor, pero quizá vuelvan a intentarlo. ¿Y dónde estará
ella si eso ocurre? ¿Estará protegiendo al violonchelista? Quiere
protegerlo. Si está en sus manos, lo hará.
Flecha se despierta con el ruido de unas botas en el rellano.
No recuerda haberse quedado dormida y se siente como si no lo
hubiera hecho. Pero tiene los ojos abiertos y sabe que las botas
que oye no calzan los pies de ninguno de sus vecinos. Alguien llama
a la puerta. Ella salta de la cama, se viste y abre el cajón de la
mesita de noche. Saca el revólver de su padre, el arma que él
utilizó en sus tiempos de agente de policía, y se la guarda en el
bolsillo de la chaqueta. Su rifle descansa sobre la mesa de la
cocina, limpio y preparado, pero lo deja donde
está.
Quienquiera que sea sigue aporreando la puerta y Flecha oye
cómo se abre la del vecino. Hay una pausa, durante la cual no se
pronuncia palabra, y la puerta del vecino vuelve a cerrarse. Flecha
comprueba que el arma está cargada y abre la
puerta.
Tres hombres esperan al otro lado. Uno de ellos tiene el puño
en alto, dispuesto a volver a llamar, y los otros dos están detrás.
Van armados, tienen aire informal. Ella sabe que la realidad es muy
otra. Todos llevan botas de montaña. El que llamaba va vestido con
un uniforme verde y una chaqueta militar con la insignia del país
bordada. Los otros dos van de paisano, sin ninguna etiqueta
identificativa.
El de verde le dirige una mirada que le recuerda el modo en
que los hombres solían mirarla en los bares de noche. Hace una
pausa antes de hablar, mirando a los otros dos. – ¿Eres Flecha? –
Su voz es deliberadamente tosca, pero el resultado es casi
cómico.
–Es posible. ¿Qué queréis? – Tiene la mano en el bolsillo de
la chaqueta, pero aún no ha decidido qué hacer. Podría matar a los
tres antes incluso de que ellos levantaran el arma, pero no
considera ése el curso de acción correcto. No parecen suponer un
peligro inmediato para ella. Con más probabilidad, deben de ser
mensajeros. No mates al mensajero, aconseja el viejo dicho, aunque
no consigue recordar exactamente por qué. Decide no dar ningún
paso, de momento.
–Acompáñanos.
Flecha guarda silencio, sopesa sus opciones. ¿Significaría
esta renuncia que deberá matar a estos hombres?
–Me temo que no voy a hacerlo -dice.
Los dos de atrás se llevan las manos a las armas en un gesto
despreocupado, alzan levemente los cañones y Flecha recibe la
respuesta a su pregunta.
–No te lo estamos pidiendo -dice el que está al frente,
aunque ella ya lo sabía. Es un tipo nervioso, piensa. Estos hombres
han oído hablar de ella.
Podrían no estar seguros de si las historias que han oído son
ciertas, pero han oído lo bastante para estar asustados. Ella se
siente complacida, momentáneamente, y luego irritada consigo misma
por deleitarse con el temor ajeno. Nunca ha querido que nadie la
tema. – ¿Adónde vamos? – pregunta, con voz baja y suave. Quiere que
sepan que no la intimidan.
–A ver al coronel Karaman -dice él-. Trae tu
rifle.
Flecha espera, les deja sufrir un rato mientras decide qué
hacer. Puede decir no, y entonces tendrá que matar a estos tres
hombres, lo que la convertirá en fugitiva. Parece más fácil y
prudente ir con ellos. No ha oído hablar del coronel Karaman y eso
la inquieta. Asiente y se dirige a la cocina. Coge el rifle y
regresa a la puerta. La cierra y los tres hombres la rodean; el que
va en vaqueros se coloca a un lado, y los otros dos, detrás. Ella
tiene la inconfundible sensación de que están tratándola como a un
prisionero.
Flecha se apea de un BMW azul; le ordenan esperar mientras
uno de los hombres entra en una cafetería que hay en una calle
estrecha, justo al norte de la biblioteca. Los otros dos se quedan
cerca, fumando, pero no intentan hablar con ella. Minutos después,
el primer hombre vuelve y le indica con un gesto que le
siga.
En el interior del café la iluminación es pobre y el aire
está viciado. Las ventanas están bloqueadas con sacos de arena y en
la sala quedan muy pocos muebles. A una mesa de un rincón hay
sentado un hombre uniformado. Debe de rondar los cincuenta años y
tiene el pelo y la barba canosos, la tez bronceada y los ojos de un
tono marrón indescifrable. Su mirada es dura, es un hombre
habituado a la lucha. Flecha sabe de inmediato que podría ser un
enemigo peligroso.
–Siéntate -dice él, y aparta una silla con un pie-. Y deja tu
rifle en la puerta.
Flecha deja el rifle, con un movimiento suave, y se sienta.
No está cómoda viendo que la situación se le va de las
manos.
Espera a que el hombre hable, ansiosa por encontrar el modo
de obtener algún control sobre lo que ocurrirá.
–Me llamo coronel Edin Karaman -dice el hombre con voz
cortante-.
A ti se te conoce como Flecha, ¿cierto?
–Sí. – ¿Y cuál es tu nombre auténtico?
Él la mira, espera una respuesta. Flecha se yergue y le
devuelve la mirada.
Flecha es el nombre más auténtico que tengo
-contesta.
Él hace una pausa.
–No importa -dice-. Si necesitara saber tu nombre, ya lo
habría averiguado. – Coge una carpeta de entre varios documentos
que hay en la mesa, la abre y enciende un cigarrillo-. Tu unidad ha
sido disuelta. Te han asignado a la mía.
No la mira al decirlo, pero Flecha sabe que está tanteando
sus reacciones. – ¿Qué le ha pasado a Nermin Filipovie? – Filipovie
ha sido asesinado, como bien sabes.
–Alza la mirada-. Llevo un tiempo vigilándote. Posees una
impresionante gama de habilidades.
Flecha mira las manos de Edin Karaman. Son suaves, están
limpias y no presentan durezas. Están en consonancia con el resto
de él. – ¿Qué quiere de mí?
–Quiero que sigas con lo que has estado haciendo -dice,
cerrando la carpeta-. Pero a mis órdenes. – No -dice Flecha-, no es
así como trabajo. Él sonríe.
–No me has entendido.
Flecha sacude la cabeza.
–No, creo que no.
–Sí -dice él-, estás muy equivocada. No te lo estoy pidiendo,
te lo estoy ordenando. Estamos en guerra. Yo no pedí esta guerra,
pero ellos insistieron y ahora van a tener que apechugar con los
resultados. Eres parte de la solución y actuarás como
tal.
–Ya tengo una misión -dice ella-, y debo concluirla. –
Transpira, siente una gota de sudor en la
pantorrilla.
–El violonchelista ya no es de tu incumbencia. Le hemos
asignado a otro.
–Y da una larga calada al cigarrillo. – ¿Por
qué?
–Porque lo digo yo. Filipovie no gestionó bien tus talentos,
te desperdició tratándote como a un soldado corriente, encargándote
tareas irrelevantes como la del violonchelista. – Edin Karaman se
pone en pie-. Saldrás con los hombres. Te llevarán hasta tu
observador para que os conozcáis. Él te proporcionará los detalles
de tu primera misión.
Flecha no se levanta. Coloca las manos sobre la mesa y le
mira a los ojos.
–No trabajo con observadores. Elijo mis objetivos. Él la
mira.
–No, en absoluto. Vuelvo a recordarte que no se te está
ofreciendo una elección. Harás lo que se te pida para defender esta
ciudad, según yo lo decida. Y ahora, vete.
Ella duda, no está segura de qué hacer. Ha sido ingenua y ha
perdido el control de sí misma. Se ha quedado sin ninguna
opción.
Mientras se levanta y se dispone a marcharse, se pregunta qué
le diría su padre si estuviera vivo. ¿Sabría él que esto iba a
pasar? ¿Comprendía mejor que ella la mecánica de una guerra y a las
personas que operaban en cada bando? Lo duda. Él sólo era un padre
que quería que su hija estuviera a salvo. No podía haber sabido que
a ella se le diera tan bien matar, o que esta habilidad fuera a
hacerla vulnerable.
Una última cosa -dice él. Ella se da la vuelta para mirarle
de frente. Su semblante es severo. Ha cruzado las manos al frente-.
A cierta parte de esta ciudad le gusta creer que esta guerra es más
complicada de lo que en realidad es. En caso de que pertenezcas a
ella te diré cuál es la realidad de Sarajevo. Estamos nosotros y
están ellos. Todos, y con esto me refiero a todos, entramos en uno
de los dos grupos. Espero que sepas cuál es el tuyo. – Separa las
manos y la despacha con un gesto, el mismo que se hace para
ahuyentar una mosca del plato.
Flecha se agacha y coge el rifle. Su peso familiar la
reconforta. Si quieren que mate a los hombres de las montañas, muy
bien, matará a los hombres de las montañas. Sea lo que sea lo que
ha ocurrido en su vida, las decisiones que ha ido tomando la han
conducido a este punto. Lo único que le queda son las
consecuencias.
Kenan Kenan camina con paso firme por la ciudad, cruza las
vías de la zona oriental, se dirige hacia el norte por la calle
Strossmayer y de nuevo cruza las vías de la zona occidental. Al
llegar al otro lado de la calle principal, se detiene para
descansar, deja las garrafas en el suelo. Cuando se prepara para
volver a levantarlas, ve a Ismet bajando por la colina y espera
mientras su amigo se acerca.
Ismet sonríe al verle. – ¿Por qué has tardado
tanto?
Kenan no le devuelve la sonrisa. No sabe qué
decir.
–Han bombardeado la destilería.
Ismet asiente, su expresión se ensombrece. – ¿Estás bien? –
le pregunta, inspeccionándole con la mirada.
–Estoy bien. ¿Adónde vas tú? – Sabe que Ismet advierte que no
está bien, pero no quiere hablar de eso ahora.
–Al mercado. Ven conmigo -dice, y se agacha para coger el
agua de Kenan. – ¿Ya te has quedado sin ciempiés? – Kenan alza el
agua antes de que Ismet pueda cogerla.
–Al menos déjame ayudarte.
–No pasa nada. No hay modo de equilibrarlas si me ayudas. De
verdad. – Se vuelve hacia el oeste, hacia el mercado-. Vamos. –
Lleva quince marcos en el bolsillo. Con un poco de suerte,
encontrará alguna ganga. Tal vez algo para los
niños.
Mientras caminan hacia el mercado, observa que Ismet no
fuma.
Normalmente lo haría, piensa, y una parte de él desea que su
amigo le ofrezca otro cigarrillo. Se pregunta si será ése el motivo
por el que Ismet no fuma, si se siente obligado a
ofrecerle.
El mercado está abarrotado y Kenan abulta mucho con el
agua.
–Espérame aquí -dice Ismet-, veré si hay algo que valga la
pena.
Vendré a buscarte si lo encuentro.
Ve desaparecer a Ismet entre la muchedumbre. Es uno de los
mercados al aire libre más concurridos de la ciudad, pero no es
grande y han apiñado el máximo de mesas posible en la plaza. Este
lugar no es el verdadero mercado negro, aunque no cabe duda de que
la mayoría de los productos que en él se venden han llegado a la
ciudad por medios ilícitos.
Ha venido aquí a comprar durante la mayor parte de su vida y
un buen porcentaje de los alimentos que ha ingerido, los alimentos
que le han convertido en la persona que ahora espera aquí, procedía
de estas mesas. Nunca imaginó que algún día llegaría a sentirse
como un rehén de este mercado.
Kenan piensa en el túnel, en que podría utilizarse para sacar
a todos los niños de Sarajevo, en que podría utilizarse como medio
para salvar la ciudad. En lugar de eso, tienen instalados unos
raíles para las carretas que transportan los productos que se
venden aquí a unos precios ridículamente inflados. Es el nuevo
tranvía. Y entonces Kenan comprende qué ha sido de su lavadora. En
su momento no había pensado en ello, pero ¿qué iba a hacer alguien
con un electrodoméstico en una ciudad sin electricidad? Ahora ve
que las carretas que entran en Sarajevo cargadas con bienes
destinados al mercado negro no se marchan vacías. En algún lugar,
en una ciudad distinta de este infierno, alguien está lavando su
ropa con una máquina que compró por una bicoca, a sabiendas o no de
que estaba siendo cómplice de la destrucción de esta
ciudad.
En la misma calle, algo más allá, hacia el oeste, ve a un
hombre de pie junto a un Mercedes negro. Lleva un chándal nuevo y
es evidente que está bien nutrido.
Fuma y parece esperar algo. Cada poco mira hacia el final de
la calle, hacia Kenan, en la dirección de la que viene el
tráfico.
Un camión grande pasa de largo. Kenan recuerda haberlo visto
en la destilería, es uno de los camiones que iba a cargar agua y
que pasó a toda velocidad por su lado colina arriba. Había dado por
hecho que estaba destinado a las tropas del frente o al hospital.
Pero el camión aparca detrás del Mercedes negro, y el conductor se
apea y habla con el hombre que espera junto a él. Kenan no sabe qué
se dicen, pero el hombre le entrega al conductor un documento y le
da una palmada en la espalda. El conductor sube de nuevo al camión,
sale a la calle y desaparece en la distancia. Kenan no tiene idea
de adónde va, pero comprende a la perfección lo que acaba de ver,
sabe que el agua que transporta ese camión no está destinada a
nadie que la merezca.
Al principio se queda allí, conmocionado. Pero, al rato,
empieza a entenderlo. Por supuesto que compran y venden agua.
Compran y venden todo lo demás, de modo que ¿por qué iba a ser esto
diferente? Si tuviera dinero, él también pagaría lo que fuera por
haberse ahorrado este día, por no haber visto y hecho lo que ha
visto y hecho. Sin embargo, no está bien. No deberían poder hacer
esto.
Y ahora está furioso. Sólo ve al hombre del chándal al lado
del Mercedes y lo único que quiere es echarle las manos al cuello.
Avanza un paso, nota que la cuerda que ata las garrafas de agua le
resbala de los hombros. Se detiene, da otro paso, se detiene de
nuevo. No puede permitirse abandonar el agua. Desaparecería incluso
antes de que él llegara hasta el hombre del
chándal.
Kenan retrocede y recupera la cuerda y el agua. Se la cuelga
sobre los hombros, su peso ya es una carga familiar. Le parece poco
probable que algún día consiga liberarse de ella. Así será. Cargará
con esta agua a la espalda de por vida, como Atlas con el mundo, y
no estará bien. Se tambalea hacia adelante, su visión se reduce al
hombre del chándal.
El hombre fuma un cigarrillo y mira hacia el mercado. Sus
movimientos son lánguidos. No tiene especial prisa. Se da la vuelta
y mira en la dirección de Kenan. Le mira directamente, parece
reírse de él, de la escena de un hombre intentando correr con toda
esa agua a cuestas. El hombre no sabe que Kenan va a por él, que él
es detonante de la escena cómica que le hace sonreír. Eso enfurece
aún más a Kenan.
El hombre del chándal tira la colilla al suelo, va hasta el
otro lado del coche y abre la puerta. Rebusca en los bolsillos
hasta que encuentra unas gafas de sol. Echa el aliento sobre los
cristales, los limpia con el extremo de la camiseta que lleva
debajo del chándal y sube al coche. El Mercedes cobra vida y sale a
la calle a toda velocidad. Para cuando desaparece de la vista,
Kenan tan sólo ha recorrido tres cuartas partes del tramo que
distaba entre ambos.
Kenan sigue andando. Se detiene donde el Mercedes estaba
aparcado, mira la colilla que el hombre ha tirado. Aún humea; no ha
apurado el cigarrillo, queda una buena cantidad de tabaco. Es un
cigarrillo americano, de los que a Kenan en realidad nunca le
gustaron pero que fumaba si no tenía otros. No ha vuelto a
probarlos desde el comienzo de la guerra.
Un anciano pasa correteando junto a él, se agacha y coge la
colilla. Con una mano marchita lo introduce en una lata y sigue
calle abajo, sin alzar la mirada en ningún momento. Parece más un
cangrejo que una persona.
Kenan oye música. Es débil y el sonido viene y va, a ratos
sofocado por el ruido de la calle, pero en intervalos más
silenciosos regresa. Sin saber por qué, sin creer que tiene ningún
motivo para hacerlo, Kenan sigue el sonido y cruza la calle, de
nuevo hacia la ciudad. Una corta manzana más allá, la música crece
en intensidad y Kenan ve una pequeña aglomeración de personas de
pie, apiñadas contra los edificios que flanquean el extremo sur de
la calle. Todos miran algo, no sabe qué.
Dobla la esquina y ve lo que miran. Encuentra un hueco en una
pared, deja el agua en el suelo y se suma a ellos.
Kenan conoce a ese hombre. Le ha visto tocar antes, aunque no
recuerda dónde. Lleva el esmoquin sucio y los zapatos rozados.
Tiene el pelo negro y enmarañado, y una barba rala que contrasta
con su poblado y largo bigote. Sus ojos reposan sobre sendas bolsas
oscuras. El hombre parece venir de un combate, y parece que lo ha
perdido.
Kenan ha oído hablar de esto. Alguien, quizá Ismet, quizá su
esposa, le ha hablado de un violonchelista que toca a diario en la
calle donde mataron a gente que hacía cola para comprar pan.
Ocurrió hace una semana o así. El violonchelista lo presenció todo,
lo vio desde la ventana de su apartamento.
Cuando le explicaron lo que el violonchelista estaba
haciendo, Kenan no dijo nada, pero pensó que era un poco absurdo,
un poco sensiblero. ¿Qué podía confiar aquel hombre en conseguir
tocando en la calle? No traería de vuelta a nadie de entre los
muertos, no daría de comer a nadie, no reemplazaría ningún
ladrillo. Era un gesto insensato, pensó, un ejercicio inútil de
futilidad.
Nada de esto importa ya a Kenan. Contempla al violonchelista
y siente que se va relajando mientras la música se filtra en él.
Observa cómo el pelo del violonchelista se alisa, cómo su barba
desaparece. El sucio esmoquin se torna limpio; los zapatos, tan
pulidos y brillantes como un espejo. Kenan no había oído hasta el
momento la melodía que toca el violonchelista, pero la reconoce;
sus notas le resultan familiares y rebosantes de orgullo, un niño
con un abrigo nuevo, paseando de la mano de su padre por una calle
invernal.
El edificio que queda a espaldas del violonchelista se
restaura. Las cicatrices de las balas y la metralla se enyesan y se
pintan, y las ventanas se recomponen, se clarifican y destellan al
reflejar la luz del sol. Los adoquines de la calle se recolocan. A
su alrededor, la gente se yergue, se vuelve más alta, sus rostros
adquieren volumen y color. Su ropa recupera los hilos perdidos,
revive, se torna suave y pierde las arrugas.
Kenan mira cómo la ciudad sana a su alrededor. El
violonchelista sigue tocando y Kenan sabe lo que va a hacer a
continuación. Enfilará la calle hasta su apartamento. Subirá los
escalones de dos en dos, sin siquiera resollar, y abrirá la puerta
de golpe. Amila se sorprenderá de verle y él la abrazará y la
besará, como se besaban cuando eran mucho más jóvenes. Le pasará
los dedos por entre el pelo, denso y del color de la
miel.
Su hijo, Mak, saldrá de su habitación sorprendido por el
bullicio.
–Puaj -exclamará al verles, y Amila se zafará de él
riéndose.
Juntos bajarán a la ciudad dando un paseo. Él cogerá de la
mano a su hija pequeña.
–Papá -dirá ella-, ¿me compras un helado?
Kenan sonreirá y dirá que sí, y Sanja le apretará la mano,
emocionada. Su hija mayor, Aida, protestará un poco al principio,
preocupada por perderse los planes para ir al cine con su novio, un
chico que no acaba de gustar a Kenan, pero enseguida cederá. Nunca
ha sabido estar enfadada mucho rato, igual que su
madre.
Deambularán por la ciudad, cruzarán el Bak'arIija, dejarán
atrás la biblioteca, bajo cuya cúpula de cristal, la que se alza
sobre el vestíbulo principal, se está celebrando un concierto. En
un pequeño restaurante que queda justo al oeste de la biblioteca,
al que lleva yendo desde que era niño, comerán hasta que no puedan
más. Él pedirá cordero y cevapi, y se reirá con el camarero cuando
éste derrame el café sobre la mesa, y las manos de todos tratarán
de salvar la comida e impedir que el café les caiga en el regazo.
En el camino de vuelta a casa pararán para comprar un helado a
Sanja y, aunque Kenan sabe que no tiene hambre, ella insistirá en
acabárselo, lo que inquietará un poco a Amila.
Estarán cansados, saciados y somnolientos, así que cogerán el
tranvía que les dejará al pie de su calle en lugar de volver
andando, y Kenan viajará de pie, sujeto a un poste, mientras su
familia lo hará sentada. La ciudad transcurrirá por su lado como
las aguas del Miljacka, con las calles llenas de gente, gente
normal, gente feliz preocupada únicamente por si mañana
lloverá.
Se apearán del tranvía y Kenan lo observará hasta que
desaparezca de la vista tras la curva, en su camino hacia el oeste,
hacia el aeropuerto. Mañana volverá a tomarlo muy temprano, llegará
al trabajo antes que nadie. El Chelsea ha perdido hoy y Kenan
chinchará a Goran, le preguntará por qué no puede ser aficionado de
un equipo más digno.
Abrazará a su hija Aida, que se va al cine.
–Ten cuidado -le dirá-. Los chicos adolescentes sólo dan
quebraderos de cabeza. – Ella pondrá los ojos en blanco, pero luego
se inclinará hacia él y le dará un beso en la
mejilla.
–Lo sé, papá -dirá ella, y él le pondrá dinero en la
mano.
–Cómprate palomitas. Así no te sentirás en deuda con
él.
Ella volverá a poner los ojos en blanco, aunque no estará
enfadada, y él esperará con el brazo sobre los hombros de Amila a
que cruce la calle corriendo, pues ella no quiere llegar tarde.
Kenan mirará a su mujer y después a su hijo y a su hija pequeña, y
se sentirá feliz, y nada de esto le será arrebatado
jamás.
Pero todo esto le ha sido arrebatado ya. La música concluye,
las notas cesan.
Él vuelve a estar en la calle donde mataron a veintidós
personas que hacían cola para comprar pan. Tal vez una furgoneta
azul se llevara sus cuerpos. Tal vez sus cabezas colgaran inertes
mientras los introducían en ella, como dirigiendo una última mirada
a la calle donde los mataron.
El violonchelista reposa las manos y abre los ojos. No repara
en la pequeña multitud que tiene frente a sí y ésta no aplaude.
Varias personas han dejado flores a sus pies, pero no son para él.
Kenan desearía poder dejarle algo, pero lo único que tiene es agua
y quince marcos alemanes. Las flores que hay en el suelo son
irrecuperables, sería inútil regarlas. Nada de lo que él tiene
marcaría diferencia alguna.
El violonchelista se pone en pie, coge el taburete y se da
media vuelta, entra en un portal, desaparece. Por un instante,
Kenan se pregunta si en realidad estaba allí. El público se
dispersa poco a poco, hasta que sólo quedan Kenan y una anciana.
Ella sigue de pie contemplando la pila de flores y la cicatriz de
la explosión en el pavimento, donde el mortero
estalló.
Se vuelve hacia Kenan.
–Mi hija -dice- estaba aquí comprando pan. – Kenan no sabe
por qué la mujer le dice esto-. Ella ya tenía, pero yo le pedí que
intentara conseguir un poco para mí. – La voz de la mujer es suave,
templada. A él le da la impresión de que no concuerda con lo que le
está refiriendo.
Intenta pensar en algo que pueda decir y que tenga algún
sentido, que le reporte sosiego o algo positivo a la mujer, pero no
lo consigue. La mira y asiente, y nota que se le tensa el pecho. –
¿Qué debería decirles a mis nietos cuando me pregunten cómo murió
su madre?
Se da la vuelta y Kenan comprende que no espera ninguna
respuesta. Él tampoco tiene ninguna que ofrecerle. Guardan silencio
y contemplan la calle y las flores. Un mortero cae detrás de ellos,
en algún lugar de la ribera izquierda del río, pero ninguno de los
dos se estremece. Al rato, la anciana se dispone a marcharse. – ¿Le
gustaba el violonchelo a su hija? – pregunta Kenan, sorprendiéndose
a sí mismo. No sabe por qué ha preguntado esto, no está seguro de
qué importancia tiene. La mujer se detiene y él teme haber
empeorado las cosas, haber hecho una pregunta fuera de
lugar.
–No lo sé -contesta ella-. Nunca me lo dijo.
–Creo que era una gran amante de la música -dice él, y de
verdad lo cree, está seguro de ello.
La anciana le mira, pero él no acierta a adivinar cuáles son
sus pensamientos. Ella exhala largo rato y esboza una sonrisa
menuda. Asiente dos veces, se da la vuelta y se encamina calle
abajo.
Kenan sigue allí un rato, luego coge el agua y regresa al
mercado. Cuando está a punto de cruzar la calle ve a Ismet. Está
negociando con un hombre, las manos de ambos se agitan con frenesí
y sacuden el aire. El hombre no se aplaca, o el menos eso parece.
Las manos de su amigo caen, sus hombros se hunden un poco y,
negando con la cabeza, Ismet rebusca en el bolsillo y saca tres
cajetillas de cigarrillos. Las deja sobre la mesa y el hombre le
tiende varios billetes.
Kenan observa cómo Ismet lleva los billetes a una mesa
situada en el centro del mercado y se los cambia a una mujer por un
pequeño saco de arroz. Es lo que el mundo les ha enviado, ayuda, y
aunque no estaba destinada a la venta, se está vendiendo. Kenan
sabe que Ismet ha arriesgado la vida por esos cigarrillos, que se
los ha dado el ejército a modo de salario. Ahora ha visto cómo los
cambia por algo que deberían darle gratuitamente, aunque no lo
hacen, para que los hombres gordos con chándal y los hombres gordos
con traje puedan enriquecerse.
Se oyen disparos en Grbavica y, de cuando en cuando, morteros
en la ribera izquierda, y también al oeste, cerca del aeropuerto.
Los hombres de las montañas están muy atareados hoy. El negocio les
va bien y tienen muchos clientes. Kenan piensa en la mujer cuya
hija mataron en la cola del pan, se pregunta cuántas mujeres como
ella habrá en la ciudad, cuántas personas recorren las calles como
fantasmas. Deben de ser muchas. Podrían llenar de tumbas hasta el
último palmo de tierra, podrían convertir todos los parques y todos
los campos de fútbol y todos los jardines en cementerios, y, aun
así seguiría habiendo muertos.
Hay muertos entre los vivos y permanecerán aquí mucho tiempo
después de que la guerra termine, si es que
termina.
Piensa en la señora Ristovski. No sabe qué le ha hecho ser
como es, pero algo la ha matado, ahora ve que ella también es un
fantasma. Lleva mucho tiempo siendo un fantasma. Y ser un fantasma
estando vivo es lo peor que se puede imaginar. Porque, nos guste o
no, tarde o temprano todos acabamos convirtiéndonos en fantasmas,
se nos borra de la faz de la tierra hasta que nuestro recuerdo
desaparece. Pero hay un tiempo en que no lo somos, y es necesario
conocer la diferencia. En cuanto uno la olvida, se convierte en un
fantasma.
Kenan no será un fantasma. Ya se le ha hecho bastante a esta
ciudad en nombre de fantasmas. Se dice esto, como si al decirlo lo
hiciera realidad. No eres un fantasma. No eres un fantasma. Pero,
mientras se repite estas palabras, sabe que decirlo no lo hará
realidad. Ni siquiera todas las palabras del mundo juntas podrían
evitar que él se desvanezca.
Ve a Ismet saliendo del mercado, dirigiéndose al punto donde
dejó a Kenan. Kenan coge el agua y se aleja del mercado. Ismet no
le encontrará esperándole, y seguramente pensará que se cansó y se
marchó a casa con el agua. Le verá más tarde. Compartirán una
broma, hablarán de sus familias, de la esperanza de que esto se
acabe.
Serán ellos quienes reconstruyan Sarajevo, cuando llegue el
momento.
Devolverán cada ladrillo a su lugar, recolocarán cada
ventana, taparán cada agujero. Reconstruirán la ciudad sin saber si
ésa será la última vez en que haya que reconstruirla. Se granjearán
el derecho de hacerlo, de la manera que puedan, y cuando esté hecho
descansarán.
Kenan dobla hacia el sur, en la dirección opuesta a su casa.
En pocas horas anochecerá, pero él estará en casa mucho antes. Se
encamina hacia el puente Cumurija, donde dos botellas de agua sin
asas le esperan en un pequeño agujero.
Flecha La llevan a lo que queda del edificio del Parlamento,
uno de los más altos de la ciudad. Los hombres de las montañas lo
han atacado con centenares de morteros, lo han incendiado y luego
han lanzado cientos de morteros más. La torre es un objetivo, no
sólo por ser un símbolo del gobierno que han jurado derrocar, sino
también porque todo Grbavica es visible desde sus plantas
superiores.
Flecha siempre ha evitado este edificio, en parte porque es
un lugar obvio desde el que operaría un defensor, convirtiéndolo en
blanco de ataques frecuentes, y en parte porque está lleno de otros
miembros de su propio ejército. Lo considera un terreno ya
reclamado.
En el vestíbulo, que permanece sorprendentemente intacto, un
hombre la espera. Está de pie junto a los ascensores, fumando. Hay
dos guardias apostados a la entrada, pero apenas les prestan
atención a ella y a sus escoltas. Flecha cruza el suelo de mármol y
deja atrás dos grandes plantas.
–Los otros pisos están peor -le dice el hombre que la espera,
como leyéndole los pensamientos.
Los otros tres, que han permanecido pegados a ella como
caracoles a una hoja desde esta mañana, le devuelven un gesto
afirmativo, satisfechos por haber cumplido con éxito la misión,
cualquiera que fuese, que se les había encomendado, y se
marchan.
–No parecen muy duros, ¿eh? – dice el hombre cuando se han
alejado.
Tiene aproximadamente su misma edad, no más de treinta. Es
alto, su semblante es de esos que siempre parecen risueños, al
margen de la situación, y tiene el pelo rizado. Lleva un mono gris
y sujeta un rifle semiautomático con una mano-.
Me llamo Hasan -dice.
–Flecha -dice ella. Intenta que la cordialidad del hombre no
la conmueva.
–Claro. He oído hablar de ti. Creía que no existías. – Sonríe
y ella no sabe discernir si bromea o no.
–No sé lo que habrás oído -dice-, pero probablemente no sea
verdad.
–Probablemente no -conviene él-. Aun así, será agradable,
para variar, trabajar con alguien que sabe lo que
hace.
Apaga el cigarrillo y abre una puerta que da a una escalera.
– ¿Cómo te suenan catorce pisos?
–Bien -dice ella.
Los suben en silencio. La escalera está a oscuras; la única
luz que hay procede de una pequeña linterna que Hasan enfoca al
frente. Ella huele el humo.
Pierde la cuenta del ascenso y cuando llegan a su planta
choca contra su acompañante accidentalmente al detenerse él para
abrir la puerta.
–Perdona -dice.
–Tranquila. – Apaga la linterna y se la guarda en el bolsillo
mientras abandonan la escalera.
Hasan no bromeaba al decir que las otras plantas estaban
peor. Lo que no está quemado, ha quedado reducido a astillas por
los morteros. Hay cristal roto, metal retorcido y otros escombros
irreconocibles desperdigados por las salas, y el viento sopla
libremente por entre las ventanas inexistentes y los orificios
abiertos en la fachada. – ¿Estás preparada para salir de caza? – le
pregunta en voz baja, ya no tan despreocupado.
–No -dice ella-. En absoluto.
Hasan retrocede un paso y la mira.
–No entiendo. – ¿Qué estamos haciendo aquí, exactamente? –
Formula la pregunta con un tono algo más alto del que
desea.
–Muy sencillo. Probablemente el coronel Karaman sólo quiere
asegurarse de que eres tan buena como dicen antes de encargarte
algo más complicado.
Vamos a posicionarnos. Yo elegiré un blanco y tú dispararás.
Fácil. Lo harás bien.
–La mira expectante. – ¿A quién vamos a
disparar?
Hasan se encoge de hombros.
–Aún no lo he decidido. A uno de ellos. Ya veremos quién está
a tiro.
Flecha se pregunta cómo ha acabado aquí arriba, qué ha hecho
para acorralarse en este rincón. No se le ocurre nada concreto y
eso la irrita.
–Por aquí -dice Hasan, y la precede por un pasillo en
dirección al extremo sur del edificio. Cuando están a unos cinco
metros de las ventanas, le indica con gestos que se agache, y a
partir de ahí avanzan reptando. Alcanzan la fachada y él señala una
ventana, empieza a levantarse. Las ventanas están a un metro del
suelo y no ofrecen protección a la vista. Para tener a alguien a
tiro, deberá ponerse en pie y disparar, convirtiéndose en blanco
para cualquiera que tenga un rifle en Grbavica o en las
colinas.
No -dice Flecha-. Allí. – Señala un orificio abierto en la
pared, de unos treinta centímetros de anchura. Por un segundo cree
que Hasan se negará, pero él accede, y ambos reptan hasta él. Ella
se posiciona y Hasan suelta el arma y se saca unos binoculares del
bolsillo del mono. Se levanta frente a la ventana, hace un barrido
rápido del entorno y vuelve a agacharse.
–Es un buen enclave -dice.
Flecha mira por el visor. Grbavica es tierra baldía. No
consigue encontrar ni un solo edificio que no luzca la señal de las
armas. Las calles apenas son ya calles. El pavimento está
resquebrajado y salpicado de coches destrozados y pedazos de
edificios. Ve a muy pocas personas, ningún soldado. Saben de las
vistas de este edificio y ahora ya no pasan por delante de él.
Flecha se pregunta cómo van a encontrar a alguien a quien
disparar.
–Yo antes vivía allí -dice Hasan-. ¿Ves aquel edificio rojo,
a unos cien metros al oeste del puente?
Ella lo ve. Está en el frente de batalla, muy deteriorado.
Aunque debía de haber sido un lugar bonito en el que vivir antes de
la guerra. Justo al lado del río, con muchos
árboles.
–Estaba en el trabajo cuando los hombres de las montañas
fueron con los tanques y lo tomaron. Si hubiese estado allí, habría
muerto. Mataron a mi hermano pequeño. Tenía doce años. Y a mi
padre. No sé dónde están mi madre y mis hermanas. Lo único que he
conseguido averiguar es que ya no están en
Grbavica.
Flecha no sabe qué decir. Su historia no es insólita. No está
segura de si él espera que diga algo. Confía en que
no.
–Probablemente también estén muertas. Casi confío en que
estén muertas. Sería mucho peor que estuvieran obligadas a vivir
con esos monstruos.
–Lo dice sin emoción, con una franqueza llana que asombra a
Flecha.
–A mi padre también lo mataron -dice, sorprendiéndose a sí
misma-. En la primera batalla en el edificio del
Cantón.
Hasan asiente.
–Les haremos pagar por lo que nos han hecho, por lo que le
han hecho a todo el mundo.
Flecha no responde, pero empieza a invadirle cierta desazón.
Hay algo en el tono de Hasan, en su deseo de venganza, que la
enerva. Ella también ha sentido en numerosas ocasiones ese deseo de
compensación, ha matado por él. No sabe por qué ahora le
molesta.
Hasan devuelve la atención a la ventana. Flecha mira por el
visor y rastrea las calles en busca de algo con aspecto militar. A
veces puede resultar difícil distinguir un soldado de alguien que
no lo es. Los hombres de las montañas son, en su mayoría, una
fuerza irregular y, por lo general, no llevan uniformes. Si tienen
un arma, obviamente son combatientes, pero muchos de ellos no la
llevan a la vista o, en el caso de los oficiales y otros soldados
de mayor rango, no llevan sino pistolas, que son difíciles de
avistar desde la distancia. Ha descubierto que muchas pueden
detectarse por el modo en que una persona se mueve, por el modo en
que se mueven quienes lo rodean. Un oficial camina erguido, con
aire arrogante, le muestran respeto, se apartan de su camino. Los
soldados suelen trasladarse en grupos, precedidos por el de menor
rango. La paciencia suele verse recompensada, a menudo, dejando
pasar a un hombre sin dispararle. Los demás suelen seguirle.
Escoger un blanco puede ser un verdadero arte. Ella se pregunta
cómo lo hará Hasan, si escogerá bien.
Sabe que está racionalizando en exceso, y que ya se ha
comprometido con un principio, pero no tiene mucha más opción. Y, a
fin de cuentas, no puede negar que esos hombres armados no se hayan
ganado la bala que les encontrará.
Si es ella quien tiene que enviársela, bien, así será. Eligió
hace meses. Es una suerte, supone, que consiguiera actuar tanto
tiempo sin convertirse en parte de una maquinaria militar de mayor
envergadura.
–Allí -dice Hasan-. He encontrado uno. – ¿Dónde? – pregunta
ella. No ve nada a lo que merezca la pena
disparar.
–A las dos en punto, cincuenta metros al sur del autobús
amarillo.
Flecha mira y, justo detrás de un autobús quemado, un hombre
enfila la colina. Intenta mantenerse próximo a los edificios, pero
ha calculado mal las vistas y está a su alcance. Pero algo falla en
él. Es viejo, quizá tenga unos sesenta y pocos años, y lleva la
ropa demasiado ajada para ser un soldado. No hay firmeza en sus
pasos, no hay autoridad, y es evidente que va
desarmado.
–Ese hombre es un civil -dice ella-. No es un
soldado.
–Es nuestro objetivo -dice Hasan-. Soy yo quien decide a
quién disparar, no tú.
–No -dice ella-. No es un buen blanco.
Busca otro. Algo más arriba de la calle por la que sube el
anciano ve un leve destello, un brillo metálico fugaz; un hombre da
un paso a la derecha y entra en su línea de fuego. Se mueve como un
soldado, fuma un cigarrillo. Se apoya sobre la otra pierna y su
rifle queda a la vista. Es evidente que ignora su vulnerabilidad,
se ha vuelto perezoso y distraído. Habla con alguien a quien ella
no puede ver, de modo que no está solo.
–Allí, al sur. Allí hay un soldado. – Su dedo acaricia el
gatillo. Concederá a Hasan la gentileza de dar la orden, pero su
decisión ya está tomada.
–No -dice Hasan-. Olvídalo. Ya he elegido. Dispara a mi
objetivo.
Flecha suelta el gatillo y mira a Hasan.
–No pienso matar a un civil desarmado.
Hasan se vuelve hacia ella.
–Matarás a quien yo te diga que mates.
Flecha sacude la cabeza.
–No.
Hasan se agacha. – ¿Qué crees que es esto? ¿Un
juego?
–Podría preguntarte lo mismo -dice ella.
–Dispara.
–No. Mataré al soldado.
Hasan la mira y sacude la cabeza.
–No estamos negociando. Otras personas pueden disparar a los
soldados.
No es nuestro trabajo.
Flecha suelta el rifle y se vuelve para ver mejor a Hasan. –
¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que no eres un soldado ordinario. La unidad del
coronel Karaman no es una unidad cualquiera. – ¿Matáis a
civiles?
Él se echa a reír.
–Pues claro. Hacemos muchas cosas. Esto es sólo una prueba,
una prueba que no estás superando. ¿Crees que ese hombre es
inocente? Contéstame a esto: ¿cómo es posible que pueda caminar
libremente por las calles de Grbavica? ¿Por qué no está muerto o en
un campo de concentración o lo que sea que hacen
ésos?
Flecha sabe la respuesta a esto, sabe que es por que los
hombres de las montañas le consideran uno de
ellos.
–Eso no significa que sea uno de los hombres que nos están
matando.
–No importa. Es uno de ellos. Ellos son sus hijos, él es su
padre, o su abuelo, o su tío. Ellos han matado a nuestros padres y
a nuestros abuelos y a nuestros tíos.
–Somos mejores que ellos.
–Por supuesto que sí. Ellos son animales rabiosos. Matándoles
le hacemos un favor al mundo.
Flecha reflexiona sobre esto, se pregunta a cuántos hombres
de las montañas habrá matado. Sus muertes han salvado vidas. Sabe
que es cierto. Y sabe que lo único que siente al respecto es desdén
por aquellos a los que ha matado. Pero no todos son así. Sus
madres, sus padres, sus hermanas no son así.
–Algunos de ellos son buenos.
Hasan hace una mueca.
–Aún tengo que conocer a uno.
–La ciudad está llena.
–Y también nos encargaremos de ellos, a su debido tiempo. –
¿Qué significa eso? – pregunta ella.
–Pregúntaselo algún día a tu amigo Nermin Filipovie -dice
él-. En esta guerra hay dos bandos, Flecha. El nuestro y el suyo.
No hay término medio que valga.
Vuelve a alzarse hacia la ventana, enfoca los binoculares
hacia la calle.
–Sigue ahí. Quince metros más al sur.
Apúntale.
Ella coge el rifle y mira por el visor. Encuentra al hombre
donde le ha indicado Hasan y apunta. Ahora sabe lo que hizo para
desencadenar este curso de acontecimientos. Puede identificar el
momento en que sus opciones empezaron a desvanecerse. Los hombres
de las montañas le dijeron que les odiaba e hicieron todo cuanto
estuvo en sus manos para que fuera verdad. Ella no se resistió
demasiado. Fue fácil. Se pregunta si habría sido posible actuar de
un modo diferente. Confía en que sí. Confía en que, en algún rincón
de la ciudad, haya gente resistiendo la tentación de convertir a
esos hombres en demonios, de decir que todos son como ellos, de
oponerse a su misma exis tencia como ellos siempre dijeron que
hacía la población de Sarajevo.
Pero para ella ya es demasiado tarde. No puede retroceder en
el tiempo, no puede deshacer lo que ya está hecho. Su dedo descansa
sobre el gatillo y ella exhala, intentando ralentizar su pulso
desbocado. Mira por el visor, efectúa un último ajuste. Ve al
francotirador que enviaron para matar al violonchelista, con los
ojos cerrados y una mano inerte junto al cuerpo. Oye la música y,
esta vez, no dispara.
–No -dice-. No lo haré.
Se pregunta si Hasan acabará disparando al hombre o si le
disparará a ella, pero no se mueve. Él se da la vuelta desde la
ventana, ve cómo ella saca el rifle del orificio de la pared y se
dispone a marcharse de la sala reptando.
–Espero que seas consciente de lo que estás haciendo -dice
él.
Flecha sigue reptando.
–Sé exactamente lo que estoy haciendo -dice al llegar al
pasillo, y se pone en pie.
Camina apresuradamente hacia la escalera, pero no corre. No
se cuelga el rifle al hombro, no está segura de no ir a
necesitarlo. La escalera está a oscuras y se ve obligada a bajar a
ciegas. Cada sonido que oye le despierta la expectación de que
Hasan la seguirá, pero él no lo hace. Flecha sale de la escalera y
cruza el vestíbulo en dirección a la puerta trasera del edificio.
Los dos guardias siguen allí, pero tampoco esta vez le prestan
atención. Justo antes de cruzar la puerta doble que da acceso a la
calle, consulta el reloj y ve que son casi las cuatro. Llega a la
acera y echa a correr.
Dragan Un hombre va a intentar cruzar. Le han advertido del
peligro, sin duda ve el cuerpo del hombre sin sombrero tan bien
como todos los demás, pero no parece importarle. Es joven, tal vez
algo insensato. Dragan se pregunta si le reportará alguna
excitación desafiar un cruce donde se sabe que hay un
francotirador.
Quizá sea un deporte nuevo. Los cien metros
bala.
Dragan ve que están instalando una cámara al otro lado de la
calle. Un hombre protegido con un chaleco antibalas supervisa la
escena desde detrás de la barricada, calculando distancias y
ángulos, evaluando la calidad visual de la destrucción. Va bien
afeitado y lleva la ropa inmaculada. Dragan ve el planchado
perfecto de sus pantalones desde donde está. O al menos eso cree.
Aun así, se sorprende, no de la presencia de un cámara sino de su
ubicación. El cámara, piensa, debería estar en este lado de la
calle, en el lado más próximo al hotel donde se alojan los
periodistas extranjeros. El que aún dispone de comida y agua
caliente y, a menudo, electricidad. Este hombre se ha equivocado
por completo. A Dragan le resulta extraño, y no sabe cómo
interpretarlo.
El hombre que está a punto de cruzar ha visto al operario y
se detiene, como sopesando si debería esperar para que la cámara
pueda captar su carrera. Incluso se mira para comprobar el estado
de su ropa. Parece concluir que su atuendo no le complace para
salir en televisión porque se pone en marcha hacia el
cruce.
Todos, incluido el cámara, dejan lo que están haciendo y
miran. No es un gran público, no más de media docena de personas, y
ya han visto todo esto en otras ocasiones, con los dos finales
posibles. El hombre corre en línea recta. Es veloz. ¿Un nuevo
récord mundial? Tal vez. Quizá tendrán que notificárselo a los del
Guinness.
El francotirador no dispara, por motivos que sólo él conoce,
y, cuando el hombre alcanza el otro lado, a Dragan le parece que el
cámara está decepcionado, porque el corredor ha sobrevivido y
porque él no ha podido grabar la carrera. Esta decepción irrita a
Dragan, le hace sentir como un animal de
zoológico.
Un perro aparece detrás del cámara y le asusta, y Dragan
sonríe. No obstante, el animal va a su aire y pasa de largo.
Mientras se acerca, Dragan se pregunta si será el mismo que vio
antes, con Emina. Transmite la misma resolución y también parece
que tiene un lugar adonde ir. Pero Dragan no recuerda con exactitud
cómo era el primer perro. Podría ser el mismo. Ahora todos le
parecen iguales.
El perro cruza los carriles trotando en dirección a Dragan. A
medida que se acerca al cuerpo del hombre sin sombrero, Dragan se
pregunta si intentará comerse el cadáver. Debe de estar hambriento,
piensa. En esta ciudad, todo lo que no es un político ni un gánster
está hambriento. Pero el perro pasa junto al cuerpo sin siquiera
detenerse a olisquearlo. Es como si no lo hubiera
visto.
Dragan oye un tintineo de chapas cuando el perro pasa por su
lado, ve que lleva un collar, pero, por las condiciones en que
tiene el pelo, es evidente que vive en la calle. El animal no mira
a Dragan ni a nadie más, y Dragan se pregunta si habrá desechado
por completo a la humanidad. Quiere llamarle, darle algo de comer,
acariciarle, hacer algo que le devuelva la fe en él. Pero no tiene
comida y sabe que el perro no se acercará aunque le llame. Al verle
doblar la esquina y desaparecer, se siente un poco como cuando vio
alejarse el autobús en el que viajaban su mujer y su
hijo.
Sabe que él ha sido ese perro. Desde que la guerra empezó ha
caminado por las calles y ha intentado prestar la menor atención
posible a su entorno. No vio nada que no tuviese que ver ni hizo
nada que no tuviese que hacer.
El cámara está teniendo problemas con el equipo. Ha dejado la
cámara en el suelo y rebusca dentro de una mochila grande. Dragan
se siente aliviado, pero entonces el cámara parece encontrar lo que
buscaba y regresa junto a la cámara. Dragan sabe que esa cámara
pronto estará grabando y no quiere que el cuerpo del hombre sin
sombrero salga en la filmación.
No es que no quiera que el mundo sepa lo que está ocurriendo
aquí. Sí quiere, o al menos está de acuerdo con el argumento de que
es más probable que el mundo intervenga sólo si se le obliga a ver
el sufrimiento de los inocentes. Lo que ocurre es que la escena que
la cámara capturará no es en absoluto representativa de lo que ha
acontecido hoy aquí. Son las secuelas.
Un cadáver más no molestará a nadie. Será una curiosidad,
pero, a menos que algún telespectador conociera al hombre sin
sombrero, no significará nada.
No hay nada en un cadáver que sugiera cómo era esa persona
cuando estaba viva. Nadie sabrá que el hombre tenía unos pies
insólitamente grandes, a los que sus amigos recurrían para tomarle
el pelo cuando era niño. Nadie sabrá que tenía una cicatriz en la
espalda, consecuencia de una herida que se hizo al caer de un
árbol, ni que su comida favorita era el pastel de chocolate. No
sabrán que cuando tenía dieciocho años hizo un viaje con sus amigos
del instituto y que llegaron a España haciendo autoestop, y que
allí se acostaron con una chica rubia que nunca supieron cómo se
llamaba, y que él pensó en esto a menudo durante los siguientes
treinta años, siempre en los momentos más extraños, mientras pelaba
una naranja o afilaba un cuchillo o subía por la colina bajo la
lluvia.
También están los detalles que no se mencionarán sobre el
muerto. No se dirá que tenía mal temperamento o que a veces hacía
trampas en la timba mensual.
Era chabacano. Cuando estaba borracho, también era
violento.
Nada de esto volverá a decirse, sencillamente se ha borrado
de la existencia.
Sin embargo, éstas son las cosas que hacen de la muerte algo
que debe lamentarse, dolerse. No es sólo la desaparición de la
carne. Eso, en realidad, es fácil de olvidar.
Cuando el cuerpo del hombre sin sombrero salga en el
informativo de la noche y llegue a miles de personas de todo el
mundo, eso es exactamente lo que harán.
Subrayarán el horror, pero lo más probable es que no piensen
nada en absoluto, como un perro que tiene un lugar adonde
ir.
Dragan mira el cuerpo del hombre sin sombrero. No sabe cómo
se llama, no recuerda su cara. No sabe absolutamente nada de él.
Todo son conjeturas.
Pero no importa. Este hombre es él. O podría serlo. Ninguno
de los dos hizo nada cuando Emina necesitó ayuda.
No permitirá que filmen el cuerpo de este hombre. Recuerda lo
que le dijo a Emina acerca del violonchelista, por qué cree que
toca. Para impedir que algo suceda. Para evitar que algo empeore.
Para hacer lo que sabe hacer.
Al mirar al cámara, sin embargo, Dragan comprende que ha
divagado. No importa lo que el mundo piense de esta ciudad. Lo
único que importa es lo que él piensa. En el Sarajevo de su
memoria, era completamente inaceptable tener a un hombre muerto
tirado en la calle. En el Sarajevo de hoy, es algo normal. Él no ha
vivido en ninguno de los dos, ha intentado vivir en una ciudad que
ya no existe, negándose a participar en la que sí
existe.
El francotirador sigue allí. No sabría decir por qué tiene
esta certeza, pero la tiene. En algún lugar de las colinas o de los
edificios de Grbavica está esperando, aguardando a que llegue el
momento. Un hombre acaba de cruzar y no le ha disparado. No
significa nada. Todo es un cálculo. Cuanto más espere antes de
disparar, más personas se aventurarán a cruzar. Dragan cree que
sería posible trazar una gráfica que reflejara la correlación
óptima entre la cantidad de blancos potenciales y el tiempo
transcurrido entre un disparo y otro. Se pregunta si el
francotirador dispondrá de una gráfica similar, quizá en una
sencilla hoja cuadriculada, guardada en el bolsillo delantero de la
chaqueta, o si es algo que ya sabe de memoria.
El hombre sin sombrero está cerca, a unos quince metros de
él. Debería resultar sencillo correr hasta él, agarrarle por las
manos y arrastrarle fuera de la calle. Veinte pasos de ida y otros
tantos de vuelta. Medio minuto es lo que tardaría.
Quizá menos.
Respira hondo y exhala. Y entonces sus pies se ponen en
movimiento y ya está de vuelta en la calle. Una vez más, el tiempo
se ralentiza y cada vez que avanza un pie le da la impresión de que
transcurre una eternidad. Oye sus pasos. El sonido de cada uno de
ellos estalla y resuena con fuerza en sus oídos. Nota la boca seca.
Cuando ha cubierto tres cuartas partes del camino hasta el cuerpo,
recuerda que debe mantener la cabeza gacha, y los hombros le duelen
al encogerse sin dejar de correr.
Dragan llega hasta el cuerpo del hombre sin sombrero. Las
suelas de sus zapatos se enganchan y resbalan con la sangre. Él se
agacha y agarra una de las manos, exangüe y aún caliente. La otra
es más difícil de coger. Pierde el equilibrio y se cae. Su nariz
queda a un centímetro de lo que queda de la cabeza del hombre sin
sombrero. Un jirón de piel cuelga de un costado del cráneo vacío
como si fuera un peluquín de mala calidad. Por alguna razón, a
Dragan no le molesta.
Sabe que es algo insólito, que por lo general tanta sangre le
horrorizaría. Pero eso no es importante. Lo único que importa es
sacar el cuerpo de la calle. Algo se estrella en el cuerpo que
tiene frente a sí y produce un ruido seco, sordo. Un rifle cruje.
El francotirador ha disparado y ha fallado por menos de medio
metro.
Dragan agarra la otra mano del hombre sin sombrero e intenta
ponerse en pie.
No puede. El cuerpo pesa demasiado. Consigue acuclillarse y,
en un torpe andar de cangrejo, tira del cuerpo hacia el
furgón.
Sabe que el francotirador volverá a disparar, pero no tiene
miedo. En este momento el miedo no existe. Tampoco hay nada similar
a la valentía. No hay héroes, no hay villanos, no hay cobardes.
Sólo hay lo que puede hacer y lo que no puede hacer. Hay lo
correcto, lo incorrecto, y nada más. El mundo es
binario.
Los matices llegarán más tarde.
No oye el impacto de la bala, pero sí el disparo. Cree que no
le han herido, pero no está seguro. Mientras arrastra el cuerpo del
hombre sin sombrero durante los últimos pasos hacia la seguridad,
espera sentir alguna clase de dolor, espera sentir la humedad de la
sangre. No llega. Se sienta en el suelo, resollando, sudando. Mira
al otro lado de la calle y ve al cámara, que le observa
boquiabierto. Con la cámara en las manos, pero no al hombro. No le
ha grabado, ni tampoco al cuerpo del hombre sin
sombrero.
Bien, piensa. No viviré en una ciudad en la que los cuerpos
de los muertos yacen abandonados en las calles, y tú no le dirás al
mundo que lo hago.
Una de las dos personas que están en su mismo flanco se
acerca a él. El silbido de un mortero descendiendo hace que cambie
de opinión. El mortero cae al otro lado del furgón, en lo que queda
de los cuarteles militares abandonados. Dragan se tumba boca abajo
y se cubre la cabeza con las manos, con la cara apretada contra el
suelo.
Intenta no pensar en lo que ocurrirá si un mortero cae en
este lado de la barricada. Los hombres de las montañas están
enfadados. Enfadados con vosotros mismos, piensa Dragan. Habéis
tenido la oportunidad de matarme y pronto tendréis
otra.
Los defensores replican con fuego automático, seguido por
varios disparos sueltos, la tarjeta de visita de los
contrafrancotiradores. Estos disparos suscitan más fuego de mortero
por parte de los hombres de las montañas, y durante varios minutos
ambos bandos se intercambian proyectiles hasta que finalmente se
hace el silencio, o, cuanto menos, un silencio
relativo.
Dragan se sienta, se sacude la suciedad de la cara. Se
pregunta si esta guerra acabará algún día. Se pregunta cómo será
todo si acaba. ¿Olvidará la gente? ¿Debería olvidar? No tiene
respuestas a estas preguntas. Pero se alegra de pensar en ellas.
Cuando llegue a la panadería preguntará a sus compañeros qué opinan
ellos. Podrían sorprenderse. Lleva mucho tiempo sin hablar con
ninguno.
Se levanta, nota rígidas las rodillas y la espalda. Se aleja
del cuerpo del hombre sin sombrero y coge el abrigo de Emina. Junto
a él descansa el sombrero del hombre, que también coge. Los mira
alternativamente un rato. Si tuviera que adivinarlo por el estado
de la tela, creería que fue Emina quien murió y el hombre sin
sombrero quien sobrevivió. Pero las cosas no siempre son lo que
parecen. Si esta ciudad va a morir, no será a causa de los hombres
de las montañas, sino de las personas del valle. Cuando se
conformen viviendo con la muerte, convirtiéndose en lo que los
hombres de las montañas quieren que sean, entonces Sarajevo morirá.
Dragan extiende el abrigo de Emina, tapa las piernas del hombre y
le devuelve su sombrero.
Cuatro Kenan Otro día acaba de empezar. La luz se filtra con
dificultad en el apartamento, donde encuentra a Kenan en su cocina,
alargando una mano hacia la garrafa de plástico que contiene el
último cuarto de litro de agua de la familia. Han pasado cuatro
días desde la última vez que fue a la destilería. Casi siempre
pasan cuatro días entre un viaje y el siguiente, cinco si llueve.
El de hoy será diferente, lo sabe.
Hoy es el día en que el violonchelista tocará por vigésimo
segunda y última vez.
El aire es frío esta mañana. Kenan se pregunta si estará
cambiando el tiempo. Confía en que tengan suficiente ropa de abrigo
para aguantar todo el invierno, ya inminente. La leña también será
un problema. No sabe de dónde la sacará ni si conseguirá siquiera
un poco. Encontrará el modo, seguro.
Kenan retira la silla de la mesa de la cocina y coge una
garrafa vacía. La examina a conciencia en busca de grietas o poros.
Repite el proceso con las seis. En la cuarta encuentra una pequeña
grieta, lo cual le inquieta. No ha acabado de abrirse, pero lo
hará, y no hay modo de saber cuándo. Decide cambiarla por una de
las de repuesto. Mejor no arriesgarse.
Oye ajetreo en la salita, donde duermen Amila y sus hijos.
Espera no haberles despertado. Aún es temprano. No hay motivo para
que se levanten ya.
Mejor que sigan durmiendo. Quién sabe si tendrán que pasar la
noche en un refugio, donde es casi imposible
descansar.
Con el mayor sigilo de que es capaz, coge lo que queda de
agua y se dirige al cuarto de baño. Se vuelve para pulsar el
interruptor de la luz, por puro hábito, pero nada ocurre. Enciende
el tocón de una vela que hay junto al espejo y empieza a afeitarse.
Algún día, piensa, volverá a afeitarse con agua caliente y una
cuchilla afilada. Todos los días rebosarán de pequeños lujos como
éste, y él disfrutará con cada uno de ellos. Hasta entonces, no
obstante, ya está habituado a afeitarse a oscuras y con agua fría.
Apenas le molesta ya hacerlo.
Se enjuaga la cara con los restos del agua y se inclina para
apagar la vela.
Al inhalar, antes de soplar, oye un tic ya familiar y la
bombilla que cuelga del techo cobra vida. Una luz intensa y
amarilla colma el cuarto de baño, y los ojos de Kenan se adaptan a
su brillo. Sonríe.
Apaga la vela y se acerca al armario, donde tiene conectado
un pequeño cargador a una batería de coche. Si la electricidad se
mantiene todo el día, podrá escuchar la radio durante las dos
semanas siguientes. Si además se mantiene hasta el día siguiente,
tal vez puedan encender una luz varias horas todas las
noches.
Comprueba el cargador y ve que la luz verde brilla. La
batería se está cargando.
Amila asoma por entre las sábanas. Él le sonríe y señala la
luz del techo. Ella ríe y alza las manos celebrándolo. Si los niños
no estuvieran dormidos, Kenan pondría un CD, algo movido y alegre,
y todos gritarían y bailarían. Aunque no lo hace, le basta con
saber que podría. – ¿Crees que aguantará mucho rato? – le pregunta
ella. Se levanta y se dirige a la cocina.
Él asiente.
–Es posible. Pero me temo que no hay modo de
saberlo.
Kenan empieza a atar las garrafas, tres a cada
lado.
–Ten cuidado -le dice ella, y sonríe.
–Por supuesto. Siempre tengo cuidado.
La luz parpadea, pero no se apaga. Amila pone los ojos en
blanco.
–De vuelta compra una caja grande de chocolatinas -dice ella-
y dos docenas de huevos.
–De acuerdo. Eso son muchos huevos.
–Voy a hacer un pastel. Un pastel muy
grande.
–Ah. En ese caso también compraré un poco de brandy. – Se
inclina hacia adelante y la besa.
–Buena idea. Nada le va mejor a un pastel que el brandy. –
Ella reposa las manos en la espalda de él-. Estoy cansada -dice,
casi en un susurro.
–Lo sé -dice él-. Yo también.
Se quedan así hasta que Kenan empieza a sentir el peso del
tiempo y se separa un paso, vuelve a besarla y se encamina a la
puerta.
Cuando accede al rellano, se sienta en la escalera y apoya la
frente sobre las rodillas. No quiere salir. No quiere tener que
caminar por las calles de esta ciudad y ver los edificios, y con
cada paso temer una muerte inminente. Pero no tiene alternativa.
Sabe que si quiere ser una de las personas que reconstruyan la
ciudad, una de las personas que tengan el derecho de siquiera
opinar sobre cómo Sarajevo debería repararse, entonces tiene que
salir y enfrentarse a los hombres de las montañas. Su familia
necesita agua y él la conseguirá. La ciudad está llena de gente que
hace lo mismo que él y todos encuentran el modo de seguir adelante
con su vida. No son cobardes, y no son héroes.
Todos los días ha ido a escuchar al violonchelista, desde el
bombardeo de la destilería. Todos los días a las cuatro en punto ha
ido a aquella calle, se ha apoyado contra la pared y ha contemplado
cómo la ciudad se reunía y sus habitantes despertaban de la
hibernación. Hoy es el último día en que el violonchelista
tocará.
Todos los que murieron en esa calle mientras esperaban a
comprar pan habrán tenido su homenaje. Kenan sabe que nadie tocará
por las personas que murieron en la destilería, ni por aquellos a
quienes dispararon mientras cruzaban la calle, ni por ninguna de
las demás víctimas de incontables ataques. Se precisaría un
ejército de violonchelistas. Pero ha escuchado lo que había que
escuchar. Ha sido suficiente.
Kenan se pone en pie y empieza a bajar la escalera. Al llegar
a la planta baja, se detiene frente a la puerta de la señora
Ristovski. Presta atención en busca de algún ruido, se pregunta si
estará despierta, si sabrá que ha vuelto la electricidad. Suele ser
la primera en saber estas cosas.
Se yergue, se aclara la garganta y llama a la puerta. Oye
movimiento dentro, pero la puerta no se abre. Vuelve a llamar, esta
vez con mayor insistencia, y espera a que la señora Ristovski abra
para darle las botellas y para que él pueda iniciar su larga
caminata colina abajo, ciudad a través, colina arriba hasta la
destilería, y de vuelta una vez más.
Dragan No hay modo de saber qué versión de una mentira es
verdad. ¿Es el Sarajevo real aquel en el que la gente era feliz, se
trataba bien, vivía sin conflicto? ¿O es el Sarajevo real el que ve
hoy, en el que la gente intenta matarse, en el que las balas y las
bombas caen desde las colinas y los edificios se derrumban? Dragan
sólo puede plantear la pregunta. No cree que haya modo de saberlo a
ciencia cierta.
Pasa ya del mediodía. Lleva más de dos horas aquí, al lado
del cruce. Le parece que han pasado días. Atascado en una especie
de tierra de nadie, impedido pero no impedido de ir a la panadería,
donde una pequeña hogaza de pan le espera. Puede cruzar cuando
quiera. En ningún momento ha venido nadie a decirle no, Dragan, no
puedes cruzar. Siempre ha sido su decisión.
Sabe qué mentira se dirá a sí mismo. La ciudad en la que vive
está llena de gente que algún día volverá a tratar a los demás como
seres humanos. La guerra acabará, y cuando se mire atrás se hará
con pesar, no con recuerdos entrañables de la gloria perdida.
Mientras tanto, él seguirá caminando por las calles. Calles en las
que no habrá muertos ni cuerpos abandonados. Ahora se comportará
como espera que algún día se comporte todo el mundo. Porque la
civilización no es algo que uno construye y ya está, sigue ahí para
siempre. Necesita ser reconstruida constantemente, ser recreada a
diario. Se desvanece mucho más deprisa de lo que él habría creído
posible. Y si él desea vivir, debe hacer cuanto esté en sus manos
para evitar que el mundo en el que quiere vivir
desaparezca.
Mientras haya guerra, la vida es una medida
preventiva.
El cámara se ha marchado, se ha ido a un cruce más
concurrido. Necesita gente que se arriesgue y que reciba un disparo
o, si eso no ocurre, cuanto menos den la apariencia de que van a
morir. Finalmente conseguirá lo que quiere. Es sólo una cuestión de
tiempo.
Dragan se decide. Va a cruzar. No va a permitir que los
hombres de las montañas le detengan. Éstas son sus calles y él las
recorrerá a su antojo. En algo menos de cuatro horas el
violonchelista tocará por última vez.
Se recoloca el abrigo y sacude un pie que se le ha dormido.
El cielo empieza a encapotarse, el aire parece más frío. Avanza
hacia el cruce. Arrastra los pies sobre el pavimento y en algún
lugar, cerca, un coche acelera. Un pequeño pájaro vuela frente a
él. Dragan no corre. Sabe que debería hacerlo, sabe que
probablemente el francotirador siga en su escondrijo. Él podría
estar ahora en su punto de mira. Bastaría una leve presión sobre el
gatillo para morir.
Sus pies no responden al apremio de su mente. No puede
correr. A un ritmo pausado, su cuerpo le lleva hacia adelante, pasa
el punto donde Emina cayó herida, hacia el otro lado. Podría estar
caminando por cualquier calle del mundo. Para un observador casual,
no es más que un anciano dando un paseo.
Nada más lejos de la realidad. Dragan está aterrado, nunca
había tenido tanto miedo. Pero no puede obligarse a ir más deprisa.
Al cabo, deja de intentarlo.
Mantiene la vista clavada en la zona segura a la que se
dirige e intenta no pensar en nada más que en poner un pie delante
del otro.
Empieza a comprender por qué no corre. Si no corre, vuelve a
estar vivo. El Sarajevo en el que quiere vivir vuelve a estar vivo.
Si corre, no importará cuántos cuerpos yazcan en las calles. Tal
vez la gente que le esté viendo piense que está bloqueado,
catatónico, y que ya no le importa si vive o muere. Se
equivocan.
Le importa más que nunca.
Ha estado dormido desde que la guerra estalló. Ahora lo
sabe.
Defendiéndose de la muerte ha perdido su aferramiento a la
vida. Piensa en Emina, arriesgando la vida para llevar pastillas
caducadas a alguien a quien no conoce. En el joven que corrió a la
calle para salvarla cuando la dispararon. En el violonchelista que
toca por aquellos que murieron víctimas de un ataque con mortero.
Ahora podría correr, pero no lo hace.
Espera oír el disparo, sentir la bala que le alcanzará. Pero
la bala no llega.
Está y no está sorprendido a partes iguales. Nunca hay modo
de saberlo. No importa. Si llega, llegará. Si no llega, será uno de
los afortunados.
Dragan alcanza el otro lado de la calle. No ha tardado mucho,
pero tiene la sensación de que ha transcurrido una gran porción de
su vida. Se alegra de que el cámara se haya marchado. Sabe que ha
protagonizado una escena televisiva horrible. Un anciano cruzando
la calle sin que nada ocurra. Difícilmente una
noticia.
Se encamina hacia el oeste, hacia la panadería. Debería estar
allí en diez minutos más. Pero entonces su mano palpa en el
bolsillo un pequeño bote de plástico lleno de pastillas y un pedazo
de papel con una dirección, y sabe que tardará un poco más. Aun
así, no más de media hora. Comprará el pan y después volverá por
este mismo camino, trabaje o no el francotirador. En el trayecto de
vuelta a casa dará un rodeo hacia el sur del mercado y esperará a
que den las cuatro, para poder narrarle a Emina lo que ocurrió el
último día en que el violonchelista tocó.
Dragan sonríe al pasar junto a otro anciano. El hombre no le
mira, mantiene los ojos clavados en el suelo. – Buenas tardes -dice
Dragan, con voz radiante. El hombre alza la mirada. Parece
sorprendido. – Buenas tardes -repite Dragan.
El hombre asiente, sonríe y le desea lo
mismo.
Flecha Flecha parpadea. Lleva mucho rato esperando. Ha
dormido bien, no se ha despertado una sola vez en toda la noche.
Hay un sonido que ha estado esperando oír, y ahora llega. Eco de
pasos en el rellano, frente a su puerta, botas pesadas subiendo la
escalera. Están esforzándose por ser discretos, pero la escalera no
ayuda, su acústica no se ajusta a la intención de los hombres que
pretenden ser sigilosos. Flecha abre los ojos. Es muy temprano, ni
siquiera las siete aún.
Han pasado días desde que dejó a Hasan en la decimocuarta
planta del edificio del Parlamento, diez desde que desertó de la
unidad de asesinos de Edin Karaman. Ésta es la primera noche que ha
dormido en su apartamento desde entonces, y ya la han encontrado.
Apenas está sorprendida. No imaginaba que fueran tan
eficientes.
El arma de su padre está sobre la mesita de noche. Está
cargada y lista, pero Flecha mantiene la mano inmóvil, bajo una
pila de mantas. Se pregunta qué tiempo hará hoy. Ayer parecía que
iba a llover, pero nunca hay modo de saber lo que ocurrirá al día
siguiente hasta que llega. Confía en que llueva. La ciudad podría
aprovechar el agua.
Llevan diez días buscándola y la han encontrado porque ella
lo ha permitido.
Ellos sabían en todo momento dónde estaba, sabían que estaba
en un edificio próximo al violonchelista, pero no dieron con ella,
por mucho que la buscaran. En dos ocasiones tuvo la cabeza de Edin
Karaman a tiro, pero no apretó el gatillo.
No ha vuelto a disparar el rifle desde que mató al
francotirador que enviaron los hombres de las montañas para acabar
con el violonchelista. Pero lo habría hecho si hubiera sido
necesario, y cree que su presencia le ha mantenido con
vida.
Ha tocado veintidós días consecutivos, como dijo que haría.
Todos los días, a las cuatro en punto de la tarde, al margen de lo
intenso que fuera el combate a su alrededor. Algunos días tenía
público. Otros el bombardeo era tan intenso que nadie en su sano
juicio se habría aventurado a caminar por esa calle. Para él
parecía no haber diferencia. Siempre tocaba del mismo
modo.
La única variación en su rutina llegó el último
día.
Ella permanecía en su escondrijo, invisible. Percibió que él
salía a la calle, pero, antes de que empezara a tocar, ella ya
sabía que nadie iba a dispararle. Los hombres de las montañas se
habían rendido. Sus manos se relajaron y su dedo se despegó del
gatillo. Cuando el violonchelista empezó a tocar, ella miró a la
calle.
Estaba llena de gente. Nadie se movía. Todos escuchaban
inmóviles y, aunque era evidente que estaban concentrados en la
música, también daba la impresión de que no estaban del todo
allí.
Flecha dejó que la lenta cadencia de las cuerdas flotara
hasta ella. Sintió cómo el lamento le formaba un nudo en la
garganta y contuvo las lágrimas.
Inhaló profundamente, deprisa. Se le humedecieron los ojos y
las notas ascendieron de escala. Los hombres de las montañas, los
hombres de la ciudad, ella misma, nadie tenía derecho a hacer las
cosas que habían hecho. Nunca habría ocurrido.
Podría no haber ocurrido. Pero ella conocía aquellas notas.
Se habían convertido en parte de ella. Le decían que todo había
sucedido exactamente como ella sabía que había sucedido, y que nada
podía hacerse al respecto. Ni el duelo ni la rabia ni ningún acto
noble podía deshacerlo. Pero sí podría haberse detenido. Había sido
posible. Los hombres de las montañas no tenían por qué ser
asesinos. Los hombres de la ciudad no tenían por qué rebajarse a
combatir a sus atacantes. Ella no tenía por qué colmarse de odio.
La música le pedía que recordara esto, que supiera a ciencia cierta
que el mundo aún albergaba la capacidad del bien. Las notas eran
prueba de ello.
Flecha cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, la música
había cesado.
En la calle, el violonchelista siguió sentado en el taburete
largo rato. Lloraba. Se le desplomó la cabeza hacia adelante y
varios mechones de su pelo se cruzaron sobre su frente. Al cabo se
levantó y se acercó a la pila de flores que había ido creciendo
incesantemente desde el día en que cayó el mortero. La contempló un
rato y luego dejó caer el arco sobre ella. Nadie se movió. Todos
los presentes contuvieron el aliento, esperando a que dijera algo.
Pero el violonchelista no habló. No le quedaba nada por decir. Se
dio media vuelta, cogió el taburete y entró en el portal de su casa
sin volver la mirada atrás.
Lentamente, los presentes empezaron a moverse y, uno a uno,
abandonaron la calle para volver a sus vidas.
Los pasos están ya al lado de su puerta. Flecha vuelve a
mirar el arma que descansa sobre la mesita de noche. Si tuviera que
utilizarla, sabe con exactitud qué ocurriría. Los hombres del otro
lado de la puerta morirían. Todos morirían y ella saltaría sobre
sus cuerpos para salir a la calle. Todo ocurriría en apenas unos
segundos. Sería lo más fácil del mundo.
Pero no va a coger el arma. La pistola descansa sobre la
mesita de noche en parte por costumbre y en parte porque Flecha
quiere que sepan que estaba armada y que podría haberse enfrentado
a ellos. No sabe si repararán en este detalle. Tampoco importa.
Sólo importa que ella la deja allí.
Se pregunta qué habría sido de su vida de no haber habido
guerra, si los hombres de las montañas no hubieran llegado a la
conclusión de que habían sido vilipendiados, o si la respuesta a
sus aspiraciones de victimismo no hubieran sido los tanques y las
granadas. Quizá se habría casado. Quizá se habría licenciado en la
universidad, tendría un empleo, viviría en un apartamento bonito y
habría ido al teatro por la noche con sus amigos. Podría haber
tenido hijos. Le gustan los niños, o le gustaban. Las posibilidades
eran infinitas.
Ahora, sin embargo, las posibilidades han llegado a su fin.
Si coge el arma y mata a los hombres que hay al otro lado de la
puerta, se convertirá en fugitiva. Y, tarde o temprano, tendrá que
volver a matar o bien la atraparán. Mientras tanto, la necesidad la
obligará a odiar a sus perseguidores. Y Flecha no va a permitir que
eso ocurra. Estén en las montañas o en la ciudad, nadie va a
decirle a quién tiene que odiar.
Después de que el violonchelista desapareciera, Flecha bajó a
la calle, sin importarle quién pudiera verla. Contempló los
adoquines, las ventanas reventadas, la pila de flores. No pensaba
en nada, no podía pensar en nada sobre lo que no hubiera pensado ya
mil veces. De modo que sencillamente se quedó allí. El
violonchelista no volvería al día siguiente. No habría más
conciertos en la calle. Le entristecía que hubiera acabado. Flecha
se agachó y dejó el rifle junto al arco del
violonchelista.
En pocos segundos la puerta se abrirá. Al menos cuatro
hombres, tal vez más, irrumpirán en el apartamento y, rápidamente,
le dispararán tantas balas como puedan. No durará mucho, sólo unos
segundos, y después se sentirán absurdos por haberse puesto tan
nerviosos.
Oye cómo uno de ellos retrocede un paso, sabe que está a
punto de tirar la puerta abajo. Cierra los ojos, recuerda las notas
que oyó el día anterior, una melodía que ya no está ahí pero que
parece muy próxima. Sus labios se mueven y, un instante antes de
que la puerta se arranque de los goznes, su voz, fuerte y
tenue:
–Me llamo Alisa.
Epílogo Es importante destacar que esta novela no es un
retrato riguroso del transcurso en el tiempo del cerco de Sarajevo.
Es imposible que los acontecimientos que tienen lugar en esta obra
hubiesen ocurrido tal como se describen. Por cuestiones de
necesidad, he comprimido tres años en un solo mes.
Confío, no obstante, que el espíritu del libro sí sea
cierto.
A las cuatro en punto de la tarde del 2
El sobrenombre de Flecha procede de un documental emitido por
Radio Dinamarca y titulado Francotirador. En él se entrevistaba a
una francotiradora llamada Flecha (Strijela), si bien se
proporcionó muy poca información sobre ella.
Intenté localizarla, pero no lo conseguí. Podría haber
muerto. En cualquier caso, el personaje de Flecha que aparece en
esta novela es fruto de mi invención.
El cerco de Sarajevo, el asedio urbano más largo de la
historia bélica moderna, se prolongó desde el 5 de abril de 1992
hasta el 29 de febrero de 1996. Las Naciones Unidas calculan que
aproximadamente 10.000 personas murieron y 56.000 sufrieron
heridas. Todos los días caían sobre la ciudad un promedio de 32.9
morteros, con un pico de 3.777 el 22 de julio de
1993.
En una ciudad con una población de apenas medio millón de
personas, diez mil apartamentos quedaron destruidos y cientos de
miles sufrieron desperfectos. El veintitrés por ciento de todos los
edificios quedaron gravemente dañados y el sesenta y cuatro por
ciento presentó algún deterioro. En octubre de 2007, los líderes
del ejército serbiobosnio, Radovan Karadízi y Ratko Mladi, siguen
en libertad, pese a haber sido acusados de cometer crímenes contra
la humanidad por el Tribunal Penal Internacional para la ex
Yugoslavia de La Haya.
Me siento en deuda con Dinko Meskovi, Sana Meskovi, Miroslav
Nenadi y Olga Nesi-Nenadi, de Vancouver, y Alija Ramovi, de
Sarajevo, por las incontables horas que me dedicaron refiriéndome
historias, mostrándome lugares e intentando enseñarme a pensar como
un habitante de Sarajevo. Hay mucho de ellos en este libro, pero
cualquier error en los hechos o en la ficción será sólo mío. Muchas
gracias a Sanja Ramovió por prestarme a su padre.
Quisiera dar las gracias a Henry Dunow por su entusiasta
representación y su excelencia en general. Creo que Michael Heyward
es el más grande australiano que jamás existirá. Gracias a Mandy
Brett, Sarah McGrath, Ravi Mirchandani y Rosemary Shipton por su
asesoramiento editorial y su entusiasmo. Con Diane Martin, mi amiga
y mi editora, tengo una deuda que nunca podré compensar, aunque
seguiré intentándolo.
Anne Beilby, Nina Ber-Donkor, Sarah Castleton, Manita
Dachsel, Louise Dennys, Lara Galloway, Angelika Glover, Anthony
Goff, Nancy Lee, Jeff Moores, Emiko Morita, Adrienne Phillips,
Sarah Stein, Timothy Taylor, John Vigna, Hal Wake, Terence Young y
Patricia Young me han ayudado a mejorar este
libro.
Amigos y familia han soportado mi ausencia, mi irritación y
mi distracción con amabilidad y aliento. La University of British
Columbia Creative Writing Program y los colegas que allí tengo son
irreemplazables. El Simon Fraser University Writer's Studio, el
University of Victoria Department of Writing y el Sage Hill Writing
Experience me han ocupado y enriquecido. Gracias. Agradezco
profundamente la ayuda económica del Canada Council for the
Arts.
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15/04/2009
LRS to LRF parser v.0.9;
Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/