Un milagro para un santo
Por la ventana de la cocina se escapaba un aroma a canela, anís y miel que dormía la voluntad y despertaba los sentidos. Perucho trajinaba nervioso a un lado y a otro de la diminuta estancia, atestada hasta el techo de cacerolas sucias, sacos de harina y botes con especias dulces y miel. Del horno salía un humo que olía a golosina, y el pastelero se acercó para ver si la torta de ajonjolí y anís estaba ya en su punto. Inclinándose, pinchó con un tenedor la masa dorada, concluyendo que faltaban todavía unos minutos para poder sacarla. Así que miró alrededor e intentó descubrir un lugar libre donde sentarse a esperar. En una esquina vio un taburete cubierto de harina, lo sacudió y se sentó, contemplando el desorden que lo rodeaba.
—Así no hay quien trabaje —masculló Perucho—, hasta las cucarachas han huido por falta de espacio.
Aquella cocina de juguete no era precisamente la pastelería con la que soñaba desde que su padre le había enseñado a hornear sus primeras galletas. De tanto inventarla había llegado a gastarla, aunque todavía podía imaginar los estantes del tamaño de un gigante, repletos de brazos de gitano, pasteles multicolor y delicados bombones, ofrecidos por sonrientes dependientas vestidas con delantales de organdí. Mas ahora, que todo Guacamalindo andaba revolucionado con la construcción de su primera iglesia, ese sueño le parecía más lejos que nunca. El alcalde, Don Honorio, era el impulsor del divino proyecto. Y Perucho estaba seguro de que la solicitud para iniciar las obras de su pastelería estaría guardada en el cajón de los asuntos pendientes del alcalde. El pastelero se encogió de hombros. Esperaría. Y seguiría esmerándose con los pastelillos de crema y azúcar glasé que tanto parecían gustar a Don Honorio. Se acordó entonces de los que había abandonado en el alféizar de la ventana, y que eran para el pleno extraordinario de la tarde, en el que debían decidirse las bases para la construcción de la nueva iglesia. Se levantó para taparlos, antes de que acabaran derretidos al sol. Y cuando iba a extender sobre ellos el único paño limpio que le quedaba descubrió tres puntos negros posados en los dulces. Enojado y con una blasfemia, espantó las moscas de un manotazo, sin saber que en unos días iban a convertirse en el instrumento celestial que obraría el mayor milagro conocido hasta entonces en Guacamalindo.
Las moscas huyeron precipitadamente, aunque dos de ellas no llegaron muy lejos. Atraídas por los geranios que adornaban el balcón de Muñequita Elvira, entraron en su casa. Dieron una vuelta y acabaron posándose en la colcha de su cama, bordada con anclas y estrellas de mar. Muñequita Elvira no se dio cuenta. Sentada frente al espejo del tocador, daba los últimos retoques a su peinado para asistir a la reunión extraordinaria en el ayuntamiento. Mientras se atusaba un mechón de cabello ceniciento, pensaba satisfecha en que por fin iban a acabarse las excursiones de los domingos a la iglesia del pueblo vecino. Le costaba reconocerlo, pero cada semana el camino se le hacía más largo y pesado. Porque, pese a que seguían llamándola Muñequita, por su cuerpo diminuto y espigado, ya rondaba los cincuenta y sus flacas piernas no respondían como hacía veinte años. Además, tener al Señor a un tiro de piedra forzosamente habría de traerle algún beneficio para la consecución de sus plegarias. Elvira contempló sus tirabuzones y dejó las tenacillas encima del tocador. Abrió el primer cajón y cogió el rosario que su madre le había regalado con el último suspiro. Y recordó la escena, y sus últimas palabras, mientras le recomendaba guardar en casa y bajo llave, la honra y el corazón. Elvira había seguido el consejo materno hasta que un marinero con aires de marqués convirtió en humo la advertencia. Ella aceptó entonces, como palabra de ley, cada una de las promesas de amor eterno de aquel pirata de los sentimientos y lo esperó durante mucho tiempo. Mas el marinero, en cuanto su barco levantó el ancla para escapar a otros puertos, no volvió a acordarse de ella. Con los años, Elvira, lejos de sentirse rechazada, se había convencido de ser demasiado para cualquier hombre, y se había consagrado con el cuerpo y la mitad del alma a una vida piadosa y recatada. Cuidaba, con esmero de madre frustrada, su pequeño jardín de rosas blancas y flores de azahar, daba clases de canto a las niñas de Guacamalindo y bordaba con motivos marineros todo trozo de tela que caía en sus manos. No se olvidaba de rezar el rosario cada noche antes de acostarse, y jamás había dejado de asistir a las misas dominicales del pueblo vecino. Pero la otra mitad de su alma seguía suspirando por un ladrón que robara de nuevo la llave de su más preciado tesoro. Elvira suspiró y guardó el rosario. Todavía tenía que elegir vestido y abrillantar sus botines, y debería darse prisa si no quería llegar tarde a la reunión en el ayuntamiento.
La tercera mosca voló dos calles más arriba, hasta la casa más grande de Guacamalindo. Se coló por la ventana de una de sus habitaciones, y se metió, a través del ojo de la cerradura, en un armario que olía a ropa limpia. Cuando Don Honorio lo abrió, del oscuro interior salió la mosca despistada que fue a posarse sobre el hombro del alcalde. Éste se sacudió incómodo para quitársela de encima, y descolgó del perchero la mejor camisa que encontró. Tras ponérsela, se esforzó por atarse los tirantes que parecían a punto de estallar debido a su desmesurada afición a los dulces y los pasteles de crema de Perucho. Cuando lo consiguió, destapó la caja donde guardaba su colección de pajaritas y seleccionó una a rayas. Mientras se la anudaba al cuello, repasó mentalmente el principio de su discurso. Lo había ensayado tantas veces que se veía capaz de hacerlo hasta del revés. La ocasión lo requería. Siempre había deseado ser recordado para la posteridad. Y por fin, aquel día iba a convertirse oficialmente en el alcalde constructor de la primera iglesia de Guacamalindo. Tras mirarse en el espejo cogió su chaqueta de los domingos. Estaba un poco arrugada en los faldones, pero no quedaba tiempo para solucionarlo. Don Honorio no pudo evitar una mueca de disgusto. Su hermana Inés andaba últimamente muy distraída y no lo cuidaba con el esmero que requerían las obligaciones de su cargo. Necesitaba una mujer, pero ahora, con la construcción de la nueva iglesia, no iba a tener tiempo para cortejos. Se puso la chaqueta y cerró los ojos. Por un momento se vio, quizás un año más tarde, cortando la cinta inaugural. Animado por la visión, bajó hasta la entrada. Llamó a su hermana y a su cuñado y los tres se dirigieron hacia el resplandeciente automóvil adquirido gracias a las últimas subidas de impuestos. El alcalde se puso al volante y su cuñado Pascual se colocó en el asiento del copiloto. Inés se acomodó detrás, en la tapicería de cuero, sin decir palabra. Por su rostro Don Honorio advirtió que una vez más la cigüeña se había olvidado del matrimonio. Inés pronto tendría más edad para ser abuela que madre y la medicina ya había dado su caso por perdido. Pero ella seguía acudiendo a remedios de sibilas y hechiceras, que en vez de dar un fruto a su vientre le secaban la alegría y el bolsillo. Don Honorio, contrariado, se apresuró a poner en marcha el automóvil. Todavía tenía que pasar por casa de Perucho a recoger los pasteles y faltaba muy poco para que empezara la asamblea extraordinaria en el ayuntamiento.
Todo aquel que tenía algo que hacer y decir en la pequeña sociedad de Guacamalindo estaba reunido en la sala de plenos cuando entró Don Honorio. Muñequita Elvira, como representante de las damas más devotas del pueblo, se sentaba expectante en la primera fila. Al ver al alcalde, frunció el ceño y miró con desaprobación sus zapatos sucios y el dobladillo excesivamente corto de sus pantalones. Pero, pese a la dejadez de su atuendo, aquél era el hombre que iba a dar por fin una iglesia a Guacamalindo. Así que lo saludó cortésmente con un movimiento de cabeza. Don Honorio subió al estrado. Carraspeó hasta tres veces, tal y como había ensayado ante el espejo para parecer más interesante, e inició su discurso. Unos veinte minutos de arenga sobre la construcción de la iglesia que todos aplaudieron entusiasmados. Al acabar, dio paso a la exposición de ideas para la edificación del templo. Inés se situó al lado de su hermano, y en una pizarra fue apuntando las propuestas que estallaron como fuegos artificiales. Su marido Pascual, que era orfebre, se ofreció a labrar en cobre la puerta principal, donde representaría si todos estaban de acuerdo la natividad del Señor y la llegada de los Reyes Magos. Ganímedes, el banquero, intentando controlar el tic que había frenado su prometedora carrera en el extranjero, pidió la palabra. Pasándose frenéticamente el pulgar por la lengua, molesto vicio heredado de las incontables mañanas que había consumido contando billetes, prometió sufragar los gastos de pintura y decoración. Su donativo fue casi más aplaudido que el discurso de Don Honorio, y el banquero se sentó de nuevo satisfecho, sin poder dejar el pulgar quieto y en su sitio. Una tras otra las ideas se sucedían como fichas de dominó. Habían empezado al mediodía, y antes del anochecer ya tenían la iglesia casi construida. Muñequita Elvira se ofreció a ocuparse de la organización del coro con las mejores voces de Guacamalindo. Y cuando se levantó y dijo que se encargaría también de bordar un mantón para cubrir el altar mayor, el viejo maestro Nicolás, se alzó tímidamente y expuso el primer problema en el que nadie había pensado todavía.
—¡Perdóneme Don Honorio! Pero… si vamos a tener una iglesia cruciforme con un campanario tan alto como el Big Ben, un altar con un mantón bordado en hilos de oro y plata, y una puerta labrada en cobre, más hermosa que la de una catedral… ¿no deberíamos tener antes un santo a quien consagrarla? Después de tantos años compartiendo el templo del Señor con el pueblo de al lado, ahora no es cuestión de tener un santo a medias.
Un murmullo de decepción recorrió la sala. Don Honorio se levantó y dio la razón a Nicolás. No era suficiente construir una iglesia, debían tener también su propio santo. Y si querían hacer las cosas bien hechas, había que encontrar un ciudadano de Guacamalindo, que ya no estuviera entre los vivos y pudiera ser presentado como modelo de conducta a los creyentes. Aquella observación desató una pequeña trifulca en la asamblea. Todos aspiraban a poseer un santo en la familia para convertirlo en su digno intercesor ante lo divino. En plena algarabía se cantaron las gracias de varios miembros de cada una de las familias más ilustres de Guacamalindo. Los Bajomonte hablaron del milagro de su tatarabuelo Zacarías, del cual decía la leyenda que incluso había paseado por el pueblo después de muerto. La familia de Ganímedes quiso presentar a su bisabuela Alfonsina, como una clara muestra del cumplimiento ejemplar de los valores de obediencia, castidad y pobreza. Sin contar con los ocho hijos que había tenido de sus tres maridos, ni con la cantidad de joyas y billetes arrugados encontrados bajo su colchón y entre las latas de conserva del viejo colmado. Don Honorio veía impotente como su sueño se le escapaba de las manos a falta de santos. No creía en milagros, pero iba a necesitar uno si quería convertirse en el alcalde constructor de la primera iglesia de Guacamalindo. Se levantó e hizo callar a los presentes. Era necesario hallar un santo capaz de acabar con una plaga de serpientes, destruir un barco enemigo o salvar de la muerte con un simple pestañeo. Una beatificación no era tarea fácil. Y para convencer a los más altos tribunales eclesiásticos había que presentar un milagro como Dios manda. Esta observación pareció presionar un resorte escondido en la memoria del maestro Nicolás, que se levantó de un salto y dio la solución que a todos los presentes les pareció más apropiada.
Pocos se acordaban ya de una mujer, con nombre digno de santa y blanca como el más fino encaje, que apenas se había relacionado con nadie durante los años que vivió en Guacamalindo. Benigna la cocinera. Nicolás explicó que su madre siempre insistía en que en esa mujer había algo extraño, y aseguraba que las muertes y los funerales habían cesado en el pueblo desde su llegada. Los más ancianos empezaron a mover la cabeza con gestos de asentimiento. Algunos se atrevieron a hablar de anónimos recibidos y cartas premonitorias que les habían salvado la vida en más de una ocasión. Con los años, habían deducido que podían ser obra de Benigna, porque se habían acabado el día en que encontraron su cadáver en la cocina. Desde entonces, la muerte había azotado al pueblo de nuevo, incluso de forma más virulenta. Todos coincidieron. No se trataba de un milagro común, pero como la misma Muñequita se atrevió a decir «los santos no son como las demás personas y los caminos del Señor son insondables». Cuando acabó la frase, los presentes saltaron sorprendidos de su silla, al escuchar las campanadas del reloj del ayuntamiento tocando la medianoche. Don Honorio estaba cansado, pero no pensaba disolver la asamblea sin llegar antes a un acuerdo definitivo. Iban a elegir a un santo para su iglesia. Y él ya se encargaría de encontrarle los milagros, porque sino se los inventaría. La votación se hizo a mano alzada. La familia Bajomonte, que era numerosa, mantuvo la batalla hasta el último voto. Pero la pálida y misteriosa Benigna, que había provocado la curiosidad de los presentes, acabó ganando la partida. Don Honorio se comprometió a estudiar todos los archivos del ayuntamiento referidos a Benigna hasta encontrar indicios que confirmaran su condición sagrada. Guacamalindo iba a tener santa e iglesia. Y para celebrarlo, el alcalde anunció que en una semana, se iba a dar una gran fiesta en la Plaza Mayor, donde se informaría de la noticia al resto de los vecinos y se recaudarían fondos para el proyecto. Todos estuvieron de acuerdo y el alcalde disolvió la asamblea entre aplausos y bostezos.
Tras comerse seis pastelillos de crema, Don Honorio durmió a pierna suelta. Cuando despertó al día siguiente, se dirigió hacia su pequeño huerto, como cada mañana desde hacía más de un mes. Allí había cambiado el viejo palomar por un pequeño corral, donde ahora vivía una gallina comprada en el mercado a precio de reina. Le habían dicho que estaba encinta, así que en breve esperaba ampliar el gallinero y conseguir los mejores huevos del pueblo. No obstante, lejos de dar descendencia, la gallina se pasaba los días en un rincón, mustia como una tarde de noviembre. Pero aquella mañana a Don Honorio le esperaba una agradable sorpresa. Al entrar en el corral se sorprendió al ver el suelo completamente blanco y cubierto de cáscaras de huevo. En una esquina, varios polluelos amarillos piaban clamando comida. Y entre los recién nacidos, distinguió uno blanco como la sal. Pese a no creer en fenómenos divinos, lo tomó como una señal de buena suerte, y pensó que quizá el azar, para mostrarle que estaban en el camino correcto, le había enviado un aviso en forma de ave descolorida. Tras desayunar, se dirigió a su despacho. Al entrar descubrió un enjambre de moscas revoloteando alrededor de su escritorio. Últimamente tenía la impresión que no podía quitárselas de encima, y contrariado las espantó con el cinturón. No se dio cuenta que una se le había escondido en el bolsillo del pantalón, y se sentó en una butaca para reflexionar sobre cuáles debían ser sus próximos pasos. Si era verdad lo que Nicolás decía los archivos del ayuntamiento podían servir como prueba irrefutable de que, durante los años en los que Benigna había vivido en el pueblo, no se había producido una sola muerte. Y con un poco de suerte, todavía encontraría personas que la hubieran conocido y testificasen durante el proceso. Quizá necesitaran algún milagro más vistoso, pero si no lo encontraban tendrían que fabricarlo. Él mismo escribiría una carta al obispo, y si hacía falta, llegaría hasta Roma para pedir audiencia ante el Sumo Pontífice. Era importante contar con fondos suficientes si querían que alguien en la Santa Sede escuchara sus propuestas, y la fiesta que iba a celebrarse al cabo de una semana sería una buena ocasión para recaudarlos. Llamó a su hermana Inés, y le confió la decoración del evento, donde se anunciaría el divino plan de Guacamalindo. Él se ocuparía de la propaganda y de la organización de la subasta benéfica. Tan sólo disponían de una semana para tenerlo todo preparado. Don Honorio debía hablar también con Perucho. Quería que el pastelero fuera el encargado de abastecer la fiesta con sus famosos dulces. Y sabía cómo conseguir que su contribución a la causa fuera completamente gratuita.
Con la mosca en el bolsillo fue a ver al pastelero aquella misma mañana. Y mientras el insecto se escapaba y decidía quedarse en la cocina de Perucho, el alcalde prometía la apertura de la pastelería en la Plaza Mayor, puerta con puerta del ayuntamiento. La licencia estaría en manos del pastelero si éste preparaba en menos de una semana y gratuitamente los dulces para la fiesta. Perucho aceptó. Y así, mientras el alcalde se dedicaba a anunciar a los cuatro vientos el gran evento, e Inés organizaba batallones de mujeres para confeccionar guirnaldas decorativas, Perucho se encerró en su diminuta cocina para concentrarse en el mayor pedido de pasteles de la historia de Guacamalindo.
Llenó la casa de huevos y se pasó un día batiéndolos con leche y azúcar. Cuando acabó, no cabía ni un miligramo de crema pastelera en la despensa. A continuación, empezó con la masa, y la cocina quedó inundada con tan sólo la décima parte del encargo. Pero lejos de renunciar al negocio de su vida, Perucho decidió ocupar toda la casa con tortas cremosas de frutas escarchadas. Se pasó dos jornadas más, día y noche, cocinando sin descanso. En su cabeza únicamente veía la tienda que iba a abrir en la Plaza Mayor y las largas colas que se formarían para vaciar los estantes y los escaparates. Inmerso en sus sueños, no se dio cuenta de las primeras moscas que vinieron a hacer compañía a la primera inquilina, atraídas por la crema, el calor y la acumulación de dulces. Y siguió amontonando pasteles, en cada rincón de la casa de madera. Primero fueron los pasillos, cuyas paredes quedaron salpicadas de crema espesa. Siguió con la habitación de invitados y con su propio dormitorio, donde fue depositando dulces encima de las camas, sobre las sillas, dentro de los armarios y en el suelo. Incluso el salón, y todo lo que contenía, acabó sepultado bajo la avalancha de postres cremosos. Al cuarto día, y sin un solo centímetro libre dentro de la casa, tuvo que dejar los últimos en el retrete exterior y en el cobertizo, donde guardaba los utensilios del jardín. Para entonces, las moscas ya habían invadido los pequeños espacios libres entre las tartas, y Perucho intentaba espantarlas con su delantal sin éxito alguno. Al quinto día, el enjambre de insectos era una plaga bíblica. Y pese a las moscas, al calor y a las pésimas condiciones para la conservación de la crema, continuó cocinando sin descanso. Por fin, al amanecer del sexto día, un exhausto Perucho acabó su trabajo. Aunque tuvo que gastar veinticuatro horas más en expulsar moscas y repasar cada torta buscando los cadáveres alados que habían muerto a causa de la glotonería.
El domingo por la mañana estaba listo el encargo. Don Honorio había fletado una caravana de carros para llevar los dulces hasta la Plaza Mayor. Allí, las guirnaldas con flores de papel cubrían los árboles. Y las niñas del coro, dirigidas por Muñequita Elvira, esperaban impacientes el momento para deleitar con su canto a los vecinos. Elvira repartía cupones para la subasta benéfica en honor a la futura santa, a la que había contribuido con uno de sus mejores mantones bordados con motivos marineros. Cuando la caravana entró en la plaza, la mujer se encaminó hasta una tarima situada en el centro de la explanada, con la intención de ayudar en la distribución de las golosinas sobre las mesas quilométricas colocadas allí para la ocasión. Perucho miraba satisfecho su magna obra, y en el preciso instante en que Don Honorio se metió el primer pastel en la boca, comenzó el festejo. Con el bullicio, nadie advirtió que numerosas moscas remolonas habían seguido a la dulce comitiva, y ahora merodeaban entorno a la plaza, sobre las mesas y alrededor de las tortas y los bizcochos.
La celebración fue todo un éxito. Se recaudó dinero para enviar a todo Guacamalindo a Roma, e incluso para construir una catedral completa. Con las primeras estrellas empezaron a retirarse los vecinos a sus hogares, y Don Honorio, agradecido por la colaboración desinteresada de Muñequita se ofreció a llevarla a casa en su flamante coche oficial.
Durante el camino empezaron las primeras molestias. El cuñado de Don Honorio conducía el auto, mientras el alcalde, Inés y Muñequita charlaban sobre el rostro de la santa, que en opinión de las señoras debía ser blanco cual espuma de mar. De repente, el vientre de Don Honorio empezó a sonar como un ejército de ranas al anochecer. Pascual paró en un descampado del camino. El alcalde, que se apresuró a bajar, se sorprendió cuando recibió un empujón de Muñequita. Sin disculparse, ésta corrió a esconderse tras unos arbustos para aliviar también el estómago, olvidando sus modales ante tal urgencia. En cinco minutos, Pascual e Inés se añadieron a la singular pareja a unos metros de distancia, y bajo la luna, las cuatro siluetas se retorcían, ya sin el menor decoro, entre flatulencias y retortijones. En unos minutos de tregua Don Honorio corrió hacia el coche seguido por los demás, y cogiendo él mismo el volante, voló hasta el pequeño hospital de Guacamalindo. Una vez allí, un espectáculo digno del fin del mundo se desplegó ante sus sorprendidos ojos; las colas en la casa de salud daban la vuelta a la plaza. Las esquinas estaban llenas de nalgas masculinas que aliviaban sus necesidades en plena calle. Y en los rincones más oscuros, a falta de un mejor lugar, las mujeres levantaban sus faldas y se esforzaban en sacar lo que les sobraba en los intestinos. Don Honorio pensó que aún en aquella situación, su cargo era un rango, y agarrándose los pantalones y apretando el ojete, se abrió paso entre la multitud para entrar en el hospital y ser atendido en condiciones dignas. Pero dentro la escena era aún peor. Allí encontró a las personalidades más destacadas de Guacamalindo, porque las molestias de estómago no habían hecho distinción de clase social. Ganímedes, el banquero, se quejaba en una cama, inundado en su propia inmundicia. Los retortijones tampoco habían respetado a las niñas del coro, a los Bajomonte o a las propias enfermeras. El alcalde intentó entrar en uno de los retretes, pero todos estaban bloqueados por aquellos que, con un poco de suerte, habían llegado los primeros y se resistían a abandonar su situación de privilegio. Perucho, escondido tras una camilla, también se retorcía de dolor. Pero al ver al alcalde, corrió al exterior y no paró hasta llegar a su casa. Pensaba que, tras el desastre, iba a quedarse sin la nueva y flamante pastelería, porque intuía que sus dulces estaban relacionados con el dantesco teatro. Mas si no había pruebas del delito esperaba al menos conservar su viejo negocio. Así que se pasó la noche, entre espasmos y escapadas al retrete, destruyendo todo plato, cuchara y olla que pudiera conservar un miligramo de crema sospechosa.
Cuando un gallo despistado cantó la salida del sol, Guacamalindo se despertó sumido en un desagradable aroma causado por una noche entera de desvelos estomacales. Muchos se levantaron recuperados del dolor y las molestias, pero debilitados por el titánico esfuerzo. Muñequita Elvira, que había pasado la noche en el hospital, compartiendo una de las camas con la hermana del alcalde, se dirigió al pasillo a beber un poco de agua. Mientras llenaba un vaso, escuchó unos pasos que se aproximaban por el corredor. Unas piernas peludas y rechonchas sostenían una enorme y todavía dolorida barriga que no cabía en el camisón. Era Don Honorio. Él ni siquiera la vio, caminaba casi en trance hacia los ventanales de la sala de espera del hospital. Muñequita Elvira lo siguió y se percató de aquello que llamaba la atención al alcalde. En medio de la sala, una de las niñas del coro contemplaba también el exterior, con la nariz enganchada al cristal de la ventana. Don Honorio y Muñequita Elvira se sentaron a su lado y miraron embelesados el espectáculo que, a través del cristal, se desplegaba ante sus ojos. El paisaje parecía estar dentro de una burbuja nevada. Gotas de hielo caían sobre la Plaza Mayor, las casas y los caminos que rodeaban el pueblo, llevándose con ellas los restos de una noche en vela. Y lienzos de un blanco cegador cubrían Guacamalindo por primera y última vez en su historia. Las exclamaciones de la niña ante lo que les parecía un milagro, fueron despertando al resto de vecinos que todavía descansaban en el pequeño hospital. Muñequita Elvira y Don Honorio salieron al exterior, seguidos por los demás. Iban en camisola o en bata, descalzos, pero sin embargo la temperatura era extrañamente agradable. Todos miraban al cielo como si esperasen que cayera agua bendita, y de repente, el alcalde cogió la mano de Elvira y se miraron. En un instante, ella sintió una infinita ternura por aquel hombre, y por sus dobladillos siempre demasiado cortos y sus camisas sin planchar. Y él, quitándole un copo de nieve del cabello ceniciento, no se fijó en que el tocado de Muñequita más bien parecía un estropajo, ni tampoco en que sus ojeras le llegaban a los dedos de los pies. Y así, se hizo otro pequeño milagro aquella mañana. Se besaron. Con un beso corto y nevado. Don Honorio se convenció que ella era la mujer que había estado esperando. Y en el corazón de Muñequita se rompieron todas las puertas y cerrojos. Porque aquel beso fue la llave que le indicó que, por fin, había encontrado al hombre adecuado a quien regalar la otra mitad del alma que se había quedado perdida en sus sueños de adolescente.
Sin embargo, no fue este el único regalo que la noche de desvelos y el amanecer nevado dejaron en Guacamalindo. Otros muchos particulares fenómenos ocurrieron, solucionando de una forma original los más secretos anhelos de sus habitantes. El mismo día de la nevada, Inés, sintiéndose más ligera y atractiva que nunca, se vistió con un pícaro camisón parisiense de finos encajes rosados, comprado en un viejo rastrillo y todavía sin estrenar. Sin recetas de alcahuetas ni hechiceras de por medio, ella y Pascual entrelazaron algo más que sus pies fríos aquella tarde a la hora de la siesta. Y nueve meses después, de forma inexplicable para el médico de Guacamalindo, Inés dio a luz una niña blanca como la sal, a la que llamaron Benigna. Hasta el extraño tic, que hacía imposible la tranquilidad de Ganímedes, desapareció tras una noche en la que el banquero se olvidó por completo de todas las partes del cuerpo que no fueran sus doloridos intestinos. Por su parte, Perucho consiguió el mejor emplazamiento para su pastelería, en la Plaza Mayor, aunque de la forma más inesperada. Durante la nevada, un gran estruendo se dejó oír por todo Guacamalindo. La vieja escuela, que estaba en el centro de la plaza y necesitaba una reforma desde hacía mucho tiempo, se hundió estrepitosamente a la hora que debían haber empezado las clases. Por suerte, el maestro Nicolás y los alumnos se encontraban entonces admirando con el resto de vecinos el singular fenómeno meteorológico, así que el desastre no tuvo mayores consecuencias. Y el alcalde, al reconstruir la escuela, y cumpliendo su promesa, no se olvidó de reservar un espacio en la plaza para Perucho, quien al fin, pudo ver cumplido su sueño.
Don Honorio estableció un comité especial que estudiase el extraño prodigio de la nieve en aquellas latitudes y el resto de hechos maravillosos que tuvieron lugar aquel día. En unos años, con un proceso asombrosamente rápido gracias a la aportación de Ganímedes, que vació las arcas de su banco, la iglesia apostólica reconoció a Benigna como una santa, digna de interceder por sus feligreses ante el juicio de los cielos. Pero mucho antes, todo aquel que tenía un deseo, por pequeño que fuera, acudía a la aspirante a santa para solicitarlo. Su iglesia se pintó de un blanco inmaculado y el altar se cubría cada semana con flores del mismo color. Y siempre, en medio de los ramos, destacaba uno con rosas blancas que Muñequita Elvira, ya como primera dama, se encargaba de traer en persona cada misa de domingo. No obstante, pese a los arreglos florales, para los feligreses más observadores y devotos, no pasaba inadvertido que alrededor de la santa figura de Benigna, siempre volaba alguna mosca despistada, quizá en recuerdo de aquel gran día en el que se hizo el milagro y se cumplieron los anhelos más secretos de todo Guacamalindo.