Capítulo IV

El entierro bajo la lluvia

El día siguiente, miércoles, Maigret tuvo que ir como testigo a la Audiencia y perdió la mayor parte de la tarde esperando en la sala grisácea reservada para los testigos. Nadie había pensado en abrir la calefacción, y comenzaba a helarse. Después, a los diez minutos de haber girado la manilla, hacía demasiado calor, con un fuerte olor a cuerpos mal lavados y a ropas sin airear.

Estaban juzgando a un tal René Lecoeur que había matado a su tía a botellazos, siete meses antes. Sólo tenía veintidós años, un corpachón de cargador y una cara de mal alumno.

¿Por qué las salas del Palacio de Justicia no estaban mejor iluminadas, y la luz resulta comida siempre por la penumbra?

Maigret salió de allí deprimido. Un joven abogado, que empezaba a dar que hablar, sobre todo por su agresividad, había atacado ferozmente a los testigos, uno tras otro.

Con Maigret, intentó demostrar que el acusado sólo había confesado a continuación de malos tratos sufridos en el Quai des Orfèvres, lo cual era falso. No sólo era falso, sino que el abogado lo sabía.

—¿Quiere decirnos el testigo cuántas horas ha durado el primer interrogatorio de mi cliente?

Maigret iba preparado.

—Diecisiete horas.

—¿Sin comer?

—Lecoeur rechazó los bocadillos que se le ofrecieron.

El abogado parecía decir a los jurados:

—¡Vean ustedes, señores! ¡Diecisiete horas sin comer! ¿Y había comido Maigret algo más que dos bocadillos durante aquel tiempo? ¡Y él no había matado a nadie!

—¿Reconoce el testigo haber golpeado al acusado, el 7 de marzo a las tres de la mañana, sin provocación alguna por parte de éste, mientras el muchacho estaba esposado?

—No.

—¿Niega el testigo entonces haberle golpeado?

—En determinado momento, le di una bofetada, como habría hecho con un hijo.

El abogado se equivocaba. No era así como había que tomar las cosas. Pero él solamente se preocupaba de las reacciones de la audiencia y de lo que dirían los periódicos.

Esta vez, contra las reglas, se había dirigido directamente a Maigret, al mismo tiempo dulzón y mordiente.

—¿Tiene usted un hijo, señor comisario?

—No.

—¿Nunca ha tenido usted hijos?… ¿Perdón?… No he entendido su respuesta…

El comisario había tenido que repetir que había tenido una niña que no había vivido.

Era todo. Al dejar el estrado, había ido a beber un trago de agua y luego volvió a su despacho. Lucas acababa de terminar un sumario pendiente desde hacía quince días y se había puesto ya sobre el asunto Thouret.

—¿No hay noticias del joven Jorisse?

—Aún no.

El novio de Monique Thouret no había vuelto a casa la noche anterior, ni vuelto tampoco a la mañana siguiente por la librería, ni, a mediodía, al restaurante del bulevar Sebastopol donde solía comer con la muchacha.

Era Lucas quien llevaba la búsqueda, en contacto con los puestos de policía y con las fronteras.

En cuanto a Janvier, continuaba, en compañía de cuatro de sus compañeros, preguntando por las quincallerías con esperanzas de dar con el vendedor del cuchillo.

—¿No ha llamado Neveu?

Maigret debía de haber vuelto antes al despacho.

—Ha llamado hace una media hora. Volverá a hacerlo a las seis.

Maigret se sentó, un poco cansado. La imagen de René Lecoeur, en el banco de los acusados, lo perseguía. Y también la voz del abogado, los inmóviles jueces, la multitud en la penumbra de la sala. Aquello nada tenía que ver con él. Una vez que un hombre salía de la P. J. para ir a manos del juez de instrucción, el papel del comisario había terminado. Pero las cosas no sucedían siempre como él hubiera deseado. Sabía demasiado lo que iba a pasar. Y si dependiese de él…

—¿Lapointe no ha encontrado nada?

Cada cual tenía encomendada una tarea diferente. El pequeño Lapointe estaba dedicado a ir de «meublé» en «meublé» en un perímetro cada vez más amplio partiendo del bulevar Saint-Martin. No cabía duda que Thouret tenía que cambiarse de zapatos en alguna parte. O tenía una habitación a su nombre, o disponía del piso de alguien, quizá el de la mujer del zorro que tenía aspecto de esposa legítima y a la que había comprado una sortija.

Santoni, por su parte, continuaba ocupándose de Monique, con la esperanza de que Albert Jorisse intentase ponerse en contacto con ella o hacerle llegar alguna noticia.

La familia había encargado, la víspera, a una casa de pompas fúnebres de recobrar el cadáver. El entierro estaba señalado para el día siguiente.

Constantemente, informes para firmar, papelotes, llamadas de teléfono sin interés alguno. Era extraño que ni una sola persona hubiera telefoneado, escrito, o se hubiese presentado para algo relacionado con Louis Thouret. Era como si la muerte no hubiera dejado ningún rastro.

—¡Dígame! Maigret al habla.

Era la voz del inspector Neveu, sin duda desde algún bar, pues se escuchaba una música, al parecer de una radio.

—Nada concreto, jefe. He encontrado a tres personas más, una de ellas, una vieja que sé pasa la mayor parte del día sentada en los bancos de los Bulevares y lo recuerda. Todo el mundo repite la misma cosa: era muy amable, cortés con todos, dispuesto a entablar conversación. Según la vieja, solía dirigirse hacia la République, pero en seguida lo perdía de vista entre las aglomeraciones.

—¿Nunca lo encontró con nadie?

—Ella, no. Pero un «clochard» me dijo:

»—Siempre esperaba a alguien. Y cuando el tipo llegaba se alejaba con él.

»Pero no ha sabido describirme a su compañero. Y repitió:

»—Un tipo como se ven montones.

—Continúa —suspiró Maigret.

Luego telefoneó a su mujer para decirle que llegaría tarde, bajó, entró en el coche y dio la dirección de Juvisy. Hacía viento. El cielo estaba agitado, a baja altura, como a orillas del mar cuando se avecina una tempestad. El chófer tardó en encontrar la calle de los Peupliers; había luz no sólo en la ventana de la cocina, sino también en el cuarto del primer piso.

El timbre no funcionaba. Lo habían desconectado en señal de duelo. Pero alguien lo había oído llegar y la puerta se entreabrió; vio una mujer a la que no conocía, algo mayor que la señora Thouret y bastante parecida a ella.

—Comisario Maigret… —se presentó.

Y la mujer se volvió hacia la cocina:

—¡Emilia!

—Ya he oído. Que pase.

Lo recibieron en la cocina, pues el comedor había sido transformado en capilla ardiente. En el estrecho pasillo había un fuerte olor a flores y cirios. Varias personas cenaban, alrededor de la mesa, una cena fría.

—Les ruego perdonen la molestia.

—Le presento al señor Magnin, mi cuñado, revisor.

—Encantado.

Magnin era del tipo solemne y estúpido; tenía bigotes rojizos y una nuez sobresaliente.

—Usted ya conocía a mi hermana Celine. Y ésta es Hortense…

Tanta gente apenas cabía en la habitación demasiado pequeña. Solamente Monique no se había levantado, y miraba al comisario fijamente. Debía pensar que había venido por ella, para preguntarle cosas sobre Albert Jorisse, y estaba inmovilizada por el miedo.

—Mi cuñado Landin, el marido de Hortense, vuelve esta noche en el tren azul. Estará con el tiempo justo para el entierro. Pero ¿no quiere usted sentarse?

Maigret dijo que no con la cabeza.

—¿Quizá quiere usted verlo otra vez?

Quería mostrarle lo bien que habían hecho todo. La siguió al otro cuarto, en el que se veía a Louis Thouret acostado en la caja cuya tapa aún no habían clavado. En voz baja, la mujer murmuró:

—Parece dormido…

Y añadió:

—¡Le gustaba tanto la vida!

Salieron de puntillas, y ella cerró la puerta. Los demás esperaban que Maigret se fuese para seguir comiendo.

—¿Piensa usted asistir al entierro, señor comisario?

—Sí. Precisamente he venido por eso.

Monique seguía sin moverse, pero esta declaración le produjo cierto alivio. Maigret procuraba no parecer pendiente de ella, y ella no se movía, como si aquello fuese suficiente para conjurar la suerte.

—Supongo que usted y sus hermanos conocen la mayoría de las personas que asistirán al funeral, como yo, por ejemplo.

—¡Ya entiendo! —dijo el cuñado Magnin, como si Maigret y él hubieran pensado la misma cosa.

Y se volvió hacia los otros como queriendo decirles: «¡Ya veréis!».

—Lo que quiero es que en caso de que haya alguien cuya presencia les resulte extraña, que me lo señalen.

—¿Cree usted que el asesino estará allí?

—No necesariamente el asesino. Yo intento no olvidar ningún detalle. No desdeñe el hecho de que una parte de la vida de su marido, durante los últimos tres años, nos es completamente desconocida.

—¿Piensa usted en una mujer?

Su cara se puso súbitamente dura, pero las de sus hermanas habían adquirido automáticamente la misma expresión.

—No pienso en nada. Estoy buscando. Si mañana usted me hace una seña, comprenderé.

—¿Cualquiera a quien no conozcamos?

Maigret asintió con una inclinación de cabeza, y volvió a excusarse por haberlos molestado. Lo acompañó a la puerta Magnin.

—¿Tiene usted alguna pista? —preguntó, de hombre a hombre, como se habla al médico que acaba de ver al enfermo.

—No.

—¿Ni la menor idea?

—No. Buenas noches.

No había hecho aquella visita para disipar la pesadez que le había invadido mientras esperaba su turno para declarar en el proceso Lecoeur. Mientras el coche lo llevaba a París, hizo una reflexión carente en absoluto de importancia. Cuando había llegado a la capital, a los veinte años, lo que más le había llamado la atención había sido la constante fermentación de la gran ciudad, aquella continua agitación de cientos de miles de seres humanos en busca de algo.

En determinados puntos casi estratégicos, dicha fermentación era más sensible que en los demás sitios, por ejemplo los Halles, la plaza Clichy, la Bastilla y el bulevar Saint-Martin, donde Thouret había ido a morir.

Y lo que antaño le llamaba la atención, lo que le comunicaba una fiebre romántica, eran, en aquella muchedumbre en perpetuo movimiento, los que habían aflojado la cuerda, los desanimados, los derrotados, los resignados que se dejan ir a la deriva.

Después había aprendido a conocerlos, y ya no eran aquéllos los que más impresión le causaban, sino los del escalón inmediatamente superior, decentes y limpios, sin pintoresquismo, que luchaban día tras día por mantenerse a flote, o por hacerse la ilusión, para así creer que existían y que valía la pena de ser vivida.

Durante veinticinco años, el señor Thouret había tomado cada mañana el mismo tren, con idénticos compañeros de viaje, el almuerzo bajo el brazo envuelto en una tela encerada, y, por la tarde, volvía a lo que Maigret tenía ganas de titular la casa de las tres hermanas, pues Celine y Hortense vivían en otros pabellones, pero estaban presentes las tres, obstruyendo el horizonte como un muro de piedra.

—¿Al despacho, jefe?

—No. A mi casa.

De noche, llevó a la señora Maigret al cine, al bulevar Bonne-Nouvelle, como de costumbre, y pasó dos veces, del brazo de su mujer, por delante del callejón del bulevar Saint-Martin.

—¿Estás de mal humor?

—No.

—Es que no has abierto la boca en toda la noche.

—No me di cuenta.

Comenzó a llover a las tres o cuatro de la mañana y Maigret, en su sueño, oía el agua resbalar por las cañerías. En el momento que comenzó a desayunar, el agua caía a torrente, en ráfagas, y las gentes caminaban por las aceras fuertemente agarrados a sus paraguas, que amenazaban con volverse del revés.

—Tiempo de Todos los Santos —hizo notar la señora Maigret.

En el recuerdo de Maigret, Todos los Santos solía ser época gris, ventosa y fría, pero sin lluvia: no sabía decir por qué.

—¿Tienes mucho trabajo?

—Aún no sé.

—Harías mejor poniéndote los chanclos.

Maigret lo hizo. Antes de conseguir un taxi, tenía los hombros calados y, ya en el coche, del sombrero le cayeron goterones de agua fría.

—Al muelle de los Orfèvres.

El entierro era a las diez. Pasó un rato en el despacho del jefe, sin asistir al final del informe. Esperó a Neveu, que debía venir a buscarlo. Se había decidido a llevarlo al azar, pues el inspector conocía ya de vista a una gran cantidad de personas del barrio de Saint-Martin, y Maigret seguía en su idea.

—¿Sigue sin saberse nada de Jorisse? —preguntó a Lucas.

Sin motivo serio para suponerlo, Maigret estaba seguro de que el joven no había salido de París.

—Deberías hacer una lista de sus amigos, de las personas que frecuentó estos últimos años.

—Ya he empezado.

—¡Pues no lo dejes!

Se fue con Neveu, que apareció de repente, también calado, en el marco de la puerta.

—¡Buen tiempo para un entierro! —gruñó el inspector—. Espero que habrá coches.

—Seguramente no.

A las diez menos diez estaban ante la casa mortuoria, ante cuya puerta había unos paños negros con láminas plateadas. Algunas personas esperaban, con los paraguas en la mano, en la acera no pavimentada donde la lluvia formaba un barro amarillento y algunos charcos.

Algunos entraban, daban una vuelta a la cámara mortuoria y volvían a salir, con expresión grave e importante, conscientes de la tarea que acababan de cumplir. Debía haber unas cincuenta personas, pero había otras resguardadas en los umbrales de las casas vecinas. Y habría vecinos que mirarían desde las ventanas y sólo saldrían en el último momento.

—¿No entra usted, jefe?

—Ya vine ayer.

—Dentro no parece reinar la alegría, que digamos. Neveu no se refería, evidentemente, a la atmósfera de ese día, sino de la casa en general. Y sin embargo millares de personas soñaban con tener una vivienda semejante.

¿Por qué han venido a vivir aquí?

—A causa de las hermanas y los cuñados.

Había varios hombres con el uniforme de los ferrocarriles. La estación de descarga no estaba lejos. La mayor parte de la gente que vivía en la colonia tenía que ver, mucho o poco, con los trenes.

Primero llegó la carroza fúnebre, y luego, caminando a paso vivo bajo su paraguas, un sacerdote con sobrepelliz, al que precedía un monaguillo con una cruz.

En aquella calle no había protección alguna contra el viento, que pegaba al cuerpo las ropas mojadas. La caja se mojó en seguida. Mientras la familia esperaba en el pasillo, hubo un cuchicheo entre la señora Thouret y sus hermanas. ¿Quizá no había bastantes paraguas?

Estaban de luto riguroso, los dos cuñados también, y, tras ellos, iban las chicas, Monique y sus tres primas.

Eran siete mujeres en total, y Maigret hubiese jurado que las jóvenes se parecían tanto como las madres. Era una familia de mujeres, donde daba la impresión de que los hombres estaban conscientes de su minoría.

Los caballos resoplaron. La familia ocupó su puesto tras la carroza. Y después gentes que debían ser amigos o vecinos, y que tenían derecho a las primeras filas.

El resto se puso a continuación, en desorden, debido a las ráfagas de lluvia, y los había que iban por las aceras, arrimados a las casas.

—¿No reconoces a nadie?

No vieron a nadie del tipo buscado. Ninguna mujer, en primer lugar, que hubiera podido representar el papel de la mujer de la sortija. Había un cuello de zorro, pero el comisario lo había visto salir de una casa de la calle y cerrar la puerta con llave. Y en cuanto a los hombres, ninguno podía servir para el tipo sentado en un banco del bulevar Saint-Martin.

Sin embargo, Maigret y Neveu estuvieron hasta el final. Felizmente, no hubo misa, sino solamente una bendición, y ni siquiera se tomaron el trabajo de cerrar las puertas de la iglesia, cuyos batientes se cubrieron inmediatamente de agua.

Por dos veces el comisario se encontró con la mirada de Monique, y ambas veces Maigret sintió que el miedo tenía a la muchacha angustiada.

—¿Vamos al cementerio?

—No está lejos. Y nunca se sabe.

No tuvieron más remedio que meterse por el barro, pues la fosa estaba en una sección nueva, con las calles apenas trazadas. Cada vez que veía a Maigret, la señora Thouret miraba a su alrededor con atención para hacerle notar que se acordaba de su recomendación. Y cuando Maigret se acercó, como los demás, a expresar su pésame a la familia alineada ante la tumba, la mujer murmuró:

—No he visto a nadie.

Tenía la nariz roja, por el frío, y la lluvia había lavado sus polvos de arroz. Las cuatro primas estaban también empapadas.

Esperaron un rato delante de la reja, y terminaron por entrar en el chiscón de enfrente. Y no fueron los únicos; unos minutos más tarde, la mitad del entierro había invadido el pequeño café y pateaban en el enlosado para calentarse los pies.

De todas las conversaciones, Maigret se quedó solamente una frase:

—¿Y no tiene pensión?

Las cuñadas, llegado el momento, las tendrían, pues sus maridos trabajaban en los ferrocarriles. En resumidas cuentas, Louis Thouret había sido siempre el pariente pobre. No sólo era un pobre almacenista, sino que nunca conseguiría una pensión.

—¿Y qué van a hacer?

—La hija está colocada. Sin duda, cogerán algún realquilado.

—¿Vienes, Neveu?

La lluvia los acompañó hasta París, donde caía con fuerza sobre las aceras; los coches se adornaban con grandes bigotes de barro.

—¿Dónde te dejo?

—No vale la pena ir a cambiarme de ropa, pues tendré que ponerme esto. Déjeme en la P. J. Cogeré un taxi hasta la comisaría.

En los pasillos de la P. J. había las mismas marcas que en las losas de la iglesia, y se notaba el mismo aire húmedo y frío. Un individuo esposado esperaba en un banco cerca de la puerta de la comisaría de los juegos.

—¿Alguna novedad, Lucas?

—Lapointe ha telefoneado. Está en la Brasserie de la République. Ha encontrado la habitación.

—¿La de Louis?

—Eso pretende, a pesar de que la propietaria no parece demasiado inclinada a ayudar las investigaciones.

—¿Ha dicho que lo llamara?

—A no ser que prefiera usted ir a reunirse con él. Maigret prefirió esto último, pues le repugnaba ir a sentarse, empapado como estaba, a su despacho.

—¿Y nada más?

—Una falsa alarma relacionada con el chico. Creían haberlo encontrado en la sala de espera de la estación de Montparnasse, pero no era él, sino alguien parecido.

Maigret volvió a subir al cochecito negro y minutos después entraba en el bar de la plaza de la République donde Lapointe aguardaba sentado cerca de una estufa, ante una taza de café.

—¡Un grog! —pidió el comisario.

Le parecía como si parte del agua fría que caía del cielo le hubiese entrado en las narices, y tenía un catarro de nariz. ¿Quizá por no llevar la contraria a la tradición que dice que los catarros se cogen en los entierros?

—¿Dónde es?

—A dos pasos de aquí. Fue una casualidad, pues no es un hotel, y la casa no figura en nuestras listas.

—¿Estás seguro que es ahí?

—Usted mismo verá a la patrona. Pasaba yo por la calle Angoulême, para ir de un bulevar a otro, cuando de repente vi en una ventana un cartel: Se alquila habitación. Es una casita sin portera, de dos pisos solamente. Llamé, y pedí si podía visitar la habitación. Inmediatamente me lancé al ataque de la propietaria, una mujer que fue pelirroja, y quizá también guapa, pero ya de cierta edad, de pelo descolorido y escaso, y el cuerpo deformado bajo una bata azul pálido.

»—¿Es para usted? —me preguntó antes de decidirme a abrirme del todo la puerta—. ¿Es usted solo?

»Oí entreabrirse una puerta en el primero, y vi una cabeza que se asomaba un momento por encima de la barandilla, una chica mona, también en bata.

—¿Un burdel?

—Probablemente no del todo. No me atrevería a jurar que la patrona no haya sido una encargada.

»—¿Quiere usted alquilarla por meses? ¿Dónde trabaja usted?

»Terminó por llevarme al segundo piso, a una habitación que da al patio y no mal amueblada. Un poco excesivamente guarnecida, a mi gusto, con mucho terciopelo y seda de mala calidad, y una muñeca sobre el diván. Olía todavía a mujer.

»—¿Quién le dio mi dirección?

»Estuve a punto de decirle que había visto el cartel. Mientras le hablaba, me ponía nervioso un pecho blancuzco que parecía ir a salirse fuera de la bata.

»—Un amigo mío —le dije.

»Y añadí al tuntún:

»—Que me dijo que vivía con usted.

»—¿Quién es?

»—Don Louis.

»Entonces comprendí que lo conocía. La mujer cambió de expresión. E incluso cambió de voz.

»—¡No lo conozco! —dijo secamente—. ¿Acostumbra usted a volver tarde?

»Intentaba desembarazarse de mí.

»—En realidad —continué yo haciéndome el inocente—, mi amigo quizá esté aquí de momento. No trabaja de día y no se levanta temprano.

»—¿Se queda usted con la habitación, o no?

»—Sí, la cojo, pero…

»—Hay que pagar por anticipado.

»Saqué la cartera del bolsillo. Como por inadvertencia, cogí la fotografía de Louis.

»—¡Mire! Precisamente es una foto de mi amigo.

»La mujer sólo le echó un vistazo.

»—No creo que usted y yo lleguemos a entendernos —declaró marchando hacia la puerta.

»—Pero…

»—Si no le molesta bajar, tengo la comida al fuego.

»Estoy seguro que lo conocía. Cuando salí, se movió una cortina. Debe estar alerta».

—¡Vamos allá! —dijo Maigret.

Aunque estaba a dos pasos, cogieron el coche, que dejaron delante de la casa. La cortina volvió a moverse. La mujer que vino a abrir no estaba vestida, y seguía con la misma bata, cuyo color azul le sentaba todo lo mal posible.

—¿Qué ocurre?

—Policía Judicial.

—¿Qué desea? ¡Ya me temía que ese joven me ocasionaría alguna molestia! —gruñó mientras echaba una mirada infecta a Lapointe.

—Creo que estaríamos mejor dentro para hablar.

—¡Oh! No les prohíbo entrar; no tengo nada que esconder.

—¿Por qué no ha reconocido usted que don Louis era su inquilino?

—Porque eso no tenía nada que ver con el joven. Había abierto la puerta de un saloncito recaliente, en el que se veían por todas partes cojines de colores chillones, bordados con figuras de gatos, corazones, notas musicales. Como la luz apenas atravesaba las cortinas, la mujer encendió una lámpara de pie de enorme pantalla anaranjada.

—¿Qué desea de mí, exactamente?

Maigret sacó de su bolsillo, a su vez, la foto del difunto y recién enterrado Louis.

—Es él, ¿no?

—Sí. De todas formas, acabaría usted sabiéndolo.

—¿Cuánto tiempo hacía que era su inquilino?

—Unos dos años. Quizá algo más.

—¿Tiene usted muchos?

—¿Inquilinos? La casa es demasiado grande para una mujer sola. Y las personas, como anda hoy el mundo, no encuentran fácilmente sitio para vivir.

—¿Cuántos?

—De momento, tengo tres.

—¿Y una habitación libre?

—Sí. La que he enseñado al chico. He hecho mal no desconfiando de él.

—¿Qué sabe usted de don Louis?

—Era un hombre pacífico, que no creaba problema alguno. Como trabajaba por la noche…

—¿Sabe usted dónde trabajaba?

—No he tenido la curiosidad de preguntárselo. Se iba por la tarde y volvía por la mañana. No dormía mucho. A veces le tengo dicho que debería dormir más, pero parece ser que todos los que trabajan de noche son así.

—¿Recibía a mucha gente?

—¿Qué quiere usted decir exactamente?

—Usted lee los periódicos…

Había un periódico matutino abierto sobre un velador.

—Ya lo veo venir. Pero primero quiero asegurarme de que no me creará usted molestias con la policía.

Maigret estaba seguro que buscando en los archivos de la policía acabarían encontrando la ficha de aquella mujer.

—Yo no pregono por ahí que tengo inquilinos, ni los marco. No es un crimen. Ello no impide que si van a molestarme…

—Eso dependerá de usted.

—¿Me lo promete? Y óigame, ¿qué grado tiene usted?

—Comisario Maigret.

—¡Bueno! Comprendido. La cosa es más seria de lo que me suponía. Son sus colegas de Costumbres los que me dan…

Y soltó de repente una expresión tan vulgar que hizo enrojecer a Lapointe.

—Ya sé que ha sido asesinado, de acuerdo. Pero no sé nada más.

—¿Qué nombre le había dado?

—Louis. A secas.

—¿Recibía a una mujer morena, de cierta edad?

—Una bellísima persona, no mayor de cuarenta años y que sabe comportarse.

—¿La recibía con frecuencia?

—Tres o cuatro veces por semana.

—¿Conocía usted su nombre?

—Yo le llamaba señora Antoinette.

—En una palabra, ¿tiene usted la costumbre de llamar a las personas por sus nombres de pila?

—No soy curiosa.

—Y, ¿se quedaba mucho tiempo arriba?

—Lo necesario.

—¿Toda la tarde?

—A veces. Otras, solamente una hora o dos.

—¿Nunca venía por la mañana?

—No. Quizá haya sucedido, pero no con frecuencia.

—¿Sabe usted su dirección?

—Nunca se la pregunté.

—¿Sus otros inquilinos son mujeres?

—Sí. Don Louis es el único hombre que…

—¿Y nunca tuvo relaciones con ellas?

—¿Quiere usted decir relaciones de cama? Si se refiere a eso, no. Y le diré que no parecía muy inclinado al asunto. Si lo hubiese querido…

—¿Pero las frecuentaba?

—Hablaba con ellas. Iban a veces a su cuarto a pedirle una cerilla, o un cigarrillo, o el periódico.

—¿Y es todo?

—Charlaban. A veces, también, echaba una partida de cartas con Lucile.

—¿Ella está arriba?

—Lleva dos días de paseo. Es frecuente. Ha debido encontrar a alguien. No olvide que me ha prometido no acarrearme disgustos. Ni a mis inquilinos.

Maigret no repitió que no había prometido nada.

—¿Y no ha venido a verlo nadie más?

—Alguien, dos o tres veces, no hace mucho, preguntó por él.

—¿Una muchacha?

—Sí. No subió. Me dijo que lo avisara que lo estaba esperando.

—¿Y dijo su nombre?

—Monique. Se quedó en el pasillo, negándose incluso a entrar en el salón.

—¿Y él bajó?

—La primera vez estuvo hablando con ella algunos minutos en voz baja, y la chica volvió a irse. Las otras veces salió con ella.

—¿Y no dijo quién era ella?

—Sólo me preguntó si la encontraba mona.

—¿Y qué le contestó usted?

—Que era mona, como lo son hoy todas las chicas a su edad, pero que dentro de algunos años sería un verdadero caballo.

—¿Y qué otras visitas recibía?

—¿No quiere usted sentarse?

—Gracias. Sería una solemne tontería mojar sus cojines.

—Yo tengo la casa todo lo limpia que me es posible. Espere. Vino alguien más, un joven que no dijo su nombre. Cuando subí a decirle a don Louis que estaba abajo, me pareció agitado. Me rogó que la hiciese subir. El chico estuvo arriba unos diez minutos.

—¿Cuánto tiempo hace de esto?

—Era en agosto. Me acuerdo del calor y de las moscas.

—¿Y volvió?

—Vinieron una vez juntos, como si se hubiesen encontrado en la calle. También subieron. El joven se fue en seguida.

—¿Eso es todo?

—Creo que es un buen lote. Y ahora, supongo que también me pedirá que subamos.

—Sí.

—Es en el segundo. La habitación de enfrente a la que le mostré a su ayudante; es la que da a la calle, y que nosotros llamamos la habitación verde.

—Me gustaría que nos acompañara usted.

La mujer suspiró, y subió gimiendo los dos pisos.

—No olvide que me prometió… Maigret alzó los hombros.

—Por lo demás, si se le ocurriese hacerme una cerdada, yo diría en el tribunal que todo lo que le he contado no es cierto.

—¿Tiene usted la llave?

Por la rendija de una puerta, en el piso inferior, Maigret vio a una chica desnuda, con una toalla de baño en la mano, que los observaba.

—Tengo una llave maestra.

Y, volviéndose hacia la escalera, gritó:

—¡No es de Costumbres, Yvette!