El ojo de Apolo
Esa extraña bruma centelleante, confusa y transparente a la vez, que es el secreto del Támesis, iba pasando del tono gris al luminoso, a medida que el sol ascendía hacia el cenit, cuando dos hombres cruzaron el puente de Westminster. Uno muy alto, otro muy bajo, podía comparárseles caprichosamente al arrogante campanario del Parlamento junto a las humildes corcovas de la Abadía; tanto más cuanto que el hombre pequeño llevaba hábito sacerdotal. La papeleta oficial del hombre alto era ésta: Monsieur Hercule Flambeau, detective privado, quien se dirigía a su nuevo despacho, que estaba en un rimero de pisos recién construidos, frente a la entrada de la Abadía. Las generales del hombre pequeño eran éstas: el reverendo J. Brown, de la iglesia de San Francisco Javier, en Camberwell, quien acababa de venir derechamente de un lecho mortuorio de Camberwell para conocer la nueva oficina de su amigo.
El edificio era de aspecto americano por su altura de rascacielos, y también por la pulida elaboración de su maquinaria de teléfonos y ascensores. Pero estaba recién acabado y todavía con andamios. Sólo había tres inquilinos: la oficina de arriba de Flambeau estaba ocupada, y lo mismo la de abajo: los dos pisos de más arriba y los tres de más abajo estaban vacíos. A primera vista, algo llamaba la atención de aquella torre de pisos, amén de los restos de andamios: era un objeto deslumbrador que se veía en las venas del piso superior al de Flambeau: una imagen, dorada, enorme, del ojo humano, circundada de rayos de oro, que ocupaba el sitio de dos o tres ventanas.
—¿Qué puede ser eso? —preguntó, asombrado, el padre Brown.
—¡Ah! —dijo Flambeau, riendo—. Es una nueva religión: una de esas religiones nuevas que le perdonan a uno los pecados asegurando que nunca los ha cometido. Creo que es algo como la amada Ciencia Cristiana. Ello es que un tipo llamado Kalon (no sé lo que significa este nombre, aunque claro se ve es postizo) ha alquilado el piso que está encima del mío. Debajo tengo dos mecanógrafas, y arriba ese viejo charlatán. Se llama a sí mismo el Nuevo Sacerdote de Apolo, adora al Sol.
—Pues que tenga cuidado —dijo el padre Brown—; porque el Sol fue siempre el más cruel de todos los dioses. Pero ¿qué significa ese ojo gigantesco?
—Tengo entendido —explicó Flambeau— que, según la teoría de esta gente, el hombre puede aportarlo todo, siempre que su espíritu sea firme. Sus dos símbolos principales son el Sol y el ojo alerta, porque dicen que el hombre enteramente sano puede mirar al Sol de frente.
—Un hombre enteramente sano —observó el padre Brown— no se molestaría en eso.
—Bueno; eso es todo lo que yo sé de la nueva religión —prosiguió Flambeau—. Naturalmente, se jactan también de curar todos los males del cuerpo.
—¿Y curarán el único mal del alma? —preguntó con curiosidad el padre Brown.
—¿Cuál es? —dijo el otro, sonriendo.
—¡Oh! Pensar que está uno enteramente sano y perfecto —dijo su amigo.
A Flambeau le interesaba más el silencioso despachito de abajo que el templo llameante de arriba. Era un meridional muy claro, incapaz de sentirse más que católico o ateo; y las nuevas religiones, así fueran más o menos brillantes, no eran su género. Pero la Humanidad sí lo era, sobre todo cuando tenía buena cara. Además, las damas del piso inferior eran en su clase de lo más interesante. Dos hermanas manejaban la oficina, ambas tenues y morenas, una de ellas esbelta y atractiva. Tenía un perfil aguileño y anheloso, y era uno de esos tipos que recuerda uno siempre de perfil, como recortados en el filo de un arma. Parecía capaz de abrirse paso en la vida. Tenía unos ojos brillantes, pero más con brillo de acero que de diamantes; y su figura rígida y delgada convenía poco a la gracia de sus ojos. La hermana menor era como una contracción de la otra, algo más borrada, más pálida y más insignificante. Ambas usaban un traje negro adecuado al trabajo, con unos cuellecitos y puños masculinos. Por este estilo hay cientos y cientos de mujeres enérgicas en oficinas de Londres; pero el interés de éstas estaba, más que en su situación aparente, en su situación real.
Porque Pauline Stacey, la mayor, era heredera de un blasón y medio condado, y una verdadera riqueza; había sido educada en castillos y entre jardines antes de que una frígida fiereza —característica de la mujer moderna— la arrastrara a lo que ella consideraba como una vida más intensa y más alta. No había renunciado a su dinero, no: eso hubiera sido un abandono romántico o monástico, ajeno por completo a su utilitarismo imperioso. Conservaba su dinero, como diría ella, para usarlo en objetos prácticos y sociales. Parte había invertido en el negocio, núcleo de un emporio mecanográfico modelo; parte estaba distribuido en varias Ligas y Asociaciones para el adelanto del trabajo femenino. Hasta dónde Joan, su hermana y asociada, compartía este idealismo, algo prosaico, nadie lo sabía a punto fijo. Pero seguía a su mayor con un afecto de perro fiel que, en cierto modo, era más atractivo, por tener un toque patético, que el ánimo altivo y rígido de la otra. Porque Pauline Stacey no entendía de cosas patéticas, tal vez negaba su existencia.
Su rígida presteza, su impaciencia fría, habían divertido mucho a Flambeau cuando vino por primera vez a ver los pisos. Él se había quedado en el vestíbulo esperando al chico del ascensor que acompañaba a los visitantes de piso en piso. Pero la falcónida muchacha de ojos brillantes se había negado abiertamente a soportar aquel plazo oficial. Había dicho con mucha rudeza que ella sabía bien manejar un ascensor, y no necesitaba de chicos… ni de hombres. Y aunque su habitación sólo estaba en el tercer piso, en los pocos segundos de la ascensión se las arregló para enterar a Flambeau de sus opiniones fundamentales del modo más intempestivo; opiniones que tendían todas a producir el efecto general de que ella era una mujer moderna y trabajadora, y le gustaba el maquinismo moderno. Y sus ojos negros ardían de ira contra los que rechazan la ciencia mecánica y anhelan el retorno de la era romántica. Todo el mundo debiera ser capaz de manejar una máquina, tal como ella el ascensor. Y hasta parece que no le agradó que Flambeau abriera la puerta para cederle el paso. Y el caballero continuó la ascensión hacia su departamento, sonriendo con un sentimiento complejo al recuerdo de tanta independencia y fogosidad.
Sin duda, era una mujer de temperamento, un temperamento inquieto y práctico; los ademanes de aquellas manos frágiles y elegantes eran súbitos y hasta destructores. Flambeau entró una vez en la oficina de la muchacha para encargar alguna copia, y se encontró con que la muchacha acababa de arrojar en mitad de la estancia unas gafas de su hermana y estaba pateándolas con furia. Se despeñaba por los rápidos de una tirada ética contra las «enfermizas nociones medicinales» y la morbosa aceptación de la debilidad que el uso de tales aparatos supone; conminaba a su hermana a no volver a presentarse por allí con aquel chisme artificial y dañino; le preguntaba si acaso le hacían falta piernas de palo, cabellos postizos u ojos de cristal, y, mientras decía todo aquello, sus ojos fulguraban más que el cristal.
Flambeau, desconcertado ante semejante fanatismo, no pudo menos de preguntar a Miss Pauline, con derecha lógica francesa, por qué un par de gafas había de ser un signo de debilidad más morboso que un ascensor, y por qué la ciencia, que nos ayuda para un esfuerzo, no ha de ayudarnos para el otro.
—Eso es muy distinto —dijo Pauline Stacey pomposamente—. Las baterías, los motores y cosas por el estilo son signos de la fuerza del hombre… ¡Sí, Mr. Flambeau!, y también de la fuerza de la mujer. Ya tomaremos nuestro turno en esas grandes máquinas que devoran la distancia y desafían al tiempo. Eso es superior y espléndido… Eso es verdadera ciencia. Pero estos miserables parches y auxilios que venden los doctores… Bueno, son insignias de cobardía. Los doctores andan prendiéndole a uno los brazos y las piernas como si fuéramos unos mutilados o cojos de nacimiento, unos esclavos de nacimiento. ¡Pero yo he nacido libre, Mr. Flambeau! La gente se figura que necesita todo eso porque ha sido educada en el miedo, en vez de ser educada en el poder y el valor; así también las estúpidas niñeras dicen a los niños que no miren el sol, de suerte que los niños no pueden ya mirarlo sin pestañear. Pero ¿cuál es, entre todas las estrellas, la estrella que yo no puedo mirar de frente? El sol no es mi señor, y yo abro los ojos y lo miro siempre que me da la gana.
—Los ojos de usted —dijo Flambeau, haciendo una reverencia completamente extranjera— bien pueden deslumbrar al sol.
Flambeau se complació en dirigir un piropo a esta belleza extraña y arisca, en mucho porque estaba seguro de que esto la haría perder su aplomo. Pero cuando subía la escalera para regresar a su oficina dio un resoplido y dijo para sí:
—De modo que ésta ha caído en las manos del brujo de arriba y se ha dejado embaucar por su teoría del ojo de oro.
Porque aunque poco sabía y poco se cuidaba de la nueva religión de Kalon, ya había oído hablar de la teoría aquella de contemplar de frente al sol.
Pronto se dio cuenta de que la liga espiritual entre el piso de arriba y el de abajo era cada vez más estrecha. El llamado Kalon era un tipo magnífico y muy digno, en el sentido físico, de ser el pontífice de Apolo. Era casi de la estatura de Flambeau y de mejor presencia, con unas barbas de oro, bellos ojos azules y una melena de león. Era, por la estructura, la bestia blonda de Nietzsche; pero toda su belleza animal resultaba aumentada, iluminada y suavizada por una inteligencia y una espiritualidad genuinas. Parecía, es verdad, uno de aquellos grandes reyes sajones, pero de aquellos que fueron santos. Y esto, a pesar de la incongruencia más que popular y londinense del ambiente en que vivía: el tener una oficina en un edificio de Victoria Street; el tener un empleado, un muchacho común y corriente vestido como hijo de vecino, sentado en la primera habitación entre el corredor y la que él ocupaba; el que su nombre estuviera grabado en una placa de bronce, y el dorado emblema de su credo colgaba sobre la calle como un anuncio de oculista… Toda esta vulgaridad no podía evitar que el llamado Kalon ejerciera, con su cuerpo y su alma, una emoción opresora, inspiradora. Para decirlo todo cualquiera, en presencia de este charlatán, se sentía en presencia de un gran hombre. Hasta con aquel traje de lino ligero que usaba como traje de taller, era una figura fascinadora y formidable. Y cuando se envolvía en sus vestiduras blancas y se coronaba con una rueda de oro para hacer sus diarias salutaciones al sol, se veía realmente tan espléndido que muchas veces la gente de la calle no se atrevía a reír. Porque, tres veces al día, este nuevo adorador del sol salía al balcón, frente a la fachada de Westminster, y recitaba una letanía a su radiante señor: una al amanecer, otra al ponerse el sol y otra al toque de mediodía. Precisamente daban las doce en las torres del Parlamento y la parroquia cuando el padre Brown, el amigo de Flambeau, alzó los ojos y vio al blanco sacerdote de Apolo en el balcón.
Flambeau, cansado de admirar estas salutaciones diarias a Febo, entró en la casa sin cuidarse siquiera de ver si su amigo le seguía. Pero el padre Brown, sea en virtud de su interés profesional por los ritos, o de su interés personal por las extravagancias, se detuvo a ver el balcón del idólatra, como se hubiera detenido a ver una representación guiñolesca del Punch and Judy. Kalon el Profeta, erguido, lleno de adornos de plata, alzadas las manos, dejaba oír su voz penetrante recitando las letanías solares por encima del trajín de la calle. Estaba en mitad de su letanía; sus ojos estaban fijos en el disco llameante. No es fácil saber si veía a alguien o algo de este mundo, pero es seguro que no vio a un sacerdote pequeñín, carirredondo, que entre la multitud de la calle le miraba pestañeando. Tal vez nunca se vio mayor diferencia entre dos hombres ya de suyo tan diferentes: el padre Brown no podía ver nada sin pestañear, y el sacerdote de Apolo contemplaba el astro del mediodía sin un temblor en los párpados.
—¡Oh, sol! —gritaba el profeta—. ¡Oh, estrella demasiado grande para convivir con las demás! ¡Oh, fuente que fluyes mansamente en los secretos del espacio! ¡Padre blanco de toda blancura: de las llamas blancas, las blancas flores y las cumbres albeantes…! ¡Padre más inocente que la más inocente de tus criaturas! ¡Oh, pureza primitiva, en cuya serenidad perenne…!
En este momento hubo como una fuga y un estallido de cohete, entre estridencias y alaridos. Cinco hombres entraban precipitadamente en la casa al tiempo que otros tres salían de ella a toda prisa. Y por un instante todos se estorbaron el paso. Un sentimiento de horror pareció llenar de pronto la mitad de la calle con un aleteo de alarma, alarma todavía mayor por el hecho de que nadie sabía bien lo que había pasado. Y tras esta súbita conmoción, dos hombres permanecieron impávidos: en el balcón de arriba, el hermoso sacerdote de Apolo; abajo, el triste sacerdote de Cristo.
Por fin apareció en la puerta, dominando el tumulto, la enorme y titánica figura de Flambeau. A voz en cuello, como una sirena, gritó pidiendo que llamaran inmediatamente a un cirujano. Y como volviera a desaparecer en el interior de la casa, abriéndose paso por entre la gente, su amigo el padre Brown se escurrió tras él, aprovechándose de su insignificancia. Mientras chapuzaba y se zambullía en la muchedumbre, todavía pudo oír la salmodia magnífica y monótona del sacerdote solar, que seguía invocando al dios venturoso, amigo de las fuentes y flores.
El padre Brown se encontró a Flambeau y a otros seis individuos en torno al espacio cercado del ascensor. El ascensor no había bajado, pero en su lugar había bajado otra cosa que debió bajar en el ascensor.
Flambeau había examinado aquello; había identificado la cara sanguinolenta de la linda muchacha que negaba la existencia de todo elemento trágico en la vida. Nunca dudó de que fuera Pauline Stacey, y aunque había pedido los auxilios de un médico, tampoco tenía la menor duda de que la muchacha estaba muerta.
Flambeau no se acordaba exactamente de si la muchacha le había agradado o desagradado. ¡Abundaban razones para lo uno y lo otro! Pero, en todo caso, su existencia no le había sido indiferente, y el sentimiento indomable de la costumbre le hacía padecer ahora las mil pequeñas dolencias de una pérdida irreparable. Recordaba su linda cara y sus jactanciosos discursos con esa viveza secreta en que está toda la amargura de la muerte. En un instante, como con una flecha del cielo, como con un rayo caído quién sabe de dónde, aquel cuerpo hermoso y audaz se había derrumbado por el hueco del ascensor para encontrar abajo la muerte. ¿Sería un suicidio?
¡Imposible, dado el optimismo insolente de la muchacha! ¿Un asesinato? ¡Pero si en aquellos pisos casi no había nadie todavía! Con un chorro de palabras roncas, que él quiso formular con la mayor energía y resultaron singularmente débiles, preguntó dónde estaba Kalon. Una voz habitualmente pesada, tranquila, plena, le aseguró que durante el último cuarto de hora Kalon había estado adorando a su divinidad en el balcón. Cuando Flambeau oyó la voz y sintió la mano del padre Brown, volvió la atezada cara y dijo sin rodeos:
—Entonces, ¿quién puede haber sido?
—Deberíamos subir para averiguarlo —dijo el otro—. Antes de que la policía aparezca por ahí, podemos disponer de media hora, cuando menos.
Dejando el cadáver de la rica heredera en manos del facultativo, Flambeau trepó a saltos la escalera, y se encontró con que en la oficina de la mecanógrafa no había un alma. Entonces subió a su despacho. Entró, y volvió a salir con cara lívida:
—La hermana —dijo a su amigo con una seriedad de mal agüero—, la hermana parece que ha salido a dar un paseíto.
—O bien —dijo el padre Brown moviendo la cabeza— puede haber subido al piso del hombre solar. Yo, en el caso de usted, comenzaría por averiguar esto. Después podremos hablar de ello aquí en su despacho. ¡No! —exclamó—. ¿Cómo se me pudo ocurrir esta estupidez? No: hablaremos de ello abajo, en la oficina de las muchachas.
Flambeau no entendió, pero siguió al sacerdote al piso desierto de las Stacey, y allí el impenetrable pastor de gentes se sentó en un sillón de cuero rojo, junto a la puerta, desde donde podía ver la escalera, y descansó y esperó. No tuvo que esperar mucho tiempo. Antes de tres minutos, tres personas bajaban la escalera, sólo semejantes en su aspecto de solemnidad. La primera, Joan Stacey, la hermana de la muerta: evidentemente, Joan estaba en el templo de Apolo cuando la catástrofe; la segunda era el mismo sacerdote de Apolo, que, concluida su letanía, bajaba barriendo la escalera envuelto en su magnificencia: su túnica blanca, su barba y cabello partido hacían pensar en el Cristo de Doré saliendo del Pretorio; la tercera persona era Flambeau, con sus cejas negras y su cara desconcertada.
Miss Joan Stacey, vestida de negro, el ceño contraído, con algunos toques grises prematuros en los cabellos, se dirigió a su escritorio y arregló los papeles con un golpe seco y práctico. Este solo acto volvió a todos al sentimiento de la realidad. Si Miss Joan Stacey era un criminal, era un criminal sereno. El padre Brown la contempló con una sonrisa extraña, y sin dejar de mirarla habló así, dirigiéndose a otro:
—Profeta —probablemente se dirigía a Kalon—. Quisiera que me contestase usted algunas preguntas sobre su religión.
—Muy honrado —dijo Kalon inclinando la cabeza, todavía coronada—. Pero no sé si he entendido bien.
—Mire usted, se trata de esto —dijo el padre Brown con su manera francamente recelosa—. Dicen que si un hombre tiene malos principios, es por su culpa en mucha parte. Pero conviene distinguir al que decididamente ofende a su buena conciencia de aquel cuya conciencia está nublada por el sofisma. Ahora bien: ¿usted cree realmente que el asesinato es un acto malo?
—¿Es esto una acusación? —preguntó Kalon tranquilamente.
—No —repuso el padre Brown—. Es el alegato de la defensa.
En la vasta y misteriosa quietud del salón, el profeta de Apolo se levantó lentamente, y se diría que aquello era el levantarse del sol. Llenó el salón con su luz y vida de tal modo, que lo mismo hubiera podido llenar con la fuerza de su presencia toda la llanura de Salisbury. Su forma, envuelta en ropajes, pareció adornar toda la habitación con tapices clásicos; su ademán épico pareció alargarla en perspectivas indefinidas, de suerte que la figurita negra del clérigo moderno resultó allí como una falta, como una intrusión, como una mancha negra y redonda sobre la esplendorosa túnica de la Hélade.
—Al fin nos hemos encontrado, Caifás —dijo el profeta—. Tu Iglesia y la mía son las únicas realidades en esta tierra. Yo adoro al Sol, y tú la puesta del Sol. Tú eres el sacerdote del Dios moribundo, y yo del Dios en plena vida. Tu calumniosa sospecha es digna de tu sotana y de tu credo. Tu Iglesia no es más que una policía negra. No sois más que espías y detectives que tratan de arrancar a los hombres la confesión de sus pecados, ya por la traición, ya por la tortura. Vosotros haréis que los hombres confiesen su crimen; yo los sacaré convictos de inocencia. Vosotros los convenceréis de su pecado; yo, de su virtud.
»¡Oh lector de los libros nefandos! Una palabra más antes de que para siempre disipe tus pesadillas miserables: no eres capaz de entender hasta qué punto me es indiferente el que tú intentes o no convencerme. Lo que tú llamas desgracia y horror, es para mí lo que para el adulto es el ogro pintado en los libros para los niños. Dices que me ofreces el alegato de mi defensa. Y yo me cuido tan poco de las tinieblas de esta vida, que voy a ofrecerte el discurso de mi acusación. Sólo una cosa se puede decir en contra mía, y yo mismo la revelaré. La mujer que acaba de morir era mi amor, mi desposada, no según las frases legales de vuestras mezquinas capillas, sino en virtud de una ley más pura y más fiera de lo que vosotros sois capaces de concebir. Ella y yo recorríamos órbita muy extraña a la vuestra, y andábamos por palacios de cristal, mientras vosotros movíais tráfago por entre túneles y pasadizos de tosco ladrillo. Harto sé yo que la policía, teológica o no, supone que dondequiera que ha habido amor puede haber odio, y aquí está la primera base para la acusación. Pero el segundo punto es todavía más importante, y yo lo ofrezco por eso de buena gana: no sólo es verdad que Pauline me amaba, sino que es cierto también que esta misma mañana, antes de que ella muriera, escribió en esa mesa su testamento haciendo para mí y mi nueva iglesia un legado de medio millón. ¡Ea, pues! ¿Dónde están las esposas? ¿Os figuráis que me afligen las miserias a que pudierais someterme? Toda servidumbre penal será para mí como el esperar a mi amada en la estación del camino. Y la horca misma será para mí como un viaje hacia el país donde está ella, un viaje en un carro despeñado.
Todo esto lo dijo con gran autoridad oratoria, agitando la cabeza, mientras Flambeau y Joan Stacey lo escuchaban llenos de asombro. La cara del padre Brown sólo expresaba el más profundo dolor, y miraba al suelo con una angustiosa arruga pintada en la frente. El profeta se recostó gallardamente en la chimenea y continuó:
—En pocas palabras le he dado a usted los elementos de mi acusación, de la única acusación posible contra mí. En menos palabras voy a destrozarla hasta no dejar una sola huella. En cuanto al hecho concreto del crimen, la verdad queda encerrada en una simple frase: yo no he cometido este crimen. Pauline Stacey cayó desde este piso a las doce y cinco minutos. Un centenar de personas podrá acudir a la prueba testimonial y declarar que yo estuve en el balcón de mi piso desde poco antes de las doce hasta las doce y cuarto, que es la hora habitual de mis oraciones. Mi empleado (un honrado joven de Clapham que nada tiene que ver conmigo) jurará que él estuvo sentado en el vestíbulo toda la mañana y que no vio salir a nadie. Él jurará asimismo que me ha visto entrar diez minutos antes de la hora indicada, quince minutos antes del accidente, y que durante ese tiempo yo no he salido de la oficina ni me he movido del balcón. Jamás pudo haber coartada más perfecta. Puedo citar a declaración a medio barrio de Westminster. Quítenme otra vez las esposas; será lo mejor. Esto se ha acabado.
»Pero todavía, para que no quede ni el menor asomo de tan estúpida sospecha, le diré a usted todo lo que usted quiere saber de mí. Creo estar al tanto de cómo vino a morir mi infortunada amiga. Si usted quiere, podrá usted echármelo en cara, o acusar por lo menos a mi religión y a mi fe, pero no encerrarme en la cárcel por ello. Es bien sabido de cuantos se consagran a las verdades superiores que algunos adeptos o illuminati han alcanzado realmente el poder de la levitación, es decir, la facultad de suspenderse en el aire. Este hecho no es más que una parte de la general conquista de la materia que constituye el elemento principal de esta nuestra sabiduría oculta. La pobre Pauline tenía un temperamento impulsivo y ambicioso. A decir verdad, yo creo que ella se figuraba haber profundizado los misterios mucho más de lo que en efecto había conseguido. A menudo me decía, cuando bajábamos juntos en el ascensor, que teniendo voluntad firme podría uno bajar flotando sin mayor daño que una pluma ligera. Pues bien: yo creo solemnemente que en un éxtasis de noble arrebato ella intentó el milagro. Su voluntad, o su fe, flaquearon seguramente a la hora decisiva, y las bajas leyes de la materia se vengaron horriblemente. Ésta es, señores, la verdadera historia; muy triste y, para vosotros, muy llena de presunción y maldad pero no criminal, en manera alguna: en todo, no se trata de cosa que me pueda ser imputada. En el estilo abreviado de los tribunales de policía vale más llamarla suicidio; en cuanto a mí, yo la llamaré siempre heroico fracaso en la senda del adelanto científico y el escalamiento del cielo.
Aquella fue la primera vez que Flambeau veía al padre Brown derrotado. Seguía éste mirando el suelo con el penoso ceño arrugado, como si estuviera lleno de vergüenza. Era imposible desvanecer la impresión causada por las aladas palabras del profeta de que allí había un tétrico acusador profesional del género humano, aniquilado por un espíritu lleno de salud y libertad naturales, mucho más puro y eminente. Por fin, el padre Brown logró hablar, pestañeando y con un aire marcado de sufrimiento físico.
—Bueno; puesto que así es, caballero, no tiene usted más que tomar el testamento y marcharse. ¿Dónde lo habrá dejado la pobre señora?
—Debe de estar por ahí, en el escritorio, junto a la puerta —dijo Kalon con esa sólida candidez que, desde luego, parecía absolverle—. Ella me había dicho que hoy lo redactaría, y al pasar en el ascensor a mi departamento la vi escribiendo.
—¿Estaba la puerta abierta? —preguntó el sacerdote mirando distraídamente el ángulo de la estera.
—Sí —dijo Kalon.
—¡Ah! —contestó el otro—. Desde entonces ha estado abierta.
Y continuó estudiando la trama de la estera.
—¡Aquí hay un papel! —dijo la triste Miss Joan.
Se había acercado al escritorio de su hermana, que estaba junto a la puerta, y tenía en la mano una hoja de papel azul. En su rostro había una acre sonrisa, de lo más inoportuno en momentos como aquel. Flambeau no pudo menos de mirarla con extrañeza.
Kalon el profeta no manifestó curiosidad alguna por el papel, manteniendo siempre su regia indiferencia. Pero Flambeau lo tomó de manos de la muchacha y lo leyó con la más profunda sorpresa. Comenzaba el papel, en efecto, con los términos sacramentales de un testamento, pero después de las palabras: «Hago donación de todo cuanto he poseído», la escritura se interrumpía de pronto con unos trazos y rayas en seco donde ya no era posible leer el nombre del legatario. Flambeau, asombrado, mostró a su amigo el clérigo este testamento truncado; el clérigo le echó mirada y se lo pasó, sin decir palabra, al sacerdote del Sol.
Un instante después, el pontífice, con sus espléndidos ropajes talares, cruzó la estancia en dos brincos, e irguiéndose cuan largo era frente a Joan Stacey, con unos ojazos azules que parecían salírsele de la cara:
—¿Qué trampa endiablada es ésta? —gritó—. Esto no es todo lo que escribió Pauline.
Todos se quedaron sorprendidos al oírle hablar en otro tono de voz, tan diferente del primero. En su habla se notaba ahora un gangueo yanqui no disimulado. Toda su grandeza y su buen inglés se le cayeron de encima como una capa.
—Esto es lo único que hay en el escrito —dijo Joan, y se le quedó mirando con la misma sonrisa perversa.
De pronto aquel hombre se soltó profiriendo blasfemias y echando de sí cataratas de palabras incrédulas. Aquella manera de abandonar la máscara era realmente penosa; era como si a un hombre se le cayera la cara que Dios le dio.
Cuando se cansó de maldecir, gritó en pleno dialecto americano:
—¡Oiga usted! Yo seré un aventurero, pero me está pareciendo que usted es una asesina. Sí, caballeros; aquí tienen ustedes explicado su enigma, y sin recurrir a la levitación. La pobre muchacha escribe un testamento en mi favor; llega su malvada hermana, lucha por arrancarle la pluma, la arrastra hasta la reja del ascensor, y la precipita antes de que haya podido terminarlo. ¡Voto a tal! ¡Traigan otra vez las esposas!
—Como usted ha dicho muy bien —replicó Joan con horrible calma—, el ayudante de usted es un joven muy honrado que sabe bien lo que vale el juramento, y jurará, sin duda, ante cualquier tribunal, que yo estaba arriba, en el piso de usted, preparando ciertos papeles que había que copiar a máquina desde cinco minutos antes hasta cinco minutos después de que mi hermana cayera. También Mr. Flambeau le dirá a usted que me encontró arriba.
Hubo un silencio.
—¡Cómo! —exclamó Flambeau—. ¿Entonces, Pauline estaba sola cuando cayó, y se trata de un suicidio?
—Estaba sola cuando cayó —dijo el padre Brown—; pero no se trata de un suicidio.
—Entonces, ¿cómo murió? —preguntó Flambeau con impaciencia.
—Asesinada.
—¡Pero si estaba sola! —objetó el detective.
—¡Fue asesinada cuando estaba sola! —contestó el sacerdote.
Todos se le quedaron mirando, pero él conservó su actitud de desaliento, su arruga en la frente y aquella sombra de pena o vergüenza impersonal que parecía invadirle. Su voz era descolorida y triste.
—Lo que yo necesito saber —gritó Kalon, lanzando otro voto— es a qué hora viene la policía por esta hermana sanguinaria y perversa; ha matado a uno de su sangre, y a mí me ha robado medio millón que era tan sagrado y tan mío como…
—Pero oiga usted, oiga usted, profeta —interrumpió Flambeau con ironía—. Recuerde usted que todo este mundo es ilusión vana.
El hierofante del áureo sol hizo un esfuerzo para volver a su pedestal y dijo:
—¡Si no se trata sólo del dinero! Aunque esa suma bastaría para propagar la causa en todo el mundo. Se trata de los anhelos de mi amada. Para Pauline todo esto era santo. En los ojos de Pauline…
El padre Brown se levantó de un salto, tan bruscamente que derribó el sillón. Estaba mortalmente pálido, pero parecía encenderlo una esperanza: sus ojos llameaban.
—¡Eso es! —gritó con voz clara—. Por ahí hay que comenzar. En los ojos de Pauline…
El esbelto profeta retrocedió espantado ante el diminuto clérigo y gritó:
—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué pretende hacer?
—En los ojos de Pauline… —repitió el sacerdote, con los suyos cada vez más ardientes—. ¡Continúe usted, continúe usted, en nombre de Dios! El más horrible crimen que puedan inventar los demonios es más leve después de la confesión. Confiese usted, se lo imploro. ¡Continúe usted, continúe usted! En los ojos de Pauline…
—¡Déjeme usted en paz, demonio! —tronó Kalon, luchando como un gigante amarrado—. ¿Quién es usted, usted, espía maldito, para envolverme en sus telarañas y atisbar y escudriñarme el alma? ¡Déjeme usted irme en paz!
—¿Debo detenerle? —preguntó Flambeau saltando hacia la puerta que ya Kalon tenía entreabierta.
—No, déjele usted salir —dijo el padre Brown con un suspiro hondo y extraño que parecía salir del fondo del Universo.
Cuando aquel hombre hubo salido, sobrevino un largo silencio, que fue, para la impaciencia de Flambeau, una agonía de interrogaciones. Miss Joan Stacey se puso con la mayor frialdad a arreglar los papeles de su escritorio.
—Padre —dijo al fin Flambeau—, es mi deber, no sólo es cuestión de curiosidad, es mi deber averiguar, si es posible, quién cometió el crimen.
—¿Cuál crimen? —preguntó el padre Brown.
—El crimen de que tratamos, naturalmente —replicó su amigo con impaciencia.
—Es que tratamos de dos crímenes —explicó el padre Brown—, crímenes de muy distinta condición, Y también de dos criminales distintos.
Miss Joan Stacey, habiendo juntado sus papeles, echó la llave al cajón. El padre Brown prosiguió, haciendo de ella tan poco caso como ella parecía hacer de él.
—Los dos crímenes —observó— fueron cometidos aprovechándose de la misma debilidad de la misma persona y luchando por arrebatarle su dinero. El autor del crimen mayor tropezó en su camino con el crimen menor; el autor del crimen menor fue el que se quedó con el dinero.
—¡Oh, no hable usted como un conferenciante! —gritó Flambeau—. Dígalo usted en pocas palabras.
—Puedo decirlo en una sola palabra —contestó su amigo.
Miss Joan Stacey, con una muequecilla de persona ocupada se puso ante el espejo su sombrero negro de trabajo, y mientras la conversación continuaba, tomó su bolsa y su sombrilla y salió de la habitación rápidamente.
—¡La verdad —dijo el padre Brown— está en una sola y breve palabra! Pauline Stacey era ciega.
—¡Ciega! —repitió Flambeau, e irguió lentamente su enorme estatura.
—Estaba condenada a ello por nacimiento —continuó Brown—. Su hermana la hubiera obligado a usar gafas, si ella lo hubiera consentido, pero su filosofía o su capricho era que no debe uno aumentar estos males sometiéndose a ellos. No admitía, pues, la nebulosidad de su vista, o trataba de disiparla a fuerza de voluntad. Su vista, sometida a semejante esfuerzo fue empeorando. Pero todavía faltaba el último y agotador esfuerzo. Y sobrevino con ese precioso profeta, o como se llame, que la enseñó a mirar de frente al sol. A esto llamaban «la aceptación de Apolo». ¡Ay, si estos nuevos paganos fueran siquiera antiguos paganos, serían un poco mejores! Los antiguos paganos sabían que la simple y cruda adoración de la Naturaleza tiene sus lados crueles. Sabían bien que el ojo de Apolo ciega y conmueve.
Hubo una pausa, y el sacerdote continuó con voz suave y algo quebrada:
—No es seguro que este hombre infernal la haya vuelto ciega de propósito; pero no cabe duda que se aprovechó deliberadamente de su ceguera para matarla. La sencillez misma del crimen es abrumadora. Ya sabe usted que tanto él como ella subían y bajaban en el ascensor sin ayuda del empleado. También sabe usted que este ascensor se desliza sin el menor ruido. Kalon subió en el ascensor hasta este piso, y pudo ver, por la puerta abierta, a la muchacha que escribía, con toda la lentitud del que ha perdido la vista, el testamento prometido. Él, entonces, le dijo amablemente que allí le dejaba el ascensor a su disposición y que cuando acabara no tenía más que salir. Dicho esto, oprimió el botón y subió sigilosamente hasta su piso, entró en su oficina, salió a su balcón, y estaba orando tranquilamente ante la muchedumbre callejera cuando la pobre muchacha, acabada su obra, corrió alegremente adonde su amante y el ascensor habían de recibirla; dio un paso…
—¡No! —gritó Flambeau.
—Con sólo haber oprimido ese botón —continuó el curita con la voz descolorida que usaba para describir las cosas horribles— debió haber ganado medio millón. Pero el negocio se frustró. Se frustró porque dio la pícara casualidad de que otra persona codiciara también ese dinero, persona que también conocía el secreto de la ceguera de Pauline. En ese testamento había algo de que ninguno se ha dado cuenta: aunque incompleto y sin firma de la autora, ya lo habían firmado como testigos alguna empleada y la otra Miss Stacey. Joan había firmado anticipadamente, diciendo, con un desdén de las formas legales, típicamente femenino, que ya lo acabaría Pauline después. Es decir, que Joan quería que su hermana firmara el testamento sin ningún testigo en el momento de la firma. ¿Por qué? Pienso en la ceguera de Pauline y creo seguro que Joan lo que se proponía al desear que Pauline firmara sin testigos era sencillamente que fuera incapaz de firmarlo, según voy a explicar.
»Esta gente acostumbra siempre usar plumas estilográficas. Para Pauline era una verdadera necesidad. Ella, por el hábito y la fuerza de voluntad, era capaz todavía de escribir como si conservara ilesa la vista, pero le era imposible darse cuenta de cuándo había que mojar la pluma en el tintero. De suerte que era su hermana la encargada de llenar las plumas, y todas las llenaba con el mayor cuidado, menos una, que dejó de llenar también con el mayor cuidado. Y sucedió que el resto de la tinta bastó para trazar una línea y luego se agotó. Y el profeta perdió quinientas mil libras esterlinas y cometió, por nada, uno de los asesinatos más brutales y más brillantes que registra la Historia.
Flambeau se dirigió a la puerta y oyó los pasos de la policía que venía por la escalera.
—Para poder en diez minutos reconstruir el crimen de Kalon —dijo, volviendo al lado de su amigo— habrá usted tenido que hacer un esfuerzo endemoniado.
El padre Brown se agitó en su asiento:
—¿El crimen de Kalon? —repuso—. No. Más trabajo me ha costado poner en claro el de Miss Joan y la estilográfica. Yo comprendí que Kalon era el criminal antes de entrar en esta casa.
—No exagere usted —dijo Flambeau.
—No, lo digo en serio —contestó el sacerdote—. Le aseguro a usted que comprendí que era él quien lo había hecho aun antes de saber qué era lo que había hecho.
—¿Cómo así?
—Estos estoicos paganos —dijo el padre Brown, reflexivo— siempre fracasan por su exceso de energía. Hubo un ruido, hubo una gritería en la calle y, a pesar de todo, el sacerdote de Apolo no se inmutó, ni siquiera miró. Yo no sabía de qué se trataba, pero comprendí que era algo que a él no le cogía de sorpresa.