VIII
A las once de la mañana de aquel mismo día, Viève empujó la puerta del Banco y se quedó parada ante las ventanillas. Un gran reloj marcaba un círculo blanco sobre la madera que recubría las paredes.
Cuatro empleados, al otro lado del mostrador, se ocupaban en hacer anotaciones en sus grandes libros contables.
Al entrar Viève, todos ellos levantaron la cabeza y se quedaron observándola. La muchacha se dirigió recta hacia la ventanilla en cuyo cristal se leía «Descuento», que era la que ocupaba Albert Leloir.
—¿Puedo hablar contigo unos instantes, Albert? —preguntó al muchacho.
Éste llevaba una vieja chaqueta gris que era la que se ponía, cada día, al llegar al Banco. Miró hacia el reloj y contestó:
—Espérame unos minutos en la esquina y en seguida salgo.
Viève tuvo que esperarle casi un cuarto de hora, en cuyo tiempo dio cien pasos nerviosos, de arriba para abajo. Había pasado una mañana, en la librería, cargada de nervios y de violencia. La recordaría siempre como una auténtica pesadilla.
Viève, al entrar en su trabajo, aún no sabía nada de aquel extraño asunto que, sin embargo, tanto le afectaba. Sus compañeras no le dijeron, tampoco, ni media palabra. Pero, ello no obstante, Viève se percató, aún sin comprenderlo, de que tanto el dueño del negocio como las otras vendedoras, sobre rehuirla, la miraban como con miedo, con desconfianza.
Llegó a pensar, dando vueltas a todo aquello, que alguien la había visto en una de sus apasionadas despedidas con Albert, y que juzgaban su conducta de escandalosa.
Un vecino de Nieul entró a comprar algo. Viève, que le conocía, se fue hacia él dispuesta a atenderle. Pero el cliente, ignorándola, se dirigió hacia otra vendedora que se hallaba tras el mostrador, en el rincón más opuesto.
—¡Señorita Geneviève!
Cuando el patrón llamaba a alguna de las chicas a la oficina, solía ser para echarles una reprimenda.
—Usted no ha disfrutado este año, todavía, de sus vacaciones, ¿no es así?
—Bueno, tomé tan sólo tres días por Semana Santa, señor...
—Pues tómese el resto ahora.
—Es que desearía reservar ocho días para fin de año porque...
—Le agradeceré que empiece a tomarse todo el resto en este mismo momento.
Hizo un hincapié clarísimo sobre las cuatro últimas palabras. En este mismo momento. Aquello era en verdad inusitado, y Viève no comprendía nada de lo que estaba pasando. Encima de la mesa del despacho del jefe había un ejemplar de «La Petite Gironde», con una serie de párrafos recuadrados, a lápiz, por una marca roja. Pero a Viève no se le ocurrió, ni por asomo, que aquello pudiese atañerle.
—Perdone, señor, pero yo, en esta época, no sabría qué hacer con mis vacaciones...
El patrón se impacientó.
—Lea este artículo del periódico. Voy a dejarla sola unos instantes para que lo haga. Y luego, espero que usted misma sepa comprender lo que le toca hacer...
Lo que le tocaba hacer... ¿Qué iba a hacer la chiquilla, tras leer aquello que le pareció la más vil de las calumnias y de las monstruosidades? Pues correr hacia el Banco. Correr hacia Albert, quien sabría aconsejarla y tranquilizarla.
Apareció, por fin, Albert en la puerta del Banco. Fue hacia ella, la cogió, como siempre, del brazo y la obligó a doblar con presteza la primera esquina.
—¿Te has enterado de todo ese absurdo, Albert?
—Sí. Lo he leído en el periódico.
—Albert, he tenido una escena horrorosa en la librería. ¡No quiero volver a Nieul, Albert, por nada del mundo! No sé lo que voy a hacer, pero...
Él, con paso vivo, trataba de que ambos se alejaran pronto de la zona céntrica.
—¿Tienes un rato libre para mí, Albert?
—Sí, he pedido permiso hasta mañana.
Llegaron a los muelles. En un cierto momento, Viève paró en seco e hizo detenerse a su acompañante, tirándole del brazo. Acababa de divisar a su madre, que se alejaba, con su bolsa de la compra bien repleta, calle abajo.
—Haré lo que sea, Albert, pero no quiero volver a mi casa...
Desde los bous, los pescadores desembarcaban los cestos llenos de plateados peces. La vida, allí, seguía su ritmo cotidiano y rutinario. Nadie parecía ocuparse de la pareja.
Durante un buen rato, Albert marchó en silencio, con la mirada baja, pensando qué solución podría haber para ellos. Por fin, se paró en seco, volviéndose hacia la muchacha. Con sus manos, la cogió por los hombros y, mirándola rectamente a los ojos, le propuso:
—¿Quieres venir a vivir conmigo?
Ella no lo sabía. Tan sólo tenía la certeza de que si Albert, su único apoyo, la fallaba, todo su mundo se derrumbaría. Se reclinó en su hombro y lloró desconsoladamente.
Cuando logró calmarla, volvió a cogerla del brazo y, muy juntos, se pusieron de nuevo en marcha. Albert vivía en la casa de sus padres, al otro lado de la vía férrea. Encargó a Viève que le esperase junto al puente, a cien metros escasos de su hogar, y se dirigió solo hacia él.
Un cuarto de hora después regresó y le dijo escuetamente:
—¡Listo!
Había ido a su casa a coger sus pequeños ahorros. Cuatrocientos francos, que era cuanto poseía.
Juntos, regresaron al barrio del puerto y deambularon por él, hasta encontrar un Hotel con indudables trazas de barato.
Leloir no tenía práctica en esta clase de asuntos, y, así, dio demasiadas explicaciones al hombre del hotel, quien, por supuesto, no le había pedido ninguna.
Dejó a Viève en la sórdida habitación y bajó a comprar pan y algo de fiambre. Cuando regresó, un rato después, Viève, echada de través sobre la cama, dormía.
Era el instante justo en que su madre llamaba por segunda vez a la puerta de la habitación de Gilberte sin obtener respuesta.
Al caer la tarde, se cerraron, como de costumbre, las contraventanas en el caserón gris de las Pontreau. Ya no había nadie frente a su puerta, y el gendarme se había sentado en uno de los escalones.
Hermine, a lo largo de la tarde, había vuelto a llorar diez o doce veces, y sus ojos y su nariz estaban cada vez más enrojecidos. Pero, en cambio, no había tenido valor para preguntar a su madre si aquellas acusaciones eran ciertas.
—Hermine, ¿no piensas preparar la cena?
—No puedo, mamá, me es imposible.
—¿Qué es lo que no puedes? ¿Hacer una vulgar sopa?
—No, mamá. Comer es lo que no puedo. Tan sólo de pensarlo me dan arcadas... No quiero ni ver siquiera la comida...
Y Viève, por su parte, no volvía a casa, a pesar de que su hora acostumbrada ya había pasado... ¡Y Gilberte, que seguía obstinadamente encerrada!
Dio un amplio suspiro. Se pasó las manos por la cara, como para serenarse, y luego buscó, en el gran armario donde aún guardaba cosas de su difunto marido, un pequeño libro de tapas rojas.
Con él ya en la mano, tomó asiento y comenzó a hojearlo. Era el Código Penal. Cuando halló lo que buscaba, se hizo con un papel y un lápiz y fue tomando ciertas notas, con su escritura pequeña y apretada.
De vez en cuando, levantaba la cabeza y se quedaba escuchando.
—No se oye nada, ¿verdad, Hermine?
Ésta denegaba con la cabeza.
—Ya no me cabe duda de que Viève tiene novio. De otra forma no tardaría tanto en llegar a casa por las tardes...
Después de tal reflexión, se puso en pie y comenzó a poner, ella misma, la mesa para la cena, con todo esmero, sin olvidar los puestos de Viève ni de Gilberte.
Volvió luego a subir la escalera y llamó a la puerta de su hija.
—Gilberte, ¿vas a bajar a cenar con nosotras?
No hubo respuesta.
—¿Prefieres que te suba la cena aquí, a tu habitación?
Nuevo silencio. No podía estar dormida, por cuanto desde fuera se la oía moverse por su dormitorio.
—Gilberte, ¿te niegas a abrirle la puerta a tu madre?
Esta vez se oyeron claramente sollozos, al otro lado de la puerta y el sonido brusco del somier, como de un cuerpo que se derrumba sobre la cama.
La señora Pontreau desistió. Volvió al comedor y vio que Hermine había ocupado la habitual plaza de Gilberte sobre el sofá verde. Tampoco ella quiso cenar.
Le causaba una auténtica molestia física el ver a su madre, sentada a la mesa, ella sola, tomando la frugal cena con el pausado ritmo de los otros días. Parecía que, para ella, no estuviera ocurriendo nada.
Cuando acabó, recomendó a la muchacha:
—Anda, Hermine, vete a acostar.
—¡No! No puedo ni pensar en hacerlo...
—¿Y vas a estar levantada toda la noche? ¿A santo de qué?
—No lo sé. Pero prefiero quedarme aquí antes que subir a mi cuarto.
¿Se daba cuenta acaso la señora Pontreau de que ella misma era la que provocaba el miedo en su hija?
Sin hacer comentario alguno, quitó la mesa, se acercó a la puerta de la calle y, sin abrirla, trató de oír los ruidos del exterior. Se escuchaba el rumor de la conversación de varias personas, a unos veinte o treinta metros del portal, mas no consiguió entender lo que decían.
La casona estaba en pleno silencio, y así permaneció durante toda aquella difícil noche. Hermine terminó por dormirse sobre el sofá, sin apagar la luz, mientras que la madre subió, cansada ya de esperar a Viève, a acostarse en su propio dormitorio.
Cuando bajó, ya de mañana, tenía unas grandes ojeras, pero su expresión se mantenía en calma. Se había aviado con todo cuidado, poniéndose, incluso, su mejor ropa de salir.
Sin fe, llamó una vez más a la puerta de su hija.
—Gilberte, ¿estás despierta? ¿Quieres ya abrirme?
Ante el obstinado silencio, desistió.
Hermine, despeinada, con las huellas en el rostro de una mala noche, preparaba el café en la cocina.
La señora Pontreau abrió los postigos, dejando que entrase en la casa la luz del nuevo sol.
—¿Vas a salir acaso? —inquirió Hermine al ver que su madre se estaba poniendo el abrigo y el sombrero.
—¿Y por qué no iba a salir, si puede saberse?
Y salió, efectivamente. Cruzó el pueblo con paso
tranquilo y aire orgulloso, hasta llegar a la parada del autobús, en plena plaza.
La Marie debía dormir o estar ausente, ya que era una vieja vecina de ella quien barría el pasillo y la puerta de la casuca.
En espera del autobús, se hallaban también, ante el café de Louis, dos empleados, una mecanógrafa y un obrero que trabajaban en La Rochelle.
Algo antes de que la señora Pontreau llegase hasta ellos, se le acercó un gendarme, quien, con aire tímido y violento, le sugirió:
—Perdóneme, señora Pontreau, pero ¿no cree usted que sería más conveniente que, por esta vez, hiciese usted el viaje a la Rochelle en un taxi?
—¿Y por qué tengo yo que hacer tal cosa, habiendo un coche de línea?
El hombre pareció buscar las palabras.
—Bueno, yo pienso que... que tal vez eso evitaría que...
—Mire. Vamos a ser claros. Para ir a La Rochelle y para regresar, siempre he tomado el autobús, siempre. Y no veo ahora ninguna razón para hacerlo de otra forma, ni tengo miedo de nadie, ni el menor motivo para tenerlo, ¿me entiende?
El gendarme se encogió de hombros y se retiró sin saludarla tan siquiera.
Efectivamente, no pasó nada en el trayecto. Tan sólo el obrero, al subir al autobús, murmuró algo entre dientes, algo que nadie entendió y aquello fue todo.
A las nueve en punto, la señora Pontreau entraba en el bufete de un procurador de La Rochelle. Un hombrecillo ya mayor, de pelo casi plateado de puro blanco, en cuya solapa lucía la roseta de la Legión de Honor.
—Siéntese, señora, por favor.
Lo dijo por pura fórmula, ya que ella se estaba ya sentando, sin esperar a que nadie se lo pidiese. Una vez instalada, sacó de su bolsa un papel en el que había escrito numerosas notas.
—Sin duda, sabe usted quién soy, ¿verdad, señor procurador?
Éste asintió con un gesto de cabeza, mientras limpiaba sus gafas con una pequeña gamuza.
—Bien. Así es mejor, puesto que podemos ir ya derechos al grano. Quiero que presente usted, en mi nombre, una querella contra ese individuo...
Tuvo que consultar sus notas.
—...contra el tal Gérard Noirhomme...
—¿Por calumnia? —sugirió él.
—Por calumnia, difamación y falso testimonio —remachó ella —. Y además deseo, con precisión absoluta, que tal querella esté presentada, donde y como proceda, hoy mismo, antes del mediodía.
El anciano estaba inquieto, tal vez inseguro.
—Supongo, señor, que habrá usted ya comprendido mis motivos.
—Pues he de confesar que no, señora. Sobre todo la prisa...
—He recibido una citación, según la cual hoy, a las tres de la tarde, he de presentarme ante el juez. Como testigo, no me dejarán ver el expediente, ni tendré derecho a la asistencia de un letrado. Mientras que si yo, a mi vez, he presentado antes una querella, y me he convertido así en parte civil...
—Sí, es cierto. ¿No tiene usted un abogado que, habitualmente, se ocupe de sus asuntos?
—No. Nunca lo he necesitado hasta ahora. Por eso le pido que me designe usted uno...
—Bueno, bueno... Hay uno aquí, en La Rochelle, de primera fila, pero...
Le cortó en seco.
—Yo no necesito una lumbrera del foro. Prefiero, por el contrario, un abogado que esté empezando. Pero es que hay más. Debo presentar igualmente otra querella, por corrupción de una menor.
Una hora larga duró la conversación entre ambos. Cuando el procurador salió a despedirla, a la puerta, su frente se hallaba perlada de sudor.
De allí, la señora Pontreau se dirigió al bufete del abogado que el procurador le recomendaba y su entrevista con él se prolongó por casi dos horas. Él, y sus pasantes, hubieron de hacer, con la rapidez que su dienta reclamaba, las instancias, formularios y trámites que el caso exigía.
Al sonar las campanas del mediodía, la señora Pontreau, con sus gestiones ya hechas, se sentó a la mesa de un restaurante de mediana categoría y ordenó al camarero que acudió a servirla.
—El menú del día.
Se daba cuenta de que, allí también, todo el mundo la observaba con malsana curiosidad y que se cruzaban, entre ellos, cuchicheos a su costa.
Pero se mantenía serena y altiva, como pretendiendo ignorarlo.
Por su causa, se quedaron aquel día sin almorzar el propio juez, el capitán de la Gendarmería y, por supuesto, el procurador y el abogado que iban a representarla. El teléfono funcionaba sin descanso. Por tres veces, en la mañana, el capitán llamó a sus subordinados en Nieul, para cerciorarse de que todo, allá, seguía sin problemas.
El juez, a las dos y media de la tarde, se sentó en una esquina de la cama que ocupaba Noirhomme, y le pidió que se ratificase o se retractase de sus anteriores acusaciones.
El herido iba mejorando, pero seguía aún medio inmovilizado por la escayola. Pero sus ojos seguían devorando a la bien formada enfermera cada vez que se le acercaba.
—¡Pues claro que lo mantengo!—pronunció por fin—. ¿Es que hace falta que lo firme otra vez, acaso?
Hasta las tres menos diez, la señora Pontreau siguió sentada a la mesa, en el restaurante en ese momento, pagó su cuenta, dio veinte céntimos de propina al camarero y a las tres en punto se hallaba ya en el Juzgado. Un joven, no muy atildado precisamente, salió raudo a su encuentro, con una gruesa cartera bajo el brazo. Era su abogado, el letrado Gleize, quien, tras presentarse, se ofreció a acompañarla en todos los trámites.
Pero ella opinó en distinta forma.
—Por ahora no. En principio, pasaré yo sola a ver al juez que me ha citado. Usted espéreme aquí, y yo le haré llamar tan pronto como le necesite.
Y así lo hizo. El juez Gonnet la recibió cortés. Tras rogarle que tomase asiento, le pidió que fuese tan amable de esperar unos minutos, mientras firmaba unos documentos urgentes.
Quizá con eso tratase de ponerla nerviosa, de resquebrajar la impresionante seguridad que la mujer aparentaba.
Pero, al cabo de diez minutos, no pudo prolongar ya más el pretexto y abordó el tema.
—Veamos. Usted es la mujer llamada Francoise-Anne-Germaine Pontreau, cuyo apellido de soltera era Dubosc?
—Yo soy la señora Pontreau.
El juez era un hombretón alto y grueso, con aspecto de buen vividor, y en cuyos rasgos se traslucían sus orígenes campesinos. Llevaba un bigote de puntas y una pequeña barbita, muy fin de siglo.
—Supongo que sabe usted por qué ha sido citada para declarar.
—¡Perdón, señor juez! Pero tenía la impresión de que usted ya sabría, a estas horas, que yo no estoy aquí como testigo, sino en calidad de querellante. Por lo cual desearía, antes de responder a la menor pregunta, tener exacto conocimiento del expediente.
Hablaba en voz baja, tranquila, casi monótona.
El juez se había preparado debidamente para esta entrevista, que preveía desagradable. Durante una hora había cambiado impresiones con el procurador general, pero, por lo que iba viendo, tenía a alguien, frente a él, dispuesta a hacerlo todo por el camino más difícil. Maquinalmente, empezó a llenar su vieja pipa. Pero ante el gesto de desaprobación que leyó en la cara de la señora, se abstuvo de encenderla.
—Evidentemente... evidentemente —exclamó para ganar tiempo.
Pero ella siguió su ataque.
—Me veo en la obligación, señor juez, de hacerle saber que, según yo, todo este asunto, si es que hay realmente alguno, ha sido llevado hasta ahora por la Justicia con una ligereza inexplicable, lo que me obliga, naturalmente, a hacer reserva de todos mis derechos. Usted mismo acaba de decirlo. Yo soy una Dubosc, de los Dubosc de Saintes, emparentada así, si no me equivoco, con su propia tía. Pues, a pesar de ello, han bastado unas palabras de un malandrín, al que por vago y borracho tuvo que despedir mi finado yerno, para que la Gendarmería se crea con derecho a poner a la propia Prensa, a todo Nieul y aun a La Rochelle, en estado de efervescencia. Antes de que yo, la interesada, tuviese la menor noticia, ya el diario local publicaba un artículo, con grandes titulares, dando casi por sentada ya mi culpabilidad. Y es fácil suponer que tal información sólo les ha podido llegar de los medios oficiales.
—Sí, reconozco que la Prensa ha obrado con excesiva precipitación.
—Perdón. La Prensa es sólo un aspecto del problema. Pero el fundamental es, para mí, la indiscreción con que la justicia o el orden ha actuado. Y, por supuesto, le repito que en uno y otro aspecto, estoy dispuesta a hacer valer mis derechos.
El juez, en una situación difícil, optó por fingir hojear el expediente, mientras meditaba sobre la línea de conducta a seguir.
Pero la mujer no estaba dispuesta a dejarle meter baza.
—Como usted debe saber, soy viuda y tengo tres hijas. Mi familia es harto conocida en la región desde hace muchas generaciones. Por todo ello, creo que hubiera sido lógico esperar, de todos ustedes, una mayor consideración, un mayor respeto y además, y en esto quiero hacer hincapié, una mucho mayor discreción en consecuencia con su ética.
—Le aseguro, señora, que tal indiscreción, si la ha habido, no ha partido de este Juzgado y que soy el primero en deplorarla...
—Con que usted lo deplore, señor juez, no gano nada. La primera noticia la he tenido a través de la Prensa y de los insultos y amenazas de mis convecinos. Pienso que hubiera sido más lógico que, antes de publicar nada, alguien me hubiese preguntado a mí, puesto que también tengo yo mucho que decir sobre las absurdas palabras de ese hombre...
El juez Gonnet creyó ver un rayo de esperanza, pues aquello parecía indicar que, con tal de hablar, estaba dispuesta a hacer sus declaraciones.
Pero ella, como adivinando su pensamiento, le cortó en seco.
—Y lo hubiera dicho, gustosamente, en otras circunstancias. Pero tal y como están ya las cosas planteadas, me constituyo en parte civil, con todos mis derechos. Para empezar, le ruego, con todo respeto, pero con toda firmeza también, que comience por enviar, como procede, una copia del expediente y de los atestados al abogado que me representa.
Tras ello, se puso en pie. El juez se preguntó si aquella insólita mujer sería capaz de irse así, sin su permiso, haciendo un desprecio absoluto hacia su autoridad. Pero no; la señora Pontreau se limitó a abrir la puerta del despacho del juez para llamar a su joven abogado.
—¡Entre! El señor juez tendrá la amabilidad de ponerle a usted al corriente de todos los hechos. Y ahora, señor juez, ¿me equivoco al pensar que, en el actual estado de cosas, yo puedo ya negarme a que se me interrogue?
El juez y el abogado se consultaron con la mirada.
Por fin el segundo indicó a su cliente:
—Efectivamente. Tiene usted perfecto derecho a negarse a contestar a cualquier pregunta que se le haga.
El juez se limitó a asentir, con una leve inclinación de cabeza.
Viendo que la señora Pontreau se disponía a partir, optó por excusarse:
—Créame, señora Pontreau, que lamento con toda el alma esa indiscreción que no sé por dónde se ha producido. Y que siento que con ella se le hayan originado, a usted y a sus hijas, situaciones sin duda violentas...
La señora Pontreau no estaba para aceptar excusas.
—¡Ah! Debo poner también en su conocimiento, señor juez, que hemos interpuesto otra querella, ésta por corrupción de una menor...
—Sí, sí. La he recibido también —manifestó el juez—. Por cierto que sobre ésta sí que necesito que usted me proporcione cuanta información posea, o cuanto usted crea que pueda ser útil para el caso...
—No tengo ninguna información complementaria que darle. Y pienso que su postura es bien clara. Ordene la búsqueda de mi hija y cuando la encuentre hallará al culpable.
—¿No sabe, al menos, si tenía novio, o con quién salía frecuentemente?
—No sé nada. Pero si la Gendarmería sabe cumplir con su obligación, estimo que no le será demasiado difícil averiguarlo. ¿Puedo retirarme ya, señor juez?
Éste se volvió hacia el abogado.
—¿No tiene usted, por su parte, nada que añadir?
—No. No tengo nada que añadir a las manifestaciones de mi cliente.
Ambos, juez y abogado, sentían que estaban en presencia de un caso que podía traer consecuencias desagradables y cada cual, por tanto, pensaba y meditaba mucho cada actuación y cada palabra.
El juez, por su lado, no olvidaba que el procurador general le estaría ya esperando para que le diese cuenta del resultado de sus actuaciones. Y el asunto, en verdad, estaba tomando un sesgo no sólo insospechado, sino profundamente peligroso y desagradable.
—¡De acuerdo, señora Pontreau! Tenga la seguridad de que mañana mismo, sin falta, entregaremos al señor Gleize, como abogado suyo, una copia exacta del expediente, de las actuaciones y demás detalles concurrentes. Por otra parte, y dado que usted no habita en La Rochelle, me cuidaré de que se le haga venir a ésta lo menos posible, a fin de no causarle nuevas molestias. Finalmente quiero decirle, aunque esto sea una simple opinión mía, que creo muy probable que el tal Noirhomme acabe por desdecirse de sus declaraciones.
La mujer se encogió ostensiblemente de hombros, como si tal supuesto no le importase.
Ya en el pasillo, el abogado la aconsejó en voz baja, para que no le oyese el ordenanza.
—Señora Pontreau, por favor... Yo le ruego que tenga un poco más de diplomacia. El juez es una excelente persona, pero reconozca conmigo que le ha tratado usted con auténtica dureza...
La recomendación, al parecer, no merecía ni tan siquiera una respuesta. Con un ¡hasta la vista! seco y cortante, se separó de él, y se dirigió, a buen paso, hacia la Plaza de Armas donde esperó, pacientemente, la llegada del autobús.
Ya en él, se sentó en el último asiento, como queriendo separarse de los pocos viajeros que ocupaban las primeras butacas del coche de línea.
Antes de llegar a Nieul, el coche del doctor les adelantó por la carretera. En el pueblo, la bicicleta de un gendarme se hallaba apoyada contra la fachada del café de Louis.
Con un verdadero esfuerzo, logró la señora Pontreau no acelerar el paso cuando cruzaba frente a la casucha de la Marie. Por su abierta puerta pudo divisar, de reojo, a cuatro o cinco personas en su interior. Cruzó calmosa, sin que ocurriese nada.
Llegada al portal de su hogar, sacó su llave del bolso y abrió la puerta. Sus hijas, pensó, deberían no haberse olvidado, durante su ausencia, de echar el grueso cerrojo. Hermine se hallaba en la cocina, preparando la cena. Debía estar hambrienta, ya que no había comido nada desde la víspera, y mordisqueaba un trozo de pan, mientras vigilaba el guiso.
—¿Sigue tu hermana sin abrir su puerta?
Hermine asintió con la cabeza, sin dejar de comer el trozo de pan que tenía en la boca.
—¡Bien! Si lo quiere así, así será. Hermine, ve al desván y bájame un destornillador grande, el martillo y los alicates.
Luego, subió a su alcoba y procedió a cambiar su ropa de calle por la de casa. Sentía una necesidad enorme de echarse en la cama, o de sentarse al menos. La tensión del día estaba a punto de hacerle llegar al límite de su resistencia.
Oyó la voz de Hermine, desde arriba.
—No encuentro los alicates, mamá. ¿Te valen igual las tenazas?
Tras decirle que sí, hizo una amplia aspiración, y sacando fuerzas de flaqueza salió de la habitación, con su paso firme y calmado de siempre. Bajó a la despensa. Allí, en una de las estanterías, conservaba aún una botella de coñac que ya no recordaba ni cuándo ni para quién, hacía años, adquiriera. Necesitaba un estimulante para poder seguir manteniendo su falsa seguridad y su postura. Al oír los pasos de Hermine por la escalera, desistió de buscar un vaso. Directamente de la botella, bebió un largo trago, que le causó una sensación de quemadura en la garganta.
—¿Dónde estás, mamá?
—Aquí, hija, en la cocina.
Cogió las herramientas que la hija le traía, más un periódico atrasado que vio sobre la mesa de la cocina.
Con todo ello, subió a la primera planta, dispuesta a abrir la puerta de la alcoba de Gilberte por el drástico procedimiento de desmontar su cerradura.
Frente a la puerta, abrió por la mitad el periódico, y lo extendió en el suelo, a fin de que, al arrodillarse para hacer su trabajo, no se manchase su única ropa de casa a la que, necesariamente, tanto cuidaba.