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La tremenda historia de los Estigmas de San Francisco, que constituye el final del capítulo anterior, constituyó, en cierto modo, el final de su vida. Lógicamente, lo hubiera sido, aun acaeciendo en su principio. Pero las tradiciones más verídicas la sitúan hacia el fin, sugiriendo que en los días que sobrevivió el santo a aquella visión, deslizóse su vida como la de una sombra. Fuese exacta la insinuación de San Buenaventura al decir que San Francisco vio en aquella aparición seráfica casi como un vasto espejo de su propia alma (que podía al menos sufrir como un ángel, ya que no como un Dios), o expresase aquella visión bajo una imagen más primitiva y colosal que el arte cristiano corriente, la primaria paradoja de la muerte divina, es evidente que, por sus consecuencias tradicionalmente admitidas, significó para el santo la corona y el sello de su existencia. Según parece, después de aquella visión fue cuando el santo empezó a volverse ciego.

Pero tal episodio ocupa un lugar mucho más importante en este esquema somero y limitado. Constituye ocasión oportuna de estudiar brevemente, y en conjunto, todos los hechos o fábulas de otro aspecto de la vida de San Francisco; un aspecto que resulta, no diré más discutible, pero sí más discutido. Me refiero al conjunto de testimonios y tradiciones concernientes a sus poderes milagrosos y a sus experiencias sobrenaturales, con los que hubiera sido fácil engalanar cada página de este libro, si bien ciertas circunstancias necesarias a las condiciones de la presente narración aconsejan agrupar, aunque rápidamente, todas aquellas joyas.

He adoptado este método para discutir un prejuicio. Se trata, ciertamente, en gran parte, de un prejuicio del pasado, que está desapareciendo claramente en tiempos de mayor ilustración, y, sobre todo, de mayor cultura en la ciencia y en los conocimientos experimentales. Pero aquel prejuicio persiste aún, tenazmente, en muchas personas de la ya vieja generación, y es tradicional en muchas de la generación última. Me refiero, naturalmente, a lo que suele llamarse la creencia de que «los milagros no acontecen», como lo expresó, según creo, Matthew Arnold, haciéndose eco del punto de vista de tantos de nuestros parientes próximos y lejanos de la época victoriana. En otras palabras: ello constituye el resto de aquella simplificación escéptica por la cual algunos filósofos de principios del siglo XVIII popularizaron (aunque por muy corto tiempo) la impresión de que ya se había descubierto el funcionalismo del cosmos como el de un reloj, pero de un reloj tan sencillo que bastaba una simple ojeada para distinguir lo que puede o no haber acontecido en la experiencia humana. Debería recordarse que estos escépticos, florecidos en la edad de oro del escepticismo, desdeñaban de igual manera las primeras intuiciones de la ciencia que las tardías leyendas de la religión. Cuando contaron a Voltaire que había sido hallado el fósil de un pez entre los picos alpestres, se rió abiertamente del caso, diciendo que algún monje o ermitaño dado al ayuno debió de echar allí las espinas del pescado que consumiera (probablemente para perpetrar algún nuevo engaño frailuno). Ahora todo el mundo sabe que la ciencia se ha vengado del escepticismo. La frontera entre lo creíble y lo increíble se ha convertido no sólo en cosa tan vaga como lo fue en cualquier crepúsculo barbárico, sino que lo creíble va evidentemente aumentando, y lo increíble disminuyendo. En tiempos de Voltaire, uno no sabía qué nuevo milagro tendría que derribar. En nuestro tiempo uno no sabe qué nuevo milagro tendrá que admitir.

Pero mucho antes de que acaecieran estas cosas, en aquellos días de mi mocedad en que divisé por vez primera a San Francisco en la lejanía, atrayéndome ya desde ella; en aquellos días victorianos en que las virtudes de los santos se separaban con mucha seriedad de sus milagros, ya en aquellos días no pudo dejar de extrañarme vagamente cómo podía aplicarse este método escéptico a la Historia. Ya entonces no comprendía del todo por qué principios debe seleccionarse en las crónicas del pasado que parecen de una sola pieza.

Todo nuestro conocimiento de ciertos períodos históricos, especialmente de todo el período medieval, descansa sobre ciertas crónicas coordinadas, escritas por gente en parte anónima, y difunta en su totalidad, que en ningún caso puede ser interpelada y cuyas afirmaciones, en algunos casos, no pueden ser corroboradas. No he comprendido nunca claramente la naturaleza de ese derecho por el cual los historiadores aceptaron conjuntos de detalles de aquellas crónicas, considerándolos como definidamente verídicos, y negaron, de improviso, su veracidad al dar con un detalle extraordinario. No me lamento de que aquéllos fuesen escépticos; me extraña que los escépticos no lo fuesen más. Puedo comprender su afirmación de que tales detalles nunca se hubieran incluido en una crónica, a no ser por locos o embusteros; pero, en este caso, solamente puede deducirse que la crónica fue escrita por embusteros o locos. Aquellos historiadores escépticos escriben, por ejemplo: «Fue fácil al fanatismo monástico difundir la creencia de que ya se obraban milagros en la tumba de Tomás Becket». ¿Por qué no dicen igualmente: «Fue fácil al fanatismo monástico difundir la calumnia de que cuatro caballeros de la corte del rey Enrique asesinaron a Tomás Becket en la catedral?». Suelen escribir algo así: «La credulidad de la época admitió sin esfuerzo el hecho de que Juana de Arco pudiera señalar al Delfín por inspiración del Cielo, aun cuando iba disfrazado». ¿Por qué, según el mismo principio, no escriben: «La credulidad de la época llegaba hasta suponer que una oscura muchacha campesina pudiese obtener audiencia en la corte del Delfín»? Y así, en el presente caso, cuando califican de historia extravagante el que San Francisco se echara al fuego y saliera ileso, ¿qué principio concreto les impide calificar de extravagante la historia de San Francisco penetrando en el campo de los feroces musulmanes y saliendo ileso? Sólo pido que me lo aclaren, porque no logro ver el aspecto racional de la cosa. Me atrevería a decir que no se escribió palabra alguna acerca de San Francisco por ninguno de sus contemporáneos que fuese incapaz de creer y contar una historia milagrosa. Acaso sean todo fábulas frailunas, y nunca existió San Francisco, ni Santo Tomás Becket, ni Juana de Arco. Esto es, sin duda, una reductio ad absurdum; pero es una reductio ad absurdum del sistema que considera absurdos todos los milagros.

Y, en pura lógica, este método de selección conduciría a los más extravagantes absurdos. Sólo puede ser una historia intrínsecamente increíble aquélla en que la autoridad del narrador no sea digna de crédito. No puede ello significar que otras partes de la historia deben acogerse con completa credulidad. Si alguien dijera que ha encontrado a un hombre con pantalón amarillo que iba dando saltos con la cabeza, no jurar riamos precisamente sobre la Biblia, ni moriríamos abrasados en la hoguera por haber afirmado que llevaba pantalón amarillo. Si alguien declarase haber ascendido en un globo azul y haber visto que la luna estaba hecha de queso verde, no tomaríamos precisamente una declaración jurada de que el globo fuese azul, ni de que la luna fuese verde. Y la verdadera conclusión lógica de andar suscitando dudas acerca de hechos como los milagros de San Francisco está en acabar suscitando dudas acerca de la existencia de hombres como San Francisco. Y hubo, realmente, un instante en la vida moderna, como una pleamar de loco escepticismo, en que tales dudas se afirmaron. La gente acostumbraba decir que nunca existió San Patricio; lo cual es, humana e históricamente, un despropósito tan grande como afirmar que nunca existió San Francisco. Hubo una época, por ejemplo, en que la locura de explicaciones mitológicas disolvió una gran porción de sólida historia bajo el calor y el brillo universal y esplendoroso del Mito Solar. Creo que aquel sol ya se ha puesto, pero le han substituido numerosas lunas y meteoros.

San Francisco sería, naturalmente, un magnífico Mito Solar. ¿Cómo podría dejar de ser un Mito Solar quien es conocido especialmente por un canto llamado el Cántico del Sol? Es innecesario hacer notar que el fuego que le abrasara en Siria era la aurora en el levante, y las sangrientas heridas Que recibiera en Toscana fueron la puesta de aquel sol. Podría extender considerablemente esta teoría, si bien, como acontece a menudo a los teorizantes de altura, se me ocurre otra teoría más prometedora. No puedo explicarme cómo le ha pasado inadvertido a todo el mundo, incluso a mí, el hecho de que toda la historia de San Francisco sea de origen totemístico. Es, sin discusión, una historia en que los tótems, simplemente, hormiguean. Los bosques franciscanos están tan llenos de ellos como cualquier fábula de Pieles Rojas. Hacen que Francisco se llamara asno a sí mismo, porque en el mito primitivo Francisco no era más que el nombre dado a un jumento real de cuatro patas, más tarde transformado en dios o héroe humanizado. Y por esto, sin duda, yo hallé cierta similitud entre el hermano Lobo y la hermana Ave y el Brer Fox y la Sis Cow del Tío Remo[22]. Algunos aseguran que hay una etapa inocente de la infancia en que creemos realmente que una vaca habló o que una raposa hizo un nene de alquitrán. Sea como fuere, existe un período inocente de desarrollo intelectual en que creemos, a veces, que San Francisco fue un Mito Solar o que San Francisco fue un tótem. Pero para la mayoría de nosotros han pasado ya ambas fases de paraíso.

Según aclararé muy pronto, existe un aspecto en que, por motivos prácticos, podemos distinguir entre las cosas probables y las improbables en la historia de San Francisco. No es tanto una cuestión de crítica cósmica acerca de la naturaleza del acontecimiento, como de crítica literaria acerca de la naturaleza de la historia. Algunas historias se refieren más seriamente que otras. Pero, aparte de esto, no intentaré aquí ninguna otra diferenciación concreta entre ellas. No lo haré por una razón práctica que afecta a la utilidad del procedimiento; me refiero al hecho de que, en un sentido práctico, la totalidad del asunto vuelve a estar en el horno de fundición del cual pueden salir muchas cosas moldeadas en forma de lo que el racionalismo llamaría monstruos. Los puntos cardinales de la fe y de la filosofía, en realidad, nunca cambian. Que un hombre crea que el fuego puede dejar de quemar en cierto caso, depende de que opine que suele quemar generalmente. Si considera que el fuego consume nueve ramas de cada diez, ello está en su naturaleza o su destino, y, por supuesto, consumirá igualmente la décima rama. Si considera que consume nueve ramas porque ello es voluntad de Dios, puede ser, desde luego, voluntad de Dios que la décima rama quede intacta. Nadie puede ir más allá de esta diferencia fundamental en la razón de las cosas; y es tan racional para un creyente admitir los milagros como para un ateo no admitirlos. En otras palabras: sólo existe una razón inteligente por la que no pueda creerse en los milagros, y está en creer en el materialismo. Pero estos puntos cardinales de la fe y de la filosofía son cosas propias de una obra doctrinal, y no caben en el presente libro. Y en cosas de historia y de biografía, que caben precisamente en este libro, no existe ningún punto cardinal. El mundo anda en una mezcla de posible y de imposible, y nadie sabe cuál será la próxima hipótesis científica que sustentará alguna antigua superstición. Las tres cuartas partes de los milagros atribuidos a San Francisco se explicarían ya por los psicólogos, no precisamente como un católico los explica, sino como un materialista, necesariamente, se negaría a explicarlos. Hay una porción de los milagros de San Francisco que podría llamarse los milagros de las curaciones. ¿Por qué los declararía absurdos algún escéptico notable, cuando la cura por sugestión es ya un negocio yanki tan próspero como la exhibición de Barnum[23]? Existe otra porción de milagros parecida a las anécdotas de Cristo que se refieren a su «percepción del pensamiento de los hombres». ¿Por qué censurarlos y tiznarlos por su calificación de milagros, cuando la adivinación del pensamiento es ya tan juego de salón como las sillas musicales? Existe otra porción de milagros que debería estudiarse separadamente, si semejante estudio científico fuese posible, y es la de las maravillas perfectamente atestiguadas que obran las reliquias o los fragmentos de las cosas que pertenecieron al santo. ¿Por qué dejarlas por inconcebibles, cuando los mismos trucos psíquicos de salón se realizan siempre tocando algún objeto familiar o teniendo en la mano algún objeto del difunto? No creo, naturalmente, que aquellos trucos sean de igual condición que los portentos del santo, como no sea en el sentido de Diabolus simia Dei. Pero no se trata ahora de lo que yo creo y de su porqué, sino de lo que no cree el escéptico y de su porqué. Y la moraleja del biógrafo y del historiador práctico está en decir que debe esperar que las cosas se sitúen un poco más, antes de proclamar que en nada cree.

Siendo así, puede elegir entre dos métodos; y yo he elegido aquí entre ellos no sin cierta vacilación. El método mejor y más atrevido consistiría en referir la totalidad de la historia de manera directa, tanto los milagros como lo demás, según hicieron los historiadores primitivos. Y, probablemente, los nuevos historiadores tendrán que volver a este método saludable y sencillo. Pero debe recordarse que el presente libro no es más, según confieso francamente, que una presentación de San Francisco o una introducción al estudio de San Francisco. Quienes necesitan de presentación son, por su condición, forasteros. Lo que importa, con respecto a ellos, es permitirles siquiera escuchar a San Francisco; y, al perseguir esto, es cosa perfectamente legítima disponer el orden de los hechos de manera que los familiares aparezcan antes que los no familiares, y los que pueden comprenderse en el acto, antes que los de difícil comprensión. Me consideraré muy satisfecho si este esquema incompleto y superficial encierra una o dos líneas que muevan a los lectores a estudiar por su cuenta a San Francisco; y si lo hacen así, pronto verán que el aspecto sobrenatural de su historia parece tan natural como lo demás. Pero se imponía que mi esquema fuese sólo de carácter humano, por cuanto sólo presentaba la apelación del santo a la humanidad entera, incluso a la escéptica. Por eso adopté el otro método, mostrando primero que nadie, sino un loco de remate, podría dejar de comprender que Francisco de Asís fue un personaje histórico real y humano; y resumiendo luego en este capítulo los poderes sobrehumanos que ocuparon, ciertamente, una parte de aquella historia y humanidad. Sólo falta decir unas palabras acerca de algunas distinciones que puede observar razonablemente en la materia una persona de cualquier ideología, para que no pueda confundir el punto culminante de la vida del santo con las fantasías o rumores que, en realidad, fueron sólo los ribetes de su fama.

Existe un conjunto tan inmenso de leyendas y anécdotas acerca de San Francisco de Asís, y hay tantas admirables compilaciones que las comprenden casi en su totalidad, que me he visto obligado, dentro de estos estrechos límites, a acogerme a una política algo más limitada: la de seguir una sola línea de explicación y mencionar sólo una anécdota de cuando en cuando, para ilustrar aquella explicación. Si ello resulta cierto en cuanto a todas las leyendas y anécdotas, lo es especialmente en cuanto a las leyendas milagrosas y a las anécdotas sobrenaturales. Si tomásemos algunas anécdotas tal como se nos presentan, recibiríamos la impresión, harto desconcertante, de que la biografía de San Francisco contiene más acontecimientos sobrenaturales que naturales. Ahora bien: es cosa abiertamente contraria a la tradición católica (que en tantos extremos coincide con el sentido común), suponer que sea aquélla la proporción de las cosas en la vida humana. Además, aun consideradas como historias sobrenaturales o preternaturales, se distribuyen, evidentemente, en cierto número de clases distintas, no tanto desde el punto de vista de los milagros como desde el de las historias. Algunas de ellas tienen el carácter de cuentos de hadas, más por su forma que por su argumento. Son, claramente, cuentos referidos junto al hogar a labriegos o a hijos de labriegos, sin pensar nadie en sentar una doctrina religiosa que haya de ser aceptada o rechazada, sino en redondear la historia de la manera más simétrica, de acuerdo con esa estructura o molde decorativo peculiar a todos los cuentos de hadas. Otras son, evidentemente, en su forma, de un realismo más acusado; son testimonio de verdad o de mentira; y le sería harto difícil a cualquier juez de la naturaleza humana opinar que sean testimonio de mentira.

Es cosa admitida que la historia de los Estigmas no es leyenda, y que en absoluto sólo puede ser verdad o mentira. Quiero significar que no es, ciertamente, una tardía excrecencia legendaria añadida posteriormente a la fama de San Francisco, sino cosa brotada inmediatamente con sus biógrafos primitivos. Es prácticamente necesario sugerir que se trató de una conspiración; y ha existido, realmente, cierta inclinación a echar la culpa de ella al infortunado Elías, que tantos escritores parciales han querido tratar como una especie útil de villano universal. Se ha dicho, es verdad, que aquellos biógrafos primitivos (San Buenaventura, Celano y los Tres Compañeros) aun cuando declaran que San Francisco recibió las místicas llagas, no afirman que las hubiesen visto. No considero concluyente este argumento, porque deriva solamente de la misma naturaleza de la narración. Los Tres Compañeros en ningún caso hacen una declaración jurada; y, por lo tanto, ninguna de las partes admitidas de su historia tiene forma de tal declaración. Escriben una crónica, con descripción relativamente impersonal y objetiva. No dicen: «Vi las llagas de San Francisco»; dicen: «A San Francisco le fueron infligidas las llagas». Pero tampoco dicen: «Vi a San Francisco entrando en la Porciúncula», sino: «San Francisco entró en la Porciúncula». No puedo, pues, comprender por qué se les da fe como testigos presenciales de un hecho y se les niega fe como testigos presenciales de otro. Su crónica es de una sola pieza, y sería interrupción brusca y anormal en su manera de referir las cosas, el que, de improviso, empezasen a soltar palabras fuertes y a jurar y dar sus nombres y señas, y a afirmar con especial juramento que presenciaron y comprobaron por sí mismos los hechos en cuestión. Creo, pues, que esta discusión nos vuelve a la tesis general que ya he mencionado: o sea, la de que no deberíamos dar crédito alguno a aquellas crónicas, en vez de concederles crédito parcial, puesto que abundan tanto en cosas increíbles. Pero esto nos volvería, en último término, al hecho de que muchos no pueden creer en milagros por ser materialistas. Es bastante lógico; mas ello les obliga a negar lo preternatural, tanto en el testimonio de un profesor científico moderno como en el de un cronista monástico de la Edad Media. Y en nuestro tiempo se encontrarán con buen número de profesores a quienes contradecir.

Pero, opínese lo que se quiera acerca de este sobrenaturalismo, en el sentido relativamente material y popular de los hechos sobrenaturales, perderemos el punto esencial de San Francisco (especialmente de San Francisco después del Alvernia), si no nos damos cuenta de que vivía una vida sobrenatural. Y este sobrenaturalismo va llenando más y más su vida según su muerte se va acercando. Semejante elemento de lo sobrenatural no le apartaba de lo natural, pues constituía el punto esencial de su actitud el hecho de que le uniese más perfectamente con lo natural. No le volvía lúgubre o deshumanizado, ya que todo el sentido de su mensaje a la humanidad consistía en que este misticismo hace al hombre alegre y humano. Pero el punto esencial de su actitud y todo el sentido de su mensaje estaba en creer que tal misticismo era obra de un poder sobrenatural. Si esta sencilla distinción no resultase evidente en el conjunto de su vida, sería difícil dejar de notarla al leer la descripción de su muerte.

Puede decirse, en cierto sentido, que estuvo vagando como hombre moribundo, del mismo modo que estuvo vagando como hombre lleno de vida. Como se viera más y más a las claras que iba perdiendo la salud, lo llevaron, según parece, de un sitio a otro, como un trofeo de dolencias, o casi como un trofeo de mortalidad. Estuvo en Rieti, en Nursia, acaso en Nápoles, y con seguridad en Cortona, junto al lago de Peruggia. Pero hay algo hondamente patético y henchido de grandes problemas en el hecho de que, hacia el fin, parece como si la llama de su vida hubiera vuelto a levantarse, y a alegrarse su corazón, cuando divisó a lo lejos, sobre la colina de Asís, la majestuosa columnata de la Porciúncula. El que se hizo vagabundo a causa de una visión, el que se negó a sí mismo todo sentido de posesión y lugar, el que tuvo por gloria y evangelio el ser hombre sin hogar propio, recibió, como un golpe traidor de la Naturaleza, la nostalgia, el sentido del hogar. También sufrió él su maladie du clocher, la añoranza del campanario; pero su campanario era más elevado que los nuestros. «¡Nunca —gritó con la súbita energía de los espíritus fuertes cuando están próximos a la muerte—, nunca os desprendáis de ese lugar! A cualquier parte que lleguéis, y aunque andéis en peregrinaciones, volved siempre a vuestro hogar, porque ésta es la santa casa del Señor». Y pasó la procesión bajo los arcos de su hogar; él se tendió sobre su lecho, y sus hermanos se juntaron a su alrededor para la última vela. No considero que sea éste el momento de entrar en discusiones sobre cuáles fueron los sucesores a quienes bendijo, y en qué forma y sentido. En aquel momento solemne nos bendijo a todos.

Habiéndose despedido de algunos de sus amigos más íntimos, y, sobre todo, más antiguos, lo bajaron del rudo lecho, a ruego suyo, y lo dejaron sobre la tierra desnuda; y algunos dicen que sólo vestía una camisa de crin, como cuando anduvo al principio por los bosques, en invierno, alejándose de su padre. Era la última afirmación de su grande idea fija: la alabanza y el agradecimiento elevándose a su más alta culminación desde la desnudez y la nada. Mientras allí yacía podemos tener la certidumbre de que aquellos ojos quemados y ciegos nada vieron sino su objeto y su origen. Podemos tener la certidumbre de que su alma, en aquella última e inconcebible soledad, estuvo frente a frente del mismo Dios Encarnado, de Cristo en la Cruz. Pero en los hombres que estaban junto a él debieron de surgir otros pensamientos mezclados con éste; y debieron de agruparse muchos recuerdos, a la manera de duendes, en el crepúsculo, al desvanecerse aquel día y descender aquella gran tiniebla en la que todos perdimos un amigo.

Porque quien allí yacía no era Domingo, el sabueso del Señor, capitán en guerras lógicas y en sabias controversias que podían reducirse y dirigirse según un plan, dueño de una máquina de disciplina democrática, por medio de la cual otros podían organizarse a sí mismos. El que salía del mundo era un hombre, un poeta, un vigía en la vida, como una luz que ya jamás volvió a verse en la tierra ni en el mar; algo que no podrá reemplazarse ni repetirse mientras dure la Tierra. Se ha dicho que no existió más que un Cristiano y murió en la cruz; pero es más exacto decir, en este sentido, que no existió más que un franciscano y se llamó Francisco.

Aunque fuese enorme y afortunada la obra popular que dejó en pos de sí, había algo que no podía dejar detrás, como un pintor de paisajes no puede legar sus ojos por testamento. Fue en la vida un artista que era llamado a ser artista en la muerte; y tuvo más derecho que Nerón, su contrafigura, para decir: Qualis artifex pereo, pues la vida de Nerón estaba llena de actitudes premeditadas, según el caso, como la de un actor; mientras que la del hijo de Umbría tuvo una gracia natural y continua, como la de un atleta. Pero San Francisco tenía mejores cosas que decir y mejores cosas en que pensar; y sus pensamientos se elevaban hasta donde no podemos seguirlos, hacia las cumbres divinas y vertiginosas donde sólo la muerte puede levantarnos.

En torno suyo estaban los frailes, con su hábito pardo; aquellos que le amaron, aunque luego disputaran entre sí. Estaba Bernardo, su primer amigo, y Ángelo, que fue su secretario, y Elías, su sucesor, que la tradición procuró convertir en una especie de Judas, y, según parece, apenas fue peor que un funcionario que ocupa un puesto inadecuado. Su tragedia consistió en que vestía hábito franciscano sin tener corazón franciscano, o teniendo, por lo menos, una cabeza muy poco franciscana. Pero, aun cuando fuese un mal franciscano, pudiera haber sido un buen dominico. Mas, sea como fuere, no existe razón alguna para dudar de que hubiese amado a Francisco, porque hasta los rufianes y los salvajes le amaron. Y, en todo caso, estuvo él entre los demás, al correr de las horas, mientras se dilataban las sombras en la casa de la Porciúncula; y nadie ha de opinar tan mal de él, hasta suponer que sus pensamientos anduviesen entonces, en el tumultuoso porvenir, entre las ambiciones y controversias de sus últimos años.

Podemos imaginar que los pájaros conocieron cuándo acaeció la muerte del santo, y que se estremecieron en el cielo del atardecer. Tal como una vez, según refiere la historia, se dispersaron a los cuatro vientos en forma de cruz, a una señal del santo, debieron de escribir entonces un augurio más terrible en el azul, con líneas de puntitos negros. Acaso habría, ocultas en los bosques, temerosas bestezuelas, sintiendo que ya no volverían a ser tan observadas ni comprendidas; pues se ha dicho que los animales tienen, a veces, conciencia de cosas para las cuales el hombre, su superior espiritual, está, de momento, ciego. No sabemos si sintieron algún escalofrío los ladrones y los desterrados y los parias, que les revelase lo que acaecía a quien nunca conoció el desprecio. Mas, por lo menos, en los pasadizos y en los pórticos de la Porciúncula hubo un súbito silencio, y todas las pardas figuras quedaron inmóviles como estatuas de bronce, porque ya no latía aquel gran corazón que no se quebró hasta que contuvo al mundo entero.