Capítulo VII

De una tableta de chocolate actual y de un gato

de antaño que amotinó todo el barrio

A las tres, a las tres y media, a las cuatro, Maigret seguía allí, tan molesto como cuando, después de días y días de calor tormentoso, la gente se mira ariscamente, tan agobiados que se espera verlos abrir la boca para respirar como peces fuera del agua.

La única diferencia es que él era el único en ese estado. No había tormenta en el aire. El cielo, por encima del Strand, permanecía de un bonito azul aireado, sin rastro de violeta, con alguna nubecilla blanca que flotaba en el espacio como una pluma escapada de un edredón.

Algunos momentos se sorprendía examinando a sus vecinos, como si les tuviera odio personal. En otros momentos, un complejo de inferioridad le pasaba sobre el estómago y le daba un aire solapado.

Eran todos demasiado pulcros, demasiado seguros de ellos mismos. El más exasperante de todos era el jefe de recepción, con su suave chaqué, su cuello duro que ningún sudor ablandaba. Había tomado afecto a Maigret —o quizá le tenía lástima— y de cuando en cuando le dirigía una sonrisa al mismo tiempo cómplice y animadora.

Parecía decirle, por encima del ir y venir de viajeros anónimos: «Los dos somos víctimas del deber profesional. ¿No puedo hacer nada por usted?».

Maigret le hubiera contestado sin duda: «Traerme un emparedado».

Tenía sueño, tenía calor, tenía hambre. Cuando, algunos minutos después de las tres, llamó para pedir un nuevo vaso de cerveza, el camarero se mostró tan escandalizado como si se hubiera puesto en mangas de camisa en la iglesia.

—Lo siento, señor. El bar está cerrado hasta las cinco y media, señor.

El comisario gruñó algo así como:

—¡Salvajes!

Y diez minutos más tarde se acercó violento a un botones, el más joven y menos impresionante.

—¿Podría ir a comprarme a algún sitio una tableta de chocolate?

Era incapaz de permanecer más tiempo sin comer y por ello comió, a trocitos, una tableta de chocolate con leche, metida en el fondo de su bolsillo. ¿No se parecía en aquel vestíbulo de gran hotel al policía francés de las caricaturas que los periodistas parisienses llaman los «calcetines con clavos»? Se sorprendía espiándose en los espejos, se encontraba pesado y mal vestido. Pyke, en cambio, no tenía aspecto de policía, sino de director de Banco. Más bien de un subdirector o de un empleado de confianza, de un empleado minucioso.

¿Estaría Pyke también esperando, como lo estaba haciendo Maigret, sin saber incluso si ocurriría algo?

A las cuatro menos veinte, el jefe de recepción le hizo una seña.

—Le llaman desde París. Supongo que prefiere tener la comunicación aquí, ¿no?

Había varias cabinas telefónicas alineadas en una habitación a la derecha del vestíbulo, pero desde allí no podría vigilar la entrada.

—¿Es usted, jefe?

Producía satisfacción oír la voz del buen Lucas.

—¿Qué hay de nuevo, chico?

—Ha sido encontrado el revólver. He pensado que era mejor prevenirle.

—Cuenta.

—Un poco antes de mediodía fui a dar una vueltecita por la casa del viejo.

—¿Calle de Popincourt?

—Sí. Por si acaso, me puse a registrar por los rincones. No he encontrado nada. Luego me pareció oír llorar a un niño en el patio y me asomé a la ventana. La vivienda, ¿recuerda usted?, está en el último piso y es bastante baja de techo. Una cornisa recoge el agua del tejado y me fijé en que se podía alcanzar aquella cornisa con la mano.

—¿El revólver se encontraba en la cornisa?

—Sí. Justamente debajo de la ventana. Un pequeño automático de fabricación belga, muy bonito, que tiene grabadas las iniciales A. D.

—¿André Delteil?

—Exactamente. Me he informado en la Prefectura. El diputado tenía permiso de armas. El número coincide.

—¿Es el arma del crimen?

—El experto acaba, de darme su informe por teléfono. Estaba esmerándolo para llamarle a usted. Es afirmativo.

—¿Huellas?

—Del muerto y de François Lagrange.

—¿No ha ocurrido nada más?

—Los periódicos de la tarde publican varias columnas. Está el pasillo lleno de periodistas. Creo que uno de ellos, que ha tenido noticias de la marcha de usted a Londres, ha tomado el avión. El juez Rateau ha telefoneado dos o tres veces para saber si había usted dado señales de vida.

—¿Eso es todo?

—Hace un tiempo magnífico.

¡Él también!

—¿Has almorzado?

—Muy bien, jefe.

—Yo todavía no. ¡Allô! ¡No corte, señorita! ¿Escuchas, Lucas? Quisiera que, por si acaso, hicieras vigilar el inmueble que lleva el número 7 bis del bulevar Richard Wallace. Y también que interrogues a los chóferes de taxis para saber si alguno de ellos ha llevado a Alain Lagrange. ¡Ojo! Se trata del hijo, cuya foto ya tienes…

—He comprendido.

—Para saber, digo, si uno de ellos le condujo el jueves por la mañana a la estación del Norte.

—Creí que se había marchado por la noche y en avión.

—No importa. Anuncia al jefe que le telefonearé en cuanto haya alguna novedad.

—¿No ha encontrado usted al crío?

Maigret prefirió no contestar. Le fastidiaba confesar que había tenido a Alain en el otro extremo del hilo, que durante horas había seguido minuto a minuto sus idas y venidas a través de las calles de Londres, pero que no se había adelantado nada.

Alain Lagrange, con el gran revólver robado a Maigret en el bolsillo, estaba en algún sitio, no muy lejos, sin duda, y todo lo que el comisario podía hacer era esperar, mirando a la muchedumbre ir y venir.

—Te dejo.

Los párpados le picaban. No se atrevía a instalarse en su butaca por temor a adormecerse. El chocolate le levantaba el estómago.

Fue a tomar el aire ante la puerta.

—¿Taxi, señor?

Tampoco tenía derecho a tomar un taxi, ni de ir a pasear, derecho a nada, más que permanecer allí haciendo el imbécil.

—¡Buen tiempo, señor!

Apenas volvió a entrar en el vestíbulo, su enemigo íntimo, el jefe de recepción, le llamó con una sonrisa en los labios y un teléfono en la mano.

—Para usted, monsieur Maigret.

Era Pyke.

—Acabo de recibir noticias telefónicas de Bryant y se las transmito.

—Muchas gracias.

—La señora hizo que la llevasen a Piccadilly Circus y subió a pie Regent Street parándose ante los escaparates. No parecía tener prisa. Entró en dos o tres tiendas para hacer algunas compras que ha mandado que le envíen al Savoy. ¿Desea usted la lista?

—¿De qué se trata?

—Ropa interior, guantes, calzado… Ha tomado después Old Bond Street para volver a Piccadilly y ha entrado, hace una media hora, en un cine de sesión continua. Sigue allí todavía. Bryant continúa vigilándola.

Otro detalle en el que no se habría fijado en otro momento, pero que le ponía del mal humor: en vez de telefonearle a él, Bryant había telefoneado a su superior jerárquico.

—¿Cenaremos juntos?

—No estoy seguro. Empiezo a dudarlo.

—Fenton siente mucho lo ocurrido.

—No es culpa suya.

—Si necesita alguno de mis hombres, o varios…

—Muchas gracias.

¿Qué estaba haciendo ese borrico de Alain? ¿Había que creer que Maigret se había equivocado del todo?

—¿Puede usted ponerme con el hotel Gilmore? —preguntó, una vez terminada su conversación con Pyke.

Por la expresión del jefe de recepción, comprendió que no era un hotel de primer orden. Esta vez tuvo que hablar inglés, porque el hombre que tenía en el otro extremo del hilo no comprendía una palabra de francés.

Monsieur Alain Lagrange, que llegó a su hotel esta mañana temprano, ¿ha vuelto al hotel durante el día?

—¿Quién está al aparato?

—El comisario Maigret, de la Policía Judicial de París.

—No cuelgue, por favor.

Llamaban a otra persona, de voz más grave, que debía de ser más importante.

—Perdón. El director del hotel Gilmore al aparato.

Maigret repitió su pregunta.

—¿Por qué motivo hace usted esta pregunta?

El comisario se lanzó en una explicación embrollada, porque no encontraba las palabras inglesas adecuadas. El jefe de recepción terminó por quitarle el aparato de las manos.

—¿Permite usted?

Él sólo necesitó dos frases, en las cuales se aludía a Scotland Yard. Cuando colgó, estaba muy satisfecho de sí mismo.

—Esa gente desconfía siempre un poco de los extranjeros. El director del Gilmore se preguntaba precisamente si debía dar parte a la Policía. El joven cogió la llave y subió a su habitación hacia la una. No permaneció mucho tiempo. Más tarde, una camarera que limpiaba una habitación en el mismo piso ha señalado que su llave maestra, que había dejado en la puerta, había desaparecido. ¿Le sugiere esto algo?

—Sí.

La historia modificaba un poco la idea que se había formado del joven Alain. La cabeza del chico había trabajado desde la mañana. Se había dicho que, si la llave maestra de un criado abre todas las habitaciones de un hotel, hay probabilidades de que abra las habitaciones de otro hotel.

Maigret fue a sentarse. Cuando miró la hora, eran las cinco. Volvió de repente a la recepción.

—¿Cree usted que una llave maestra del hotel Gilmore abra las habitaciones de aquí?

—No es probable.

—¿Quiere usted asegurarse de que ninguna de las criadas ha extraviado su llave maestra?

—Supongo que lo habría señalado a la directora del piso, que ella misma habría…; un momento…

Terminó de hablar con un señor que deseaba cambiar de habitación porque había demasiado sol en la suya, y desapareció en un despachito contiguo, en el que se oyeron varios timbres de teléfono.

Cuando volvió, ya no venía con aire de protección y tenía la frente arrugada.

—Tiene usted razón. Un manojo de llaves ha desaparecido en el sexto.

—¿Del mismo modo que en el Gilmore?

—Del mismo modo. Mientras arreglan las habitaciones, las criadas tienen la manía, a pesar del reglamento, de dejar las llaves en la puerta.

—¿Cuánto tiempo hace que ha ocurrido?

—Una media hora. ¿Cree usted que eso va a traer molestias?

Y el hombre miraba el vestíbulo con el mismo aire preocupado de un capitán que es responsable de su barco. ¿No era preciso, costase lo que costase, evitar el menor incidente que empañara el brillo de un día tan hermoso?

En Francia, Maigret le habría dicho: «Deme usted otra llave maestra. Voy arriba. Si Jeanne Debul vuelve, reténgala un momento y avíseme».

Aquí, no. Estaba seguro de que no le permitirían penetrar, sin mandato, en una habitación alquilada a otra persona.

Fue lo bastante prudente para dar vueltas todavía durante unos momentos por el vestíbulo. Luego decidió esperar a que abriesen el bar, puesto que no era más que cuestión de minutos, y, dejando de vigilar la puerta giratoria, se acodó en el mostrador el tiempo suficiente para beberse dos grandes vasos de cerveza.

—¿Tiene usted sed, señor?

—¡Sí!

Aquel «sí» era lo suficientemente pesado para aplastar al sonriente encargado del bar.

Evolucionó para abandonar el vestíbulo sin ser visto por el jefe de recepción y tomó el ascensor, preocupado por la idea de que su plan ahora dependía del humor de un criado o una criada.

El largo pasillo estaba vacío cuando entró en él; aminoró el paso y se paró del todo hasta que vio una puerta abrirse y un criado con chaleco rayado aparecer con un par de zapatos en la mano.

Entonces, con la seguridad de un viajero sin ninguna reserva mental, silbando entre dientes, se dirigió hacia la habitación 605, se registró los bolsillos y se mostró fastidiado.

—¡Valet, please![3]

Yes, sir.

Maigret seguía registrándose los bolsillos. No era el mismo criado de la mañana. Debía de haber entrado otro turno.

—¿Puede usted abrirme la puerta para que no tenga que bajar a buscar mi llave?

El otro no vio en ello malicia alguna.

—Con mucho gusto, señor.

La puerta abierta, no miró hacia el interior, donde habría visto una bata femenina colgada.

Maigret cerró la puerta con cuidado, se limpió la frente, marchó hasta el centro de la habitación, donde dijo con la voz normal que hubiera empleado para hablar con un interlocutor:

—¡Ya está!

No había penetrado en el cuarto de baño, cuya puerta estaba entreabierta, ni mirado en los armarios. En el fondo, estaba conmovido, mucho más de lo que dejaba aparecer y que su voz dejaba sospechar.

—Ya estamos aquí, pequeño. Vamos a poder por fin charlar los dos.

Se sentó pesadamente en la butaquita, sacó la pipa del bolsillo y la encendió. Estaba convencido de que Alain Lagrange estaba escondido en algún sitio, quizás en algún armario, quizá debajo de la cama.

Sabía también que el muchacho estaba armado, que era muy nervioso y que debía de estar próximo a la crisis de nervios.

—Todo lo que te pido es que no hagas el idiota.

Fue del lado de la cama donde creyó oír un ligero ruido. No estaba seguro y no se inclinó.

—Una vez —continuó como si contara una historia— asistí a una graciosa escena, cerca de mi casa, en el bulevar Richard-Lenoir. Era también en verano, una tarde que hacía mucho calor y todo el barrio estaba en la calle.

Hablaba lentamente, y si alguien hubiese entrado en aquel momento, le habría tomado, cuando menos, por un extravagante.

—Yo no sé quién vio primero al gato. Creo recordar que fue una niña, que debiera haber estado en la cama a aquellas horas. Empezaba a anochecer. Señaló una forma oscura en un árbol. Como siempre, se pararon algunos transeúntes. Desde mi ventana, adonde yo estaba asomado, les veía gesticular. Otros se sumaron al grupo. Al final, había cien personas al pie del árbol, y terminé por bajar yo también a ver qué ocurría.

Se interrumpió para hacer notar:

—Aquí, estamos solos; la cosa es, pues, más fácil. Lo que agrupaba la gente en el bulevar era un gato, un enorme gato pardo refugiado en la punta de una rama. Parecía asustado de encontrarse allí. No debió de haberse dado cuenta de que subía tan alto. No se atrevía a moverse para dar media vuelta, ni tampoco se atrevía a saltar. Las mujeres, la nariz en alto, le compadecían. Los hombres buscaban el medio de sacarlo de su mala postura. «Voy a buscar una escalera doble», anunció un artesano que vivía enfrente. Pusieron la escalera, subió. Faltaba un metro para que alcanzase la rama, pero ya, al ver su brazo tendido, el gato bufaba de ira e intentaba arañar. Un chiquillo propuso: «Voy a trepar». «No puedes. La rama no es bastante fuerte». «La sacudiré y no tendrán más que poner una sábana debajo». Debía de haber visto a los bomberos en el cine. Aquello se había tornado un acontecimiento apasionante. Una portera trajo una sábana. El chiquillo sacudió la rama y el pobre animal, en la punta de ella, se aferraba con las uñas, lanzando miradas asustadas. Todo el mundo sentía lástima. «Si tuviéramos una escalera más alta…». «¡Cuidado! Quizás esté rabioso. Hay sangre alrededor de su boca». Era cierto. Tenían lástima y tenían miedo también, ¿comprendes? Nadie quería marcharse a dormir sin conocer el final de la historia del gato. ¿Cómo meterle en la cabeza que podía dejarse caer en la sábana sin peligro o que le bastaba con dar media vuelta?

Maigret esperaba casi que una voz preguntase: «¿Y qué ocurrió?».

Pero no hubo pregunta y continuó él solo:

—Terminaron por hacerle bajar. Un tipo alto y delgado se deslizó a lo largo de la rama y, con el bastón, consiguió hacer caer el gato en la sábana. Cuando abrieron ésta, el animal salió tan de prisa que apenas se le vio atravesar la calle y se metió por un tragaluz. Eso es todo.

Esta vez estaba seguro de que alguien se había movido debajo de la cama.

—El gato tenía miedo porque ignoraba que no querían hacerle daño.

Un silencio. Maigret daba chupadas a su pipa.

—Yo tampoco quiero hacerte daño. No eres tú quien ha matado a André Delteil. En cuanto a mi revólver, el asunto no es muy grave. ¿Quién sabe? A tu edad, en el estado en que tú estabas, yo quizá habría hecho lo mismo. En suma; es culpa mía. Sí, hombre. Si aquel mediodía yo no hubiera ido a tomar el aperitivo, habría llegado a mi casa media hora antes, cuando tú estabas allí todavía.

Hablaba con voz sin entonación, casi adormecedora.

—¿Qué habría ocurrido? Me habrías contado buenamente lo que tenías intención de contarme. Porque fue para hablarme para lo que fuiste a mi casa. Tú ignorabas que había allí un revólver sobre la chimenea. Tú querías decirme la verdad y pedirme que salvase a tu padre.

Se calló durante algunos instantes para dar a sus palabras tiempo suficiente para que penetrasen en la cabeza del joven.

—No te muevas todavía. No es necesario. Estamos muy bien así. Te recomiendo solamente que tengas cuidado con el revólver. Es un modelo especial, del que la Policía americana está orgullosa. El gatillo es tan sensible que basta con rozarlo apenas para que salga el disparo. No lo he usado nunca. Es un recuerdo, ¿comprendes?

Suspiró.

—Veamos ahora lo que tú me habrías dicho si yo hubiera vuelto más temprano a almorzar. Me habrías tenido que hablar del cadáver… Espera… No tenemos prisa… Primero, supongo que no estabas en casa el martes por la noche, cuando Delteil visitó a tu padre… Si tú hubieras estado allí, las cosas habrían ocurrido de otro modo. Debiste de volver cuando todo había terminado. Probablemente el cadáver estaba escondido en la habitación que sirve de cuarto trastero, quizá ya en el baúl. Tu padre no te dijo nada. Apuesto a que no os habláis mucho los dos.

Se sorprendía esperando una respuesta.

—¡Bueno! Quizá te figuraste algo, quizá no. El caso es que, por la mañana, descubriste el cadáver. Te callaste. Es difícil abordar un tema así con nuestro padre. El tuyo estaba aplanado y enfermo. Entonces pensaste en mí, porque has leído los recortes que tu padre coleccionaba. ¡Mira! Esto es poco más o menos lo que me habrías dicho: «Hay un cadáver en nuestro piso. Ignoro lo que ha ocurrido, pero conozco a mi padre. Primero, no ha habido nunca armas en mi casa». Porque apuesto a que no las ha habido nunca, ¿verdad? No conozco mucho a tu padre, pero estoy seguro de que tiene miedo a los revólveres. Habrías continuado: «Es un hombre incapaz de hacer daño a nadie; pero, a pesar de todo, le acusarán a él. Él no dirá la verdad, porque se trata de una mujer». Si las cosas hubieran ido así, le habría ayudado, naturalmente. Habríamos buscado la verdad juntos, y a estas horas es casi seguro que esa mujer estaría en la cárcel.

¿Había esperado Maigret que aquello ocurriría en seguida? Se limpió la frente, esperando una reacción que no venía.

—He tenido una conversación bastante larga con tu hermana. Creo que tú no la quieres demasiado. Es una egoísta que no piensa más que en ella. No he tenido tiempo de ver a tu hermano Philippe. Pero debe de ser aún más duro que ella. Los dos le guardan rencor a tu padre por la infancia que han tenido, cuando tu padre, después de todo, ha hecho lo que ha podido. Todo el mundo no puede ser fuerte. Tú has comprendido…

Por lo bajo, Maigret se estaba diciendo: «¡Señor, haz que ella no entre en este momento!». Porque, entonces, ocurriría probablemente como con el gato del bulevar Richard-Lenoir, con toda la gente del Savoy alrededor de un adolescente al borde de la crisis de nervios.

—¿Ves? Hay cosas que tú sabes y que yo no sé, pero hay otras que conozco y tú ignoras. Tu padre, a estas horas, se encuentra en la Enfermería Especial de la Prefectura. Eso significa que está detenido y se preguntan si está sano de la mente. A fin de cuentas, como de costumbre, los psiquiatras no están de acuerdo. Lo que debe inquietarle más es no saber lo que ha sido de ti, ni lo que vas a hacer. Te conoce y te sabe capaz de seguir tus ideas hasta el final En cambio, Jeanne Debul está en el cine. No se adelantaría nada con que fuese asesinada al entrar en su habitación. Sería incluso bastante fastidioso, primero, porque sería imposible interrogarla, y después, porque tú caerías en manos de la justicia inglesa, que, según todas las probabilidades, terminaría por ahorcarte. Eso es todo, pequeño. Hace un calor terrible en esta habitación, y voy a abrir la ventana. No estoy armado; se imaginan, por error, que los inspectores y los comisarios de la Policía Judicial van armados. En realidad, no tienen más derecho a estarlo que los demás ciudadanos. No miro debajo de la cama. Sé que estás ahí. Sé poco más o menos lo que piensas. ¡Es difícil, evidentemente! Es menos espectacular que disparar sobre una mujer jugando a hacer el justiciero.

Maigret se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó, aguzando el oído al mirar hacia afuera. Seguía sin moverse nada tras él.

—¿No te decides?

Se impacientó y se puso de frente a la habitación.

—¡Vas a hacerme creer que eres menos inteligente de lo que pensaba! ¿Qué vas a adelantar con quedarte ahí? Contesta, idiota. Porque, después de todo, no eres más que un pequeño idiota. No has comprendido nada en esta historia y, si sigues, tú terminarás por hacer condenar a tu padre. Deja mi revólver tranquilo, ¿me oyes? Te prohíbo que lo toques. Ponlo en el suelo. Ahora, sal de ahí.

Parecía realmente enfadado. A lo mejor lo estaba de verdad. En todo caso, Maigret tenía prisa por acabar con aquella escena desagradable.

Siempre como para el gato, bastaba con un falso movimiento, con una idea que atravesase la cabeza del muchacho.

—Date prisa. Ella no va a tardar en volver. Y no sería muy glorioso que nos encontrase, a ti debajo de la cama y a mí esforzándome en hacerte salir. Cuento hasta tres… Uno…, dos… Si a los tres no estás en pie, telefonearé al detective del hotel y…

Entonces, por fin, aparecieron unos pies, suelas gastadas; luego, unos calcetines de algodón, el bajo de un pantalón que Alain remangaba al gatear.

Para ayudarlo, Maigret volvió a la ventana, desde donde oyó un deslizamiento en el suelo y luego el ruido de alguien que se levanta. No olvidaba que el muchacho estaba armado, pero quería dejarle tiempo de rehacerse.

—¿Ya está?

Se volvió bruscamente. Alain estaba ante él, con polvo en su traje azul, la corbata torcida y el cabello en desorden. Muy pálido, sus labios temblaban y su mirada parecía querer atravesar los objetos.

—Devuélveme mi revólver.

Maigret tendió la mano y su interlocutor registró su bolsillo derecho y extendió la mano a su vez.

—¿No te parece que estamos mejor así?

Hubo un débil:

—Sí.

E inmediatamente:

—¿Qué va usted a hacer?

—Primero, beber y comer. ¿Tú no tienes hambre?

—Sí. No sé.

—Pues yo tengo mucha hambre y hay una excelente parrilla en la planta baja.

Se dirigió Maigret hacia la puerta.

—¿Dónde has puesto la llave maestra?

Sacó no una, sino todo un manojo del otro bolsillo.

—Es mejor que las devuelvas a la recepción, porque son capaces de hacer un drama por ello.

En el pasillo, se paró ante su propia puerta.

—Mejor será que nos arreglemos un poco.

Maigret no quería crisis. Sabía que ésta sólo pendía de un hilo. Por ello distraía el espíritu de su interlocutor con menudos detalles materiales.

—¿Tienes un peine?

—No.

—Puedes utilizar el mío. Está limpio.

Esto le valió casi una sonrisa.

—¿Por qué hace usted todo eso?

—¿Todo el qué?

—Ya sabe usted.

—Porque también he sido muchacho. Y he tenido un padre. Cepíllate. Quítate la americana. Los muelles de la cama no han sido engrasados desde hace tiempo.

Él mismo se lavó las manos y la cara con agua fresca.

—Me pregunto si no voy a cambiarme de camisa otra vez. ¡He sudado tanto hoy!

Lo hizo de modo que Alain le vio con el pecho desnudo y los tirantes colgando sobre los muslos.

—Naturalmente, no tienes equipaje.

—No creo que pueda ir a la parrilla según estoy.

Maigret le examinó con ojo crítico.

—Tu ropa no está, evidentemente, muy limpia. ¿Has dormido con la camisa?

—Sí.

—No puedo prestarte una de las mías. Te estaría demasiado ancha.

Esta vez, Alain sonrió más francamente.

—¡Tanto peor si los maîtres no están contentos! Nos colocaremos en un rinconcito e intentaremos que nos sirvan vinillo blanco bien fresco. Quizá lo tengan.

—No bebo.

—¿Nunca?

—Lo intenté una vez, pero me puse tan malo que no volví a intentarlo.

—¿Tienes novia?

—No.

—¿Por qué?

—No sé.

—¿Eres tímido?

—No sé.

—¿No has tenido nunca ganas de tener novia?

—Creo que sí. Pero eso no es para mí.

Maigret no insistió. Había comprendido, y al salir de la habitación, puso su manaza en el hombro de su compañero.

—Me has hecho pasar miedo, chiquillo.

—¿Miedo de qué?

—¿Habrías disparado?

—¿Sobre quién?

—Sobre ella.

—Sí.

—¿Y sobre ti mismo?

—Quizá. Creo que lo habría hecho después.

Se cruzaron con el criado, que se volvió después de pasar ellos. ¿Quizá los había visto salir del 604 después que Maigret habría entrado en el 605?

El ascensor los dejó en la planta baja. Maigret tenía su llave en la mano, así como el manojo de llaves maestras. Se dirigió hacia la recepción. Paladeaba ya una especie de triunfo respecto a su enemigo íntimo, el del chaqué demasiado bien cortado. ¿Qué cara iba a poner el hombre cuando los viese a los dos y le entregase las llaves maestras?

Pero, ¡ay!, no era él quien estaba detrás del mostrador, sino un joven alto y rubio pálido, que llevaba un chaqué y un clavel idénticos. No conocía a Maigret.

—He encontrado este manojo de llaves en el pasillo.

—Muchas gracias —dijo con indiferencia.

Cuando Maigret se volvió, Bryant estaba en pie en medio del vestíbulo. Con la mirada preguntaba al comisario si podía hablarle.

—¿Permites? —preguntó a Alain.

Se reunió con el policía inglés.

—¿Lo ha encontrado usted? ¿Es él?

—Es él.

—La señora acaba de volver.

—¿Ha subido a su habitación?

—No. Está en el bar.

—¿Sola?

—Charla con el encargado del bar. ¿Qué hago?

—¿Tiene usted valor para vigilarla todavía una hora o dos?

—Es fácil.

—Si ve que va a salir, prevéngame en seguida. Estoy en la parrilla.

Alain no había intentado huir. Esperaba, un poco torpe, apartado de la gente.

—Que aproveche, señor.

Se reunió con el muchacho, a quien arrastró hacia la parrilla diciendo:

—Tengo un hambre de lobo.

Y se sorprendió añadiendo, al atravesar un rayo de sol que penetraba por el amplio ventanal:

—¡Hace un tiempo espléndido!