X

A las ocho de la noche, Louis, que iba apuntando sobre un pizarrín, a medida que se producían, las consumiciones del viejo Nalliers, se acercó al granjero de los Mureaux y le dijo en voz baja:

—¡Tendríamos que hacer algo para que no siga bebiendo de esa forma!

Y es que Nalliers padre estaba ya completamente borracho. No había dejado de beber desde la mañana, solo unas veces, en su mesa de la esquina, y otras en compañía de diversos clientes a los que invitaba.

Se hallaba ya en un estado en el que hasta hablar le costaba un evidente esfuerzo.

—¡He oído lo que has dicho de mí, Louis! Y me parece una grosería que insinúes que estoy borracho. Y más aún que lo digas tú. Porque tú, Louis, conociste a mi hijo, y hoy es como si dijésemos la revancha de mi muchacho.

Su cuenta ascendía ya a varios cientos de francos, puesto que fueron muchas las veces en que invitó, a diez o a quince personas, a algunas de las cuales ni siquiera conocía, a tomar lo que les apeteciese.

A las nueve, ya sólo quedaban cuatro personas en el bar, y Louis se decidió, por fin, a poner punto final a todo aquello. Entre un cliente y él cogieron al viejo Nalliers, quien no tenía fuerzas ni para debatirse, y le subieron a un cuarto del primer piso, a aquel, precisamente, donde estuvo alojado, tiempo atrás, Gérard Noirhomme.

Louis, con toda paciencia, le quitó la chaqueta, los pantalones, la corbata y los zapatos y le metió en la cama. Buscó su cartera y, por si acaso, la guardó bajo la almohada del viejo.

Luego, queriendo hacer las cosas bien hasta el final, salió a la plaza, desenganchó al ruano de la tartana y, tras consultar con su vecino, le encerró en las cuadras de la herrería.

A la mañana siguiente, sobre las siete, Louis estaba ya en su negocio, esperando la llegada de la mujer que se ocuparía de la limpieza.

Minutos después oyó pasos por la escalera. Era Nalliers, que, sin lavar ni peinar, con barba de un día, bajaba mirando con asombro, extrañado de encontrarse allí.

—Buenos días, amigo Nalliers. ¿Quiere usted un café bien cargado?

El viejo, acodándose sobre el mostrador, preguntó ante todo:

—¿Qué ha sido de mi caballo?

—Le metí en la cuadra del herrero.

—¿Le darías algo de comer, supongo?

—Ayer noche le di avena. Esta mañana aún no he tenido tiempo de ocuparme de él.

—¿Y cuánto te debo por todo, Louis?

Éste cogió el pizarrín y, enseñándole la larga suma escrita con tiza, le respondió:

—Trescientos sesenta y ocho francos.

La mirada del anciano se volvió dura y desconfiada.

—¿Quieres decir que esa pandilla de cerdos se han bebido trescientos sesenta y tantos francos míos?

—¿Se acuerda usted acaso, señor Nalliers, que desde las diez de la mañana estuvo pagando rondas y más rondas?

El viejo no respondió. Sacó de la cartera cuatro billetes de cien y recogió luego la vuelta.

—¿Quieres enseñarme dónde está el caballo?

Algo después, cuando se hallaba en la plaza unciendo el ruano a la tartana, un gendarme, que venía en su bici desde La Rochelle, paró junto a él para preguntarle:

—¿Podría usted indicarme dónde vive una tal señora Naquet?

—Sí, claro. En esa calle, a la izquierda, casi al final. Es una casuca baja con una puerta verde.

Paró el viejo en su tarea, para mirar, curioso e intrigado, lo que pasaba con el gendarme.

Éste, a pie, con la bici cogida por el manillar, recorrió la corta calle y, llegando a la puerta verde, llamó con los nudillos. Se oyeron ruidos en el interior de la casuca, pero nadie le abrió. Llamó de nuevo, con el mismo resultado negativo, tras lo cual, Nalliers le vio hablar con un vecino de enfrente que. también curioso, se había asomado a la ventana para fisgar lo que pasaba. Desde la plaza se les oyó hablar.

—¡Dígame, por favor! ¿Sabe usted si está la señora Naquet en casa?

—Sí. No la he visto salir aún. ¿Es que no quiere abrirle, acaso?

—Así parece, amigo.

Y volvió a llamar, con más fuerza esta vez, haciendo estremecerse la puerta con sus golpes.

—¡Oiga, oiga! —le avisó el vecino —. ¡La tía Naquet se le está escapando por atrás, por la puertecilla del huerto!

—¿Da el huerto a otra calle?

—No, da al campo directamente. Doble por esa cabecilla a la izquierda y la verá en seguida.

El gendarme dejó apoyada su bicicleta sobre la fachada de la casa y, a buen paso, siguió las instrucciones del otro. Ya frente al campo, divisó en seguida, a unos doscientos metros escasos de distancia, la figura de una vieja enlutada que, paraguas en mano, avanzaba por un sendero con paso menudo y vivo.

El vecino, mientras tanto, avisaba a su mujer.

—¡Vente conmigo! Me parece que vamos a ver un espectáculo divertido...

Si no divertido sí fue, al menos, curioso y extraño.

La tía Naquet, sin volver siquiera la cabeza, seguía alejándose del pueblo con paso cada vez más precipitado, por el caminito de tierra.

El gendarme se adentró también por él, a grandes zancadas, sin querer ponerse a correr, por temor al ridículo.

—¡Señora Naquet! ¡Señora Naquet! Deténgase inmediatamente.

La asistenta se hizo la sorda y siguió su marcha, usando ahora el paraguas a guisa de bastón. Su marcha era, en verdad, cada vez más rápida.

A los vecinos de enfrente se habían ya unido otros varios. Era, así, un gran grupo de curiosos el que se hallaba en la linde del pueblo, dispuestos todos a ver algo inusitado.

El viejo Nalliers no se animó a unirse a ellos, sino que entró de nuevo en el café y, tras contarle a Louis lo que estaba ocurriendo, decidió:

—Vale la pena que me quede un rato a ver en qué para esto. ¡Sírveme un grog entretanto!

La distancia entre la vieja y el gendarme casi no disminuía, con lo cual éste optó ya por echar a correr tras ella, pasase lo que pasase.

Duró sólo un minuto la carrera. La alcanzó justo antes del arroyuelo y la sujetó fuertemente por un brazo.

—¡Suélteme! —aulló la vieja—. ¡Le digo que me suelte!

—Señora, tiene usted que venir conmigo, de modo que es inútil que prolongue este estúpido espectáculo.

—¡Le digo que quite de mí sus puercas manos! ¡Que me suelte!

Sus voces se escuchaban nítidamente desde el comienzo del pueblo.

—¡Déjese ya de gritos y obedezca! Le estoy ordenando que venga conmigo...

—¿Y por qué tengo yo que ir con usted y adonde...?

—Porque le traigo aquí una orden del señor juez de Instrucción, para que se presente hoy mismo ante él, en su despacho.

—¿Y qué maldita cosa quiere de mí el tal juez de Instrucción? ¿Acaso he robado yo, eh? ¿Acaso he cometido algún crimen? ¿No, verdad? ¡Pues entonces!... Y le repito que me suelte de una vez...

El gendarme, lógicamente, seguía aferrado a su brazo, presintiendo que si la soltaba iba a haber una nueva y nada agradable escena de persecución a través del campo. Y, para colmo, con un número de espectadores que cada vez iba en aumento.

El gendarme era un hombretón joven, alto, muy moreno. Era, justamente, el que se ponía colorado cada vez que Viève le miraba.

—Señora Naquet, ¡acompáñeme usted por las buenas, y no tengamos historias!

—¡No me da la gana! Dígale usted a ese juez que si quiere verme que se fastidie y venga aquí. ¡Pues no me faltaría más que gastarme encima un dinero en autobús, tan sólo porque a él se le antoje!

—Escúcheme, señora Naquet...

—¡Ni señora Naquet ni señora nada! Que no voy, le digo...

—Por favor, nos está mirando medio pueblo. Usted va a venir conmigo, le guste o no le guste. Así que, ¿quiere hacerme caso o prefiere que ahora mismo le ponga las esposas y me la lleve, aunque sea a rastras?

Cuando ella vio que sacaba, en efecto, las esposas del bolsillo, pareció intimidarse y cambió de táctica.

—Bueno, bueno, tampoco creo que sea yo una asesina peligrosa como para que me lleve maniatada, vamos... Pero dígame, ¿pagará usted, o el juez ese, el autobús, la ida y la vuelta? Si es así, está bien, iré. ¡Pero sin empujones y sin tocarme!

Dio media vuelta y marchó, decidida y farfullando, en dirección al pueblo, pareciendo ignorar al grupo de vecinos que la observaban con expresión divertida. Al pasar junto a la puerta verde, el gendarme recogió su bici, que casi había olvidado.

En la plaza, se la entregó a Louis para que se la guardase, y montó en el coche de línea tras la vieja. Ella se instaló al fondo muy digna y con cara de enfadada. Él se situó en el primer asiento, junto a la puerta, por si acaso.

El juez de Instrucción aún no había llegado y tuvieron así que esperarle, en su antedespacho, por más de un cuarto de hora, en el cual ni uno ni otra despegaron los labios.

Cuando llegó el juez se extrañó de ver allí al gendarme, al que sólo había encomendado la rutinaria misión de entregar una citación judicial a su destinataria.

—¿Pero ha venido usted con ella?

—¡Fue la única forma de hacerla venir, señor juez! Y le aseguro que no ha sido nada fácil...

Ya en su despacho, comenzó el juez su interrogatorio.

—Veamos, señora Naquet. Según parece, es usted la única persona de Nieul que puede contarnos muchas cosas sobre la muerte de Jean Nalliers...

La mujer siguió mirándole, sin molestarse en contestarle.

—Vamos, hábleme sin temor. Le aseguro que cuanto usted me cuente lo trataré con la mayor discreción y reserva. ¡Vamos, señora! ¿Qué es lo que usted sabe con respecto a tal muerte?

—Nada.

—No diga eso, señora Naquet. Su amigo Gérard Noirhomme nos ha hablado largo y tendido de usted, y de cuanto usted misma le contó cierto día...

—No es cierto.

—¿Qué ha dicho? —quiso aclarar el juez, pues no estaba seguro de haber entendido bien la respuesta, ya que la mujer seguía con su hábito de hablar casi para sus adentros.

—He dicho que no es cierto.

—Puntualice: que no es cierto, ¿qué?

—Que no hay nada cierto. Que yo no he dicho nada a nadie.

—Entonces, hemos de suponer que el tal Noirhomme se ha inventado, él solo, la historia de la claraboya del «viejo granero», ¿no es eso?

Tras media hora de infructuosos intentos, el juez se decidió a optar por el careo.

—Venga usted conmigo.

—¿Me lleva usted a la cárcel?

—Sí.

Hizo el juez una larga pausa, quizá para asustarla, quizá con mala idea, y prosiguió:

—Pero no para dejarla dentro. Vamos a mantener un careo con su amigo Gérard.

Tuvieron que salir a la calle para ir desde el Juzgado a la Prisión. La señora Naquet marchaba al lado del juez, farfullando como siempre.

Entraron en la cárcel. Mientras que el magistrado se dirigía al oficial de Prisiones, pidiéndole ver al preso, la vieja asistenta dio rauda la media vuelta y trató de salir, corriendo, del edificio.

El gendarme de guardia le bloqueó la salida, ante lo cual ella, fracasada, regresó junto al otro.

Se la veía impresionada, quizá ante la idea de que ella, por tal o por cual cosa, pudiera dar con sus huesos allí dentro.

El carcelero abrió la celda de Noirhomme. Éste se hallaba sentado en un pequeño taburete. Vestía una especie de grueso pijama blanco, con anchas rayas azules. Llevaba aún un brazo en cabestrillo y una pierna escayolada, desde la punta del pie hasta casi la rodilla.

El juez se sentó sobre el camastro e hizo seña a la mujer de que hiciese otro tanto.

—Bueno, Noirhomme —comenzó Gonnet—. Aquí te he traído a tu buena amiga Naquet, que está muy contenta de verte.

—¡Mentira! —dijo casi chillando la asistenta, tras lo cual se puso en pie y quedó plantada muy cerca de la puerta.

Gonnet la dejó que se quedase así, si tal era su deseo, y siguió hablando con el detenido.

—Usted reconoció, por fin, el otro día, que no ayudó a la señora Pontreau a tirar a su yerno por la claraboya, ¿no es cierto?

—Sí, señor, así es.

La Naquet tuvo un estremecimiento y miró al juez con auténtico estupor.

—Incluso me dijo —añadió el magistrado—, que durante el día de autos no sabía nada de que así se hubiera producido la muerte de Nalliers. Que, por el camino que va de la finca al pueblo, se encontró con la señora Naquet, de regreso hacia su casa, y que iba, según usted pudo apreciar, tremendamente excitada... ¿Sigo bien?

—Sí, señor, exactamente —hubo de reconocer Gérard.

—Lo celebro. También me informó de que durante ese recorrido de vuelta, que hicieron juntos, ella, es decir, la referida señora Naquet, hablando a media voz, más consigo misma que con usted, dejó entender que ella podría ya vengarse de las Pontreau cuando le viniese en gana. Incluso, según su testimonio, hasta se refirió a la guillotina. Y todo ello provocó en usted una gran curiosidad y un deseo de conocer bien el tema...

La asistenta, sin despegar los labios, miraba cada vez con más asombro al juez de Instrucción.

—Y así, poco a poco, juntando frases, tirándola de la lengua, usted fue haciéndose su composición de lugar. Las extrañas afirmaciones de la Naquet sobre su fácil posibilidad de obtener, cuando quisiera, grandes sumas de dinero, le olió a chantaje. De ahí a deducir que la señora Pontreau era quien había asesinado a su yerno, y que la asistenta fue testigo presencial del hecho, no había ya más que un paso. Pero lo que no entiendo es por qué, cuando usted la acusó, se declaró espontáneamente cómplice del hecho...

—¡Porque pensé que si la hubiera acusado a ella sola nadie me hubiera creído! Quizá así la haría hablar, y yo siempre tendría tiempo para desdecirme de mis declaraciones...

—Bien, le entiendo en principio. Pero, ¿por qué necesitaba acusarla? No sería por simple espíritu de justicia,..

—No. Por supuesto que no... No lo sé... Quizá por pura rabia, por pura indignación... Pensé que yo, un pobre desgraciado, me iba a pudrir en la cárcel por un simple intento de robo, mientras que ella, tras cargarse a su yerno, iba a disfrutar, encima, de su finca y de su dinero. ¿Me comprende?

—Sí, le entiendo. Y usted, señora Naquet, ¿qué tiene ahora que contarnos?

Miró la mujer a uno y a otro con auténtico desprecio y luego, escupiendo cada palabra, dijo:

—¡Que es mentira!

—¿Qué es lo que es mentira, vamos a ver?

—¡Todo, todo mentira, una completa mentira!

—¿No vio usted, acaso, cómo la señora Pontreau tiraba, por la claraboya del viejo granero, el cuerpo de su yerno, inconsciente bajo los efectos de una de sus crisis?

—¡No, no lo he visto!

—Entonces, ¿por qué, desde aquel día, ha repetido usted cientos de veces que podría tener mucho dinero en cuanto quisiera?

—Porque...

—¿Por qué, dígame, por qué?

—Por nada.

Noirhomme miró al juez, mientras se encogía de hombros en un gesto vago.

—¿Se reitera usted en que no vio la escena que acabo de relatarle?

Dijo que sí la Naquet, con la cabeza.

—¿Y será capaz de repetir, bajo juramento, que no ha dicho a Noirhomme nada de cuanto éste nos ha relatado?

Nuevo sí con la cabeza.

—¿Sabe que puedo encausarla, y condenarla, por falso testimonio?

Esta vez se limitó a encogerse de hombros.

No era posible sacar nada en limpio de ella, por lo cual el juez se levantó.

—En cuanto a usted —dijo, dirigiéndose ahora a Gérard—, ¿se mantiene y reafirma en sus últimas declaraciones?

—Yo repito, cuantas veces quiera usted, que yo no vi nada de nada, y que fueron sólo las palabras de la tía Naquet las que me hicieron suponer que algo sucio había en todo aquello...

—¿Suponer?

—¡Claro que suponer tan sólo! ¡Como que yo ni estuve allí cuando pasó ni vi nada! Por tanto...

—¿Ha supuesto usted, Noirhomme, en algún momento, que a un juez de Instrucción se le pueda tomar impunemente el pelo?

—¡No, por favor, señor juez! ¡Yo no he intentado nunca tal cosa!

Dio el juez bruscamente la vuelta, golpeó en la puerta para que le abriesen, y ordenó a la mujer:

—¡Vamos, sígame!

Ya en el pasillo, le ordenó:

—Ahora pasará usted a firmar su declaración, y piense bien lo que declara y lo que firma. ¡Recuerde lo que puede pasarle si lo hace en falso!

Ya en su despacho, el juez dictó al secretario las preguntas y las respuestas que, en la celda, se habían cruzado. Luego tendió una pluma a la Naquet. Y ella, sin dudarlo, estampó su firma.

—¡Ya puede marcharse!

—Perdone... pero es que el gendarme me prometió que ustedes me abonarían el precio de los dos viajes del autobús...

El señor Gonnet sacó de su propio bolsillo unas monedas y las puso en su mano.

—¡Y ahora ya, lárguese de una vez!

A la vista de todo ello, no quedaba nada, absolutamente nada contra las Pontreau. Era indudable que de la señora Naquet no se podría nunca sacar nada en claro. Pruebas materiales no se podían lograr. Los nuevos granjeros se habían instalado ya en el Pré-aux-Boeufs y habían hecho obras en casi todas las edificaciones.

El señor Gonnet, con auténtico abatimiento, telefoneó al capitán de la Gendarmería.

—Capitán, ¿hay alguna noticia de la jovencita?

Se perdían sus huellas en Bordeaux. Pero en una gran ciudad como aquélla, una pareja que no se mezclase en problemas podía vivir largos años sin ser descubierta. No cabía más que una posibilidad: se sabía que Albert Leloir tan sólo contaba, cuando se fue con la chica, con cuatrocientos francos, que eran todo su capital. Algo tendría, pues, que hacer, para poder seguir subsistiendo.

Ya en Nieul, la señora Naquet bajó del autobús y se dirigió calmosamente hacia su casa, mirando a las gentes con quien se cruzaba, cara a cara.

En cuanto al padre Nalliers, el primer grog marcó el signo de la jornada. Después otro, y otro, y otro.

Cuando el nuevo granjero del Pré-aux-Boeufs pasó delante del café, llevando del ronzal a un mulo, camino de la herrería, él le llamó:

—¡Venga aquí a beber algo conmigo! Ésta va a ser, como si dijésemos, la ronda de mi hijo, puesto que es usted quien le ha reemplazado allá abajo.

Invitó también, sucesivamente, a otros más. Como en el día precedente.

La tempestad había, por fin, cesado. El cielo se iba despejando y las gentes del pueblo se ocupaban, en la costa, de reparar los daños causados por la galerna.

—Supongamos —decía Nalliers— que yo me encuentro, ahí mismo, en la plaza, a esa bruja de la Pontreau. ¡Me oiría bien claro! Le pasaría por las narices que si viven y si comen es gracias a mis francos...

Estaba, otra vez, con su letanía ya varias veces repetida.

Tras del granjero, le tocó el turno al secretario del alcalde, que tuvo la desafortunada idea de entrar, en aquel momento, en el bar.

Louis ya comenzaba a suponer que la borrachera duraría hasta la noche y que sería preciso, de nuevo, acostarle en el cuarto de arriba.

Pero a eso de las cuatro, el viejo Nalliers se levantó de la silla, y aún tambaleándose, anunció que iba a ponerse en camino, ya que al día siguiente tenía que acudir, sin falta, a la feria de ganado de Aigrefeuille. Sus oyentes se miraban entre sí, preguntándose, sin duda, si sería capaz el viejo Nalliers de llegar hasta su casa en tal estado. Pero tampoco estaba el hombre como para contradecirle.

Le ayudaron a subir a su tartana. El jaco, harto de estar allí parado, parecía nervioso. Louis, aunque aún había luz suficiente, encendió los dos faroles del carricoche, por si luego el viejo no se acordaba de hacerlo.

Y tras ello, dando una voz al caballo, el padre Nalliers se fue alejando del pueblo.

—¡Ojalá que llegue bien! —dijo alguien.

—Llegará, no lo dude. Nalliers padre es un duro... Si su hijo lo hubiera sido tan sólo la mitad que él...

El anciano, medio adormilado, llevaba como podía las riendas. Pero el caballejo sabía sobradamente el camino y, con la querencia de su cuadra, no precisaba que le dirigiesen.

Volvió Louis, con los otros, a entrar en el café, bien caliente gracias a la estufa. Poco a poco, el tema Nalliers se fue olvidando, y comenzaron entre ellos a considerar la posibilidad de dirigir una instancia a los poderes públicos, pidiendo ayuda económica con que hacer frente a las pérdidas que la galerna y la tempestad les habían causado.

El doctor paró su coche frente al bar. Descendió de él, se asomó a la puerta y pidió:

—Louis, ¿querrías echarme diez litros de gasolina?

El padre Nalliers, cerca ya de su casa, se despertó súbitamente por los efectos de un bache. Le sorprendió ver que ya era de noche y pensó en encender los faroles. Mas al verlos ya encendidos, y tras rumiar la idea, farfulló:

—¿Quién habrá sido el cerdo que me los encendió cuando aún no era de noche?

Poco después llegó a su casa, tremendamente cansado. En la boca tenía aún el sabor amargo de la bebida. Y en la mente, el recuerdo, más amargo aún, del dinero que le había costado su día y medio de borrachera.

* * *

Por su parte, Viève y Albert Leloir no estaban en Bordeaux, donde tan sólo pasaron dos horas, sino en Lyon. Y allí, desde luego, no les buscaba la policía.

Pensaban tan poco en esa contingencia que ni siquiera trataban de esconderse. Incluso cuando Albert, falto de recursos, tuvo que empeñar su reloj de oro en el Monte de Piedad, lo hizo dando su verdadero nombre.

Viève tenía fiebre todos los días. Desde que se instalaron en el «Hôtel des Saints-Péres», permaneció en la cama, con las mejillas ardientes, la mirada brillante y las manos sudorosas, mientras que Leloir recorría la ciudad en busca de trabajo. No intentaba hacer gestiones en los Bancos, puesto que sabía que le pedirían informes y él no podía sacar a relucir, para nada, su puesto en La Rochelle. Leía, en la prensa, los anuncios de trabajo y visitaba luego aquellas direcciones, una tras otra.

Habían alquilado, en el Hotel, una habitación con dos camas. Frente a la denuncia de la madre Pontreau, de corrupción de una menor, lo cierto era que aún no había hecho vida marital la pareja.

—¿Estás dormida, Viève?

—No, Albert.

—¿En qué piensas?

—En nada y en todo, ¿me comprendes?

—¿Tienes confianza en mí?

Viève no lloraba. No se desesperaba tampoco. Pero le había afectado tanto todo lo sucedido que aún no había hallado fuerzas para reaccionar frente a ello.

Al día siguiente, sobre las doce, hizo Albert su entrada en el Hotel, triunfante, con una amplia sonrisa en el rostro. Traía, en unos paquetes, no menos de diez francos de jamón, una docena de pasteles e incluso una botella de vino de marca.

—¡Adivina, Viève!

—¿Has encontrado un trabajo?

—Sí. Pero ¿un trabajo de qué?

—No lo sé. Te veo tan feliz que no logro adivinarlo. ¿Quizá en un Banco?

—¡Una plaza de director, Viève! —le explicó con gran orgullo.

—¿Director? ¿Pero cómo ha sido eso?

—Director de una oficina. El único problema, Viève, es que no es aquí en Francia, cariño, sino en el Gabón.

—¡Mejor, Albert, mejor que sea tan lejos!

—He firmado el contrato ya, Viève. Me han anticipado cinco mil francos para equiparnos. Y tenemos que estar allí antes de un mes.

—¿Tenemos, Albert? ¿De verdad quieres llevarme contigo?

—¡Pues claro, cariño! La compañía paga mi viaje y el tuyo también, con una sola condición: que nos casemos antes...

Viève saltó de la cama y le abrazó amorosamente.

Lina idea pareció, de pronto, cortar su alegría.

—Albert, ¿podremos hacerlo siendo yo menor?

—Bueno... no sé. Habrá que verlo. En todo case, ¿no podrías escribir a tu madre pidiéndole la autorización necesaria?

Viève quedó reflexionando. Denegó con la cabeza y, tras suspirar hondamente, le pidió:

—Albert, por favor, ¿no podrías encontrar otro sistema?

—Lo buscaré, mi amor. Buscaré lo que tú quieras. Pero ahora, cariño, vamos a tomar nuestro almuerzo, libres, ¡por fin!, de preocupaciones...