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Estas pequeñas charlas sobre la cama resultarían incompletas si no tocáramos el tema de cómo dormirse. Ciertas personas tienen la costumbre de llorar hasta que se duermen, pero yo no puedo recomendar formalmente semejante método. De entrada, es necesario un motivo suficiente para llorar, y no todos compraron General Motors a 130.
Para inducir al llanto que induzca al sueño, Herr Heimway sugiere que os hagáis sorprender por vuestro jefe robando sellos de su escritorio unos diez minutos antes de la hora de salida. Con ello se consigue un efecto depresivo que, mediante la autosugestión, puede llegar a producir lágrimas por la noche.
Pero hay muchos otros métodos, si uno se toma interés. Conocí en cierta ocasión al cajero de un banco capaz de llorar hasta dormirse cuando conseguía en su contabilidad un déficit cercano a los 12.000 dólares. Para conseguirlo, no obstante, hay que hacer equilibrios con los libros. Y, por ser un individuo incapaz de poner dos naranjas de pie aunque en ello le fuese su (mi) vida, me declaro la última persona en el mundo en recomendar el método bancario para conciliar el sueño.
Aunque me siento predispuesto en favor del sistema de robar sellos, no garantizo su eficacia. Ni puedo tampoco refrendar sin reservas la sugerencia del anciano Dr. Yama de que «el insomne puede alcanzar un estado lacrimoso susceptible de somnolencia por el expediente de anunciar a su esposa que se desplaza a Florida en viaje de negocios, para luego volver de improviso y sorprenderla en brazos de, pongamos, el señor Moosel, el casero. Por este procedimiento, el insomne tendrá motivo sobrado de llanto por la noche».
Francamente, el método del viaje a Florida no me parece nada práctico bajo ningún concepto. Da la casualidad de que conozco al señor Moosel y las probabilidades de que se le pille alguna vez con la esposa de uno son de tres contra una. En primer lugar, porque siempre lleva a sus damas a su propio apartamento, donde tiene un ayuda de cámara japonés y una alfombra de piel de oso. El hecho de que el japonés no haya cobrado su sueldo en tres meses, y que el oso sea en realidad Bonzo, el imitador de animales, no impide al señor Moosel pavonearse y destrozar hogares.
No, señor; un hombre con sus atributos, ni hablar. (Si sabré yo de atributos, porque los Marx no son uno, sino tres).
Durante mis años formativos en el colchón, me entregué a profundas cavilaciones sobre el problema del insomnio. Al comprender que pronto no quedarían ovejas que contar para todos, intenté el experimento de contar porciones de oveja en vez del animal entero. Pero no dio resultado. La primera noche de esta investigación, empecé contando las cuatro chuletas de cordero que me había comido para cenar, y me tuvieron en vela toda la noche.
Desde aquellas horas monótonas, he intentado otras experiencias con mayor éxito. He descubierto al menos un centenar de sistemas para matar el tiempo. (No diga tonterías, señorita Agnes; ésa no es más que una expresión poética. Aunque sea mi peor enemigo, yo no haría nunca tal cosa. Además, es usted mi secretaria, y no voy a consentirle comentarios sobre lo que escribo. Otra observación como ésta, y tendré que pedirle que se levante de mis rodillas).
He constatado que pueden dormirme las siguientes cosas: (1) un quinto cóctel; (b) un Mickey Finn, que es conocido en los clubs nocturnos como Mickey Finn; (27) tenores que suspiran melodiosamente por Alabama y anhelan ir allá tanto como yo volver al reformatorio; (x) una carta de tía Susie; (164) las últimas novelas de Henry James —jamás abrí las primeras; (c) un concierto de Bach, aunque la cerveza de Bach me amodorra más todavía; (pdq) predicciones financieras de gigantes de la industria que nos aseguran que la situación es magnífica, pero que no nos preocupemos; (tw) media hora de Clara Bow en combinación (quiero decir en la pantalla), lo cual puede daros una idea de cómo la juventud se me va (se me fue ayer un rato camino de la escuela y tuve que llamarle la atención); (s) discursos de Mussolini; (97) discursos de cualquiera; un ligero golpe en la mandíbula; (29) jugar al yo-yo —y una botella de ron.
En mi calidad de camero de toda la vida, me he topado muchas veces con la observación de Mark Twain sobre los peligros de la cama. Afirmó que muere mucha más gente en la cama que en cualquier otra parte, pero, si yo no llego a estar en pañales cuando dijo eso, podéis tener la seguridad de que G. Marx le habría replicado al punto.
Y ahora, señorita Agnes, si me trae las zapatillas y mi bata lavanda —la que no tiene manchas de salsa, claro está—, voy a hacer una declaración. Dígales a los periodistas que suban.
Caballeros, empecemos por Chicago. Cada día, los periódicos de esta ciudad están llenos de noticias sobre personas a las que Llevan a Dar un Paseo. Y ahora yo pregunto: ¿Se ha visto alguna vez un titular sobre personas a las que se Lleva a la Cama?
De todos modos, me basta con los boletines de las compañías de seguros para convencerse de que a nadie nunca le atropelló un camión estando en la cama. Nadie jamás se ha ahogado en la cama. Ni nadie tampoco se perdió en la cama —exceptuando quizás a aquellos imprudentes recién casados de Omaha, pero les encontraron a los tres días, y sin haber sufrido el menor daño.
¿Significa eso que las camas son peligrosas, caballeros? Vamos, vamos, un poco de seriedad. La cama reclama justicia. Recordad que la cama no puede hablar en su defensa. Todo lo más chirriar, lo cual indica que quizás el sistema Vitaphone no es, después de todo, tan maravilloso.
Podría extenderme más sobre el tema y poner en evidencia al pobre señor Twain, pero está muerto; zaherirle no sería deportivo y, si yo no hago un poco de deporte todos los días, una partidita de cartas todas las tardes con Ruth, Arthur y Miriam, me quedo desfallecido, con ojeras, pierdo el apetito y alrededor de un dólar sesenta centavos (hacemos apuestas pequeñas y acostumbro a ganar). Para deportes de cama, marquen Grammercy 212X, pero no antes del mediodía, por favor.
No, no hace falta que se me diga. Sé perfectamente hasta qué punto un bebé llorón puede perturbar la existencia de un hombre. Recuerdo noches infaustas en que debía levantarme de la cama, cuando mi retoño aprendió que le cogían en brazos si empezaba a llorar.
Pero le curé pronto de esa costumbre. Lo conseguí —y puedo afirmarlo sin exageración— en menos de lo que canta un gallo. (Sé muy bien que no exagero, pues, siendo desde siempre un maniático de la exactitud, cogí un gallo y cronometré su canto para asegurarme).
La cosa sucedió así. Yo estaba hecho un ovillo en mi cama un mediodía de septiembre, soñando que St. John Ervine me golpeaba el cráneo con una máquina de escribir portátil, mientras Heywood Broun, sentado en un palco, cantaba «Sólo soy un diputado vagabundo».
De pronto, oí que mi hijo se ponía a chillar, y la algarabía me entristeció. «¿Qué hago, cojo en brazos al crío otra vez?», me pregunté.
Estaba a punto de pronunciar el acostumbrado «sí», cuando mi hombría se rebeló. «¡No!», repliqué finalmente. «No, me pondré a berrear yo, ¡y que el crío me coja en brazos, a ver si le gusta!».
Así que me puse a chillar y, por supuesto, el bebé acudió, me cogió en brazos y me paseó por el cuarto hasta que me calmé. (Tal vez creáis tonto mi orgullo de padre, pero me parece casi maravilloso, considerando que el chaval tenía apenas diez meses, y yo me sentía cerca de los cien).
Repetí la estratagema ocho mañanas consecutivas, hasta que los vecinos se quejaron. Caramba, soy un individuo robusto que se zampa cada día una buena pitanza y bebe mucha leche, así que podía gritar dos veces más fuerte que el bebé. Cuando yo empezaba el concierto, el crío salía a gatas de su cuna, me cogía en brazos y me paseaba por la habitación.
Finalmente, claro está, se hartó de toda esta historia. Y, aunque entonces no me hablaba, había un entendimiento tácito entre nosotros. Si él no chillaba, yo tampoco.
Y todo cuanto puedo añadir es que un Marx jamás ha roto su palabra —como no sea quizás a un patrono, al casero o a una dama.
Naturalmente, no he escrito todo cuanto sé de camas. Podría contaros la historia picante de la actriz de cine que se despertó una noche (¿dije una noche?) al oír unos golpes en la ventana; o de la bailarina que hacía puntas en la…; o de cierta rubia de Seattle (bonita ciudad, Seattle); o de la corista que le regaló un Rolls Royce a un millonario… Pero no, me temo que queda todavía mucho de puritano en mí.
Si he de decir la verdad, esa vena de puritanismo me viene de mi abuelo (podría remontarme a mi bisabuelo, o a mi tatarabuelo, pero aquí no me pagan por subir, sino por escribir), el viejo Josué Napoleón Marx, que llegó a América en el Augustflower. El caso es que tenía billete para el Mayflower, pero llegó al barco exactamente con tres meses de retraso, y ahora os cuento cómo sucedió.
El viejo Josué era un sentimental. No quería irse a América sin darle antes un beso de despedida a la doncella. Y ya sabéis cómo era la gente por aquel entonces. Las cosas se hacían sin prisas.
Tal vez por lo puritano que somos los Marx, soy un decidido entusiasta del vodevil, que, si queréis que os diga, ha sido vergonzosamente subestimado desde aquel día infausto en que Al Woods trasladó sus actores al salón.
En un vodevil, las camas aparecen en escena. Desde luego, los personajes pueden sobarse un poco, pero —como son observados— no puede hablarse realmente de conducta indecorosa.
Sólo cuando las camas NO están en escena (como en Gire a la derecha, Papá Piernas Largas y Pollyanna), sacudo la cabeza y empiezo a imaginarme cosas.