Capítulo I
En el que Maigret llega tarde para el almuerzo
y en el que un invitado falta a la cena
Cuando más tarde Maigret pensase en aquella información, sería siempre como en algo un poco anormal, asociándose en su espíritu con una de esas enfermedades que no se declaran francamente pero que empiezan con un malestar vago, pinchazos, síntomas demasiado benignos para que uno se pare a prestarles atención.
No hubo, al principio, ninguna denuncia a la Policía Judicial, ni llamada a la Policía de Socorro, ni denuncia anónima, sino, para remontarnos a lo más lejos posible, una intrascendente llamada de teléfono de madame Maigret.
El reloj de mármol negro, sobre la chimenea del despacho, marcaba las doce menos veinte; recordaba claramente el ángulo de las agujas sobre la esfera. La ventana estaba abierta de par en par. Por ser el mes de junio y estar bajo un cálido sol, París había tomado un olor estival.
—¿Eres tú?
Su mujer había reconocido su voz, evidentemente, pero le preguntaba siempre si era efectivamente él quien estaba al aparato, no por desconfianza, sino porque seguía siendo torpe en el teléfono. En el bulevar Richard-Lenoir también debían de estar abiertas las ventanas. Madame Maigret, a aquella hora, había terminado el grueso de la limpieza. Era, pues, extraño que le llamase.
—Te escucho.
—Quería preguntarte si piensas venir a almorzar.
Era aún más extraño que ella le telefonease para hacerle tal pregunta. Frunció las cejas, no descontento, sino sorprendido.
—¿Por qué?
—Por nada. Es decir, aquí hay alguien que te espera.
La notaba violenta, como culpable.
—¿Sí?
—Nadie que tú conozcas. No es nada. Sólo que, si no vas a venir, no le haré esperar.
—¿Un hombre?
—Un joven.
Le había introducido, sin duda, en el salón donde ellos no ponían casi nunca los pies. El teléfono se encontraba en el comedor, donde hacían vida habitualmente y recibían a sus amigos íntimos. Allí Maigret tenía sus pipas, su sillón, y madame Maigret su máquina de coser. Por la forma embarazada en que le hablaba, comprendía el comisario que su mujer no se había atrevido a cerrar la puerta entre las dos habitaciones.
—¿Quién es?
—No sé.
—¿Qué quiere?
—No lo sé tampoco. Es un asunto personal.
Maigret no dio a esto ninguna importancia. Si insistía era a causa del estado de violencia de su mujer y también porque le parecía que ya había tomado al visitante bajo su protección.
—Pienso dejar la oficina hacia mediodía —terminó por decir.
No le quedaba por recibir más que a una mujer que había venido ya a verle tres o cuatro veces para hablarle de unas cartas amenazadoras que le dirigía una vecina. Llamó al ordenanza.
—Hazla pasar.
Encendió la pipa y se recostó resignado en el sillón.
—Entonces, señora, ¿ha recibido usted una nueva carta?
—Dos, señor comisario. Las he traído. En una, como va usted a ver, confiesa que es ella quien ha envenenado a mi gato y anuncia que, si no me mudo, me llegará pronto el turno.
Las agujas avanzaban despacio sobre la esfera. Había que hacer como que se tomaba el asunto en serio. Aquello duró poco menos que un cuarto de hora. Y después, en el momento en que se levantaba para ir a buscar su sombrero en el armario, llamaron a la puerta.
—¿Está usted ocupado?
—¿Qué haces tú en París?
Era Lourtie, uno de sus antiguos inspectores, que había sido trasladado a la Brigada Móvil de Niza.
—Sólo de paso. He sentido deseos de respirar el aire de la casa y estrecharle la mano. ¿Tenemos tiempo para tomar un pastis en la Brasserie Dauphine?
—Sin sentarnos, entonces.
Apreciaba mucho a Lourtie, un mozo huesudo que tenía voz de sochantre de iglesia. En la Brasserie, donde permanecieron en pie ante el mostrador, había otros inspectores. Se habló de esto y de lo otro. El gusto del pastis era exactamente lo que hacía falta en un día como aquél. Bebieron uno, luego un segundo y después un tercero.
—Es hora de que me marche. Me esperan en casa.
—¿Le acompaño un poco?
Atravesaron el Pont-Neuf juntos y luego fueron hasta la calle de Rivoli, donde Maigret tardó cinco buenos minutos en encontrar un taxi. Era la una menos diez cuando por fin subió los tres pisos de la casa del bulevar Richard-Lenoir y, como de costumbre, la puerta de su piso se había abierto ya antes de que él tuviese tiempo de sacar la llave del bolsillo.
En seguida notó el aire inquieto de su mujer. Hablando bajo a causa de las puertas abiertas, preguntó él:
—¿Sigue esperando?
—Se ha marchado.
—¿No sabes lo que quería?
—No me lo ha dicho.
Si no hubiera sido por la actitud de madame Maigret, se habría encogido de hombros, gruñendo:
—¡Bendito de Dios vaya!
Pero, en lugar de entrar en la cocina y servir el almuerzo, ella le siguió al comedor con cara de quien necesita que le perdonen.
—¿Has entrado en el salón esta mañana? —preguntó por fin.
—¿Yo? No. ¿Por qué?
¿Por qué, en efecto, antes de marcharse a su oficina, habría de entrar en el salón que detestaba?
—Ya me lo parecía.
—¿Por qué?
—Por nada. Intentaba recordar. He mirado en el cajón.
—¿Qué cajón?
—Donde guardas tu revólver de América.
Solamente entonces empezó a sospechar la verdad. Cuando fue a pasar unas semanas en los Estados Unidos, por invitación del F. B. I., habían hablado mucho de armas. Los americanos, al marcharse él, le habían ofrecido un revólver automático del que estaban muy orgullosos. Un «Smith & Wesson» 45 especial, de cañón corto, cuyo gatillo era extremadamente sensible. Su nombre estaba grabado en él.
To J. J. Maigret
from his F. B. I. friends[1]
No lo había utilizado nunca. Pero, justamente la víspera, lo había sacado del cajón para mostrárselo a un amigo, mejor dicho, a un compañero, que había invitado a tomar una copa de licor. Había recibido a aquel compañero en el salón.
¿Por qué J. J. Maigret?
Él mismo hizo esa pregunta cuando le ofrecieron el arma durante el curso de un cóctel de honor. Los americanos, que acostumbran usar dos nombres, se habían informado de los suyos. De los dos primeros, felizmente: Jules-Joseph. En realidad, había un tercero: Anthelme.
—¿Quieres decir que mi revólver ha desaparecido?
—Voy a explicarte.
Antes de dejarla hablar, penetró en el salón que olía aún a tabaco de cigarrillo y echó una ojeada a la chimenea, donde recordaba haber puesto el arma la víspera por la noche. Faltaba de allí. Y estaba seguro de que no la había vuelto a poner en su sitio.
—¿De quién se trata?
—Siéntate primero. Déjame servirte, porque si no el asado estará demasiado hecho. No estés de mal humor.
Lo estaba.
—Encuentro un poco fuerte que dejes a un desconocido introducirse aquí y…
Madame Maigret salió de la habitación y regresó con un plato.
—Si le hubieras visto…
—¿Qué edad?
—Muy joven. Diecinueve años. Veinte, quizá.
—¿Qué quería?
—Llamó a la puerta. Yo estaba en la cocina. Creía que era el empleado del gas. Fui a abrir. Me preguntó si era la casa del comisario Maigret. Comprendí, por su forma de comportarse, que me tomaba por la muchacha. Estaba nervioso y tenía aire como de asustado.
—¿Y le hiciste entrar en el salón?
—Porque me dijo que tenía absoluta necesidad de verte para pedirte consejo. Yo le indiqué que fuese a tu despacho. Parece ser que era demasiado personal lo que le traía.
Maigret conservaba su aspecto gruñón, pero comenzaba a tener ganas de sonreír. Se imaginaba al muchacho asustado del que madame Maigret había sentido lástima en seguida.
—¿Qué tipo?
—Un muchacho bien. No sé cómo explicarlo. No rico, sino alguien como es debido. Estoy segura de que había llorado. Sacó cigarrillos del bolsillo e inmediatamente me pidió perdón por ello. Entonces le dije: «Puede usted fumar, estoy acostumbrada». Después le prometí telefonearte para asegurarme de que ibas a venir.
—¿El revólver seguía en la chimenea?
—Estoy segura. No lo vi en aquel momento, pero recuerdo que estaba cuando limpié el polvo, hacia las nueve de la mañana, y no ha venido nadie más.
Si ella no volvió a meter el revólver en el cajón fue porque, Maigret lo sabía, no había podido acostumbrarse nunca a las armas de fuego. A pesar de saber que el automático no estaba cargado, no lo habría tocado por nada del mundo.
Se imaginaba la escena. Su mujer que pasaba al comedor, le hablaba a media voz por teléfono y volvía para anunciar: «Estará aquí dentro de media hora todo lo más».
Maigret preguntó:
—¿Le dejaste solo?
—Tenía que ocuparme del almuerzo.
—¿Cuándo se marchó?
—Es justamente lo que ignoro. En un momento dado tuve que freír cebolla y cerré la puerta de la cocina para que el olor no se extendiese. Pasé después al dormitorio para asearme un poco. Creía que seguía aquí. Quizás estaba todavía. Evitaba molestarle entrando en el salón. Sólo un poco antes de las doce y media, quise ir a decirle que tuviese paciencia, y fue cuando me di cuenta de que ya no estaba allí. ¿Me guardas rencor?
¿Guardarle rencor? ¿Por qué?
—¿De qué crees tú que se trata? ¡Tenía tan poco aspecto de ladrón!
¡No lo era, pardiez! ¿Cómo habría podido adivinar un ladrón que aquella mañana precisamente había un revólver sobre la chimenea del salón de Maigret?
—Pareces preocupado. ¿Estaba cargado?
—No.
—¿Entonces?
La pregunta era estúpida. Alguien que se toma la molestia de apoderarse de un revólver tiene más o menos la intención de utilizarlo. Maigret, limpiándose la boca, se levantó y fue a echar una ojeada al cajón, donde encontró los cartuchos en su sitio. Antes de volver a sentarse telefoneó a su despacho.
—¿Eres tú, Torrence? ¿Quieres telefonear a todos los armeros de la ciudad…? ¡Allô! Los armeros, sí… Pregúntales si han ido a comprar cartuchos para un «Smith & Wesson» 45 especial… ¿Cómo…? 45 especial… En caso de que no hubieran ido todavía, si se presentan esta tarde o mañana, que se las arreglen para retener al comprador un momento y dar aviso al puesto de Policía más próximo… Sí… Eso es todo… Estaré en la oficina como de costumbre.
Cuando llegó al Quai des Orfèvres, hacia las dos y media, Torrence tenía ya la respuesta. Un joven había estado en la tienda de un armero del bulevar Bonne Nouvelle, que no tenía municiones del calibre pedido, y había enviado al cliente a casa de Gastine Renette. Éste le había vendido una caja.
—¿Ha mostrado el chiquillo el arma?
—No. Mostró un trozo de papel sobre el cual estaban escritos la marca y el calibre.
Maigret tuvo que ocuparse de otros asuntos aquella tarde. Hacia las cinco subió al laboratorio. Jussieu, el director, le preguntó:
—¿Va usted esta noche a casa de Pardon?
—¡Brandade de bacalao! —le contestó Maigret—. Pardon me telefoneó anteayer.
—A mí también. No creo que el doctor Paul pueda venir.
Hay, en la vida de los matrimonios, períodos durante los cuales se ve frecuentemente a otro matrimonio, al que se pierde después de vista sin motivo.
Desde hacía aproximadamente un año, todos los meses, los Maigret cenaban en casa de los Pardon, en lo que llamaban la cena de los toubibs. Fue Jussieu, el director del Laboratorio Científico, quien había llevado al comisario a casa del doctor Pardon, en el bulevar Voltaire.
—¡Ya verá! Es un tipo que le gustará. Un muchacho de valía, por otra parte, que hubiera podido ser uno de nuestros mejores especialistas. Estoy por añadir que en cualquier especialidad, puesto que, después de haber sido interno en Val de Grâce y ayudante de Lebraz, ha estado cinco años de interno en Sainte Anne.
—¿Y ahora?
—Se ha hecho médico de barrio por gusto; trabaja doce y quince horas diarias sin preocuparse de si sus enfermos podrán pagarle y, además, frecuentemente se olvida de enviar su nota de honorarios. Aparte de esto, su única pasión es la cocina.
Dos días más tarde, Jussieu le telefoneó.
—¿Le gusta el cassoulet?[2]
—¿Por qué?
—Pardon nos invita mañana. En su casa, se sirve plato único, preferentemente un plato regional, y desea saber por anticipado si a sus invitados les gusta.
—Vaya por el cassoulet.
Después hubo otras cenas, la del «gallo al vino», la del cuscús, la del lenguado al estilo de Dieppe y otras más.
Esta vez, se trataba del bacalao a la provenzal.
Por cierto, ¿a quién debía conocer además Maigret en aquella cena? Pardon le había telefoneado la víspera.
—¿Estará usted libre pasado mañana? ¿Le gusta el bacalao a la provenzal? ¿Está usted en favor o en contra de las trufas?
—A favor.
Habían tomado la costumbre de llamarse Maigret y Pardon, en tanto que las mujeres se llamaban por su nombre de pila. Los dos matrimonios eran aproximadamente de la misma edad. Jussieu unos diez años más joven. El doctor Paul, el médico forense, que se unía frecuentemente a ellos, tenía más edad.
—Dígame, Maigret, ¿no le molestará conocer a uno de mis antiguos compañeros?
—¿Por qué habría de molestarme?
—No sé. A decir verdad, yo no le habría invitado si no me hubiera pedido él una oportunidad de ser presentado a usted. Ha venido a verme hace un momento a mi consulta, porque, al mismo tiempo, es uno de mis pacientes, y ha insistido en saber con seguridad si vendría usted.
A las siete y media, aquella tarde, madame Maigret, que se había puesto su vestido de flores y llevaba un alegre sombrero de paja, terminaba de ponerse unos guantes de hilo blanco.
—¿Vienes?
—Te sigo.
—¿Continúas pensando en el joven?
—No, ya no.
Lo que tenían de agradable, entre otras cosas, aquellas cenas es que los Pardon vivían a cinco minutos. Se veían reflejos de sol en las ventanas de los pisos superiores. Las calles olían a polvo caliente. Algunos niños jugaban todavía en la calle y algunos matrimonios tomaban el fresco en las aceras, donde habían instalado sus sillas.
—No andes demasiado de prisa.
Para ella, Maigret andaba siempre demasiado de prisa.
—¿Estás seguro de que fue él quien compró los cartuchos?
Desde por la mañana, sobre todo desde que el comisario le había hablado de Gastine-Renette, tenía un peso sobre el pecho.
—¿Crees que va a suicidarse?
—¿Y si habláramos de otra cosa?
—Estaba tan nervioso… Las colillas, en el cenicero, estaban casi destrozadas.
El aire era tibio, y Maigret, al andar, llevaba el sombrero en la mano, como los paseantes del domingo. Alcanzaron el bulevar Voltaire y, muy cerca de la plaza, penetraron en el edificio donde vivían los Pardon. Tomaron el estrecho ascensor, que hacía siempre el mismo ruido al arrancar, y madame Maigret tuvo su habitual sobresalto.
—Entren. Mi marido estará aquí dentro de unos minutos. Acaban de llamarle para un caso urgente, pero es a dos pasos.
Era raro que una cena transcurriese sin que molestasen al doctor. Decía: «No me esperen…».
Y, efectivamente, muchas veces se marchaban sin haberle vuelto a ver.
Jussieu estaba ya allí, solo, en el salón, donde había un gran piano y pañitos bordados sobre todos los muebles. Pardon volvió algunos minutos más tarde, como una exhalación, y desapareció primero en la cocina.
—¿No ha llegado aún Lagrange?
Pardon era pequeño, bastante grueso, con una cabeza muy voluminosa y los ojos a flor de piel.
—Esperen a que les sirva algo que les va a gustar.
En su casa había invariablemente una sorpresa; bien un vino extraordinario, un licor o, como esta vez, un vinillo de la Charente que le había mandado un propietario de Jonzac.
—¡A mí no! —protestó madame Maigret, a la que un vaso bastaba para sentirse mareada.
Se charló. Aquí también las ventanas estaban abiertas, la vida transcurría con ritmo lento en el bulevar, el aire era dorado y la luz cada vez más espesa y rojiza.
—Me pregunto qué estará haciendo Lagrange.
—¿Quién es?
—Un tipo que conocí antaño, en el Liceo Enrique IV. Si no recuerdo mal, tuvo que dejarnos en el tercer curso. Vivía en aquel momento en la calle Cuvier, frente al Jardín Botánico; su padre me impresionaba porque era barón o pretendía serlo. Le perdí de vista durante mucho tiempo, más de veinte años, y hace sólo unos meses le vi entrar en mi despacho, después de haber guardado turno. Le reconocí en seguida.
Miró su reloj de pulsera y luego el de pared.
—Lo que me extraña es que insistiera tanto para venir y no esté todavía aquí. Si no ha llegado dentro de cinco minutos, nos sentaremos a la mesa.
Llenó los vasos. Madame Maigret y madame Pardon no decían nada. Aunque madame Pardon era delgada y madame Maigret regordeta, tenían ambas, con respecto a sus maridos, una actitud de completa anulación. Era muy raro que alguna de ellas tomase la palabra durante alguna cena y sólo después se retiraban las dos a un rincón para cuchichear. Madame Pardon tenía la nariz muy larga, demasiado larga, y había que acostumbrarse a ella. Al principio, molestaba mirarla a la cara. ¿Era quizás a causa de su nariz, de la que sus compañeras de clase debieron de burlarse, por lo que adoptaba siempre una actitud tan humilde y miraba siempre a su marido como dándole las gracias por haberse casado con ella?
—Apuesto —decía Pardon— a que todos aquí, en el colegio, hemos tenido un compañero o una compañera del tipo de Lagrange. Entre veinte o treinta chicos es raro que no haya por lo menos uno que, a los trece años, sea ya un obeso con un rostro rubicundo y gruesas piernas sonrosadas.
—En mi clase, era yo —se atrevió a decir madame Maigret.
Y Pardon, galantemente:
—En las chicas, eso se arregla. Son incluso las que luego se tornan más bonitas. Llamábamos a François Lagrange el Bebé Cadum y debía de haber millares de ellos en las escuelas de Francia, a los que sus condiscípulos llamaban así en la época en que las calles estaban cubiertas de carteles con la imagen del bebé monstruoso.
—¿Y no ha cambiado?
—Las proporciones ya no son las mismas, claro. Pero sigue siendo un «blando». ¡Tanto peor! ¡Vamos a comer!
—¿Por qué no telefonearle?
—No tiene teléfono.
—¿Vive en el barrio?
—A dos pasos, en la calle Popincourt. Me pregunto qué es lo que quiere exactamente. El otro día, en mi despacho, había por allí un periódico que tenía en la primera página la fotografía de usted…
Pardon miraba a Maigret.
—Perdóneme. No sé cómo, llegué a decir que le conocía. Debí de añadir que era usted amigo mío. «¿Es en realidad como dicen?», preguntó Lagrange. Yo contesté que sí, que era usted un hombre que…
—¿Qué?
—No tiene importancia. En fin, dije todo lo que pensaba mientras le reconocía. Es diabético. Tiene también trastornos glandulares. Viene aquí un par de veces por semana, porque está muy preocupado con su salud. En la visita siguiente me habló de usted, queriendo saber si le veía a menudo y le contesté que cenábamos juntos una vez al mes. Fue entonces cuando insistió para que le invitara, lo que me sorprendió, porque desde el Liceo sólo le había visto en mi consulta… Sentémonos a la mesa…
La brandade de bacalao era una obra de arte y Pardon había descubierto un vinillo seco de los alrededores de Niza que le iba de maravilla al bacalao. Después de haber hablado de las personas gruesas, se habló de los pelirrojos.
—Es cierto que hay un pelirrojo en cada clase también.
Esto orientó la conversación a la teoría de los genes. Se terminaba siempre hablando de medicina y madame Maigret sabía que eso le gustaba a su marido.
—¿Está casado?
Al servirse el café, se había vuelto a hablar de Lagrange. Dios sabe por qué. El azul, en el aire, un azul profundo y aterciopelado, había dominado poco a poco el rojo del sol poniente; sin embargo, no habían encendido las lámparas y se veía, por la puerta-ventana, la barandilla del balcón dibujar con negro de tinta sus arabescos de hierro forjado. De un rincón lejano de la calle venían notas de acordeón y una pareja, en el balcón de al lado, hablaba a media voz.
—Lo estuvo, según me dijo, pero hace tiempo que murió su mujer.
—¿Y qué hace?
—Negocios. Negocios bastante vagos, probablemente. Su tarjeta de visita lleva la mención de «administrador de sociedades» y una dirección en la calle de Tronchet. He telefoneado a esa dirección un día que quería cancelar una cita y me contestaron que las oficinas no existían ya desde hacía años.
—¿Hijos?
—Dos o tres. Una hija, si recuerdo bien, y un hijo para el que deseaba encontrar una colocación estable.
Volvió a hablarse de medicina. Jussieu, que había trabajado en Sainte Anne, estuvo rememorando a Charcot. Madame Pardon hacía calceta y explicaba a madame Maigret un punto complicado. Se encendió la luz. Entraron algunos mosquitos y eran las once cuando Maigret se levantó de su asiento.
Se despidieron de Jussieu en la esquina del bulevar, porque tomaba el metro en la plaza Voltaire. Maigret se sentía un poco pesado a causa de la brandade de bacalao y quizá también a causa del vino.
Su mujer, que se había cogido de su brazo, lo que hacía nada más que cuando regresaban por la noche, tenía deseos de decir algo. ¿En qué lo notaba? Ella no había abierto la boca y, sin embargo, él esperaba.
—¿En qué piensas? —terminó por gruñir el comisario.
—¿No te enfadarás?
Él se encogió de hombros.
—Estoy pensando en el joven de esta mañana. Me pregunto si, al volver a casa, no podrías telefonear para saber si ha ocurrido algo.
Empleaba una perífrasis y él comprendía. Ella había querido decir: «…para saber si no se ha suicidado».
Cosa curiosa, no era ésa la idea que se hacía Maigret de lo que pudiera ocurrir. Sólo se trataba de una impresión, sin ninguna base seria. No era un suicidio en lo que él pensaba. Estaba vagamente inquieto, sin querer aparentarlo.
—¿Cómo iba vestido?
—No me he fijado bien en su ropa. Me parece que iba de oscuro, probablemente de azul marino.
—¿Su cabello?
—Claro. Más bien rubio.
—¿Delgado?
—Sí.
—¿Bien parecido?
—Creo que sí.
Maigret hubiera apostado cualquier cosa a que su mujer enrojecía.
—Le miré muy poco, ¿sabes? Me acuerdo sobre todo de sus manos porque manoseaba nerviosamente el ala de su sombrero. No se atrevía a sentarse. Tuve que acercarle una silla. Se habría dicho que esperaba que lo echara a la calle.
De regreso, en casa, Maigret telefoneó a la Brigada permanente de la Policía Municipal, donde se concentraban todas las llamadas de urgencia.
—Aquí Maigret. ¿Nada que señalar?
—Salvo algunos bercys, jefe.
Apodo que, debido al mercado de vinos del quai de Bercy, significaba borrachos.
—¿Nada más?
—Una riña en el quai de Charenton. Espere. Sí. Hacia última hora de la tarde han sacado a una mujer ahogada del canal Saint Martin.
—¿Identificada?
—Sí. Una mujer pública.
—¿Ningún suicidio?
Esto para complacer a su mujer, que escuchaba, con el sombrero en la mano, en el umbral del dormitorio.
—No, hasta el momento. ¿Le llamo en caso de que haya alguna novedad?
Titubeó. Le fastidiaba parecer interesado en esta historia, sobre todo delante de su mujer.
—Si usted quiere…
No le llamaron durante la noche. Madame Maigret le despertó con su café. Las ventanas de la alcoba estaban ya abiertas y se oía a algunos obreros cargar cajas de madera sobre un camión en el almacén de enfrente.
—¡Ves como no se ha matado! —dijo, como si se vengase.
—Quizá no lo han descubierto todavía.
Llegó a las nueve al Quai des Orfèvres y se encontró con sus colegas al despachar con el jefe. Sólo rutina. París estaba tranquilo. Tenían ya la filiación del asesino de la mujer ahogada en el canal. Su detención era sólo cuestión de tiempo. Probablemente le encontrarían en alguna tasca, borracho como una cuba, antes que acabase el día.
Hacia las once, llamaron a Maigret por teléfono.
—¿De parte de quién?
—Del doctor Pardon.
Éste, al otro extremo del hilo, parecía indeciso.
—Perdone que le moleste en su oficina. Ayer, le hablé de Lagrange, que me había pedido permiso para asistir a nuestra cena. Esta mañana, en el curso de mis visitas, pasé por delante de su casa, calle de Popincourt. Entré, por si acaso, pensando que quizás estuviese enfermo… ¡Allô! ¿Me escucha?
—Escucho.
—No le habría telefoneado si, después de marcharse usted anoche, mi mujer no me hubiese hablado de la historia del muchacho.
—¿Qué muchacho?
—El muchacho del revólver. Parece ser que madame Maigret contó a mi mujer que ayer mañana…
—Sí. ¿Y después?
—Lagrange se pondría furioso si supiera que estoy avisándole. Le encontré en un estado extraño. Primeramente me dejó llamar a la puerta durante algunos minutos, sin contestar, y ya comenzaba a inquietarme, porque la portera me había dicho que estaba en casa. Terminó por abrir; descalzo, en camisa y con aire de estar deshecho. Pareció aliviado al ver que era yo. «Le pido disculpas por lo de anoche… —dijo al acostarse de nuevo—, no me sentía bien. Aún no me encuentro del todo bien. ¿Le habló de mí al comisario?».
—¿Qué le contestó usted? —preguntó Maigret.
—Ya no recuerdo. Le tomé el pulso, la tensión. No era agradable verle. Tenía el aspecto de un hombre que acaba de recibir una sacudida. La vivienda estaba en desorden. No había comido ni tomado café. Le pregunté si estaba solo y esto le alarmó en seguida. «Teme usted que yo tenga una crisis cardiaca, ¿verdad?». «¡De ningún modo! Me extrañaba tan sólo que…». «¿Qué?». «¿No viven aquí sus hijos?». «Sólo mi hijo más joven. Mi hija se marchó en cuanto cumplió los veintiún años. El mayor está casado». «¿Trabaja el más joven?». Entonces se puso a llorar, y a mí me hacía el efecto de un hombre gordo que se desinfla. «No sé —balbució—. No está aquí. No está aquí. No ha vuelto». «¿Desde cuándo?». «No sé. Estoy solo. Voy a morir completamente solo…». «¿Dónde trabaja su hijo?». «Ignoro incluso si trabaja. No me dice nada. Se ha marchado»…
Maigret escuchaba con rostro serio.
—¿Eso es todo?
—Casi. Intenté animarle. Daba lástima. Habitualmente, va muy cuidado; aún hace buen efecto, en todo caso. El verle en aquella vivienda, destrozado, enfermo, en una cama que no había sido hecha desde hace varios días…
—¿Acostumbra su hijo a pasar la noche fuera de casa?
—No, por lo que he podido comprender. Sería una casualidad, evidentemente, que se tratase justamente del muchacho que…
—Sí.
—¿Qué opina usted de ello?
—Nada, hasta ahora. ¿Está el padre realmente enfermo?
—Como ya le he dicho, ha sufrido una gran conmoción. Su corazón no está muy fuerte. Estaba allí, sudando en la cama y con un miedo atroz a morirse…
—Ha hecho bien en telefonearme. Pardon.
—Temía que se burlase usted de mí.
—No sabía que mi mujer hubiera contado la historia del revólver.
—¿He cometido una torpeza?
—De ningún modo.
Llamó al ordenanza.
—¿No me espera alguien?
—No, señor comisario. Excepto el loco.
—Páseselo a Lucas.
Ese loco era un abonado, un loco inofensivo que venía una vez por semana a ofrecer sus servicios a la Policía.
Maigret titubeaba aún algo. Más bien por respeto humano, en resumidas cuentas. Esta historia, vista desde cierto punto, era bastante ridícula.
En el Quai, estuvo a punto de tomar uno de los coches de la Policía Judicial, pero siempre por una especie de pudor, decidió ir a la calle de Popincourt en taxi. Era menos oficial. De este modo, nadie podría burlarse de él.