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Se ha dicho que hay una novela en la vida de toda persona, y supongo que así es. Pero ningún libro estaría a la altura de la novela que podría escribirse sobre la señora que hace las camas en el palacio del sultán. (Lo que el sultán haga en su palacio es asunto suyo, o mejor lo ponemos en plural).
Por cierto, dudo de que ninguno de vosotros conozca la verdadera historia de cómo llegó el sultán a llamarse así. Me refiero a la VERDADERA historia. Por una extraña pero afortunada coincidencia, la supe por boca de un viejo califa, una noche en los baños turcos.
—Cal, ¿cómo le dieron al sultán ese nombre? —le pregunté al califa.
—Estamos ahora a 54 grados. Subiré la temperatura a 60 si puedes resistir un poco más de calor —replicó el califa, que era un poco duro de oído.
Me iba a derretir como un bizcocho, pero no me sentía con ánimos para discutir. No quise recordarle sus promesas electorales, cuando nos aseguraron que Con Cal, Siempre a Cal y Canto.
Como podéis imaginaros, me sentí considerablemente aliviado cuando el califa me tendió sobre la tabla de masaje, donde podíamos hablar de historia. Le repetí la pregunta, y él me contestó en turco, idioma que, por haber coleccionado durante años cupones de tabaco, entiendo perfectamente. Os lo contaré exactamente tal como me lo contó el califa que, dicho sea de paso, es un masseur bárbaro. (El femenino de masseur es mademoiselle).
Al parecer, a finales del siglo XVI, el hombre que gozaba de harén y hacienda mayores en Turquía se llamaba Ali Mahib. Cuando Alí se montaba en el ascensor para subir a su oficina, que estaba en la novena planta, le sonreía a todas las mujeres del camarín. Y algunas de ellas, al no saber quién era, salían diciendo que un hombre las había insultado.
Lo cierto es que Alí Mahib no pretendía flirtear con las mujeres en el ascensor. Como tenía tantas esposas, no se acordaba de la cara de todas; así que sonreía a cuanta dama se cruzaba en su camino, no sea que fuese su señora. Y, claro, las mujeres que no estaban casadas con él, salían exclamando:
—¡Esto es un insulto!
Resulta que insulto se escribe insultán en turco académico. Y no transcurrió mucho tiempo antes que los indígenas llamasen a Alí el Insultán, que con el tiempo quedó reducido sencillamente a Sultán.
Y, cuando Mahib se convirtió en el gobernante supremo de su país, era ya un anciano; de modo que adoptó oficialmente el título de Sultán, manera hábil de recordar a sus conciudadanos que en otro tiempo había sido un diablillo con las mujeres.
Algunos de mis críticos, granujas redomados, ponen en tela de juicio la utilidad de mis investigaciones como hombre de cama.
—¿Qué ha hecho usted, o al menos sugerido, para mejorar las bonitas camas de otros tiempos? —me preguntan—. Nuestros padres nada tuvieron que objetar contra ellas, pues, de lo contrario, ninguno de nosotros estaría aquí.
Esas son las preguntas que me gustan; preguntas que van derechas al grano —como Labe Smythe, responsable del territorio de Dakota del Norte para la firma Wentz, Wentz & Wentz, hasta que el viejo Wentz (el que hacía trampa jugando a las cartas) fue y se murió. Por doquiera que Labe fuese en su coche, que soltaba una nube de humo, decía siempre:
—Caballeros, si ninguno de ustedes tiene otros planes, podríamos hablar de señoras ahora mismo.
Ahora bien, a mí no me gusta soplar gaitas (aunque dicen que tengo un don natural para el piccolo), pero como dijo el poeta:
Niño Azul, ven a soplar tu trompa;
O, si no, déjate de trompas; sopla.
(Hasta que el editor me explicó que este pareado era impresentable, yo creía que un pareado era una porción de jamón entre dos trozos de pan. En fin, el mundo es un pañuelo, y bueno, ¿cuándo parará de llover?).
No voy a caer en la timidez y negar que, gracias a mis honrados esfuerzos —trabajar duro y sin mirar al despertador—, el país ha adquirido, por fin, conciencia de cama. Cuando lancé mi primera campaña contra la normalización de las cunas, ¿qué conseguí? Un telegrama de los almacenes Shubert, diciéndome que por qué no me ocupaba de mis asuntos, y una carta de un inspector postal de los los Estados Unidos, pidiéndome que tuviese un poco más de cuidado. Las señoras decretaron que yo era un radical de alcoba, y varios de mis amigos se burlaron de mí.
Alexander Woollcott me tachó de soñador, sólo porque soñé con corredores de bolsa de encerado bigote que me perseguían desde el cruce de Broadway con la calle 42 hasta la Casa de Caridad.
¿Sueño ahora? No. Ya no, desde que desdeñé la cama tradicional, más larga que ancha. Veréis, soy de esa clase de individuos que invariablemente duermen hechos un ovillo. Lo que requiere mi temperamento y mis costumbres, evidentemente es una camita circular, cuya forma sea algo así como tres cuartos de donut, sólo que se ajuste con mayor facilidad al estómago. En otras palabras, una silla de montar que no lleve caballo.
Pero no me interpretéis mal. No os recomiendo la cama donut —a menos que pertenezcáis a la categoría del durmiente circular como yo. En el caso de un durmiente zig-zag, es necesaria una cama en zig-zag, que tenga forma de zeta. Y, por supuesto, hace falta una cama triangula para los los que… pero con estos gráficos [6] quizá lo veréis más claro. A mí ya me tiene aburrido el tema.
Antes de poner punto final a este capítulo (pensábais que no sería capaz de terminarlo, ¿verdad?), quisiera formular varias observaciones que pueden ser valiosas para los estudiantes de psicología camera.
En primer lugar, está la práctica del boudoir; ilustraré este tema con el caso de James James Morrison Morrison, un viejo roué al que odiaba la casi totalidad de los maridos de Flatbush. James James era un auténtico canalla. No sólo era indiscreto con las mujeres, sino que tenía la costumbre de firmar cheques con el nombre de otras personas.
Un día, fue a parar a la cárcel por falsificación, y durante meses intentó escapar. Pero sin éxito. Sin embargo, su larga práctica de boudoir le salvó. Una tardé, un guardián golpeó de pronto la puerta de J. J. y J., instintivamente, saltó por la ventana.
La moraleja, como solía decir el profesor Fred Alien en sus conferencias, es que el dinero de un tonto pronto abandona a su dueño, pero no hay quien despegue un peluquín de 2 dólares.
No siento mayor estima que vosotros por el Cimex lectularis, vulgarmente (demasiado vulgarmente, dicho sea de paso) conocido como chinche. Pero creo que ya es hora de decir algo en su favor.
Muchas personas echan insecticida en las camas para envenenar al diminuto cimex, pero ¿qué dirían si el diminuto cimex intentase envenenarlas a ellas? Esas mismas personas cambian las sábanas todos los días (bueno, quizás exagero) para su propia conveniencia, pero ¿cuántas veces cambian el colchón pensando en la comodidad del cimex? ¿Y ha oído alguien quejarse al cimex alguna vez? En el fondo de vuestro corazón, ya sabéis cuál es la respuesta a esa pregunta.
En cierto modo, algunos de nosotros estamos en deuda con el cimex. Me refiero a su célebre silencio. ¡Cuántos divorcios y crímenes se habrían producido, cuántas hermosas actrices habrían sido expulsadas de Hollywood, si esos minúsculos y reticentes insectos hablasen y contaran todo lo que saben! Pensadlo bien la próxima vez que pretendáis sacrificar al indefenso cimex.
Pasemos a otro ítem de psicología camera. He observado que, cuando un hombre se casa por primera vez, siempre es el primero en meterse en la cama —porque quiere calentarla para la novia. Cuando ya lleva cinco años de matrimonio, sigue siendo el primero en encamarse… pero por una razón diferente. No quiere tener que darle cuerda al reloj, apagar la calefacción y las luces, y comprobar si la doncella está bien tapada.
A la mañana siguiente, huimos en barco a Egipto.