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FUI a la Universidad de Barcelona a presentarle mis credenciales al doctor Aracil. Quitarme las diligencias administrativas de encima me hizo sentir más ligera por primera vez en los últimos días.

Eran las once; tenía la mañana por delante. A pesar de que no pensaba ponerme de lleno a desarrollar mi trabajo de investigación hasta que hubiera digerido la muerte de Laura, un repentino impulso de autodisciplina me hizo pasar por la biblioteca de la facultad para comprobar qué material había relacionado con el tema sugerido por Berg.

Exhibí el carné provisional para acceder a las salas. Después de consultar en uno de los ordenadores el catálogo, rellené los impresos para pedir los tres volúmenes que había seleccionado.

—Sus libros —dijo un bibliotecario apático diez minutos más tarde. Y me los dejó sobre la mesa donde había encendido la pequeña luz frontal.

Aquellos libros eran obras de referencia que ya había leído años atrás. No obstante, los volvería a repasar con una mirada nueva y rastrearía cualquier indicio que hablara de los mecanismos psicológicos que permitían someter a una persona sin el uso de la fuerza. En el índice del primero, me pareció que dos de los capítulos podían contener alguna pista. En los otros, este discurso era más fragmentario y dejaba un pequeño rastro a lo largo de muchas páginas.

Un par de horas más tarde, había identificado tres estrategias para reducir la resistencia de quienes se pretendía esclavizar. La primera consistía en desarraigar a las personas, es decir, privarlas de las relaciones sociales, de los vínculos afectivos que les eran propios, de tal manera que se sintieran extranjeras en el nuevo medio. La segunda se centraba en tratar a las personas como objetos, privándolas de su humanidad, para que llegaran a perder el respeto por ellas mismas. La tercera maniobra se basaba en ligar el esclavo a su amo con un nexo de una sola dirección, de manera que no pudiera contar ni con un arbitraje superior ni con una relación de igualdad con la otra parte.

Devolví los libros y salí.

Caminé por delante de los muros abarrotados de graffitis chillones hasta dejar atrás el edificio nuevo de la Facultad de Geografía e Historia, situada en el barrio viejo de Barcelona. Pensé en los hallazgos de la mañana. Quedaba claro que tenía que investigar si los mecanismos descubiertos eran sólo el fruto de observaciones parciales de ciertos autores o, si por el contrario, otros coincidían en ello. Y también tendría que comprobar si estos mecanismos eran aplicables a las actuaciones que los verdugos de los campos de concentración tenían con los prisioneros.

Enseguida me encontré en la Rambla, pisando las hojas secas de los plátanos. Cogí un autobús para ir hasta el parque de la Ciudadela.

La gente que llenaba el vehículo ponía cara de circunstancias e ignoraba —no se sabe si educada o indiferentemente— las musiquillas groseras que con persistencia salían de uno u otro móvil. Hice un esfuerzo por abstraerme y esquivar la irritación que me producían. Me adentré en el recuerdo de la conversación con Sergio la tarde anterior; una conversación más reposada que la del día del funeral y que me había llevado a querer saber más cosas sobre los últimos meses de Laura.

Cuando me dijo que estaba interesada en que nos presentáramos al concurso para la remodelación del MNAC, ya observé, por el brillo de su mirada, que no podría sacarle aquella tontería de la cabeza. Y lo era. Una burrada, quiero decir. Aquel proyecto no era una buena idea para el taller de arquitectura. Estábamos desbordados y era absurdo plantearnos un proyecto más. Por otra parte, estábamos más centrados en edificios de uso privado que público. Era insensato, pero ella, aún no sé por qué, se obcecó... Se lo quise hacer entender, pero no lo conseguí: nos peleamos como políticos en campaña. Y cuanta más oposición le manifestaba yo, o quien fuese, más se empecinaba. No era propia de ella esa obstinación. Sobre todo si tenemos en cuenta que, desde hacía unos años, nunca tomaba ninguna iniciativa en el despacho; dejaba que yo me avanzara siempre y ella iba a remolque... Hacía mucho que Laura había perdido gran parte de su energía. No sé si tú llegaste a captarlo a través del contacto virtual que manteníais...

De hecho, yo mismo no fui consciente hasta que no se produjo ese episodio. Fue entonces cuando, como si se abriera una ventana, vi a Laura tal y como era en la actualidad y no como yo la continuaba viendo, una Laura anclada en los años universitarios. Aquella Laura enérgica, brillante, con ganas de comerse el mundo. Aquella Laura a la que unos cuantos profesores de la universidad habían augurado un futuro de primera como arquitecta. Me dije que ya hacía tiempo que se la veía desencantada y tensa. Y muy poco motivada por las tareas del taller. Y me dolió haber vivido a su lado sin advertir estos cambios, ni qué los había provocado. Me pregunté si el origen era el nacimiento de Álex y si había sido en aquel instante cuando había iniciado la psicoterapia. Pero, ¿sabes?, el niño tiene dos años y ella hacía más que frecuentaba el consultorio de Mascaró. Tal vez cuatro. Me pregunté si la transformación podía estar vinculada a su relación con Básil, pero me dije que no porque llevaban juntos mucho más, unos nueve años... Es cierto que, como tú dices, sólo hacía cuatro que se habían casado, pero no creo que una ceremonia sea capaz de trastocar un vínculo. De todas formas, no me hagas mucho caso. Ya te comenté que el del psiquiatra no era un tema que Laura tocara a menudo y, por tanto, tal vez hiciera mucho más que se había puesto en sus manos y yo, como de tantas otras cosas, no me había dado cuenta...

Fuera como fuese, abrí los ojos a esa nueva Laura que se parecía poco a la mujer amistosa, creativa, vital y armónica de quien yo había estado enamorado. Porque, ¿lo sabes, verdad?, fue mi gran amor de juventud. Sí, claro, no era ningún secreto. La misma Laura te lo debía de haber explicado. Me parece que el enamoramiento me duró toda la carrera, aunque sólo se lo hice saber durante el segundo año. Sin ningún éxito, por otro lado... A pesar de todo no perdí nunca la confianza de gustarle, hasta que apareció Básil. Mi relación con él había empezado unos años antes en las pistas universitarias, donde continuamos jugando a tenis juntos, incluso después de que él abandonara la carrera. El día que Laura y Básil se conocieron, no había habido ninguna premeditación de mi parte. Fue puro azar que nos encontráramos los tres en una cafetería del centro de la ciudad. Y no me quedó otra salida que presentarlos. Creo que una parte de mi inconsciente lo había evitado siempre por temor a que se produjera el cataclismo que, en efecto, hubo. Fue un enamoramiento repentino y explosivo. Muy pronto, Laura y Básil resultaron inseparables... tanto que empalagaba un poco...

Sí, es verdad lo que dices, tal vez sólo yo me sentía harto y mareado porque habría querido a Laura como pareja, pero lo cierto es que, al margen de mis sentimientos, se me hacían inaguantables las ingerencias de él en nuestros asuntos profesionales. De repente parecía que Laura, tan decidida y organizada, no podía dar un paso sin consultarlo primero con Básil. Y él, que no había podido pasar de segundo de arquitectura y se había visto obligado a apuntarse a estudiar diseño de interiores, creía tener mejor criterio que una mujer recién licenciada y brillante como era ella. Laura no sólo no ponía objeciones, sino que lo escuchaba como si se tratara del dios de la arquitectura materializado. Era insoportable, te lo aseguro. Recuerdo la elaboración de aquel primer proyecto firmado por ella y por mí y destinado a un concurso público —el único al que nos presentamos— como una tortura por culpa de las continuas intervenciones de él. A mí, jugar al tenis con Básil me resultaba muy estimulante, pero apechugar con sus opiniones pseudoprofesionales en materia de arquitectura me sacaba de quicio.

Pero, volviendo al que ha resultado el segundo y último concurso público de Laura, te diré que, por primera vez en nuestra vida, sostuvimos una discusión dura, que acabó en tablas. Ella decidió que realizaría aquel proyecto fantasioso, en mi opinión con escasas posibilidades de prosperar. Y no porque no fuera bueno, que lo era y mucho, sino porque quien lo debía juzgar no podría admitir el costo desmesurado en tiempo y dinero. Yo, por mi parte, resolví que el Atelier Bellido y Lorente se mantendría al margen. Le recalqué: lo defenderás tú sola; no cuentes conmigo. Durante unos días, a duras penas me dijo algo. Me imaginé que, tal vez, después de tantos años de convivencia con Básil, Laura estaba adoptando una de las tácticas preferidas de él para recuperar el control de la situación: el mutismo total. «Silencio administrativo», lo llamaba ella quitándole importancia, pero yo sé que a Laura la herían mucho aquellos tiempos muertos que Básil le imponía...

¿Si lo hacía a menudo, dices? Tal vez no, al menos si tengo que juzgarlo por las veces que Laura se había quejado. El caso es que no, el de Laura no era un comportamiento deliberado, sino que de manera instintiva respondía con silencios a mi silencio. Y tenía razón, yo también había dejado de dirigirle la palabra; sólo lo hacía cuando era imprescindible. Entonces hablamos y firmamos la paz, pero ella no abandonó los planes de remodelación del MNAC y continuó entrando cada mañana dos horas antes que los demás para poder dedicarse a ello. En los últimos tiempos se había vuelto tan tozuda... Y yo, a pesar de que le había dicho que no quería involucrarme, fui siguiendo los esbozos, que en algunos aspectos me resultaban muy familiares porque recuperaban algunas de las ideas que ya había desarrollado en el proyecto de fin de carrera y que, después, nunca consiguió llevar a la práctica. El hilo conductor de su plan eran los espejos; su manía... Eso sí que lo debes recordar de cuando erais niñas, ¿verdad?

Exactamente, el espejo de aire oriental. Japonés, para ser más preciso, a pesar de que hasta hace tres meses todos ignorábamos su procedencia exacta. Fue justo la noche de la verbena de San Juan, en una cena en casa de ellos, cuando lo volví a ver. Me sorprendió encontrarlo en ese piso, porque, como tú, lo recordaba en casa de los padres de Laura. Fue Miguel, el jefe de Básil, quien lo llevó a la terraza donde todos estábamos bebiendo una copa de cava. «¿De dónde habéis sacado esta maravilla?», preguntó Miguel. Laura dijo algo sobre una herencia y yo supuse que, al morir su padre, había ido a parar a sus manos.

Después todos se enzarzaron hablando del espejo y yo me desentendí. No me interesaba nada la conversación. De hecho, mi único afán era improvisar una excusa convincente para salir de allí tan pronto como fuera posible. Las veladas con Básil siempre eran muy divertidas, pero aquélla había empezado con mal pie. Los invitados y los anfitriones sonreían y ponían buena cara, pero había tanta tensión latente que todo parecía a punto de explotar. No sabía por qué. Tal vez una combinación poco afortunada de personas: Laura y Básil, la hermana de Laura, mi mujer y yo, el jefe de Básil y su pareja... O quizás alguna discusión anterior a nuestra llegada... Mi mujer y yo nos habíamos presentado bastante tarde. Me pregunté si era eso lo que había traído mal rollo a la fiesta. No lo sé. El caso es que mientras Miguel pontificaba, yo miraba aquella reliquia familiar muy querida por todos, especialmente por Laura. ¿Lo tienes presente? Un espejo de pared, de medio metro de altura, con dibujos orientales sobre madera policromada y tres caras, de las cuales las dos laterales, gracias a unas bisagras, se doblaban sobre la del medio, como si fueran un libro. Cerrado, nadie habría dicho nunca que fuera un espejo, sino un objeto decorativo sin ninguna finalidad. Desplegando las dos caras laterales, permitía ver al mismo tiempo diferentes perspectivas de uno mismo: la nuca, el perfil y la frente. Sé que tú y Laura, a veces, jugabais a miraros desde ángulos poco habituales...

¡Exacto! A mí me pasaba lo mismo que a ti. Me parecía un objeto viejo y sin interés. Ella, en cambio, mostraba una fascinación casi mística. Lo más curioso fue que Miguel declaró un interés muy por encima del que siempre había tenido la familia, hasta el punto de que quiso hacernos creer que era una antigüedad procedente de Japón.

Pero aquí no se acaba la experiencia infantil de Laura con los espejos. Es necesario agregar el impacto de un calidoscopio que le regalaron un año, por Navidad. Laura me confesó que a menudo se había imaginado a ella mismo dentro del prisma, en el centro mismo del espacio de reflexión, jugando con sus propias imágenes multiplicadas simétricamente. Más de una vez me había dicho: «Si Lewis Carroll hubiera hecho entrar a Alicia no al otro lado del espejo, sino dentro de unos espejos organizados angularmente, el País de las Maravillas habría resultado más absurdo e ilógico todavía. ¿Te imaginas a la reina de corazones repetida millones de veces reclamando millones de veces la cabeza de la niña?».

Como puedes comprender, en cuanto tuvimos la oportunidad, Laura convirtió el espacio calidoscópico en un espacio penetrable... Una quimera que nunca había de ir más allá de los planos de obra. El objetivo de la «casa especulum» —así la tituló— era convertirse en una zona lúdica dentro de un parque de atracciones. Además de una sala concebida como calidoscopio, había previsto una de espejos móviles apoyados en un eje que producían imágenes en un juego digno de los mejores surrealistas. También diseñó otra, poligonal, cuyas caras, más el suelo y el techo, estaban forradas de espejos.

Sí, una montaña rusa de visiones de uno mismo moviéndose vertiginosamente; un espectáculo que te podía poner el estómago en la nuca. Eso sin contar que también había una sala de espejos deformantes, y una sala hipóstila con las columnas recubiertas de espejos y centenares de dibujos deconstruidos, y también un laberinto de espejos... Los antecedentes clásicos fueron los argumentos que Laura utilizó para convencer a su director de tesis. Una vez presentado el proyecto ante el jurado y aprobada la carrera, Laura decidió que iría desarrollándolo por partes cada vez que se le presentara la ocasión...

Pues no, prácticamente no pudo. O tal vez fue la apatía progresiva lo que hizo que desistiera... Ahora me lo digo a mi mismo. De hecho, sólo en una oportunidad llevó a cabo una de las ideas. Fue en una guardería, donde le dejaron montar un calidoscopio penetrable en el jardín. A las criaturas les daba miedo entrar en él, por la impresión de profundidad, pero, cuando se animaban, se lo pasaban de primera. A pesar de eso, aquella obra nunca apareció en ninguna revista especializada, no tuvo ningún tipo de difusión...

Volviendo al presente, había decidido incorporar ahora, a la remodelación del museo, algunos de los conceptos de la «casa especulum». Por ejemplo, quería que el Retablo de San Miguel y de San Esteban de Jaume Huguet se pudiera observar desde diferentes perspectivas a la vez. Por esta razón, la sala donde se debía exhibir estaba forrada de espejos. También jugaba con el desdoblamiento de los volúmenes gracias a la simetría provocada por los espejos, de manera que tenías que poder contemplar obras como el Martirio de San Bartolomé del Españoleto, en toda su profundidad.

Yo entendía bien la fascinación de Laura por los espejos. Son objetos peculiares. Reflejan a la vez una realidad y una ilusión..., Estamos tan acostumbrados a mirarnos en ellos cada día, para lavarnos los dientes, para peinarnos... que nos parece que siempre han existido. Pero no es así. El primer ser que contempló su imagen especular debía de hallarse inclinado sobre unas aguas tranquilas, y lo más probable es que no identificara el reflejo con la propia imagen... Como en el mito de Narciso: el hombre que se enamoró de sí mismo al observar su reflejo sobre un lago... Más adelante, de las superficies líquidas o heladas, la humanidad pasó a la obsidiana pulida y, finalmente, al bronce y la plata. Eran espejos de poca precisión, para que me entiendas. Y, además, no sólo se les daba un uso doméstico o decorativo, sino también sobrenatural. Quizás ya lo sabes, en la antigua Grecia se usaban como oráculos ¡infalibles! Eso sin contar que muchos cuentos infantiles recurren al arte adivinador de los espejos..., Sin ir más lejos, los hermanos Grimm y su Blancanieves, condenada a ser abandonada en el bosque porque el espejito mágico ha determinado que la niña es la más hermosa del mundo, incluso más que su madrastra... Y no fue hasta el siglo xiii cuando se obtuvieron en Italia, en Murano, los primeros espejos de vidrio, muy perfeccionados. Pero aún faltaba tiempo para que los espejos fueran de uso común entre los mortales que no pertenecían a la aristocracia. Era necesario que la fabricación del vidrio pasara de ser un proceso artesanal a otro industrial. Entonces, aquellos objetos comenzaron a ser frecuentes en las casas. Y así, en el siglo xx, Laura Bellido pudo enamorarse de ellos.

Y esta pasión por los espejos la llevó a presentarse al concurso de remodelación del MNAC con un proyecto... delirante, hasta cierto punto. En cambio, no daba la impresión de que Laura desvariara, sino que parecía haberse colgado, sobre todo a partir del momento en que dio por acabado el estudio y sólo quedaron pendientes los trámites burocráticos, que dejó en manos de la secretaria. Lo recuerdo muy bien porque aquella tarde me dijo que había estado trabajando como una bestia durante tres meses y que necesitaba desconectar. Le sugerí que fuéramos al cine. A mí también me convenía un descanso y, además, pensé que sería una manera de reparar nuestra amistad, un tanto dañada. Laura nunca tenía la cartelera muy al día y siempre se dejaba llevar, pero esa vez impuso su voluntad —¿ves como se había vuelto muy tozuda?— y fuimos a ver una película recomendada por su madre. «Me ha dicho que no me la pierda por nada del mundo», recuerdo que argumentó. A mí no me hacía una ilusión especial, pero accedí porque no quería convertir una tontería en un problema y porque, viniendo de Ana, la sugerencia tenía que ser satisfactoria a la fuerza. Y no lo fue. Una película muy poco interesante sobre una pintora que regresa a su ciudad de origen por cuestiones profesionales y allí se reencuentra con su ex marido y rememora episodios de su infancia. Laura se pasó llorando la segunda mitad de la sesión y también el rato que, después, estuvimos bebiendo una cerveza. No me quiso explicar por qué y yo imaginé que era una consecuencia del cansancio que te provoca un esfuerzo sostenido como el que ella había hecho. La clase de esfuerzo que te exige una dedicación muy intensa... como unas oposiciones. Al día siguiente, Laura parecía no estar del todo en el presente. Pensé que era una crisis de agotamiento, nada que no pudieran resolver unas vacaciones. El caso es que, desde que dejó terminada la cuestión del MNAC, se instaló en un mundo paralelo, se cerró en ella misma de una manera que no tenía nada que ver con la apatía de los últimos años, sino más bien con la obstinación de los últimos meses...

No, no podría decir que hubiera empeorado. Al contrario, en cierto modo se la veía un poco menos tensa y, sobre todo, se la notaba decidida... aunque ignoro a qué. Decidida, tal vez, a presentar el proyecto que entonces, durante quince días, gestionó la secretaria. Y lo digo porque —justo ahora hablando contigo, pienso en ello— Básil mostraba un interés especial en convencerla de que lo dejara estar... Acabo de recordar una conversación con Básil que había olvidado por completo. Me llamó dos días antes de que se cerrara el plazo para presentar los papeles al concurso y me pidió que lo ayudara a persuadirla para que no entregara la documentación, para que se olvidara del maldito concurso... A mucha gente, esta conducta de Básil no le habría encajado. En cambio, a mí no me asombró. Si bien todos pensaban que en la pareja Laura-Básil él era el fuerte y ella, la dependiente, a mi modo de ver, él la necesitaba de manera casi enfermiza. Así pues, aquella súplica —faltó poco para que me lo implorase— no me sorprendió: Básil tenía miedo de cualquier cosa que pudiera alejar a Laura de él.

¿Seductor y seguro, dices? Seductor, sí, y mucho. Seguro de sí mismo... No lo creo. Lo sabes, ¿no?, que Básil se hacía pasar por arquitecto... Básil nunca logró superar el complejo de haber empezado la carrera de arquitectura y no haberla podido acabar... No era tonto, pero se le atravesó alguna materia, y tampoco se dedicaba a los estudios con mucho entusiasmo, de manera que acabó por abandonar la carrera. Pero a Laura le prohibía decir que era decorador. Le hacía decir que era arquitecto. En mi opinión, su inseguridad era tan manifiesta que lo obligaba a estar siempre vigilando para que Laura se moviera dentro de unos límites que él pudiera controlar. Supongo que recelaba de esa superioridad natural de ella. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que Laura y yo quisimos abrir nuestro propio despacho de arquitectura. Ya lo teníamos casi todo a punto y, una mañana, Laura me citó en un bar y me dijo, sofocada y nerviosa, que lo teníamos que olvidar de momento. No entendía lo que había pasado, pero percibí que el origen de aquella modificación precipitada era Básil. Sospeché que no se sentía todavía muy seguro con ella y que un futuro Atelier de arquitectura Bellido y Lorente le parecía una amenaza. Pero lo cierto es que ella nunca confirmó mis sospechas... En fin, tuvimos que esperar dos años para crear el taller.

Creo que aquella llamada para pedirme que parase el proyecto de Laura era otra de sus muestras de inseguridad. Y ya me ves a mí, defendiendo encarnizadamente el trabajo hecho por Laura, ¡yo, que me había opuesto desde el principio! Le dije que no estaba en mis manos interrumpir el proceso, que dos días más tarde, el 15 de junio, se cerraba el plazo y la secretaria presentaría toda la documentación.

Llegué al taller sudada. Me resultaba inaguantable el calor húmedo de Barcelona; no lo recordaba tan asfixiante. Añoraba el clima más fresco de Palo Alto. Me pasé un pañuelo por la frente y por la nariz antes de tocar el timbre.

Me abrió la puerta la recepcionista. Una mujer joven de ojos azulísimos y cabellos muy negros. Muy guapa. Me di cuenta de que había sido ella quien me había confirmado la muerte de mi mejor amiga. Un pellizco en el estómago, igual al de otras veces, me hizo tomar conciencia de que nunca más volvería a ver a Laura, ni a hablarle.

Casi no tuve que presentarme porque ella me reconoció. Supuse que Sergio debía de haberla alertado de mi visita. Me hizo pasar a la sala de espera.

—Ahora mismo aviso al señor Lorente.

Cogí una revista de arquitectura de la mesita baja, arrinconada entre dos sofás, mientras pensaba que las maneras formales de la recepcionista contrastaban con su aspecto punky, de cabellos disparados, piercings en la nariz, camiseta amarilla limón y pantalones verde ácido caídos encima de las caderas.

Dos páginas de la revista estaban marcadas. Las dos mostraban fotografías de obras hechas por el Atelier Bellido y Lorente. Y las dos respiraban la misma pureza de formas y, sobre todo, el mismo equilibrio de líneas y volúmenes. Decidí que, si un día me hacía una casa, se la encargaría a Sergio.

—¡Gina!

No había oído entrar a Sergio. Se había quedado de pie al lado de un rayo de luz que se filtraba por la ventana y le iluminaba los ojos.

Me levanté, le di un beso y lo seguí hasta el despacho de Laura.

No sé qué esperaba encontrar detrás de la puerta cuando Sergio la empujó, pero lo que vi no me impresionó particularmente. Una mesa en forma de ele, con la parte superior de granito y las patas de madera. Una silla de despacho y dos butacas para las visitas, las tres piezas de cuero negro. Una estantería con libros y carpetas. Una lámpara de diseño. Un ordenador de pantalla extraplana. Ningún objeto que pudiera identificarse con Laura, tal vez porque alguien ya se había encargado de recoger los efectos personales.

Sergio me hizo un gesto para indicarme que me sentara en la silla de Laura. Él lo hizo en una de las butacas.

—¿Le cambiarás el nombre? —le pregunté—. Al taller, quiero decir.

—No, de ninguna manera. A pesar de que ella ya no esté, es la obra de los dos.

—Me alegro.

Entonces nos quedamos un rato en silencio y sin mirarnos. Cuando volvimos a hablar, se notaba que habíamos estado pensando en lo mismo.

—¡Qué mierda! —le dije.

—¡Qué lastima! —dijo él. Luego sacudió la cabeza—. No sé si en este despacho te encontrarás con ella, como tú querías. Me parece que todo lo que era privado lo recogió Cindy...

No sabía a quién se refería.

—... la recepcionista, y se lo dio a Básil. Aparte de su Palm, que desde el día del accidente la tiene Ana. Aquí —y entonces señaló el ordenador— sólo quedan las cuestiones profesionales y alguna personal a la que no tenemos acceso porque desconocemos la contraseña.

Se puso en pie y encendió la torre del ordenador.

—Te lo dejo en marcha por si te interesa curiosear el proyecto.

—Sí, me gustará echarle una ojeada. Me pareció un proyecto loco, pero, precisamente por eso, sugestivo —le dije—. Tengo la sensación de que Laura había querido diseñar un museo sin severidad, para ayudar a la gente a acercarse, tuviera o no tuviera conocimientos para comprender las obras que se exponían. Lo que no entiendo es por qué no intentaste ayudarla.

Sergio me miró con cara de perro necesitado de afecto.

—No me digas eso —dijo—. No sabes cuántas veces me lo he recriminado. Cuántas veces me he preguntado por qué me cerré en banda. Me he sentido tan culpable desde su muerte...

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Crees que el hecho de que tú no quisieras presentarte con ella tiene alguna relación con el accidente?.

Sergio negó con la cabeza y explicó:

—Ya te dije que el accidente era muy coherente con la Laura de los últimos meses, siempre distraída, siempre con la mente en alguna parte que no parecía ser el presente... Al menos, no el de nuestro despacho de arquitectura. No me sorprendió saber que se había despeñado en una de las curvas de Garraf; también habría podido ir a parar debajo de las ruedas de un autobús o caer por el agujero del ascensor, si se hubiera dado el caso.

—Entonces, ¿de dónde te viene el sentimiento de culpa?

—Del hecho de que, por primera vez en la vida, le fallé. Ya te expliqué que no era ni el momento ni el proyecto para nosotros... No obstante, alguna vez me he preguntado si mi negativa tuvo que ver con que ya me había acostumbrado a llevar siempre la voz cantante y a que, en el fondo, me iba bastante bien la docilidad que había desarrollado Laura desde la creación del taller. En definitiva, que me comporté como un estúpido egoísta, y ahora es demasiado tarde para rectificar. Si pudiera ventilar la memoria...

Por encima de la mesa le apreté la mano con complicidad; yo tampoco había resultado una gran ayuda para Laura.

—Esperemos que el tiempo haga correr el aire —le deseé, y agregué—: Entonces, según tú, ¿el accidente no tiene nada que ver con el hecho de que su proyecto no fuera elegido para remodelar el museo?

Sergio me observó con los ojos muy abiertos y las cejas alzadas.

—¿Su muerte relacionada con el fallo del concurso público? —repitió—. No. Estoy seguro: no tiene nada que ver. Yo estaba con ella cuando le dieron la noticia y no me pareció que sufriera una gran conmoción.

A mí sí que me sorprendió saber que Sergio había sido testigo directo del presumible impacto causado por aquella información.

—¿Cómo se lo tomó? —le pregunté.

Sergio cerró los ojos.

—Bastante bien... Fue hace pocos días. Estábamos sentados en el restaurante y esperábamos que nos sirvieran el almuerzo cuando su móvil sonó. Ella contestó. Era alguien del jurado. De hecho, yo no habría podido sospechar de qué ni con quién hablaba, porque se mantuvo en silencio, sin hacer aspavientos, durante la primera parte de la conversación. Sin embargo, la frase final, la que dejaba claro quién había sido el ganador del concurso, la repitió en voz alta, con maneras desagradables. Después, dio las gracias con sequedad, colgó y enmudeció. Yo también. Unos segundos más tarde, soltó una palabrota, que supuse el inicio de una queja. Pero me equivoqué. Me miró con los ojos brillantes, no sé si por el cabreo, y me dijo: «Me jode, claro, pero quizás es mejor así. Mejor que no me líe con nuevos proyectos, al menos durante un tiempo. Ya tengo suficientes cosas nuevas entre manos».

—¿Cosas nuevas? ¿A qué se refería? —quise saber.

—No se lo pregunté, la verdad. No pensé que se refiriera a nada en concreto. Me pareció que era una forma de quitarse la espina. Como quien dice «están verdes».

—¿Tal vez lo nuevo tenía que ver con los proyectos del despacho?

Sergio se tocó la barba.

—No lo creo —dijo—. El trabajo era más o menos el de siempre. El mismo volumen de obras, la misma dificultad, los mismos tropiezos...

—¿Algo de su vida privada? ¿Alguna cuestión relacionada con Básil? —dije casi para mí misma. Y, sorprendentemente, me vino una idea a la cabeza y agregué—: Tal vez estaba pensando en tener otra criatura.

—¿A ti te lo había dicho? —preguntó Sergio con escepticismo no disimulado.

—No —tuve que reconocer.

—Tal vez se refería a lo que tú y ella haríais juntas cuando llegaras. Estaba tan ilusionada con tu venida...

—Sí. Lo sé. Las dos lo estábamos. Nos poníamos efervescentes como dos jovencitas cuando imaginábamos las tardes futuras, hablando, desvelando confidencias que habían quedado explicadas a medias, probándonos cada una la ropa de la otra e intercambiándonosla... A pesar de que yo diría que mi año sabático la inquietaba y la hacía feliz por partes iguales.

La mirada de Sergio era de perplejidad.

—¿Preocupada por el hecho de que tú vinieras a pasar un año a Europa? No me había dicho ni una palabra.

—No era por ella. Era por Básil, creo. A veces me parecía que a él le molestaba que Laura y yo fuéramos tan amigas.

—¡Lo que yo te decía! Básil y sus dudas...

Mientras Sergio insistía en la sólo aparente seguridad de Básil, desconecté un instante para recuperar mentalmente algunos de los correos electrónicos que Laura y yo nos habíamos escrito después de mi divorcio. En uno, Laura me comentaba que Básil le había exigido que se mantuviera alejada de mí, que no le habían gustado nunca mis maneras y que ahora, divorciada, me encontraba peligrosa. Decía Laura, textualmente: «Según Básil, estas cosas —refiriéndose al divorcio— se contagian. Las divorciadas —insistía— siempre le han resultado una amenaza».

—...de manera que no me extraña que tu venida lo tuviera un poco desasosegado y lo hubiera impulsado a darle consignas.

—Laura había llegado a insinuarme que tendría que inventarse alguna actividad que, en apariencia, la ocu-para dos o tres tardes a la semana. Con este engaño pretendía que nos pudiéramos ver sin tener que sufrir —recordé.

—Es una información muy nueva para mí, pero encaja con la clase de relación que creo que tenían.

Después de un instante en silencio, retomé el tema anterior.

—¿Y no te sorprendió que tanta determinación como la que había puesto en el proyecto, que incluso le costó la primera pelea contigo, de repente se hiciera humo? ¿No te pareció extraño que Laura no se hundiera al recibir la noticia?

—Supongo que tienes razón, pero la impresión que me había causado a lo largo del verano era que, una vez presentado al concurso, el resultado era lo de menos.

—¿Más relevante participar que ganar?

—Algo así, sí.

Se levantó de la butaca y dijo:

—No le des más vueltas. El accidente está relacionado con su indolencia de los últimos tiempos. Y el hecho de que no ganara el concurso seguramente representó un golpecito para su autoestima, pero nada demasiado trágico. —Entonces, señaló la pantalla del ordenador y dijo—: Todo tuyo.

Cuando ya salía, lo detuve. Quería preguntarle si conocía el significado de la frase críptica de Ana referida a los espejos y a Laura: «Ahora descansa en paz mi hija; por fin el espejo ha liberado su espíritu».

Sergio negó con la cabeza.

—Lo ignoro.

—Tendré que ir a verla y preguntárselo.

Sergio se había quedado junto a la puerta como si pensara.

—¿Pasa algo?

—No. Sólo que la frase me ha parecido más digna de Básil que de Ana.

Esperé a ver qué añadía.

—Ana es muy racional.

—Lo sé. No te olvides que casi me hizo de madre. Pero Básil también, si no me equivoco.

Volvió a cerrar la puerta.

—Sí, efectivamente, pero a menudo utiliza el lenguaje como...

—¿Cómo?

—Como una arma. Quiero decir que juega con él de una manera un poco maquiavélica.

—¿Por ejemplo?

—Utiliza expresiones de significado poco claro que, en general, provocan en los demás o bien un gran sentimiento de admiración por su ingenio y sus conocimientos amplios, o bien una frustración enorme por el hecho de que se sienten excluidos del mensaje en particular y de su mundo en general.

—No me parece que tú te sientas admirado ni frustrado por ninguna conducta de él.

Sergio rió.

—No. Tienes razón. Quizás hay una tercera catego-ría de reacciones: la indiferencia... Porque algunos interpretamos esa manera de hablar como una forma de esnobismo. El caso es que, a menudo, Laura utilizaba alguno de sus eslóganes. Creo que estaba tan contaminada por ese código de Básil que lo había interiorizado. Incluso había inventado alguna expresión nueva, que sólo ella usaba.

—¿Silencios administrativos? —dije yo, recordando lo que él mismo me había comentado un rato antes.

—Exacto.

Volvió a poner la mano sobre la manecilla de la puerta, como si dudara de si añadir algo más. Al final lo hizo:

—¿Sabes cómo se refería a las peleas con él?

—¿Se peleaban?

—Todos los hacemos alguna vez, ¿no?

No se lo dije, pero pensé que yo nunca me había peleado con Derek. Cuando vimos que teníamos pocos puntos de contacto, nos separamos y punto.

—¿Cómo las llamaba?

—Estoy en Guantánamo.

—¡Uf! Se parece más a una tortura que a una discusión entre amantes.

—Cierto. Pero no tiene ningún significado oculto. Sólo copiaba la clase de expresiones que utilizaba él. Y, de todas maneras, sólo una vez en todos estos años la oí usarla. Y aquella mañana, aunque no hubiera contado nada, su cara lo decía todo: se notaba a la legua que habían discutido.

—No te resulta muy simpático Básil, ¿verdad?

Sergio levantó una ceja e hizo una mueca con los labios.

—Tal vez no. En realidad, nunca entendí por qué Laura se casó con él...

—¿Quieres decir que nunca has entendido por qué lo prefirió a él y no a ti?

Sergio me guiñó un ojo y abrió la puerta. Antes de salir, dijo:

—Tal vez sí sea éste el origen de mi escasa simpatía por él... porque, en cambio, tengo que reconocer que es un tipo educado, amable y encantador. Y, sobre todo, muy divertido. ¡El alma de las fiestas!

Miré la pantalla azul de Laura, convencida de que yo conocía la clave para entrar en sus documentos personales. La contraseña tenía que ser forzosamente «Casiopea», una constelación que, desde pequeñas, Laura y yo considerábamos una alegoría de nuestra amistad —¡las dos contra la Gorgona!, habíamos proferido una noche de verano observándola desde el terrado— y cuyo nombre, ya adultas, habíamos usado a menudo como santo y seña para todas aquellas cuestiones que lo requerían. Y las dos lo sabíamos.

Mientras esperaba que el sistema se pusiera en marcha, me vino a la cabeza Básil: sus ojos, de mirada enigmática; el óvalo de su cara, tan viril; su andar, elástico y elegante; sus éxitos profesionales, que los había tenido y muchos; su facilidad para conectar con los extraños, para hacer amigos... Yo no ignoraba que Básil estaba loco por Laura; ella me lo había repetido muchas veces, pero no resultaba verosímil que aquel hombre tan atractivo y con tanto aplomo —opinara lo que opinase Sergio— estuviera tan colgado de Laura. Tan colgado como para que se le encogiera el corazón si ella se presentaba sola a un concurso de arquitectura o si me tenía a mí demasiado cerca. A la fuerza debía de ser una interpretación malévola de Sergio.

Efectivamente, Casiopea me abrió las puertas de los documentos privados. Había dos carpetas y un icono. Pensé unos instantes si tenía que compartir el descubrimiento con Sergio y decidí que, de momento, no. Si sólo yo sabía la clave, quizás era porque sólo yo debía utilizarla.

Laura había hecho un único documento con sus mensajes y otro con los míos y los había guardado en una carpeta con mi nombre. No me sorprendió; en mi portátil también guardaba una con la etiqueta «correspondencia Laura». Tanto ella como yo habíamos coleccionado los mensajes de ida y vuelta. Estaba segura de que el contenido de las dos carpetas debía de ser idéntico. Lo único que me sorprendió es que no los hubiera dejado en las carpetas del correo, sino que los hubiera archivado separadamente. No era una correspondencia tan secreta...

El icono daba paso a la agenda electrónica que debía de haber estado conectada con la Palm, ahora en manos de Ana. Entré, se abrió en el día en curso y se activaron todos los avisos que habían estado invernando desde la última vez que Laura la había usado. Según la máquina, tenía pendiente una visita al dentista, tres reuniones con tres clientes diferentes, visitas de obras, pasar por la tintorería, llevar a Álex a vacunar, llegada de Gina... No me sorprendió que se mezclaran las cuestiones personales, las domésticas, las profesionales. Sospechaba que todas las agendas femeninas se construían de aquella misma manera: con una sobreexplotación del tiempo, o sea, con un sobreabuso de las propias capacidades.

Tiré hacia atrás para comprobar qué había apuntado el día en que murió: depilación, visita de obras, una entrevista con una mujer llamada Elvira Bermejo, un recordatorio para llamar a una tal Nía y una cita a las nueve de la noche en un restaurante con Básil. Pasé unas cuantas veces los ojos por encima del nombre pensando en lo curioso que era que Laura hubiera ido a hacer las curvas de Garraf después de haber cenado con él. ¿Había sido alguna de las cuestiones que había aflorado durante la comida la que la había inquietado, hasta el punto de exigirle un ejercicio de relajación al volante del coche? Se lo preguntaría a Básil. Él me había dicho que pasara por su casa, y acaba de decidir que lo haría pronto.

Fui todavía más atrás y pude localizar alguna anotación que se correspondía con datos que me había facilitado Sergio: la verbena del 23 de junio, entregar la documentación para el concurso el 15 de junio, el cierre del proyecto el 31 de mayo... Aquella misma tarde había apuntado: «“Ojo de gato” + Sergio», seguido de dos signos de exclamación.

«Ojo de gato». ¿Formaba parte de ese código secreto que sólo ella y Básil entendían? ¿O podía referirse a la película que había visto con Sergio? Google me dio la respuesta: era una película basada en una novela de Margaret Atwood y, efectivamente, giraba en torno a una pintora de mediana edad. Apunté en mi agenda que debía alquilar la película, a pesar de que no habría podido explicar qué pretendía encontrar en ella.

Continué explorando la agenda. Al día siguiente de haber acabado el proyecto y de haber ido al cine, había una anotación extraña en rojo: «primates». A no ser que fuera el nombre de algún cliente, que parecía poco probable, no tenía ningún sentido para mí.

El 5 de julio salía por primera vez el nombre de Elvira Bermejo y, delante, había escrito en rojo: «bonsái». Tal vez se refería a la compra de un árbol de este tipo...

Descubrí también una fiesta familiar a mediados de agosto en la casa de la playa y una cita seriada que se repetía el día 10 de cada mes, siempre a las seis de la tarde y con el doctor Mascaró. El hombre que no cabía dentro de las costuras de los trajes, me dije recordándolo. Y anoté la dirección para hacerle una visita.

El nombre de Elvira Bermejo volvía a estar apuntado el primer día de septiembre, y arriba, en rojo, había otra anotación extraña: «Edison». Parecía que aquella mujer le sugería asociaciones peculiares. El nombre de Elvira Bermejo aparecía casi con tanta insistencia como el del psiquiatra, pero no había ninguna serie establecida. Fui hacia atrás en el tiempo y pronto me di cuenta de que, si bien Mascaró transitaba desde hacía años por aquellas páginas electrónicas, el nombre de Bermejo salía por primera vez aquel verano.

La agenda contenía otras anotaciones en rojo que no habría comprendido si no hubiera sido porque, un momento antes, Sergio me había brindado las claves. «Guantánamo», escrito bastantes veces como para imaginar que las peleas entre mi amiga y su marido eran más frecuen-tes de lo que nadie pensaba. Y un «Guantánamo» en mayúsculas el día 4 de septiembre me permitía recrear una pelea hiperbólica. Había unos cuantos «silencios administrativos» y unos besos extraños: «dos besos de azúcar», y unos «besos de café», estos últimos acompañados con un ramo de flores. También había anotado «Bontempelli» sobre un Guantánamo que coincidía con la verbena del 23 de junio.

Se me hicieron evidentes dos cuestiones. Primero, todo lo que parecía tener relación con el código particular de Básil estaba resaltado en rojo; por tanto, podía deducir que «primates», «bonsái» y «Bontempelli», así como «besos de azúcar o de café», pertenecían a la misma categoría, a pesar de que ignoraba el significado. Segundo, antes del 31 de mayo no había ninguna anotación de esta clase. ¿Por qué había empezado esta especie de marcas a partir del momento en que acabó el proyecto de remodelación del MNAC?

Cerré la agenda bastante desconcertada y entré en la otra carpeta, que tenía por título «Espejos». Contenía documentos diversos, uno de los cuales tenía por nombre «primates». Lo abrí pensando que me ofrecería luz, pero no fue así. El documento explicaba que los únicos animales que se autorreconocen en los espejos son los primates superiores y los cetáceos, y que todos los demás ven en el reflejo a un enemigo. Describía dos experimentos. Uno con un elefante que, después de que le hubieran enganchado una cruz enorme de esparadrapo encima de un ojo y lo hubieran colocado delante de un espejo, se había tocado la cruz con la trompa más de veinte veces. El otro se refería a una pareja de delfines que, observándose copular en un espejo estratégicamente situado en su hábitat, había incrementado de una forma considerable el número de contactos sexuales.

Me llamaron la atención dos documentos, cuyo título me recordaba la conversación con Sergio.

Abrí el primero, que tenía por nombre «Antecedentes clásicos». Había escrito: «El arte siempre ha utilizado los espejos, ya sea en la arquitectura, en la literatura, en la pintura... En 1684, Luis XIV hizo colocar en Versalles diecisiete espejos enormes, compuestos por dieciocho lunas cada uno, enmarcados como si fueran ventanas. Además de conseguir un efecto decorativo muy de moda entonces, hacía que las dimensiones de la sala parecieran mayores de lo que eran. También en París, en el museo Grevin, hay una sala de espejos hexagonal: el Palacio de los espejismos. O, por ejemplo, el laberinto de espejos de Praga. Van Eyck, en el Retrato de Giovanni Arnolfini y su mujer, juega con el espejo redondo y pequeño colgado en la pared del fondo en el que se refleja, de espaldas, la pareja que el pintor está pintando de cara y donde se puede ver también el rostro de él. Según cómo se mire, un homenaje al propio ego. Por no hablar del mismo juego de Velázquez en Las Meninas. O del autorretrato de Durero. O de Reproducción prohibida de Magritte, donde el espejo justamente no devuelve la mirada, sino la espalda...».

Abrí el segundo, clasificado bajo la etiqueta «Espionaje en Murano». Decía: «Era en la isla de Murano donde se fabricaban aquellos espejos impecables y de dimensiones enormes que se pusieron de moda en la Francia del siglo xvii. Entre estos artefactos creció Luis XIV. Y tal vez por eso tenía una gran obsesión por ellos. Al llegar al trono y nombrar al nuevo administrador de las fábricas reales, éste decidió que los gastos de esta clase de artículos por parte del rey eran desmesurados y que había que encontrar un camino menos costoso para satisfacer su manía. Un camino que no pasara por las exclusivas fábricas de Murano. El administrador envió un espía a la isla italiana con la orden de buscar buenos vidrieros y llevárselos a París. Pero al espía no le debió de resultar fácil, entre otras cosas porque, para preservar el secreto de la fabricación de espejos, las leyes eran inflexibles. Ningún “espejista” podía salir de Murano si no quería que sus familiares fueran encerrados en prisión. A pesar de todo, el espía francés descubrió a tres hombres enojados con sus patrones y dispuestos a pasarse la ley por alto a cambio de ventajas económicas. Una vez en París, los instalaron en el distrito donde se habían empezado a construir los hornos. Mientras tanto, los venecianos reclamaron a los fugitivos, pero ni con amenazas ni con las promesas de recompensas pudieron hacerlos volver. Eso dio alas a los franceses, que consiguieron que otros “espejistas” venecianos se apuntaran a ir a París. En los hornos parisinos, no obstante, las cosas no acababan de funcionar porque los italianos se negaban a enseñar el oficio a los franceses y, por otra parte, entre ellos estaban tan peleados que se presentaban al trabajo con trabucos. Finalmente, se organizó una pelea que originó considerables pérdidas materiales. El rey, harto de todo, o quizás urgido por el deseo de nuevos espejos, concedió a los italianos una serie de prebendas por cada nuevo francés al que instruyeran en el oficio. Y a partir de aquel momento, claro, la elaboración de espejos dejó de ser el secreto mejor guardado de Murano. Una auténtica historia de espionaje...».

Oí una voz y movimientos fuera del despacho y comprendí que, si no quería tener que dar explicaciones, me convenía cerrar el ordenador e irme. Pero antes hice una copia de las dos carpetas y de la agenda en un lápiz de memoria.

Y dos minutos más tarde entró Sergio, todavía dando las últimas indicaciones a alguien.

—¿Todo bien?

Le dije que sí, que había sido una experiencia liberadora estar un rato sentada en la silla de Laura, poniendo las manos sobre su mesa de trabajo y mirando sus proyectos.

—Por cierto, ¿te suena alguna de estas expresiones? Quiero decir si formaban parte de este lenguaje especial de Básil.

Le enumeré las que había encontrado, pero ninguna le evocaba nada.

Me despidió en la puerta del ascensor. Antes de apretar el botón para enviarme abajo, me dijo que, por favor, no dejara de volver, que para él era un placer hablar conmigo de Laura.

Cuando el ascensor comenzó el descenso y Sergio dejó de sentirse observado, se pasó una mano por los ojos. Aún tuve tiempo de darme cuenta de que lloraba.

Al salir a la calle me golpeó el calor, que, a pesar de ser ya tarde, no disminuía. Entré en un bar a beber una cerveza y, mientras dejaba que la espuma me mojara el labio superior y que la garganta se me llenara de esa amargura tan fría, me pregunté si el dolor de Sergio se correspondía con el de un amigo o con el de un enamorado.

El amor es extraño, me dije. Sergio siempre había estado al lado de Laura, pero nunca había podido enamorarla. En cambio, Básil tuvo suficiente con pocos días para hacerle perder la chaveta.

Recordaba con mucha precisión la conversación telefónica en la que Laura me explicó que había conocido a un hombre fuera de lo común. Un hombre que podía llegar a ser central en su vida. Laura estaba muy excitada. Quizás yo no habría sido capaz de repetir ahora todo lo que me dijo, pero sí guardaba en la memoria la vehemencia con que habló de él y del tiempo desmesurado invertido en aquella llamada transatlántica. Cuando un año más tarde hice un viaje relámpago a Europa y conocí a aquel hombre fuera de serie, entendí perfectamente la fascinación de mi amiga. Como también hoy me hacía cargo de las dosis de envidia que había en los juicios peyorativos de Sergio sobre Básil.