7
ME había quedado adormilada encima de un libro sobre la personalidad de Heinrich Himmler, cuando el timbre del móvil me espabiló. Antes de contestar, miré la pantalla y el corazón se me subió a la garganta. ¿Laura? Durante los breves instantes que vacilé antes de responder, a pesar de que era absurdo, mi mente se obcecó en creer que la llamada era, en efecto, de mi amiga.
Tuve que violentar mis pensamientos para que se adaptaran a la lógica y se redujera un poco el temblor de mis manos, que, estoy segura, se me debía de notar en la voz.
—¿Sí?
—Gina...
Puede parecer estúpido, ya lo sé, pero la voz de Ana me hizo sentir picazón en la garganta y en los ojos. Instantes después, las lágrimas me corrían por las mejillas. No habría podido decir cuál era la razón de mi llanto: porque no era mi amiga, porque era Ana, o porque yo todavía no había tenido el coraje de borrar el nombre de Laura de la agenda.
Me levanté para coger un pañuelo de papel mientras escuchaba las explicaciones de Ana. Me soné sin hacer ruido.
—Raquel me dijo que habías pasado por casa. Lo siento, cariño. Tendría que haberte avisado de que no iba a estar, pero el viaje fue muy precipitado y no dispuse de tiempo para nada.
—No te preocupes en absoluto —le dije, intentando poner una voz poco nasal.
Me dijo que tenía muchas, muchas, ganas de verme y de hablar.
Al día siguiente a las nueve tocaba el timbre de casa de Ana, y esta vez me abría ella misma.
Cerramos la puerta y nos abrazamos. Llorábamos en silencio. Luego nos separamos un poco y nos miramos. Sabía que ella sentía lo mismo que yo: bienestar por el hecho de que pudiéramos rememorar las dos al mismo tiempo a Laura.
—¿Álex no está hoy?
Ana sonrió con ternura y dijo que sí, pero que todavía estaba en la cama.
—Como esta noche ha dormido muy mal, confío en que se despertará tarde y tendremos un buen rato para charlar.
Entramos en la cocina, donde Ana había preparado el desayuno.
—Este niño siempre había tenido problemas de insomnio, pero desde la muerte de su madre...
El insomnio de Álex me recordó las dificultades para dormir que había inventado para Mascaró.
—¿Sabías que Laura iba al psiquiatra?
—Claro que lo sabía. Ese imbécil de Mascaró...
No me pareció extraño que le mereciera la misma opinión que a mí. A pesar de que éramos muy diferentes, Ana y yo siempre habíamos tenido muchas afinidades; más que ella y su hija.
—Un tonto encantado de haberse conocido —añadí.
—Exacto —dijo ella con viveza—. ¿Té?
Mientras me lo servía en un tazón grande, con el doble de la capacidad que las tazas de desayunar, me preguntó:
—¿Lo conoces?
—Lo quise conocer cuando supe que Laura había sido su paciente.
Imaginé que me preguntaría por qué, pero no lo hizo. Como si fuera natural tener una charla con el terapeuta de la amiga que acaba de morir. Una actitud muy en la línea de Ana, que no se agitaba si no era del todo necesario.
—Y a ti, ¿por qué no te gustaba?
Ana sacó dos tostadas de la tostadora y me puso una en el plato. Después me acercó la mantequilla y dos botes de mermelada.
Destapé el de naranja amarga.
—No me gustaba porque no ayudaba a Laura. Y me parece que no lo podía hacer porque era demasiado amigo de Básil.
—¿Te lo había dicho Laura?
—Abiertamente, no. Laura era muy reservada. Ya lo sabes. Y más en según qué cuestiones. Lo había deducido por algunos de sus comentarios.
—¿Crees que ella confiaba en él?
Ana hizo un gesto muy triste con la boca.
—No. Estoy segura. Le angustiaba que cualquier información que le facilitara acabara sabiéndola Básil...
Se interrumpió y me miró con un aire lastimoso. Después, dijo:
—De una cosa estoy segura: cuando quería que Básil se enterara de algo, y no por ella misma, se lo explicaba a Mascaró.
—¡Qué ético el tío!
Ana suspiró.
—Tengo la sensación de que no había mala fe por su parte. Sólo una certeza absoluta en que nadie mejor que Básil para saber qué le convenía a Laura.
—¿Y le convenía un psiquiatra?
—¡Claro! Pero no Mascaró.
¿Quién me iba a decir el día que lo conocí que, en un futuro no muy lejano, tendría una opinión tan diferente de él? Porque, ¿sabes, Gina?, el primer día que Básil apareció por casa me fascinó. Ésta es la palabra que mejor define la atracción irresistible que me provocó. Con eso no quiero decir que cayera víctima de sus gracias y me enamorara de él. No. Quiero decir que, como madre de la chica, pensaba que mi hija había tenido una suerte loca. Era un chico ideal, educado, gentil, atento, simpático, divertido... Con una sana ambición, eso me pareció entonces, y, además, guapísimo. El campo magnético de Básil nos succionaba a Raquel y a mí. Porque Raquel, tan cándida ella, siempre ha estado muy pendiente, demasiado, de su cuñado. Pedro, en cambio, parecía revestido de alguna especie de protección contra tanto magnetismo. «¡No es para tanto!», me dijo riendo por la noche, cuando le elogiaba a Básil, supongo que desmesuradamente. Él, Pedro, era el único que no estaba conmocionado. Bueno, tal vez no sólo él, porque, si te tengo que decir la verdad, tampoco Laura parecía tan deslumbrada como su hermana y como yo. Al menos durante los primeros meses de la relación. Yo siempre pensaba: Laura se deja querer. Porque la verdad, él hacía muchos más esfuerzos, muchos más gestos que ella. Él siempre pendiente de Laura: regalos, flores, llamadas, salidas... Tanto que, antes del año, yo ya lo encontraba empalagoso. Un poco demasiado pegajoso, ¿sabes qué quiero decir, verdad? ¡Demasiado Básil y poco espacio para respirar! Pero entonces ya era tarde para hacerle reflexiones a Laura; entonces ya había sucumbido al sonido de la flauta del encantador de serpientes.
El año siguiente fue uno de los peores de mi vida. A Pedro le detectaron el cáncer de páncreas y supimos que tenía los días contados. Sé que tú viviste la enfermedad de Pedro desde California y, por lo que me decía Laura, sé que estabas también muy afectada. En aquella época yo no disponía de tiempo ni de ganas para relacionarme con nadie. Y a pesar de que te echaba de menos y me habría gustado que estuvieras a mi lado como una hija más, no te dije nada. Justo entonces, a Laura se le ocurrió irse a vivir con Básil. Ya sé que te puede parecer egoísta, pero no me entraba en la cabeza que no pudieran esperar unos meses. Si, al fin y al cabo, la vida de Pedro no duraría más de medio año, con suerte. Pues Laura, empecinada en marcharse. Muchas veces me he preguntado si la manía era suya o si fue una maniobra más de todas las que —después he descubierto— era y es capaz Básil.
De ninguna manera le habría discutido una decisión personal como aquélla, por mucho que a mí no me pareciera el momento adecuado para hacerlo. Ya sabes que no me gusta interferir en las resoluciones de los demás. ¿Quién es una para saber qué es mejor para otro individuo? Por nada del mundo me habría opuesto a la convivencia de Laura con Básil, excepto, naturalmente, si hubiera tenido algún indicio razonable de que podía ser nefasta para mi hija. Y eso es lo que pasó. Quiero decir que, de repente, me cayó la venda de los ojos y vi a Básil tal como era. Fue tan inesperado... Estábamos en casa. Yo, en la habitación con Pedro, que salía de una nueva tanda de quimioterapia y no tenía ánimo ni para incorporarse cuando tenía que vomitar. Laura y Básil estaban en la sala estudiando los planos del piso de la abuela que se habían arreglado para ellos, después de que me hubieran forzado a echar a los inquilinos. Dejé unos minutos solo a Pedro para ir a buscarle un vaso de agua. Al pasar por delante de la puerta de la sala, me di cuenta de que Laura no estaba y capté un movimiento furtivo de Básil, como si intentara evitar que descubriera qué tenía en las manos. Pero lo vi. A pesar de que fue sólo una fracción de segundos, supe que Básil estaba hojeando la agenda de Laura. Estoy segura porque en aquella época Laura utilizaba una agenda muy vistosa, con páginas de colores ácidos y fosforescentes. Es probable que si Básil no hubiera querido ocultar su acción, yo no me hubiera dado cuenta de que hacía trampa. No dije nada, claro. Era un acto que no encajaba con la corrección formal de Básil y me dejó perpleja. Pero no me quería precipitar a juzgarlo. Pero unos días más tarde había constatado dos cuestiones más que, sumadas a la de la agenda, me indujeron a hablar con Laura a propósito de la inadecuación de Básil como pareja. La primera fue cuando se me hizo evidente que curiosearle la agenda era para él una actividad muy habitual y, lo que es peor, usar las informaciones para dirigir a Laura por donde a él le apeteciera, también. La segunda fue saber que algunos de los muebles que habían instalado en el piso de la abuela y que eran propiedad de Básil estaban cerrados con llave. Y sólo él controlaba las llaves. Me pareció que esa vigilancia que pretendía Básil, Laura no la debía aguantar. Le dije que Básil no le convenía. En esa época, no obstante, Laura ya había resultado atraída por la órbita de Básil y ya era su satélite. Se negó a escucharme, me dijo que nunca se habría imaginado que tendría una actitud de enfrentamiento con su novio y que la dejara en paz, que ya sabía lo que hacía.
Lo dejé pasar, claro. ¿Tú que habrías hecho? Lo mismo que yo, ¿verdad? Pensé que no había sido capaz de trasmitirle con serenidad lo que quería decirle y que tal vez ella misma, cuando compartiera la vida con él, se daría cuenta de las malas artes que usaba. Lo que no había calculado yo es que la estrategia de Básil consistiría también, y especialmente, en alejar a Laura de todos nosotros, en especial de mí. ¡Con la excusa de que soy una mujer dominante...! Se podría haber apañado un pretexto más creíble.
Ni Pedro ni Raquel veían a Básil como yo. Pedro porque en ese momento no veía nada, pobre, tan fastidiado estaba. Y me decía que no me hiciera mala sangre, que todas las parejas necesitan un tiempo para compenetrarse. Y con Raquel tampoco podía hablar porque había perdido la chaveta por él. Se notaba a distancia, a pesar de que ella siempre ha creído que los demás somos tontos y no nos damos cuenta. El que siempre ha tenido plena conciencia y se ha aprovechado a fondo de ello ha sido Básil, que lo ha usado como le ha convenido. Básil se ha pasado la vida coqueteando con Raquel, a pesar de que, en mi opinión, no ha estado en absoluto interesado en ella. Digamos que Raquel siempre ha sido una especie de esparring que ha permitido a Básil estar en forma para seducir, pero, como mujer, nunca le ha gustado. Este flirteo en apariencia inofensivo con Raquel pretendía también —creo— provocarle celos a Laura y hacerla suspirar por él. No sé si lo conseguía. Lo que sí sé es que Raquel nunca ha dejado de estar un poco, o muy, enamorada de Básil. Y diría que, con mucha ingenuidad, siempre ha creído que si un día se acababa la historia con su hermana, Básil caería rendido en sus brazos. Pobre incauta.
Laura cometió el error de explicarle a Básil que yo le había aconsejado replantearse la convivencia con él. Su reacción fue inmediata y nada dulce. Me llamó y me dijo, con una voz de hielo que nunca le había escuchado, que no me entrometiera jamás entre Laura y él, que las consecuencias serían terribles para mí. Admito que me asusté. Puede parecer estúpido, pero Básil me dio miedo. Me pregunté qué era capaz de hacer. Como si me hubiera leído el pensamiento, me advirtió de que si volvía a meterme donde nadie me llamaba, él se encargaría de que cada vez viera menos a Laura. Me arrugué hasta un punto que yo misma ignoraba que podía alcanzar. ¿Qué podía hacer? Estaba exhausta emocional y físicamente por la enfermedad de Pedro, y casi sin fuerzas. Él, en cambio, era como una roca, capaz de aplastar a quien le cerrara el camino. Y encima era inútil intentar hacer entrar en razones a Laura. Recogí velas. Le pedí disculpas a mi, llamémosle, yerno y le aseguré que me mantendría al margen de su pareja. Él se despidió usando, ahora sí, su tono cordial y acariciador, como si no hubiera pasado nada.
Antes de morir, Pedro les legó el espejo oriental. ¿Sabes cuál quiero decir, verdad? Aquel de tres caras y madera policromada. Era una tradición familiar... ¡Ah!, ya veo que sabes de qué va. Yo me sentía rota en unos cuantos pedazos: porque mi marido se acababa, porque dejaría de ver aquel espejo que simbolizaba mi unión con él y porque, encima, iría a quedarse en casa de Básil. A pesar de todo, me alegraba saber que mi hija sería un centinela muy vigilante. Estaba segura, porque aquel espejo tenía tanto significado para ella como lo tenía para mí. No como el piso de la abuela, que más o menos le daba igual. Pero eso no lo descubrí hasta años más tarde y de manera fortuita: el piso ya no estaba a nombre de ella, sino de él. De manera que la tontita de mi hija había escuchado los consejos interesados de Básil y le había servido una vivienda en bandeja.
Cada día que pasaba se me hacía más patente: la convivencia de los dos iba hacia adelante y, a la inversa, mi hija iba hacia atrás. Como si perdiera fuelle. Yo la veía incapaz de expresar sus necesidades y, por otro lado, con una disponibilidad sin límites hacia él. Pensar que durante los primeros meses Básil tuvo que aplicarse con imaginación y gentileza para ablandarle el corazón y que, ahora, la situación se había girado como una media... Laura perdía el culo por hacer cualquier cosa que Básil deseara.
A pesar de todo, tengo que reconocer que el instante preciso en que me di cuenta de que Laura se iba a alejando sin remedio de la mujer que todos conocíamos fue después de casarse con Básil. Recuerdo bien que a mí la boda no me hacía ninguna ilusión. Creía que era una nueva estrategia de él para atar más corto a Laura. Porque fue él quien insistió en oficializar la relación. «¿Quieres decir que tenéis alguna necesidad?», le pregunté a Laura. Pero ella se puso tensa, como siempre que el tema de conversación eran ellos dos, y me dijo que, por favor, no me metiera. No lo hice. Le dije que sería feliz si me dejaba regalarle el vestido. Y me lo permitió. Era un vestido-pantalón de satén y, puesto que lo tuvieron que ajustar un poco —siempre con la manía de adelgazar—, el día de la boda lo recogí yo para llevarlo a casa de ellos. Entonces ya no vivían en el piso que había sido de la abuela, sino que se habían comprado uno mayor en una zona, según Básil, de más categoría.
«Espera aquí, mamá», me pidió Laura mientras me hacía sentar en el sofá. «Nos cambiamos y, luego, vendrás con nosotros». Y desapareció por el pasillo. Yo me entretuve mirando revistas de decoración, que Laura siempre llevaba a casa y a mí me resultaban estimulantes. De repente oí un ruido de cristales rotos. Me preocupé, porque venía de la habitación. No pude evitar este pensamiento: «¡El espejo oriental!». Y me adentré por el pasillo hasta llegar a la altura de la puerta que daba a la suite de ellos. Estaba cerrada y no osé llamar. Estaba a punto de preguntar si había pasado algo, cuando oí una voz que apenas conseguía contener la rabia. Más que una voz, parecía un trozo de papel de lija fregando alguna superficie. Pertenecía a Básil. Decía: «¿Te das cuenta de lo que me fuerzas a hacer? Me sacas de quicio con tus sospechas y tus celos y, al final, me obligas a hacer lo que no quiero. La culpa es tuya».
Tuve que realizar un gran esfuerzo para mantener la puerta cerrada e irme de puntillas a la sala. Lo que me apetecía era entrar en la habitación y saltarle al cuello al miserable de Básil. Y retorcérselo, sí, retorcérselo como si fuera un pollo. Por fin, los dos salieron de la habitación y vinieron a la sala. Los miré, no tanto para comprobar lo guapos que estaban, sino para ver la bronca de Básil marcada en el rostro de mi hija. Pues nada de nada, impenetrable. Como una esfinge. Así estaba Laura. Me dije que debía de estar muy avezada a situaciones de aquella violencia y que ya había desarrollado una especie de máscara para lucir en público. Me costaba admitirlo, pero era así. ¿Y él? Él, suave como la seda. Amable, educado, atento. Como siempre. El doctor Jekyll y míster Hyde, me dije dejando la revista en que, figuradamente, me había abstraído.
Y fue poco tiempo después de casarse cuando Laura empezó a hacerse visitar por ese psiquiatra, pero no me lo dijo hasta que nació Álex. Y ni siquiera fue una confesión voluntaria. Resultó una reacción imprevista a un comentario mío recomendándole alguna terapia. «Ya estoy haciendo una», me soltó de mal humor. Entonces me dijo cuatro cosas de Mascaró que fueron suficientes para permitirme captar su falta de compenetración. Más adelante tuve claro que aquel psiquiatra era una imposición más de Básil. Y es que Básil nunca se tomaba seriamente los males de Laura, ya fueran depresiones, migrañas o cólicos nefríticos. Siempre pontificaba a propósito del esfuerzo personal y de la capacidad de superación. Eso sí, el afanarse siempre era competencia de los demás. Cuando se trataba de él, era digno de compasión y merecedor de todas las atenciones. Si después de nacer Álex le recomendé que buscara ayuda fue porque la veía con la moral bajo mínimos. Tenía miedo de que hubiera tocado fondo. Dudaba de que en aquel estado pudiera hacerse cargo del niño. Y es que, visto desde fuera, Álex fue otro escalón en el descenso de mi hija. Tardé días en hacerme cargo de su falta de energía, ya que, mientras estuvo en el hospital, Básil no permitió que nadie la fuera a visitar. Dijo que aquélla era una cuestión privada y que, por favor, nos mantuviéramos al margen. Me consta que todos le hicieron caso. Yo, de mala gana para no provocar un conflicto.
En cuanto Laura estuvo en casa, contraviniendo las órdenes de Básil, que quería estar presente si había visitas, la fui a ver en ausencia de su marido. Y le dije qué pensaba de toda aquella historia. Le hice notar que no era nada normal la actuación de Básil. «¡¿Tú crees que un hombre que se comporta así te ama?!». Laura, que estaba marchita como una flor sin agua, sacó fuerzas de no sé dónde para cantarme las cuarenta y hacerme notar que Básil estaba muy pendiente de ella. «Mira», me dijo. Y me mostró un papel muy chiquitito, doblado casi como si fuera una pelota. Lo desdoblé. Escrito con el tazo fino característico de Básil, decía: «Te amaré hasta la muerte».
Cuando aquella misma noche recibí una llamada de Básil, comprendí que también esta vez Laura había sido una bocazas. A diferencia de la primera vez, no me sorprendió el tono blanco y monocorde ni las expresiones punzantes de mi yerno. Ahora ya las conocía. También preveía lo que me diría: que no me metiera. Lo que ignoraba es que estaba vez utilizaría a Álex como amenaza. «Si tienes interés en continuar viendo a tu nieto, no metas la nariz en mi pareja.»
Me sentía dividida entre dos fidelidades: a la hija y al nieto. Opté por el nieto, más que nada porque la opción de la hija era poco viable. Hacerle ver la realidad en la que estaba atrapada no dependía de mí, porque se negaba a escuchar mis argumentos y a ver la situación desde un ángulo diferente. Y, encima, podía ocasionarme su pérdida y la de Álex. Me habría gustado regalarle a mi hija las palabras de un amigo: «El amor es ciego, pero es preferible, de vez en cuando, abrir los ojos para no pegarse una torta». No obstante, decidí guardar silencio.
«No hagas de suegra; no va en absoluto con tu forma de ser». Recordaba haberle disparado aquella frase a Ana durante mi primer desplazamiento a Europa, poco después de que Pedro hubiera muerto y, por consiguiente, unos meses más tarde de que Laura y Básil hubieran empezado su convivencia. Fue un viaje muy breve que no me permitió notar que a mi amiga le pasara nada de particular. Si acaso, me pareció que estaba orgullosa de su novio. Yo misma, que llevaba una vida sentimental muy loca, me pregunté si no era eso lo que tenía que hacer: buscarme a uno que me gustara de verdad e instalarlo como único amante en mi vida. El problema era que me gustaban muchos hombres y me era difícil elegir. En aquel tiempo todavía faltaban tres años para que conociera a Derek y me pareciera que valía la pena intentarlo. Laura, en cambio, por lo que se veía, había encontrado exactamente al tío que necesitaba; no paraba de cantarle las excelencias. Me puso los dientes largos, la verdad. A mí, Básil me pareció guapo, divertido y muy amable. Por eso me resultaba ingrato escuchar a Ana hablar de él con malevolencia. Pretendía convencerme de que Básil tenía un lado opaco que no le gustaba, que la inquietaba... Me hizo reír. ¿Un lado turbio aquel tío de sonrisa franca y de ojos simpáticos? O Ana había visto demasiadas películas de Hitchcock, o se estaba metiendo, peligrosamente, en el rol de suegra pesada.
Después, durante mi segundo viaje, también de visto y no visto, ya que aproveché el mes en Europa para enseñarle a Derek algunas capitales, tuve la ocasión de compartir algunos ratos más con Básil. Laura y él hacía sólo quince días que se habían casado. El aspecto de ella me preocupó un poco: se la veía pálida, muy delgada y, so-bre todo, hablaba con una voz que era sólo un hilo. Ella me tranquilizó. Era cansancio y nada más. A pesar de todo, aquella voz que parecía que quisiera hacerse perdonar o pasar inadvertida no me gustó. Tampoco deberían haberme hecho reír los comentarios de Básil respecto a la falta de habilidades domésticas de Laura —«chata, este bistec está como una suela»— y respecto a sus propias magníficas capacidades, por ejemplo, en materia culinaria. No constatamos si eran reales o no porque nunca se metió en la cocina: «Yo, por tan poca cosa como un bistec, no me ensucio las manos», reía. Me tendría que haber dado cuenta de que aquellas observaciones, aparentemente inocentes y con voluntad cómica, eran cargas de profundidad que, a la fuerza, debían de minar la autoestima de Laura. La ridiculización, no obstante, era tan sutil que pasaba desapercibida.
Laura siempre me había recordado la flor de la magno-lia. Quizás porque era bonita, de formas redondeadas, y porque lentamente se abría a la vida. Cuando empezó la carrera, se fue destapando, esponjando... Pedro y yo lo habíamos comentado muchas veces: nuestra hija era una mujer muy completa, y estábamos seguros de que, con el tiempo, todavía lo sería más, que aún florecería de una manera más espectacular. Pues nos equivocamos mucho. Cuantos más años pasaba Laura junto a Básil, más reseca parecía. La observaba y me decía a mí misma que, más que una magnolia, ahora me hacía pensar en una zarza junto a un camino polvoriento. Seca, llena de polvo... Me daba la impresión de que Laura se iba encogiendo. Y yo estaba segura de que el proceso de empequeñecimiento de Laura estaba ligado a su relación con Básil. Y, por mucho que me irritara, yo también estaba encadenada a él, ya no podía abrir la boca si no quería jugarme el contacto con mi hija y con mi nieto. Constantemente pensaba si había alguna manera de abrirle los ojos a Laura sin que él lo supiera. Pero no veía de qué modo.
La pasada Navidad, como cada año, Raquel y yo habíamos ido a almorzar a casa de ellos. Era una de las pocas ocasiones en que yo tenía barra libre. Mi yerno se mostraba tolerante y me permitía empezar conversaciones sin lanzarme miradas desintegradoras. Quizás porque se daban las circunstancias óptimas, cuando vi en una de las revistas profesionales de Laura que anunciaban la convocatoria de un concurso para proyectos dirigidos a remodelar el museo, se lo dije con toda la malicia: «Fíjate, Laura. Se convoca un concurso para la remodelación del MNAC». Laura aún no había reaccionado cuando ya Básil metía baza. Me habría asombrado si no lo hubiera hecho. Se sentó a mi lado para leer el anuncio. Mientras, yo observaba a mi hija, que se había quedado, tetanizada, en el mismo lugar donde estaba. ¿No siente curiosidad?, me preguntaba. Básil dejó la revista y dijo riendo, con aquella voz desenfadada, como si todo fuera una especie de broma de criaturas: «En esta casa, quien tiene experiencia en museos soy yo, que desde Hermanos Prado me he ocupado de decorar muchas salas de exposiciones itinerantes». ¡Qué burrada! Le habría dado un mamporro con la revista. En lugar de eso, le señalé con tacto que no era exactamente lo mismo, que aquella remodelación requería el título de arquitectura. Le quité la publicación de las manos y se la di a Laura, que lo leyó con atención. «Esta bien», dijo al acabar. «¿Y qué?», le insistí. «¿No crees que sería una buena oportunidad para medir lo que has crecido como arquitecta durante todos estos años?». Vi que se le encendía una lucecita en los ojos. Hacía siglos que no los veía brillar de esa manera. Por eso pensé que había ganado la partida. Y también porque Básil no dijo ni mu. Pues sí que se lo ha tomado bien..., me dije. ¡No parecía él!, siempre tan celoso de lo que hiciera Laura, siempre envidioso de sus proyectos, hasta el punto de que Laura ya hacía años que no tenía iniciativas en este sentido. Laura dijo: «Lo pensaré». Y sonrió. Yo, sin mostrárselo, también.
Tan segura estaba de que esta vez había encontrado la piedra filosofal para descongelar a mi hija, que casi no pude creerla cuando, una semana más tarde, un día que fue a recoger a Álex a casa, me dijo que había decidido que no se presentaría al concurso. «Pero ¿por qué?». Necesitaba oír las razones que la habían llevado a aquella conclusión. Pensaba que las desmontaría. «No creo que sea capaz; no creo que pueda estar a la altura de los otros proyectos que optarán». Me enfadé, pero intenté controlarme haciéndole ver cuáles continuaban siendo sus virtudes para concebir espacios, para jugar con los volúmenes. Ella insistía, con menos convicción que antes, para hacerme notar que quizás había perdido contacto con la museología actual. «Burradas, cariño», le solté. «Si te has pasado los últimos años ayudando a Básil a presentar proyectos para las exposiciones itinerantes...». Fue un tiro disparado a ciegas, pero dio en el centro de la diana. Laura admitió que tenía razón. Entonces atribuyó la decisión a su falta de forma física y psíquica. «Estoy cansada y todo me duele». Le repliqué que creía que si el cuerpo le dolía, era porque le dolía el alma y que, tal vez, una manera de curarse era volver a ilusionarse por alguna cuestión profesional. Me pareció que aquel argumento la doblegaba un poco, pero, de pronto, puso sobre la mesa el auténtico motivo: «No sé si a Básil le hará mucha gracia». Me indigné. «¿Y qué tiene que ver Básil con tu realización profesional?». Entonces nos enredamos en una discusión que ya sabía cómo iba a terminar: yo no conseguiría mis propósitos, Laura me delataría y Básil me intimidaría. Puesto que ya habíamos empezado, decidí llegar hasta el final. Le dije que Básil la dominaba por completo, que era como un títere en sus manos. Hacia aquí, hacia allá, media vuelta, aplaudir... «Le tienes manía», me dijo. Sí, era verdad, ¡se la tenía, y mucha! Pero no era gratuita, era el resultado de su actuación hacia Laura. Se lo expliqué. Laura negaba que Básil la controlara. Vi una salida: «Muy bien, te creeré si me lo demuestras: puesto que te hace ilusión, preséntate al concurso. No pasa nada si no ganas; lo esencial es que tengas valor para enfrentarte a tu marido, que hagas prevalecer tus derechos, tus decisiones. ¿Qué dices?». Antes de contestarme lo pensó mucho. Por fin me dijo: «De acuerdo, mamá. Lo haré».
Era vital que aguantara el golpe que iba a suponer notificarle la decisión a Básil. Necesitaría que la apoyáramos. Estaba segura de que contaba con la ayuda de Sergio. Pero yo también le tenía que demostrar que estaba a su lado. Al día siguiente le envié un correo al trabajo y estuve sufriendo hasta que recibí su respuesta: «Todo va adelante».
Me parece que fue lo mejor que pude hacer por ella. Durante esos meses la vi revivir poco a poco. Estaba tan decidida a llevar el proyecto a término, que la decisión se reflejaba en su cara. Por otro lado, me alegró ver que esta vez no me había vendido a Básil: le debía de haber justificado la decisión como propia, lo que me ahorró un disgusto con él.
Me parece que fue hacia mediados de mayo cuando le recomendé que fuera a ver una película: Ojo de gato. En realidad, yo era su crítica particular de cine. ¿Lo sabías? Voy tan a menudo al cine que muchas personas —entre ellas Laura— me preguntan si hay algo en la cartelera que valga la pena. Y si menciono esa película es porque tuvo un efecto inesperado. Removió algo en la mente de Laura. A mí, no obstante, no me dijo nada hasta principios de septiembre. Y por eso te lo explicaré más adelante, siguiendo el hilo de los hechos.
Ya te comenté que no era habitual que compartiéramos demasiadas temporadas los tres juntos, pero siempre conseguía que vinieran, a mediados de agosto, a pasar unos días, junto con Raquel, a la casa de la playa. El ambiente nunca era para tirar cohetes; siempre había tensión latente. A pesar de todo, tengo que reconocer que la última vez, en agosto pasado, fue relativamente plácida. Todos estábamos de bastante buen humor, si no consideramos el aire ausente de Laura. Se la veía pensativa y replegada sobre sí misma, pero menos tirante de lo que solía estar. Me alegré. El único incidente durante todo el día fue un comentario de Raquel, que le valió una mirada demoledora de Básil. Una mirada que Raquel no llegó a notar. Luego, el día continuó luminoso como había empezado. Me tenía pasmada que Básil no me disparara ninguna de sus educadas flechas venenosas. ¿Qué le pasaba?, me preguntaba. Ignoraba si la actitud tranquila de él tenía que ver con el aire menos tenso de ella. ¿Y si de verdad él estaba haciendo un esfuerzo por cambiar y la relación de ellos dos había mejorado?
Descubrí el motivo de su calma sólo aparente a media tarde, cuando me llevó a dar una vuelta. Nunca me había pedido que diéramos un paseo juntos. A pesar de que no me apetecía, no lo desairé por miedo a arruinar aquella jornada familiar inusitadamente mansa.
Mientras paseábamos, entendí por qué ese día Básil parecía un oso de peluche. Me tenía que pedir un favor. ¡Y qué favor! Un sinvergüenza, el tío. Pretendía que le dejara setecientos mil euros. «¿Estás loco? ¿No creerás que tengo tanto dinero, verdad?». Me miró como si estuviera convencido de que sí, que los tenía y que lo negaba para no tener que hacerle el préstamo. ¡Y no se equivocaba ni pizca! Ahora te vas a quedar de piedra: ¡los tenía! De hecho, no sólo aquéllos, sino incluso unos cuantos más. Durante muchos años, Pedro cobró un variable de la empresa en forma de acciones. Poco antes de morir las vendió y lo puso todo en el banco a mi nombre. Nadie lo sabía, y Básil tampoco, claro. Pero, mira por dónde, el tío necesitaba ayuda y no se cortaba un pelo para probar suerte y darme un sablazo. Yo me hice la loca. Insistí en el argumento anterior: no los tenía. Entonces él cambió de táctica y vino a decirme —con mucha educación, ¡eso sí!— que hipotecara el piso de Barcelona, que, tal como habían subido los precios del mercado inmobiliario, sacaría más de lo que él necesitaba. Era inaudito, pero cierto. ¡Pretendía que pidiera dinero contra mi piso! «¿Y cómo piensas que devolveré la hipoteca?», le pregunté comiéndome la rabia y las ganas de saltarle a los ojos. Me aseguró que él se ocuparía, porque el negocio en el que se metía era muy seguro. Pero que si las cosas se torcían, siempre podíamos considerar el préstamo como una parte de la herencia que, en cualquier caso, cuando yo muriera, iría a manos de Laura. La inconsciencia y el descaro de mi yerno superaban cualquier límite que yo hubiera imaginado. Ahora sí que ya no contuve mis ansias de saltarle a la yugular, aunque sólo fuera metafóricamente hablando. No pude contenerme y le dije que no tenía ni la más mínima confianza en una operación financiera que él pudiera llevar a cabo y que, claro, no estaba dispuesta a arriesgar el lugar donde vivía, y donde había vivido con Pedro, por un soufflé de los suyos, que se deshincharía en cuanto saliera del horno. Básil me miró con odio. Ése es el sentimiento que siempre le he inspirado. Sus ojos eran como dos pozos negros sin fondo. Me dio miedo, pero aguanté sin vacilaciones su mirada y mi postura. Él, dejando de lado la voz de merengue con que me había untado hasta entonces, me contestó con frialdad que no le importaba mi negativa, que haría lo que fuera necesario para conseguir aquella cantidad. «Lo que haga falta. Ya lo verás», me dijo. Y me dejó plantada. Cuando llegué donde estaban mis hijas, con quienes ya se había reunido Básil, todavía sentía el calambre que me había provocado su respuesta. De verdad, lo creía capaz de cualquier barrabasada.
Y todavía no había pasado un mes y medio desde esta inverosímil demanda de Básil, cuando me llamó a las ocho y pico de la mañana. Al oír su voz, intuí que había pasado algo. Y antes de que me lo dijera, imaginé que se trataba de Laura. No sabría decir por qué. Quizás no fue ninguna intuición, sino una muestra más de mi neurosis. El caso es que cuando pronunció la frase que confirmaba mi premonición, yo ya tenía el corazón arrugado como una pasa y dificultades para respirar.
Básil insistió en ir solo a identificarla, de modo que me avisó que iba a casa a dejarme a Álex. Yo se lo agradecí porque no habría podido soportar ver a mi hija en el depósito, tal como la habían encontrado. Prefería estar con el niño. Al menos él me obligaba a continuar en contacto con la realidad, aunque no tuviera ganas. Él necesitaba dormir, comer, llevar pañales limpios...
Todavía no sé por qué me obcequé en quedarme con la Palm de Laura. Inconscientemente sabía que tendría que avisar a gente que, tal vez, sólo constaba en su agenda de teléfonos. Te tengo que confesar que no descubrí demasiados nombres de amistades. El círculo de personas más o menos íntimas de Laura era muy reducido. Tantos amigos como había tenido en su juventud... Lo apunté también en la cuenta de quejas contra Básil. Así pues, la mayoría de números correspondían a clientes del despacho, a proveedores domésticos, a médicas o a médicos... Encontré tu número de móvil y tuve ánimos para llamarte. Sé que te dejé un mensaje horrible... Reconozco que, sólo por eso, podrías pedir que me colgasen del palo mayor. Espero que no me lo tengas en cuenta; apenas sabía qué hacía. Aquél y los siguientes fueron días vividos como en una niebla. Suerte que esta neblina desdibujaba los contornos del dolor y me permitía moverme, aunque fuera de una manera mecánica.
Salí de esta especie de estupor de repente, con la llamada de un colega de París. La información que me dio actuó como si me hubieran inyectado cafeína intravenosa. Según él, acababa de toparse, en un anticuario muy importante del centro de la ciudad, con un espejo idéntico a nuestro espejo oriental de tres caras. Se había quedado tan pasmado al descubrir una pieza gemela, que no había podido resistir el impulso de llamarme. Reaccioné con una agilidad impropia de mi estado de ánimo. «Quiero una fotografía», le dije.
Necesitaba ver el nuestro. Llamé a Básil y le dije que me resultaba indispensable tocar el espejo, tenerlo otra vez entre mis manos. Le recordé que era una pieza sentimentalmente muy valiosa para mí. Básil reaccionó con cierta brusquedad. Ya sé que tal vez tendría que haberlo previsto, pero no me lo esperaba, porque, desde la muerte de Laura, Básil estaba muy suave. Me dijo que, sintiéndolo mucho, le resultaba imposible complacerme. «¿Por qué?», dije yo, decidida a no dar el asunto por zanjado. Básil vaciló unos segundos. Cambió el tono de voz. Noté que sus palabras me envolvían como un jersey de angora. «Lamento tener que decirte esto», comenzó. Y yo noté que las piernas se me volvían de algodón. Entonces continuó envolviéndome con su tono persuasivo y me explicó que el espejo se había roto y que, para no disgustarme, Laura y él habían acordado no decírmelo. Tonta de mí, no le pedí detalles. Quizás si lo hubiera hecho, sus explicaciones se hubieran desmontado. Pero no lo hice, presupuse que el día de su boda, cuando yo había oído ruido de cristales rompiéndose en su habitación, en efecto, el espejo se había roto.
Esta noticia habría podido volverme a sumir en el mismo estado letárgico en que me había dejado la muerte de Laura. Pero no. Al contrario. Me sentía en guardia, vibrando. Los pensamientos iban a toda velocidad dentro de mi cabeza. ¿El ruido de cristales que yo había oído era del espejo? ¿Y si no lo era? ¿Había terminado en París nuestro espejo?
Ni una hora más tarde tenía una fotografía de alta resolución en la bandeja de mi correo electrónico. Mi colega me explicaba que la imagen procedía del catálogo digitalizado del propietario del negocio y que, con el pretexto de que yo podía ser una compradora interesada, no le había costado mucho convencerlo para que me la mandara.
Era para no creérselo. Los mismos colores, los mismos motivos florales, la misma grulla... Tan parecido que a la fuerza tenía que ser el nuestro, pensé. Y decidí volar a Francia.
Pasé la tarde atareadísima y en un estado de excitación lamentable. Penoso en especial para Álex, que no entendía que le hiciera tan poco caso. Llamé a mi colega para decirle que, por favor, hablara con el anticuario y me apartara el espejo. Llamé a la agencia de viajes y pedí que me hicieran las reservas pertinentes. Llamé a Raquel y, con la excusa de que tenía que hacer un viaje profesional ineludible e inesperado, la persuadí para que se instalara en casa para ocuparse del niño. Al día siguiente aterrizaba en París y comprobaba, sin demasiadas sorpresas, que el espejo era el nuestro.
El nuestro, sí, pero una de las caras era diferente. Me lo sabía tan de memoria que no necesité las explicaciones del especialista para saber que alguien había hecho sustituir una de las caras originales. Entonces sí que relacioné la rotura del día de la boda de Laura con esa reparación.
Según el anticuario, el espejo le había llegado a través de un profesional berlinés. Le pregunté si podía averiguar cómo lo había conseguido el de Berlín, y entonces se destapó el nombre de Básil. Estaba furiosa y con ganas de volver a Barcelona con el espejo bajo el brazo. Porque no pensaba dejarlo allí, claro. El problema fue pagar el rescate. Cuando supe lo que había obtenido Básil, no lo podía creer. ¿Por aquella bagatela? Entonces me enseñaron el certificado que había hecho el perito de Berlín y leí toda la historia de nuestro espejo. ¡Ah!, veo que ya la conoces.
Para recuperarlo tuve que tomar una decisión muy a disgusto: rescatar el capital proveniente de las acciones que habían sido de Pedro. Es decir que, finalmente, mi yerno se había salido con la suya: había obtenido el dinero para el negocio que llevaba entre ceja y ceja y, encima, era como si se lo hubiera dado yo misma. La rabia me consumía. Me consolé pensando que había recuperado el espejo, que era como estar acompañada por Pedro y por Laura.
—¿Lo quieres ver? —me preguntó Ana.
—Claro que sí.
Se levantó.
—Aquí lo tienes —dijo Ana, entrando en la cocina y poniéndose el espejo en la falda.
Me pareció más bonito que cuando era una niña. Supongo que, como adulta, era más capaz de ver la belleza de aquel objeto antiguo. O tal vez estaba influida por todo lo que ahora sabía. Abrí las tres hojas y no pude distinguir la nueva. Las tres me parecieron iguales. No había ninguna que tuviera ni una sola nube que me indicara la edad avanzada. Notaba que tres Ginas diferentes me observaban desde las lunas. Era un espejo bonito e interesante, pero yo no me habría jugado mi capital por él.
—Hace días que te quiero hacer una pregunta y hasta ahora no tengo la oportunidad —le dije.
Con la mirada, Ana me animó.
—El día del entierro de Laura me hiciste un comentario que no entendí.
—Sí. Ya lo sé.
La observé intrigada.
—Te dije: «Ahora descansa en paz mi hija; por fin el espejo ha liberado su espíritu».
—¿Y qué pretendías decir con eso?
Ana esbozó una sonrisa leve y triste.
—En realidad, sólo era una manera de decir que mi hija no sufriría más. Antiguamente, la gente creía que el reflejo de una persona en el espejo era su alma. Y pensaba que, en según qué circunstancias, el espejo podía capturarla. Por eso todavía, en algunos pueblos, para evitar que los espejos se lleven el alma de quien está débil, existe la costumbre de retirarlos de las habitaciones de los enfermos.
—Ésta debe ser la razón por la que en ciertos lugares, cuando muere una persona, vuelven los espejos hacia la pared o los cubren con un trapo, ¿verdad?
—En efecto. Consideran que si alguien se mirara en ellos, moriría pronto.
—¿Y eso qué relación tiene con Laura?
—Laura tenía el alma, o la mente, o el inconsciente, o el espíritu, como lo quieras llamar, prisionero. Y ésta fue mi manera de decir que se había liberado.
—¿La mente de Laura prisionera? ¿Prisionera de quién? —le pregunté, a pesar de que ya conocía la respuesta.
—De Básil, claro está.
—¿Y tú crees que la muerte la liberó?
—No. Fue libre antes de morir, cuando tomó consciencia de quién era y de lo que estaba viviendo. Antes te he dicho que la película Ojo de gato le provocó una reacción.
—Sí. Y me has dicho que me lo explicarías siguiendo el orden de los acontecimientos, pero no lo has hecho.
—No pasa nada. Te lo explico ahora. Yo no supe que la película le había abierto los ojos hasta el 4 de septiembre. Aquel día me vino a traer a Álex porque, me dijo, por la noche necesitaba estar sola con Básil. Tenía que comunicarle que había decidido separarse de él. Entonces me dio las gracias por haberla forzado a presentarse al concurso para remodelar el MNAC. Por lo visto, el reto de llevar adelante un proyecto ella sola, cuando se creía incapaz, y, en especial, la agitación que le había supuesto hacerlo en contra de la opinión de Básil habían provocado un resquicio mínimo en su cabeza. Y por esta rendija se había ido filtrando la luz. Y por fin, con la película, su mente se iluminó por completo. Me dijo: «La niña de Ojo de gato ha resultado un espejo. Me he visto reflejada y me he reconocido a mí misma».
Ana suspiró.
—Tal vez por ello usé la metáfora del espejo.
Le sonreí porque la entendía bien. Ella continuó:
—Me consta que Laura te quería hablar de ello cuando llegaras. Aquellos días tú andabas muy atareada y pensó que te lo explicaría todo con calma cuando ya estuvieras instalada aquí. Ya había hablado con una abogada, una tal Elvira Bermejo, que le estaba preparando un convenio para presentárselo a Básil.
¡Elvira Bermejo! Éste era uno de los nombres en la agenda de Laura. Lo recordaba perfectamente.
—En fin, ahora ni Bermejo, ni tú, ni yo podemos hacer nada. Laura ya no está.
Se quedó pensativa mirando los posos del té.
A pesar de que temía importunarla, no quise dejar de hacerle una última pregunta:
—¿Y tú qué piensas del accidente?
A Ana se le licuó la mirada.
—No creo que fuera un accidente. Creo que Laura ya no podía más.
Estaba a punto de replicarle que algo no encajaba cuando una vocecita en el umbral de la puerta nos hizo girar a las dos:
—¡Abuela!