La muestra de la «espada rota»
Grises se veían los millares de brazos de aquella selva; plateados sus millones de dedos. En un cielo de pizarra verde azulosa, las frías y lúcidas estrellas resultaban briznas de hielo. Toda aquella tierra, tan feraz y poco habitada, aparecía como endurecida bajo la tenue escarcha. Los huecos negros que alternaban con los troncos de los árboles semejaban cavernas negras e infinitas de aquel despiadado infierno escandinavo, infierno de insoportable frío. Aun la piedra cuadrangular de la torre de la iglesia parecía ser cosa de origen septentrional y de carácter pagano, cual si fuera una torre bárbara entre las rocas marinas de Islandia. Mala noche para venir a explorar el camposanto de la Iglesia. Pero tal vez valía la pena.
Levantábase el camposanto al lado de las cenicientas orillas del bosque, sobre una corcova o dorso del césped verde que, a la luz de las estrellas, era grisáceo. Casi todas las sepulturas estaban en una pendiente, y el camino que llevaba a la iglesia era tan empinado como una escalera. En lo alto de la colina, en el plano, aparecía el monumento al que debía su fama el lugar. Contrastaba con las sepulturas informes que lo rodeaban, porque era obra de uno de los más célebres escultores de la moderna Europa. Con todo, su celebridad había pasado al olvido ante la celebridad del hombre cuya imagen representaba la escultura. Al lápiz plateado de la luz estelar se veía la sólida imagen metálica de un soldado moribundo, alzadas las manos en una perenne plegaria, la cabeza sobre la dura almohada del cañón. La cara, venerable y barbada, bien patilluda, según la antigua y pesada moda del coronel «Newcomen». El uniforme, aunque tratado en unos cuantos toques sencillos, era el de la guerra moderna. A la derecha, una espada con la punta rota; a la izquierda, la sagrada Biblia. En las luminosas tardes veraniegas llegaban coches llenos de americanos y gente culta de los alrededores que venían a admirar el sepulcro. Aun entonces, todos sentían que aquella vasta región forestal, con su colina del cementerio y su iglesia, era un sitio muy abandonado y oculto. En las heladas negruras del invierno, ya se comprenderá que era el sitio más solitario bajo las estrellas. Sin embargo, en la quietud de aquellos bosques inmóviles rechinó una reja. Y he aquí que dos vagas figuras negras entraron por el camino que conducía al cementerio.
El claror frío de las estrellas era tan tenue que nada se podía saber de aquellos hombres sino que ambos iban de negro, que uno de ellos era gigantesco y el otro, como por contraste, casi enano. Se dirigieron hacia la gran tumba esculpida del guerrero histórico y la contemplaron un rato. En todo el contorno no se veía un hombre ni una cosa viviente, y aun podía dudarse en un parpadeo de fantasía, de si aquellos hombres eran hombres. En todo caso, su conversación comenzó con frases muy extrañas. El hombre pequeño rompió el silencio y dijo así:
—¿Dónde esconderá una arenita un sabio?
—En la playa —dijo el hombre alto en voz baja.
El pequeño movió la cabeza, y tras corto silencio dijo:
—¿Dónde esconderá una hoja el sabio?
Y el otro contestó:
—En el bosque.
Nueva pausa. Y luego el mayor continuó:
—¿Quiere usted decir que cuando el sabio trata de ocultar un diamante verdadero está probado que lo esconderá entre falsos?
—No, no —dijo el pequeño, soltando la risa—. Lo pasado, pasado.
Pateó unos segundos para calentarse los pies, y luego:
—No estoy pensando en eso, sino en algo muy diferente —dijo— y muy peculiar. ¿Quiere usted encender una cerilla?
El gigantón se hurgó los bolsillos, y pronto se oyó un chasquido, y una llama pintó de oro todo un paño del monumento. Allí, en letras negras, estaban talladas las conocidas palabras que tantos americanos leyeron con el mayor respeto:
Consagrado a la memoria
del general sir Arthur Saint Clare,
héroe y mártir, que siempre venció a sus enemigos y siempre supo
perdonarlos, y al fin murió
por la traición a manos de ellos. Plegue a Dios —en quien
él puso su confianza— recompensarle y vengarle.
La cerilla le quemó al fin los dedos al gigante, se apagó y cayó. Iba el hombre a encender otra cuando su compañero le detuvo:
—Muy bien, amigo Flambeau. Ya he visto lo que quería. O más bien: no he visto lo que deseaba no ver. Y ahora, a caminar una milla y media hasta la próxima posada. Porque sabe el cielo la necesidad de estar junto al fuego y echar un trago de cerveza que experimenta quien se atreve con semejante historia.
Bajaron por la escarpada senda, cerraron otra vez la rústica reja, y con paso firme y ruidoso se internaron por el congelado camino de la selva. Anduvieron un cuarto de milla en silencio antes de que el pequeño dijera:
—Sí; el sabio esconde un grano de arena en la playa. Pero si no hay playa por allí cerca, ¿qué, hace? ¿Ignora usted los trabajos que pasó ese gran St. Clare?
—Yo no sé una palabra sobre los generales ingleses, padre Brown —contestó el otro, riendo—. Aunque algo sé de los policías ingleses. Yo sólo sé que, sea quien fuere ese personaje, me ha arrastrado usted de aquí para allá por todos los sitios donde quedan reliquias de él. Se diría que murió, por lo menos, en seis distintos lugares. Yo he visto una placa conmemorativa del general St. Clare en la abadía de Westminster. He visto una saltarina estatua ecuestre del general St. Clare en el muelle. He visto un medallón del general St. Clare en la calle donde nació y otro en la calle donde vivió, y ahora me arrastra usted al cementerio de esta aldea para ver el sitio en que su ataúd se conserva. La verdad es que comienzo a cansarme de este magnífico personaje, sobre todo porque ignoro completamente quién fue. ¿Qué anda usted buscando en todas estas lápidas y efigies?
—Una palabra, y nada más —dijo el padre Brown—. Una palabra que no puedo encontrar.
—Bueno —dijo Flambeau—; ¿quiere explicármelo?
—Lo dividiré en dos partes —dijo el sacerdote—. Primero lo que todos saben, y después lo que yo sé. Lo que todos saben es muy sencillo y breve de contar. Además, es una completa equivocación.
—¡Bravo! —dijo el gigantesco Flambeau alegremente—. Comencemos por la equivocación, comencemos por lo que todo el mundo sabe y que no es verdad.
—Si no todo es mentira, por lo menos está muy mal entendido —continuó el padre Brown—. Porque en rigor todo lo que el público sabe se reduce a esto: el público sabe que Arthur St. Clare fue un gran general inglés victorioso. Sabe que, tras espléndidas y concienzudas campañas en la India y en África, mandaba la expedición contra el Brasil cuando el gran patriota brasileño Olivier lanzó su ultimátum. Sabe que entonces St. Clare atacó a Olivier con escasas fuerzas y que éste le opuso un ejército poderoso. Que tras heroica resistencia cayó prisionero. Y sabe que después de caer en manos enemigas, y con escándalo del mundo civilizado, St. Clare fue colgado de un árbol. Así lo encontraron tras la retirada de los brasileños, con la espada rota colgada al cuello.
—¿Y es falsa esta versión popular? —preguntó Flambeau.
—No —dijo su amigo—; hasta aquí, la versión es exacta.
—Es que la historia no puede ir más allá —advirtió Flambeau—. Y si todo esto es verdadero, ¿dónde está el misterio?
Habían pasado ya muchos centenares de árboles grises y fantásticos antes de que al curita le diera la gana de contestar. Al fin, mordiéndose un dedo, explicó:
—Mire usted: el misterio es un misterio psicológico. O mejor dicho, es un misterio de dos psicologías. En esa cuestión del Brasil, dos de los más famosos hombres de la historia moderna obraron en absoluta contradicción con su respectivo carácter. Recuerde usted que ambos, Olivier y St. Clare, eran héroes; lo de siempre: la lucha entre Héctor y Aquiles. ¿Y qué diría usted de un combate en que Aquiles se portara tímidamente y Héctor como traidor?
—Prosiga usted —dijo el otro con impaciencia, viendo que su interlocutor volvía a morderse un dedo y callaba.
—Sir Arthur St. Clare era un soldado religioso a la antigua, el tipo de militares que nos salvó cuando los motines de los cipayos —continuó el padre Brown—. Siempre estaba más por el deber que por el ataque, y con todo su valor y acometividad personales, era un jefe prudente, a quien indignaba todo gasto inútil de fuerzas. Sin embargo, en esa su última batalla parece haber intentado algo que aun a los ojos de un niño resulta absurdo. No hace falta ser un estratega para comprender que aquello era un disparate. No hace falta ser un estratega para echarse a un lado cuando pasa un automóvil. Éste es el primer misterio ¿dónde tenía la cabeza el general inglés? Y el segundo enigma es éste: ¿dónde tenía el corazón el general brasileño? El presidente Olivier habrá sido un visionario o, si se quiere, un obstáculo; pero aun sus enemigos admiten que era magnánimo como un caballero andante. Casi todos sus prisioneros quedaban libres y hasta recibían de él beneficios. Los que se lo figuraban de otro modo, después de tratarlo, se quedaban encantados de su sencillez y su bondad. ¿Cómo es posible admitir que sólo una vez en la vida se le haya ocurrido vengarse tan diabólicamente? ¿Y esto precisamente el día en que ningún daño había recibido? Ya lo ve usted. Uno de los hombres más sabios del mundo obra un día como un idiota, sin ninguna razón. Uno de los hombres más buenos del mundo obra un día como un demonio, sin ninguna razón. Y toda la cuestión está en eso. Conciérteme usted esas medidas, amigo mío.
—No, no —dijo el otro dando un resoplido—. Conciértemelas usted. Y haga el favor de explicármelo todo muy claro.
—Bueno —continuó el padre Brown—. No sería justo decir que la versión pública es tal cual yo la he descrito, sin añadir que de entonces acá han sucedido dos cosas. No puedo decir que traigan nueva luz a nuestro enigma, porque nadie ha acertado aún a entenderlas. Pero, por lo menos, traen una nueva especie de oscuridad: desvían hacia otro punto la oscuridad. La primera cosa fue ésta: el médico de la familia de St. Clare rompió con la familia y se puso a publicar una serie de violentos artículos, en que afirmaba que el difunto general había sido un maniático religioso, pero, según los hechos por él alegados el general resultaba sencillamente un hombre peligroso. Así la campaña del médico fracasó. Todos sabían, por lo demás, que St. Clare compartía ciertas excentricidades de la piedad puritana. El segundo incidente es más importante. En el infortunado y desamparado regimiento que hizo aquel temerario ataque en Río Negro había un tal capitán Keith que estaba comprometido por aquella sazón con la hija de St. Clare y que después se casó con ella. Cayó prisionero en manos de Olivier, y, como todos los demás prisioneros, con excepción del general, parece que fue tratado muy bondadosamente y pronto fue puesto en libertad. Unos veinte años después, este hombre, entonces teniente coronel, publicó una especie de autobiografía titulada: Un oficial inglés en Birmania y en el Brasil. Y en la página que el lector ansioso busca afanosamente para dar con el relato del misterioso fin de St. Clare aparecen, más o menos, estas palabras: «En todo este libro he contado todos los sucesos tal como han ocurrido, porque comparto la antigua opinión de que la gloria de Inglaterra es lo bastante adulta para cuidarse sola. Pero en este punto de la derrota de Río Negro tengo que hacer una excepción, y las razones que me obligan a ello, aunque de orden privado, son enteramente honorables y también bastante imperiosas. Sin embargo, para hacer justicia a la memoria de dos hombres eminentes debo decir algunas palabras. Se ha acusado al general St. Clare de haberse portado con torpeza en aquella ocasión; yo soy testigo, al menos, de que aquella jornada, bien entendida, fue una de las más brillantes y sagaces de su historia. También sobre el presidente Olivier ha caído la acusación de que se portó con una injusticia salvaje. Debo al honor de un enemigo el manifestar que en esa ocasión extremó, todavía más que nunca, su característica bondad. Y para decirlo en pocas palabras, puedo asegurar a mis compatriotas que ni St. Clare fue tan necio ni Olivier tan bárbaro como parece. Y es cuanto puedo decir, y ninguna otra consideración humana me obligará a añadir una palabra».
Una enorme luna de hielo, como reluciente bola de nieve, se había levantado por entre la maraña de árboles que quedaba frente a ellos y a su fulgor el narrador pudo refrescar sus recuerdos del texto del capitán Keith con una hoja de papel impreso que llevaba consigo. La dobló, la guardó de nuevo, y Flambeau alargó la mano con un ademán muy francés para decir:
—Espere un poco, espere un poco. Creo adivinar algo al primer intento.
Y siguió caminando, resollando fuerte, con la negra cabeza y cuello de toro algo doblados, como un corredor en pos de la meta. El curita, divertido e interesado, tuvo que esforzarse por trotar en pos de su amigo. Frente a ellos los árboles comenzaron a abrirse a derecha e izquierda y el camino desembocó en un valle claro y bañado de luna y después volvió a escurrirse, como un conejo, por entre los vericuetos de otro bosque. La entrada de este otro bosque se veía pequeña y redonda como la boca de un túnel lejano. Pero estaba a menos de cien metros, y antes de que Flambeau volviera a hablar, se descubrió ante ellos como una caverna.
—¡Ya lo tengo! —exclamó dándose en el muslo con entusiasmo—. Todo ha sido pensarlo cuatro minutos óigame usted.
—Venga —asintió el otro.
Flambeau levantó la cabeza, pero bajó la voz.
—El general sir Arthur St. Clare —dijo— proviene de una familia en quien la locura era hereditaria y todo su anhelo era ocultar esto a su hija y, a ser posible, también a su futuro yerno. Con razón o sin ella, creyó un día estar cerca de la crisis fatal y prefirió antes suicidarse. Pero un suicidio ordinario hubiera provocado sospechas de lo que él deseaba ocultar. Al acercarse el momento de la batalla, sintió que su cerebro se iba nublando cada vez más, y en un momento de desesperación sacrificó su deber público a su deber privado. Se arrojó al combate precipitadamente, con la esperanza de caer a la primera bala. Al ver que sólo había logrado el fracaso y la prisión, la bomba oculta en su cerebro estalló, rompió su espada, y él mismo se colgó de un árbol.
Quedóse mirando la gris fachada del bosque que se movía frente a ellos con la boca negra en el centro, como boca de sepultura por donde se precipitaba el sendero. Tal vez ese vago aspecto amenazador de un bosque que se traga un camino reforzó su visión de la tragedia del desdichado general porque se estremeció un poco.
—¡Terrible historia! —dijo.
—¡Terrible historia! —repitió el sacerdote con la cabeza ladeada—. Pero falsa.
Después echó hacia atrás la cabeza con desesperación y exclamó:
—¡Ojalá así hubiera sido!
El talludo Flambeau se le quedó mirando.
—La historia que usted acaba de forjar es limpia, por lo menos —explicó el pequeño—. Es una historia grata, pura, honrada, tan blanca y tan franca como esa luna. Después de todo la locura y la desesperación son cosas harto inocentes. Hay cosas mucho peores, Flambeau.
Flambeau se puso a contemplar la luna, que el otro acababa de invocar y que, vista desde allí, aparecía cruzada por la rama negra de un árbol en forma de cuerno.
—Padre…, padre —dijo Flambeau, gesticulando a la francesa y apresurando el paso—, ¿dice usted que pudo ser peor?
—Peor —repitió el padre Brown como un eco. Y penetraron en el negro túnel del bosque que a uno y otro lado ofrecía un tapiz corrido de troncos, como en los confusos corredores de un sueño.
Pronto se encontraron en las más secretas entrañas de la selva, sintiendo que pasaban rozando sus caras unos follajes que ni siquiera podían ver. El sacerdote dijo otra vez:
—¿Dónde ocultará el sabio una hoja? En el bosque. Pero… ¿si no tiene a mano ningún bosque…?
—Bueno, bueno —gritó el irritable Flambeau—. ¿Qué hará entonces?
—Sembrará y formará un bosque para ocultarla —dijo el sacerdote con voz opaca—. ¡Un grave pecado!
—¡Oiga usted! —gritó su impaciente amigo, excitados sus nervios por la oscuridad de aquel enigma como por la oscuridad del bosque—. ¿Quiere usted explicarme eso o no? ¿Hay algunos otros datos?
—Hay otros tres indicios de datos —dijo el otro— que he desenterrado por ahí en rincones y agujeros. Voy a presentarlos a usted en un orden lógico más que cronológico. En primer término, nuestra autoridad, para establecer el resultado de la batalla, son los despachos del propio Olivier que son bastante claros. Dice que se encontraba atrincherado con dos o tres regimientos en las alturas que dominan Río Negro y al otro lado del cual el terreno es más bajo y pantanoso. Más allá, el campo se levanta ligeramente, y allí está el puesto avanzado de los ingleses, soportado por fuerzas que se han quedado muy atrás. En conjunto, las fuerzas inglesas son muy superiores a las suyas, pero ese regimiento avanzado se encuentra tan lejos de sus bases, que Olivier considera posible el plan de cruzar el río para cortar dicho regimiento. Al anochecer, sin embargo, se ha decidido a no abandonar sus posiciones, que son singularmente ventajosas. Al amanecer del día siguiente ve con asombro que aquel puñado de ingleses, sin recibir auxilio ninguno de sus reservas de retaguardia, se ha atrevido a cruzar el río, en parte por un puente que hay a la derecha y en parte por un vado que hay más allá, y se encuentra ya a este lado del río y justamente debajo de él.
»Es increíble que siendo tan pocos y teniendo el enemigo posiciones tan ventajosas, intenten un ataque. Pero Olivier advierte otra circunstancia todavía más inexplicable: que en lugar de procurarse terreno sólido aquel regimiento de locos, dejando el río a su espalda, mediante un avance desconsiderado no hace más que meterse en el fango como un puñado de moscas que se mete en la miel. Inútil decir que los brasileños abren grandes claros en sus filas con el fuego de la artillería, y que ellos solo pueden contestar con un fuego de fusilería tan ineficaz como animoso. Con todo, no cejan. Y el breve despacho de Olivier, termina con un gran tributo de admiración por el místico valor de aquellos imbéciles. «Finalmente —dice—, nuestras líneas avanzan y los impelen hacia el río. Hemos hecho prisionero al mismo general St. Clare y a varios oficiales. El coronel y el mayor han muerto en la acción. No puedo menos de manifestar que la historia ofrece pocos espectáculos más hermosos que la resistencia final de este regimiento extraordinario; allí se vio a los oficiales heridos arrebatar el arma a los soldados muertos, y al mismo general enfrentarse al enemigo a caballo, descubierta la cabeza y con una espada rota en la mano». Sobre lo que después sucedió con el general, también Olivier guarda silencio.
—Bueno —gruñó Flambeau—. Vengan más datos.
—El siguiente dato —dijo el padre Brown— me costó algún tiempo descubrirlo, pero queda expuesto en dos palabras. En un hospicio que hay entre los pantanos de Lincolnshire me encontré con un veterano herido en la batalla de Río Negro y que, además, había asistido al coronel del regimiento en el instante de su muerte. Era éste un tal coronel Clancy, un irlandés de cepa y parece que, más que de sus heridas, murió de la rabia que tuvo. El pobre coronel, en todo caso, no era responsable de aquel avance desatentado; el general le había obligado a ello. Según el veterano, sus últimas y edificantes palabras fueron éstas: «Y allá va el asno de hombre con la espada rota; ¡así le rompieran la cabeza!». Notará usted que todos han advertido este detalle de la espada rota, aunque todos lo han considerado con más respeto que el difunto coronel Clancy. Y ahora vamos al tercer indicio.
El camino comenzó a empinarse y el padre Brown tuvo que callar un poco para tomar aliento. Después prosiguió en igual tono:
—Hará apenas uno o dos meses murió en Inglaterra un oficial brasileño que salió de su país por ciertas dificultades con Olivier. Era persona bien conocida, tanto aquí como en el continente: un español, de nombre Espada. Yo le conocí también; era un viejo dandy de cara amarillenta que tenía una nariz ganchuda. Por razones de orden privado, tuve ocasión de examinar los documentos que dejó a su muerte. Era católico, desde luego, y yo le ayudé a bien morir. Entre sus cosas no había nada que sirviera para aclarar el misterio del general St. Clare, salvo cinco o seis breviarios que habían sido de un soldado inglés y estaban llenos de notas. Supongo que los brasileños los recogieron de algún cadáver que quedó en el campo. Las notas se interrumpían en la noche anterior a la batalla.
»Pero el relato que dejó ese soldado sobre la víspera de la acción era digno de leerse. Lo llevo conmigo, pero aquí no puedo leerlo; está esto muy oscuro. Le haré a usted un resumen de lo que dice. Comienza con una colección de frases burlescas que, por lo visto, le dirigían todos a algún individuo apodado el Buitre. Pero este Buitre no parece haber sido uno de los suyos ni siquiera un inglés. Tampoco es seguro que fuera un enemigo. Parece que fuera algún acompañante, un no combatiente, quizás un guía, quizás un corresponsal de guerra de algún periódico. Andaba junto al coronel Clancy, pero más a menudo se le ve aparecer, a través de las notas, junto al mayor. El mayor es una figura prominente en el relato del soldado: se le representa allí como un hombre encorvado de cabellos negros, llamado Murray, irlandés del Norte y puritano. Y se habla mucho del contraste cómico entre la austeridad de este hombre de Ulster y la jovialidad del coronel Clancy. También hay un chiste sobre los colorines del traje del llamado Buitre.
»Pero todas estas insignificancias desaparecen ante algo que podemos comparar a un toque de clarín. Detrás del campamento inglés y casi paralelo al río, corre uno de los escasos caminos que atraviesan aquel distrito. Al Oeste, el camino tuerce sobre el río y pasa el puente de que ya he hablado. Al Este el camino se mete por los matorrales, y a unas dos millas más allá llega al otro campamento inglés. De aquel punto se oyó venir aquella tarde un ruido y tintineo de caballería ligera, y hasta este simple narrador pudo comprender, con asombro, que llegaba el general con su Estado Mayor. Venía en ese soberbio caballo blanco que habrá usted visto en las revistas ilustradas y en los retratos de la Academia. Y puede usted estar seguro de que la tropa le saludó con verdadero entusiasmo. Pero él, sin gastar tiempo en ceremonias, saltó del caballo, se mezcló en el grupo de oficiales y les endilgó un discurso solemne, aunque confidencial. Lo que más impresionó a nuestro narrador fue el singular empeño que el general mostraba de discutirlo todo con el mayor Murray; sin embargo esta preferencia, con tal de no ser exagerada, no tenía nada de extraño. Ambos estaban hechos para entenderse; ambos eran gente que lee y practica su Biblia; ambos pertenecían al viejo tipo del militar evangelista. Ello es que cuando el general montó otra vez a caballo todavía estaba discutiendo sus planes muy seriamente con Murray y que al echar a andar el caballo lentamente hacia el río, el hombre de Ulster caminaba a su lado en animado debate. Los soldados los vieron alejarse y, por fin, desaparecer tras una masa de árboles donde el camino tuerce hacia el río, el coronel volvió a su tienda; la tropa, a sus puestos. El narrador se quedó por allí unos minutos, y de pronto vio algo extraordinario. El soberbio caballo blanco, que se había alejado a paso lento por el camino, como en las muchas paradas militares a que había concurrido, volvía a todo galope como si corriera en una pista. Al principio, la tropa se figuró que el caballo, con el jinete encima, se había desbocado; pero pronto pudieron darse cuenta de que era el mismo general, gran caballista, quien lo hacía correr. Caballo y jinete llegaron como un huracán hasta donde estaba la tropa, y allí, refrenando al caracoleante corcel, el general volvió hacia ellos la encendida cara y preguntó por el coronel con una voz como la trompeta del Juicio.
»Yo me figuro que los vertiginosos sucesos de esta catástrofe se mezclaron desordenadamente en el alma de aquellos hombres, como le pasó a nuestro diarista. Con sobresalto de una pesadilla cayeron todos, cayeron literalmente en sus filas y se enteraron de que era menester dar un ataque cruzando el río. El general y el mayor parece que habían descubierto quién sabe qué en el puente, y apenas quedaba tiempo de luchar a la desesperada. El mayor iba camino de la retaguardia para traer las reservas, pero aunque se dieran mucha prisa, era dudoso que pudieran llegar a tiempo. Como quiera, había que cruzar el río aquella noche y tomar las alturas al amanecer. Y el diario se interrumpe con el barullo y la palpitación de la romántica marcha nocturna.
El padre Brown caminaba ahora delante de su compañero, porque el camino se había hecho angosto y más pendiente y más intrincado, al grado que ya les parecía ir trepando por una escalera de caracol. Desde arriba, entre las tinieblas, bajaba la voz del sacerdote:
—Y todavía hay una circunstancia tan minúscula como enorme. Al azuzarlos el general a aquella carga caballeresca, desenvainó a medias la espada, y después la envainó otra vez como avergonzado de aquel ademán melodramático. Ya ve usted: otra vez la espada.
Una semiluz comenzó a filtrarse por entre la maraña de arbustos, echando a sus pies la sombra de una red. Comenzaban a subir de nuevo hacia la tenue luminosidad del campo abierto. Flambeau sintió que la verdad le rodeaba más como una atmósfera que como una idea. Y contestó, a tientas:
—Y, ¿qué tiene de extraño? ¿No llevan espada generalmente los oficiales?
—En la guerra moderna no es frecuente mencionar las espadas —dijo el otro—. Pero en esta historia topamos a cada instante con la espada.
—¿Y qué? —gruñó Flambeau—. Eso es un incidente insignificante y que tiene cierto color: el viejo general rompe su espada en su último combate. Todo el que se haya asomado a la Historia caerá en ello. Por eso en todas esas tumbas y conmemoraciones le representan con la espada rota. Supongo que no me ha arrastrado usted a esta expedición polar sólo porque dos hombres, estudiando la manera de hacer sus respectivos cuadros, hayan reparado en este detalle de la espada rota de St. Clare.
—No —gritó el padre Brown con una voz como un pistoletazo—; pero ¿quién es, de todos, el único que ha visto su espada incólume?
—¿Qué quiere usted decir? —dijo el otro, deteniéndose, bajo la inciertas estrellas, porque acababan de salir del túnel del bosque.
—Digo que, ¿quién fue el que vio su espada incólume? —repitió, obstinado, el padre Brown—. No fue seguramente el autor del diario de guerra, porque el general ocultó la espada a tiempo.
Flambeau contempló la lejanía lunar como contempla el sol un ciego; y, por primera vez, su amigo dejó ver su ansia al hablar.
—¡Flambeau! —gritó—; no puedo demostrarlo ni después de andar hurgando las tumbas. Pero estoy seguro de ello. Voy a añadir otra cosa que corona todo el edificio de sospechas. El coronel, por suerte fatal, fue uno de los primeros blancos del enemigo. Fue herido mucho antes de que las fuerzas se encontraran. Pero él vio ya la espada rota de St. Clare. ¿Por qué estaba ya rota? ¿Cómo y cuándo se había roto? Amigo mío, la espada se había roto antes de la batalla.
—¡Oh! —exclamó su amigo con lúgubre jocosidad—; ¿dónde habrá caído el otro pedazo?
—Puedo decírselo a usted —contestó el otro precipitadamente—. Está en el ángulo nordeste del cementerio de la catedral protestante de Belfast.
—¿De veras? —preguntó el otro—. ¿Ha ido usted a buscarlo allá?
—No he podido —repuso el otro, lamentándolo sinceramente—. Tiene encima un enorme monumento de mármol; un monumento del heroico Mayor Murray, que cayó peleando gloriosamente en la famosa batalla de Río Negro.
Flambeau se quedó galvanizado.
—¿Quiere usted decir? —preguntó al fin con voz áspera— que el general St. Clare odiaba a Murray y le mató en el campo de batalla porque…
—Todavía sigue usted lleno de buenos y nobles pensamientos —dijo el padre Brown—. Lo que pasó fue mucho peor.
—Bueno —dijo el gigantón—; mis recursos de imaginación perversa se han agotado.
El sacerdote pareció vacilar, no sabiendo cómo abordar su desenlace, y al fin dijo:
—¿Dónde esconderá el sabio una hoja? En el bosque.
El otro no contestó.
—Y si no hay bosque, fabricará uno. Y si quiere esconder una hoja marchita, fabricará un bosque marchito.
No hubo respuesta, y el sacerdote añadió:
—Y si se trata de esconder un cadáver, formará un campo de cadáveres para esconderlo.
Flambeau comenzó a alargar sus zancadas, como si quisiera a toda costa abreviar el tiempo o el espacio. Y el padre Brown continuó, como reanudando su última frase:
—Ya le he dicho a usted que sir Arthur St. Clare era un gran lector de su Biblia. Esto es lo que le pasó: ¿Cuándo entenderán los hombres que a nadie le aprovecha leer su Biblia, mientras no lea al mismo tiempo la Biblia de los demás? El impresor lee su Biblia y encuentra erratas de imprenta. El mormón lee su Biblia y da con la poligamia. El partidario de la Ciencia Cristiana lee la suya, y descubre que no es verdad que tengamos brazos y piernas. St. Clare era un viejo soldado protestante angloindio. Hágase usted cargo de lo que esto significa; y, por favor, vaya usted al fondo. Esto significa que estamos en presencia de un hombre formidable físicamente, que pasa lo más de su vida bajo un sol tropical, en el seno de una sociedad oriental, y que se hunde, sin ninguna guía ni preparación, en el abismo de un libro oriental. Naturalmente, este hombre lee, más que el Nuevo, el Antiguo Testamento. Y en el Antiguo, naturalmente, encuentra todo lo que quiere: lujuria, tiranía, traición. Sí; ya sé que era lo que suelen llamar un hombre honrado. Pero ¿qué bondad hay en ser honrado adorando la maldad?
»En cada uno de los países cálidos y lejanos en que vivió, este hombre pudo disponer de un harén, torturar a los demás, amasar oro con vergüenza; pero siempre pudo decir, con mirada altiva, que lo hacía para la mayor gloria de Dios.
»Y creo explicar suficientemente mi propia teología preguntando: ¿de qué Dios? Sucede con estos pecados, que van abriendo sucesivamente las puertas del infierno, e internándonos en cuartos cada vez más pequeños. Éste es el principal argumento contra el crimen: que aunque el hombre no se vaya haciendo más malo, se va haciendo cada vez más débil. St. Clare se encontró pronto embarazado en un dédalo de soborno y chantaje, y cada vez le hizo más falta el dinero en efectivo. Y para la época de la batalla de Río Negro, ya, de uno en otro mundo, St. Clare había venido a caer en el sitio que Dante considera como el piso más bajo del Universo.
—¿Qué quiere decir usted?
—Quiero decir esto —replicó el clérigo, y señaló un charco congelado que brillaba a la luna—. ¿Se acuerda usted a quiénes pone Dante en el último círculo de hielo?
—A los traidores —dijo Flambeau.
Y al contemplar aquel inhumano paisaje de árboles, de contornos insolentes y casi obscenos, pudo figurarse que él mismo era Dante, y el sacerdote, con un hilito de voz, era un Virgilio que le conducía por la zona del eterno pecado.
La voz continuó:
—Olivier, como ya usted sabe, era hombre quijotesco, y no hubiera consentido un servicio secreto de espías. Pero el servicio, como tantas otras cosas, se estableció sin que él lo supiera. Y el que lo estableció fue mi amigo Espada. Era Espada, el pisaverde vestido de colorines, a quien la gente de tropa, por lo narigón, apodaba el Buitre. Habiéndose escurrido hasta el frente a titulo de filántropo, se coló en las filas inglesas, y al fin dio con el único hombre corrompido que había en las filas. Y este hombre era —¡Dios poderoso!— el jefe. St. Clare necesitaba dinero, montañas de dinero. El desacreditado médico de la familia amenazaba con contar esas indiscreciones, que después salieron a la luz; historias de cosas monstruosas y prehistóricas en Park Lane; actos de un evangelista inglés que más parecían sacrificios humanos y actos propios de hordas de esclavos. También hacía falta dinero para dotar a la hija; porque amaba tanto la fama de la riqueza como la riqueza misma. Rompió la última amarra, dio el soplo a los brasileños, y los enemigos de Inglaterra le colmaron de oro. Pero había otro hombre que había hablado con Espada, el Buitre, y que también tenía acceso al general. Quién sabe cómo, el austero y joven mayor de Ulster sospechó la horrible verdad; y cuando paseaban lentamente por aquel camino, rumbo al paso del río Murray le dijo al general que debía renunciar al mando en aquel instante, so pena de ser procesado y fusilado. El general se mostró temporizador hasta que llegaron al bosquecillo del recodo; y en llegando allí, entre las aguas rumorosas y las palmas doradas de sol (casi veo el cuadro), el general desenvainó e hincó la hoja en el cuerpo del mayor.
Aquí el camino serpeaba un poco, costeando una colina llena de escarcha donde aparecían crueles bultos negros y ramaje y maleza; pero a Flambeau se le antojó ver una luna y estrellas, parecía resplandor de una hoguera hecha por los hombres. Y estuvo contemplándola atentamente, en tanto que la historia se acercaba a su fin.
—St. Clare era un canalla, pero de casta. Nunca, puedo jurarlo, nunca fue tan dueño de sí como cuando el pobre Murray yacía inerte a sus pies. Nunca en ninguna de sus victorias, según dijo bien el capitán Keith, fue tan grande aquel grande hombre como en esta derrota que el mundo considera desdeñosamente. Contempló fríamente su arma, limpió la sangre; vio que la punta se había roto en el pecho de su víctima. Y todo lo que había de suceder lo consideró tan serenamente como quien ve la calle tras las vidrieras del casino. Comprendió que aquel cadáver inexplicable sería encontrado; que aquella inexplicable punta de espada sería extraída; que se darían cuenta de la inexplicable espada rota que él ceñía, o notarían su falta si la ocultaba. Comprendió que había matado, pero no había hecho callar. Entonces su imperioso espíritu se irguió ante los obstáculos; sólo quedaba un camino, que era hacer menos inexplicable aquel cadáver: alzar una montaña de cadáveres para esconderlo. Y antes de veinte minutos, ochocientos soldados ingleses marchaban a la muerte.
El cálido resplandor fue creciendo tras el helado cortinaje del bosque, y Flambeau se apresuró otra vez. El padre Brown se esforzó por seguirle el paso. Y continuó su historia:
—Tal era el valor de aquel millar de ingleses, y tal el genio de su comandante, que si hubieran atacado de una vez la colina, otra hubiera sido su suerte. Pero el mal espíritu, que jugaba con ellos como si fueran peones de ajedrez, tenía otros intentos. Era necesario que se quedaran empantanados junto al puente, para que la presencia de cadáveres en aquel sitio no llamara la atención más tarde. Y después, en la gran escena final, el santo soldado de cabellos de plata desenvainaría su espada rota como para conjurar la matanza. Como espectáculo improvisado, no estuvo mal, pero yo creo (probarlo no puedo), yo creo que, precisamente, mientras estaban por ahí atascados en aquel lodazal sangriento, hubo alguien que dudó… y sospechó.
Calló un instante, y después prosiguió:
—No sé de dónde me llega una voz que me dice: el hombre que sospechó fue el enamorado…, el que se iba a casar con la hija del viejo general.
—Pero ¿qué pasó con Olivier y cómo colgaron al general? —preguntó Flambeau.
—Olivier, en parte por espíritu caballeresco, en parte por buena política, no gustaba de entorpecer sus marchas con el estorbo de los prisioneros. Casi siempre daba la libertad a todos. Y así lo hizo entonces.
—Con todos, menos con el general —dijo el gigante.
—Con todos, incluso con el general —insistió el sacerdote.
Flambeau frunció el ceño:
—No lo veo claro —dijo.
—Hay otra escena, Flambeau —dijo el padre Brown en un tono místico y profundo—, otra escena cuya realidad no puedo probar, pero puedo hacer algo mejor: la veo claramente. Veo un campo, de mañana, unas colinas áridas, tórridas, unos uniformes brasileños formados en columnas de marcha. Veo la camisa roja, la larga barba negra de Olivier, agitada por el viento: Olivier tiene el sombrero de ancha ala en la mano. Está despidiéndose del gran enemigo a quien concede la libertad; del sencillo veterano inglés de cabellos blancos que, en nombre de su gente, le da las gracias. Detrás de él permanece, en espera, el grupo de ingleses. A un lado, hay vehículos y provisiones para la partida. Redoblan los tambores. Los brasileños se ponen en marcha. Los ingleses están inmóviles como estatuas, y así permanecen hasta que el último destello y rumor de las columnas enemigas se borran en el horizonte tropical. Entonces se agitan todos como muertos que resucitan, y cincuenta rostros se vuelven hacia el general: ¡rostros inolvidables!
Flambeau dio un salto:
—¡No! —gritó—. No querrá usted decir…
—Sí —dijo el padre Brown con voz profunda y patética—. Fue una mano inglesa la que puso el nudo corredizo al cuello de St. Clare, y creo que fue la misma que puso el anillo en el dedo de su hija. Manos inglesas fueron las que lo izaron en el árbol abominable: las manos de aquellos que lo habían adorado y seguido en sus victorias. Y fueron almas inglesas (¡Dios nos perdone a todos!) las que, mientras él se mecía, bajo un sol extraño, en la verde horca de la palmera, pidieron, en su justa ira, que se abrieran para él los infiernos.
Al llegar a lo alto de la colina, los deslumbró la luz escarlata de una posada inglesa llena de cortinas rojas en las ventanas. Se alzaba al lado del camino en amplio ademán de hospitalidad. Tres puertas se abrían para invitar al caminante. Y hasta ellos llegó el rumor y la risa de los hombres que pasaban una noche feliz.
—Inútil decirle a usted más —continuó el padre Brown—. Lo juzgaron en mitad del desierto y lo ejecutaron; y después, por el honor de Inglaterra y de la hija del general, juraron callar para siempre la historia del dinero, de la traición y de la espada asesina. Tal vez (¡Dios les perdone!) todos procuraron olvidarla. Tratemos nosotros de hacer lo mismo. He aquí la posada. Entremos.
—Con toda el alma —dijo Flambeau, y se adelantó presuroso hacia el bar ruidoso e iluminado; cuando se detuvo, retrocedió y estuvo a punto de caer en mitad del camino.
—¡Mire usted, en nombre del diablo! —gritó, señalando la tabla que colgaba sobre la puerta de la posada. En la tablilla se veía, toscamente pintado, el puño de una espada y una hoja rota. Debajo, en caracteres anticuados, había un letrero: «La espada Rota».
—Pero ¿no lo esperaba usted? —preguntó el padre Brown—. ¡Si es el dios de la provincia! La mitad de las posadas y calles de por aquí han tomado el nombre de él o de su leyenda.
—Creí que habíamos acabado ya con ese leproso —dijo Flambeau, escupiendo con disgusto.
—No, no se libertará usted de él en Inglaterra —dijo el sacerdote— mientras el bronce sea duro y la piedra resistente. Sus estatuas de mármol han de entusiasmar por siglos y siglos las almas inocentes y orgullosas de los niños; su tumba olerá a lealtad, como huele a lirios. Millones de hombres que no le conocieron amarán como a un padre a ese hombre que fue tratado como un andrajo por los pocos que le conocieron. Será tenido por un santo, y nunca se sabrá la verdad, porque yo estoy decidido. Hay tanto bien y tanto mal en violar un secreto, que prefiero poner a prueba mi conducta. Todos esos periódicos se acabarán. Ya pasó el ruido de la cuestión brasileña. Ya Olivier es honrado por todo el mundo. Pero yo me dije que si alguna vez, en palabras, en metal o en mármol que puedan durar como las pirámides, el coronel Clancy, el capitán Keith, el presidente Olivier o cualquiera otro inocente recibían el menor denuesto, entonces hablaría yo. Y en tanto que sólo se tratara de cantar equivocadamente las glorias de St. Clare, callaría. Y así lo haré aunque me duela no poder publicar la verdad.
Entraron en la taberna de las cortinas rojas, que no sólo era cómoda, sino casi lujosa. Sobre una mesa se veía una reproducción en plata de la tumba de St. Clare, con la cabeza de plata recostada sobre el cañón, y la espada de plata, rota. En los muros se veían bonitas fotografías en colores del sitio y la explicación del sistema de coches para los turistas. Los dos amigos se sentaron en los confortables bancos acolchados.
—Venga usted, que hace frío —dijo el padre Brown—. Que nos sirvan algo de vino o cerveza.
—O brandy —dijo Flambeau.