Capítulo tercero
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LA PRISIÓN

En el apacible patio amurallado de la Daliborka, la tenebrosa prisión del Hradschin, los viejos tilos arrojaban largas sombras oblicuas, y más de una hora llevaba ya a la sombra de la fresca tarde la casita del guardia, donde vivía el veterano Vondrejc con su esposa aquejada de gota y su hijo adoptivo Ottokar, un mozo de diecinueve años que estudiaba en el conservatorio.

El viejo se encontraba sentado en un banco, contando y clasificando un montón de monedas de cobre y níquel, que tenía apiladas junto a él sobre la mohosa madera y que representaban lo recogido en propinas durante el día, gracias a los que venían a visitar la torre de las mazmorras. Cada vez que llegaba al número diez hacía una raya en la arena con su pata de palo.

—Dos florines y ochenta y siete cruzados —rezongó insatisfecho al terminar, dirigiéndose a su hijo adoptivo, quien, recostado en un árbol, estaba ocupado en limpiar con un cepillo las manchas brillantes de las rodilleras de su traje negro.

Se acercó a la ventana abierta que daba a la alcoba y gritó de nuevo el resultado de su cuenta, esta vez en voz alta y en tono de orden militar para que lo oyese su mujer, que se veía obligada a guardar cama.

Inmediatamente dejó caer la cabeza, una cabeza calva, cuyas primeras vellosidades empezaban en el cogote, y que siempre llevaba cubierta con una gorra de sargento mayor; toda su persona se desplomó entonces, y permaneció en una especie de descanso rígido, similar al de la muerte, como un títere al que hubiesen arrancado de repente el hilo de la vida; sus ojos, ya medio ciegos, miraban fijamente al suelo, cubierto de florecillas en forma de libélulas, que se habían desprendido de los árboles.

No dio la más mínima señal de vida ni pareció prestar atención cuando su hijo adoptivo cogió del banco el violín en su estuche, se puso la capa de terciopelo y se dirigió a la puerta de entrada, un portalón típico de cuartel pintado de negro y amarillo. Tampoco respondió al saludo de despedida…

El joven emprendió el camino de bajada, en dirección a la calle donde la condesa Zahradka habitaba un reducido y tenebroso palacio, pero se detuvo tras haber dado algunos pasos; como movido por un pensamiento, lanzó una mirada a su desgastado reloj de bolsillo, dio media vuelta precipitadamente y buscó un atajo por un escarpado sendero en la Hondonada de los Ciervos, que desembocaba necesariamente en el Nuevo Mundo, donde, sin llamar, entró al cuarto de la Liesel de Bohemia…

La anciana se encontraba tan sumida en los recuerdos de su juventud que no comprendió durante un buen rato lo que el estudiante quería de ella.

—¿Futuro? ¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir futuro? —murmuró como ausente, mientras sólo iba entendiendo las últimas palabras que él pronunciaba—. ¿Futuro…? ¡Pero si no hay ningún futuro!

Lo miró lentamente de la cabeza a los pies. El abrigo negro que llevaba el joven, con aquellos cordones y aquel corte típico de estudiante, la confundía evidentemente.

—¿Por qué no lleva hoy galones dorados? ¿No es acaso el mariscal de la corte? —preguntó a media voz sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Pero, bueno! ¡El señor Vondrejc! ¿Conque el joven Vondrejc desea saber el futuro? ¡Con razón!

Acababa de darse cuenta de a quién tenía ante sí.

Sin pronunciar ni una palabra más, se fue hacia la cómoda, se agachó, logró pescar debajo del mueble una tabla cubierta de arcilla roja, la puso sobre la mesa, le alcanzó un buril al estudiante y le dijo:

—¡Aquí tiene! ¡Dé unos toques ligeros, señor Vondrejc! De derecha a izquierda… Pero ¡sin contar…! ¡Piense únicamente en aquello que quiere saber…! Y dieciséis filas, una debajo de la otra.

El estudiante cogió el buril, enarcó las cejas y dudó durante un rato, luego adquirió de repente una palidez cadavérica, producto de una excitación interior, y, con mano temblorosa, hizo precipitadamente una cierta cantidad de agujeros en la blanda masa.

La Liesel de Bohemia los contó, los ordenó por grupos y escribió las cifras resultantes en una pizarra, en filas y en columnas, mientras el joven la contemplaba impaciente; dibujó luego con figuras geométricas los resultados de sus cálculos, encajándolas en un cuadrado dividido en varias partes. Mientras tanto iba parloteando maquinalmente para sí misma:

—Ahí están las madres, las hijas, los nietos, los testigos, el rojo, el blanco y el juez; cola de dragón y cabeza de dragón… Todo exactamente como exige el viejo arte bohemio de la puntuación… Así lo aprendimos de los sarracenos antes de que fuesen exterminados en los combates que se celebraron en el monte blanco. Mucho, mucho antes de la reina Libuscha[6])[7]).

—¿Qué pasa con Zizka? —preguntó excitado el estudiante, interrumpiéndola—. ¿Dice ahí algo de Zizka?

Ella hizo caso omiso de la pregunta.

—Si el Moldava no corriese tan rápidamente —prosiguió—, hoy mismo estaría rojo de sangre.

Entonces, como movida de una alegría desbordante, cambió súbitamente de tono:

—¿Sabes, mocito, por qué hay tantas sanguijuelas en el Moldava? Desde sus fuentes hasta su desembocadura en el Elba, dondequiera que levantes una piedra en sus orillas, siempre encontrarás sanguijuelas debajo de ella. Y, ¿sabes por qué?, porque antes todo el río estaba hecho de sangre. Y las sanguijuelas esperan, porque saben muy bien que un buen día les llegará comida nueva… Pero ¿qué es eso —exclamó asombrada, dejando caer la tiza de la mano y mirando alternativamente al joven y a las figuras en la pizarra—, qué significa eso…? ¿Quieres acaso llegar a ser emperador del mundo?

Le miró inquisitivamente los ojos, oscuros y flameantes.

Él no dio respuesta alguna, pero ella advirtió que el joven se agarraba violentamente a la mesa para no tambalearse.

—Y a fin de cuentas, ¿por ésa? —dijo la anciana, señalando una de las figuras geométricas—. ¡Y yo que había creído siempre que tenías una relación con la Božena del barón de Elsenwanger!

Ottokar Vondrejc negó rotundamente con la cabeza.

—¿Ah, sí? ¿Conque de nuevo ha terminado, mocito…? Bien, como buena chica bohemia no será rencorosa, ni siquiera en el caso de que quede embarazada… Pero, esa que está ahí —y señaló de nuevo la figura—, ¡cuídate de ella! Ésa es de las que chupan la sangre… Es también checa, pero de la raza vieja y peligrosa.

—Eso no es cierto —dijo el estudiante, con voz ronca.

—¿Que no? ¿Tú crees…? Es de la estirpe de los Boriwoj[8])[9]).

El estudiante trató de sonreír.

—Václav el Santo tenía tanto de la estirpe de los Boriwoj como yo. Me llamo Vondrejc, nada más que Vondrejc, señora, señora Lisinka.

—¡No me digas siempre señora Lisinka! —exclamó airada la anciana, golpeando con el puño sobre la mesa—. ¡No soy una señora! ¡Soy una puta! ¡Soy una señorita!

—Me gustaría saber todavía una cosa, Lisinka. ¿Qué ha querido decir antes con lo de llegar a ser emperador y con lo de Jan Zizka? —preguntó el estudiante atemorizado.

Un chirrido proveniente de la pared le hizo contener la respiración.

Al volverse, vio en el marco de la puerta, que se abría lentamente, a un hombre con unas grandes gafas negras que le cubrían el rostro, un gabán desproporcionadamente largo, colocado burdamente sobre los hombros, como si quisiera dar la impresión de tener joroba, las ventanillas de la nariz ampliamente ensanchadas por los tapones de algodón que se había metido en ellas, una peluca de un rojo subido y una barba del mismo color, que a cien pasos de distancia se notaba que eran postizas.

—¡Salud, distinguida señora! —dijo el forastero, dirigiéndose a la Liesel de Bohemia con una voz que se veía claramente fingida—. ¡Por favor, perdóneme si estorbo! ¿No ha estado aquí el médico de su alteza imperial Von Flugbeil?

—¡Por favor!, se me ha dicho, según pude escuchar, se me ha dicho, pues, que ha estado aquí.

La anciana siguió sonriendo como un cadáver.

El extraño sujeto se refrenaba a ojos vistas.

—Pues bien, he, he de decirle al médico de su alteza imperial que…

—¡No conozco a ningún médico de su alteza imperial! —gritó la Liesel de Bohemia fuera de sí—. ¡Váyase de una vez, pedazo de animal!

La puerta se cerró a una velocidad vertiginosa, y la húmeda esponja que la vieja había cogido de la pizarra y arrojado contra el visitante cayó al suelo esparciendo gotitas de agua.

—No era más que Stefan Brabetz —explicó, atendiendo a la pregunta del estudiante—. Es un confidente particular. Cada vez se pone un disfraz distinto y cree que no se le reconoce… Cada vez que pasa algo, ya está el tipo ahí espiando. Le gustaría siempre sacar algo haciendo chantaje, pero nunca sabe cómo arreglárselas para lograrlo… Viene de allá abajo, de Praga; allá todos son parecidos. Creo que es debido a los aires misteriosos que emanan del suelo. Con el tiempo, todos se vuelven como él. Algunos más pronto, otros más tarde, a menos de que mueran antes. Cuando alguien se encuentra con otra persona, hace un guiño misterioso, sólo para que el otro crea que sabe algo acerca de él. ¿No lo has advertido, mocito? —fue presa de profunda agitación y comenzó a caminar nerviosamente por el cuarto de un lado para otro—. ¿No te has fijado en que todos en Praga están locos? ¡Locos de tanto secreto! Tú mismo estás loco, mocito, ¡y ni siquiera lo sabes…! Claro que aquí arriba también, en el Hradschin, pero aquí hay otra clase de locura… Completamente distinta a la de allá abajo… Algo así… algo como una locura petrificada. Igual que todo lo de aquí arriba, que se convierte en piedra… Pero, cuando las cosas se desaten de repente, será como si unos gigantes de piedra comenzasen a vivir, y convertirán la ciudad en ruinas… Esto es —vaciló entonces y su voz descendió hasta ser un breve murmullo—, esto es lo que me decía mi abuela cuando yo era pequeña… Pues bien, ese Stefan Brabetz huele probablemente algo que se encuentra aquí en el aire, en el Hradschin. Algo que ha de explotar.

El estudiante palideció y miró sin querer con miedo hacia la puerta.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué ha de explotar?

La Liesel de Bohemia siguió hablando sin prestarle atención.

—Pues sí, puedes creerme, mocito, ya estás loco. Quizás quieras verdaderamente llegar a ser emperador del mundo —se detuvo e hizo una pausa—. ¿Y por qué no? ¿Por qué no ha de ser posible? Si en Bohemia no hubiese habido siempre tantos locos, no se hubiese convertido en la cuna de la guerra. ¡Sí, sigue loco, mocito!, que de los locos será finalmente el mundo… He sido amante del rey Milán Obrenowitsch, sólo porque creí poder llegar a serlo. ¡Y cuán poco faltó para convertirme en reina de Serbia!

Pareció entonces que la anciana despertaba de repente.

—¿Por qué no estás haciendo la guerra, mocito…? ¡Ah, sí! ¿Una deficiencia cardíaca…? Muy bien, bueno… ¿Y por qué crees que no eres un Boriwoj? —siguió preguntando, sin darle tiempo a responder—. ¿Y adónde vas ahora, mocito, con tu violín?

—Al palacio de la condesa Zahradka. Voy a interpretarle algo.

La anciana lo miró sorprendida. Durante largo rato estudió de nuevo atentamente la filosofía del joven e hizo entonces una señal afirmativa, como de alguien que está seguro de sí mismo.

—Pues sí, lo dicho, un Boriwoj… Y bien, esa tal señora Zahradka, ¿te tiene cariño?

—Es mi madrina.

La Liesel de Bohemia se echó a reír en sus narices.

—¡Madrina, ja, ja, ja, madrina!

El estudiante no sabía cómo interpretar esa risa. Le hubiese gustado repetir su pregunta sobre Jan Zizka, pero se dio cuenta de que sería inútil hacerlo.

Conocía a la anciana desde hacía ya demasiado tiempo para no darse cuenta de que su gesto repentino de impaciencia indicaba a las claras que daba la entrevista por terminada.

Murmurando tímidamente las gracias, se retiró hacia la puerta.

Apenas había divisado el viejo convento de los capuchinos, perdido en el arrebol de la tarde, por donde tenía que pasar inevitablemente en su camino hasta el palacio de la condesa Zahradka, cuando sonó junto a él, firme, como saludándolo, igual que una orquesta encantada de arpas eolias, el carillón solemne de la capilla de san Lorenzo, que lo sumió en su hechizo mágico.

Embelesado por melodías que lo envolvían desde su libre oscilación en el espacio, como el velo suave, interminable y lisonjero de un invisible mundo celestial impregnado del perfume floral de los cercanos y ocultos jardines, se detuvo emocionado y escuchó, hasta parecerle que también se mezclaban ahí los acordes de un viejo cántico sagrado, entonado por mil voces lejanas. Y a medida que escuchaba, el cántico iba adquiriendo omnipresencia, parecía salirle de las entrañas, muriendo y renaciendo una y otra vez, como si los sonidos saliesen volando de su cabeza para ir a perderse entre las nubes, al igual que los ecos; a veces los sentía tan cercanos que creyó entender los versos del salmo latino, enturbiados por el estruendo ensordecedor de las campanas de bronce, y se le antojaron acordes apagados que surgían de claustros subterráneos.

Caminó pensativo por la plaza del Hradschin, cuyo suelo estaba festivamente adornado de alegres ramas de abedul; pasó por delante del castillo real, sintiendo al pisar una resonancia pétrea, cuyas ondas oía vibrar en su violín a través del estuche de madera como si el instrumento hubiese cobrado vida dentro de su féretro.

Se encontró entonces en la plataforma de la nueva escalinata del palacio y observó la ancha desbandada de los doscientos peldaños de granito con sus respectivos balaustres, que se hundían en un mar de tejados iluminados por el sol, desde cuyas profundidades, cual monstruosa oruga negra, se arrastraba una procesión lentamente hacia arriba.

A tientas, parecía elevar su cabeza de plata con las antenas manchadas de púrpura; era el obispo de la diócesis, con la mitra morada, los zapatos de seda roja y la capa pluvial recamada en oro; cuatro eclesiásticos de alba y estola, que lo llevaban a hombros sobre el palio, subían paso a paso, encabezando una multitud que elevaba sus cánticos al cielo.

Las llamas flotaban en el aire cálido e inerte de la noche sobre los cirios de los monaguillos, apenas perceptibles cual diáfanos óvalos, y arrastraban tras ellas delgados hilos negros de humo, mientras se abrían paso entre los vapores azulados de los incensarios agitados ceremoniosamente.

La arrebolada que envolvía la ciudad lanzó sus rayos de pura a lo largo de los puentes y fue deslizándose por sus columnas hasta llegar al río, cubriéndolo de un oro trocado en sangre.

Flameaba en miles de ventanas, como si las casas estuviesen siendo devoradas por el fuego.

El estudiante quedó hipnotizado por aquel cuadro; empezaron a retumbarle en los oídos las palabras de la anciana, lo que le había dicho del Moldava, cuyas aguas estuvieron otrora teñidas de rojo; las escalinatas del castillo lo fueron acercando cada vez más al mundo de la ostentación; por un instante le sobrevino una especie de estupor, así habría de ser en efecto si su sueño demencial cobrara forma, si se hiciera realidad.

Cerró los ojos durante unos instantes para no ver cómo algunas personas esperaban de pie a su lado la llegada de la procesión, sólo durante un momento de gran tensión quiso protegerse de la sensación de vivir el presente con plena lucidez.

Entonces dio media vuelta y atravesó los patios del castillo para llegar a tiempo a la calle de Thun por caminos desiertos.

Al rodear el edificio de la dieta imperial, vio para su consternación el portón del palacio de Waldstein abierto de par en par.

Se acercó a grandes zancadas, para echar un vistazo a los tétricos jardines, con los cirros de hiedra gruesos como puños trepando por sus muros, para ver el maravilloso pórtico renacentista y los históricos baños subterráneos situados detrás, cuyo recuerdo indeleble, profundo como una escalofriante vivencia del país de las hadas, llevaba grabado en el alma desde su infancia, cuando en cierta ocasión le fue permitido sumirse largamente en la contemplación de esas maravillas. Lacayos vestidos con libreas bordadas en plata, de barba recortada y [10]) en otros tiempos.

Lo reconoció por la gualdrapa de color escarlata y aquellos ojos de cristal amarillos y fijos que, como recordó repentinamente, lo habían perseguido desde niño algunas noches, atormentándolo en sus sueños, como un presagio indescifrable.

En aquel momento tenía el corcel delante, a la luz rojiza de un sol fugitivo, con las patas atornilladas a un tablón verde oscuro, cual juguete gigantesco traído de un mundo de ensueño al centro mismo de una época desprovista de toda fantasía, de una era que tenía las facultades menguadas y toleraba la más espantosa de las guerras, la contienda infernal de las máquinas demoníacas contra los seres humanos; a su lado, las batallas de Wallenstein no pasaban de ser simples riñas de taberna.

Igual que antes, al ver la procesión, sintió de nuevo un sudor frío cuando tuvo frente a sí el caballo sin jinete, que parecía estar a la espera de algún valiente, de un nuevo amo que se montara a horcajadas en su silla.

No oyó la voz de uno de los criados, quien apuntó con desprecio que el caballo tenía el pellejo apolillado.

—¿Quiere dignarse quizás el señor mariscal a montar el potro?

La pregunta sarcástica de un lacayo, desafiándole en son de burla, le revolvió las entrañas e hizo que se le erizasen los cabellos; fue como si hubiese escuchado la voz del señor del destino surgiendo de lo más profundo de los abismos ancestrales. Hizo oídos sordos al escarnio contenido en las palabras del sirviente.

«Mocito, ya estás loco», le había dicho la anciana una hora atrás; añadiendo, sin embargo, en la misma parrafada: «¡Sí, sigue loco, mocito!, que de los locos será finalmente el mundo».

Presa de una salvaje excitación, sintió en la garganta el golpeteo de los latidos de su corazón, logró rechazar sus fantasmagorías y huyó en dirección a la calle de Thun.

Con la llegada de la primavera, la vieja condesa Zahradka solía mudarse al pequeño y tétrico palacio de su hermana, la difunta condesa Morzin, en cuyos aposentos jamás entraba un rayo de luz, pues detestaba el sol y el mes de mayo con su aire tibio y sensual y sus gentes contentas y engalanadas. Su propia mansión, en las cercanías del convento premonstratense de Strahow, y en el punto más alto de la ciudad, se encontraba en esos momentos sumida en un profundo sueño, con todas las ventanas cerradas.

El estudiante subió por la estrecha escalera enladrillada que, sin dar ni a una sola antecámara, desembocaba en un corredor frío y desabrido, embaldosado en mármol, adonde iban a dar las puertas de cada una de las habitaciones.

Sólo Dios sabía el origen de la leyenda, según la cual, en las casas desnudas y con aspecto de salas de juzgado, se escondía un tesoro incalculable, protegido por duendes y fantasmas; casi podría asegurarse que había sido inventada por algún guasón, con el objeto de poner aún más de manifiesto la repulsión que brotaba de cada piedra del edificio contra todo romanticismo.

En un abrir y cerrar de ojos se esfumaron todas las cavilaciones fantásticas de la mente del estudiante; tuvo de repente la plena conciencia de ser un don nadie desconocido y falto de medios de fortuna, lo cual era cierto, de tal suerte que hizo una reverencia ante la puerta antes de atreverse a llamar y entrar.

El aposento en el que le esperaba la condesa Zahradka apoltronada en un sillón cubierto totalmente de arpillera de un yute grisáceo, era lo menos acogedor que pueda imaginarse: la vieja chimenea alicatada con porcelana de Sajonia, los sofás, las cómodas, los butacones, el gran candelabro veneciano con su buen centenar de velas, los bustos de bronce, una armadura de caballero, todo estaba cubierto con paños, como dispuesto para una subasta; hasta de los incontables retratos en miniatura, que tapizaban las paredes, colgaban velos de gasa… «para protegerlos de las moscas», creyó recordar el estudiante haberle oído decir en cierta ocasión a la condesa, cuando, niño aún, le preguntó por los motivos de aquellas medidas singulares de protección… ¿O lo había soñado únicamente…? En las muchas, pero muchas ocasiones en las que había estado en ese aposento no podía recordar haber visto ni una sola mosca.

Con frecuencia se había devanado los sesos tratando de adivinar lo que podría haber detrás de los oscuros cristales del ventanal ante el que se sentaba la vieja dama… ¿Darían a un patio, a un jardín, a una calle…? Nunca se había atrevido a comprobarlo… Para hacerlo, tendría que haber pasado por delante de la condesa.

La impresión eternamente igual que despertaba en él la alcoba no le permitió nunca tomar una decisión nueva; en el mismo momento en que entraba al aposento se sentía transportado al instante en que tuvo que hacer su primera visita, y le parecía entonces como si todo su ser se encontrase envuelto y cosido en arpillera y tela de lino… «para ser protegido de las moscas», que brillaban simplemente por su ausencia.

El único objeto que estaba descubierto, al menos en parte, era un retrato de tamaño natural, situado en medio de las miniaturas; en el calicó gris que tapaba la pintura y el marco había sido recortado un agujero rectangular por el que asomaba el rostro mofletudo del difunto esposo de la vieja dama, aquel Zahradka que fuera primer mariscal de la corte, con su cráneo blanco y en forma de pera y sus ojos muertos de un azul aguado y de mirada perdida en el infinito.

Hacía ya mucho tiempo que Ottokar Vondrejc había olvidado cuanto se le había contado, pero sabía por algunas lenguas que el conde había sido hombre de refinada crueldad y dureza implacable, despiadado y sin ningún tipo de miramientos no sólo por las penas de los demás, sino también por las propias; y es así que no siendo más que un chicuelo, tan sólo para entretenerse, se atravesó el pie desnudo con un clavo, que hundió en el suelo de madera.

Había en la casa infinidad de gatos; viejas y tétricas criaturas que se deslizaban silenciosamente.

El estudiante veía con frecuencia en el pasillo hasta una docena de esos animales, paseándose de un lado a otro, silenciosos y siniestros, como testigos de cargo que esperasen ante la sala de un juzgado para ser interrogados, pero nunca penetraban en la alcoba, y si alguno asomaba por equivocación la cabeza por la puerta, la retiraba inmediatamente, como disculpándose en cierta manera y reconociendo que no había llegado todavía el momento de hacer su declaración…

La condesa Zahradka tenía un modo muy peculiar de tratar al estudiante.

A veces emanaba algo de ella que lo rozaba como el amor cariñoso de una madre, pero nunca duraba más de unos pocos segundos; inmediatamente después sentía una ola de desprecio frío, casi de odio.

Nunca supo explicarse de dónde provenía esa actitud. Parecía estar enraizada en las profundidades del alma de la condesa; era, quizás, la herencia de la antiquísima estirpe de nobles bohemios, acostumbrados desde tiempos inmemoriales a estar rodeados de criados serviles.

Su amor, si es que era capaz de sentirlo, no se expresaba nunca, pero su terrible arrogancia brotaba con gran virulencia, si bien más por el tono frío en que hablaba que por el significado de sus propias palabras…

El día de su confirmación tuvo que interpretar en una fiesta infantil, la canción popular bohemia: Andulko, mé dit[11]); y luego, cuando se fue perfeccionando y adquiriendo maestría, tuvo que ejecutar melodías más excelsas: cánticos eclesiásticos y de amor, hasta llegar a las sonatas de Beethoven, pero nunca, independientemente de que lo hiciese mal o bien, pudo apreciar en su rostro una expresión de aprobación o de repulsa. Hasta el momento no sabía si la condesa sabía apreciar su arte.

A veces había tratado de llegar a su corazón con improvisaciones propias, de captar los rápidos y cambiantes fluidos que partían de la anciana hasta él, para saber si sus melodías lograban abrir brecha en su alma; pero, con frecuencia, podía sentir el amor que emanaba de ella sólo cuando desafinaba un poco al tocar el violín y cierto odio, por el contrario, cuando le arrancaba con su arco las notas más magistrales.

Quizás se debiera al orgullo ilimitado de la sangre que corría por las venas de la condesa el que la perfección en su interpretación fuese considerada como una intrusión en los privilegios propios de la raza, y despertara en ella el odio; quizás había que atribuirlo al instinto de la eslava, a quien sólo gusta lo que es débil y pobre; y quizás fuese únicamente producto de la casualidad… Mas, como quiera que fuese, una barrera insalvable seguía interponiéndose entre los dos; obstáculo este que muy pronto renunció a apartar, del mismo modo que nunca se le ocurrió la idea de ir hasta la ventana y atisbar a través de los cristales…

—Bien, señor Vondrejc, ¡haga el favor de tocar! —le dijo con el mismo tono seco y habitual que utilizaba, siempre en tales casos, cuando el joven, tras hacer una humilde y silenciosa reverencia había sacado el instrumento de su estuche y rozaba ya las cuerdas con el arco.

Quizás movido por el contraste entre lo que había recordado ante el palacio de Waldstein[12]) y los sentimientos que despertaba en él el tétrico aposento del presente, que se le antojaba un pasado petrificado, se vio transportado más que nunca a su infancia y eligió, sin saber lo que hacía, la canción del momento de su confirmación, una canción boba y sentimental: Andulko

Se asustó después de haber tocado las primeras notas, pero la condesa no parecía asombrarse ni enfadarse; miraba al vacío, al igual que el retrato de su esposo.

Poco a poco fue variando la melodía, dejándose llevar por el capricho del momento.

Tenía por costumbre entregarse al arrebato de su propia música, que escuchaba entonces atentamente como un oyente asombrado, como si se tratase de otro violinista y no de él mismo, de alguien que estaba dentro de él y que no era igual a él, de quien desconocía alma y figura, de quien sólo sabía que manejaba el arco.

Deambulaba en su fantasía por lugares extraños y soñados, se sumergía en épocas que no había visto nunca el ojo humano, traía sonoros tesoros de profundidades lejanas, hasta sentirse tan fuera de aquel sitio, que desaparecían entonces las paredes que le rodeaban y surgía ante él un mundo nuevo, eternamente cambiante, lleno de colores y notas.

Entonces podía suceder a veces que las turbias ventanas se le antojasen transparentes como el cristal, y tenía de pronto la certeza de que detrás de ellas se encontraba el reino de las hadas en todo su maravilloso esplendor; el aire se llenaba de revoloteantes mariposillas blancas, que lanzaban sus destellos como una nevada de seres vivientes en mitad del verano; se veía caminando por senderos abovedados con arbustos de jazmín, vericuetos infinitos por los que iba abrazado a una joven vestida de boda, sintiéndola con ardor junto a su cuerpo, embriagando todo su ser del aroma que despedía la piel de su compañera.

Y luego, como solía ocurrirle con harta frecuencia, las grises cubiertas de lino y el retrato del difunto mariscal de la corte se convertían en un mar de rubios cabellos femeninos que flotaban bajo un alegre y primaveral sombrero de paja adornado con una cinta de color azul pálido; y un rostro de muchacha lo miraba con sus ojos oscuros y los labios entreabiertos.

Y cada vez que veía esos rasgos como si estuvieran vivos, esa cara que sentía incesantemente dentro de sí, tanto dormido como despierto o entre sueños, hasta el punto de haberse convertido en su alma auténtica, cada vez que esto ocurría, surgía «el otro» dentro de él, como obedeciendo a una orden misteriosa de «ella» y su música adquiría un color tenebroso, una crueldad salvaje y ajena a su ser…

Se abrió de repente la puerta que daba al cuarto contiguo y entró silenciosamente la joven de sus pensamientos…

Su rostro se parecía al del retrato de la dama de los tiempos del rococó que se encontraba en el palacio de Elsenwanger; era tan joven y hermosa como aquélla.

Una manada de gatos espiaba en el cuarto situado detrás de ella.

El estudiante la contempló, con tanta calma y naturalidad como si siempre hubiese estado allí… ¿De qué habría de admirarse? ¿Acaso no había salido de él mismo para ponerse frente a él?

Siguió tocando y tocando, ensimismado en sus sueños, perdido en sus pensamientos.

Se veía junto a ella en la más profunda oscuridad de la cripta de la iglesia de san Jorge; la luz de una vela que sujetaba un monje flameaba, iluminando una estatua de piedra de apenas el tamaño de un hombre; había sido esculpida en mármol y representaba la figura de una muerta, medio putrefacta, con jirones de piel en el pecho y los ojos desencajados; bajo las costillas, junto al vientre terriblemente desgarrado, llevaba, en lugar de un niño, una serpiente enroscada, con tres cabezas chatas e inmundas.

La música del violín se hizo palabras, las mismas que pronunciaba diariamente el monje en la iglesia de san Jorge, con voz monótona y espectral, como una letanía, explicándole a cualquiera que visitara la cripta:

«Hace muchos años hubo en Praga un escultor que vivió con su querida en pecado carnal. Y cuando advirtió que estaba embarazada, desconfió de ella, en la creencia de que lo había engañado con otro, por lo que la estranguló y la arrojó a la Hondonada de los Ciervos. Allí se la comieron los gusanos, y al ser encontrada fue descubierto el asesino, quien fue encerrado en la cripta junto con el cadáver de la mujer, siendo obligado a tallar en piedra una imagen de ella, en castigo por sus pecados, antes de que se le diese muerte con el suplicio de la rueda».

Ottokar sintió un estremecimiento súbito, sus dedos se agarrotaron a la madera del violín; había recobrado el conocimiento y veía de repente a la joven con los ojos del despierto; la chica se había situado detrás del butacón de la vieja condesa y lo miraba sonriendo.

Como petrificado, incapaz de cualquier movimiento, mantenía el arco sobre las cuerdas…

La condesa Zahradka cogió sus impertinentes y giró lentamente la cabeza.

—¡Siga tocando, Ottokar!, ya ve que no es más que mi sobrina… ¡No lo molestes, Polixena!

El estudiante no se movió, tan sólo el brazo le cayó inerte, como en un ataque de angina de pecho.

Durante unos momentos reinó el silencio en la habitación…

—¿Por qué no sigue tocando? —exclamó airada la condesa.

Ottokar hizo un esfuerzo, sin saber apenas cómo podría dominar el temblor de sus manos; y gimió entonces el violín, queda y tímidamente:

Andulko,
mé ditě,
já vás mam rád
.

La risa alegre de la joven hizo enmudecer rápidamente la melodía.

—Es preferible que nos diga, señor Ottokar, cuál ha sido esa canción maravillosa que nos acaba de interpretar. ¿Ha sido producto de su fantasía…? Al oírla me vi… me vi obligada a —y Polixena hizo una pausa significativa tras cada palabra, bajando la vista y jugueteando con los flecos del butacón, sumida aparentemente en sus pensamientos— a pensar, intensamente, en la cripta de la iglesia de san Jorge, señor… señor… Ottokar.

La vieja condesa se estremeció ligeramente; algo le resultaba chocante en el tono que había empleado su sobrina al pronunciar el nombre de Ottokar.

El estudiante balbuceó desconcertado algunas palabras confusas; veía dos pares de ojos fijos posados en él; los unos tan llenos de ardiente pasión, que sentía hervir la sangre en sus venas; los otros, penetrantes, agudos como puñales, irradiando desconfianza y odio mortal al mismo tiempo; no sabía cuál de ellos habría de mirar para no herir profundamente a los unos o delatar ante los otros todo cuanto sentía.

«¡A tocar! ¡Tan sólo a tocar! ¡Y rápido, rápidamente!», fue el grito que sintió dentro de sí.

Rasgó precipitadamente las cuerdas con el arco…

Un sudor helado, producto del miedo, le corría por la frente.

«¡Por el amor de Dios, que no vaya a tocar otra vez ese maldito Andulko, mé ditě

Al dar el primer golpe de arco sintió horrorizado que volvería inevitablemente a la misma melodía; se le nubló la vista y todo se le oscureció; entonces llegaron en su ayuda los tonos de un organillo que alguien tocaba en la calle. Movido por un impulso demencial e inconsciente, remedó aquella copla de ciego entrecortada:

Mozas de pálido rostro
no nos sirven como esposas:
hay que elegir a las rosas,
pues el rojo al hombre aviva
y no le hace daño alguno
.

Pero no pudo proseguir; el odio que emanaba la condesa Zahradka casi le arrancó el violín de las manos…

Como a través de un velo de niebla vio que Polixena se deslizaba hasta el reloj de pared que se encontraba junto a la puerta, echaba a un lado la cubierta de lino y movía las manecillas detenidas hasta marcar las ocho. Comprendió que ésta tendría que ser la hora de la cita, pero sintió congelarse el calor de su júbilo bajo el tormento y el miedo asfixiante que le producía la idea de que la condesa pudiese haberse dado cuenta.

Contemplaba aquellos largos y escuálidos dedos seniles que parecían buscar algo nerviosamente en el cestillo de labores que colgaba del respaldo de su butaca; entonces pensó: «Ahora, ahora hará algo…», algo que sería infinitamente escarnecedor para él… algo tan terrible, que ni siquiera se atrevía a imaginarlo…

—Ha tocado hoy de manera maravillosa, Vondrejc —dijo la condesa, recalcando cada palabra; sacó entonces del bolsillo dos billetes arrugados y se los tendió—. Ahí tiene… una propina; y cómprese a mi cuenta unos pantalones mejores para la próxima vez que venga; los que lleva puestos están ya de lo más mugrientos.

El estudiante sintió que se le paralizaba el corazón debido a la vergüenza inefable que le embargaba.

Su último pensamiento lúcido fue que tendría que aceptar el dinero si no quería delatarse; todo el aposento se diluyó ante él en una única masa gris: Polixena, el reloj, el rostro del difunto mariscal de la corte, la armadura, el butacón; tan sólo las turbias ventanas se destacaban como sarcásticos cuadrados blanquecinos… Se dio cuenta entonces de que la condesa le había echado por encima una cubierta de lino gris… «para protegerlo de las moscas», y supo que no podría desembarazarse de esa tela hasta el día de su muerte…

Al encontrarse en la calle no pudo recordar en modo alguno de qué manera había logrado bajar las escaleras.

¿Había estado alguna vez arriba en el aposento?

El escozor de una herida en las profundidades de su alma le decía que había tenido que ser así.

Y además, aún llevaba el dinero en la mano.

Se lo metió maquinalmente en el bolsillo.

Tuvo conciencia entonces de que Polixena iría a verlo a las ocho. Oyó las campanadas de la torre anunciando el cuarto de hora. Un perro lo acosó con sus aullidos. Lo sintió como un latigazo en pleno rostro. ¿Así que su aspecto era realmente tan miserable que hasta le ladraban los perros de los ricos?

Apretó los dientes, como si con eso pudiese acallar sus pensamientos. Tiritando se arrastró en dirección a su vivienda.

Se detuvo tambaleante en la primera esquina.

—¡No, no iré a casa, fuera, fuera y lejos de Praga —exclamó, sintiendo que la vergüenza le quemaba las entrañas—, lo mejor es que me tire al agua!

Con la rápida decisión que caracteriza a la juventud quiso bajar corriendo hasta el Moldava, pero el «otro» que había en él le paralizaba los pies, lo engañaba diciéndole que traicionaría irremisiblemente a Polixena si se ahogaba, pero le ocultaba astutamente el hecho de que era tan sólo el instinto de supervivencia lo que le hacía retroceder ante el suicidio.

—¡Dios, oh Dios!, ¿cómo podré mirarla a la cara cuando venga? —tal fue el grito que partió de su alma—. ¡No, no, no vendrá —añadió, tratando de calmarse—, no podrá venir, pues todo ha terminado!

Pero entonces el dolor hundió aún con más furia las garras en su pecho:

—¿Y si no viniese, si no viniese nunca, cómo podría seguir viviendo?

Entró por el portalón negro y amarillo al patio de la Daliborka; sabía que la hora siguiente no sería más que un terrible e infinito contar de minutos. Se hundiría en la vergüenza si llegase Polixena, y si no viniese… la noche se convertiría para él en una noche de locura.

Alzó la vista aterrorizado a lo alto del edificio de la cárcel, con sus muros medio derruidos y la torre blanca y redonda que dominaba la hondonada de los Ciervos… «Aún vivía esa torre», logró pensar en medio de su apatía. ¿Cuántas víctimas habrían enloquecido en su vientre de piedra? Pero aún no estaba satisfecho aquel Moloc. Ahora, tras un siglo de sueño mortal, despertaba de nuevo.

La primera vez que advirtió su presencia durante su infancia no vio más que una obra del trabajo humano; pero no, era un monstruo de granito y entrañas horripilantes capaces de digerir carne y sangre, como las de un animal nocturno y depredador. Tres pisos tenía, separados unos de otros por capas horizontales, y un agujero redondo que la atravesaba por el medio, al igual que una tráquea, desde las fauces hasta el estómago… En el piso de arriba iban siendo masticados lentamente en otros tiempos los condenados, año tras año de prisión, sumidos en las tenebrosas tinieblas que desconocían la luz, hasta que eran bajados con cuerdas al piso de en medio, donde recibían la última jarra de agua y los últimos cachos de pan, y allí languidecían lentamente hasta la muerte, si no enloquecían antes por los asfixiantes y putrefactos vapores que subían de las profundidades y se arrojaban ellos mismos para caer entre los cadáveres descompuestos de sus predecesores.

En el patio de los tilos se respiraba la fresca humedad del rocío vespertino, pero la ventana de la caseta del guardia estaba aún de par en par.

Ottokar se sentó en el banco sin hacer ruido para no perturbar a la anciana enferma de gota, que debía de dormir tras el muro. Por un instante quiso arrancarse de la mente todo cuanto había sucedido, temiendo el momento en que empezase el horrible martirio de la espera; era el intento infantil de un joven que cree poder engañar a su corazón…

Se vio atacado por una debilidad repentina; tuvo que luchar con todas sus fuerzas contra el ataque de llanto que le aprisionaba la garganta y le amenazaba con la muerte por asfixia…

Una voz opaca que salía del interior del cuarto, como de una boca tapada con almohadas, penetró en sus oídos:

—¿Ottokar?

—Sí, madre.

—Ottokar, ¿no quieres entrar a cenar?

—No, madre, no tengo hambre, ya… ya he comido.

La voz calló durante un rato.

Quedamente, con sonido metálico, el reloj de la alcoba dio las siete y media.

El estudiante apretó los labios y se retorció las manos.

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?

De nuevo despertó la voz:

—¿Ottokar?

No hubo respuesta.

—¡Ottokar!

—Sí, madre.

—¿Por qué… por qué lloras, Ottokar?

El estudiante emitió una risa forzada.

—¿Yo? ¿Qué cosas tienes, madre…? Pero si no lloro… ¿Por qué habría de llorar?

La voz enmudeció de manera inquietante.

Contempló los jirones escarlatas del cielo; se dio cuenta de que tenía que decir algo.

—¿Está padre adentro?

—Está en la taberna —fue la respuesta que llegó al rato.

Se levantó precipitadamente.

—Me iré entonces allí una media hora… ¡Buenas noches, madre!

Cogió el estuche de su violín y miró hacia la torre.

—¿Ottokar?

—¿Sí? ¿Quiere que cierre la ventana?

—¡Ottokar…! Ottokar, sé muy bien que no vas a la taberna… ¿Vas a la torre?

—Sí… bueno… más tarde… Allí puedo practicar mejor. ¡Buenas noches!

—¿Irá hoy también a la torre?

—¿Quién, Božena…? ¡Ay, Dios…! Bueno, no sé, quizás. A veces viene cuando tiene tiempo. Hablamos entonces durante un rato… ¿Quieres… quieres que le diga algo a padre?

La voz se hizo aún más triste.

—¿Crees acaso que no sé que se trata de otra…? Lo escucho en los pasos… Nadie que haya trabajado duramente durante el día puede caminar con tanta rapidez y ligereza.

—¡Qué cosas piensas, madre!

El estudiante trató de reír.

—Sí, tienes razón, Ottokar… Cierra la ventana… no hablaré más… Y será mejor así, pues no oiré esas canciones tan terribles que tocas siempre cuando ella está contigo… ¿Sabes? ¡Quisiera… quisiera poderte ayudar, Ottokar!

El estudiante se tapó los oídos con las manos, luego cogió el violín del banco, se apresuró a penetrar en la torre por una brecha abierta en los muros y subió rápidamente por los destrozados peldaños hasta llegar a una pasarela de madera que había en el último piso de la prisión.

En el espacio circular en el que se detuvo había un nicho estrecho, una especie de aspillera ensanchada que atravesaba el grueso muro y daba al sur; allí se veía la silueta de la catedral destacándose sobre el castillo.

Para los visitantes que llegaban diariamente a ver la Daliborka habían sido colocados en el recinto unos toscos taburetes de madera, un diván viejo y amarillento y una mesa en la que había una botella de agua. En la penumbra imperante aquellos objetos parecían crecer de los muros del suelo. Una puertecita de hierro con un crucifijo conducía a una pieza contigua en la que había estado prisionera, hacía ya unos doscientos años, la condesa Lambua, tatarabuela de la joven condesa Polixena; había envenenado a su marido, y, antes de morir torturada por la locura, se mordió las venas de la muñeca y pintó con su sangre su retrato en la pared.

Detrás se encontraba un cuartucho sin ventanas, de apenas dos metros cuadrados, en cuyos sillares un preso había hecho un boquete, con la ayuda de un trozo de hierro, tan profundo, que un hombre podía pasar a rastras por él. Treinta años le había costado hacerlo; tan sólo un palmo más y hubiese podido llegar al exterior para dejarse caer a la Hondonada de los Ciervos.

Pero fue descubierto a tiempo y abandonado a la muerte por hambre en el interior de la torre.

Ottokar caminó impaciente de un lado a otro, se sentó en el alféizar del nicho, se bajó de un salto; supo durante un instante que Polixena vendría con toda seguridad, para convencerse inmediatamente de que no volvería a verla; no sabía cuál de ambos casos debía considerar como el más terrible.

Representaban para él esperanza y temor al mismo tiempo.

Todas las noches se dirigía a sus sueños con la imagen de Polixena, la que daba plenitud a su vida tanto dormido como despierto; cuando tocaba el violín pensaba en ella; si se encontraba solo hablaba con ella en su interior; para ella había construido los más fantásticos castillos de ensueño… ¿y qué le depararía el futuro?

«La vida será una mazmorra sin aire ni luz», se imaginó, sumido en toda esa infinita e infantil desesperación de la que sólo es capaz un corazón de diecinueve años…

La idea de que pudiese volver a tocar algún día el violín le pareció la más imposible de todas las imposibilidades… Una voz suave e imperceptible en su pecho le decía que todo tendría que ser completamente distinto a como pensaba, pero no la escuchó no quiso escuchar lo que tenía que decirle.

El dolor resulta a veces tan todopoderoso, que se resiste a ser curado; es entonces cuando el consuelo, aun cuando provenga de lo más hondo del propio ser, sólo logra hacerlo aún más intolerable…

La oscuridad creciente de aquel recinto desierto aumentaba por momentos la excitación del joven, llegando hasta lo insoportable…

Creía percibir continuamente un suave murmullo desde el exterior, y el corazón se le paralizaba al pensar que debía de ser «ella». Contó entonces los segundos hasta el momento en el cual, según sus cálculos, tendría que haberse presentado la joven, pero siempre se equivocaba, y la idea de que quizás hubiese dado media vuelta ante el umbral lo sumía en un tipo nuevo de desesperación.

La había conocido hacía sólo pocos meses; al pensar en ello le parecía un cuento hecho realidad… Dos años antes la había visto ya en un cuadro; era el retrato de una dama de la época del rococó, con cabellos de un rubio ceniza, mejillas delgadas y casi transparentes y un gesto muy peculiar, cruel y sensual al mismo tiempo, en los labios entreabiertos, tras los cuales brillaban cual blancas perlas unos dientes diminutos y sedientos de sangre… Había sido en el palacio de los Elsenwanger, allí colgaba el retrato en la sala de los antepasados; en cierta ocasión, cuando tuvo que tocar el violín ante los huéspedes durante una velada, lo vio contra la pared, y desde entonces lo llevaba marcado con hierro en su mente, de tal suerte que lo veía una y otra vez claramente ante él siempre que cerraba los ojos para evocarlo. Y poco a poco fue apoderándose de su alma juvenil y soñadora, aprisionando su ser de tal forma, que cobró vida en él hasta que llegó a sentirlo en su pecho como una criatura de carne y hueso cuando, por las tardes, se sentaba en el banco bajo el tilo y soñaba con aquella imagen.

Se trataba del retrato de una condesa de Lambua, según logró enterarse, y su nombre había sido el de Polixena.

Todo cuanto podía imaginarse en su exaltación juvenil sobre la belleza, el placer, el esplendor, la felicidad y la embriaguez de los sentidos lo adjudicó desde entonces a aquel nombre hasta llegar a convertirlo en una palabra mágica que sólo necesitaba susurrar para sentir inmediatamente la cercanía de aquella joven como una caricia que le atravesaba el cuerpo. Pese a su juventud y a la salud inquebrantable de que había gozado, llegó a darse cuenta perfectamente de que su repentina dolencia cardíaca era incurable y que habría de morir en la flor de sus años mozos, pero esto lo sintió siempre sin tristeza y como el placer anticipado de la dulzura de la muerte.

El extraño mundo que rodeaba la prisión en que había pasado la niñez, con sus historias y leyendas tétricas, había despertado en él la tendencia a vivir en el mundo de la fantasía, en un reino de hadas que anteponía a la vida real con todas sus miserias y pequeñeces sofocantes, en la que veía algo hostil y parecido a una mazmorra.

Nunca se le había ocurrido llevar al presente de la realidad terrena todo cuanto soñaba y sentía ardorosamente. El tiempo carecía para él de planes para el futuro.

No había tenido nunca prácticamente contacto con niños de su edad; sus primeras impresiones, y las únicas durante mucho tiempo, habían sido la Daliborka con su patio solitario, los padres adoptivos, tan parcos en palabras, y el viejo maestro, quien no se cansó de decirle hasta sus años mozos que su protectora, la condesa Zahradka, no deseaba que fuese a la escuela.

La falta de alegría exterior y el aislamiento del mundo del orgullo, con su loca carrera hacia el éxito y el triunfo, lo hubiesen convertido muy pronto en uno de esos seres extravagantes, tan abundantes en el Hradschin, que llevan una vida pasiva e ilusoria, inmunes al martillear del tiempo, pero un día ocurrió algo en su vida que conmovió hasta los cimientos mismos de su alma, fue un acontecimiento tan fantasmagórico y real al mismo tiempo, que le partió de un golpe el muro que dividía lo interior y lo exterior, haciendo de él un hombre para quien, en los momentos de éxtasis, los más alocados sueños podían convertirse fácilmente en realidad.

Se hallaba sentado en la catedral entre mujeres que rezaban manoseando sus rosarios, que iban y venían sin que él, absorto en la contemplación del altar, las advirtiese; hasta que se dio cuenta de súbito que el recinto sagrado se encontraba vacío y que junto a él… estaba el cuadro de Polixena.

El mismo con el que había estado soñando durante tanto tiempo, rasgo tras rasgo.

En ese momento había salvado el abismo entre el sueño y la realidad; tan sólo había durado un instante, y supo entonces que tenía ante sí a una joven de carne y hueso; ese lapso tan breve había bastado para que la palanca misteriosa del destino crease su punto de apoyo, el que necesitaba para catapultar definitivamente la vida de un hombre hasta las prescritas esferas de los mundos infinitos en los que se toman las resoluciones más audaces y en los que la fe puede mover montañas.

En el entusiasmo demencial de un poseído a quien el dios de sus alucinaciones mira de repente cara a cara, se arrojó entonces con los brazos extendidos ante la imagen hecha carne, postrándose ante el retrato de sus sueños; pronunció su nombre, le tocó las rodillas y, temblando de excitación, cubrió sus manos de besos; le explicó, en una explosión incoherente de palabras que se agolpaban, que la conocía desde hacía ya mucho tiempo aun cuando nunca la hubiese visto en vida y le manifestó todo cuanto esa imagen significaba para él.

Allí, en ese sagrado recinto, ante la presencia de las estatuas doradas de los santos que los rodeaban, se apoderó de ellos un amor salvaje y antinatural, como un torbellino diabólico que partiese de las sombras súbitamente dotadas de vida de aquellos antepasados congelados durante siglos en figuras, cual tropel desfigurado de angustias pasadas.

Como si el mismo Satanás hubiese hecho un milagro, la joven, que había entrado hacía unos momentos pura e inmaculada a la catedral, se había convertido también, al salir de ella, en la imagen y semejanza espiritual de su antepasada, quien tenía el mismo nombre de Polixena y colgaba ahora hecha retrato en el palacio del barón Elsenwanger.

Se habían venido encontrando desde entonces siempre que se les presentaba la oportunidad, sin darse cita y sin que jamás hubiesen tenido que esperarse inútilmente.

A ninguno de los dos le pareció nunca asombroso el que la casualidad hiciese coincidir sus caminos precisamente en el momento en el que con mayor intensidad se deseaban el uno al otro; para el joven siempre significó esto una repetición natural del milagro que hacía que la imagen de su pecho se transformara súbitamente en realidad, tal como había ocurrido precisamente esa tarde en casa de la condesa…

Cuando oyó sus pasos, esta vez reales, acercándose cada vez más a la torre, desapareció su tormento, se disipó el recuerdo de un dolor hacía ya mucho tiempo sentido…

Nunca llegó a saber cuándo se abrazaban si la joven había entrado por la puerta o había venido como un fantasma a través de los muros.

Se encontraba junto a él, y esto era todo cuanto comprendía en esos casos; lo que había sucedido anteriormente se hundía con velocidad vertiginosa en los abismos del pasado apenas la veía…

Así ocurría ahora de nuevo.

Vio su sombrero de paja con la cinta de color azul pálido resplandeciendo en la oscuridad del recinto; la joven lo había arrojado descuidadamente al suelo. Sus blancos vestidos se amontonaban sobre la mesa, para dispersarse luego por los taburetes. Sentía entonces el ardor de sus carnes, la mordedura en el cuello de sus dientes blancos, oía sus suspiros y gemidos de placer; todo cuanto ocurría era para él tan veloz, que no podía darse exacta cuenta de ello, era una sucesión de imágenes superpuestas con la celeridad de un relámpago, cada una más embriagadora que la anterior, una locura que se apoderaba de sus sentidos, en la que fracasaba todo intento por comprender el tiempo… ¿Le había pedido la joven que le interpretase algo al violín? No lo sabía… no recordaba que hubiese dicho eso.

Tan sólo sabía que se encontraba erguida ante él, rodeándole la cintura con los brazos; sentía que la muerte le chupaba la sangre de las venas, que se le erizaban los cabellos, que la piel se le congelaba y le tiritaban las piernas. Era incapaz de hilvanar un pensamiento, creía a veces que se caería de espaldas, y despertaba entonces en ese mismo instante, como sostenido por ella, y escuchaba una canción que resonaba en las cuerdas, que tenía que salir de los toques de arco movido por sus manos, pero que provenía de ella, del alma de la joven y no de la suya, una canción que se mezclaba con el delirio sensual, el miedo y el horror.

A punto de perder la conciencia, indefenso, escuchaba ávidamente lo que narraban aquellos tonos, veía pasar en imágenes lo que le iba diciendo Polixena, quien pintaba en vivos colores su ardiente pasión para exaltarla aún más; sentía cómo los pensamientos de la joven volaban hacia su cerebro, los veía materializarse y cobrar vida, para convertirse luego en arabescos esculpidos en una lápida de piedra; se trataba de la vieja crónica en la que se contaba el origen del cuadro titulado La imagen del empalado, tal como estaba escrita en la capilla del Hradschin para conmemorar el triste final de un hombre que tuvo la osadía de querer ponerse la corona de Bohemia:

«Y es así que a uno de esos caballeros a los que suele darse la muerte por empalamiento, llamado Borivoj Chlavec, le salió el palo por el hombro, dejándole ilesa la cabeza. El desgraciado rezó fervorosamente durante toda la tarde, hasta que, ya de noche, el palo se partió en dos a la altura del sitio por donde había entrado, por lo que fue a dar, atravesado por la parte superior de la estaca, hasta el Hradschin, donde se acostó sobre un montón de estiércol. Se levantó muy de mañana y se dirigió a una casa situada al lado de la iglesia de san Benito, mandó llamar a un sacerdote de la curia de las iglesias imperiales de Praga y confesó humildemente sus pecados al Señor en presencia del eclesiástico, manifestándole que no deseaba morir en modo alguno sin confesarse y sin recibir la gracia de los santos sacramentos, tal como disponían las iglesias cristianas sometidas a la bienaventuranza de un Dios único y verdadero, por lo que, movido por la fe y la creencia en esa costumbre, rogaba que se rezase todos los días un avemaría por la gloria de Dios todopoderoso, así como una breve oración a la santísima virgen María, durante el tiempo que fuese necesario para tener seguridad de que por medio de esas oraciones y la gracia de la santísima virgen María no moriría sin recibir el santísimo sacramento de la Eucaristía».

»Por cuanto dijo el sacerdote: «Hijo mío, reza tú mismo esa oración». Y es así que dijo el condenado: «Dios todopoderoso, desearía que me concedieses la gracia que dispensaste a santa Bárbara, tu mártir, de que muera de muerte rápida y reciba antes de expirar los santísimos sacramentos, y que sea protegido de mis enemigos, tanto visibles como invisibles, así como de los espíritus del mal, y que sea conducido finalmente a la vida eterna gracias a Cristo, nuestro Redentor. Amén».

»Tras lo cual el sacerdote le impartió los santísimos sacramentos y murió aquel mismo día, siendo enterrado en la iglesia de san Benito con la asistencia de una gran multitud de fieles que lo lloraron…»

Polixena se había ido. Bajo las estrellas titilantes que se perdían en las profundidades de la noche yacía, tétrica e inerte, la torre, pero en sus entrañas de piedra latía un diminuto corazón humano a punto de saltar hecho pedazos, repleto de la promesa de no aceptar descanso ni cesar en sus fatigas y de preferir mil veces los tormentos que padeció el empalado antes que morir sin dar a la amada lo más excelso a que puede aspirar la voluntad humana.