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Según una antigua historia, que, si no es real, no deja de ser típica, el nombre mismo de San Francisco era, más que un nombre, un apodo. Algo habría muy relacionado con su instinto familiar y popular en la idea de apodarle el Francés, como pudieran hacerlo con cualquier muchacho en la escuela. Según aquella historia, su nombre no era Francisco, sino Juan; y sus compañeros le llamaban Francesco, o el Francesillo, a causa de su pasión por la poesía francesa de los trovadores. Lo más probable es que su madre le llamase Juan, cuando el niño nació, estando el padre ausente; y que éste, poco después, al regresar de Francia (donde sus éxitos comerciales le llenaron de entusiasmo por el gusto y las costumbres sociales de aquel país) diera a su hijo el nuevo nombre, que significaba Franco o Francés. Sea como quiera, el nombre posee cierta significación, relacionando, desde un principio, a Francisco con el que él mismo consideró romántico país de hadas de los trovadores.
El padre se llamaba Pietro Bernardone, y era un distinguido ciudadano del gremio de mercaderes de ropas en la ciudad de Asís. Es difícil describir la posición de aquel hombre sin examinar la de aquel gremio, y aún la de aquella ciudad. No correspondía exactamente a nada de lo que en los tiempos modernos se entiende por comerciante, u hombre de negocios, o industrial; ni a nada de lo que existe dentro del sistema capitalista. Bernardone pudo haber tenido empleados, pero no era patrono; es decir, no pertenecía a una clase que emplea a la gente y se distingue de la otra clase de gente empleada. La persona a quien concretamente empleó fue a su hijo Francisco; que (cosa fácil de adivinar), era la última persona a quien podía emplear un hombre de negocios, puesto en el trance de emplear a alguien. Era tan rico como puede serlo un labrador con el trabajo de su familia; pero opinaba, evidentemente, que su familia podía trabajar de manera casi tan llana como la de un labriego. Era un ciudadano preeminente, pero pertenecía a un orden social que le impedía una preeminencia excesiva que le hiciese dejar de ser ciudadano. Aquel orden social conservaba a toda aquella gente en su plano de simplicidad, y ninguna prosperidad permitía librarse de faenas pesadas. El muchacho hubiera parecido, en los tiempos modernos, algo así como un señor, o un caballero, o cualquier otra cosa, menos el hijo de un comerciante de ropas. Esto es una regla probada aún en su misma excepción. Francisco, sea como fuere, era una de esas personas que gozan de gran popularidad; y su singularidad sin artificio, como trovador y campeón de modas francesas, le convirtió en una especie de jefe romántico entre los jóvenes de su villa. Gastaba dinero, a la vez en extravagancias y en prodigalidades, siguiendo la inclinación nativa en un hombre que nunca en su vida comprendió exactamente lo que es el dinero. Esto producía a su madre una alegría mezclada de cierta indignación; y dijo, como podría decir en cualquier parte, la mujer de un hombre de negocios: «Más parece un príncipe que hijo nuestro». Pero una de las primeras visiones que de él tenemos nos lo muestra, simplemente, vendiendo piezas de ropa en una barraca del mercado, lo cual su madre pudo o no creer que fuese hábito de príncipes.
Esta primera visión del doncel en el mercado resulta simbólica por más de un motivo. Ocurrió entonces un incidente que es, tal vez, el resumen más breve y agudo que puede darse de ciertos rasgos curiosos que constituían una parte de su carácter, mucho antes de ser transfigurado por la fe trascendental. Mientras vendía panas y finos bordados a algún acaudalado comerciante de la ciudad, se acercó un pobre pidiendo limosna de modo evidentemente incorrecto. Era aquélla una sociedad ruda y sencilla, y no había leyes que castigasen a un hombre hambriento por expresar su necesidad de pan, como las que han sido promulgadas en una época más humanitaria; y la falta de toda policía organizada permitía que tales personas importunasen a los ricos sin grandes peligros. Pero existía, según creo, en muchos lugares, una costumbre local del gremio que prohibía a los forasteros interrumpir un buen negocio; y es posible que algo parecido colocase al pobre en situación falsa y poco común. Toda su vida tuvo Francisco una gran simpatía por los que se veían desarmados en una falsa postura. En tal ocasión parece que el santo se produjo con sus dos interlocutores de manera bastante ambigua; distraído, ciertamente, y acaso irritado. Tal vez se hacía violencia por los modales casi en exceso refinados que naturalmente le eran peculiares. Todo el mundo afirma que la cortesía brotaba de él desde un principio, como una de las fuentes públicas en aquel soleado mercado italiano. Hubiera podido escribir, entre sus versos, como lema propio, esta estrofa de Mr. Belloc[6]:
«La cortesía es mucho menos
que el valor o la santidad.
Pero, bien meditado, yo diría
que la gracia de Dios está en la cortesía».
Nadie puso nunca en duda que Francisco Bernardone fuera valeroso, aun en un sentido puramente viril y militar; y debía llegar un tiempo en que no se tendría tampoco duda alguna respecto a la santidad y a la gracia divina que le adornaron. Si existía algo de que hombre tan humilde sintiese orgullo, eran sus correctos modales. Pero, tras esta urbanidad perfectamente natural, abrigábanse más amplias y aun más impetuosas posibilidades, de las que vislumbramos un primer reflejo en ese trivial incidente. Sea como fuere, Francisco se sentía, indudablemente, molesto con la dificultad de sus dos interlocutores, pero ajustó de cualquier modo el negocio con el mercader y, cuando lo hubo terminado, se halló con que el mendigo ya estaba lejos. Francisco brincó de su tienda, dejó las piezas de terciopelo y bordados visiblemente a merced de cualquiera, y se lanzó por la plaza del mercado a todo correr, veloz como una flecha. Corriendo aún, atravesó el laberinto de aquellas callejas estrechas y torcidas de la pequeña ciudad, en busca de su mendigo; descubriólo por fin, y colmó de dinero a aquel hombre asombrado. Después se encaró consigo mismo, por decirlo así, y juró ante Dios que nunca en su vida había de negar ayuda a un pobre. La avasalladora simplicidad de este empeño es extraordinariamente característica. Nunca existió un hombre a quien asustasen menos sus propias promesas. Su vida fue un tumulto de votos temerarios: de votos temerarios que acabaron bien.
Los primeros biógrafos de Francisco, sensibles, naturalmente, a la gran revolución religiosa que produjo, se volvieron hacia los primeros años del santo, en busca, sobre todo, de augurios y señales de aquel terremoto espiritual. Pero, escribiendo a una mayor distancia, no disminuiremos aquel efecto dramático, más bien lo aumentaremos, si observamos que, por aquellos tiempos, no había en el joven ningún signo exterior de carácter marcadamente místico. Nada poseía de aquel temprano sentido de la vocación que ha sido peculiar de algunos santos. Por encima de su ambición principal de adquirir fama como poeta francés, parece que pensó a menudo en adquirir fama como soldado. Era de natural bondadoso; era valiente a la manera propia de los jóvenes; pero tanto en bondad como en valor, no iba más allá que los demás muchachos; tenía, por ejemplo, un natural horror a la lepra, del que la mayoría de la gente corriente no sentía necesidad alguna de avergonzarse. Gustaba de trajes lucidos y brillantes, propios del gusto heráldico de los tiempos medioevales, y, según parece, fue una figura asaz festiva. Seguramente, puesto en el caso de tener que iluminar a su ciudad, no se habría contentado con la vistosidad del rojo, sino que habría preferido toda la gama del arco iris, como en una pintura medioeval. Pero en aquella historia del mancebo vestido lucidamente, corriendo en pos de un mendigo cubierto de harapos, hallamos ciertas notas de su personalidad nativa, que han de examinarse detalladamente.
Por ejemplo, se observa en ella el espíritu de rapidez. En cierto sentido, San Francisco siguió corriendo durante el resto de su vida como corrió tras el pobre. Porque todas sus misiones lo fueron de misericordia, ha aparecido en su retrato sólo un elemento de apacibilidad que, con ser real en el sentido más auténtico, se presta fácilmente a interpretaciones erróneas. Una cierta precipitación fue el contrapeso mismo de su alma. Este santo debería representarse, en medio de otros santos, como son, a veces, representados los ángeles en pinturas de ángeles: con pies alados, y aun con plumas; según el espíritu de aquel texto que llama viento a los ángeles, y fuego ardiente a los mensajeros. Una de las notas curiosas del lenguaje humano es que «valentía» significa, en realidad, «carrera», y alguno de nuestros escépticos demostrará, sin duda, que «valor» significa, en realidad, «huida». Pero la valentía del santo era carrera en el sentido de lanzarse impetuoso. A pesar de toda su suavidad, había, en el fondo de su ímpetu, algo de impaciencia. La verdad psicológica de este hecho aclara muy bien la confusión moderna acerca de la palabra «práctico». Si por práctico queremos significar lo que es más inmediatamente practicable, significamos, simplemente, lo más fácil. En este sentido, San Francisco era muy poco práctico, y sus últimos objetivos eran muy poco del mundo. Pero si entendemos por condición práctica una preferencia por el esfuerzo y la energía rápida sobre la vacilación y la tardanza, él fue, en realidad, un hombre práctico. Algunos pueden llamarle loco, pero era precisamente el reverso de un soñador. Nadie se atrevería a llamarle hombre de negocios; pero fue muy señaladamente hombre de acción. En alguna de sus tempranas actuaciones lo fue tal vez con exceso; obró con demasiada prontitud y fue excesivamente práctico para ser prudente. Pero en cada recodo de su carrera extraordinaria, le vemos lanzarse y volver esquinas de la manera más inesperada, como cuando se lanzó por las calles tortuosas, en pos del mendigo.
Otra de las características que descubre aquella anécdota, instinto ya de la naturaleza del santo, que había de convertirse en ideal sobrenatural, era algo que acaso no se perdió nunca del todo en aquellas pequeñas repúblicas italianas de la Edad Media; algo que algunos considerarán muy chocante, algo que, en general, parecería más claro a la gente del Sur que a la del Norte, y, en mi opinión, más claro a los católicos que a los protestantes: se trata del concepto, muy natural, de la igualdad humana. Nada tiene necesariamente que ver con el amor franciscano a los hombres; por el contrario: una de sus comprobaciones puramente prácticas es la igualdad en el duelo. Acaso un caballero no será igualitario completo hasta que pueda pelearse en duelo con su criado. Pero se trataba de una condición anterior a la fraternidad franciscana, y ya la sentimos en el temprano incidente de la vida seglar del santo que antes hemos referido. Me imagino que Francisco debió de experimentar una seria perplejidad, no sabiendo si atender al mercader o al mendigo; y, habiendo atendido al mercader, se fue a atender al mendigo; pensó que eran, en fin de cuentas, igualmente hombres. Ésta es cosa mucho más difícil de describir en una sociedad donde tal sentimiento es ausente; pero era entonces base esencial de todo el asunto; por eso aquel movimiento popular se produjo precisamente allí, y por medio de aquel hombre. Su magnanimidad imaginativa se elevó, más tarde, como una torre, hacia estrelladas alturas que pueden parecer vertiginosas y aun loca imprudencia; pero se fundaba en los altos cimientos de la igualdad humana.
He escogido ésta, entre un centenar de anécdotas de la juventud de San Francisco, y me he detenido un poco en su significación, porque hasta que aprendamos a buscar la de sus hechos nos parecerá a menudo que no encontramos más que un sentimiento leve y superficial al contar esta historia. San Francisco no es precisamente un personaje de quien pueda hablarse sólo con historias «bonitas». Existen muchas de éstas acerca del santo; pero se utilizan demasiado en este sentido pintoresco, hasta el punto de convertirlo como en un sedimento sentimental de aquel mundo de la Edad Media, en vez de ser, como el santo es magníficamente, un reto al mundo moderno. Hemos de considerar su desarrollo humano de manera mucho más seria; y la otra anécdota en que vislumbramos muy de veras aquel desarrollo, se produce en un ambiente muy distinto. Pero abre de manera idéntica, como por modo casual, ciertos abismos del espíritu, y, acaso, de la mentalidad inconsciente. Francisco se nos aparece todavía como uno de tantos muchachos, y sólo mirándolo como tal nos damos cuenta de cuán extraordinario debió de ser.
Había estallado la guerra entre Asís y Peruggia. Ahora está de moda decir satíricamente que aquellas guerras no estallaban en realidad, sino que duraban incesantemente entre las ciudades estados de la Italia medioeval. Bastará con decir aquí que, si una de aquellas guerras medioevales hubiese durado realmente un siglo entero, no hubiera perecido en ella, ni remotamente, la gente que muere en un solo año de nuestras grandes guerras científicas, entre nuestros grandes imperios industriales. Pero los ciudadanos de una república medioeval se encontraban, es cierto, una limitación: la de que sólo se les exigía morir por aquellas cosas por las que siempre vivieron: las asas donde moraban, los templos que veneraban y los y jefes representantes que conocían; y no les impelía ninguna visión más amplia sugerida por unos rumores, acerca de remotas colonias, aparecidos en periódicos insignificantes. Si inferimos de nuestra experiencia que la guerra paralizó la civilización, debemos admitir, siquiera, que aquellas ciudades guerreras produjeron cierto número de impedidos que se llamaron Dante y Miguel Ángel, Ariosto y Ticiano, Leonardo y Colón, sin mencionar a Catalina de Siena[7] y al protagonista de la presente historia. Mientras lamentamos todo aquel patriotismo local, tachándolo de algarabía de la Edad oscura, deberá parecer bastante curioso el hecho de que casi las tres cuartas partes de los más grandes hombres que han existido en el mundo saliesen de aquellas pequeñas ciudades e intervinieran a menudo en aquellas pequeñas guerras. Nos falta ver lo que saldrá, al fin, de nuestras grandes ciudades; pero no se ha visto señal alguna de cosas de aquella naturaleza desde que se engrandecieron; y he sentido, a veces, renacer en mí una fantasía juvenil según la cual aquellas cosas importantes no volverán a producirse hasta que exista un muro en torno de Clapham, y suene, de noche, el toque de alarma, levantando en armas a los ciudadanos de Wimbledon.
Pero es el caso que el clarín sonó en Asís, y los ciudadanos se armaron, y, entre ellos, Francisco, el hijo del mercader de ropas. Salió a pelear con alguna compañía de lanceros, y en alguna batalla o escaramuza, él y su pequeña banda cayeron prisioneros.
Tengo por más probable que debió de originar el desastre algún motivo de traición o cobardía; pues refieren que entre los cautivos había uno con quien, aun en prisión, desdeñaban juntarse sus compañeros; y cuando esto sucede en tales circunstancias, es porque la vergüenza militar de la rendición recae sobre alguien concretamente. Sea como fuere, observóse una cosa sin importancia, pero curiosa, aun cuando pueda parecer más bien negativa que positiva. Cuéntase que Francisco se conducía entre sus compañeros de cautiverio con toda su característica cortesía y jovialidad («liberal y dado a la risa», según alguien dijo de él), resuelto a mantener el buen ánimo de sus compañeros, y el suyo propio. Y cuando se cruzó con aquel misterioso desdeñado, traidor, o cobarde, o lo que le llamaren, le trató, simplemente, de manera idéntica que a los demás, sin frialdad ni compasión, sino con la misma alegría natural y buen compañerismo. Pero si se hubiera encontrado en aquella prisión alguien capaz de tener una visión particular de la verdad y la orientación de las cosas espirituales, habría podido percatarse de que se hallaba en presencia de algo nuevo y, al parecer, casi anárquico; era una ola profunda removiendo los mares ignotos de la caridad.
Ya que en aquel sentido le faltaba realmente alguna cosa a San Francisco, existía algo para lo que estaba ciego con objeto de que pudiese ver cosas mejores y más bellas. Todos aquellos límites en el buen compañerismo y en los buenos modales, todas aquellas fronteras de la vida social que separan al tolerable del intolerable, todos aquellos escrúpulos sociales y condiciones de convención que son normales y aún nobles en el hombre corriente, todas aquellas cosas que mantienen unidas muchas sociedades honestas, de ningún modo pudieron dominar en aquel hombre. Amó como amó; al parecer, a todo el mundo, pero especialmente a aquellos que le valían el disgusto de los demás. Cosa muy vasta y universal se encontraba ya presente en aquella estrecha mazmorra; y un profeta hubiera podido ver en su oscuridad aquel halo encarnado de «caritas caritatum» que distingue a un santo entre los santos, así como entre los hombres. Hubiera podido oír el primer susurro de aquella bendición singular que, más tarde, tomó forma de blasfemia: «Presta oído a los que Dios mismo no ha querido escuchar».
Pero, aunque tal profeta hubiera podido ver aquella verdad, es muy dudoso que Francisco la viera. Había obrado obedeciendo a una inconsciente magnanimidad (o largueza, según la bella palabra medioeval), que nacía de sus adentros; algo que casi hubiera sido ilícito, si no alcanzara a una ley más divina; pero es dudoso que él llegara a saber que fuese divina aquella ley. Es evidente que, por aquel entonces, no abrigaba ningún propósito de abandonar la vida militar, y, aun menos, de abrazar la monástica. Cierto es que no existe, como se imaginan los pacifistas y los necios, la menor inconsecuencia entre amar a los hombres y combatir contra ellos, mientras se les combata noblemente y por una causa justa. Pero, a mi juicio, va envuelto algo más en la anécdota: que, en cualquier caso, el espíritu del muchacho se orientaba, en realidad, hacia una austeridad militar. A la sazón, la primera calamidad se cruzó en su camino bajo la forma de una dolencia que debía visitarle en muchas otras ocasiones, como un obstáculo en su temeraria carrera. La enfermedad le volvió más serio; pero uno imagina que debió de volverle más serio como soldado, o quizá más seriamente preocupado por la vida militar. Y, mientras convalecía, algo bastante más importante que las pequeñas contiendas y ataques de las ciudades italianas abrióle un camino de aventura y ambición. La corona de Sicilia, que constituía entonces un considerable motivo de disputa, era, al parecer, reclamada por un tal Gauthier de Brienne, y la causa del Papa, en cuyo apoyo se llamaba a Gauthier, despertó el entusiasmo de numerosos jóvenes de Asís, entre los cuales figuraba Francisco, quien propuso marchar sobre Apulia, en alianza con el conde; y quizá pesó algo en esta decisión el nombre francés del pretendiente. Ya que nunca hemos de olvidar que, aún cuando aquél era, en cierto sentido, un mundo de pequeñas cosas, era un mundo de pequeñas cosas relacionadas con cosas grandes. Había más internacionalismo en los países salpicados de repúblicas minúsculas, que en la enorme homogeneidad de las impenetrables divisiones nacionales de hoy en Asia. La autoridad legal de los magistrados de Asís podía alcanzar apenas la distancia de un tiro de ballesta desde las altas murallas almenadas de la ciudad. Pero sus simpatías podían andar con el paso de los normandos a través de Sicilia, o estar en el palacio de los trovadores en Tolosa; con el Emperador entronizado en salvas germánicas, o con el gran Papa moribundo en el destierro de Salerno. Por encima de todo, debe recordarse que, cuando los intereses de una época son principalmente religiosos, deben ser universales. Nada puede ser más universal que el universo. Y hay ciertas cosas acerca de la situación religiosa en aquel particular momento, que escapan, no sin razón, a la gente moderna. Entre otras cosas, la gente moderna suele confundir los pueblos antiguos con los pueblos primitivos. Sabemos vagamente que aquellos hechos acaecieron durante las primeras épocas de la Iglesia. Pero la Iglesia tenía entonces ya bastante más de mil años. O sea, que la Iglesia era entonces bastante más antigua que la Francia de hoy, y mucho más antigua que la Inglaterra de nuestros días. Y ya entonces parecía antigua, casi tanto como ahora, y probablemente más. La Iglesia aparecía como el gran Carlomagno, con luenga barba florida, que, según la leyenda, habiendo reñido mil batallas contra los infieles, un ángel le animaba a seguir adelante, luchando sin cesar, aunque tuviese dos mil años. La Iglesia había aleado sus mil, y volvía la esquina del segundo milenario; había atravesado la Edad oscura, en la que no podía hacerse otra cosa sino pelear desesperadamente contra los bárbaros, y repetir porfiadamente el Credo. El Credo se repetía aún después de la victoria o la libertad; pero no es desrazonable el suponer que en tal repetición hubiese cierta monotonía. La Iglesia parecía tan antigua entonces como ahora; y había quien ya la imaginaba moribunda, como ahora ocurre. En realidad, la ortodoxia no estaba muerta, pero hubiera podido parecer adormecida; es cosa cierta que algunos comenzaron a considerarla así. Los trovadores del movimiento provenzal habían empezado a sentir inclinación hacia las fantasías orientales y la paradoja del pesimismo, que siempre llega a los europeos como cosa fresca cuando su propia salud parece casi marchita. Es acaso bastante probable que, después de aquellos siglos de guerras desesperadas en el exterior y de áspero ascetismo en el interior, la ortodoxia oficial pareciese cosa pasada. El frescor y la libertad de los primeros cristianos parecían entonces, tanto como ahora, una olvidada y casi prehistórica edad de oro. Roma era aún más racional que cualquier otra cosa; la Iglesia era, realmente, más sabia, pero bien hubiera podido parecer más cansada que el mundo. Había algo más aventurero y halagador, tal vez, en las locas metafísicas que trajera el viento a través de Asia. Se amontonaban ensueños como nubes oscuras sobre el mediodía de Francia, para estallar en trueno de anatema y de guerras civiles. Sólo quedaba la luz en el gran llano, en torno de Roma; pero la luz era pálida y la llanura rasa; y nada se movía en el aire manso, en el silencio inmemorial que circundaba la sacra ciudad.
Arriba, en la oscura casa de Asís, Francesco Bernardone dormía y soñaba con lances de guerra. Llególe, en las tinieblas, una maravillosa visión de espadas, con cruces labradas, a la manera de las que usaban los guerreros cruzados; espadas, escudos y yelmos colgaban de una alta panoplia[8], marcado todo con el sagrado emblema. Al despertar, acogió el sueño como un clarín llamándole al campo de batalla, y se lanzó en buscado caballo y de armas. Gustaba ya de todo ejercicio caballeresco; y era, indudablemente, un caballero cumplido en todas las suertes de torneo y campamento. Hubiera siempre preferido, sin duda alguna, una especie de caballería cristiana; pero parece evidente que andaba entonces sediento de gloria, aunque, para él, aquella gloria se identificara siempre con el honor. No estaba desprovisto de aquella visión de la guirnalda de laurel que César legara a todos los latinos. Mientras cabalgaba, partiendo a la guerra, la gran puerta, en la recia muralla de Asís, resonó con su última jactancia: «Volveré convertido en gran príncipe».
A poco de su partida, atacóle nuevamente aquella dolencia, y le sumió en el lecho. Parece muy probable, dado su temperamento impetuoso, que prosiguiese su camino mucho antes de sanar. Y, en la oscuridad de este segundo tropiezo, mucho más desolador, parece que tuvo otro sueño, y que una voz le dijo:
—No has comprendido el sentido de la visión. Vuelve a tu ciudad.
Y Francisco torció el camino hacia Asís, enfermo como estaba, lánguida figura harto desengañada, y burlada quizá, sin nada que hacer, sino esperar los acontecimientos. Era su primer descenso a una sombría quebrada, llamada valle de la humillación, que le pareció muy desolada y roqueña; pero, más tarde, había de encontrar en ella muchas flores.
No sólo se sentía chasqueado y humillado, sino desorientado y lleno de confusión. Creía aún firmemente que sus dos sueños algo significaban; y no podía imaginar su sentido. Fue mientras vagaba, diría casi como un lunático, por las calles de Asís y por los campos de extramuros, cuando le aconteció un incidente que no ha sido siempre relacionado como cosa inmediata con el asunto de los sueños, pero que tengo por su evidente culminación. Cabalgaba, indiferente al parecer, por algún sendero apartado, a campo abierto, cuando vio acercársele una persona, y se detuvo, pues se trataba de un leproso. Y conoció en el acto que estaba puesto a prueba su valor, no como lo hace el mundo, sino como lo haría quien conociese los secretos del corazón humano. Lo que vio, avanzando, no era el estandarte y las espadas de Peruggia, ante los que jamás retrocedió; ni los ejércitos que peleaban por la corona de Sicilia, de los que siempre pensó lo que un hombre valiente de un vulgar peligro. Francisco Bernardone vio que su miedo avanzaba hacia él por el camino; el miedo que viene de dentro, no de fuera, aunque se irguiera, blanco y horrible, a la luz del sol. Por una sola vez, en el largo correr de su vida, debió de sentir su alma inmóvil. Luego, saltó de su caballo, sin transición entre la inmovilidad y el ímpetu, corrió hacia el leproso y le abrazó. Era el principio de su vocación en el largo ministerio cerca de los leprosos, a quienes prestó servicios muy señalados; dio a aquél todo el dinero que pudo; montó, luego, y partió. No sabemos hasta dónde llegó, ni cuál fue su pensamiento acerca de las cosas que le rodeaban; pero se dice que, al volver la cabeza, no vio a nadie en el camino.