Capítulo primero

Los zapatos amarillos

Para Maigret la fecha era fácil de recordar, a causa del cumpleaños de su cuñada, el 19 de octubre. Y era lunes, de lo cual también se acordaría, porque en el Quai des Orfèvres existe la teoría de que es muy raro que alguien resulte asesinado en lunes. Y además, era el primer caso, en el año, con un regusto invernal.

Había llovido todo el domingo, una lluvia fina y fría, y los tejados y las calles aparecían de un color negro reluciente; por los resquicios de las ventanas parecía insinuarse una niebla amarillenta, hasta tal punto que la señora Maigret había dicho:

—Tendré que ir pensando en mandar poner burlete. Hacía lo menos cinco años, Maigret le prometía todos los otoños colocarlo el próximo domingo.

—Harías bien poniéndote el abrigo grueso.

—¿Dónde está?

—Voy a buscártelo.

A las ocho y media de la mañana, los pisos estaban aún encendidos, y el abrigo de Maigret olía a naftalina.

No llovió más durante el día; por lo menos una lluvia visible, pero las calles continuaban mojadas, más grasientas a medida que la gente las iba pisoteando. Y después, hacia las cuatro de la tarde, poco antes de que comenzase a anochecer, la misma bruma amarillenta de por la mañana cayó sobre París, enturbiando las luces de los faroles y de los escaparates.

Ni Lucas, ni Janvier, ni el pequeño Lapointe estaban en la oficina cuando sonó el teléfono. Santoni, un corso, nuevo en la brigada, que había trabajado diez años en la de Juegos, y luego en la de Costumbres, había respondido.

—Es el inspector Neveu, del distrito III, jefe. Pregunta si puede hablarle personalmente. Parece que es urgente.

Maigret ya había descolgado el aparato.

—Escucho, viejo.

—Le estoy telefoneando desde un bar del bulevar Saint-Martin. Acaban de descubrir a un tipo muerto de una cuchillada.

—¿En el bulevar?

—No. No del todo. En una especie de callejón. Neveu, que llevaba mucho tiempo en el oficio, había adivinado en seguida lo que Maigret pensaba. Las cuchilladas, y sobre todo en los barrios populares, nunca suelen resultar nada interesantes; querellas de borrachos, las más de las veces. O arreglos de cuentas entre la gente del hampa, extranjeros la mayoría. Neveu se apresuró a añadir:

—El asunto me parece extraño. Quizá haría usted mejor viniendo. Es entre la gran joyería y la tienda de flores artificiales.

—Voy hacia ahí.

El comisario llevó con él por vez primera a Santoni y mientras viajaban en el cochecito negro de la P. J. camino del lugar del suceso, Maigret casi se sintió incómodo a causa del perfume que emanaba del inspector. Éste, bajito y con los tacones reforzados para aumentar su estatura, se peinaba con mucho fijador y llevaba un grueso diamante amarillo, probablemente falso, en el anular.

Las siluetas de los transeúntes resultaban casi negras en medio de la obscuridad de las calles, y las suelas hacían flic flac contra el pavimento mojado. En la acera del bulevar Saint-Martin había un grupo de unas treinta personas, y se veían dos agentes vestidos con esclavina impidiéndoles avanzar. Neveu, que estaba a la espera, abrió la portezuela del coche.

—Le he pedido al médico que se quedase hasta su llegada.

Era el momento del día en que, en aquella parte populosa de los Grandes Bulevares, la animación estaba en su apogeo. Encima de la joyería, un gran reloj luminoso marcaba las cinco y veinte. En cuanto a la tienda de flores artificiales, que solamente tenía un escaparate, estaba tan mal iluminada, tan descolorida y tan polvorienta, que daba la impresión de que poca gente se aventuraría a entrar en sitio semejante.

Entre las dos tiendas desembocaba una especie de callejón lo bastante estrecho para que apenas uno se fijase en él. Era un simple pasadizo entre dos paredes, sin iluminación, que conducía evidentemente a un patio del tipo de otros muchos existentes en el mismo barrio.

Neveu le abrió un camino a Maigret. A tres o cuatro metros, dentro del callejón, había algunos hombres, de pie, en medio de la obscuridad. Dos de ellos tenían linternas eléctricas. Había que mirar de cerca para reconocer las caras.

Hacía más frío, más humedad que en el bulevar. Había una corriente de aire constante. Un perro, al que en vano intentaban alejar, se colocaba constantemente entre sus piernas.

En el suelo, contra la pared pringosa, estaba extendido un hombre, con un brazo oculto bajo el cuerpo y el otro, terminado en una mano lívida, casi obstaculizando el paso.

—¿Muerto?

El médico del barrio dijo que sí con la cabeza:

—La muerte ha debido ser instantánea.

Como para certificar estas palabras, una de las linternas paseó su círculo luminoso por encima del cuerpo, dando así un extraño relieve al cuchillo que seguía clavado en la herida. La otra linterna iluminó un medio perfil, un ojo abierto, una mejilla arañada por las piedras del muro al caer el cuerpo de la víctima.

—¿Quién lo ha descubierto?

Uno de los agentes uniformados que sólo esperaba aquel momento, se adelantó; sus rasgos se distinguían con dificultad. Era joven, y estaba algo alterado.

—Estaba haciendo mi ronda. Tengo la costumbre de echar un vistazo en todos estos callejones, por las gentes que se aprovechan de la obscuridad para hacer cochinadas. Vi un bulto en el suelo. Supuse que sería un borracho, al principio.

—¿Ya estaba muerto?

—Sí. Creo que sí. Pero el cuerpo estaba aún tibio.

—¿Qué hora era?

—Las cuatro, cuarenta y cinco. Llamé al compañero, y fui enseguida a telefonear al puesto.

Neveu intervino.

—Cogí yo la llamada, y vine inmediatamente.

La comisaría del barrio estaba a dos pasos, en la calle Notre-Dame-de-Nazareth. Neveu prosiguió:

—Encargué a mi colega de avisar al médico.

—¿Nadie ha oído nada?

—Parece ser que no.

Un poco más lejos se veía una puerta, con una imposta débilmente iluminada.

—¿Qué es eso?

—La puerta da a la oficina de la joyería, pero casi nunca la usan.

Antes de salir del Quai des Orfèvres, Maigret había hecho prevenir a los de la identidad judicial, y acababan de llegar los especialistas con su material y sus aparatos fotográficos. Lo mismo que todos los técnicos, sólo se ocupaban de su tarea, sin hacer pregunta alguna, y ahora estaban resolviendo las dificultades que presentaba la estrechez del callejón para su trabajo.

—¿Qué hay en el fondo del patio? —preguntó Maigret.

—Nada. Paredes. Hay una sola puerta, condenada desde hace mucho, que comunica con un inmueble de la calle Meslay.

El hombre había sido apuñalado por la espalda, era evidente, a unos diez pasos de la entrada del callejón. Alguien lo había seguido, sin hacer ruido, y los transeúntes, que discurrían por el bulevar como una verdadera marea, no se habían dado cuenta de nada.

—He mirado sus bolsillos y he retirado la cartera.

Neveu se la tendió a Maigret. Uno de los de la identidad judicial, sin que nadie se lo dijera, alumbró el objeto con una lámpara mucho más potente que la del inspector.

La cartera era corriente, ni nueva ni vieja, de buena clase, sin más. Contenía tres billetes de mil francos y unos cuantos de cien, así como un carnet de identidad a nombre de Louis Thouret, guarda-almacén, con domicilio en el 37 de la calle de los Peupliers, en Juvisy. Había también una tarjeta de elector al mismo nombre, y una hoja de papel en la que había cinco o seis palabras escritas a lápiz, y una fotografía muy vieja de una niña.

—¿Podemos empezar?

Maigret dijo que sí. Hubo fogonazos, ruidos de cámaras fotográficas. La gente a la entrada del callejón había aumentado en número, y la policía pasaba sudores para contenerla.

Los técnicos apartaron después con precaución el cuchillo, que pasó a un estuche especial, y le dieron por fin la vuelta al cuerpo. Entonces pudieron contemplar la cara de un hombre entre los cuarenta y los cincuenta años, y en cuya cara estaba dibujado el estupor.

No había comprendido qué le ocurría. Había muerto sin comprender. Aquella sorpresa tenía algo de tan infantil, de tan poco trágico, que alguien, en la obscuridad, soltó una risita nerviosa.

Su ropa estaba limpia, y era decente. Llevaba un traje obscuro y un abrigo de entretiempo, y sus pies, extrañamente torcidos, estaban calzados con zapatos amarillos, que armonizaban poco con el color del día.

Aparte de los zapatos, era tan corriente que nadie se habría fijado en él por la calle, ni en cualquiera de las numerosas terrazas del bulevar. Y sin embargo, el agente que lo había descubierto, dijo:

—Me parece haberlo visto antes.

—¿Dónde?

—No recuerdo, pero esa cara me es familiar. Ya sabe, una de esas caras con que uno se cruza todos los días sin darle importancia.

Neveu confirmó lo dicho por el agente:

—También a mí me dice algo esa cara. Probablemente trabaja en el barrio.

Pero aquello no les aclaraba qué había ido a hacer Louis Thouret a aquel callejón que no conducía a ninguna parte. Maigret se volvió a Santoni, que había estado mucho tiempo en la brigada de Costumbres. Existe, en efecto, en el barrio, cierto número de maniáticos que tienen buenas razones para buscar el aislamiento. Casi todos son conocidos. A veces se trata de personas que ocupan un importante puesto. De vez en cuando se les echa el guante, pero cuando se ven en la calle vuelven a empezar.

Pero Santoni meneó la cabeza.

—Nunca lo he visto.

Entonces Maigret tomó una decisión:

—Ustedes continúen, señores, y cuando hayan acabado, que lo transporten al Instituto médico-legal.

Y a Santoni:

—Vamos a ver a la familia, si la tiene.

Una hora más tarde, sin duda no habría ido en persona a Juvisy. Pero tenía el coche. Y le intrigaba, sobre todo, la enorme banalidad del hombre y también su profesión.

—A Juvisy.

Se detuvieron el tiempo justo para beber una cerveza en la Puerta de Italia. Y después se metieron por la gran carretera; iban pasando los faros, los enormes camiones cargados. Ya en Juvisy, cerca de la estación, tuvieron que preguntar a cinco personas antes de dar con la calle de los Peupliers.

—Es al final, en la zona de las particiones. Al llegar allí, miren los nombres de las calles en las placas. Todas llevan nombres de árboles.

Recorrieron a lo largo la enorme estación de apartado donde se movían constantemente hileras de vagones de una vía a otra. Veinte locomotoras escupían su vapor, silbaban, crepitaban. Los vagones chocaban unos contra otros. A la derecha se alzaba un barrio nuevo cuyo dédalo de estrechas calles estaba indicado por las bombillas eléctricas. Había cientos, quizá miles, de pabellones aparentemente todos iguales, edificados según el mismo modelo; los famosos árboles que daban nombre a sus calles no habían tenido tiempo a brotar, y las aceras, en algunos sitios, estaban sin pavimentar, y quedaban agujeros negros, montículos de arena, mientras que en otras partes se adivinaban jardincillos donde las flores empezaban a marchitarse.

Calle de las Chênes… Calle de las Lilas… de las Hêtres… Quizá algún día aquello tendría aspecto de parque, si todas aquellas casas mal construidas, que recordaban los juegos de arquitectura, no se disgregaban antes de que los árboles alcanzasen su altura normal.

Tras los cristales de las cocinas, las mujeres preparaban la cena. Las calles estaban desiertas, y había alguna que otra tienda, tiendas demasiado nuevas también, que daban la impresión de estar en manos de aficionados.

—A ver a la izquierda.

Anduvieron dando vueltas durante diez minutos antes de encontrar en una placa azul el nombre que buscaban, y se pasaron de la casa, porque el 37 venía inmediatamente después del 21. Solamente había una luz, en el bajo. Tras la cortina se veía ir y venir una mujer bastante voluminosa.

—¡Vamos allá! —suspiró Maigret mientras bajaba no sin trabajo del cochecito.

Vació la pipa golpeándola contra el tacón. Cuando atravesó la acera, la cortina se movió, y la cara de una mujer se pegó al cristal. No debía estar acostumbrada a ver pararse un coche frente a su casa. Maigret subió los tres escalones. La puerta era de pino barnizado, con adornos de hierro forjado y dos azulejos azul obscuro. Buscó un timbre. Antes de que lo hubiese encontrado, una voz dijo, al otro lado de la hoja:

—¿Qué desea?

—¿La señora Thouret?

—Aquí es.

—Querría hablar con usted.

La mujer todavía dudó en abrir.

—Policía —añadió Maigret en voz baja.

La mujer se decidió a retirar la cadena; se oyó un pasador. Después, por una rendija que sólo dejaba ver una franja de su cara, examinó a los dos hombres que esperaban en el umbral.

—¿Qué desean ustedes?

—Tengo que hablarle.

—¿Y cómo sé yo que son ustedes de la policía? Era casualidad que Maigret llevase su placa en el bolsillo; la mayoría de las veces la dejaba en casa. Se la enseñó, en el rayo de luz.

—¡Bueno! Espero que será verdadera.

Los dejó pasar. El pasillo era estrecho, blancas las paredes, y los plintos y las puertas de madera barnizada. La puerta de la cocina había quedado abierta, pero la mujer los hizo entrar en la habitación siguiente después de dar a la llave de la luz.

Más o menos de la misma edad que su marido, era más gruesa que él, sin dar no obstante la impresión de una mujer gorda. Más bien era de armazón ancha, y estaba cubierta de una carne dura; su vestido gris, sobre el que llevaba un mandil que mecánicamente se quitó, no endulzaba el conjunto.

La habitación era un comedor de estilo rústico, que debía servir de salón, y cada cosa estaba en su sitio, como en una vitrina o como en el mueblista. No había nada dejado al azar, ni aun pipa, ni un paquete de cigarrillos, ni una pieza de costura, tampoco, o un periódico, algo que diese la impresión de que aquella gente pasaba allí parte del día. No los invitó a sentarse, pero miró sus pies para asegurarse que no mancharían el linóleo.

—Les escucho.

—¿Su marido se llama Louis Thouret?

Con las cejas fruncidas por el esfuerzo de intentar adivinar el motivo de su visita, hizo un signo positivo.

—¿Trabaja en París?

—Es subdirector en la casa Kaplan y Zanin, en la calle de Bondy.

—¿Nunca trabajó como guarda-almacén?

—Sí, lo ha sido hace tiempo.

—¿Cuánto, más o menos?

—Hace años. Pero ya entonces era él quien hacía marchar el negocio.

—¿Tiene usted una fotografía suya?

—¿Para qué?

—Me gustaría asegurarme…

—¿Asegurarse de qué?

Y, cada vez con mayores sospechas:

—¿Ha tenido Louis algún accidente?

Mecánicamente, echó una mirada al reloj de la cocina, y se diría que calculó dónde debía estar su marido a aquella hora.

—Ante todo, querría asegurarme que se trata de él.

—En el aparador… —dijo la mujer.

Había cinco o seis fotografías, con marcos de metal, entre ellas la foto de una muchacha y la del hombre encontrado apuñalado en el callejón, pero más joven, vestido de negro.

—¿Sabe usted si tiene su marido enemigos?

—¿Por qué iba a tenerlos?

Los dejó un momento para ir a cerrar el hornillo de gas, pues algo estaba hirviendo en el fuego.

—¿A qué hora suele volver de su trabajo?

—Siempre coge el mismo tren, el de las seis veintidós, en la estación de Lyon. Nuestra hija coge el tren siguiente, pues acaba de trabajar un poco más tarde. Tiene un puesto de confianza y…

—Me veo obligado a pedirle que nos acompañe a París.

—¿Ha muerto Louis?

Los miró circunspecta, como mujer que no soporta que se le mienta.

—Dígame la verdad.

—Ha sido asesinado esta tarde.

—¿Y dónde?

—En un callejón del bulevar Saint-Michel.

—¿Y qué hacía allí?

—Lo ignoro.

—¿Qué hora era?

—Poco más de las cuatro y media, parece ser.

—A las cuatro está siempre en la casa Kaplan. ¿Les ha hablado usted?

—No hemos tenido tiempo, y además no sabíamos dónde trabajaba.

—¿Y quién lo ha matado?

—Es lo que intentamos saber.

—¿Estaba solo?

—¿No cree que haría mejor en ir vistiéndose para venir con nosotros? —dijo Maigret, impaciente.

—¿Qué han hecho ustedes con él?

—A estas horas habrá sido transportado al Instituto médico-legal.

—¿Al depósito? ¿Qué contestar?

—¿Y cómo haré para avisar a mi hija?

—Puede dejarle una nota. La mujer reflexionó.

—No. Pasaremos por casa de mi hermana y le dejaré la llave. Y ella vendrá aquí a esperar a Monique. ¿Necesita usted verla, también?

—Sería mejor.

—¿Adónde deberá ir a encontrarnos?

—A mi despacho, en el Quai des Orfèvres. Sería lo más práctico. ¿Qué edad tiene?

—Veintidós años.

—¿Y no puede avisarla por teléfono?

—No tenemos aparato. Y además, ya habrá salido de la oficina e irá camino de la estación. Esperen un momento.

Se fue por unas escaleras que crujían no de vejez, sino porque la madera era demasiado ligera. Toda la casa daba la impresión de haber sido edificada con material barato, que sin duda no tendrían la oportunidad de envejecer nunca.

Los dos hombres se miraron al oírla ir y venir encima de sus cabezas. Estaban seguros de que se estaba cambiando de vestido, probablemente uno negro, y probablemente arreglándose su peinado. Cuando bajó, cambiaron una nueva mirada: habían acertado. Estaba de luto y olía a colonia.

—Tengo que apagar las luces y que cerrar el contador. Si quieren esperarme fuera…

La señora vaciló ante el cochecito, como temiendo no encontrar sitio. Desde la casa vecina, alguien los observaba.

—Mi hermana vive a dos calles de aquí. El chófer no tiene más que meterse a la derecha, y luego la segunda a la izquierda.

Se diría que ambos pabellones eran gemelos, tanto era su parecido. Sólo variaba el color de los azulejos, en la puerta de la entrada, que eran amarillo melocotón.

—Vuelvo inmediatamente.

Tardó su buen cuarto de hora. Cuando salió, lo hizo acompañada de una mujer que se le parecía como dos gotas de agua y que, también ella, iba vestida de negro.

—Mi hermana nos acompañará. He pensado que podríamos apretarnos un poco. Mi cuñado irá a mi casa a esperar a mi hija. Es su día libre; es revisor de trenes.

Maigret se sentó al lado del chófer. Detrás, las dos mujeres apenas dejaron un huequecito para el inspector Santoni y, de vez en cuando, se les oía cuchichear con voz de confesonario.

Cuando llegaron al Instituto médico-legal, cerca del puente de Austerlitz, el cuerpo de Louis Thouret, según instrucciones de Maigret, seguía vestido, provisionalmente instalado en una camilla. Fue Maigret quien descubrió la cara del cadáver, mirando a las dos mujeres, a las que por vez primera veía a plena luz. Hacía un momento, en la obscuridad de la calle, las había tomado por gemelas. Ahora se daba cuenta que la hermana era tres o cuatro años más joven y que su cuerpo había conservado cierta flexibilidad, sin duda no por mucho tiempo.

—¿Lo reconoce?

La señora Thouret, con el pañuelo en la mano, no se echó a llorar. Su hermana la tenía agarrada del brazo, como para reconfortarla.

—Es Louis, sí. Es mi pobre Louis. Qué poco se imaginaba, esta mañana, cuando me dejó, lo que…

Y de repente:

—¿Y no le cierran los ojos?

—Ahora, puede usted hacerlo.

Miró a su hermana, y las dos daban la impresión de estar preguntándose cuál de ellas se encargaría de hacerlo. Fue la mujer, quien se los cerró, no sin cierta solemnidad, mientras murmuraba:

—Pobre Louis.

Inmediatamente después, se fijó en los zapatos que sobresalían de la sábana con que habían cubierto el cuerpo, y frunció las cejas.

—¿Qué es eso?

Maigret no comprendió inmediatamente.

—¿Quién le ha puesto esos zapatos?

—Eran los que llevaba cuando lo hemos descubierto.

—No es posible. Louis nunca ha usado zapatos amarillos. En todo caso, en los veintiséis años que llevaba casado conmigo. Sabía que no se lo habría permitido. ¿Has visto, Jeanne?

Jeanne hizo una señal de que sí, que lo había visto.

—Quizá haría usted bien en asegurarse de que los vestidos que lleva son los suyos. Porque no hay duda alguna acerca de su identidad, ¿no?

—Ninguna. Pero ésos no son sus zapatos. Yo se los limpio todos los días. Y los conozco, ¿no? Esta mañana estaba calzado con zapatos negros, los de suela doble que lleva para el trabajo.

Maigret retiró del todo la sábana.

—¿Es su abrigo?

—Sí.

—¿Y su traje?

—También su traje. Pero no la corbata; nunca hubiera llevado una tan viva de color; ésa es casi roja.

—¿Llevaba su marido una vida regular?

—Lo más regular del mundo. Mi hermana puede confirmárselo. Por las mañanas, cogía en la esquina el autobús de la estación de Juvisy para llegar al tren de las ocho diecisiete. Siempre hacía el trayecto con el señor Beaudoin, nuestro vecino, que trabaja en las Contribuciones directas. Y en la estación de Lyon, cogía el metro hasta la parada de Saint-Martin.

El empleado del Instituto médico-legal hizo una seña a Maigret, que comprendió y llevó a las mujeres hacia una mesa donde habían colocado el contenido de los bolsillos del muerto.

—¿Supongo que reconoce usted todos estos objetos? Había un reloj de plata con su cadena, un pañuelo sin iniciales, un paquete de cigarrillos negros ya empezado, un mechero, una llave y, junto a la cartera, dos cartones azulados.

Fueron los cartones lo que le llamó inmediatamente la atención:

—Entradas de cine —dijo la mujer.

Y Maigret, después de haberlos examinado, añadió:

—De un cine de actualidades del bulevar Bonne-Nouvelle. Si no me equivoco al leer los números, han servido para hoy.

—No es posible. ¿Estás oyendo, Jeanne?

—Me parece extraño —dijo la hermana con voz reposada.

—¿Quiere usted echar una mirada al contenido de la cartera?

La señora lo hizo, y de nuevo frunció las cejas.

—Esta mañana, Louis no llevaba tanto dinero.

—¿Está usted segura?

—Soy yo quien cada mañana se asegura de que lleva dinero. Nunca lleva más de un billete de mil francos y dos o tres de cien.

—¿Y no pensaba sacar algo?

—No estamos a fin de mes.

—Y de noche, al volver, ¿le salen siempre las cuentas?

—Salvo el precio del metro y del tabaco. Para el tren tiene un abono.

Dudó si meter la cartera en su bolso.

—¿Supongo que la necesitarán ustedes?

—Hasta nueva orden, sí.

—Lo que no comprendo es el cambio de zapatos y de corbata. Y también que a la hora que era no hubiese llegado aún al almacén.

Maigret no insistió, y le hizo firmar los requisitos administrativos.

—¿Vuelve usted a su casa?

—¿Cuándo nos darán el cuerpo?

—Probablemente dentro de uno o dos días.

—¿Le harán la autopsia?

—Quizá el juez de instrucción lo mande. No es seguro.

Miró la hora en su reloj.

—Tenemos un tren dentro de veinte minutos —dijo a su hermana.

Y a Maigret:

—¿Quizá podría usted dejarnos en la estación?

—¿No esperas a Monique?

—Puede volver sola.

Tuvieron que dar una vuelta por la estación de Lyon, y vieron las dos siluetas casi idénticas subir los escalones de piedra.

—¡Qué dureza! —gruñó Santoni—. El pobre tipo no debía divertirse todos los días.

—En todo caso, no con ella.

—¿Qué piensa usted de la historia de los zapatos? Si fueran nuevos, podía haberlos comprado hoy.

—No se hubiera atrevido. ¿No has oído lo que dijo?

—Ni una corbata llamativa.

—Siento curiosidad por ver si la hija se parece a la madre.

No volvieron inmediatamente al Quai des Orfèvres, sino que se pararon en una cafetería para cenar. Maigret telefoneó a su mujer para decirle que no sabía a qué hora volvería.

También en la cafetería había ambiente de invierno, con los sombreros y los abrigos húmedos colgados de las perchas, y las cristaleras empañadas.

Cuando llegaron a la puerta de la P. J., el que estaba de guardia anunció a Maigret:

—Ha preguntado por usted una muchacha. Parece que está citada; la envié arriba.

—¿Hace mucho que espera?

—Unos veinte minutos.

La niebla se había convertido en lluvia menuda y las escaleras siempre polvorientas de la gran escalera estaban marcadas con huellas de pies mojados. La mayor parte de los despachos estaban vacíos. Se veía luz sólo bajo algunas puertas.

—¿Me quedo con usted?

Maigret asintió. Ya que había empezado, Santoni acabaría el caso con él.

En uno de los sillones de la antecámara había una muchacha; resaltaba más que todo su sombrero azul claro. La habitación apenas estaba iluminada. El conserje de la oficina leía un periódico de la noche.

—Es para usted, jefe.

—Ya sé.

Y dirigiéndose a la muchacha:

—¿Señorita Thouret? ¿Quiere venir a mi despacho? Encendió la lámpara de pantalla verde que iluminaba el sillón enfrente al suyo, donde la hizo sentar, y comprobó que había llorado.

—Mi tío me ha dicho que mi padre ha muerto.

No le habló inmediatamente. Igual que su madre, la muchacha tenía un pañuelo en la mano, pero el suyo estaba hecho una pelota, y sus dedos lo manoseaban, de la misma manera que Maigret, de niño, sobaba las bolas de resina.

—Creía que mamá estaba con usted.

—Ha vuelto a Juvisy.

—¿Cómo está?

¿Qué contestar a aquello?

—Ha sido muy valiente, su madre.

Monique era más bien bonita. No se parecía en absoluto a su madre, pero poseía su misma corpulencia. Se notaba menos, porque sus carnes eran más flexibles. Llevaba un sastre bien cortado, que sorprendió un poco al comisario, pues evidentemente no estaba hecho por ella misma, ni comprado en un almacén barato.

—¿Qué ocurrió? —preguntó la chica al mismo tiempo que las pestañas se le humedecían.

—Su padre murió de una cuchillada.

—¿Cuándo?

—Esta tarde, entre las cuatro y media y las cinco menos cuarto.

—¿Cómo es posible?

¿Por qué tenía la impresión de que la chica no era completamente sincera? También la madre había ofrecido una especie de resistencia, pero la cosa no extrañaba, dado su carácter. En el fondo, para la señora Thouret era un deshonor hacerse asesinar en un callejón del bulevar Saint-Martin. La mujer había organizado su vida, no solamente la propia, sino también la de su familia, y aquella muerte no entraba en el marco fijado por ella. Y sobre todo, un cadáver con zapatos amarillos y corbata roja.

Monique más bien parecía prudente, como temiendo ciertas revelaciones, ciertas preguntas.

—¿Conocía usted bien a su padre?

—Pues…, claro…

—Lo conocería usted como todos conocen a sus padres. Pero lo que yo le pregunto es si tenían ustedes relaciones confidenciales, si a veces le hablaba él de su vida íntima, de sus pensamientos…

—Era un buen padre.

—¿Era feliz?

—Supongo.

—¿No lo encontraba usted a veces, en París?

—No comprendo. ¿En la calle, quiere usted decir?

—Los dos trabajaban en París. Ya sé que no cogían el mismo tren.

—No tenemos las mismas horas de oficina.

—Pero a lo mejor, para comer…

—Alguna vez, sí.

—¿Con frecuencia?

—No. Más bien, raramente.

—¿Fue usted a buscarlo a su almacén, entonces?

La chica vaciló.

—No. Nos encontramos en un restaurante.

—¿Le había telefoneado?

—No recuerdo haberlo hecho.

—¿Cuándo comieron juntos la última vez?

—Hace varios meses.

—¿En qué barrio?

—En La Chope Alsacienne, un restaurante del bulevar Sebastopol.

—¿Y lo sabía su madre?

—Supongo que se lo habré dicho. No me acuerdo.

—¿Era su padre de carácter alegre?

—Bastante, creo.

—¿Tenía buena salud?

—Nunca lo recuerdo enfermo.

—¿Amigos?

—Nosotros frecuentamos sobre todo a mis tías y mis tíos.

—¿Tiene usted muchos?

—Dos tías y dos tíos.

—¿Viven todos en Juvisy?

—Sí. Cerca de nuestra casa. Fue mi tío Albert, el marido de la tía Jeanne, el que me dijo lo de papá. Mi tía Celine vive un poco más lejos.

—¿Las dos son hermanas de su madre?

—Sí. Y el tío Julien, el marido de tía Celine, trabaja también en los ferrocarriles.

—¿Tiene usted novio, señorita Monique? La muchacha se turbó ligeramente.

—Creo que no es momento de hablar de eso. ¿Tengo que ver a mi padre?

—¿Qué quiere usted decir?

—Pensaba, por lo que me dijo mi tío, que tendría que ir a reconocer el cadáver.

—Ya lo han hecho su madre y su tía. Sin embargo, si usted lo desea…

—No. Supongo que ya lo veré en casa.

—Una pregunta más, señorita. Alguna de las veces que se encontró usted con su padre, en París, ¿llevaba unos zapatos amarillos?

No respondió en seguida. Para hacer tiempo, repitió:

—¿Zapatos amarillos?

—Unos zapatos de cuero muy claro, si prefiere. En mi tiempo, perdone usted la expresión, se llamaba a esos zapatos caca de oca.

—No recuerdo.

—¿Y tampoco le vio usted nunca una corbata roja?

—No.

—¿Hace mucho tiempo que no va usted al cine?

—Fui ayer tarde.

—¿En París?

—En Juvisy.

—Bueno, no la entretengo más. Supongo que tiene usted un tren…

—Dentro de treinta y cinco minutos.

La muchacha miró su reloj de pulsera, se levantó, y esperó aún un momento.

—Buenas noches —dijo por último.

—Buenas noches, señorita, y muchas gracias. Maigret la acompañó hasta la puerta, que cerró tras ella.