Por las barbas de Gerardo Dijoux
Cuando Reynaldo entró en la estancia olía a hojas de manzanilla. Como de costumbre, su mujer Betina le había dejado preparada una infusión con azúcar moreno encima de la mesa auxiliar. Reynaldo abrió un cajón del enorme tocador blanco y sacó un estuche que contenía sus preciadas herramientas de trabajo: cremas colorantes espesas como el petróleo, polvos compactos, brochas de todos los tamaños… Con mimo de padre recién estrenado fue depositándolas encima de la mesa. Llevaba tanto tiempo haciendo aquello que casi ni se acordaba de haber soñado con ser maquillador en la meca del cine. Embellecer a los muertos no era lo mismo que pintar los labios a la Monroe o rizarle las pestañas a Elizabeth Taylor, pese a que sus clientes fueran de lo más agradecidos y jamás emitieran una sola queja. Tiempo atrás, Guacamalindo había sido famoso por su longevidad, mas desde hacía años no le faltaba el trabajo y ya tenía ahorros suficientes para marcharse con Betina a hacer las Américas. Reynaldo suspiró. En el fondo echaría de menos la tranquilidad de su funeraria, y pasados los cincuenta no tenía edad para tantos cambios. Pero la juventud de Betina lo empujaba, y en la caja fuerte guardaba un maletín con el capital de toda una vida de trabajo. Estaba decidido. A la mañana siguiente, tras cumplir con el último encargo que esperaba inerte sobre la camilla, Betina y él cerrarían la funeraria y abandonarían Guacamalindo para hacer realidad su particular sueño.
Reynaldo se puso una chaqueta de lana, el ambiente de la sala era frío con tal de conservar la lozanía de los difuntos hasta el último momento. Cogió la manzanilla, dio un sorbo y posó la mirada sobre su cliente. Era inevitable. Todavía se le revolvía el estómago cuando los veía por primera vez. Solían tener muy mala cara, aunque tras pasar bajo sus brochas quedaban tan hermosos que parecían a punto de acudir a una cena de gala. No obstante, el difunto Gerardo Dijoux no tenía mal aspecto. Los ojos expertos de Reynaldo hubieran dicho que todavía quedaba algo de color en sus mejillas, como si tan sólo estuviera disfrutando de una larga siesta. De repente, un ruido en la puerta le sobresaltó y se giró para ver cómo se abría lentamente. Era Betina, su esposa, que se asomó con una sonrisa en los labios.
—¿Puedo pasar Reynaldo?
El maquillador se limitó a asentir con la cabeza y ella entró, haciendo peligrar el silencio de la sala con el repicar de sus tacones. Reynaldo la miró orgulloso. En cierta manera, Betina era parte de su obra, pues gracias a su arte había conseguido convertirla en la mezcla perfecta de Marilyn Monroe y Rita Hayworth. Sus ojos y sus labios estaban siempre primorosamente maquillados como los de la famosa rubia platino, mientras que las ondas de su cabello cobrizo eran una réplica exacta de la melena de la estrella de Gilda. Betina se situó tras Reynaldo y le acarició la calva incipiente mientras observaba en silencio al difunto.
—Quién lo iba a decir ¿verdad Reynaldo? Parecía que nunca íbamos a ahorrar lo suficiente, y fíjate, aquí está tu último cliente. Lo tengo todo preparado. He hecho las maletas y he comprado los billetes. Mañana la vida que conocemos habrá acabado, querido, y no veo el momento de cerrar la puerta de la funeraria para coger el tren.
Betina se apartó de Reynaldo y avanzó hasta el tocador. Con gran destreza abrió varios botes y mezcló su contenido en una bandeja. El resultado fue una textura color cereza que se aplicó con una borla sobre las mejillas y el escote, sin mirarse casi al espejo.
—¿Qué te parece Reynaldo? En poco tiempo hubieras podido dejar el negocio en mis manos.
Betina guiñó un ojo a su marido y se dirigió hasta la camilla donde reposaba Gerardo Dijoux. Se inclinó sobre el rostro del difunto sin ningún tipo de aprensión y lo observó atentamente.
Reynaldo también se acercó.
—¿Sabes Betina? Con los años he llegado a la conclusión que la muerte siempre tiene algo de imprevisto, aunque este caso supera mis teorías. Joven y completamente sano y… ¡zas! Un fulminante ataque al corazón se lo lleva al otro mundo. ¿Tú no lo conocías Betina? ¿No ibáis juntos a los ensayos del coro de Muñequita Elvira?
Ella lo miró sorprendida antes de contestar.
—Sí, aunque creo que nunca había cruzado una sola palabra con él. Pobre chico. Era muy tímido, y cuando el ensayo acababa volvía directo a su casa. Vivía con su tía y sus dos primas gemelas. Me parece que eran su única familia, son ellas las que han traído las ropas para el entierro.
Reynaldo se agachó, inspeccionó mejor el rostro de Gerardo y sus rasgos le parecieron de lo más anodinos. Lo único que le aportaba algo de personalidad era una barba, larga y triangular como el cono de un helado, que terminaba en punta a la altura del ombligo.
—Sí, un joven muy extraño. Alguna vez lo había visto cuando acudía a recogerte —Reynaldo estiró con cuidado la punta de las barbas—, y hubiera jurado que agachaba la cabeza o miraba a otro lado con tal de no saludarme. No obstante, es una pena, tan joven… Además ha tenido mala suerte. No podrá disfrutar ni de un velatorio como es debido. Esta misma tarde se lo llevarán a la iglesia, aquí ya tenemos todas las salas cerradas y nos hubiéramos visto obligados a retrasar el viaje. La misa se realizará al mediodía, y para entonces nosotros debemos estar en la estación. No habrá velatorio y su aspecto es bastante bueno, así que no tendré que esmerarme mucho en mi último trabajo.
—No digas eso, querido. Yo pienso lo contrario. Debes esforzarte como nunca. Dejarlo tan hermoso que ni su tía pueda reconocerlo. Quizá mañana en la iglesia dejen el féretro abierto y todos se darán cuenta del gran artista que ha perdido Guacamalindo. Aunque claro, no habrá clientes que den referencias de tu trabajo.
Él le rió la ocurrencia y se imaginó a todos los cadáveres que había maquillado desfilando en honor a su talento. La estridente voz de Betina interrumpió su fantasía.
—Córtale esas barbas, arréglale las patillas y el bigote, y demuestra hasta donde llega tu destreza. Yo, esperaré en casa mientras tanto, y volveré a recogerte cuando se lo hayan llevado a la iglesia. Calculo que el coche fúnebre vendrá hacia las seis de la tarde. Tienes dos horas para dejarlo como una estrella de cine. Así lo harás, ¿verdad mi Rey?
Él asintió convencido, y Betina le besó y salió de la sala dejando atrás el eco de sus tacones. Reynaldo se quedó solo. Su particular salón de belleza estaba decorado con carteles cinematográficos que le daban un aire de glamour al insólito lugar de trabajo. Pertenecían a sus películas preferidas, tendría que embalarlos con cuidado para poder meterlos en la maleta. Los repasó uno a uno con la mirada y buscó inspiración para cumplir con su último encargo. Se detuvo al ver el cartel del estreno de Sucedió una noche. Y entonces lo vio claro. Dejaría a Gerardo Dijoux tan apuesto como el gran Clark Gable. El joven distaba mucho de parecerse al actor con el bigote más famoso de Hollywood, pero nada podía resistirse a sus expertas manos de maquillador. Betina tenía razón: aquel hombre era su último cliente y debía esforzarse en atenderle como era debido.
Cogió unas afiladas tijeras y empezó por eliminar la barba que, a su entender, más bien le daba el aspecto de un profeta del antiguo testamento en una película de romanos. La cortó de una pieza, la depositó con cuidado encima del tocador y volvió a ocuparse de su cliente. Una hora más tarde, tras retocar patillas y bigote, peinar con loción fijadora los cabellos y aplicar las sombras adecuadas en el rostro, Gerardo Dijoux estaba preparado para protagonizar una de las escenas de Lo que el viento se llevó. Reynaldo estaba satisfecho con el resultado. En poco tiempo vendrían a buscar al difunto para llevarlo a la iglesia. Durante la misa del día siguiente, los asistentes podrían admirar su última gran obra.
Había acabado antes de lo previsto, así que tenía tiempo de sobra. Reynaldo se quitó la chaqueta, la dejó en una silla y se dirigió hasta la entrada de la funeraria. Aguardaría allí al conductor del coche fúnebre, y entre los dos colocarían a Gerardo en el féretro que iba a convertirse en su última morada. En la funeraria apenas quedaban muebles, todo había sido vendido, embalado para el transporte o enviado al rastrillo de beneficencia. De repente, el timbre de la puerta resonó con eco en medio de las salas ahora vacías, y Reynaldo se dirigió a abrir. Se llevó una sorpresa al encontrarse con tres mujeres de luto riguroso. Las dos más jóvenes rondaban la cincuentena. Eran altas, de una delgadez tan extrema que parecían juncos a punto de quebrarse, e idénticas, como si hubieran sido sacadas de un mismo molde. Y entre las dos, apoyada en un bastón, distinguió a una anciana que pese a guardar un cierto parecido con las gemelas, era diminuta y tan redonda que parecía haberse comido todo lo que a las otras dos les faltaba. Reynaldo se dio cuenta de que se trataba de la tía y las primas de Gerardo, y las invitó a entrar. La anciana se adelantó y saludó cortésmente a Reynaldo.
—Buenas tardes Reynaldo. Venimos a traer una chaqueta para mi sobrino. Es que con las prisas la habíamos olvidado, y no queremos dejarlo en mangas de camisa, con el frío que debe hacer allí dentro…
Él cogió la bolsa y cerró la puerta.
—Muy bien pensado por su parte. La verdad es que su sobrino ya está preparado. Pero no hay ningún problema en ponerle una chaqueta si es ese su deseo. Si quisieran verlo…
La mujer emitió un gemido y se echó a llorar. Tras secarse las lágrimas con un pañuelo, prosiguió casi en un susurro.
—Si ya lo tiene listo y no fuera mucho pedir… ¡Me gustaría verlo! Pobre Gerardo. ¡Era tan joven! Y todo ha sido tan precipitado que ni siquiera va tener un velatorio como Dios manda. Mañana en la iglesia no será lo mismo. Ya sabe. Y me gustaría poder despedirme de él…
Reynaldo, compadecido, accedió con un leve movimiento de cabeza y las guió hasta la sala donde descansaba Gerardo. Al ver a su sobrino la anciana se sobresaltó y sufrió un ligero desvanecimiento. Reynaldo corrió a buscar sus sales mas no las encontró entre el desorden de cajas y maletas. Cuando volvió a la estancia, la mujer se había recuperado y esperaba sentada en una butaca frente al tocador. Sus hijas la abanicaban, mientras ella agarraba con sus manos las negras barbas de Gerardo. La anciana sudaba copiosamente, y al ver al maquillador le gritó:
—¡Ese de ahí no es mi Gerardo! Con lo orgulloso que estaba mi sobrino de sus barbas. ¡Si no se las había cortado desde que era un adolescente! ¡Haga el favor de enterrarlo con sus barbas! ¿Qué iba a hacer usted con ellas? ¡Válgame Dios! Pero si diría que hasta le encuentro un cierto parecido con Charlot. ¡Usted es un sinvergüenza! ¡Devuélvame a mi Gerardo o le pongo una denuncia!
Se levantó y agitó las barbas a un palmo de la nariz de Reynaldo. El maquillador, ofendido, le indicó que se había inspirado en Clark Gable e intentó explicarle en vano que él era un artista, y que su intención había sido darle el mejor aspecto a Gerardo Dijoux para emprender el último viaje. La anciana se negaba a escucharle, y sólo pedía que le devolvieran a su sobrino. Pese a los intentos de Reynaldo por calmarla, la mujer no dio su brazo a torcer. Tras media hora de discusión ante un Gerardo pelado y de cuerpo presente, el maquillador, agotado, pidió disculpas y prometió que devolvería su aspecto original al difunto. Las mujeres, satisfechas, abandonaron la sala y juraron volver para dar su visto bueno antes de que se lo llevaran hasta la iglesia.
Reynaldo se quedó solo en la estancia. Miró su reloj y se dio cuenta que le quedaba poco tiempo antes que viniera el coche fúnebre. Refunfuñando se dispuso a sacar de nuevo sus utensilios de trabajo. Estaba en el tocador, de espaldas a la puerta. Peinaba la barba cuando escuchó un leve ruido detrás de él. No tuvo tiempo ni de girarse. Sintió una fuerte punzada en la nuca y no vio nada más. Cayó de bruces y quedó inerte en el suelo. Unas manos con uñas largas y rojas le tomaron el pulso. Tras asegurarse que en su cuerpo no quedaba un suspiro de vida, le extrajeron el estilete que tenía clavado en el cogote. Y lo dejaron tendido entre brochas, botes de maquillaje y polvos compactos. Eran las cuidadas manos de Betina, que tras envolver el arma del crimen en un pañuelo y depositarla sobre el tocador, se miró en el espejo. Sonrió orgullosa de su belleza y miró con desprecio el cadáver de Reynaldo. Descalza, se dirigió hasta la puerta, cogió una bolsa que había dejado en la entrada y sacó una enorme jeringuilla y sus zapatos de tacón. Se los puso y caminó con paso rápido hasta donde reposaba Gerardo Dijoux. Le desabrochó la camisa, y sin miramientos le clavó la aguja hasta el fondo, a la altura del corazón. Tras extraerla esperó apenas unos segundos hasta ver cómo los brazos del presunto difunto se movían con fuertes convulsiones. Él abrió los ojos. Betina se agachó y depositó un beso en sus labios.
—¿Qué tal ha ido tu viaje al otro mundo, querido?
El joven no paraba de toser, e intentó incorporarse. No podía hablar, y Betina lo ayudó con cariño, sentándolo al borde de la camilla.
—Tranquilo, Gerardo. No te esfuerces en vano. Aquella vieja bruja me dijo que en unos minutos podrías hablar y respirar con normalidad. La verdad es que estabas tan tieso que por un momento hasta dudé que no hubieras tomado más pócima de la cuenta, y estuvieras realmente muerto. Por lo demás, todo ha ido según lo previsto. Tenemos las maletas y los billetes preparados, y tu aspecto… ¡nadie podría decir que eres Gerardo Dijoux! El viejo ha hecho un buen trabajo contigo. Anda, ten cuidado, apóyate en mí y te llevaré hasta el espejo. Así, poco a poco…
Gerardo fue con ella hasta el espejo más próximo. No pudo reconocerse en el reflejo. Con una mano se palpó el rostro imberbe, y por fin, un ridículo grito salió de su boca.
—Vamos Gerardo, no te quejes. Era necesario. Ya lo habíamos hablado. Ahora estás mucho más guapo. Venga, te ayudaré a sentarte en la butaca mientras yo me ocupo del viejo. No tenemos mucho tiempo. La pesada de tu tía y los muermos de tus primas han estado aquí, y por un instante he pensado que todo se iba al garete. Yo estaba escondida en una de las salas, esperando a que Reynaldo acabase contigo y casi se me escapa un grito al escuchar el timbre antes de lo previsto. Engañé a Reynaldo y le dije que el coche fúnebre vendría a las seis y media aunque en realidad lo esperamos a las ocho. Pero tu tía ha dicho que iba a volver. Debo darme prisa en caracterizar a Reynaldo. ¿Ya estás mejor?
Gerardo asintió con la cabeza. Le hizo señas a Betina para indicarle que ya se sentía con fuerza suficiente para mover a Reynaldo. Betina y él arrastraron el cadáver y lo estiraron en la camilla. Siguiendo las instrucciones que le daba Betina, el joven abrió la caja fuerte oculta tras el cartel de Sucedió una noche. En su interior encontró un maletín negro que contenía los ahorros de Reynaldo. Mientras tanto, Betina se ocupó del difunto. La mujer taponó la pequeña herida del cráneo con cola y algodón. Como había leído mucha novela negra antes de ejecutar su plan, la incisión había sido certera y pulida, y en un santiamén limpió la escasa sangre reseca que había quedado en el cuello. De su bolsillo sacó una fotografía de Gerardo cuando aún tenía barbas, y la colocó sobre la mesilla para utilizarla como modelo. Mezcló cremas y colorantes, y con soltura fue camuflando arrugas y manchas de vejez, tal y como había visto hacer a su difunto marido en tantas ocasiones. Tras quitarle veinte años de encima, fue a buscar las barbas que descansaban sobre el tocador. Con un pincel impregnado de cola se las enganchó al difunto. Finalmente, lo maquilló sin dejar de mirar la fotografía de Gerardo. La transformación completa le llevó menos de media hora. Y cuando llamó a Gerardo para que éste examinara su obra, el chico a punto estuvo de volver al otro mundo, y esta vez de verdad, al contemplar su difunto retrato con las manos cruzadas sobre el pecho.
—No está mal, ¿verdad, Gerardo? Ahora quítate la ropa y ayúdame a vestirlo. Entre los dos lo colocaremos en el féretro, allí se le verá menos todavía. Y sólo nos quedará cruzar los dedos para que nadie nos descubra.
Betina miró el reloj.
—Falta muy poco para que vuelva tu tía. Si logramos engañarla seremos libres.
Vivo y difunto intercambiaron sus ropas. Con esfuerzo, Betina y Gerardo cogieron a Reynaldo por los pies y la cabeza y lo introdujeron en el féretro que habían arrastrado desde la recepción. El muerto era de menor estatura que el verdadero Gerardo y tuvieron que meterle papeles de periódico en la base para que el cuerpo no bailara en el ataúd. Cuando iban a cerrar la tapa llamaron de nuevo a la puerta.
—Ahí está, la pesada de tu tía. Anda, Gerardo, escóndete y reza para que no nos descubra.
Gerardo, que todavía no había recuperado su voz y empezaba a preocuparse, se escondió en una de las salas vacías. Betina fue a abrir tras revisar que no se les hubiera quedado ningún cabo suelto por atar. Y en efecto, en la puerta encontró a las tres siluetas negras que entraron sin ser invitadas.
—Buenas tardes Betina. Quizá ya sabe el disgusto que su marido nos ha dado. A un difunto, Betina, no se le puede faltar el respeto, y a nuestro Gerardo lo había dejado sin barbas. ¿Se imagina? Pobre Gerardo. ¿Dónde está ahora su marido?
Betina les explicó que el incidente le había dejado indispuesto y les pidió disculpas por su falta de tacto. Aunque le constaba que todo había sido hecho con la mejor de las intenciones. No obstante Gerardo Dijoux, tal y como ellas habían solicitado, volvía a tener las barbas colocadas y en su sitio. Si así lo deseaban ella misma las acompañaría para que pudieran quedarse tranquilas. Las mujeres se dirigieron a la sala donde descansaba el presunto cuerpo de Gerardo. Betina encendió sólo la mitad de las luces, y tía y primas se aproximaron al féretro. Las más jóvenes no quisieron verlo de cerca, pero la anciana se inclinó para observarlo mejor. Betina contuvo la respiración. La vieja dio un beso al difunto y rompió a llorar. Con paso lento se acercó a Betina y la abrazó con fuerza.
—¡Ahora sí que es mi sobrino! Pobre Gerardo. Con lo orgulloso que estaba él de sus barbas, jamás hubiera descansado tranquilo sin ellas. ¡Ay! Estoy agotada. Demasiadas emociones en un día. Dé las gracias a su marido y pídale que me disculpe si antes fui demasiado brusca. Pero ya me entiende… un sobrino es un sobrino… ¡y era tan joven!
Betina asintió compungida y acompañó a las tres mujeres hasta la salida. Les informó que ella y su esposo abandonaban Guacamalindo al día siguiente, y se disculpó por no poder asistir al entierro. Las mujeres cruzaron besos, hipos y lágrimas y la más vieja regaló a Betina los mejores deseos para ella y Reynaldo. Al cerrar la puerta Betina esperó un minuto a que se alejaran y salió corriendo, sin importarle el ruido de sus tacones, hasta el salón donde Gerardo aguardaba escondido. Éste, que poco a poco iba recuperando su voz, la abrazó y la besó. Los dos rieron y bailaron sin música hasta quedarse exhaustos, y cuando vino el coche fúnebre, Betina a duras penas consiguió reprimir la risa mientras sacaban el féretro de la funeraria.
Al día siguiente se celebró el entierro de Gerardo Dijoux. Su anciana tía no dejó de repetir lo hermoso que había quedado el joven y lo bien que le sentaban sus barbas. Mientras que en el cementerio de Guacamalindo el enterrador colocaba una lápida con el nombre de Gerardo Dijoux grabado en la piedra, en la abandonada funeraria el viento mecía un cartel con la leyenda: “Cerrado por unas largas vacaciones”. Al mismo tiempo, en la estación vacía una atractiva pareja esperaba el tren. Todo Guacamalindo estaba congregado en el entierro y nadie los vio subir al vagón. La mujer se cubría el cabello y el rostro con un pañuelo de flores y unas enormes gafas de sol. El hombre guardaba un cierto parecido con Clark Gable. La pareja entró en uno de los compartimentos, colocó el equipaje en el portamaletas y dejaron en el asiento de enfrente un gran maletín negro. Se sentaron y observaron como Guacamalindo iba haciéndose más y más pequeño, hasta que sólo pudieron distinguir el original campanario de su iglesia. Él se pasó la mano por su rostro, se detuvo en el bigote y con un deje de nostalgia en la voz dijo:
—Creo que echaré de menos mis barbas.
Ella acarició el maletín negro y contestó:
—Francamente, querido, me importa un bledo.