El violonchelista

Descendía envuelto en un alarido, rasgando el aire y el cielo sin esfuerzo. El blanco aumentó de tamaño, cada vez mejor enfocado por el tiempo y la velocidad.


Hubo un último instante antes del impacto en que las cosas aún fueron como habían sido. Luego, el mundo visible explotó.

En 1945, un musicólogo italiano encontró cuatro compases de una partitura para contrabajo, la partitura de una sonata, en los restos de la biblioteca de música de Dresden, arrasada con bombas incendiarias. Creyó que esas notas eran obra del compositor veneciano del siglo XVII Tomaso Albinoni, y dedicó los siguientes doce años a componer una pieza más larga a partir de aquel fragmento manuscrito y abrasado. La composición resultante, conocida como el Adagio de Albinoni, apenas guarda parecido con la mayor parte de la obra del compositor y muchos eruditos la consideran fraudulenta. No obstante, incluso aquellos que dudan de su autenticidad carecen de argumentos para rebatir su belleza.

Casi medio siglo después, es esta contradicción lo que atrae al violonchelista. Que algo pudiera haber estado a punto de dejar de existir en el paisaje de una ciudad en ruinas y que después fuese reconstruido en otro algo nuevo y valioso le insufla esperanza. Una esperanza que, ahora, es una de las pocas cosas que les quedan a los ciudadanos de un Sarajevo sitiado, cosas que, para muchos de ellos, disminuyen con cada día que pasa.

Y así, hoy, como todos los días en la memoria reciente, el violonchelista se sienta junto a la ventana de su apartamento, en la segunda planta del edificio, y toca hasta que siente que la esperanza regresa. Raramente toca el Adagio. La mayoría de los días consigue sentir que la música le rejuvenece con la misma facilidad como si estuviese repostando gasolina con el coche. Pero otros no ocurre lo mismo. Si, tras varias horas, ve que la esperanza no regresa, hace una pausa para recomponerse, y luego él y su violonchelo rescatan pacientes el Adagio de Albinoni del arrasado museo de Dresden y lo trasladan a las calles de Sarajevo, horadadas por el mortero e infestadas de francotiradores. Para cuando las últimas notas se desvanecen, su esperanza está ya restablecida, pero cada vez le resulta más arduo recurrir al Adagio, aunque se vea obligado a hacerlo, porque sabe que su efecto es finito. Sólo queda una cantidad concreta de adagios en él, y no comentará la imprudencia de malgastar esta valiosa moneda de cambio.

No siempre había sido así. Poco tiempo antes, la promesa de una vida feliz parecía inviolable. Cinco años atrás, en la boda de su hermana, había posado para una fotografía de familia, con el brazo de su padre alrededor del cuello, los dedos aferrados a su hombro. Le apretaban con fuerza, y para algunos incluso habría resultado doloroso, pero para el violonchelista era justo lo contrario. Los dedos en su carne le comunicaban que era amado, que siempre lo había sido, y que el mundo era un lugar donde, ante todo lo demás, las cosas buenas encontrarían el modo de penetrar en uno y alojarse en su interior. Aunque era esto lo que creía, pronto habría renunciado prácticamente a todo por poder retroceder en el tiempo y ralentizar aquel momento, como si así después fuera a poder recordarlo con mayor claridad. Desea volver a sentir la mano de su padre en el hombro.

Sabe que hoy no será un día de Adagio. Sólo ha pasado media hora desde que se sentó junto a la ventana, pero ya se siente un poco mejor. Fuera, una hilera de personas esperan para comprar pan, y él se plantea si no debería sumarse a ella.

Muchos de sus amigos y vecinos están en la cola. Decide no hacerlo, por el momento. Aún tiene trabajo.

Descendía envuelto en un alarido, rasgando el aire y el cielo sin esfuerzo. El blanco aumentó de tamaño, cada vez mejor enfocado por el tiempo y la velocidad.

Hubo un último instante antes del impacto en que las cosas aún fueron como habían sido. Luego, el mundo visible explotó.

Cuando las bombas de mortero destruyeron la Ópera de Sarajevo, el violonchelista se sintió como dentro del edificio, como si los ladrillos y el vidrio que componían la estructura se convirtiesen en proyectiles que le golpeaban y le perforaban, dejándolo triturado e irreconocible. Era el primer violonchelista de la Orquesta Sinfónica de Sarajevo. Eso era lo que sabía ser. Había convertido la idea de la música en una realidad. Cuando salía al escenario con el esmoquin, se transformaba en un instrumento de entrega. Entregaba a las personas que acudían a escucharle lo que más amaba en el mundo. Era un hombre tan firme como la mano de su padre.

Ahora ya no le importa si alguien le oye tocar o no. Su esmoquin cuelga en el armario, intacto. Las armas apostadas en las colinas que rodean Sarajevo le han desmontado, como han hecho con el edificio de la Ópera, como han hecho con el hogar de su familia, de noche, mientras sus padres dormían, como acabarían haciéndolo, al cabo, con todo.

La geografía del cerco es simple. Sarajevo es una larga franja de tierra plana rodeada de colinas por todos los costados. Los hombres de las montañas controlan la totalidad de las tierras altas y la península llana del centro de la ciudad, Grbavica. Disparan proyectiles y bombas de mortero, obuses y granadas al resto de la ciudad, que está siendo defendida con un tanque y pequeñas armas de mano. La ciudad está siendo destruida.

El violonchelista no sabe lo que está a punto de ocurrir. Inicialmente, ni siquiera es consciente del impacto de la bomba. Durante largo tiempo, permanece junto a la ventana y mira. Entre la carnicería y la confusión repara en el bolso de una mujer, empapado en sangre y salpicado de fragmentos de cristal. No sabe de quién es. Entonces agacha la mirada y ve que ha dejado caer el arco al suelo y, de algún modo, le parece que existe una gran conexión entre ambos. No entiende qué clase de conexión es, pero la certeza de que existe le impele a desvestirse, acercarse al armario y sacar el esmoquin de la bolsa de plástico de la lavandería.

Pasará toda la noche y el día siguiente junto a la ventana. Luego, hacia las cuatro de la tarde, veinticuatro horas después de que la bomba cayera sobre sus amigos y vecinos mientras esperaban para comprar pan, se agacha y coge el arco.

Baja con su violonchelo y un taburete por la estrecha escalera y sale a la calle desierta. La guerra sigue desatada a su alrededor y él se sienta en el pequeño cráter que la bomba ha abierto en el lugar del impacto. Toca el Adagio de Albinoni. Lo hará a diario durante veintidós días, un día por cada persona asesinada. O, cuanto menos, lo intentará. No está seguro de que vaya a sobrevivir. No está seguro de que le queden suficientes adagios.

El violonchelista aún no sabe nada, se sienta junto a la ventana, al sol, y toca.

Aún no lo sabe. Pero ya no hay vuelta atrás. Descendía envuelto en un alarido, rasgando el aire y el cielo sin esfuerzo. El blanco aumentó de tamaño, cada vez mejor enfocado por el tiempo y la velocidad. Hubo un último instante antes del impacto en que las cosas aún fueron como habían sido. Luego, el mundo visible explotó.

Uno Flecha Flecha parpadea. Lleva mucho tiempo esperando. Por el visor del rifle ve a tres soldados de pie, junto a un muro bajo, en una colina que descuella sobre Sarajevo. Uno mira hacia la ciudad como si estuviese recordando algo. Otro sostiene en alto un mechero para que el tercero encienda un cigarrillo. Es evidente que no tienen idea de que están en su punto de mira. Tal vez, piensa ella, creen que están demasiado lejos de la línea de combate. Se equivocan. Tal vez creen que nadie puede ensartar una bala entre los edificios que les separan de ella. De nuevo, se equivocan. Ella puede matar a cualquiera de los tres, y quizá incluso a dos, en cuanto elija al blanco. Y pronto elegirá.

Los soldados a los que Flecha observa tienen un buen motivo para creerse a salvo. Lo estarían, de ser cualquier otro quien estuviera acechándoles. Se encuentran a casi un kilómetro de distancia, y el rifle que ella utiliza, del mismo tipo que utilizan casi todos los defensores, tiene un alcance real de ochocientos metros. Más allá, las probabilidades de dar en el blanco son remotas. No es ése el caso para Flecha. Ella es capaz de conseguir que una bala haga cosas inconcebibles para los demás.

Para la mayoría, disparar a larga distancia es una cuestión de combinar correctamente observación y cálculos matemáticos, de averiguar la fuerza y la dirección del viento. Efectúan estimaciones que luego transforman en ecuaciones, teniendo en cuenta la velocidad de la bala, el descenso que experimenta durante su trayectoria y la ampliación del alcance. No difiere de lanzar un balón. Un balón no se lanza directo al blanco, se lanza en un arco calculado para que se interseque con el blanco. Flecha no efectúa estimaciones, no calcula fórmulas. Sencillamente envía una bala a donde sabe que debe ir. Le cuesta comprender por qué otros francotiradores no pueden hacerlo. Está escondida entre los desechos de una torre de oficinas quemada, a pocos metros de una ventana con vistas a las colinas meridionales de la ciudad. Cualquiera que mirara en esa dirección tendría dificultades, si no le resultaría imposible, para divisar a una mujer delgada, con media melena negra, oculta entre las ruinas humeantes de la vida cotidiana. Está tendida en el suelo, boca abajo, con las piernas parcialmente cubiertas por un periódico viejo. Sus ojos, grandes, azules y brillantes, son el único indicio de vida.

Flecha se considera diferente de los francotiradores de las montañas. Ella sólo dispara a soldados. Ellos disparan a hombres, mujeres y niños desarmados. Cuando matan a una persona, el resultado que buscan trasciende con creces la mera aniquilación de ese individuo. Intentan matar a la ciudad. Cada muerte desconcha el Sarajevo de la juventud de Flecha con la misma eficacia que una bomba de mortero destroza un edificio. A los que quedan se les roba no sólo a un conciudadano, sino también el recuerdo de lo que era estar vivo antes de que los hombres de las montañas le dispararan a uno mientras intenta cruzar la calle.

Diez años atrás, cuando ella tenía dieciocho y no se llamaba Flecha, subió al coche de su padre y fue al campo a visitar a sus amigos. Era un día claro y soleado.

Le parecía que el coche estaba vivo, como si el modo en que ella y el vehículo avanzaban juntos fuera una suerte de destino, y todo sucediera exactamente como debía. Al tomar una curva, una de sus canciones favoritas empezó a sonar en la radio, y la luz del sol se filtró entre los árboles como lo hace entre las cortinas de encaje, y todo ello le hizo acordarse de su abuela, y las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas. No por su abuela, que en aquel entonces estaba muy presente entre los vivos, sino por el sentimiento que la arrobó, una felicidad envolvente por estar viva, una dicha reforzada por la certeza de que algún día todo aquello acabaría. Eso la abrumó, la impelió a detener el coche en el arcén. Después se sintió un poco tonta y nunca le habló de aquello a nadie.

Ahora, sin embargo, sabe que no era tonta. Cae en la cuenta de que, por ninguna razón en particular, topó con la esencia del ser humano. Es un don escaso comprender que la propia vida es maravillosa, y que no durará para siempre.

Así, cuando Flecha accione el gatillo y acabe con la vida de uno de los soldados que tiene en el punto de mira, no lo hará porque quiera matarle, aunque no puede negar que quiere hacerlo, sino porque los soldados le han arrebatado, a ella y a casi todos los demás habitantes de la ciudad, ese don. El hecho de que la vida acabará se ha vuelto tan patente que ha perdido todo su significado. Pero para Flecha es peor el perjuicio ocasionado en la distancia entre lo que sabe y lo que cree. Pues aunque sabe que las lágrimas que derramó aquel día no fueron fruto del sentimentalismo ridículo de una adolescente, en realidad no lo cree.

Desde la fortaleza elevada de Vraca, sobre el barrio ocupado de Grbavica, sus objetivos bombardean la ciudad con aparente impunidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, Vraca fue un lugar donde los nazis torturaban y mataban a quienes se resistían a ellos. Los nombres de los muertos están esculpidos en los escalones, pero en aquel tiempo eran pocos los combatientes que empleaban su verdadero nombre. Adoptaban nombres nuevos, nombres que decían más de ellos que cualquier jactanciosa historia narrada por borrachos en una taberna, nombres que desafiaban a los gobiernos que posteriormente intentaron transformar sus hazañas en propaganda. Se dice que adoptaron esos nombres para que sus familias no corriesen peligro, para poder entrar y salir de incógnito de dos vidas. Pero Flecha cree que lo hicieron para poder aislarse de lo que tenían que hacer, de modo que la persona que luchaba y mataba pudiera ser descartada algún día. Para conseguir odiar a otras personas por el hecho de que ellas la odiaran antes, y luego odiarlas por lo que le han hecho, ha gestado en su interior el deseo de separar la parte de ella que contraatacará, que disfrutará haciéndolo, de la parte que jamás quiso siquiera empezar a luchar. Utilizar su nombre real no la haría diferente de los hombres a los que mata. Sería una muerte mayor que el final de su vida.

Desde la primera vez que cogió un rifle para matar se ha hecho llamar Flecha. Algunos siguen llamándola por su nombre anterior. Ella les obvia. Si insisten, les dice que ahora se llama Flecha. Nadie lo discute. Nadie cuestiona lo que debe hacer. Todo el mundo hace algo para seguir con vida. Pero si la presionaran, ella diría: «Soy Flecha porque les odio. La mujer que conocíais no odiaba a nadie».

Flecha ha escogido a los blancos de hoy porque no quiere que los hombres de Vraca se sientan seguros. Tendrá que efectuar un disparo extremadamente difícil. Aunque se esconde en la novena planta de ese edificio arrasado, la fortaleza está en un plano más elevado y ella debe insertar la bala entre varios edificios que se interponen entre ambos. Los soldados deben de encontrarse en un espacio limitado de unos tres metros, y el humo procedente de los edificios en llamas le oscurece la visión periódicamente. En cuanto dispare, todos los francotiradores de la colina del sur empezarán a buscarla. Rápidamente deducirán dónde está. En ese momento bombardearán el edificio, incluso lo derribarán si lo creen necesario. Y la razón por la que ese edificio está quemado es que es un blanco fácil. Sus posibilidades de escapar a las repercusiones de sus propias balas son escasas. Pero no son circunstancias insólitas. Ella ya ha disparado balas en escenarios más complejos y se ha enfrentado a represalias más inmediatas.

Flecha sabe con exactitud cuánto tardarán en localizarla. Sabe con exactitud en qué dirección mirarán los francotiradores y dónde caerán las bombas de mortero. Para cuando el bombardeo cese, ella ya se habrá ido, aunque nadie entenderá cómo, ni siquiera los de su propio bando, los que defienden la ciudad. Si se lo explicase, no lo entenderían. No creerían que sabe con antelación lo que un arma hará porque ella misma es un arma. Posee un particular genio que pocos querrían admitir. Si pudiese elegir, también ella preferiría no creerlo, pero sabe que es algo que no está en sus manos. No elegimos aquello en lo que creemos. Es la creencia la que nos elige.

Uno de los tres soldados se aleja. Flecha se tensa, esperando a ver si los otros dos le despiden con la mano.

Si lo hacen, disparará. Por un momento vacila, incapaz de interpretar sus gestos. Luego el soldado desaparece del estrecho pasillo por el que viajará la bala.

Ese soldado, en un instante de aparente intrascendencia, ha salvado la vida. Una vida está compuesta casi por entero de actos como éste. Flecha lo sabe.

Les observa un rato más, a la espera de que emerja un detalle que dictamine quién recibirá la primera bala. Quiere disparar dos veces, matar a los dos hombres, pero no está segura de que vaya a disponer de esa oportunidad, y si tiene que escoger a sólo uno de los soldados, le gustaría hacer la elección correcta, si es que hay una elección correcta. Finalmente concluye que tanto da. Quizá uno de ellos viva, pero nunca sabrá lo delgado que ha sido el margen de su existencia. Lo achacará a la suerte, o al destino, o al mérito. Nunca sabrá que una arbitraria fracción de un milímetro en la puntería de ella en una dirección o en otra marcará la diferencia entre sentir el sol en la cara diez minutos a partir de ahora o agachar la mirada y ver un inverosímil agujero en el propio pecho, sentir cómo todo lo que era o lo que podría haber sido se evapora, y después, en los últimos instantes, inhalar más dolor del que creía que el mundo podía albergar.

Uno de los soldados dice algo y se ríe. El otro se suma a él, pero, por la tensión que aprecia en su boca, Flecha deduce que no es más que una risa cómplice. Pondera la situación. ¿Dispara al instigador o al colaborador? No está segura. Durante los siguientes minutos observa a los dos hombres fumar y charlar.

Sus manos trazan formas duras en el aire, una puntuación física, con alguna que otra pausa, como navajas blandidas en anticipación a un ataque. Los dos son jóvenes, más jóvenes que ella, y si quisiera refugiarse en la ignorancia, podría incluso imaginar que están comentando el resultado de un partido de fútbol disputado recientemente. Tal vez, piensa, es eso lo que hacen. Es posible, incluso muy probable, que vean esto como una clase de juego. Muchachos lanzando bombas en lugar de balones.

Entonces ambos vuelven la cabeza como al oír la llamada de alguien a quien Flecha no puede ver, y ella sabe que ha llegado el momento de disparar. Nada ha decantado su decisión, de modo que sencillamente elige a uno. Si hay un motivo, si es porque uno de los disparos es más fácil, o porque uno de ellos le recuerda a alguien a quien una vez conoció y le gustó o no le gustó, o porque uno de ellos parece más peligroso que el otro, es algo que no sabe. La única certeza que tiene es que exhala, y su dedo pasa de reposar contra el gatillo a presionarlo, y una bala rompe la barrera del sonido un instante antes de pulverizar tela, piel, hueso, músculo y órgano, iniciando el breve proceso que convertirá el movimiento en carne.

Mientras se prepara para el segundo disparo, en el intervalo que separa el tic de un segundo del siguiente, sabe que algo ha ido mal. Los hombres de las montañas saben dónde está. Renuncia al segundo disparo y rueda sobre sí misma hacia un lado, consciente de los ojos que hay clavados en ella, de que un francotirador ha estado todo el tiempo intentando darle caza, y en el instante en que disparó se expuso. Le han tendido una trampa y ella ha caído. Una bala se estrella en el suelo donde yacía un instante antes. Mientras se escabulle a toda prisa hacia el esqueleto de una escalera que la conducirá nueve plantas abajo y fuera del edificio oye el disparo de un rifle, pero no el impacto de la bala. Eso significa que el francotirador ha errado el tiro o que la bala la ha alcanzado. No siente dolor, aunque ha oído que al principio es así. No hay ninguna necesidad de comprobar si está herida. Si la bala la ha alcanzado, pronto lo sabrá.

Flecha llega a la escalera y una bomba de mortero atraviesa el techo y explota. Se encuentra ya dos plantas más abajo cuando estalla otra, que derrumba la novena planta sobre la octava. Cuando llega a la sexta, la naturaleza de la situación varía en su mente, y Flecha dobla por un pasillo oscuro y estrecho y avanza tan deprisa como puede para alejarse de la bomba que sabe que está a punto de penetrar el hueco de la escalera. Consigue alejarse lo bastante para esquivar el acero y la madera y el cemento que la explosión le arroja, una infinidad de balas como el interés pagado por un préstamo. Pero entonces, cuando la última pieza de metralla aterriza en el suelo, echa a correr de vuelta a la escalera. No tiene elección.

No hay otra vía de escape en el edificio, y si se queda recogerá el préstamo. De modo que vuelve a la escalera, sin saber cuánto queda de ella. La sexta planta se ha desplomado sobre la quinta. Cuando salta al rellano de abajo se pregunta si éste soportará su peso. Si lo hace, y desde allí, es cuestión de permanecer pegada a la pared interior, donde los escalones conectan con el edificio, donde el peso de las capas superiores de la escalera derruida ha tenido menos impacto.

Flecha oye la explosión de otra bomba cuando alcanza la planta baja y, aunque la entrada principal que da acceso a la calle está a sólo unos pasos, sigue bajando al sótano, donde se abre paso a tientas por un pasillo casi en penumbra hasta que encuentra una puerta. La abre con un golpe de hombro. El contraste entre la oscuridad y la luz la ciega momentáneamente, pero Flecha sale sin dudar a una escalera baja que hay en la fachada norte del edificio, algo protegida de los hombres de la colina del sur. Antes de que sus ojos se adapten al mundo que la rodea, empieza a notar que la percusión de las bombas de mortero le afecta al oído y le recuerda la sensación de estar en una piscina, le recuerda un día en que ella y una amiga gritaban por turnos sus nombres debajo del agua y se reían de cómo sonaban, amortiguados y distorsionados y extraños. Cuando regresa al este, lejos del edificio, siente dolor en un costado y agacha la mirada, casi esperando verse el estómago derramándose entre sus costillas astilladas. Una rápida inspección revela únicamente un corte superficial, una nadería que se le habría clavado en algún momento de la huida.

Mientras camina hacia los cuarteles generales de su unidad, ubicados en el centro de la ciudad, observa que el cielo empieza a oscurecerse. Varias gotas de lluvia le caen en la frente, le hacen sentir su propio calor al evaporarse. Cuando se toca el costado, su mano queda limpia de sangre y Flecha se pregunta qué significará que la nimiedad de su herida no le proporcione ninguna sensación de alivio.

Kenan Otro día acaba de comenzar. La luz se cuela con esfuerzos en el apartamento, donde encuentra a Kenan en su cocina, alargando una mano hacia la jarra de plástico que contiene el último cuarto de litro de agua de la familia. Su movimiento es lento y rígido. Kenan se ve más como un anciano que como el hombre que pronto celebrará su cuadragésimo cumpleaños. A su esposa, Amila, que está durmiendo en la sala de estar porque es más segura que el dormitorio, que da a la calle, le ocurre lo mismo. Como a él, se le ha escapado la madurez. Acaba de cumplir los treinta y siete, pero parece mayor de cincuenta. Tiene el pelo fino y la piel le cuelga flácida la carne, sólo sugiriendo a la antigua mujer que, Kenan lo sabe, nunca fue. Al menos sus niños, de momento, siguen siendo niños. Y, como todos los niños, claman contra las limitaciones que se les imponen; quieren ser mayores y desean que las cosas sean diferentes. Saben lo que está pasando, pero no acaban de entenderlo. Han aprendido a vivir con ello. Tal vez, sospecha Kenan, es por eso por lo que no se vuelven viejos.

Ha pasado un mes desde la última vez que la familia tuvo electricidad más de unas pocas horas, e incluso más tiempo desde que tuvo agua corriente. Mientras que la vida es más difícil sin electricidad, es imposible sin agua. Por ello, cada cuatro días Kenan reúne su colección de envases de plástico y desciende la colina, recorre el casco viejo de la ciudad, cruza el río Miljacka y asciende las colinas que llevan a Stari Grad, a la destilería, uno de los únicos sitios en la ciudad donde aún se puede conseguir agua potable. Ocasionalmente, es posible encontrar fuentes más cerca y él las vigila, pero son poco fiables y con frecuencia peligrosas. No quiere sobrevivir a los hombres de las montañas para morir víctima de un parásito del agua, una posibilidad que considera real y que asfixia a una ciudad que ya no dispone de un sistema de alcantarillado en condiciones. El agua de la destilería procede de manantiales subterráneos, y él considera que bien merece la pena arriesgarse a recorrer esa distancia adicional.

Con todo el sigilo de que es capaz, Kenan coge la última jarra de agua y cruza el pasillo en dirección al cuarto de baño. Su mano acciona el interruptor de la luz, un reflejo vestigio de tiempos previos. La bombilla que cuelga del techo parpadea y cobra vida. Kenan prende una cerilla y enciende el tocón de vela que reposa en un costado del lavamanos, bajo el espejo. Tapa el desagüe y vierte el cuarto de litro de agua. Se moja la cara, el frío le sorprende. Frota con ambas manos una pequeña pastilla de jabón y se aplica la espuma en las mejillas, el cuello, el mentón y el labio superior. La cuchilla inicia una cantinela rítmica, scrach scrach, splash; sus pupilas se contraen a la luz mientras él observa sus progresos. Cuando acaba, vuelve a mojarse la cara y se seca con una toalla acartonada que cuelga sobre el retrete. Apaga la vela y se sorprende al ver que la luz no desaparece del cuarto de baño. Tras varios segundos de desconcierto, cae en la cuenta de que la electricidad ha vuelto, de que la bombilla que cuelga sobre él brilla, y casi sonríe por su error antes de comprender la relevancia de ello. Se ha acostumbrado a un mundo donde uno se afeita a la luz de una vela con jabón y agua fría. Es algo que se ha vuelto normal.

Aun así, hay electricidad y, dado que eso ya no es normal, sale del baño a toda prisa y va a despertar a su mujer, que querrá que los niños se levanten para aprovecharla al máximo. Imagina un desayuno cocinado y caliente, y ver la televisión al calor de la estufa. La emoción de los niños será contagiosa mientras se rían con alguna de sus series de dibujos animados. La luz colmará todas las habitaciones y ahuyentará la penumbra perpetua que habita en los rincones.

Aunque no dure mucho, les alegrará, y el resto del día sus rostros estarán cansados de tanto sonreír. Pero al salir del baño oye un clic revelador, y cuando se da la vuelta comprueba que la luz se ha apagado. Prueba con la del pasillo y confirma lo que ya sabe. Vuelve a la cocina. Ya no hay motivo para despertar a su familia.

Se sienta a la mesa e inspecciona uno por uno los seis envases de plástico que llevará consigo. Comprueba que no se haya abierto en ellos ninguna grieta desde la última vez que fueron vaciados, se asegura de que todos tengan su tapón correspondiente. Guarda dos de reserva por si tiene que reemplazar alguno. Decidir cuánta agua puede cargar uno se ha convertido en algo parecido a un arte en esta ciudad. Si se carga poca, habrá que repetir la tarea más a menudo. Cada vez que uno se expone a los peligros de las calles, corre el riesgo de caer herido o morir.

Pero cargando con demasiada, se pierde la capacidad de correr, agacharse, sumergirse, cualquier acto que requiera salir del camino del peligro. Kenan se ha decidido por ocho recipientes. Los seis de su casa contendrán unos veinticuatro litros de agua. Dos más serán para la señora Ristovski, la anciana vecina de abajo.

Mientras verifica que las seis garrafas están en buenas condiciones, oye a su esposa levantarse de la cama. Se apoya en el vano de la cocina y se frota el sueño de los ojos.

–Ha sido una noche tranquila -dice él-. La cosa no estará demasiado mal ahí fuera.

Ella asiente. Los dos saben que una noche tranquila en modo alguno garantiza un día tranquilo, pero Kenan se alegra de que ninguno lo diga.

Su mujer entra en la cocina y se acerca a él. Le posa una mano en la cabeza y la mantiene allí un rato antes de dejarla caer suavemente hasta el hombro, dándole un leve tirón de oreja por el camino.

–Ten cuidado.

Kenan sonríe. No son tanto sus palabras lo que le transmiten tranquilidad sino el hecho de que aún las pronuncie. Ella sabe tan bien como él que no existe eso de tener cuidado, que los hombres de las montañas pueden matar a cualquiera, en cualquier parte, siempre que quieran, y que la suerte, el destino o lo que sea que decide quién vive y quién no, no ha favorecido en el pasado a aquellos de los que podría decirse que tuvieron cuidado. Las probabilidades pueden castigar a quienes actúan con imprudencia, pero parecen las mismas para todos los demás. Aun así, hubo un tiempo en que, razonablemente, una persona podía comportarse con cautela por su propio bien, y él agradece que su esposa siga de cuando en cuando dispuesta, por el bien de su cordura, a invocar el recuerdo de aquellos tiempos.

Él ve que mira las garrafas y las cuenta. – ¿La señora Ristovski?

–Sí.

Ella frunce el entrecejo y se aparta un mechón de los ojos. Luego suaviza su semblante y retrocede un paso. – Pronto vas a necesitar un abrigo nuevo.

–Iré a comprar uno cuando salga -dice él-. ¿Quieres que te traiga unos zapatos?

Ella sonríe. Kenan le devuelve la sonrisa. Se alegra de ser capaz aún de hacerla sonreír.

–No -dice ella-, pero sí aceptaría un gorro, si tienes tiempo.

–Por supuesto -dice él-. Supongo que de visón, ¿no?

Los niños ya se han despertado y ella le da un beso rápido en la mejilla antes de ir a verles.

–Deberías irte ya, antes de que te vean y pierdas una hora con tus chistes.

Cuando la puerta del apartamento se cierra a su paso, apoya la espalda contra ella y se desliza hasta el suelo. Siente las piernas pesadas; las manos, frías. No quiere irse. Lo que quiere es volver adentro, reptar a la cama y dormir hasta que la guerra acabe. Quiere llevar a su hija pequeña a un parque de atracciones. Quiere sentarse a esperar, ansioso, a que su hija mayor vuelva de ver una película con un chico que no acaba de gustarle. Quiere que su hijo, el mediano, de sólo diez años, piense en cualquier cosa que no sea cuánto tiempo va a tener que esperar para poder alistarse al ejército y luchar.

Ruidos amortiguados le llegan desde el interior del apartamento, y le preocupa que alguno de los niños abra la puerta. No deben verle así. No deben saber lo asustado que está, lo inútil que se siente, lo impotente que se ha vuelto. Si hoy no regresa a casa, no quiere que le recuerden sentado en el rellano, temblando como un perro mojado y aterrado.

Se obliga a levantarse y coge las garrafas. Las ha atado por las asas con un trozo de cuerda y, aunque voluminosas, son ligeras y fáciles de cargar cuando están vacías. Luego, cuando estén llenas, será más duro, pero ya se preocupará por eso entonces. Kenan sabe que se está debilitando, como casi todos los demás en la ciudad, y se pregunta si llegará el día en que ya no sea capaz de cargar con suficiente agua para su familia. Entonces, ¿qué? ¿Tendrá que llevar consigo a su hijo, como muchos otros hacen? Él no quiere. Si le matan, no quiere que nadie de su familia lo presencie, con el mismo fervor que quisiera que sus rostros fueran lo último que él viera. Y si los matan a los dos, a él y a su hijo, sabe que su esposa nunca se recuperaría. De pensar en lo que podría ocurrir si sólo muriera su hijo, volvería a desplomarse. Baja la escalera que lleva a la planta principal y llama a la puerta del apartamento de la señora Ristovski. Al no oír indicio de movimiento dentro, vuelve a llamar con mayor insistencia. Al fin la oye y espera a que abra la puerta.

La señora Ristovski lleva en ese edificio casi toda la vida, o al menos eso asegura ella. Dado que cuenta ya con más de setenta años y el edificio fue construido poco después de la Segunda Guerra Mundial, Kenan sabe que no puede ser cierto, pero no tiene intención de discutir. La señora Ristovski cree lo que cree, y los meros hechos no la convencerán de lo contrario.

Cuando Kenan y su mujer se mudaron al edificio, su hija mayor acababa de nacer. La señora Ristovski se quejaba a todas horas del llanto de la niña y, como padres recién estrenados que eran, ellos escucharon sus críticas y sus consejos, por deferencia a la sabiduría de alguien mayor y con más experiencia. Al cabo de un tiempo, sin embargo, concluyeron que no era el llanto lo que la irritaba. Kenan empezó a sospechar que el bebé se había convertido en una especie de diana de todo su descontento. Aunque molesto por sus repetidas intrusiones en sus vidas, Kenan toleró a la señora Ristovski, a menudo pese a las objeciones de su mujer.

Había algo en su ferocidad que él admiraba, aunque no le gustara demasiado.

Tras estallar la guerra, la señora Ristovski llamó a su puerta y, cuando Kenan la abrió, ella le empujó a un lado y entró. Su esposa no estaba, pero la señora Ristovski no pareció apercibirse. Se sentó en el sofá del salón mientras él hacía café.

Kenan lo llevó al salón en una bandeja de plata que dejó en la mesita que había frente a la mujer, pero ella no lo tocó. – ¿Tienes algún licor? – preguntó, apartando la bandeja.

–Sí, claro -contestó él. Sirvió una generosa copa para cada uno.

La señora Ristovski apuró la suya de un trago. Kenan advirtió que el color de su cuello ondulado se intensificaba, y luego volvía a desvanecerse.

–Bien -dijo ella-, esto será mi fin. – ¿El qué? – preguntó él, creyendo que se refería al licor.

–Esta guerra. – Le miró a los ojos. Él hizo lo imposible por no posar la mirada en el gran lunar que la mujer tenía en la sien, intentó no preguntarse si acaso no había aumentado de tamaño. Ella sacudió la cabeza-. Tú nunca has vivido una guerra. No tienes ni idea de lo que será.

–No durará mucho -dijo él-. El resto de Europa hará algo para impedir que la situación se agrave.

Ella resopló.

–Para mí, eso será lo de menos. Soy demasiado vieja para hacer las cosas que uno tiene que hacer durante una guerra si quiere sobrevivir.

Kenan no estaba seguro de a qué se refería. Sabía que había estado casada justo antes de la última guerra y que a su marido lo habían matado en los primeros días de la invasión alemana.

–Es probable que esta vez no sea tan malo -dijo él, y lo lamentó de inmediato, sabedor de que no era verdad.

–No tienes ni idea -repitió ella.

–Bien -dijo él-. Yo la ayudaré. Todos los vecinos del edificio nos ayudaremos. Ya verá.

La señora Ristovski cogió la taza de café y tomó un sorbo. No miraba a Kenan, evitaba ver su sonrisa.

–Ya veremos -repuso.

Pocas semanas más tarde, después de que los hombres de las montañas cortaran el suministro de agua a la ciudad, ella volvió a presentarse ante su puerta mientras él se preparaba para embarcarse en su primer viaje a la destilería. Llevaba dos botellas de plástico en las manos. Las empujó hacia él.

–Una promesa es una promesa -dijo.

Luego se dio la vuelta y regresó a su apartamento, dejando a un atónito Kenan en el vano de su puerta. Pero no pudo negarse. La persona que quería ser no podía negarse.

La puerta del apartamento de la señora Ristovski se abre unos centímetros, lo justo para permitirle ver por el resquicio. – ¿Qué? Es temprano.

–Voy a buscar agua. – No estaba dispuesto a seguirle el juego. De todos es sabido que se levanta con el sol. Es probable que ya lleve una o dos horas en pie, y Kenan recuerda al menos media docena de ejemplos en los últimos meses en que ella ha llamado a su puerta a una hora aún más temprana que aquélla.

La puerta se cierra. – ¿Señora Ristovski? No volveré a ir hasta dentro de unos días.

La oye trastear dentro, mascullar maldiciones, y luego la puerta vuelve a abrirse, esta vez bastante más. Le tiende las dos botellas de agua con sequedad, y las sacude al ver que él tarda unos segundos en cogerlas.

Kenan las mira.

–No tienen asa.

Son de la clase de botellas en las que se venden los refrescos, de dos litros cada una. Lleva semanas pidiéndole que las cambie por otras con asa, para poder atarlas a sus garrafas. Incluso se ha ofrecido a darle dos de las suyas, las de repuesto.

–Éste es el agua que necesito. Si cambio estas botellas por otras, es probable que no tenga suficiente.


39


–Las otras son más grandes. – Él se las enseña, pero ella no las acepta.


–No eres una taza medidora humana -dice mientras cierra la puerta.

Kenan se queda en el rellano y oye el eco del portazo en la escalera. Tantea la idea de dejar las botellas de la anciana frente a su puerta, o incluso de tirar la toalla. Sin duda, ella moriría en pocos días sin agua. Podría darle una lección. Es un pensamiento agradable pero absurdo. Por mucho que lo lamente, ella tiene razón: le hizo una promesa. Mira las botellas de plástico que tiene en las manos, sacude la cabeza, abre la puerta del edificio y sale a la calle.

Dragan No hay modo de saber qué versión de una mentira es la verdad. Ahora, después de todo lo que ha ocurrido, Dragan sabe que el Sarajevo que él recuerda, la ciudad en la que creció, de la que estaba orgulloso y con la que era feliz, es probable que jamás haya existido. Si mira a su alrededor, le resulta difícil ver lo que en un tiempo hubo, o lo que quizá hubo. Cada vez tiene más la impresión de que nunca hubo nada allí salvo los hombres de las montañas, con armas y bombas.

De algún modo, esta opción tampoco le parece cierta, aunque sólo es una más.

Esto es lo que Dragan recuerda de Sarajevo. Altas montañas daban paso a un valle.

En la llanura del valle, el río Miljacka dividía la ciudad longitudinalmente. En la mitad izquierda, las colinas del sur conducían al monte Trebevi, donde tuvieron lugar varios de los eventos alpinos en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984.

Yendo hacia el oeste, se veían barrios como el Stari Grad, Grbavica, Novi Grad, Mojmilo, Dobrinja y, por último, Ilidza , donde había un parque lleno de árboles, arroyos y un estanque con una especie de caseta de perro donde vivían cisnes. Se pasaba junto a la Academia de Bellas Artes, el complejo deportivo y comercial de Skenderija, el estadio de fútbol de Grbavica, la pastelería Palma, la redacción del periódico Osloboenje, el aeropuerto y el asentamiento de Butmir, donde vivieron los seres humanos del Neolítico, hace cinco mil años.

Desviándose luego hacia el norte, al otro lado del río, y retomando la dirección de origen, por la mitad derecha hacia el este, se cruzarían barrios como Halilovii, Novo Sarajevo, Marindvor, Kosevo, Bjelave y Bascarsija. Se podría haber tomado el tranvía, que transita por el centro de la calle principal hasta alcanzar el casco viejo. Allí formaba un meandro, al oeste del río, dejaba atrás el edificio del Parlamento, el del Cantón de Sarajevo, el de Correos, el teatro, la universidad y luego, en el viejo ayuntamiento, que albergaba la biblioteca, viraba hacia el norte, dejaba atrás el mercado Markale y el parque Veliki, hasta que conectaba con la línea principal. Desde allí se podía ir al norte, al Kosevo Stadium, donde tuvieron lugar las ceremonias de inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos, o al hospital, que estaba justo al otro lado de la calle.

Sarajevo era una ciudad fantástica para caminar. Era imposible perderse. Y, si uno no sabía dónde estaba, sólo tenía que bajar por la pendiente hasta encontrar el río, y una vez allí la ubicación sería obvia. Si uno se cansaba, podía sentarse en una cafetería y tomar un café, o, si tenía hambre, parar en alguno de los pequeños restaurantes y degustar un pastel de manzana. La gente era feliz. La vida era buena.

Así es, al menos, como Dragan la recuerda. Podría ser, piensa, que todo sea producto de su imaginación. Ahora, lo sabe, no se puede caminar de un extremo al otro de la ciudad. El barrio de Grbavica está completamente controlado por los hombres de las montañas, e incluso acercarse a él sería un acto suicida. Lo mismo ocurre en Dobrinja, si bien no ha caído, suele estar aislado del resto de la ciudad y es, como muchos otros lugares, extremadamente peligroso. Skenderija arde lentamente, como también el edificio de Correos, el del Parlamento y el del Cantón, la sede del Osloboenje y la biblioteca. El Kosevo Stadium ha quedado reducido a cenizas y sus campos se están empleando para enterrar a los muertos.

Los trenes ya no funcionan. Las calles están llenas de escombros, furgones y cemento apilado en los cruces en un intento de frustrar las intenciones de los francotiradores de las montañas. Salir a la calle es aceptar la posibilidad de morir asesinado. Por otra parte, Dragan lo sabe, lo mismo puede decirse de la opción de quedarse en casa.

Todos los días, el Sarajevo que cree recordar se le escurre un poco más, como si intentara retener agua con las dos manos en forma de cuenco, y cuando esto ocurre se pregunta qué quedará al final. No está seguro de lo que será vivir sin recordar cómo era antes la vida, de lo que era vivir en una ciudad hermosa. Al estallar la guerra, él intentó combatir la pérdida de la ciudad, intentó conservar intacto cuanto pudo. Cuando miraba un edificio, intentaba verlo como había sido, y cuando miraba a alguien a quien conocía, intentaba obviar los cambios que percibía en su apariencia o su conducta. Pero con el paso del tiempo, empezó a ver las cosas como eran ya, y un día supo que había dejado de combatir la desaparición de la ciudad, incluso en su memoria. Lo que vio a su alrededor era su única realidad.

Hoy ya lleva alrededor de una hora en la calle, intentando dirigirse hacia el oeste desde donde vive, en el centro de la ciudad, colina arriba desde el mercado al aire libre. Está intentando llegar a la panadería de la ciudad, donde trabaja. Ha trabajado allí desde hace casi cuarenta años y, de no haber sido por la guerra, tal vez se estaría planteando jubilarse. Dragan sabe que es extremadamente afortunado por conservar su empleo y por disfrutar de la exención del servicio militar obligatorio que éste conlleva, aunque la exención signifique poco para las bandas de matones en busca de nuevos reclutas. Casi todos los habitantes de la ciudad están ahora en paro y, aunque a él raramente le pagan con dinero, lo cual de todos modos sería bastante inútil, si lo hacen en pan, para que se lo lleve a casa, y si va a la cafetería para los empleados, puede comer gratis, tanto si está trabajando como si no.

De modo que, aunque hoy no trabaja, va de camino a la panadería para comer, porque si come allí ya no tendrá que comer en casa.

Su casa es un apartamento de tres habitaciones en Mejtas, al norte del casco viejo, que comparte con su hermana pequeña y la familia de ésta. Dragan antes vivía en lo que consideraba un bonito apartamento del barrio de Hrasno, justo al oeste de Grbavica. Ahora está justo en la línea de combate. La última vez que lo vio, una granada había destruido por completo el interior, y está bastante seguro de que el edificio ya no debe de existir. En cualquier caso, no era posible quedarse allí, y él sabe que jamás volverá.

Dragan consiguió sacar a su esposa, Raza, y a su hijo de dieciocho años de la ciudad antes de que la guerra estallara, y ahora están, cree, en Italia. No ha tenido noticia de ellos en tres meses y no sabe si volverá a tenerla. Una parte de él no quiere saber de ellos hasta que la guerra acabe. Ha oído hablar de mujeres que envían los papeles del divorcio desde el extranjero, y no está seguro de que pudiera soportar algo así. Tiene sesenta y cuatro años, parece más un abuelo que un padre.

Aunque su matrimonio nunca fue perfecto, su mujer y él llevaban una vida cómoda para ambos, si bien ella era seis años más joven que é y había tenido a su hijo, Davor, tarde, a los cuarenta. Hasta entonces habían creído que no podían tener hijos.

Confía en que, estén donde estén, su mujer y su hijo sean felices. Se alegra de que no tengan que compartir el piso de su hermana. Dragan y su madrastra nunca se llevaron bien y, aunque ninguno lo admitiría, tanto él como su hermana preferirían pasar mucho menos tiempo juntos del que pasan. Pero el pan que Dragan lleva a casa le hace imprescindible, y el techo que le proporcionan le atrapa allí.

La panadería no está lejos de la casa de su hermana, quizá a unos tres kilómetros. En condiciones normales, sería un paseo de cuarenta y cinco minutos.

Ahora tarda hora y media en llegar, si se apresura. No obstante, hoy está fuera esencialmente por estar fuera, y se lo está tomando con calma. Ha mantenido un ritmo pausado casi todo el camino, con la excepción de la parte de la calle principal que cruza el puente Vrbanja, un punto especialmente peligroso. Allí corrió como alma que lleva el diablo, intentando no pensar en si es- taba en el punto de mira de alguien. Se encuentra en la calle principal, por la que solían transitar los tranvías.

En la acera sur se han improvisado barreras que protegen a los coches y a los peatones de las colinas del sur, aunque aún quedan muchos huecos por los que los francotiradores pueden colar una bala. Ha oído que los extranjeros llaman a esta calle Callejón de los Francotiradores, una exageración a ojos de cualquiera; como si hubiese alguna calle impenetrable para los hombres de las montañas, como si precisamente esa calle mereciera un nombre especial. Pero, obviamente, ésta es la ruta que toman los extranjeros que se dirigen del aeropuerto al Holiday Inn, por lo que debe de parecerles particularmente peligrosa. Aun así, seis carriles de asfalto y una mediana para los tranvías no le inspira mucho a Dragan la imagen de un callejón.

Dobla hacia el norte, abandonando la calle principal, por la que, si continúa, se aproximará en exceso al territorio enemigo. Este tramo de la calle está muy vigilada por los defensores, pero eso nunca ha disuadido a ningún francotirador en el pasado y él no alberga ilusiones de que algún día lo haga.

Enfila otra calle concurrida, la preferida de muchas personas que tienen que cruzar la ciudad. Al llegar a otro de los cruces principales, entre los cuarteles de Marshal Tito y la torre Energoinvest, ambos prácticamente destruidos por completo, Dragan se prepara para correr. Éste es uno de los cruces más peligrosos de la ciudad. Sólo cuatrocientos metros al sur se encuentra el puente Fraternidad y Hermandad, que separa el flanco derecho de la ciudad del ocupado barrio de Grbavica.

A su izquierda hay ocho furgones, apilados de dos en dos. A su derecha están las vías del tren. Al final de la calle está la torre Energoinvest. Hace unos años era unos de los edificios de oficinas más altos de la ciudad. Ahora está en ruinas, arrebatado a la existencia por medio de bombas. Todo a su alrededor tiene un particular tono grisáceo. No está seguro de su origen, si siempre estuvo allí y la guerra ha arrancado la capa de color que la ocultaba, o si ese gris es el color de la guerra en sí. En cualquier caso, confiere a toda la calle una apariencia lóbrega.

Unas veinte personas esperan para cruzar. Algunas salen y echan a correr como si hubiese una nube de tormenta sobre este lado de la calle y no quisieran mojarse más de lo imprescindible. Casi parece algo rutinario para ellas. O al menos ésa es la impresión que le da a Dragan. Cubren esa carrera breve y frenética, y luego siguen andando como si no hubiera pasado nada.

Dragan es uno de los que esperan tras la protección de un muro de cemento a ver una señal o a percibir una sensación que le indique que puede cruzar. Nunca está seguro de qué es lo que le inspira la certeza, pero, tarde o temprano, siempre sabe que ha llegado el momento de cruzar. Sigue vivo, por lo que deduce que, sea lo que sea lo que está haciendo, debe de ser correcto.

Desde el estallido de la guerra, Dragan ha visto morir a tres personas a manos de los francotiradores. Lo que más le sorprendió es lo deprisa que ocurre.

Están caminando o corriendo por la calle y de pronto caen de forma tan abrupta como si fueran marionetas y el titiritero se hubiera desmayado. En cuanto caen, se produce un denso estallido de disparos y todo el mundo busca refugio. Tras varios minutos, no obstante, las cosas parecen volver a lo que ahora se considera la normalidad. Se recuperan los cuerpos, si es posible, y se traslada a los heridos.

Nadie tiene modo de saber si el francotirador que disparó sigue allí o si se ha movido, pero todos se comportan como si se hubiera marchado hasta la siguiente vez que dispara, y entonces el ciclo se repite. Para Dragan no existe gran diferencia entre que el disparo acierte en el blanco o no. Tal vez existió al principio, meses y meses atrás, pero ahora ya no. Ahora la gente está acostumbrada a ver a otras personas recibiendo un tiro. De las tres a las que Dragan ha visto morir, dos recibieron un impacto en la cabeza y murieron en el acto. A la tercera la alcanzaron en el pecho y luego, un minuto más tarde, en el cuello. Fue una muerte mucho peor. Dragan teme morir, pero lo que más teme es el tiempo que podría transcurrir entre el disparo y la muerte. No sabe cuánto se tarda en morir cuando le disparan a uno en la cabeza, si es una muerte instantánea o si se conserva la conciencia unos segundos, y se muestra escéptico ante quienes aseguran saberlo. En cualquier caso, es mucho mejor que tragar aire como un pez en el fondo de un barco, ver la propia sangre derramándose en el suelo y pensar lo que sea que la gente piensa cuando ve que le llega el final.

Está en el cruce y no puede seguir avanzando sin exponerse a las colinas.

Hay un reducido grupo de personas arremolinadas en la acera, ninguna de ellas cruza, ninguna de ellas retrocede. Todas miran cuando un hombre se aventura al asfalto desde la acera de enfrente. El hombre se encorva levemente mientras corre, con un cigarrillo colgando de la boca. Dragan reconoce a ese hombre. Se llama Amil y trabaja, o trabajaba, en el quiosco que hay, o había, delante del antiguo edificio de Dragan. Dragan no le había visto desde que estalló la guerra, ni siquiera había pensado en él.

Cuando Amil alcanza la otra acera, deja de correr y mete las manos en los bolsillos de los vaqueros. Lleva alzada una de las solapas de la chaqueta de cuero y el pelo más corto de lo que Dragan recuerda. Amil está a sólo unos metros de él y si alza la mirada le verá. Dragan se da la vuelta, se coloca de cara al muro, como examinándolo, y espera a que Amil pase. Parece que Amil no le ha visto.

Cuando Amil se ha alejado ya, Dragan piensa en lo que acaba de hacer y por un momento se siente culpable. Siempre le ha gustado Amil, hablaba con él muy a menudo. Pero eso era antes de la guerra. Si ahora tuviesen que hablar, sólo se recordarían mutuamente lo mucho que se ha perdido, lo diferentes que son las cosas. Y aunque no hay nadie en toda la ciudad a quien Dragan pueda mirar sin recibir ese mismo mensaje, de algún modo resulta más doloroso verlo en otro ser humano a quien se conoce antes.

Ha dejado de hablar con sus amigos, no visita a nadie, evita a aquellos que van a visitarle. En el trabajo dice tan poco como puede. Tal vez esté aprendiendo a soportar la destrucción de los edificios, pero la destrucción de la vida le supera. Si le van a arrebatar a las personas, por medio de la muerte o de la transformación de su personalidad, lo cual las convierte en extrañas, prefiere mantenerse alejado de ellas.

Delante, una pareja decide que ha llegado el momento de cruzar. Un hombre y una mujer de treinta y pocos, calcula. La mujer lleva un vestido de flores que le recuerda a las cortinas de la casa donde creció. Van agarrados de la mano, pero en cuanto pisan el asfalto se sueltan y caminan más deprisa, sin llegar a correr.

Cuando ya han cubierto una tercera parte del camino, una bala rebota en el asfalto frente al hombre, y Dragan oye el crujido de un rifle. La pareja duda, no saben si retroceder o seguir adelante. Entonces el hombre toma una decisión: coge a la mujer de un brazo y tira de ella hacia él. Ahora corren en dirección a la otra acera. Están a punto de alcanzarla cuando el francotirador vuelve a disparar, pero o ellos tienen suerte o el francotirador comete un error, porque el titiritero sigue en pie y ambos llegan al otro lado de la calle.

Las personas que tiene alrededor resoplan aliviadas, en parte porque la pareja lo ha conseguido, en parte porque ya no tienen que preguntarse si el cruce estará vigilado hoy. Saber dónde está el peligro transmite una extraña sensación de alivio. Resulta mucho más fácil enfrentarse a ella que a la de estar a merced de un funesto destino, de no saber en qué dirección están disparando los hombres de las montañas. Al menos ahora lo saben. Durante varios minutos, nadie se aventura a cruzar, pero Dragan está seguro de que alguien acabará arriesgándose, y después alguien más, hasta que todos los que habían presenciado los disparos se hayan marchado, y aquellos que lleguen ni siquiera sepan de la pareja que se ha salvado de milagro.

No obstante, el francotirador volverá a disparar, si no aquí, en algún otro lugar, y si no lo hace él, lo hará algún otro, y todo volverá a ocurrir, como una manada de gacelas volviendo al abrevadero después de que una de las suyas haya sido devorada allí.

Dos Kenan El descenso por la colina en dirección al casco viejo de la ciudad habría inaugurado el día de Kenan con o sin guerra. Hasta hace poco, trabajaba como auxiliar administrativo en una gestoría, pero el edificio está ahora derruido y, en cualquier caso, tampoco habría ningún trabajo que hacer. Si se esfuerza, no obstante, si controla lo que ve y piensa, si olvida los recipientes que lleva para el agua, consigue, a lo largo de las primeras manzanas, engañarse imaginando que tan sólo va camino del trabajo. Quizá almuerce con alguno de sus compañeros. Quizá se siente en el parque Veliki con un café. Podría tomarle el pelo a su amigo Goran, que, inexplicablemente, es aficionado del Chelsea Football Club, con respecto a alguna derrota en un partido reciente.

Sin embargo, pronto llegará a la pronunciada curva en la que están ubicados los contenedores de basura del barrio. Ya no son visibles bajo la creciente montaña de desperdicios, inspeccionados a diario en busca de cualquier cosa de un mínimo valor. En cuanto los ve, es incapaz de obviar los coches volcados y los edificios con las tripas a la vista. No puede evitar oír los disparos en la distancia, y recuerda que el parque Veliki es una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Lleva meses sin ver a Goran, y sospecha que está muerto.

Sigue bajando. Si alza la mirada puede ver las montañas del sur. Se pregunta si los hombres allí apostados alcanzarán a verle. Imagina que es posible. Unos binoculares mínimamente decentes permitirían avistarle, un hombre delgado y de aspecto joven ataviado con un abrigo marrón y raído, y con dos racimos de garrafas de plástico. Podrían matarle en ese mismo instante, supone. Pero, de nuevo, ya podrían haberle matado en multitud de ocasiones, y si no le matan ahora tendrán más oportunidades en el futuro. No sabe por qué algunas personas mueren y otras no. No tiene idea de cómo eligen los hombres de las montañas, y cree que prefiere no saberlo. ¿Qué opinaría él al respecto? ¿Se sentiría halagado si no le escogieran u ofendido por no ser un blanco digno a sus ojos?

Kenan está flanqueado por edificios de apartamentos de cinco plantas.

Ninguno de ellos se ha librado de los destrozos, aunque a este barrio le ha ido mucho mejor que a otros. A su lado hay un sedán Volkswagen verde que ha sido alcanzado por un mortero. Da la impresión de que lo haya aplastado un pulgar inmenso, de que está hecho de plastilina. Tiene el parabrisas reventado y la puerta del conductor arrancada. Kenan cree que el coche es de un hombre que vive en la segunda planta del edificio que hay al otro lado de la calle. No es fácil saberlo. El hombre no dijo nada de que le hubieran destrozado el coche la última vez que Kenan lo vio, pero ésa ya no es de las cosas que se comentan.

A su izquierda se halla el centro de ayuda, ubicado en la planta baja de un edificio sin ascensor de la época de la posguerra, en el que antes había un mercado de alimentos. Las puertas están cerradas pero él se acerca, con la esperanza de encontrar alguna información sobre la fecha para la que se espera la llegada del próximo convoy con provisiones. A menudo cuelgan notas anunciando los productos que habrá disponibles, para que la gente sepa qué tipo de bolsas y recipientes deberá llevar. Al aproximarse ve que no hay ningún anuncio. Han pasado semanas desde la última remesa de ayuda, quizá más de un mes.

Vuelve a la calle y ve a un hombre que conoce, un soldado. Ismet sonríe, cambia de dirección y se encamina hacia él. Tienen aproximadamente la misma edad y han sido amigos durante más de una década. Cuando la guerra estalló, Ismet fue de los primeros en alistarse al ejército. Antes trabajaba como taxista, pero le destrozaron el coche y ahora recorre a pie los casi ocho kilómetros que le distan de las líneas de combate del norte, que están junto al repetidor de televisión. Suele pasar cuatro días en el frente y luego vuelve para pasar otros cuatro días en casa, para estar con su mujer y su hija, que aún es un bebé. A veces, entrada la noche, va a casa de Kenan y le habla de los combates. Le ha contado que compartió un arma con otro hombre, que tenían veinte balas, que su misión consistía en impedir que tres tanques siguieran avanzando por la carena de las montañas. Ellos sabían que si los tanques avanzaban, no podrían hacer nada. Sus balas se acabarían en un santiamén, y de todos modos serían inútiles. Pasaron toda la noche aterrados, estremeciéndose con cada ruido que oían. Cuando la mañana llegó, Ismet se sintió más feliz que nunca, y su amigo también. Ese mismo día, más tarde, mientras dormían en un búnker improvisado muy próximo al frente, un mortero estalló a pocos metros de ellos y el amigo de Ismet murió víctima del impacto. Ismet le refirió todo esto a Kenan sin la menor expresión en la cara, pero al acabar sonrió y se rió un poco. Cuando Kenan le preguntó por el motivo, Ismet le miró como si no hubiera escuchado nada de lo que le había narrado. «Sobrevivió toda la noche -dijo-. Eso era todo cuanto habíamos deseado. Se nos concedió y eso nos hizo felices. Si vivíamos unas cuantas horas más u otros cincuenta años no importaba».

En momentos como éstos Kenan se pregunta por qué no consigue reunir el valor suficiente para alistarse en el ejército. Hasta ahora ha conseguido evitar el reclutamiento, ha esquivado a los hombres que recorren la ciudad atrapando a reclutas reacios. Estará a salvo mientras conserve las garrafas de agua, y aún nadie es lo bastante audaz para interrumpir esta vital misión civil. Pero no sabe cuánto durará, cuánto tiempo pasará antes de que llamen a su puerta y él acabe con un arma en las manos. Es cierto que ya no es tan joven, aunque sí lo suficiente. Es cierto que su forma física es precaria, que tiene tres hijos de los que cuidar y que no posee conocimientos ni destrezas de utilidad para el ejército. Pero le cogerían.

Hombres mucho mayores, con familias más numerosas y en peores condiciones para combatir se han alistado. Pero Kenan no. Y sabe la verdadera razón.

Tiene miedo de morir. Podría morir en cualquier momento, esté o no en el ejército, pero tiene la impresión de que, como civil, sus probabilidades de caer son menos, y que si le matan sería injusto, mientras que para un soldado la muerte forma parte del trabajo. Si acaba en el ejército, sabe que tarde o temprano tendrá que matar a alguien. Y, temeroso como está de morir, aún lo está más de matar. No cree que pudiera hacerlo. Sabe que quiere, a veces, y que en el otro bando hay hombres que, sin duda, merecen morir, pero no cree que pudiera hacerlo, llevar a cabo la mecánica física que requiere. Se necesita coraje para matar a otro ser humano, y él no lo posee. Un hombre que apenas es capaz de dejar a su familia para ir a buscar agua podría no sin derrumbarse al otro lado de la puerta de casa no podría hacer lo que Ismet hace.

Kenan no está seguro de si Ismet percibe esta tensión que habita en él.

Nunca la ha exteriorizado, nunca ha sabido bien cómo hacerlo, y a medida que el tiempo pasa, el hecho de que Ismet esté luchando para salvarlos a todos y Kenan no se va haciendo más y más grande.

Hoy Ismet parece especialmente cansado. Su casaca verde, con la insignia cosida por su esposa, está cubierta de barro, y lleva barba de varios días. Una herida reciente le ha provocado una leve cojera, más evidente por su gran estatura.

Lleva el pelo más largo de lo habitual, pero aún con el mismo color del carbón. Las bolsas de sus ojos recuerdan a Kenan a un sabueso, de la raza que persiguen a fugitivos en las películas.

Los dos hombres se abrazan y Kenan se alegra de ver a su amigo. No quiere admitirlo, pero siempre espera y teme el día en que Ismet no vuelva. – ¿Cómo va todo?

Ismet esboza una sonrisa irónica.

–Como los demás quieren que vaya. – Señala con un gesto el centro de ayuda-. ¿Alguna noticia? Kenan sacude la cabeza.

–Confiaba en que esta vez hubiera carne. Tal vez un buen filete, o cordero.

Es una broma recurrente entre ambos.

–Bah. No necesitas eso. Si quieres carne, cómete un ciempiés. Tendrás todos los pies que tu estómago pueda digerir.

Se saca un paquete de cigarillos del bolsillo y se lo ofrece a Kenan.

Kenan rehúsa la invitación. Aunque le gustaría fumar, sabe que es probable que Ismet sólo tenga esa cajetilla, quizá una más, gentileza del ejército en lugar de una paga, y cuando se le acaben, querrá más. Kenan ha dejado de fumar, considerándolo un lujo que no puede permitirse, y cree que puede aguantar.

–Vamos, coge uno, no seas mártir. Tengo más. – Ismet saca un cigarrillo del paquete y lo incrusta en la mano a Kenan-. Hazlo por mí, como un favor.

El cigarrillo le provoca un ligero mareo, pero lo disfruta. Lo añoraba.

–Gracias.

Los dos hombres siguen de pie en la calle, sin decir nada, disfrutando de un breve momento de silencio. Hay mucho de qué hablar, pero nada que merezca ser dicho. Al cabo de un rato, Ismet posa una mano en el hombro de Kenan.

–Buena suerte con el agua. Te llamaré esta noche o mañana.

Hunde las manos en los bolsillos y enfila calle arriba.

Kenan le observa hasta que le ve desaparecer por la esquina, coge los recipientes para el agua y sigue bajando la colina. Su calle empalma con otra, donde hay un espejo que permite a los conductores ver si viene algún coche. Es uno de los pocos espejos que siguen intactos en el lugar, y siempre que Kenan pasa por allí, se sorprende al comprobar que aún no lo hayan destrozado. Lo encuentra casi gracioso. Apenas hay coches en las calles, y los que no están deteriorados sin remedio no pueden utilizarse a causa de la carestía y el consiguiente precio prohibitivo de la gasolina. Los pocos que aún circulan se han convertido en los blancos predilectos de los hombres de las montañas, y quienes los conducen lo hacen con una temeridad que les vuelve tan peligrosos como los atacantes de la ciudad. Los semáforos no funcionan, las calles están llenas de socavones y escombros, pero allí sigue aquel espejo, sin el menor rasguño, cumpliendo su función tan bien como siempre. Dobla la esquina y se encamina hacia el este antes de volver a girar hacia el sur. Pasa junto a un edificio en cuyo sótano hay un comedor popular, y Kenan piensa que si cuando vuelva lo encuentra abierto, podría probar a comer allí. El suministro en ese comedor prácticamente se ha agotado, y si esta noche no cena en casa eso significará más para el resto de la familia.

Un poco más adelante pasa junto a la academia de música. El edificio tiene más de cien años y en él han recibido clases jóvenes músicos durante cuarenta. Un arpa descansa sobre un pedestal frente a la esquina de la calle. Entre las ventanas de la tercera y la cuarta plantas, una granada de mano ha abierto un orificio en la fachada. Dentro, otra granada ha reventado una de las paredes de la principal sala de conciertos, pero, aun así, Kenan oye las notas de los pianos, que brotan de su interior. Varias piezas se están tocando en diferentes partes del edificio, y toda la música se funde, volviéndose a veces ininteligible, un ruido turbio de cuerdas golpeadas por martillos, pero de cuando en cuando una de las melodías cesa y crea un espacio para que otra emerja, y varias notas solitarias melodías se deslizan hasta la calle.

Tras recorrer una manzana corta, Kenan llega a la calle principal. Antes de la guerra solía esperar allí al tranvía que le llevaría tres paradas más allá, hasta donde trabajaba. Siempre le ha gustado el tranvía. Para él, y también para muchos otros, era uno de los signos de civilización más tangibles.

Cuando los combates comenzaron, Kenan estaba trabajando. Alguien entró corriendo en la sala donde él se encontraba y anunció que había estallado la guerra.

Varias personas sucumbieron al pánico y corrieron al teléfono; otras siguieron sentadas, petrificadas, incrédulas. Goran se acercó a la ventana y miró a la calle. Y regresó sonriendo.

–No hay guerra. Los tranvías siguen funcionando -dijo, y volvió a sentarse a su escritorio.

Kenan también había vuelto al trabajo, junto con otros compañeros. Ninguno de ellos quería aceptar que los hombres de las montañas pudieran disparar a los tranvías, que sus balas mataran a los pasajeros. Después de todo lo que ha visto desde entonces, la escena que jamás olvidará es la de un tranvía incendiado que había sido alcanzado en primer lugar por una bomba de mortero y después por las balas de un francotirador, y que arrojaba un humo negruzco al aire. Los tranvías no han vuelto a funcionar desde aquel día. Están desperdigados por la ciudad, cáscaras vacías, algunas de ellas refugio contra los francotiradores, otras sencillamente abandonadas a la herrumbre. En la mente de Kenan, pase lo que pase, la guerra no concluirá hasta que los tranvías vuelvan a funcionar.

Si se encaminara hacia el oeste, a dos manzanas a su derecha, acabaría en el mercado. Sin comida procedente del centro de ayuda, a veces Kenan se ve obligado a comprar allí a precios astronómicos. Al comienzo de la guerra, un marco alemán, aproximadamente la mitad de un dólar americano, equivalía a diez dinares yugoslavos. Ahora, un marco equivale a un millón de dinares. Todos los que no cambiaron sus ahorros al principio de la guerra se arruinaron casi al instante.

Tampoco es que importe mucho. Con los precios casi duplicándose mes a mes, nadie habría ahorrado suficiente para durar mucho. El mes pasado Kenan vendió la lavadora de la familia en el mercado negro por ciento diez marcos. Sin electricidad, no le daba ningún servicio. La última vez que fue al mercado, un kilo de manzanas costaba cincuenta marcos, y un kilo de patatas, veinte. Las cebollas estaban a doce marcos; las judías, a dieciocho, y por treinta marcos se podía conseguir tres paquetes de cigarrillos. Por el azúcar se pedía sesenta marcos; por el café, cien.

Todo estaba unas veinte veces más caro que antes de la guerra. Todo, claro está, excepto los ingresos. Kenan duda de si habrá ganado más de mil marcos desde el comienzo de la guerra. Aún le quedan electrodomésticos por vender, pero no muchos.

Y, aun así, algunas personas no parecen afectadas por las presiones económicas. Conducen Mercedes nuevos, no han perdido peso y tienen acceso constante a productos que la mayoría de la gente sólo recuerda de los tiempos de paz. Kenan no sabe cómo lo hacen, pero sí sabe que gran parte de la comida del mercado negro se está introduciendo en Sarajevo por medio de un túnel que atraviesa el subsuelo del aeropuerto. Para pasar por él es preciso conocer a alguien con contactos en el gobierno, y, aunque el túnel permanece abierto veinticuatro horas al día, apenas nadie lo transita. Kenan sospecha que lo que se introduce por él es lo que está haciendo ricos a los de los coches deportivos. No alcanza a entender cómo son capaces, cómo pueden enriquecerse a costa de personas atrapadas y hambrientas como él.

Pero poco puede hacer él al respecto. De modo que olvida el mercado, olvida su estómago vacío y cruza la calle de un solo sentido que circunda el corazón de la parte vieja de la ciudad. Aquí el terreno se allana a medida que las montañas dan paso al lecho del valle. Lleva toda la vida viniendo aquí. Mire a donde mire encuentra algo que le devuelve algún recuerdo, algo perdido imposible de recuperar.

Se pregunta qué ocurrirá después, cuando los combates cesen. Aunque reconstruyan todos y cada uno de los edificios y los dejen exactamente como eran antes, él no sabe si podrá sentarse en un cómodo sillón y tomar un café con un amigo sin pensar en esta guerra y en todo lo que se llevó. Pero quizá, piensa, le gustaría intentarlo. Sabe que no quiere renunciar a esa posibilidad.

Fueron dos los arquitectos que construyeron la calle Strossmayer; uno de ellos diseñó la parte oriental, y el otro, la occidental. Kenan recuerda visitarla con sus padres de pequeño, entre Navidad y Año Nuevo, para contemplar la decoración. Llevaba un abrigo nuevo y estaba muy orgulloso de cómo le quedaba.

Su madre le decía que parecía elegante, e incluso su hermana mayor, que le tomaba el pelo a la menor oportunidad, admitía que era un abrigo formidable. Iba de la mano de su padre por la calle y se detenían de cuando en cuando para admirar las luces, y su padre le hablaba como si fuera adulto. Resulta difícil reconocer la calle de sus recuerdos en aquella en la que ahora se encuentra.

Si recorre otra manzana hacia el sur, se encontrará en la vertiente oriental de la calle de un solo sentido que cruzó antes. La principal arteria del tranvía transcurre hacia el este, hasta la Biblioteca Nacional. Luego se desvía hacia el norte y después hacia el oeste, para converger en sí misma junto al puente Vrbanja, en la otra margen del río desde Grbavica. Si siguiera hacia el sur, cruzaría el río Miljacka por el puente Cumurija. En algún punto deberá cruzarlo para llegar a la destilería, pero el Cumurija es el menos apetecible de los puentes para él, aunque ofrece la distancia más corta entre su casa y la otra ribera del río. Ha sido bombardeado y todo cuanto queda de él es su estructura de acero. Aún podría cruzarlo haciendo equilibrios sobre el esqueleto de acero, pero resultaría difícil con los recipientes para el agua, incluso estando vacíos, y se convertiría en un blanco fácil para los hombres de las montañas.

Manteniéndose cerca de los edificios, Kenan dobla hacia el este, optando por cruzar el río por el puente Princip. Está igual de expuesto a las colinas del sur, pero en mejores condiciones, lo cual le permitirá cruzar más deprisa. Deja atrás los restos del en un tiempo magnífico Hotel Europa. Su enclave había ofrecido hospedaje durante más de quinientos años. La última vez que fue destruido, hará algo más de un siglo, se llamaba Posada de Piedra. La despensa de un mercader de los aledaños se incendió y las llamas alcanzaron rápidamente la Posada de Piedra, donde el ejército guardaba almacenados gran cantidad de barriles de alcohol de quemar. Algunos de los barriles explotaron, el fuego se expandió hacia el oeste y engulló gran parte del casco viejo. Los encargados de sofocar el incendio vaciaron los demás barriles en el río, sin tener en cuenta que el alcohol es más ligero que el agua. Cuando introdujeron las bombas en el Miljacka, lo que extrajeron no era agua sino fuego en estado puro. Para cuando repararon en su error era ya demasiado tarde y gran parte de la ciudad quedó arrasada. Kenan aún puede ver la demarcación de la calle donde atajaron el Gran Incendio, donde los viejos edificios turcos acaban y los más recientes austrohúngaros comienzan. En lo que Kenan piensa no es en la noche del incendio, sino en el día después. En el aspecto que tendría todo aquello. ¿Sería comparable a lo que él ve hoy? Al menos, el Gran Incendio acabó enseguida. Kenan no sabe si hoy es el final o sólo el principio. Y no sabe qué aspecto tendrán las cosas cuando esto acabe, si es que acaba. ¿Cómo se reconstruye todo? ¿También contribuye a reconstruir la ciudad la gente que la ha destruido? ¿Se reconstruye la ciudad para que pueda volver a arrasarse algún día, o acaso la gente cree que ésta será la última vez en que semejante proyecto será necesario, que a partir de ahora las cosas durarán por siempre jamás? Aunque no es muy capaz de encontrar la esencia de la cuestión, cree que el carácter de aquellos que reconstruirán la ciudad es más importante que el maquillaje de quienes la destruyeron. Es incuestionable que los hombres de las montañas son los malos. No hay lugar para matices en esto. Pero si una ciudad es reconstruida por completo por hombres de carácter cuestionable, ¿cómo será? Piensa en los conductores de los coches caros que le cambiaron la lavadora por varios kilos de patatas y cebollas.

No deberían ser ellos quienes se encarguen de construir un nuevo Sarajevo, si acaso llega el día y la ocasión de hacerlo.

Ya casi ha alcanzado el puente Princip. Antes se llamaba puente Latino, pero fue allí donde, en 1914, se desencadenó la Primera Guerra Mundial. Las huellas del asesino Princip estaban marcadas en el lugar desde el cual mató al heredero al trono de los Habsburgo y a su esposa encinta, pero ahora han desaparecido, destruidas o robadas. Las últimas palabras que el archiduque Franz Ferdinand dedicó a su mujer fueron: «No mueras, vive por nuestros hijos». No debía estar allí, en aquel lugar, pero había insistido en ir al hospital para visitar a las víctimas de un atentado previo contra su vida. Princip había abandonado su misión aquel día, y estaba comiendo cuando vio el coche del archiduque; salió a la calle y efectuó dos disparos. De niño, cuando iba a la escuela, a Kenan le llevaron a visitar un pequeño museo, ahora derruido, que conmemoraba el asesinato. Siempre le había avergonzado ligeramente que, durante una generación, cuando el mundo pensaba en Sarajevo lo considerara el escenario de un asesinato. No tiene claro qué pensará el mundo de la ciudad en la que ahora se ha asesinado a miles de personas. Sospecha que lo que el mundo en realidad prefiere es no pensar en absoluto.

Está a punto de doblar hacia el sur, hacia el puente, cuando un hombre aparece corriendo por la esquina. Una vez a salvo detrás de los edificios, se desploma, jadeante.

–Francotirador -dice, señalando el puente-. Están disparando a todo el flanco izquierdo.

–Estoy intentando llegar a la destilería -dice Kenan mientras ayuda al hombre a ponerse en pie.

–Será mejor que cruce por el Séher Cehaja.

Kenan hace una pausa. El Séher Cehaja es el más oriental de los puentes que cruzan el Miljacka, y para cruzarlo es preciso dar un notable rodeo, casi duplicar la distancia del trayecto inicial. Y después aún le quedaría un kilómetro y medio hasta la destilería, con lo que su ruta aumentaría en dos kilómetros. – ¿Está seguro?

El hombre se encoge de hombros.

–Usted mismo. Quizá tenga mala puntería. Conmigo ha fallado.

Todos los pensamientos que Kenan podía albergar con respecto a arriesgarse a cruzar se esfuman con el sonido de un mortero aterrizando cerca, quizá al otro lado del río. Se oye una breve ráfaga de disparos y después otro mortero. Kenan siente cómo el pánico empieza a atenazarle, intenta respirar hondo varias veces. Se le ha secado la boca.

–No pasa nada -dice el hombre-. Aquí no pueden alcanzarnos.

Kenan sabe que no es verdad, pero sus palabras le hacen sentir mejor, como también la certeza de que ellos no son el blanco de unas bombas que parecen alejarse, o, cuanto menos, no se aproximan.

Es evidente que tendrá que optar por el camino más largo, de modo que desea suerte al desconocido y retrocede unos cincuenta metros en dirección norte, sólo para asegurarse de estar lo bastante lejos del tramo al que los hombres de las montañas están disparando. Gira hacia el este al llegar a la Esquina Dulce, que debe su nombre al racimo de pastelerías que se abrieron a finales de siglo allí, justo en la línea divisoria entre las arquitecturas oriental y occidental del casco viejo.

Al acceder a la barriada turca de BakarIija, se siente como si estuviera regresando a la escena del crimen. No ha vuelto allí desde el incendio de la biblioteca y, aunque sigue a cierta distancia de ella, percibe su proximidad. Por alguna razón, la abundancia de tejas rotas y ladrillos desmenuzados que hay en esta parte de la ciudad le molesta más que en otras. Hay pocas personas en las calles, y al final de un angosto callejón ve a un grupo de cacharreros que venden algunos artilugios. Hace ya meses que convierten las balas y los casquillos en bolígrafos, bandejas, cualquier cosa que puedan vender. Uno de los hombres ha fabricado una pequeña estufa de leña, y aunque sabe que será más de lo que tiene, Kenan se pregunta por cuánto la venderá.

Apenas nadie vive en BaICarIija. Durante medio milenio ha hecho las veces de mercado de la ciudad, con sus calles organizadas según la clase de comercios allí instalados. Pero en años más recientes, esta estricta disciplina había cedido levemente, con más y más tiendas vendiendo productos pensados para los turistas.

Ahora ya no hay turistas y las tiendas están cerradas, corno todo lo demás. Al norte de donde Kenan se encuentra está el Sebilj, una fuente pública con forma de cenador, que tiene la función de lugar de encuentro, o la tenía.

Su ubicación, firmemente plantada en el centro de una gran plaza, lo convierte en un lugar excepcionalmente triste y peligroso. Sólo las palomas son lo bastante valientes o tontas para congregarse a sus pies.

Mientras pasa por el Sebilj, tan próximo al refugio de los edificios como puede, Kenan oye graznar una paloma y ve que las otras alzan el vuelo y se alejan.

La paloma se arrastra hacia él, al parecer atraída por una gravedad lateral. Kenan se detiene, desconcertado, y ve cómo la paloma desaparece en la hornacina de un portal que tiene frente a sí. Los graznidos cesan abruptamente y, tras unos segundos, un trozo de pan sale volando de la hornacina. Se acerca un poco para mirar y ve que el mendrugo el mendrugo está atado a algo. Las aves van regresando de forma gradual y, cuando una se aventura a aproximarse al pan, Kenan comprende lo que ocurre: alguien está pescando palomas.

Avanza unos pasos y mira dentro de la hornacina.

Allí, un anciano sostiene una caña corta, con los ojos atentos a la plaza y al trozo de pan. El hombre ve a Kenan y le ahuyenta con un gesto de la mano, pues no quiere que tropiece con el hilo. – ¿Qué tal va la pesca hoy? – pregunta Kenan, tratando de hablar en voz muy baja para no ahuyentar a las palomas.

–De momento pican -contesta el hombre, sin despegar la mirada de un ave gris que husmea el trozo de pan. – ¿Se necesita licencia en esta época del año? – pregunta, y sonríe para que el hombre comprenda que se trata de una broma.

El hombre le mira, como para averiguar si ostenta algún cargo oficial.

Finalmente le devuelve la sonrisa.

–Por supuesto. Se necesita una licencia para la pesca y otra para la caña. – ¿Y dónde consigue la licencia?

El hombre señala hacia las montañas.

–Allí arriba. Sólo tiene que subir hasta que encuentre el despacho.

La paloma está ya más cerca. Parece dudar, pero otra viene por detrás y su indecisión empieza a causarle cierta presión. Avanza hacia el pan. – ¿Es cara? – pregunta Kenan.

El hombre sacude la cabeza.

–No, pero la cola es muy larga. Es probable que tenga que esperar mucho rato.

La paloma gris se adelanta con un salto a su rival y embiste el pan. Se lo traga entero y por un momento nada ocurre. La paloma parece complacida. Ha conseguido un pequeño ágape. La vida es buena. Entonces sufre un tirón desde dentro y deja escapar un graznido agudo cuando el hombre empieza a rebobinar el hilo. La paloma intenta alzar el vuelo, pero el anciano sigue tirando de ella.

–A veces intentan volar, otras no -dice-. No sé qué es lo que las decanta a hacer una cosa a la otra.

Acaba de rebobinar el hilo y, cuando tiene la paloma lo bastante cerca, alarga una mano y la agarra. Por algún motivo, el animal deja de resistirse; tal vez iC


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esté conmocionado. El hombre sujeta el cuerpo de la paloma con una mano y con la otra le retuerce el cuello hasta romperlo. Luego la libera y la deja en una bolsa que tiene a un lado. Se pone en pie. – ¿Ha acabado por hoy? – le pregunta Kenan. El anciano asiente.


–He atrapado seis, una por cada persona que vive en mi piso. Sólo cojo lo que necesito. Si no soy codicioso, tal vez sigan por aquí mañana.

–Buena suerte -dice Kenan.

–También para usted, señor.

El hombre coge la bolsa y la caña y cruza la plaza en dirección al norte, a Vratnik.

Kenan sigue allí mucho rato después de que el hombre se haya marchado.

Aunque nunca ha matado ningún animal, a excepción de un pez, la idea de hacerlo tampoco le consterna especialmente. No obstante, no puede reprimir una sensación de afinidad con la paloma. Cree que es posible que los hombres de las montañas les estén matando despacio, de media docena en media docena, para que siempre tengan más a los que matar al día siguiente.

Flecha El despacho del comando de Flecha no es gran cosa. Una sala pequeña con un escritorio y tres sillas, ventanas entabladas y el maltrecho suelo de madera tapizado con una moqueta sucia. Todo ello está iluminado por una bombilla desnuda alimentada por un generador que ella oye traquetear en otra sala. La bombilla cuelga de un cable en mitad del techo, sobre el escritorio, y, si la mirase directamente, Flecha quedaría cegada los próximos diez minutos por un globo refulgente en el centro de su visión. Nunca consigue discernir si la bombilla ha sido colocada en un punto tan molesto a propósito, como una especie de técnica intimidatoria, o si no es más que consecuencia de un mal diseño. Por su experiencia sabe que el ejército destaca tanto en las artes intimidatorias como en mal gusto.

–Se te ha observado durante algún tiempo -le dice su comandante, que está de pie detrás de ella y le coloca una mano en el hombro, un gesto que parece pretender ser tranquilizador. Flecha se pregunta si se estará refiriendo al incidente de esta mañana, al francotirador enemigo que ha tratado de acabar con ella. En el intervalo que ella dedica a ponderar esta posibilidad, la mano que descansa en su hombro pasa de parecer benigna a ser malévola. Reprime el impulso de apartarla de un manotazo, levantarse de la dura silla y llevar su mano a la garganta del comandante de su unidad-. Muchas personas están impresionadas con tu destreza -sigue diciendo él. Por lo visto no se está refiriendo al incidente de la mañana, de modo que ella se relaja. Él retira la mano y se sienta al otro lado del escritorio, de cara a ella.

Nermin Filipovie es un hombre atractivo y va ataviado con un uniforme de camuflaje arrugado pero limpio. Lleva la barba pulcramente recortada y tiene el pelo oscuro, aunque algo largo. Flecha imagina que es suave al tacto. Debe de andar cerca de los cuarenta y, por lo que ella sabe, no está casado. Tiene una pequeña cicatriz en la frente, sobre el ojo derecho, y la uña del dedo índice de la mano derecha de color violeta oscuro, como si hubiese recibido un golpe recientemente.

Es soldado profesional. Cuando estalló la guerra y el cuarto ejército más grande de Europa se volvió hacia sí mismo y cercó la ciudad, él fue uno de los pocos oficiales que rompió filas y defendió la urbe contra sus antiguos colegas. Si fracasan y Sarajevo cae, si algún día los hombres de las montañas consiguen hacerse con la ciudad, él será una de las primeras personas a las que ejecutarán.

Flecha no sabe qué posición ocuparía ella en la lista. No hay modo de averiguar cuánto saben de su vida.

–Tenemos una misión especial para ti. Una importante.

Flecha asiente. Sospechaba que él estaba tramando algo. Hasta el momento la habían permitido escoger sus blancos, la habían dejado más o menos tranquila, siempre y cuando siguiera enviando las balas a destinos valiosos. Últimamente.,sin embargo, ella ha percibido que le prestaban mayor atención, y sabe que tarde o temprano van a pedirle que haga algo que no quiere hacer.

–Me gustaría recordarte nuestra primera conversación -dice ella, mirándole directamente a los ojos, algo que raramente hace.

Cuatro meses después del comienzo de la guerra, Nermin había enviado a un hombre para que le dijera que fuera a verle. En cierto modo, a Flecha le sorprendió que tardaran tanto en reclamarla. Ya lo habían hecho con la mayoría de los demás miembros de la escuela de tiro. Más tarde sabría que su padre, que era agente de policía, había pedido a Nermin que la dejara al margen de aquello. Lo mataron en una de las primeras batallas de la guerra, delante del edificio del Cantón de Sarajevo, y Flecha nunca ha preguntado a Nermin si él creía que su padre habría cambiado de opinión con respecto a su implicación en la defensa de la ciudad o si sencillamente decidió hacer caso omiso de la petición de un hombre muerto. No quiere conocer la respuesta.

–Necesitamos personas que disparen tan bien como tú -le dijo él.

–Nunca he disparado a una persona -contestó ella, sabedora de que hasta fechas muy recientes era una verdad aplicable a la mayoría de los defensores de la ciudad, e incluso a la de sus atacantes-. Sólo a blancos ficticios.

–Es una cuestión de perspectiva -dio él.

–No quiero matar a gente.

–Estarías salvándoles la vida. Cada uno de esos hombres de las montañas matará a alguno de nosotros. De tener la oportunidad, nos matarán a todos.

Flecha meditó sus palabras. Pensó qué se sentiría al apretar el gatillo y hacer que la bala impactase contra un ser vivo en lugar de contra un pedazo de papel.

Apenas le sorprendió comprobar que la idea no la horrorizaba, que probablemente podría hacerlo, y que probablemente podría vivir con ello.

–Creo que esto acabará -dijo. Sus manos transformaron la taza de café en un tiovivo. Aún no lo había probado y pronto estaría frío.

Él se reclinó en la silla y clavó la mirada en la pared, como si hubiese una ventana, como si ésta le ofreciera unas vistas que proporcionaran una nueva perspectiva a la afirmación de la joven.

–Es una buena consideración.

Y

espero que estés en lo cierto. No imagino esto prolongándose eternamente.

Apartó la mirada de la pared, como percibiendo que ella estaba a punto de hacer una declaración de intenciones.

Flecha asintió.

–Creo que acabará, y cuando lo haga quiero ser capaz de volver a la vida que llevaba antes. Quiero tener las manos limpias.

La mirada de Nermin descendió hasta sus manos, que descansaban entrelazadas sobre el escritorio, y luego volvió a alzarse. Ella no estaba segura de que él supiera que lo había hecho. Había parecido un gesto involuntario, pero, aun así, la inquietó. Él se llevó las manos al regazo.

–No creo que ninguno de nosotros vaya a volver a la vida que llevaba antes, acabe como acabe esto. Ni siquiera los que tengan las manos limpias.

–Si lo hago, será con ciertas condiciones. No mataré a ciegas sólo porque me digas que tengo que hacerlo.

–Se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo. El café era bueno, fuerte y amargo, pero ya no estaba caliente. Y así alcanzaron un acuerdo. Ella informaría únicamente a Nermin, trabajaría sola y, la mayoría de las veces, elegiría sus objetivos. Ocasionalmente, Nermin le ha pedido alguno en concreto o que trabaje en una zona en particular, y hasta el momento ella ha podido acceder a su voluntad.

Ahora es consciente de que la mujer que se sentó en este despacho aquel día y dijo que no quería matar a nadie ha desparecido, que con cada semana que pasa está menos segura de que todo esto vaya a acabar. Los parámetros de su acuerdo están peligrosamente cerca de la irrelevancia.

Esto, sin embargo, no mina su determinación. En todo caso, su deseo de seguir aferrada a sus condiciones, de conservar las manos limpias, ha aumentado.

Aunque ya casi ha perdido por completo la perspectiva de la persona que era, aún sabe quién quiere ser y, por lo poco que intuye, el único camino que lleva hasta esa persona pasa por volver a ser quien era.

Nermin la mira durante largo rato. Ella percibe que está considerando decirle algo y sospecha que ese algo tiene que ver con su función en la defensa de la ciudad, pero no lo hace. Se pone en pie, pasa por su lado, abre la puerta y le indica con un gesto que le siga.

–Quiero enseñarte una cosa -dice, y se vuelve hacia ella-. No te preocupes. Se trata de algo limpio.

–Espera -añade Nermin al consultar su reloj-. Es casi la hora.

Flecha conoce bien esta calle. Está en el corazón de la ciudad, en el punto exacto en que los edificios turcos dan paso a los austrohúngaros. Más abajo está el monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial, la llama eterna, que se ha apagado. Detrás de ella está la calle donde solía reunirse con sus amigos para tomar un café cuando estudiaba en la universidad, y el río queda algo más al sur, no muy lejos. Y más allá están las colinas del sur de la ciudad, donde un teleférico subía hasta la cima del monte Trebevie.

Están en la entrada de una tienda que ya no abre, al otro lado del mercado público cubierto. Flecha sabe que no hace mucho una bomba de mortero estalló en esta calle y mató a gran cantidad de personas. Lo oyó en la radio, pero, aunque no era habitual que tanta gente muriera a la vez en un mismo lugar, entonces no pensó mucho en el incidente. Sencillamente, así eran las cosas, suponía. La ocasión de morir estaba en todas partes y no era tan sorprendente que esa ocasión se materializase. Ahora, sin embargo, estando en el lugar de los hechos, le parece que algo significativo ocurrió aquí.

Una explosión ruge a su izquierda y Flecha mira involuntariamente en la dirección de donde procede el sonido.

Nermin, que no ha mirado, sonríe.

–Creo que intentan enviarnos un mensaje. – ¿Y cuál es el mensaje? – pregunta ella mientras otro mortero cae en la misma zona.

Nermin se encoge de hombros.

–No lo sé. Estoy haciendo un esfuerzo especial por no oírlo. Bien, aquí llega.

Al principio, Fecha no sabe si confiar en lo que ve. Incluso se pregunta si acaso no estará sufriendo alucinaciones, o si tal vez está muerta y así es la transición hacia lo que sea que prosigue a la muerte, que puede presentarse en diferentes e inverosímiles circunstancias. Pero gradualmente acepta que sigue viva, y que está lúcida, y que esto está ocurriendo.

Un hombre alto de pelo alborotado, bigote casi cómico y el rostro más triste que ella ha visto jamás sale de un portal. Lleva un esmoquin algo polvoriento, un violonchelo debajo de un brazo y un taburete debajo del otro. Sale del edificio con paso lento y firme, no parece consciente del peligro al que se está exponiendo; deja el taburete en mitad de la calle, se sienta y coloca el instrumento entre las piernas. – ¿Qué está haciendo? – pregunta ella, pero Nermin no contesta.

El violonchelista cierra los ojos y se queda inmóvil, con los brazos inertes.

Da la impresión de que el violonchelo se mantiene en pie por sí solo, al margen del hombre que lo envuelve. La madera emite un brillo rico y cálido que contrasta con el gris lúgubre de los adoquines pulverizados, y ella siente el impulso de tocarlo, de acariciar con los dedos su superficie lacada. Alarga una mano, una fútil tentativa de tender un puente sobre una distancia mucho mayor que los cerca de treinta metros que la separan de él.

El violonchelista abre los ojos. La tristeza que ella había advertido en su rostro ha desaparecido; no sabe adónde ha ido. Él alza un brazo y su mano izquierda sujeta el mástil del violonchelo, la derecha dirige el arco hacia la escotadura. Es lo más hermoso que ha visto en la vida. Cuando las primeras notas brotan, son, para ella, inaudibles. El sonido se ha desvanecido del mundo.

Se apoya contra la pared. Ya no está allí. Su madre la está cogiendo en brazos, da vueltas con ella y se ríe. La cálida lengua de un perro le lame el brazo.

Una leve corriente de aire se levanta mientras bolas de nieve vuelan a su alrededor.

Resbala con la sangre de otra persona y se cae de costado, su nariz casi roza un brazo amputado. En un cine, un chico que le gusta la besa y le posa una mano en el vientre. Ella exhala y aprieta el gatillo.

Entonces, el sonido regresa al mundo. No está segura de qué es lo que ha pasado. No sabe qué le ha hecho un hombre que toca el violonchelo en la calle a las cuatro de la tarde. No vas a llorar, se dice, y se obliga a calmarse hasta después de que el violonchelista acaba de tocar, se pone en pie y regresa al edificio del que ha salido. No va a desmoronarse.

Nermin la mira.

–Necesitamos que te encargues de mantener con vida a este hombre.

–No entiendo. – Apenas ha oído lo que Nermin le ha dicho y se esfuerza por recomponerse y volver a su realidad.

Nermin se quita el sombrero y se pasa una manga por la frente.

–Ha dicho que hará esto veintidós días consecutivos. Éste es el octavo. La gente le ve. El mundo le ha visto. No podemos permitir que le maten.

–No puedo ser responsable de él -dice ella. Está cansada. Casi siempre está cansada, pero no alcanza a recordar la última vez que reparó en ello, incluso que lo admitió. Una anciana pasa por su lado a toda prisa, muy próxima a la pared, y Flecha se pregunta cuál de ellas estará más exhausta.

Nermin sacude la cabeza.

–No te estoy pidiendo que lo seas. Necesitamos algo ligeramente diferente.

El lugar donde el violonchelista se sienta, si bien vulnerable a las bombas, no se encuentra en la línea de fuego directa de los francotiradores de las colinas del sur. Pero han recibido información. Se cree que el enemigo enviará a un francotirador a su sector de la ciudad para matarle. Y el trabajo de ella consistirá en impedirlo. Es algo lo admiten, casi imposible. Pero, y Nermin se lo recuerda, ella posee cierto talento para lo imposible. – ¿Y por qué no vuelven a bombardear la calle y punto?

–No se trata sólo de matarle. Dispararle es una declaración.

Flecha se reclina contra la pared y visualiza al violonchelista tendido en la calle. Ve la lógica de Nermin. Una bala deja pruebas que no dejan las bombas.

–Mira-dice él-hicimos un trato y haré lo imposible por seguir respetándolo. Pero las cosas están cambiando en nuestro bando. Si puedes hacer esto, los dos nos beneficiaremos.

–Yo no mato para beneficiarme, ni para beneficiarte a ti.

Nermin se inclina hacia ella, la besa en la mejilla, se da media vuelta y se aleja. Ella sigue allí un rato, sin moverse, sin pensar. Solo quiere que todo esté en silencio, en calma. Pero entonces los bombardeos se reanudan y ella obliga a sus pies a moverse, se arropa bien con el abrigo y parte camino de su casa.

Dragan Es posible que el francotirador ya no esté. Han pasado al menos diez minutos desde que disparó y varias personas ya han cruzado sin incidentes. Dragan se acerca al bordillo para mirar a ambos lados de la calle. Tiene hambre, siente que el vacío de su estómago le impele a cruzar. La panadería está al otro lado. Sólo dos cruces más especialmente peligrosos y tendrá pan. Pero otra parte de él sabe que no hay prisa. No va a morir de inanición si espera unos minutos más, mientras que la falta de cautela le mataría más deprisa que cualquier otra cosa.

Retrocede un poco, se da la vuelta y se apoya contra el metal caliente del automotor que le protege de Grbavica y de las colinas donde está Vraca, la antigua fortaleza de guerra. Antes llevaba a su mujer y a su hijo de picnic a Vraca, en verano, cuando no tenían tiempo para ir al parque de Ilidza o al monte Trebevie.

Desde allí se veía casi toda la ciudad, un hecho que ha adquirido una relevancia totalmente nueva en los últimos meses.

Por su derecha se aproxima una mujer y, cuando ya está cerca, Dragan la reconoce. Se llama Emina. Es amiga de su esposa, unos quince años más joven que él. A Dragan siempre le ha gustado y no le importa demasiado su marido, Jovan.

Cuando salían a cenar, algo que hacían de forma regular antes de la guerra, Dragan se sentía monopolizado por Jovan, cuyo único interés aparente era la política, un tema para el que Dragan no tenía paciencia. Con el tiempo empezó a esgrimir excusas para escabullirse de esas cenas, hasta que, poco antes del estallido de los combates, las invitaciones cesaron y su mujer y Emina perdieron el contacto.

Dragan sabe que Emina le ha visto y que tiene intención de hablar con él, y él busca algún rincón donde esconderse, aunque es del todo inútil. No hay modo de evitar el encuentro, excepto cruzar corriendo, y aunque Dragan apenas se siente capaz de recomponerse para saludar a un extraño, por no hablar ya de una vieja amiga, con un leve y cortés gesto de asentimiento no está dispuesto a arriesgar su vida para eludir un intercambio social. Esto le reconforta ligeramente, pero se pregunta si acaso llegará el día en que su elección sea otra.

Confiando en que ocurra un milagro, agacha la mirada y la clava en sus pies, fingiendo una profunda reflexión. Quizá ella pase de largo. No es imposible. Podría ocurrir que pasara junto a él sin verle y siguiera calle arriba, y que llegara sana y salva al otro lado sin siquiera haberse apercibido de que él estaba allí. Lo que él quiere es cruzar y conseguir una hogaza de pan tan deprisa como pueda. No quiere encontrarse con nadie. – ¿Dragan? ¿Eres tú? – Una mano le toca el hombre y él comprende que su intento de parecer un hombre reflexionando se ha convertido en realidad, en una reflexión real. Sonríe y encuentra graciosa la situación, y Emina le devuelve la sonrisa.

–Hola, Emina -dice, y se acerca a ella para darle dos besos. Ella le abraza con fuerza. La nota menuda bajo el abrigo de lana azul. Recuerda ese abrigo. Su mujer le dijo en una ocasión que le gustaba, y él siempre quiso preguntarle a Emina dónde lo había comprado para regalarle uno a Raza, pero nunca llegó a hacerlo. – ¿Cómo estás? ¿Cómo está Raza? ¿Dónde vivís ahora?

Él le dice casi tanto como puede, le dice que su mujer y su hijo se marcharon en uno de los últimos autobuses que partieron de Sarajevo, que su apartamento fue uno de los primeros que bombardearon y que ahora vive con su hermana. No puede decirle que su mujer y su hijo se marcharon de noche ni que, cuando el autobús se alejó, él tuvo la sensación de que no volvería a verles, aunque fuesen a estar a sólo unos pocos cientos de kilómetros de allí, a una hora en avión. No puede decirle lo que ocurrió la noche en que bombardearon su apartamento, que se escondió en el sótano con sus vecinos y que juntos esperaron a que el edificio se derrumbase sobre ellos, ni cómo llegó al día siguiente a casa de su hermana, ni que fue su cuñado quien abrió la puerta y le miró como si fuera culpa suya que hubiesen destruido su apartamento. Cree que si tuviese que decirle todas las cosas que no puede decirle a nadie, pasarían días enteros, allí de pie.

Ella le mira y él advierte que sabe que está guardando mucho para sí, pero no la presiona. Todo el mundo guarda más de lo que cuenta. No sabe qué más decir. ¿Debería preguntarle por Jovan? ¿Y si le ha ocurrido algo o la ha dejado?

Cuanto menos, le recordaría que a Dragan él nunca le gustó, y sólo esto ya resultaría violento.

Emina no se mueve, sigue de pie esperando a que él hable. Lleva el pelo recogido, pera varios mechones sueltos le caen sobre la cara. Ella se los aparta, se los coloca detrás de la oreja, e introduce la mano izquierda en el bolsillo del abrigo.

Parece más menuda de lo que Dragan recuerda; no sólo más delgada, sino también más baja. No sabe cómo es posible.

Sólo para romper el incómodo silencio, habla. – ¿Cómo está Jovan? – pregunta, temeroso de la respuesta.

Ella se encoge de hombros.

–Se alistó en el ejército. Casi no le veo.

Dragan se sorprende. Jovan no parecía de esa clase de hombres. Siempre le ha encajado más como conversador que como luchador.

Emina duda, quizá al ver su sorpresa.

–Bueno, en realidad hace de enlace del gobierno entre varias ramas del ejército. – Esto ya tiene más lógica-. No estoy muy segura de qué hace exactamente. Lo único que sé es que está fuera la mayor parte del tiempo.

Dragan asiente sin saber qué decir.

–Un francotirador cubre este cruce. O al menos lo hacía hace unos minutos.

Estoy esperando a ver si se ha ido. – ¿Ha matado a alguien? – Emina parece genuinamente consternada.

Dragan se extraña. No es indiferente a las muertes que se producen a su alrededor, pero tampoco puede decir que las lamente tanto para que su semblante lo refleje.

No cree que les ocurra a muchas personas ya.

–No -contesta él-. Por lo visto no tiene muy buena puntería.

Ella parece meditar esto. Él confía en que no se lo tome muy en serio. No sabe cómo es la puntería del francotirador. Lo único que sabe es que falló en el último disparo. No hay modo de averiguar cuántas veces ha acertado de todas las que ha disparado.

–Creo que voy a esperar un poco. No tengo prisa -concluye ella. Le dice que va a llevar un medicamento a una mujer que vive varias manzanas al suroeste de la panadería. Radio Sarajevo ha organizado un intercambio de medicamentos gracias al cual las personas que tienen prescripciones que no estén utilizando puedan dárselas a otras que necesitan diferentes medicamentos que ya no se encuentran en el mercado. En la radio leen a diario los nombres de quién necesita qué, y quienes pueden ayudar lo hacen. La mujer a la que va a visitar está enferma del corazón y necesita el mismo medicamento que tomaba la madre de Emina, que murió hace cinco años. Aunque el medicamento está caducado, sigue siendo mejor que nada-. Al fin y al cabo -dice-, son anticoagulantes. No creo que caduquen.

–No -dice Dragan-. Seguramente tengas razón.

–Tiene los mismos componentes que el matarratas, y eso no caduca. – ¿De veras?

–Bueno, lleva un poco de arsénico. O eso creo. Mi madre bromeaba al respecto.

Dragan había conocido a la madre de Emina; la vio una vez, un año antes de que muriera. Se parecía mucho a Emina, pero su sentido del humor era más negro que el de su hija. Daba la impresión de que ella tampoco pensaba mucho en Jovan.

Cuando él intentaba desviar la conversación hacia la política, como siempre hacía, ella alzaba las manos.

–Tú y tu política. Nada bueno pasará gracias a la política.

–Nada bueno pasará sin la política -replicaba Jo-van, sacudiendo la cabeza. – ¿Cuál de ellos -dijo Emina- supones que es el optimista de la familia?

Dragan y su esposa se rieron, pero la pregunta le dejó perplejo y no estaba seguro de si Emina bromeaba. – ¿Conoces la diferencia entre un optimista y un pesimista? – preguntó la madre de Emina mirando a Jovan, que parecía haber oído ya eso alguna vez. Un leve conato de sonrisa asomó a sus labios-. El pesimista dice: «Oh, cielos, la cosas no pueden empeorar más». Y el optimista dice: «No estés tan triste. Las cosas siempre pueden empeorar».

Cuando murió, Dragan no fue al funeral. Ahora no recuerda por qué. Es posible que no le invitaran, pero es más probable que hubiese ideado alguna excusa para escabullirse. – ¿Te acuerdas de Ismira Sidran? – le pregunta Emina.

Sí, se acuerda de ella. Era directora de una compañía de teatro. Hacía unos años habían hecho una versión de Hair que había sido todo un éxito. Desde entonces, Dragan ha visto varios de sus espectáculos. Era amiga de Emina a y una vez se la encontró en la calle, caminando con ella. Le dio la impresión de ser una mujer estridente, difícil, y le irritó.

–Este año se cumple el vigésimo quinto aniversario de la primera representación de Hair en Broadway y la han invitado a llevar a su compañía a Nueva York para asistir a una actuación o una celebración o algo así.

El sol asoma por una nube y empieza a calentar rápidamente. Emina se desabrocha el primer botón del abrigo. – ¿Y el gobierno les ha dado su consentimiento?

–Dragan está sorprendido. Han sido muy selectivos con las personas a las que han permitido salir de la ciudad.

–Sí, y eso no es todo. La vi y me dijo que había treinta y dos personas en la lista. «¡Treinta y dos! – exclamé yo-. Es mucha gente». Pero me explicó que los necesitaban a todos para manipular las luces y los decorados y todo eso, que son las personas a las que el público nunca ve. De modo que parecía lógico. Pero volví a verla una o dos semanas más tarde y la lista había aumentado en otros treinta nombres, más o menos, y me dijo que aún no estaba completa.

Dragan sacude la cabeza.

–Es imposible que se necesite a tanta gente.

–Ya, y eso no es lo peor. – Emina se desabrocha otro botón del abrigo-.

Cuando entregaron la lista, contenía casi doscientos nombres. – ¿Y les dejaron salir?

–No. Sabían que no volverían.

Nunca había sido así. Antes de la guerra, incluso cuando el país era un estado comunista, se podía viajar a donde se quisiera. Sólo había cuatro países en el mundo para los que se precisaba visado. Ahora, sin embargo, nadie puede marcharse sin permiso.

–Deberían haber dejado la lista en los primeros treinta y dos -dice Dragan-. Podrían haber salido.

–Jovan dice que no habría importado. Dice que no habrían dejado marchar a ninguno.

–Es posible, pero quizá alguno de ellos podría haberse ido. Quizá podría haber escapado de todo esto. Emina alza la mirada al cielo.

–No hay modo de saberlo.

–Creo que, si yo pudiera, me iría. – Sabe que es peligroso decir esto. La gente mira mal a quienes consiguen marcharse. Les consideran cobardes y, aunque Dragan sospecha que cualquiera que conserve la cordura desearía irse, muy pocas personas lo admitirían, ni siquiera para sí mismas, y aún menos se atreverían a decirlo en voz alta.

Sólo hay dos maneras de salir: o se conoce a alguien con poder y se consigue un salvoconducto para salir por el túnel, o se tiene dinero. Si no se da ninguno de los dos casos, uno está condenado a quedarse. Aquellos que tenían poder o dinero cuando la guerra estalló ya se han marchado, y aquellos que tienen poder o dinero ahora lo tienen gracias a la guerra, por lo que carecen de alicientes para marcharse.

Emina, sin embargo, no parece sorprendida por su confesión. – ¿Por qué no te fuiste con Raza?

Él se encoge de hombros.

–No creía que esto fuera a durar tanto. Quería proteger nuestro apartamento y no perder mi empleo. Quizá me equivoqué.

–No. Tenemos que quedarnos. Si nos marchamos todos, bajarán de las montañas y la ciudad será suya.

–Si nos quedamos, nos dispararán desde las montañas hasta que estemos todos muertos, y luego bajarán y tendrán lo mismo.

–El mundo nunca permitiría que eso ocurriera. Tarde o temprano tendrán que ayudarnos -dice ella.

Por su tono de voz, él no acaba de discernir si cree lo que dice. No entiende que pueda creerlo. Los dos tienen que ver la misma ciudad desintegrándose a su alrededor.

–No va a venir nadie. – Su voz brota más áspera de lo que era su intención-. Estamos solos aquí y nadie va a venir a ayudarnos. ¿Es que aún no lo sabes?

Emina agacha la mirada y se abrocha los dos primeros botones del abrigo.

Guarda las manos en los bolsillos. Al rato dice, con voz muy tenue:

–Sé que no va a venir nadie. Es sólo que no quiero creerlo.

Dragan sabe exactamente a lo que se refiere. Él tampoco quiere creerlo.

Durante mucho tiempo se ha aferrado a la esperanza, ha escuchado las noticias, ha esperado que alguien detenga esta locura. Siempre ha vivido bajo el peso de la ley.

Si uno quebrantaba la ley, la policía le arrestaba. Había orden, y el orden era incuestionable. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, todo eso se vino abajo. Al igual que muchos otros, Dragan esperó mucho más tiempo del que era lógico a que se restaurara el orden. Intentó seguir con su vida como si todo fuese aún normal, como si alguien estuviera al cargo. Los hombres de las montañas eran una molestia menor que quedaría resuelta en cualquier momento. La cordura prevalecería. Pero entonces, un día, ya no pudo seguir engañándose. No era una situación temporal, un fallo técnico momentáneo en el sistema, y nadie iba a repararlo.

–En la panadería trabajé con un hombre que sobrevivió a Jasenovac y después a Auschwitz -dice Dragan.

El anciano se había jubilado cinco o seis años antes de que hubiese hombres en las montañas, pero Dragan seguía viéndole a menudo. Quedaban para tomar un café o, de cuando en cuando, una copa de brandy. Nunca le había hablado a Dragan de su vida durante la guerra hasta que un día, poco después del comienzo de los combates, le habló de lo que era estar en un campo de concentración. Le habló de que, en Jasenovac, los guardias competían por ver quién mataba a más personas en un día. El ganador, un guardia llamado Petar Brzica, mató a 1.3 6o con un cuchillo de carnicero. Como premio por ganar la competición, le dieron un poco de vino, un cochinillo y un reloj de oro. Después de la guerra huyó a Estados Unidos, donde, hasta el día de hoy, su nombre consta en una lista de residentes criminales de guerra. Muchas de las personas a las que mató eran padres y abuelos de los hombres de las montañas, y de la gente a la que están disparando.

–La última vez que lo vi me lo dijo: «Lo que se avecina es peor que nada de lo que puedas imaginar» -dice Dragan-. Se suicidó el mismo día en que estalló la guerra.

Emina sacude la cabeza.

–Esto no puede ser tan malo esos campos de concentración.

Dragan medita sus palabras y lativo es el sufrimiento.

–No, no lo es. No creo que realmente pensara que iba a serlo, pero sí que creyera que lo que él y los demás sufrieron allí significaba algo, que la gente había aprendido de ello. Pero no lo hemos hecho. – ¿No? – pregunta Emina.

–Mira a tu alrededor -contesta Dragan.

Aunque la respuesta era retórica, Emina mira a su alrededor. Motivado por ella, Dragan también lo hace, y se pregunta si ella estará viendo lo mismo que él. ¿Ve el gris en todas partes? ¿Ve los edificios destrozados, los escombros en las calles, la gente delgada y agotada, escabulléndose como animales asustados? Debe verlo. ¿Cómo no podría verlo? Él no sabe por qué ella le ha buscado, por qué no pasó de largo y fingió no haberle visto. No había necesidad de esto. Él no necesitaba ver cuánto le ha arrebatado la guerra a ella, a él.

–Una de las cosas buenas de la guerra -dice ella-es que he pasado por calles en las que nunca había estado. Ha cambiado mi geografía.

Dragan asiente. Ha observado lo mismo, ha encontrado curioso ver cómo gran parte de la ciudad en la que ha vivido siempre estaba a una o dos manzanas de su experiencia, cómo una bomba aquí y un francotirador allá han modificado las calles que resultan familiares y las que sólo se conocen vagamente.

–Hay una calle cerca de mi casa por la que, antes de la guerra, nunca había pasado -prosigue Emina-. Pero con el francotirador que hay al final de la mía, tuve que dar un rodeo y me encontré en esa calle nueva. »Había una casa con un cerezo enorme en el jardín, repleto de fruta madura.

Una anciana recogía las cerezas. Debió de recoger quince o veinte kilos, y aún quedaban más en el árbol. »Me acerqué a ella, sobre todo porque nunca había visto un árbol así en Sarajevo, no tenía ni idea de que aquí crecían cerezos. "Es un árbol precioso", le dije, y ella me contó que su madre lo había plantado de joven, y que siempre había dado buena fruta. Recogía las cerezas con sus nietos, pero estaba un poco preocupada, porque a los niños no se les puede dar sólo alimentos dulces. Le sugerí que vendiera parte de las cerezas y me contestó que tal vez lo hiciera. »Por pura casualidad, pocos días después Jovan me trajo sal que había conseguido no sé dónde, una bolsa inmensa de cinco kilos. Era mucho más de lo que necesitábamos y de lo que íbamos a consumir jamás. Pensé en la mujer, y fui a llevarle un kilo.

El semblante de Emina es relajado, y su voz, suave. Dragan no sabe cuál es el mensaje de la historia que le narra, pero se alegra de que lo esté haciendo.

–La mujer se puso contentísima. Nunca había visto a nadie sonreír tanto.

De hecho, me abrazó. Más de un kilo de sal. Cuando ya me iba me dio dos baldes enormes llenos de cerezas. Una cantidad absurda. «Pero no voy a poder comerme todo esto. No tengo hijos, sólo somos mi marido y yo», le dije. Pero ella insistió:

«Regálalas -dijo-. Haz lo que quieras con ellas. Tengo más de las que necesito».

De modo que se las regalé a mis vecinos, pequeñas cestas a diez familias diferentes.

–Fuiste muy buena regalándole la sal -dice Dragan con sinceridad.

–No la necesitaba. Ella tampoco tenía por qué regalarme las cerezas. – Emina se encoge de hombros-. ¿No es así como se supone que debemos comportarnos? ¿No es así como éramos antes?

–No lo sé -dice Dragan-. No consigo recordar si éramos así o si sólo lo creemos. Parece imposible recordar cómo eran las cosas. – Y sospecha que esto es lo que más quieren los hombres de las montañas. Es evidente que les gustaría matarlos a todos, pero, si no pueden, quieren hacerles olvidar cómo eran, cómo actúa la gente civilizada. Se pregunta cuánto tiempo tardarán en conseguirlo.

Mientras él espera allí para cruzar, lo sabe, ellos están ganando. Ha llegado el momento en que su día, su vida, avance a través de este cruce en dirección a cualquiera que sea el final que le aguarda.

–Creo que voy a cruzar ahora -le dice a Emina. – De acuerdo -dice ella-. Yo te seguiré.

Dragan se acerca al cruce. Le duele el estómago. Cuando está a un paso de ponerse al descubierto, toma aire y echa a correr. Intenta mantener la cabeza gacha, pero a los tres pasos nota que empieza a dolerle la espalda y se yergue. Siente los pulmones secos; las piernas, de goma. No puede creer que aún no haya recorrido ni una cuarta parte del camino. Nunca se había sentido tan viejo. Nota el disparo un instante antes de oírlo. Es un ruido seco, una ráfaga de aire cuando la bala pasa rozándole la oreja izquierda, y después el áspero estallido de un arma. Por un instante se pregunta si le ha alcanzado. Sabe que, en tal caso, morirá. Ha oído la bala, lo cual significa que el francotirador ha fallado. Está sorprendido, confuso y asustado. No tiene claro qué es lo que debe hacer. Por no más de dos segundos se queda inmóvil, petrificado. Le parecen milenios.

Entonces corre de vuelta a donde estaba antes. No se siente los pulmones ni las piernas ni el estómago. Se convierte en un autómata, un animal, y vuela. Su cuerpo está listo para el siguiente disparo del francotirador, el que acabará con su vida. Cuanto más se acerca a la seguridad, más lo espera. Ve a Emina de pie tras el furgón. La boca abierta, la cara desencajada, y le parece oírla gritar su nombre.

Su hombro topa contra el metal y sus piernas ceden.

Emina le agarra de un brazo y él intenta no caer, y el mundo se torna borroso a su alrededor. La gente le pregunta si está bien, y él cree que sí, pero no puede contestar. Es la primera vez que han disparado a Dragan. Ha estado en sitios donde ha habido disparos y en zonas donde han caído bombas, pero nunca nadie le había marcado específicamente para la muerte. Una parte de él no puede creer que ha ocurrido, y otra no puede creer que haya sobrevivido.

Poco a poco se recompone. Aún le falta el aliento y jadea como un perro, pero ya se siente con ánimo de hablar. Cuando Emina le pregunta, por al menos décima vez: «¿Estás herido?», él es capaz de contestarle.

–Ya te dije que no tenía muy buena puntería -dice.

Emina le mira, vacilante. Hay algo en él, y él desearía saber qué, que parece reconfortarla. El rostro de la mujer se relaja y una mano le acaricia la espalda.

–La ruleta de Sarajevo -dice ella-. Mucho más complicada que la rusa.

Él se ríe, no porque lo encuentre gracioso sino porque es cierto, y se queda allí, con la mano de Emina en la espalda, alegre, por primera vez en mucho tiempo de estar vivo.

Flecha Flecha Se viste en silencio, coge el rifle y cierra la puerta del apartamento. Sus pasos resuenan en la escalera pese a sus esfuerzos por ser sigilosa. Supone que es una peculiaridad del diseño del edificio y se pregunta si la incapacidad para amortiguar el sonido debería considerarse como una cualidad acústica positiva o negativa. Concluye que todo depende de lo que uno espere de una escalera. Poder oír quién está en el rellano tiene sus ventajas.

Hace media hora que ha salido el sol, pero las calles están prácticamente desiertas. Encuentra a varias personas mientras desciende la colina y accede al casco viejo, pero no mira a ninguna a los ojos. Pasa junto a los restos de una tienda en la que antes se vendía el mejor helado, y se recuerda de niña con su abuela en esta calle. Le pidió a su abuela que parasen, con la voz suplicante de una cría acostumbrada a salirse con la suya, aunque no hace ni una hora que se ha comido otro helado. Cuando su abuela le dijo que no, Flecha le soltó la mano y se negó a seguir andando. Su abuela se arrodilló, le puso las manos en las mejillas y la besó en la frente.

–Hay más cosas en la vida además del helado -le dijo.

Mientras el recuerdo se desvanece, Flecha se pregunta qué daría hoy por una tarrina de helado. ¿Todo el dinero que tiene? Sin duda. ¿Su rifle? Quizá. ¿La única fotografía que conserva de su abuela? Sacude la cabeza y acelera el paso, negándose mentalmente a contestar.

Ésta es su hora favorita del día. Casi siempre todo está muy tranquilo.

Incluso la guerra se toma algún respiro, aunque sea breve. La ausencia de bombardeos es casi como la música, y ella se imagina que si cerrase los ojos se convencería de estar paseando por las calles del antiguo Sarajevo. Casi. Sabe que en la ciudad de su memoria no tenía hambre, ni estaba magullada, ni su hombro cargaba con el peso de un arma. En la ciudad de su memoria siempre había gente en las calles a estas horas de la mañana, preparándose para el día que se desplegaba ante ellos. No estarían encerrados como discapacitados, exhaustos tras otra noche de preguntarse si alguna bomba estaría a punto de caer sobre su casa.

Ha llegado a su destino. Se detiene donde lo hizo el día anterior, con la espalda contra la misma pared, y enfila la calle. Los adoquines que soportaron los