—¿Veinte años? En el supuesto de que los cumpliera íntegramente, pienso estar aún vivo dentro de veinte años. ¿Qué edad se figuran ustedes que tengo?

¡Aún estoy en la cincuentena! Pero es que además —siguió argumentando—

ningún criminal cumple ahora su condena íntegramente ¡y mucho menos en España! Alcanzar el tercer grado penitenciario por buena conducta cada vez es más frecuente. ¿O es que se creen que no leo la prensa de mi país?

—Eso es cierto —concedió el policía, que había visto cómo en los últimos años habían salido con facilidad a la calle algunos delincuentes a los que había tardado años en atrapar. Perdomo estaba a punto de ceder, pero se apuntó a un asalto más.

—Parece estar muy seguro de poder identificar el olor. ¿Y si le proporciono los detalles del caso y luego no logra ayudarnos?

—Le propongo un pacto, inspector. Si doy con la fragancia, usted se compromete a suministrarme todos los detalles del crimen. Es la única manera de que yo sepa de quién me tengo que defender.

Perdomo simuló que evaluaba la propuesta durante unos segundos, pero en realidad ya había tomado la decisión hacía rato.

—Trato hecho —dijo tendiéndole la mano—. Pero me tiene que dar su palabra de que no divulgará, ni en público ni en privado, la información que yo pueda suministrarle.

Orozco se obligó a mantener el sigilo y luego condujo a la pareja al

sanctasanctórum de cualquier perfumista, una mesa o pupitre denominado órgano —por analogía con el instrumento musical— donde se hallaban ordenados y escalonados cientos de pequeños frascos con diferentes esencias o

«notas olfativas».

Como si se dispusiera a crear un nuevo perfume, Orozco se proveyó de un bloc de notas, un lápiz y unas mouilletes o tornasoles para impregnarlos en las distintas sustancias que tenía ante sí: productos florales, animales y sintéticos, unos líquidos y otros en polvo, algunos con varios años de antigüedad, otros recién adquiridos. En el centro de la mesa había una balanza de precisión para establecer las dosis exactas de cada materia prima.

Instalado en su sillón de trabajo, frente al órgano, Orozco transmitía un aire de seguridad y confianza en sí mismo comparable al de un comandante de aviación sentado a los mandos de un Jumbo 747.

—Descríbame cómo es ese olor —le dijo a Mila, sin siquiera dirigirle la mirada.

—Huele a lavanda —respondió ésta con un temblor en la voz, como si fuera una opositora frente a un tribunal de cinco catedráticos.

—Ésa debe de ser sin duda la nota de salida del perfume —afirmó El Alquimista—. Por eso es lo que a usted más le ha llamado la atención. Verán, una colonia o un perfume está formado por varias sustancias o notas que nosotros subdividimos en tres grandes grupos, en función de la volatilidad de las materias primas que lo componen. Las de salida tienen un tiempo de evaporación muy corto, son poco tenaces, pero son las que te golpean nada más abrir el frasco.

Mila recordó cómo le había comenzado a brotar sangre de la nariz en cuanto percibió extrasensorialmente el olor, pero no interrumpió al experto.

—La lavanda es una de esas notas de salida, pero hay más: limón, naranja, bergamota, etc. Luego están las notas de cuerpo, que son un poco más estables, y finalmente las de fondo, que podríamos comparar al «post gusto» de un buen vino. Permanecen en la piel durante horas, o incluso días enteros, y proporcionan al perfume su redondez, su armonía de conjunto. ¿Qué más me puede decir de esa fragancia?

La médium miró a Perdomo como pidiendo ayuda y Orozco captó cuál era el problema.

—Tiene el olor en la cabeza pero no es capaz de desestructurarlo en sus componentes esenciales, ¿no es eso? Pas de problème, madame Ordóñez, para eso estoy yo aquí. Sabiendo que la nota principal de salida es lavanda, hemos eliminado cientos de posibilidades. Ahora vamos a tratar de establecer las notas de cuerpo y de fondo. Dígame si esta sustancia está en el perfume. Mila extendió la muñeca para que el perfumista vaporizara el producto sobre ella, pero el hombre negó con la cabeza:

—Lo tiene que oler directamente del tornasol, si no, los elementos químicos que hay en su piel interactúan con las sustancias y la modifican.

Durante horas, y por el procedimiento de ensayo y error, el perfumista y la médium fueron eliminando familias enteras de olores y sus correspondientes subespecies, mientras Perdomo entraba y salía cada cierto tiempo del estudio para despejarse la cabeza. Si le maravillaba la destreza de Orozco manejando los tubos de su órgano, también le pareció asombrosa la rotundidad con la que Mila negaba o asentía con la cabeza, en función de la tirilla de papel que el otro le acercaba a la nariz. La mujer no le había mentido cuando afirmó que tenía el olor firmemente arraigado en la memoria.

Sobre las tres de la mañana, Perdomo empezó a sentir que se le cerraban los párpados, y a las cinco y cuarto, cuando estaba comenzando a amanecer, le despertó la médium con una ligera sacudida para anunciarle que el perfumista había identificado la colonia.

—Es una colonia alemana que fabrican en Wiesbaden —afirmó muy orgulloso El Alquimista—. Notas de salida: lavanda de los Alpes, limón, mandarina, bergamota de Messina y albahaca de los Comores. Notas de cuerpo: geranio y lirios del valle. Notas de fondo: vetiver de Haití, sándalo de la India, ámbar, almizcle y musgo de roble. Su nombre es Hartmann. ¿Quiere saber cómo huele?

Orozco tenía en una mano un vial con una pequeña concentración del producto, que había logrado elaborar en su órgano, y en la otra una tirilla de papel tornasol, cuya punta humedeció en el frasquito y acercó a la nariz del inspector. Éste se estremeció al aspirar la fragancia, que olía, tal como había adelantado Mila, a lavanda, y no pudo evitar pensar que aquella colonia era lo último que había respirado Ane antes de morir.

A preguntas del policía, el perfumista le aclaró que se trataba de una colonia muy poco conocida y difícil de conseguir, por lo que se podía convertir en un elemento fundamental para identificar al sospechoso.

—Yo he cumplido mi parte del trato, inspector Perdomo —señaló Orozco—. Ahora dígame a quién estamos buscando.

El policía le puso en antecedentes, le informó de que varias personas tenían motivos para matar a Ane Larrazábal pero que aún no había nadie imputado, y obvió lo más importante: cómo había llegado el olor a la memoria de Mila. Pero el cordobés no estaba dispuesto a aceptar una versión descafeinada de los hechos y asaeteó a preguntas al policía hasta arrancarle la verdad. Al mencionar que Ordóñez había detectado el olor del presunto asesino por medios extrasensoriales, la reacción de Orozco no fue de burla, ni siquiera de velado escepticismo; por el contrario, se mostró enormemente interesado por el relato de la médium y aportó su propia experiencia:

—De puertas afuera, todo el mundo niega que existan este tipo de percepciones, porque lo más normal es que si hablas de ellas en público te tomen por un enajenado mental y te conviertas en objeto de mofa. Pero ¿saben qué les digo? Las personas que hemos vivido experiencias extrasensoriales no necesitamos que nadie venga a demostrarnos nada. Cuando falleció mi

hermano pequeño en accidente de automóvil, de esto hace justo seis años, él se hallaba de vacaciones en México y yo me encontraba en mi casa de Niza. Pues bien, a la misma hora en que ocurrió el accidente, las cinco de la tarde, hora de allí y medianoche en Europa, yo me desperté gritando de pánico y tuve que acudir a urgencias porque me encontraba en estado de shock. ¿Qué otra explicación puede haber a este fenómeno si no es la de que, por algún medio que se nos escapa, yo percibí la muerte de mi único hermano en el instante mismo en que se estaba produciendo?

Mila y Perdomo se alegraron de haber encontrado a una persona tan competente y confiable como Orozco y lamentaron no poder quedarse en Niza al menos otras veinticuatro horas para poder celebrar con él la identificación de la colonia. El cordobés insistió en acompañarles hasta el hotel y les prometió

que iría a recogerles por la tarde para llevarles hasta el aeropuerto.

—Les llevaré un regalo sorpresa, como despedida —dijo guiñándoles un ojo.

Después de comer, Orozco cumplió su palabra y los montó en su Rover para llevarlos hasta el aeropuerto de Niza. La sorpresa era, como no podía ser de otra manera, un frasco de colonia Hartmann de 150 mililitros que el perfumista había comprado en el establecimiento más renombrado de Grasse. Al policía le impresionó que el envase fuera de color rojo oscuro, como la sangre que había empleado como tinta el asesino. Perdomo hizo un simulacro de querer abonarle el envase, pero, tal como había temido, Orozco no quiso ni oír hablar del asunto.

Como iban sobrados de tiempo, el perfumista, que no podía olvidar que había sido guía en su juventud, insistió en mostrarles —«no tienen ni que bajarse del coche»— algunos edificios célebres de la ciudad. Tras enseñarles el hotel Negresco y el Museo Matisse, su anfitrión les señaló la casa donde había fallecido —«al parecer endemoniado y sin haber recibido la extremaunción»—

el gran violinista Niccolò Paganini.

—¡Pare! ¡Pare aquí mismo! —se oyó gritar a Mila desde el asiento posterior del Rover.

Perdomo la miró: estaba lívida. La mujer salió atropelladamente del vehículo y sólo acertó a decir:

—¡La casa! ¡Ésta es la casa donde, cuando era pequeña, estuve a punto de morir!

44

La tarde del miércoles 27 de mayo de 1840, el hijo de Niccolò Paganini, Achille Ciro, se presentó en el palacio episcopal de Niza para solicitar de monseñor Galvani que acudiera a su casa para confesar a su padre y suministrarle la extremaunción, ya que, según el médico que le atendía, la muerte podría sobrevenirle en cuestión de horas. Galvani, que sentía verdadera aversión por el músico, tanto moral como puramente física, se las arregló para no descomponer el gesto durante la breve entrevista con Achille y con una sonrisa beatífica le prometió que acudiría lo antes posible.

—¿Ha solicitado tu padre la confesión o vienes en nombre propio, hijo mío?

—preguntó el obispo justo en el momento en que el hijo de Paganini se había arrodillado para besarle el anillo.

—Aunque está muy débil y ha perdido la facultad de hablar, se las arregla para comunicarse con nosotros mediante un pizarrín, ilustrísima —le explicó

Achille—. Mediante este sistema me ha solicitado que vayáis a visitarle y le permitáis morir en paz.

La vida en Niza, que por entonces formaba parte del reino de Cerdeña, había sido, durante años, apacible y tranquila para monseñor Galvani y su mano derecha en el obispado, el canónigo Caffarelli, hasta la llegada, en noviembre de 1839, del internacionalmente famoso Paganini. El artista se había instalado en la ciudad en parte por la errónea creencia de que el maravilloso clima de la Costa Azul podía proporcionar algún alivio a sus numerosas dolencias y en parte porque las cosas en Francia se habían puesto extraordinariamente difíciles para él, tras el fracaso del llamado Casino Paganini, un garito parisiense, a medio camino entre una sala de conciertos y un local de apuestas, que había quebrado meses atrás.

Paganini, que ya se encontraba extraordinariamente débil a su llegada a Niza, no había ocasionado problema alguno a la autoridades —entre otras cosas porque incluso hablar le costaba un esfuerzo considerable—, pero su fama de mujeriego, jugador y pendenciero le precedía, y por eso Galvani y su ayudante habían vivido, desde su llegada a Niza, en un perpetuo estado de tensión, como

si temieran que de un momento a otro aquel ser mefistofélico pudiera recobrar sus energías de antaño y sumir a la pacífica localidad en una especie de caos demoníaco.

Se rumoreaba, no sin fundamento, que Paganini, ya totalmente incapacitado para subirse a un escenario, se había convertido en una especie de traficante de instrumentos musicales, aunque nadie había podido establecer con certeza hasta qué punto lo hacía con mercancía adulterada —las falsificaciones de Stradivarius y Guarneri eran muy frecuentes y rentables e aquella época— o con instrumentos auténticos, perteneciente a su fabulosa colección. En cuanto Achille abandonó el despacho del obispo, éste hizo sonar la campanilla con la que solía llamar a Caffarelli, para humillarle como si se tratase de un vulgar criado; el canónigo hizo acto de presencia como si fuera un genio saliendo de la lámpara.

—Prepárate —le ordenó el obispo— porque tienes una extremaunción en la ciudad esta misma tarde. Llévate a Paolo, para que te ayude con todo lo necesario.

Paolo no era otro que el sobrino de Galvani y seguía ejerciendo de monaguillo en la diócesis de Niza a una edad a la que muchos jóvenes abandonaban el seminario, convertidos ya en sacerdotes. Era un muchacho de mirada torva y algo estrábica, con un inquietante bozo en el labio superior, tan corpulento y atlético como mal estudiante, al que se permitía ejercer de monaguillo en razón de su parentesco con el obispo y también porque, debido a su formidable estatura, ejercía funciones de guardaespaldas cuando al señor obispo se le requería en barrios poco recomendables de la ciudad. La casa de Paganini estaba en un alto, que dominaba el Paseo de los Ingleses, así llamado desde que, allá por 1763, un puñado de acaudalados ciudadanos británicos, encabezados por el escritor escocés Tobias Smollett, se alejó de las brumas y los inviernos londinenses para instalarse en la siempre soleada bahía des Anges.

La zona era particularmente peligrosa, el sol se estaba poniendo ya en la ciudad y la luna se encontraba en cuarto menguante, por lo que el siempre prudente Caffarelli consideró imprescindible la compañía del talludo monaguillo. Aun así, la sola idea de tener que atender a un hombre aquejado de sífilis y del que se rumoreaba que tenía un pacto con el demonio se le hacía tan cuesta arriba que el canónigo trató de resistirse como gato panza arriba al encargo del obispo.

—Ilustrísima, il signor Paganini está en posesión de la Espuela de Oro, que le fue concedida por Su Santidad en 1827. ¿No debería tener la deferencia de ir usted mismo a suministrarle los santos óleos?

Caffarelli estaba jugando con ventaja, pues había escuchado, oculto tras una puerta, la conversación entre Achille Paganini y Galvani, y sabía por tanto que

el violinista había solicitado expresamente ser confesado por el obispo. Pero como no podía revelar que había estado espiando, decidió insistir con la Espuela de Oro, la segunda condecoración más importante que podía conceder el Papa, tras la Orden de Cristo, y que se otorgaba a aquellas personas que se hubiesen distinguido en la labor de difundir la fe católica o de ensalzar a la Iglesia, tanto por medio de la espada como de las artes. Nadie se explicaba cómo un hombre que había engendrado a su hijo fuera del matrimonio —a Achille, fruto de sus amoríos con la cantante Antonia Bianchi, no lo había reconocido hasta muchos años después— podía haberse hecho digno de la Espuela de Oro, aunque era cierto que en su juventud Paganini había ofrecido centenares de conciertos en iglesias de toda Italia.

Galvani, que era un verdadero maestro en el arte de la simulación, decidió

no exteriorizar la irritación que le habían producido las palabras de Caffarelli:

—Hijo mío, Paganini sólo puede expresarse ya mediante garabatos en una pizarra y de sobra sabes que mi vista se ha deteriorado mucho últimamente. No puedo correr el riesgo de presentarme ante un moribundo y no poder llegar a leer su confesión. Por eso te honro con este encargo, del que deberías sentirte orgulloso, pues como has dicho, vas a confesar a un caballero condecorado por nuestro Santo Padre.

Caffarelli comprendió que estaba vencido; no pudo evitar un gesto de estremecimiento al recordar las espeluznantes manos de Paganini, que estiradas llegaban a medir cuarenta y cinco centímetros y se asemejaban tanto a gigantescas arañas blancuzcas que la enfermedad que lo cansaba había sido bautizada como aracnodactilia. Se horrorizó al pensar que en breve tendría que entrar en contacto con aquellas manos, deformadas por las llagas causadas por la sífilis, haciéndole tres veces la señal de la cruz en la frente y en cada una de las manos del enfermo, mientras repetía la fórmula que se ha venido empleando durante siglos: «Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén». Pero comoquiera que el canónigo comenzaba ya a sentir la mirada imperativa del obispo taladrando la suya, conminándole de forma silenciosa a cumplir cuanto antes aquel terrible encargo, Caffarelli decidió ponerse en marcha de inmediato, acompañado por el tenebroso Paolo.

Nada más dejar tras de sí la imponente puerta del palacio episcopal, que se cerró de forma estrepitosa a sus espaldas, el canónigo empezó a rogar a Dios que al llegar a casa del músico, éste hubiera pasado ya a mejor vida.

45

Las sombras habían descendido ya sobre la bahía de Niza, llamada «des Anges»

no por los ángeles celestiales, sino porque sus aguas estaban infestadas de peces ángel, anges en el idioma de Niza, una curiosa variedad de escualo más parecida a la raya que a los tradicionales tiburones. La luna menguante apenas permitía a Caffarelli atisbar a lo lejos las velas de los barcos amarrados en el puerto de Niza, que parecían inquietantes fantasmas marinos suspendidos sobre las cálidas aguas de la Riviera.

El canónigo y su ayudante no intercambiaron palabra alguna durante el trayecto, aunque Paolo recibió una severa mirada de reprobación cuando se detuvo, durante breves segundos, para admirar los turgentes senos de una ramera que le había lanzado un par de requiebros al pasar ante ella. La casa de Paganini no era ostentosa y la puerta no tenía siquiera llamador, lo que recordó a Caffarelli que el músico no estaba atravesando su mejor momento económico. Si de verdad el violinista se había embarcado en la compraventa de instrumentos musicales, el negocio no le estaba reportando aún los dividendos esperados.

Tras dos vigorosos golpes en la puerta, propinados por el fornido monaguillo, fueron invitados a pasar al interior de la casa por una mujer ya entrada en años, que debía de ser el ama de llaves, por más que Caffarelli no entendió una sola palabra de las que empleó para darles la bienvenida, ya que la anciana hablaba el nizardo más cerrado que el canónigo hubiera escuchado en su vida.

—Caga acelgas —susurró el ceñudo Paolo al oído de Caffarelli, cuando oyó

expresarse a la buena mujer.

Al oír este insulto, con el que los no nativos suelen denigrar a los nizardos, ya que el plato más famoso de su cocina es la tortilla de acelga, Caffarelli se llevó un dedo a la boca para ordenar al monaguillo que permaneciese callado. Cuando iniciaron la penosa ascensión de la escalera que conducía al piso superior, en el que yacía el moribundo Paganini —penosa por la lentitud exasperante con la que el ama de llaves se iba encaramando a cada escalón—,

Caffarelli sintió una náusea repentina, provocada por la atmósfera hedionda que se respiraba en la casa. No era ni siquiera el olor de la muerte, que el canónigo conocía de sobra, sino algo aún más terrorífico para aquellos susceptibles de contagiarse, que es el hedor de la enfermedad. El malestar le hizo llevarse un pañuelo a la cara para tratar de filtrar aquel aire emponzoñado y aún hubiera sido mayor de haber conocido entonces algunos detalles de la vida de Paganini de los que tuvo noticia.

Tras casi un minuto de cachazuda ascensión hasta el piso superior, Caffarelli y el monaguillo llegaron por fin a un largo pasillo, al fondo del cual divisaron la habitación del desahuciado, cuya puerta se encontraba entreabierta. Antes de que pudieran acceder a ella, apareció la figura nerviosa, casi eléctrica, de Achille, que sin duda había podido escuchar cómo se acercaba la comitiva, pues aquel suelo de madera crujía como el casco de un viejo galeón.

Pax huic domui. Et omnibus habitantibus in ea —le saludó el eclesiástico. Pero el hijo de Paganini, al no ver al obispo, ni siquiera respondió al saludo y se puso inmediatamente de mal humor.

—Su Ilustrísima está casi ciego —se disculpó el canónigo—, y como antes de suministrar la extremaunción al enfermo hay que confesarle por escrito... Siguió una tirante conversación, en el umbral mismo de la alcoba del moribundo, durante la cual Achille llegó a exigir que el monaguillo regresara de inmediato al palacio episcopal para decir a Galvani que su padre solamente se confesaría con él.

—Si el obispo no puede leer, ya se las arreglará mi padre para hacerse escuchar en confesión. ¡Pero un caballero de la Espuela de Oro no puede morir ungido por un simple canónigo!

«¿Un simple canónigo? —pensó Caffarelli—. ¿Acaso este exaltado ignora que soy doctor en derecho canónico y que, a todos los efectos, se me considera la mano derecha del obispo y su asesor jurídico?» Pero no dijo nada para no empeorar las cosas.

En tono desabrido, aunque algo más contenido, Achille les explicó que la afección de garganta de su padre —un cáncer de laringe— no le había impedido en otra ocasión decisiva comunicarse, a través de él, con el gran Hector Berlioz, al que había ido a ver dirigir en París la obra Harold en Italia. Caffarelli escuchó con atención el relato de aquel histórico encuentro entre los dos genios, y luego, empleando el tono más diplomático posible, para no enojar aún más a su interlocutor, le aclaró que una confesión no podía llevarse a cabo de esa manera, pues se trataba de un diálogo privado entre el creyente y el sacerdote.

De mala gana, el hijo de Paganini se dio por vencido y permitió al eclesiástico y a su ayudante que se adentraran a la alcoba, donde yacía el legendario violinista.

Los aposentos de Paganini eran gigantescos; Caffarelli calculó que debían de ocupar al menos media planta de la vivienda. Las paredes estaban llenas de carteles de los conciertos más importantes que había dado el virtuoso hasta su retirada forzosa por enfermedad: Viena, Londres, París, Manheim, Leipzig, Berlín, Moscú. Prácticamente no había habido rincón de la vieja Europa en el que el músico no hubiera deslumbrado a los creyentes con sus composiciones endemoniadas y su dramática puesta en escena, que incluía el seccionamiento de tres de las cuatro cuerdas de su violín, para mostrar a un auditorio, ya entregado en cuerpo y alma, lo que podía hacerse con una sola. Caffarelli era un discreto ejecutante de órgano y sintió de súbito un respeto reverente —y también una profunda envidia— al ver plasmada en imágenes la deslumbrante carrera artística de aquel genio. Además de carteles, el canónigo advirtió que en las paredes había también cuadros y numerosas caricaturas del violinista, pues sus gestos desmesurados, sus facciones acentuadas y grotescas y su figura a la par desgarbada y elegante, constituían una auténtica golosina para los artistas gráficos.

Pero en medio de todo aquel despliegue destacaba, como una piedra preciosa entre bisutería, el magnífico retrato que le había hecho el pintor Eugène Delacroix en los años treinta.

A pesar de ser un óleo relativamente pequeño para una efigie de cuerpo entero —el cuadro medía 45 por 30 centímetros—, poseía un magnetismo indiscutible, en el que la figura febril y demoníaca del virtuoso tocando su instrumento destacaba sobre un fondo neutro: como si un cañón de escenario estuviera resaltando su figura macilenta en plena actuación. Caffarelli se percató de que en el cuadro de Delacroix, a diferencia de lo que ocurría con otros retratos de Paganini, el músico no miraba al espectador con ojos demacrados y calenturientos, sino que mantenía la miraba baja, con los ojos entrecerrados, para transmitir una sensación de concentración absoluta en la música que estaba tocando en ese momento.

Con un ligero codazo, el monaguillo llamó su atención hacia otro rincón de la estancia, en el que había colgados varios instrumentos musicales, entre ellos el fantástico Stradivarius que le había regalado Pasini, un pintor de paisajes de Parma, tras una célebre apuesta. A Caffarelli no le gustó la mirada embrutecida y codiciosa con la que el monaguillo contemplaba aquellas auténticas joyas musicales, y con un enérgico gesto le ordenó que fuera desplegando toda la parafernalia de objetos religiosos que intervienen en el sacramento de la extremaunción.

La cama en la que se suponía que yacía postrado Paganini estaba vacía, o al menos eso fue lo que les pareció al canónigo y a su ayudante en un primer momento: a causa de la deshidratación y de la dificultad para ingerir alimentos, Paganini había menguado hasta el punto de que apenas hacía bulto entre las sábanas. Hasta tal extremo era indistinguible su figura en medio de aquel espacioso lecho que el canónigo llegó a preguntar a Achille:

—Hijo, ¿dónde está tu padre?

Por toda respuesta, el joven se acercó al lecho del enfermo y, retirando las sábanas hasta media cama, dejó al descubierto, enfundado en un camisón blanco en el que eran visibles pequeñas manchas de sangre reseca, un cuerpecillo exangüe que movía a compasión. Tal como había imaginado Caffarelli, la sífilis había hecho mella en el rostro y las manos del músico, que presentaba numerosas llagas en su piel, completamente ajada por la edad y los padecimientos de los últimos años.

—Ha estado tomando mercurio desde hace tiempo —les informó Achille—. Se lo recetaron para combatir la sífilis, pero es evidente que ha sido peor el remedio que la enfermedad. Mírenlo, pobre padre mío: ha perdido todos los dientes, y es a causa de ese metal maldito.

Achille fue interrumpido por un brusco acceso de tos del moribundo, que duró casi medio minuto. Después pudo continuar:

—La tos ha sido otra de las constantes en los últimos años. Para contrarrestarla le aconsejaron opio, aunque aún peor ha sido el abuso continuo de laxantes de todo tipo, a los que se hizo adicto. Decía que le servían para expulsar los venenos ocultos que tenía en el cuerpo.

—¿Dónde está el médico? —preguntó extrañado Caffarelli, al ver a aquel pobre diablo abandonado por completo a su suerte.

—Supongo que pasándoselo en grande, en algún burdel de la ciudad —

respondió el hijo consternado—. Vino a visitar a mi padre esta mañana y al no poderle sangrar porque ya no le queda ni una gota en las venas, afirmó que él ya no podía hacer nada y que llamara al obispo para ungirle con los santos óleos.

Mientras hablaban, el monaguillo había acercado a la cama de Paganini una pequeña mesa que le facilitó el ama de llaves y que cubrió con un lienzo blanco inmaculado. Sobre la mesita colocó un crucifijo, flanqueado por dos velas de cera, un platillo con agua bendita y un ramito de palma que iba a hacer las veces de hisopo. Tras encender las velas, Paolo pidió al ama de llaves que dejara también sobre la mesa un vaso con agua corriente, una cuchara y una servilleta limpia.

Caffarelli se arrodilló entonces frente a la mesita y, tras colocar sobre ella la bolsa que contenía la Sagrada Forma, se incorporó y comenzó a rociar la habitación con agua bendita. Tras la aspersión, el canónigo pronunció una breve oración, durante la cual tanto Achille como el ama de llaves fueron invitados a arrodillarse:

Domine Deus, qui per apostolum tuum Iacobum...

El monaguillo colocó entonces sobre la mesa, además de la botellita con el santo óleo de la unción, un platillo con seis bolas de algodón absorbente con las que enjugar el aceite sagrado, y otro con una rebanada de pan cortada en cuadradillos y una rajita de limón, para que el sacerdote pudiera limpiarse los dedos tras haber administrado el sacramento.

Concluido este ceremonial, el eclesiástico hizo saber al hijo de Paganini que todo el mundo debía abandonar ya la estancia, pues había llegado el momento de oír en confesión al moribundo. Achille se acercó a su padre y, tras susurrarle algunas palabras al oído, le puso en las manos una pequeña pizarra y una tiza para que pudiera comunicarse con el sacerdote.

La puerta de la habitación se cerró a espaldas de Caffarelli con un chirrido siniestro, y el eclesiástico se quedó a solas por fin con el moribundo.

46

Al acercarse a Paganini, Caffarelli se dio cuenta de que el simple hecho de estar a una distancia en que el enfermo pudiera tocarle le causaba un profundo desasosiego, pero aún hubo otro detalle que le perturbó más y que sólo podía apreciarse a muy corta distancia: la piel de Paganini era de una textura extraordinariamente fina y parecía que tuviera abiertos todos y cada uno de los poros. Sudaba abundantemente y en cada inspiración y espiración esos poros parecían abrirse y cerrarse de una manera que Caffarelli encontró repulsiva, como millones de bocas microscópicas, ávidas de quién sabe qué mórbidas sustancias.

A pesar de que se encontraba a escasos centímetros, el músico parecía no haberse percatado aún de su presencia. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, el rostro vuelto hacia el lado opuesto de la cama, que era el que estaba en penumbra; las manos cruzadas sobre el pecho, como si fuera ya un difunto, sostenían la pizarra que le había entregado Achille para la confesión. Caffarelli decidió cerciorarse de que el músico estaba aún con vida por el procedimiento de zarandear ligeramente la pizarra, lo que provocó el extraordinario efecto de poner sus delgadísimas y kilométricas manos en movimiento. Era como si una araña gigantesca hubiera advertido la llegada de una presa, gracias al temblor que produce ésta en la tela, cuando forcejea para tratar de liberarse. En medio del silencio sepulcral que reinaba en la habitación, Caffarelli podía escuchar perfectamente el turbador tableteo de aquellas patas humanas moviéndose arriba y abajo por la pizarra. Aquello era más de lo que el canónigo podía soportar y decidió romper el silencio dirigiéndose a él de palabra:

—Hijo mío, tenemos que comenzar. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?

Las palabras del canónigo tuvieron el efecto de congelar al instante el movimiento de los dedos de Paganini que, ahora sí, daba muestras de una quietud tan absoluta que parecía haber pasado por fin a mejor vida. Y entonces sobrevino el horror.

El músico volvió lentamente el rostro hacia Caffarelli y clavando en él la

mirada, que era de una intensidad escalofriante, le dirigió una sonrisa pérfida, cruel, inaudita, transformado ahora en la encarnación misma del Mal. En décimas de segundo, su mano izquierda, huesuda pero gigantesca, se había cerrado sobre su muñeca como un grillete y el canónigo se retorció en un gesto de dolor, pues Paganini estaba triturándole literalmente los huesos, con una fuerza sobrehumana, impensable para una criatura que había parecido hasta entonces tan desvalida. Su boca, enferma y llena de llagas, empezó a proferir un sonido áspero y gutural, que a Caffarelli le pareció al principio el gruñido de una bestia, pero que luego acertó a identificar como una horrenda blasfemia en hebreo:

Zayin al hakuss hamasrihah shel haima hamehoeretl shelha!

Al darse cuenta de que aquel desdichado estaba completamente poseído, Caffarelli, que tenía ya la muñeca rota y doblada en un ángulo inverosímil, por efecto de la tenaza que sobre él estaba ejerciendo Paganini, empezó a gritar a voz en cuello pidiendo ayuda.

En medio de aquellos alaridos, que fueron atendidos de inmediato por las personas que había en la casa, Caffarelli se dio cuenta de que su llamada de auxilio no era sólo por la agresión física, sino que se había convertido en la súplica desesperada de un hombre que está siendo arrastrado en vida al otro lado.

Paganini, en un último y sobrehumano esfuerzo, antes de expirar definitivamente, parecía estar llevándoselo con él a lo más hondo del precipicio del infierno, y él se dio cuenta de que en realidad no estaba luchando sólo por librarse de una presa corporal, sino para evitar ser arrastrado a aquella sima pavorosa.

¿Era éste el famoso pacto diabólico del que tanto se había hablado en vida del músico? ¿Había concedido Satanás a Paganini aquel extraordinario talento musical a cambio de que, además de su propia alma, el músico le entregase la de otro infeliz más? Caffarelli no recordaba la última vez que se había confesado él mismo, porque lo cierto era que detestaba el sacramento. A pesar de tener que administrarlo a los demás casi a diario, el canónigo había llegado al secreto convencimiento de que la confesión era un invento de la propia Iglesia para tener a la gente en un puño. «En la intimidad de mi alma, le diré a Dios que me arrepiento y Dios me perdonará», solía decirse a sí mismo últimamente el eclesiástico. Comprendía, por supuesto, que su resistencia a confesarse era una absoluta herejía: hasta el Santo Padre estaba obligado a pasar por semejante trance. Su insatisfacción a raíz de sus últimas confesiones se debía también al hecho indiscutible de que éstas no le habían proporcionado el alivio espiritual esperado. La paz y el gozo interiores que trae consigo la certeza absoluta de que todos los pecados han sido perdonados habían desaparecido hacía años, para dar paso a un sentimiento perpetuo de culpa por el hecho de estar llevando a cabo malas confesiones, es decir, confesiones en las que siempre omitía o maquillaba algún pecado. Tenía claro que lo que le había

llevado a iniciar esa infausta cadena de confesiones tramposas era su repugnancia creciente a admitir conductas vergonzosas ante personas que, por muy facultadas que estuvieran por la Iglesia para escucharle e imponerle la penitencia correspondiente, no le merecían el menor respeto intelectual. Caffarelli sabía pues, desde hace tiempo, que estaba en pecado mortal, pero mientras su resistencia a confesarse fuera mayor que la culpa por no hacerlo, estaba dispuesto a aplazar sine díe el momento de volver, como un hijo pródigo, a abrazar el sacramento.

Ahora sin embargo estaba en brazos de un agente del demonio, que tiraba de él con una fuerza sobrehumana, para tratar de llevarlo ante el mismísimo Lucifer; y en un trance semejante, la diferencia entre encontrarse en pecado mortal o con el alma limpia como una patena era la misma que había entre la salvación o la condenación eternas.

Todos estos pensamientos cruzaron por su mente a la misma velocidad con que Paolo, Achille y el ama de llaves irrumpieron alarmados en la estancia. El monaguillo fue el primero en reaccionar, y de manera instintiva, agarró el primer objeto que encontró a mano, que fue el crucifijo de plata que había sobre la mesita, para golpear a Paganini en la cabeza y forzarlo a soltar su presa. Al ver sus intenciones, Achille lanzó el alarido más penetrante que Caffarelli hubiera escuchado jamás —al clérigo le sonó como el grito de un torturado por la Inquisición— y, cargando contra Paolo con todo su peso, logró desplazarlo lo justo para que el golpe no alcanzara su objetivo. El vigor físico de Paolo era de tal magnitud que el crucifijo quedó clavado y vibrando como un Tomahawk en una de las columnas del baldaquino que sostenía el dosel de la cama del músico. La visión de su hijo tuvo el efecto de aplacar la furia de Paganini lo suficiente para que Caffarelli pudiera soltarse de su tenaza implacable y alejarse gateando hasta una distancia en la que su agresor no pudiera volver a agarrarle. Notó que, por efecto del dolor intensísimo que sufría en el brazo destrozado, empezaba a perder el conocimiento y que Paolo trataba de ayudarle a incorporarse. Al no conseguirlo, el fornido mozo se lo cargó sobre el hombro izquierdo, como si fuera un fardo, y salió de la habitación a toda prisa. Lo último que alcanzó a entrever Caffarelli en medio de toda aquella barahúnda, antes de perder definitivamente la consciencia, fue que el monaguillo se acercaba a la pared en la que colgaban las violas y violines de la fabulosa colección de Paganini y se apoderaba del fabuloso Stradivarius que minutos antes había estado codiciando con la mirada.

Cuando Caffarelli volvió en sí, se encontraba ya a salvo en el palacio episcopal, tendido en su propio lecho y con el antebrazo izquierdo completamente entablillado. Al no sentir dolor alguno y sí cierta sensación de euforia, dedujo que le habían administrado láudano o alguna sustancia similar, hecho que agradeció sobremanera. Frente a él estaban el doctor Guarinelli, médico

personal del obispo, y Su Ilustrísima, monseñor Galvani, que le miraban con una extraña mezcla de alivio, preocupación y curiosidad.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó el obispo en un tono de voz que no disimulaba cierta irritación.

«Te confío una sencilla extremaunción y me organizas un escándalo público», parecía ser el subtexto de la frase de Su Ilustrísima, que no conocía otra manera de relacionarse con sus congéneres que el reproche sistemático del comportamiento ajeno.

—¿Dónde está Paolo? —contraatacó a su vez el canónigo, que en su condición de víctima se sentía con más derecho que nadie a formular las preguntas.

Caffarelli observó inmediatamente en la cara del obispo que éste consideraba un acto de insubordinación el no haber respondido inmediatamente a su pregunta y vio que no pensaba dirigirle la palabra. Fue el médico el que, al ver que Galvani guardaba silencio, le aclaró:

—Paolo sólo nos ha dicho que hubo una violenta pelea y que tuvo que sacar a su señoría de la casa medio inconsciente. Pero lo cierto es que después de dejar a su señoría a buen recaudo, aquí en sus aposentos, y de enviar recado para que yo acudiera lo antes posible, no le hemos vuelto a ver el pelo. Caffarelli calibró si era oportuno mencionar en ese momento la sustracción del valiosísimo violín, de la que había sido testigo justo antes de perder el conocimiento, pero algo en su interior le aconsejó no hacerlo. Primero porque, al haber tenido sólo una visión fugaz del hecho y en un estado más próximo al síncope que a la plena vigilia, le asaltaron de repente dudas de que todo hubieran sido imaginaciones suyas. Pero incluso en la eventualidad de que Paolo hubiera robado realmente el Stradivarius, tal y como él había creído ver, mencionar esta acción ante el obispo se le antojaba peligroso. «Sólo faltaría —

pensó— que, después de lo que he tenido que padecer, Galvani me acuse ahora de imputar a su sobrino un delito inexistente o que me considere a mí cómplice o inductor del robo.» Así que prefirió centrar su relato en lo que había sido la salvaje agresión del aparentemente moribundo Paganini, obviando naturalmente el hecho de que había llegado a temer no sólo por su vida sino por la salvación de su alma, por no haberse confesado desde hacía mucho tiempo.

—Ese hombre está realmente poseído por el Maligno, Ilustrísima. Cuando me quedé a solas con él era poco más que un despojo humano y segundos más tarde se abalanzaba sobre mí con la fuerza de un coloso.

—¿Pudiste administrarle la extremaunción o al menos leer su confesión?

Al informarle de que no había sido posible ni una cosa ni otra, el obispo sentenció:

—Peor para él, porque nos acaban de comunicar que el desdichado ha fallecido hace escasos minutos. El pobre diablo ha muerto en pecado mortal y no podrá ser enterrado en sagrado.

Años más tarde, a través del pintor Eugène Delacroix, con el que coincidió en Toulon, Caffarelli conoció algunos detalles de la vida de Paganini que le aliviaron su desazón ante el recuerdo del violinista.

El artista había pintado un originalísimo retrato de Paganini y le había relatado que éste no sólo era propenso a todo tipo de enfermedades sino que a veces daba la impresión de ser adicto al sufrimiento ajeno. Delacroix había retratado al violinista en 1832, durante la terrible epidemia de cólera que había asolado París y Francia entera y que se había saldado con más de cien mil muertos. Por aquella época Caffarelli se encontraba destinado en el Piamonte, por lo que no vivió en carne propia la agonía de constatar cómo la epidemia —el primer brote surgió en la India en 1817— se iba aproximando a los franceses, lenta pero inexorablemente, año tras año. En 1830 ya había llegado a Moscú, al año siguiente asolaba Viena y Berlín, y en Londres los primeros casos surgieron a comienzos de 1832.

—En París —le había explicado el pintor— llevábamos preparándonos para la terrible plaga desde 1830: se dotó de más medios a los hospitales, se enviaron comisiones médicas a los países infectados para estudiar de cerca la enfermedad y se adoptaron estrictas medidas sanitarias en las fronteras para tratar de cerrar el paso al cólera, pero fue en vano. Pues bien, ¿quiere usted creer que en este ambiente de terror, con las calles de París infestadas de cadáveres envueltos en sacos, empapados en jugo de lima para mitigar el contagio, Paganini tuvo el cuajo de presentarse a curiosear en el hospital Pamatone llevando de la mano a su hijo Achille, que por entonces contaba con tan sólo diez años de edad?

Caffarelli siempre iba a recordar el estremecimiento que sintió al escuchar este y otros relatos de Delacroix relativos a Paganini, que revelaban una personalidad morbosa y macabra, capaz de recrearse con la contemplación de operaciones quirúrgicas —durante su estancia en Londres, había asistido a varias en el hospital St. Bartholomew— o de confiar en los charlatanes médicos de peor reputación de la época, que le recetaban pociones inverosímiles y secretas para paliar sus múltiples dolencias.

Paolo el monaguillo no volvió a ser visto con vida después de aquella noche fatídica. Su cuerpo, en avanzado estado de descomposición, fue encontrado al cabo de un par de semanas —el tiempo que habían empleado las bacterias de su organismo en producir suficientes gases como para sacarlo a flote— en las cálidas aguas de la bahía des Anges. Aunque la autopsia del cadáver fue dificultosa, debido a la putrefacción de los tejidos, el doctor Guarinelli estableció que no había indicios claros de que hubiera sido asesinado, y que la causa de la muerte no había sido el ahogamiento, sino, casi con toda certeza, una parada cardíaca. Qué podía haber provocado que el corazón de un joven tan saludable se detuviese de repente era algo que ni el médico ni el propio Caffarelli alcanzaban a imaginar. Lo único cierto era que el clérigo no volvió a tener noticia del fabuloso violín, ni éste fue reclamado nunca por Achille Paganini, su legítimo propietario. ¿Tal vez el joven prefirió silenciar

el robo para no enfrentarse a un obispo cuya ayuda necesitaba desesperadamente para proporcionar a su padre cristiana sepultura?

Caffarelli no tuvo valor para contemplar el cuerpo de Paolo, el monaguillo, cuando éste fue encontrado por un pescador de la bahía, aunque el doctor Guarinelli le informó de que los peces ángel se habían cebado con el cuerpo. Nunca podremos establecer si a Paolo lo mató el demonio —concluyó el buen doctor—, pero ¿no le parece una cruel burla del destino que el sobrino del obispo haya acabado devorado por los ángeles?

47

Perdomo tenía el convencimiento de que el olor era la clave, si no para identificar al asesino, sí al menos para descartar a posibles sospechosos. La colonia Hartmann tenía a su favor, desde un punto de vista meramente policial, que era, tal como le había revelado Orozco, una rara avis en el mundo de la perfumería. «En otras palabras —pensaba Perdomo—, si descubro, entre los posibles sospechosos, que alguno usa Hartmann, hallaré, casi con toda seguridad, a la persona que estranguló a Ane. » En contra, la colonia delatora tenía la característica de ser un producto unisex. El propio Orozco le informó de esta circunstancia antes de salir de Niza, así como de que él mismo había diseñado varios productos similares, pues tenían cada vez mayor aceptación en el mercado.

Carmen Garralde, que no disponía de coartada y que según Andrea Rescaglio había estado secretamente enamorada de Ane, no podía ser en absoluto descartada, pero tampoco Lledó, que era otra de las personas a las que Perdomo creía que podía imputárseles el crimen.

Pero ¿cómo se las iba a arreglar el policía para conseguir una orden judicial de entrada y registro a cualquiera de estos domicilios, sobre la base de un dato proporcionado por una vidente aficionada? El juez no tardaría ni cinco segundos en denegársela y además so le pondría en contra para futuras peticiones.

Otra de las preguntas que le rondaba la cabeza era: ¿debía limitarse la investigación sobre la colonia a los dos principales sospechosos o había que averiguar si, de todas las personas presentes la noche de autos en el auditorio, alguna usaba habitualmente aquel producto alemán?

Lo primero que hizo Perdomo el lunes siguiente a su encuentro con Orozco fue asegurarse de que el agua de colonia Hartmann, que ya no podía borrar de su memoria olfativa desde que el perfumista se la hizo oler en su estudio, era tan difícil de obtener en España como le había asegurado el cordobés. Para ello, se

hizo elaborar en la UDEV una lista con los diez establecimientos de perfumería más importantes del país y telefoneó a todos ellos preguntando si disponían del producto. La respuesta fue la misma por parte de todos los consultados: no solamente no disponían del producto, sino que ni siquiera habían oído hablar de él.

La excitación por haber dado un paso que él creía importante en la investigación del crimen le ayudó a encontrar el valor para hacer algo que tenía pensado desde hacía tiempo: telefonear a Elena Calderón e invitarla a cenar a su casa, recordándole que se había ofrecido a echar un vistazo al violín roto de Gregorio. La instrumentista aceptó encantada y aseguró que ella se encargaría de llevar el vino. La cena no iba a servir, desde luego, para que Perdomo pudiera impresionar a la mujer con sus habilidades culinarias, que eran nulas, pero sí para comprobar cómo reaccionaba Gregorio ante la presencia en casa de una mujer que no era su madre.

—Esta noche viene Elena a cenar —le dijo a Gregorio sin darle importancia, al cruzarse con él en un pasillo—. Te acuerdas de ella, ¿verdad?

El chico se le quedó mirando con expresión zumbona y luego contestó:

—Si me das cincuenta euros, desaparezco ahora mismo de casa y no me ves el pelo hasta mañana.

—No te he pedido que te esfumes, Gregorio. Por el contrario, en la cena de esta noche quiero que estemos los tres. Bueno, los cuatro, porque Elena se ha ofrecido a echar un vistazo a tu violín. Si decide que no merece la pena repararlo, compraremos uno nuevo, y ella nos puede asesorar, porque estudió

violín en el Conservatorio.

—Gracias, papá, pero en lo referente al violín, me fío más de mi profesor. Y, si no te importa, quisiera dormir esta noche en casa de los abuelos. Gregorio hizo ademán de meterse en su cuarto para dar por terminada la conversación, pero su padre le detuvo.

—¿Adónde vas?

—A estudiar. Tengo muchos deberes.

—Pues que esperen. Esto es más importante.

—¿Ah, sí? Eso díselo tú mañana a la Peñalver, que nos ha puesto un examen sorpresa de literatura en el que entra desde el Arcipreste de Hita hasta Rafael Sánchez Ferlosio. ¿Has leído las Industrias y andanzas de Alfanhuí?

—Un gran libro, pero no me cambies de conversación. Vamos —le ordenó

su padre, señalando con la cabeza en dirección a la salita de estar—. Sólo quiero hablar contigo cinco minutos.

El chico obedeció, pero su cara de contrariedad era un poema de tal envergadura que el padre se vio obligado a llamarle la atención.

—Quita esa expresión de carnero degollado, si quieres hablar con tu padre.

—Papá, no te rayes, que eres tú el que quieres hablar conmigo.

—Pero tú no me contestas. Y yo te he preguntado hace un momento si te acuerdas de Elena.

—Sííííí —respondió Gregorio alargando la vocal, para enfatizar cuánto le incomodaba aquella conversación.

—¿Y qué te parece?

El chico permaneció en silencio, evitando que su mirada se encontrara con la de su padre. Su pierna derecha, que se agitaba como un perro sacudiéndose el agua al salir del baño, denotaba la tensión que sentía por dentro.

—¿No me vas responder? —insistió su padre, insensible a la irritación que su empecinamiento estaba provocando en el muchacho.

—Papá, ¿qué quieres que te diga? Si te la quieres tirar, hazlo, pero a mí

déjame en paz, ¿vale?

El chico comprendió que había ido demasiado lejos y se levantó del tresillo para regresar a su alcoba, pero Perdomo le agarró del brazo.

—¿Qué lenguaje es ése, macho? —le preguntó en un tono más divertido que severo.

—El mío —respondió el chaval, sin atreverse a mirarle a la cara.

—Si quisiera tirármela, como dices tú, haría exactamente lo contrario, ¿no crees? Te mandaría esta noche con los abuelos y asunto zanjado.

—Vale, pues no hagas nada con ella, pero ¿por qué me tienes que utilizar a mí de excusa? ¿Una trombonista hablando de violines? No cuela, papá —saltó

el chico, indignado.

—¡Te digo que estudió violín en el Conservatorio, de segundo instrumento, cabezota! Tampoco te estoy pidiendo nada del otro mundo, ¿no? La saludas, le enseñas el violín, cenas con nosotros y luego te vas a la cama, si es lo que quieres.

—Bueno —aceptó el chaval a regañadientes—. Ya veremos.

—¿Ya veremos? No te queda otra, Gregorio. ¡Porque lo digo yo, que soy tu padre, coño!

La última parte de la frase la escuchó el chaval desde su alcoba, adonde había ido a refugiarse del acoso paterno. Perdomo le siguió hasta su habitación e intentó en vano abrir la puerta, que tenía el pestillo echado.

—Gregorio, voy a salir a la calle. ¿Quieres venir conmigo?

Silencio.

—Tengo que ir a Ikea, a comprar la cena de esta noche. ¿Por qué no me acompañas?

Silencio.

—Compraré esas albóndigas que tanto nos gustan. Y mermelada de arándanos. Y salsa de nata. Tienes un par de horas para que se te pase el mal humor, porque Elena llega a las nueve. Espero que esta noche te comportes como un caballero y no montes el numerito, ¿de acuerdo?

Era como si al muchacho se lo hubiera tragado la tierra.

Su padre decidió dejar de presionarle y salió a la calle en busca de comida, rogando al cielo que a su anfitriona le gustaran los productos de la famosa cadena sueca tanto como a Gregorio.

Elena llegó a la cita con puntualidad británica. Perdomo había estado a punto de ponerse un traje para la ocasión, pero le pareció demasiado solemne y se conformó con un pantalón decente y su camisa preferida. Desde que había regresado a casa, no había vuelto a ver a Gregorio, que parecía seguir encerrado en su alcoba.

La trombonista llegó luciendo un vestido negro con falda tubo hasta la rodilla, medias negras, zapatos de tacón y un cárdigan de color beis de talla gigante, que llevaba sujeto con un cinturón muy ancho y jaspeado. Aquello no era un traje de cóctel, ni tampoco un vestido de noche, pero el conjunto le pareció al policía de una sensualidad abrumadora y, desde luego, de una clase muy por encima de los arenques y las albóndigas con patatas que tenía pensado ofrecerle como cena.

—¡Bienvenida! —exclamó al abrirle la puerta—. ¿O debería decir bienvenidos? —añadió al comprobar que la chica se había traído su instrumento.

Elena le entregó la botella de vino que había comprado para la cena, le besó

—¿eran impresiones suyas o el segundo beso le había rozado la comisura del labio?— y luego le aclaró con expresión traviesa:

—Me he traído el trombón porque como me dijiste que iba a estar Gregorio, he pensado que le gustaría echarle un vistazo y saber cómo funciona.

—¡Una idea magnífica! —Y sin habérselo siquiera propuesto, empezó a mentir de forma descarada—. A Gregorio le apetecía mucho que vinieras... Incluso me ha preguntado si no conocerías tú algún dueto para violín y trombón. Trae —extendió la mano para que le entregara el trombón—, voy a poner el estuche por ahí. Y no sé si te vas a quitar eso o no —añadió, refiriéndose al cárdigan.

—Ah, no —respondió ella con su sonrisa más coqueta—, esto forma parte del modelito. Espero que te guste.

—Sí, por supuesto. —Y estuvo a punto de añadir: «Con ese maquillaje, me gustaría cualquier cosa que llevaras puesta esta noche». Pero se había hecho el firme propósito de no ponerse demasiado zalamero, para no violentar a su hijo. Ese «espero que te guste», se dijo, era toda una declaración de intenciones, pues implicaba que para ella era importante parecer atractiva a sus ojos. La trombonista le pidió un gin-tonic poco cargado y el inspector se preparó

otro igual, acompañado por unas patatas fritas y unas aceitunas. Luego se dirigió al equipo de música y colocó un cedé del saxofonista Ben Webster en el reproductor. Elena reconoció en el acto al músico:

—¡El Rana! —exclamó entusiasmada—. A mí también me encanta.

—¿Cómo le has llamado?

—El Rana. A Ben Webster lo apodaban Frog por sus ojos saltones. Este tema que has puesto, «In a mellow tone», es uno de sus caballos de batalla; dicen que Duke Ellington lo escribió para él. Lo que me recuerda que le he traído un regalito a Gregorio.

La trombonista empezó a rebuscar en el bolso y Perdomo recordó que Gregorio seguía sin dar señales de vida.

—¡Gregorio! ¡Ha llegado Elena! ¡Sal a saludarla!

Como el chico no respondió, su padre fue hasta la alcoba y llamó a la puerta, pensando que seguía encerrado. Tras insistir un par de veces y no obtener respuesta, giró el pomo y no encontró resistencia. La luz de la alcoba estaba apagada y allí no había ni rastro de su hijo.

—¡Será cabezota! —refunfuñó entre dientes, dando por supuesto que Gregorio había decidido pernoctar en casa de sus abuelos sin pedirle permiso. Volvió al salón y Elena se percató enseguida de que pasaba algo.

—Es mi hijo, ¡que se ha ido de casa!

—¡Qué suerte! —dijo la chica intentando hacer un chiste—. Ahora el problema que tienen los padres con sus hijos es todo lo contrario, que no hay forma de echarlos.

Perdomo acogió con una sonrisa forzada el comentario de Elena y telefoneó

a sus suegros, pero allí no sabían nada del chaval. A ésta siguieron media docena de llamadas más, incluidos sus propios padres y los principales amigos de Gregorio. Todos los intentos de localizar al chico resultaron infructuosos, de manera que la indignación inicial de Perdomo se transformó enseguida en honda preocupación. El policía no sabía qué hacer. Por un lado se aferraba a la idea de que Gregorio estuviera aún de camino hacia alguna de las casas a las que había telefoneado, pero por otro tenía miedo de que hubiera sufrido algún percance en la calle. Lo que era evidente es que no podía seguir ocultando por más tiempo a su invitada el motivo por el que Gregorio había decidido poner pies en polvorosa sin siquiera advertírselo a su padre.

Elena escuchó el relato con interés y al final preguntó a su anfitrión qué

tenía planeado hacer para encontrar a Gregorio. ¿Quería que le acompañara a realizar una batida por algún barrio en particular o que se quedara en casa por si acaso al chico se le ocurría telefonear?

—¡El teléfono! ¿Cómo he podido olvidarlo? Gregorio tiene un móvil desde hace pocos días y yo lo había pasado por alto por completo. ¡Ni siquiera he guardado aún su número en mi propio teléfono!

El policía buscó en una agenda de papel los nueve dígitos y los marcó en su teclado. Gregorio respondió en el acto:

—¿Sí?

—¿Dónde estás?

—Ábreme la puerta y lo sabrás —respondió el chico muerto de risa. Sin colgar el teléfono, Perdomo se dirigió a la puerta de entrada y al abrirla se encontró con Gregorio sosteniendo con una mano el teléfono móvil y con la otra una bolsa blanca de plástico en la que había dos envases de helado.

—¿Se puede saber de dónde cojones vienes? —le gritó en voz baja, para que Elena no le oyera maldecir.

—¿Qué lenguaje es ése, macho? —le replicó Gregorio, empleando la misma

frase que había usado su padre en la discusión anterior.

El desparpajo del chico siempre tenía la virtud de desarmarle. Gregorio le explicó que había bajado a la tienda de los chinos a comprar el postre, temiendo que su padre se hubiera decantado por la tarta de chocolate negro, que a él no le hacía demasiada gracia, y que se había demorado más de la cuenta porque había una cola formidable en la caja.

—Ven, Elena te ha comprado una cosita —le dijo su padre cambiando el tono a uno más paternal.

El chico guardó los helados en el congelador y luego recibió de manos de la trombonista el disco que le había llevado de regalo. En la portada había un señor mirando a cámara, sentado en un taburete de niño. Su mano izquierda sujetaba el trombón y la derecha reposaba sobre los muslos, encogidos de tal manera que las perneras de los pantalones dejaban al descubierto sus calcetines blancos y parte de las espinillas. El tipo se llamaba Christian Lindberg y Elena le explicó que se trataba del más famoso trombonista de mundo, que además era compositor y director de orquesta.

All the lonely people —exclamó Perdomo al leer el título del disco—. ¡Eso es un verso de «Eleanor Rigby» de los Beatles!

—¡Premio! —gritó Elena—. La pieza que cierra el disco es un concierto para trombón lleno de citas musicales a esa canción. ¿Qué te parece, Gregorio?

El chico había quedado cautivado por la simpática portada del cedé, aunque confesó a Elena que nunca había escuchado una pieza para trombón y que no podía asegurarle que le fuera a gustar.

—Elena se ha traído el trombón —dijo Perdomo, tratando de buscar más conexiones entre la chica y su hijo—. ¿Quieres verlo?

La trombonista vio, por la expresión del chico, que éste estaba francamente intrigado por el instrumento, así que fue a por el estuche y lo abrió en presencia de sus dos anfitriones.

La caja estaba forrada por dentro de terciopelo rojo y a Gregorio le pareció

que las dos partes del dorado instrumento refulgían como los brazos de C3PO, el robot-mayordomo de La guerra de las galaxias. A su padre, en cambio, el conjunto le retrotrajo a la época de las justas medievales, cuando los instrumentos de viento anunciaban el comienzo del torneo. Elena encajó la vara en la parte del pabellón, extrajo la boquilla de un compartimiento interior que había en la funda y la colocó en el extremo de la vara.

—¡Ya está listo! ¿Alguien se anima?

Tanto el padre como el hijo rehusaron con una risita nerviosa el ofrecimiento, lo cual provocó una reflexión por parte de Elena.

—La gente piensa que extraer un sonido del trombón es muy difícil, pero en realidad sólo hace falta saber hacer una pedorreta.

La instrumentista desmontó de un tirón la boquilla metálica, que tenía la forma de un pequeño cáliz, y se la llevó a la boca. Para sorpresa de Perdomo y Gregorio, aquello empezó a emitir de repente sonidos musicales. Elena les hizo

luego sonreír emitiendo algunas pedorretas con los labios y finalmente llevó a cabo esos mismos sonidos con la boquilla.

—Sin la vibración de los labios no sale nada, ni siquiera una nota. Voy a volver a colocar la boquilla en el instrumento y a soplar por ella, sin hacer la pedorreta, veréis lo que ocurre.

Elena cogió dulcemente la mano derecha de Perdomo y la acercó a la campana del instrumento. Luego sopló por la embocadura y lo único que se escuchó fue el flujo de aire caliente viajando por el tubo y saliendo por el otro extremo. A Perdomo le pareció de un enorme erotismo recibir el aire húmedo y caliente de Elena en la palma de una mano que ella seguía sosteniendo delicadamente, pero no hizo nada por prolongar aquel momento de éxtasis. La posibilidad de que Gregorio pudiera percibir cualquier intento de flirteo entre él y la chica le ponía demasiado nervioso.

—¿Y esto qué es? —dijo el chaval intentando abrir una pequeña válvula que había en la vara.

—¡No lo toques! —le reprendió la chica, lo que hizo que Gregorio retirara la mano del instrumento como si le hubiera mordido un escorpión—. Es la válvula de saliva —añadió luego la chica riendo—. Periódicamente, hay que vaciar de

¡ejem! el instrumento, pero mientras tanto, se va acumulando todo ahí. Afortunadamente para ti, estaba limpia.

—Ahora que ya sabemos cómo funciona, ¿por qué no nos tocas algo? —

sugirió Perdomo.

—Con mucho gusto, aunque os advierto que me falta el acompañamiento. A ver si os suena esto.

Elena movió un par de veces atrás y adelante la vara del trombón, para comprobar que estaba bien lubricada, y tras un instante de silencio, empezó a desgranar con gran elegancia y sentimiento la melodía de «Summertime», de George Gershwin, que sus dos espectadores escucharon con atención reverente. Cuando terminó, la aplaudieron con energía y ella trató de quitarse importancia.

—El mérito es de Gershwin, que era un genio absoluto. ¿Sabéis que esta melodía, que tiene más de cuatro mil versiones en el mercado, está construida con sólo seis notas? Menos que las que tiene una escala, escuchad. Y tocó lentamente las seis sencillas notas que conformaban la prodigiosa canción de cuna del compositor neoyorquino.

—¡Fantástico! —exclamó Perdomo—. Si os parece, podemos escuchar algo del disco que has traído a Gregorio mientras cenamos. Después le echaremos un vistazo al violín de Gregorio, aunque ya te advierto que no es una visión muy agradable.

Mientras Perdomo se levantaba a calentar las albóndigas en el microondas, Elena guardó el trombón en el estuche y fue contando algunas anécdotas a

Gregorio acerca del músico al que ella tanto admiraba.

—A Christian Lindberg lo que le gustaba de joven era el jazz, pero sólo puedes aprender a tocar el trombón en un conservatorio, con repertorio clásico, así que tuvo que pasar por el aro. En dos años ya estaba en una orquesta, pero

¿sabes qué le ocurrió cuando le ascendieron a primer trombón? Empezó el concierto y durante los veinte primeros minutos no tocó una sola nota. Luego tocó un ratito y después estuvo otros veinte minutos sin hacer nada, así que se dijo: «¡No lo soporto!». Y es que no hay solos de trombón en la música clásica.

—¿Tú tocas jazz?

—Todos los viernes, en un bar del centro que se llama Blue Note. Pero no te invito a venir porque sirven bebidas alcohólicas y no dejan pasar a menores. Elena y Gregorio consiguieron por fin extraer el cedé de la caja y enseguida empezó a sonar el concierto para trombón de Rimski Korsakov.

—¡Ya está la comida! —anunció Perdomo con la fuente de las albóndigas en una mano y el recipiente de la salsa en la otra.

—Tengo que ir un momento al baño —se excusó Elena.

—Al fondo del pasillo, a la izquierda. Espera, no, usa mejor el mío, que el otro tiene la cisterna atascada.

La chica se hizo escoltar hasta el aseo; cuando volvió al comedor, Perdomo aprovechó para conocer las primeras impresiones de su hijo.

—¿Qué te parece?

—Mola.

—¿Lo ves? Hay que dar un margen de confianza a las personas. Ambos cambiaron rápidamente de tema al escuchar la cisterna del baño y luego los pasos de Elena, acercándose a ellos por el pasillo.

—¡Qué gracia! —dijo nada más aparecer por la puerta—. Usas Hartmann,

¡la misma colonia que yo!

48

El inspector Perdomo se tuvo que hacer repetir la frase porque no daba crédito a lo que acababa de confesarle Elena. Luego, con un hilo de voz, y totalmente conmocionado ante la posibilidad de que la trombonista pudiera ser la persona que andaba buscando, dijo:

—No usas Hartmann, sino Cristalle de Chanel. Por lo menos ésa es la colonia que llevabas el día en que me encontré contigo en la Sala del Coro y la que te has puesto para venir a mi casa esta noche. Lo sé porque mi mujer usaba esa misma marca.

Elena se dio cuenta enseguida, por el tono de voz de Perdomo y su brusco cambio de actitud, que algo extraño pasaba, y reaccionó en consecuencia.

—¿Qué te ocurre? Parece como si se te hubiera muerto un pariente. Sólo estamos hablando de una colonia.

Perdomo notó que habían empezado a sudarle las manos, así que trató de serenarse y se preparó para interrogar a Elena de manera que ésta no se diera cuenta de que ahora estaba en el punto de mira de un inspector de Homicidios.

—Perdona, es que todo lo que tiene que ver con los recuerdos de mi esposa siempre me altera. ¿Qué es eso de que usas Hartmann?

—Es la que he estado usando estos últimos meses. Ahora estoy probando otras, porque Hartmann es muy difícil de encontrar, pero ninguna me convence.

—La noche en que yo te conocí, ¿la llevabas puesta?

Elena respondió con coquetería:

—¿Es que no te diste cuenta?

Gregorio miraba atónito a la pareja desde la mesa del comedor. El muchacho tampoco entendía cómo su padre podía estar haciendo un mundo de un asunto tan frívolo.

—Papá, que se enfría la cena.

Perdomo decidió sentarse a comer para dar más impresión de naturalidad, aunque lo que el cuerpo le pedía en ese momento era llevarse a la mujer a Jefatura para someterla a un interrogatorio en toda regla. Elena empezaba a dar

muestras de sentirse incómoda, aunque también se sentó a cenar y empezó a servir las albóndigas, mientras Perdomo descorchaba la botella de vino.

—¿Vamos a estar toda la noche hablando de mi colonia? —protestó al fin cuando Perdomo volvió a preguntar por la marca que llevaba la noche del crimen.

—No, perdona, soy un pesado —se disculpó el policía para no despertar sospechas en su interlocutora.

Se hizo un silencio incómodo que rompió Elena para decir:

—La noche en que me conociste creo recordar que sí me había puesto Hartmann. Se la pedí prestada a Georgy, que fue el que me la descubrió. Esta nueva revelación tuvo la virtud de hacer que Perdomo se atragantara con el vino. Tras limpiar el mantel con la servilleta, el policía se aclaró la garganta con un poco de agua y preguntó:

—¿Te refieres a Georgy, el tuba ruso que conocí la noche del crimen en al Auditorio?

—Sí, claro, ¿qué otro Georgy podía ser?

—¿Y hay más personas dentro de la orquesta que usen Hartmann? —

inquirió el policía tratando de dar a sus palabras un tono despreocupado. Pero Elena Calderón era una mujer de gran intuición y olfateó inmediatamente hacia dónde apuntaba el interrogatorio de su anfitrión.

—Todas estas preguntas tienen que ver con el crimen, ¿verdad? ¿Habéis identificado la colonia de la persona que lo hizo?

A Perdomo, que tenía ya la cabeza disparada a mil revoluciones por minuto, le hubiera encantado no tener que compartir —y menos durante aquella cena— ninguna clase de información con Elena, pues tenía muy presente que los trombones y las tubas son vecinos en cualquier orquesta sinfónica. Sabía, porque así se lo había confirmado Elena la noche en que la conoció, que ella y Georgy tocaban a veces juntos, incluso fuera del Auditorio, en una banda de jazz cuyo nombre no llegó a retener; y por último, aunque lo más importante, ignoraba lo indiscreta que podía llegar a ser aquella mujer —

que por otro lado, tanto le atraía— en una situación donde el sigilo era esencial. Lo último que podía permitirse en ese momento era que Elena pudiera alertar al tuba con cualquier comentario y que éste se diera a la fuga sin siquiera ser interrogado. Sin embargo, tampoco quería ofender la inteligencia de la chica pretendiendo que aquellas preguntas obedecían a simple curiosidad y decidió

poner las cartas boca arriba:

—No puedo revelarte información, Elena, pero todo lo que me puedas aclarar en torno a este asunto contribuirá a hacer avanzar la investigación. La trombonista sonrió satisfecha por haber adivinado las intenciones de Perdomo, y ya más relajada por el hecho de haberse hecho cargo de la situación, comenzó a revelar información de manera más fluida.

—Que yo sepa, sólo Georgy y yo usamos Hartmann entre los músicos de la orquesta. Como a veces voy a ensayar a su casa, un día vi el frasco en la repisa

de su cuarto de baño, le robé un poco y me encantó. Así fue como la descubrí. Mientras tanto, y ajeno por completo a una conversación que parecía no interesarle en absoluto, Gregorio daba cuenta de las albóndigas a una velocidad tres veces superior a la de sus compañeros de mesa. En condiciones normales, un despliegue de voracidad como aquél hubiera provocado una llamada al orden por su parte, pero el inspector tenía los cinco sentidos puestos en el que se había convertido, gracias a un golpe de suerte, en su sospechoso número uno y ni siquiera llegó a darse cuenta del desenfreno con el que estaba engullendo su hijo.

—¿Qué clase de tipo es ese Georgy? —preguntó Perdomo, que había ya descartado a la chica como sospechosa, al ver la naturalidad con la que respondía a las preguntas.

—Es un obseso —comenzó a explicarle Elena—. No me refiero a un obseso sexual —aclaró al ver la sonrisa de Gregorio—, sino del trabajo, un workaholic, como dicen los americanos. Y eso que los músicos, sobre todo los de jazz, tenemos fama de ser bastante bohemios. Georgy es todo lo contrario, desde que le conozco, y ya va para dos años, no le he visto permitirse un solo momento de ocio. Yo creo que lo lleva en los genes, le han marcado sus ancestros. Georgy es un Wolgadeutsche, un alemán del Volga.

—¿Alemán? Pensé que Roskopf era un apellido ruso.

—Pues es alemán, porque su familia es originaria del antiguo ducado de Hesse, al este de Renania. ¿No conoces la historia de los alemanes del Volga?

Bueno, yo también la desconocía —aclaró al ver que el otro negaba con la cabeza— hasta que me la contó el propio Georgy. Catalina la Grande, que era alemana, invitó a muchos compatriotas suyos a establecerse en Rusia, a orillas del Volga. Les prometió el oro y el moro: práctica libre de la religión, exención del servicio militar, libertad lingüística absoluta, organización escolar propia y autogobierno. En resumen, que podían seguir siendo étnica y jurídicamente alemanes, aunque estuvieran asentados en Rusia.

Gregorio, que había terminado de comer mucho antes que los otros dos comensales, preguntó a su padre si podía ir a por el helado y éste le dijo que esperara a que ellos terminaran. Elena intercedió por él y su padre le dio permiso, más para agradar a la mujer que por convencimiento de estar haciendo lo correcto.

—Todo lo que la zarina prometió a los alemanes del Volga les fue respetado

—continuó Elena—, pero se les obligó a confinarse a las actividades del campo.

¿Te das cuenta? Allí habían ido alemanes de todas las profesiones: farmacéuticos, médicos, abogados, ingenieros, profesores, zapateros, herreros, panaderos; y por supuesto también agricultores. Pero sólo unos pocos lograron dedicarse a su profesión y además, una vez que se asentaron, se les impidió

salir del territorio y se les obligó a jurar fidelidad a la emperatriz. ¡Los Wolgadeutsche comprendieron de repente que sólo iban a vivir para trabajar!

Durante muchas generaciones, los ancianos murieron sin haber conocido, como

le pasa a Georgy, ni un solo momento de ocio.

Tras zamparse el helado a una velocidad de vértigo, Gregorio pidió a su padre permiso para irse a la cama, pero éste le recordó que aún faltaba lo más importante, que era el examen del violín. El muchacho fue a por él y cuando se lo puso a Elena entre las manos, la chica no pudo reprimir una carcajada.

—¡Siniestro total! —sentenció divertida—. ¿Qué le ha pasado a este violín?

¿Chocó frontalmente contra un contrabajo? Ni se os ocurra pensar en repararlo, no tendría sentido, sobre todo con un violín tan barato. Yo misma acompañaré a Gregorio, si él quiere, a comprar un violín nuevo. Los checos están haciendo ahora maravillas por la mitad de precio que el resto de los fabricantes.

—Tienes un hijo muy listo —comentó la trombonista una vez que Gregorio se hubo retirado con los restos del violín.

—Sí, a veces creo que demasiado —afirmó el policía—. ¿Te puedo hacer una pregunta personal? —dijo volviendo al tema que tanto le obsesionaba—.

¿Alguna vez ha habido algo entre tú y Georgy?

Elena pareció divertirse con la pregunta.

—¡No, y nunca le he conocido ninguna novia! Él siempre suele decir que tener que divertirse es muy, muy aburrido. Aunque yo sospecho que trabaja tanto para poder dejar de trabajar algún día, porque él sabe que el ritmo de vida que lleva está minando su salud. El otro día le tuve que acompañar al cardiólogo. Le están haciendo pruebas.

—¿Desde cuándo usa esa colonia?

—Yo no le he conocido otra. Creo que es como una seña de identidad suya. Ya sabes, colonia alemana como recordatorio de dónde se hallan sus raíces, porque el pobre ya no tiene idea de dónde está.

—¿A qué te refieres?

—Aunque los Roskopf se quedaron ya para siempre en Rusia, cambiaron de ciudad y se instalaron en San Petersburgo, porque el padre de Georgy tocaba la trompeta y San Petersburgo es una ciudad muy musical. ¿Nunca has oído hablar de la suite Cuadros de una exposición, de Mussorgski?

—Me suena —mintió el inspector—. ¿Por qué?

—Está dedicada a otro alemán del Volga, afincado en San Petersburgo: Víktor Aleksándrovich Hartmann. Era un arquitecto y pintor ruso, muy amigo de Mussorgski. La exposición que da título a la suite era de cuadros suyos.

—¿Hartmann? ¿Como la colonia?

—Claro. El nombre de la colonia es un homenaje al pintor.

—O sea, ¿tú crees que Georgy usa una colonia con nombre de alemán del Volga porque le recuerda quiénes son sus ancestros?

—Georgy se siente totalmente desubicado, porque su familia era oriunda de Hesse, luego se afincó en Saratov, que es la ciudad más importante del sur de Rusia; él nació en San Petersburgo, ha vivido los últimos diez años de su

vida en Moscú y ahora reside en España.

Una vez que terminaron de cenar, Elena empezó a recoger los platos, lo que provocó una enérgica protesta por parte de su anfitrión. Pero la trombonista no quiso ni oír hablar de «asistentas que se ocuparían de ello al día siguiente» y argumentó que no soportaba ver un plato sucio sobre una mesa, de modo que ambos acabaron en la cocina, cargando la cesta del lavavajillas.

—¿Georgy Roskopf es vuestro principal sospechoso? —preguntó de pronto Elena—. Le conozco muy bien, y sé que jamás haría daño a nadie, y menos para robar un violín.

—Lo siento, no puedo comentar detalles de la instrucción de un caso con personas ajenas a ella —se excusó Perdomo.

—Ah, pero yo no te he pedido detalles —puntualizó ella—. Sólo te pregunto si estáis en el buen camino.

Perdomo no sabía muy bien qué contestar. A él mismo le parecía difícil de creer que Roskopf hubiera cometido el crimen, por el lugar en el que éste se había producido. Porque ¿cómo se las había arreglado el ruso para llevar a su víctima hasta un lugar solitario del auditorio para poder actuar impunemente?

¿Qué conexión había entre él y la misteriosa partitura encontrada en el camerino de la violinista?

—Sólo te puedo decir que en las últimas horas nos han aportado un dato que podría ser clave para aclarar el crimen.

—Debe de resultarte difícil, ¿no?—. La trombonista acababa de cerrar la puerta del lavavajillas con un sonoro chasquido y se había sentado en uno de los taburetes, como si le apeteciera charlar en la cocina.

—¿Difícil? ¿El qué?

—Que no se te escape ningún dato policial sin tú quererlo. Yo sería incapaz de tener tan dividida mi vida profesional de la personal. En los ensayos, de lo que más hablamos entre los músicos es de nuestras cosas. Y en cambio luego, cuando salimos de cañas, tenemos unas discusiones sobre música impresionantes: que si aquel saxo alto es un fantoche, que si tal disco sólo tiene un tema bueno y lo demás es relleno. ¡Nos tiramos a la yugular!

A la luz de la cocina, Perdomo pudo observar con más detenimiento los sensuales ojos de Elena Calderón. Aquella chica sabía cómo maquillarse, porque otras mujeres, así de acicaladas, seguramente hubieran parecido un mapache o un personaje de noche de brujas. Elena sin embargo había logrado almendrar la forma de sus ojos con el lápiz y luego se las había arreglado para que parecieran más grandes, incrementando gradualmente la intensidad del color sobre los párpados; y también se había rizado las pestañas, para que los ojos aparentaran estar aún más abiertos.

Aunque se había hecho el firme propósito de dejarle a ella la iniciativa —su limitada experiencia con las mujeres le había enseñado que en la siempre

delicada ceremonia del cortejo era mejor pecar por defecto que por exceso—, Perdomo no pudo contenerse y la besó en los labios con gran delicadeza. Al ver que la chica no oponía resistencia, volvió a la carga y esta vez ella le correspondió con un beso que tardaría muchos años en olvidar.

49

Desde el instante mismo en que Elena le reveló que Georgy Roskopf usaba la colonia Hartmann, el inspector Perdomo pensó en tender una trampa al ruso, aunque fue el subinspector Villanueva, con el que se vio obligado a compartir la información, ante la imposibilidad de actuar totalmente en solitario, quien dio forma concreta a ese engaño.

Lo primero que hizo a la mañana siguiente después de la cena —de la que Elena se había despedido con un prometedor beso en los labios— fue ponerse en contacto con Mila, con la que no había vuelto a hablar desde que regresaron de Niza.

—Parece que todos tus esfuerzos pueden dar fruto muy pronto —le dijo, sin aportarle ningún dato más.

—Ya te dije la primera vez que viniste a verme que cuando funciona, funciona —respondió la mujer, cuya voz sonaba visiblemente más animada—.

¿Hay ya algún detenido?

—Quizá esta noche. ¿Qué tal estás tú?

—Mucho mejor. Aunque llevo soportando a mi madre desde que volvimos: me reprocha que la haya dejado abandonada. La capacidad de algunos ancianos para crearte sentimientos de culpa es ilimitada.

—Te iré contando lo que pueda a medida que se vayan desarrollando los hechos —le dijo el policía antes de despedirse.

El plan de Perdomo, del que no dio parte al comisario Galdón para no tener que revelarle que la pista la había suministrado una médium, consistía en que el subinspector Villanueva se hiciera pasar por un chantajista. Éste llamaría a Roskopf para decir que sabía que él había cometido el crimen y que quería dinero a cambio de no alertar a la policía. Si el ruso acudía a la cita con el supuesto extorsionador, querría decir que tenía el violín y que había estrangulado a Ane. Si no acudía, tampoco podía descartarse su culpabilidad, puesto que podría no presentarse por miedo o desconfianza. En ese caso habría

que seguir presionándole por otros medios. Desde luego, podría producirse una tercera eventualidad, que era la de que el ruso decidiese darse a la fuga, lo que equivaldría también a una declaración de culpabilidad en toda regla. Perdomo no era muy partidario de estas celadas policiales, pero estaba dispuesto a hacer una excepción en ese caso, porque el juez nunca hubiera emitido un auto de detención fundamentado en una percepción extrasensorial. Si el ruso había cometido el asesinato, nadie le había visto hacerlo, y la única manera de ponerlo a disposición judicial era que él mismo confesase su crimen por el procedimiento de autodelatarse. Y había otro elemento a favor de este garlito policial: un cincuenta por ciento de las veces, las trampas daban resultado. Villanueva le recordó que el mes anterior, sin ir más lejos, agentes de la Brigada del Patrimonio Histórico habían detenido a un buscadísimo falsificador de cuadros haciéndose pasar por la persona a la que el delincuente quería vender la pintura, el mítico coleccionista Antonio López-Serrano. El subinspector Villanueva mantuvo con Roskopf una conversación breve pero tensa. Perdomo estaba escuchando desde otro teléfono y el diálogo fue grabado en un disco duro.

—¿Georgy Roskopf?

—Sí, ¿quién es?

Al otro lado de la línea se oía un guirigay de instrumentistas de viento, calentando antes de un ensayo. Perdomo sabía perfectamente dónde se encontraba el ruso, un conocidísimo local de ensayo llamado La Atalaya, que alquilaba sus salas por horas. Desde primera hora de la mañana había un par de hombres siguiéndole los pasos para evitar que el presunto asesino se les escurriera entre los dedos. El policía se estremeció al pensar que Elena Calderón pudiera estar entre los músicos.

—Mi nombre no importa —dijo Villanueva—. Sé que lo hiciste tú porque la noche del crimen te vi salir de la Sala del Coro.

El teléfono empezó a hacer ruidos extraños, señal de que el tuba se estaba moviendo, tratando de dejar atrás aquella torre de Babel musical que le impedía enterarse del diálogo.

—Perdón —dijo el ruso cuando logró encontrar un lugar apartado desde el que hablar—. No le escuchaba. ¿Quién me ha dicho que es?

El subinspector Villanueva le repitió la frase palabra por palabra y el ruso contestó, en tono tranquilo:

—No sé de qué me habla, señor. ¿Qué es lo que quiere?

—Veros a los dos. A ti y al violín. Porque tienes el violín, ¿no?

El tuba no contestó. Debía de estar conteniendo el aliento, ya que ni siquiera se le oía respirar.

—Te espero hoy a medianoche en la plaza que hay frente a la Sala Sinfónica del Auditorio —continuó el policía—. Trae el Stradivarius: será el precio que tendrás que pagar para que no vaya a la policía. Si te ha quedado claro, repíteme la hora y el lugar de la cita. Vamos, quiero oírte.

Pero el ruso no respondió, sino que colgó el teléfono tras mascullar po'shyol

'na hui! , una blasfemia rusa que horas más tarde el intérprete de la UDEV logró

traducir como el «¡que te follen!» castellano.

—¿Tú crees que sabe algo? —preguntó Perdomo al subinspector Villanueva cuando se interrumpió la comunicación.

—Es difícil mojarse —respondió el policía—. Parecía más cabreado que asustado. Igual ha pensado que se trataba de una broma—. ¿Mantenemos el operativo de esta noche?

—Por supuesto —afirmó Perdomo—. Imagínate que el ruso acude a la cita y nosotros nos quedamos en casita. No podría imaginar un ridículo de mayores proporciones.

Cuando el subinspector iba a abandonar el despacho, Perdomo le dijo:

—Buen trabajo, Villanueva. Pero si te vas de la lengua con Galdón, todo esto no habrá servido para nada.

—Tranquilo, hombre. Soy tan ambicioso como el que más, y si esto da resultado, también yo podré colgarme la medalla. Y si no funciona, lo único que habré perdido será un par de horas pasando frío en la calle. A las once de la noche, Perdomo y Villanueva montaban guardia en el interior de un vehículo aparcado en las inmediaciones de la plaza de Rodolfo y Ernesto Halffter, que era donde estaba la entrada a la Sala Sinfónica del Auditorio. Otro agente más se había camuflado en una de las salidas del aparcamiento, que también daba a la misma explanada. Dado que allí la luz seguía brillando por su ausencia, su figura era prácticamente indetectable.

El inspector Perdomo había imaginado que, si la celada tenía éxito, él o alguno de sus hombres verían llegar al ruso alrededor de la medianoche; pero lo último que habría sospechado es que oiría su voz antes siquiera de establecer contacto visual con él.

Pero eso fue exactamente lo que ocurrió.

A las doce y un minuto, una serie de angustiosos alaridos, que tenían más de bestiales que de humanos, sacudieron a los policías del letargo en el que les había sumido aquella incierta e interminable espera. Al levantar la cabeza vieron a un hombre, que Perdomo no tuvo dificultad en identificar como a Roskopf, correr desesperadamente en dirección al vehículo en el que estaban. Tenía la cara desencajada por el pánico y lanzaba continuas miradas hacia atrás, por lo que se dieron cuenta de inmediato de que estaba huyendo de algo. Comoquiera que el propio cuerpo del ruso les impedía ver a su perseguidor, el inspector Perdomo salió a toda prisa del coche, revólver en mano, justo a tiempo para asistir a los últimos metros de aquella agónica cacería. Roskopf estaba huyendo de un perro.

Aquel endiablado animal que había estado a punto de saltarle al cuello la noche en que él y Milagros fueron al Auditorio corría ahora enloquecido en

dirección a su nueva presa, a la que estaba a punto de dar alcance, pues le iba ganando terreno por segundos. La velocidad del animal era asombrosa —

Perdomo calculó que en torno a los cincuenta kilómetros por hora—, lo que sumado a su peso, que no debía de bajar de los sesenta kilos, lo convertía en un auténtico proyectil viviente, con sobrada capacidad no sólo para derribar al hombre, sino también para lanzarlo como un pelele a una docena de metros de distancia. El policía se dio cuenta de que si el perro chocaba contra Roskopf, éste podría quedar gravemente malherido solamente del impacto contra el suelo.

Los ojos de aquella bestia parecían emitir un resplandor infernal en la penumbra. Justo en el momento en que el perro inició el salto para derribar a Roskopf, el policía le disparó una vez y el animal saltó en el aire como si hubiera pisado una mina, emitiendo un horrendo gemido. Luego cayó, seco, al suelo y quedó tendido, sobre su propio charco de sangre, mientras se convulsionaba de dolor y rabia, babeando una espuma de color rojizo; su agonía fue muy breve, porque Villanueva lo remató en el suelo, de otro certero disparo en la cabeza.

El ruso siguió corriendo a toda velocidad durante unos pocos metros más, como si no hubiera advertido que el animal había sido derribado, y luego empezó a perder fuelle hasta que se detuvo por completo. Finalmente, se llevó

las manos al pecho, emitió un quejido lastimoso y cayó fulminado sobre la acera. Perdomo y el subinspector Villanueva se apresuraron a socorrerle, pero Roskopf, en cuyo rostro eran todavía visibles las huellas del pánico que acababa de experimentar, estaba ya más muerto que vivo.

—¿Dónde está el violín? —le preguntó el policía, al ver que no lo llevaba consigo.

Pero el ruso no le contestó. Antes de cerrar los ojos para siempre, Roskopf sólo acertó a murmurar:

—Ella... iba a morir de todos modos.

50

—¿Sabes que te puedo meter un paquete de tres pares de narices por la que montaste anoche frente al Auditorio?

El comisario Galdón, que se jactaba de controlar hasta el más pequeño movimiento de los más de cien hombres que operaban bajo su mando en las cuatro brigadas de la UDEV, había ordenado a Perdomo que se personase en su despacho a las ocho de la mañana para pedirle un informe completo de lo sucedido la noche anterior. Había hecho sentar al inspector en la silla de las visitas y ahora paseaba bufando a sus espaldas, como si en vez de estar pidiendo explicaciones a un subordinado se hallase interrogando a un sospechoso de asesinato. El hecho de que Perdomo hubiese montado un operativo de tal envergadura sin haberle puesto en antecedentes le tenía absolutamente mortificado.

—¡Y encima ha muerto una persona, joder!

—Y un perro —recordó el inspector, sin pretender que la apostilla sonara como una burla. Pero lo cierto es que el comentario tuvo la virtud de irritar todavía más al comisario.

—¡Esto es mucho más grave de lo que tú te crees! ¿Sabes que hoy me ha llamado dos veces el ministro? ¡Dos veces! La primera a las siete de la mañana, después de enterarse de lo de anoche por la radio. Y ahora, hace diez minutos. Está como loco por salir en televisión y anunciar que se ha aclarado el crimen.

¡Pero ahora vas tú, y para terminar de joderla, dices que el asesinato de Ane Larrazábal aún no está resuelto!

—Sí y no —dijo Perdomo—. Es evidente que Roskopf es el autor material; de lo contrario no se hubiera presentado a la cita. Pero registramos anoche su apartamento y no hay ni rastro del violín.

—¿Y eso qué prueba? Puede haberlo vendido, o tenerlo oculto en otro lugar.

—Eso seguro. Y además sospecho cómo salió el violín del Auditorio.

¡Oculto en la campana de la tuba! Roskopf era el único músico capaz de sacar el Stradivarius dentro de su propio instrumento. La policía nos registró a la salida,

¡pero aquellos dos agentes eran tan poco imaginativos que no se les ocurrió

mirar dentro!

—¡Eso sí que no me lo creo! ¿No examinaron el interior de la tuba?

—¿De qué te extrañas? Ya sabes cómo son las medidas de seguridad en este país. ¿Nunca te has preguntado, por ejemplo, por qué los equipajes de los pasajeros del AVE son cuidadosamente examinados en un escáner y en cambio los propietarios de esas maletas no están sujetos a ningún tipo de control?

Cualquiera puede subirse a ese tren cargado de explosivos, de gas venenoso o de armas automáticas sin que nadie le diga absolutamente nada. A pesar de que dentro de las instalaciones de la UDEV estaba rigurosamente prohibido fumar, el comisario Galdón había empezado a encadenar un cigarrillo tras otro. El humo que emanaba constantemente de su persona le daba aún más el aspecto de un artefacto a punto de estallar.

—A la una de la tarde me va a volver a telefonear el ministro. Como para entonces no sea capaz de proporcionarle una explicación que se tenga mínimamente en pie, la semana que viene me veo cacheando moros en la aduana de Algeciras. Cuéntame todo lo que has estado investigando a mi espalda, absolutamente todo.

El inspector le hizo a Galdón un pormenorizado relato de su colaboración con Milagros Ordóñez y del viaje a la Costa Azul, que había culminado con la identificación de la colonia. Cuando terminó de ponerle en antecedentes, el comisario se llevó las manos a la cabeza.

—¡Es aún peor de lo que pensaba! ¡La policía pidiendo ayuda a una médium a tiempo parcial!

—¿Es que nunca te dijo Salvador que recurría a ella?

—Jamás. Si me hubiera enterado, lo habría cortado de inmediato. Mira, Raúl, una cosa es que los familiares de las víctimas recurran a espiritistas y otra muy distinta es que lo hagamos nosotros. Los familiares sufren como perros, y nunca me he burlado de ellos ni he considerado patológico que busquen este tipo de ayudas. Es solamente otra forma que tienen de aliviar su dolor. ¡Pero nosotros somos el cuerpo de élite de la investigación criminal en España, no me jodas!

Un subinspector que se asomó en ese momento para que Galdón le autorizara unas dietas de viaje fue recibido con cajas destempladas.

—Pero es que el vuelo sale dentro de dos horas —protestó tímidamente el otro.

—¡Pues cogéis el siguiente, coño!

Perdomo aprovechó la interrupción para abrir la ventana principal. El humo de los cigarrillos del comisario le estaba poniendo enfermo. Luego dijo:

—Comisario, ¿cuántos de esos familiares que recurren a mentalistas van luego y les cuentan a nuestros investigadores lo que les ha dicho el vidente de

turno?

—Algunos. ¿Por qué?

—Porque no me vas a negar que, a veces, esas pistas se investigan.

—Lo estás llevando al terreno que te interesa, pero ésa no es la discusión.

¿Qué quieres que te diga, que los videntes se equivocan siempre? Pues alguna vez aciertan, ¡claro que sí! ¿Por qué? No lo sé. Pero una cosa es que les saquen los cuartos a la familia y otra muy distinta es que nosotros decidamos ponerlos en nómina. ¿Cuánto nos ha costado la broma de Ordóñez?

—A los contribuyentes, ni un duro.

—No me lo creo. ¿Y la juerga de dos días en la Costa Azul?

—Salió de mi bolsillo.

—¿Y el perfumista? ¿También gratis?

—Colaboró desinteresadamente. ¿Crees que un tipo con un chalet en Niza se va a poner a negociar mil o mil quinientos euros por un peritaje?

—¿Y el tiempo de la médium? ¿Regalado también? ¿Es que esa señora no tiene otra cosa mejor que hacer que ponerse a olfatear butacas como un sabueso?

—No puede facturar por sus servicios. En primer lugar porque no siempre le funciona su don. Y además porque no quiere que se sepa que lo tiene. Galdón le miró con desconfianza, aunque era evidente que, conforme iba haciendo acopio de información, su nivel de irritación iba decreciendo.

—No te estarás tirando a esa mujer, ¿verdad?

—No, pero está de buen ver. A ti te gustaría.

—¿Yo liado con una bruja? Bastante tengo con mi señora, no me fastidies.

¿De dónde ha salido el perro?

—No tengo ni idea. Pero era el mismo que me atacó a mí. El ruso les tenía fobia, yo mismo pude comprobarlo la noche del crimen.

Galdón se empezó a hurgar con dos dedos los dientes superiores y luego exclamó con fastidio:

—Mañana me ponen dos implantes y estoy acojonado. ¿A ti no te da pánico el dentista?

Perdomo se encogió de hombros como queriendo indicar que no compartía su miedo. Tuvo que escuchar el manido tópico de que los dentistas te hacen daño dos veces; una cuando les abres la boca y la otra cuando abres la cartera, y oyó lamentarse a su superior de que le iban a facturar tres mil euros por la operación.

—A ver —prosiguió el comisario Galdón cuando se hubo desahogado—.

¿Cuáles son los cabos sueltos en este caso?

—Si admitimos que Roskopf es el único implicado, entonces el móvil del crimen fue el robo del violín. Pero para robar el Stradivarius no hacía falta matar a la chica. Un tipo de la corpulencia del ruso podría haberla dejado inconsciente empleando un solo dedo; no olvides que sabía artes marciales. Roskopf tenía intención de matarla, pero ¿por qué? Creo que hay otra persona

implicada, alguien que deseaba ver muerta a Ane Larrazábal. Ese alguien facilitó el trabajo a Roskopf, convocando a la víctima, mediante una nota que todavía no he conseguido descifrar, en un sitio apartado, como la Sala del Coro.

—¿De qué nota me hablas?

—De la partitura que encontramos en el camerino de Ane. No puede ser más que un mensaje en clave.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque como música no tiene sentido. La caligrafía de la partitura es, según el padre de Ane, muy parecida a la de Rescaglio, así que estoy casi seguro de que el mensaje es suyo. Pero el italiano se iba a casar con la chica al cabo de poco tiempo. ¿Por qué matarla entonces? Tampoco me lo explico. Y

luego están las últimas palabras de Roskopf: «Ella iba a morir de todas formas».

—¿Qué quiso decir con eso?

—No lo sé. Tal vez se refería a la maldición del violín. Como queriendo decir que la chica iba a morir, porque todos los propietarios del Stradivarius han muerto hasta ahora.

51

Gregorio había cogido tal afición a inventar pasatiempos durante su primer año como encargado de la sección en la revista de su colegio que, a pesar de que las clases ya habían terminado, él seguía pergeñando adivinanzas para desafiar el ingenio de sus compañeros. «Me valdrán para el curso que viene», se dijo, mientras trataba de dar forma definitiva a lo que él llamaba «la frase escondida». La idea para el pasatiempo le había venido al ver, sobre la mesa de trabajo de su padre, la fotocopia de una misteriosa partitura para piano.

El chico suponía que se trataba de material de trabajo de Perdomo, así que ni siquiera se atrevió a tocar aquel papel. En lugar de eso, fue a buscar su cuaderno de música y copió en él, nota por nota, el breve y enigmático fragmento. Desde el instante mismo en que sus ojos se posaron sobre la partitura, Gregorio se había dado cuenta de que, en cada compás, las notas tenían un valor correlativo. En el primer compás, por ejemplo, había cuatro notas, cada una de ellas la mitad en tiempo de la que le precedía: blanca, negra, corchea y semicorchea. En ninguno de los compases se repetían dos notas que tuvieran el mismo valor. Por lo tanto, era posible unir las cabezas de las notas siguiendo el orden creciente o decreciente de su valor, en una variante adulta de ese pasatiempo infantil de lápiz y papel en el que hay que completar un

dibujo uniendo una secuencia de puntos numerados. El principio era el mismo, sólo que lo que había que formar no era un dibujo sino una serie de palabras. Sin mayores problemas, el chico logró completar la siguiente frase:

Y fue en ese momento cuando Gregorio recordó, por haberlo visto en los telediarios, que era precisamente allí, en la Sala del Coro, donde habían estrangulado a Ane Larrazábal. El chico dobló cuidadosamente la partitura y se la echó al bolsillo, para tenerla a mano en cuanto llegara su padre. Era cerca de mediodía cuando escuchó el timbre de la puerta y llegó a la conclusión de que no podía tratarse de ninguna persona conocida; los martes, la asistenta no llegaba hasta las cuatro, y aunque su padre a veces empleaba el timbre por pereza, para no tener que molestarse en buscar su juego de llaves, siempre llamaba con dos timbrazos cortos, nunca con el timbrazo largo, casi interminable, que lo había sobresaltado de repente.

—¿Quién es? —preguntó antes de abrir la puerta.

—¡ Master and Commander!—respondió una voz desde el otro lado. Gregorio reconoció al instante a Andrea Rescaglio, pero quiso estar seguro.

—Andrea, ¿eres tú?

É arrivato Boccherini! —respondió el otro en tono jovial—. ¡Con chelo y todo!

A Gregorio le pareció tan fuera de lugar que Rescaglio se hubiera presentado de repente en su casa sin avisar, que quiso asegurarse de nuevo echando un vistazo por la mirilla.

Efectivamente, ahí estaba, deformado por aquella lente en forma de ojo de pez, el rostro inconfundible del violonchelista, que intuyendo que estaba siendo observado por el niño, le saludó un par de veces con la mano. Gregorio abrió la puerta y comprendió en el acto que algo andaba mal, porque el italiano sujetaba unas tijeras con la mano derecha, las mismas con las que días atrás le había ayudado a cortar los trozos de cuerda sobrantes de su violonchelo.

—Coge tu pasaporte, nos vamos de viaje —le ordenó en un tono de voz que a Gregorio le heló la sangre en las venas.

Rescaglio empujó al niño al interior de la casa y cerró despacio la puerta de entrada, a la que echó el cerrojo y la cadena de seguridad. Gregorio vio que además del chelo, que llevaba colgado a la espalda con dos correas, como si fuera un macuto, el italiano sujetaba, en la mano que tenía libre, un estuche de violín. Seguramente para tratar de aliviarse de la angustia que empezaba a apoderarse de él, Gregorio intentó hacer un chiste:

—¿Y ese violín? ¿Es un regalo para mí?

El italiano sonrió, dejó la funda del violín sobre una mesa y sin mediar palabra le atizó un bofetón en la cara. Aunque se le habían quedado marcados los dedos en la mejilla, Gregorio sintió más indignación que dolor, pero su instinto de conservación le aconsejó no exteriorizar la rabia que empezaba a invadirle en aquellos momentos.

—No estoy para gilipolleces —dijo en tono seco el italiano. Rescaglio seguía sin levantar el tono de voz, lo que, a oídos del niño, resultaba aún más atemorizante.

»Busca tu pasaporte en el acto o te juro que lo vas a pasar muy, muy mal. No le hizo falta blandir las tijeras delante de su cara para que el niño entendiera de qué manera podían llegar a concretarse sus amenazas. Dadas las circunstancias, cualquier espectador objetivo hubiera considerado la respuesta que le devolvió Gregorio como un acto de valor:

—No sé dónde está.

El muchacho intuía que podía empezar a tener problemas muy serios de un momento a otro, al no poder complacer a su agresor, pero ¿qué podía hacer?

Estaba diciendo la verdad. Su padre le había conseguido el pasaporte hacía dos meses, a una velocidad récord —aprovechando sus contactos en la Jefatura Superior de Policía—, para un viaje a Nueva York que al final no llegaron a realizar, y el niño ni siquiera tenía claro si el documento estaba ya en la casa o descansaba todavía en un cajón de la mesa de su padre en Jefatura. Gregorio tenía las manos preparadas para defenderse de otro bofetón, pero en vez de propinarle otro sopapo, Rescaglio le dijo cambiando el tono a uno más amable:

—No te preocupes. Trae tu violín.

El muchacho obedeció en el acto y se lo entregó al italiano.

—¿Crees que tengo el pasaporte en el violín?

Por toda respuesta, el otro agarró el instrumento por el mástil y lo golpeó

varias veces contra el canto de una silla, hasta hacerlo añicos. El violín emitió

algunas notas sueltas y discordantes y luego aterrizó en el suelo, convertido en un guiñapo de imposible reparación.

—¡Hijo de puta! —gritó Gregorio, que notó cómo se le humedecían los ojos de ira y de impotencia—. ¡Ése era el violín que me acababa de comprar mi padre!

—Gregorio, no deseo hacerte daño —le advirtió Rescaglio en el mismo gélido tono de voz que había empleado a su llegada—. Pero si no colaboras, voy a hacer con toda la casa lo que acabo de hacer con el violín. O mejor todavía, le prenderé fuego. ¿Quieres eso? ¿Que queme tu casa? ¿Quieres que todo lo que hay aquí dentro se vaya al infierno? Veamos —dijo mientras empezaba a curiosear entre los objetos que había sobre un aparador—. ¿Qué tenemos aquí?

¿Un trofeo de submarinismo? —Rescaglio agarró una espantosa escultura de latón que trataba de representar a un buceador bajo la superficie ondulada del mar y que estaba encastrado en una peana de mármol que pesaba como el demonio. Sin duda había objetos de peor gusto sobre el planeta, pero aquél hubiera puesto los pelos de punta incluso entre esas representaciones de la última cena que venden en los bazares chinos. Rescaglio leyó la inscripción en voz alta: «First Prize-Scuba Contest Sharm el-Sheik Juana Sarasate». ¡Vaya, una mamá campeona de buceo, qué envidia! Es ésta, ¿no? —dijo volviendo a poner el trofeo sobre el aparador y tomando en sus manos un retrato de la madre de Gregorio, en la que se veía a la mujer sentada sobre el borde de una Zodiac, con traje de neopreno y bombonas, sonriendo a la cámara antes de zambullirse en el mar.

—¡Deja a mi madre, cabrón! —Esta vez Gregorio no pudo controlarse y se lanzó contra él para tratar de arrebatarle la fotografía.

Rescaglio se limitó a subir la mano en la que tenía la efigie de su madre, para ponerla fuera de su alcance, y con la otra empujó al chico para evitar que cargara contra él.

—¡Deja a mi madre! —gritó de nuevo el muchacho. Pero sólo obtuvo como respuesta la mirada de hielo del chelista, que con voz no menos fría le ordenó:

—¡Trae ahora mismo el pasaporte o te aseguro que cogeré todos los recuerdos de tu madre que hay en esta casa y los reduciré a cenizas! Tienes tres segundos. Uno...

Al constatar que el chico no se movía, sino que se estaba limitando a valorar hasta qué punto podía tomarse en serio las amenazas de su agresor, el italiano, sin perder la compostura ni un solo segundo, arrojó al suelo la foto de la madre de Gregorio y la pisoteó con los zuecos. Antes de que su víctima pudiera reaccionar, le agarró del pelo y empezó a tirar de él hacia atrás y hacia abajo, de manera que el muchacho no tuvo más remedio que ir arrodillándose poco a poco para no perder el equilibrio. Cuando lo tuvo completamente de rodillas, el italiano continuó con su inexorable ultimátum:

—Dos...

Gregorio notó cómo empezaba a escapársele la orina a causa de la agónica situación en la que se encontraba, pero logró sobreponerse y exclamó:

—¡Tengo el DNI! ¡Podemos viajar con el DNI!

—¡Tres! Tú lo has querido —dijo secamente Rescaglio, mientras propinaba un último tirón de pelo al niño para tumbarlo en el suelo.

—¿Por qué no vale el DNI? —preguntó Gregorio ahogando un sollozo.

—¡No vale el DNI porque tú vas a ser mi salvoconducto hasta Tokio, y para viajar a Japón, hace falta pasaporte!

Gregorio le miraba impotente, sin saber ya qué decir a su agresor.

—Encuéntralo y te soltaré en cuanto lleguemos al aeropuerto de Narita. El muchacho no se atrevía a levantarse por miedo a que su agresor volviera a agarrarlo de la cabeza, pero Rescaglio pareció iluminarse con una súbita idea y le ordenó de repente que se pusiera en pie y que le llevara hasta el teléfono.

—¿A quién quieres que llame?

—¿Tú? A Nadie. Soy yo el que va a hacer una llamadita a tu padre para que nos diga dónde está el documento que tanto necesitamos. ¿Cuál es su número?

¡Márcalo!

El chico obedeció, y en cuanto hubo marcado, Rescaglio le arrebató el auricular.

—Si dices una sola palabra, te arrepentirás.

Los tonos de llamada se sucedieron de manera regular durante medio minuto, pero nadie descolgaba el teléfono al otro lado de la línea. Sin embargo, nada parecía impacientar a Rescaglio.

—Espero que no hayas cometido la estupidez de darme un número falso.

¡Dime los nueve dígitos del móvil de tu padre, esta vez seré yo quien marque!

El chico volvió a complacerle, pero el inspector Perdomo seguía sin descolgar el teléfono. Rescaglio colgó entonces el auricular y le dijo:

—¿Hay algún número más en el que se te ocurre que pueda estar?

—Mi padre trabaja en la Jefatura Superior, pero ahora le han destinado a otra unidad y no sé el número.

—¿De qué unidad se trata?

—No lo sé. Él siempre los llama los «pata negra».

—Fantástico, ¿y qué demonios quiere decir los «pata negra»? No nos queda otra salida que buscar el pasaporte nosotros. Primero, tu cuarto. Pero te advierto que si lo encuentro ahí, lo lamentarás durante toda tu vida. Se encaminaron a la alcoba del muchacho y estuvieron revolviendo armarios y cajones durante un buen rato, pero el pasaporte no aparecía por ningún lado. Rescaglio miró dentro de cada libro, de cada DVD, de cada videojuego. Todo fue en vano y al final tuvo que rendirse.

—Muy bien —dijo controlando la ira que sentía por dentro—, parece que me has dicho la verdad. Vamos ahora a registrar el salón y el dormitorio de tu padre. ¡El pasaporte tiene que estar por algún lado!

El italiano y Gregorio pusieron la casa patas arriba, pero no encontraron rastro del documento.

—¡Enséñame tu DNI! —ordenó al niño con voz tajante, pero sin llegar a descomponerse.

Gregorio sacó del bolsillo del pantalón una pequeña cartera en la que había un billete de cinco euros, un bonobús, algunas monedas sueltas y el DNI. Tras asegurarse de que no contenía nada más, el italiano lanzó la cartera con furia

lejos de sí y exclamó:

—¿Sabes qué? Según van pasando los minutos, voy cambiando de opinión. No me creo que tengas perfectamente localizado tu documento de identidad y no sepas dónde está el pasaporte. Vamos a ver si yo puedo ayudarte a recuperar la memoria.

En el preciso instante en que Rescaglio desenfundaba las tijeras, que se había colgado del cinturón como si fuera un machete, le sobresaltó el sonido del teléfono.

—Es mi padre —le informó el niño al ver el número de la llamada entrante en el display.

—Muy bien, yo lo cogeré. Ya te lo advertí antes, pero te lo repito ahora: no digas una sola palabra si yo no te lo ordeno. ¿Has entendido?

Gregorio asintió con la cabeza.

Rescaglio descolgó el auricular y permaneció a la espera para asegurarse de que, efectivamente, se trataba del policía.

—¿Gregorio? —se oyó al otro lado. Se escuchaba tráfico de fondo, aunque no con un volumen muy alto; seguramente el inspector estaba devolviendo la llamada a su hijo desde el interior de su coche.

—Gregorio está aquí conmigo, inspector Perdomo, tranquilícese.

—¿Quién habla? ¿Quién es usted?

—Soy su hombre, inspector, Andrea Rescaglio. Permítame felicitarle por el modo en que ha resuelto el caso Ane Larrazábal; a cambio, espero que sepa apreciar también mi talento para salir airoso de esta complicada situación.

—¿De qué estás hablando? —preguntó estupefacto Perdomo. Pero en el instante mismo en que formulaba la pregunta comprendió que Rescaglio era el autor intelectual del crimen, por más que aún no tuviera claro el móvil. Aun así, le pareció más inteligente hacerse el tonto y simular que balbuceaba en busca de una aclaración.

—En serio, no tengo ni idea de lo que tratas de decirme.

Al otro lado del teléfono, Rescaglio guardaba silencio mientras valoraba el tono y las palabras del policía, a las que finalmente decidió no dar crédito alguno.

—Vamos, inspector, no ofenda mi inteligencia. Georgy se puso en contacto conmigo en cuanto recibió la llamada del chantajista. Porque al principio ambos pensamos que era eso, un chantajista; probablemente un músico o algún empleado del Auditorio que había visto o creído ver algo la noche del crimen. Cuando esta mañana he escuchado en la radio que se había tratado de una celada de la policía, supe en el acto que yo también estaba en peligro. Ignoro qué les contó Georgy antes de morir, pero me extrañaría mucho que no mencionase mi nombre. No le culpo, yo también intentaría «emprender el último viaje ligero de equipaje», como decía aquel poema.

—Te equivocas, Andrea. Lo único que salió de su boca fue: «Ella iba a morir de todas maneras». A lo mejor tú puedes aclararnos qué quiso decir el ruso con

esas palabras.

—Prefiero que lo descubra usted por sí mismo, y preferiblemente, que lo haga cuando yo esté ya fuera del país. Porque me largo, inspector: en cuanto escuche mi plan de fuga, estoy seguro de que le parecerá una genialidad. ¿O es que no sabe que los músicos somos expertos en fugas? En fugas de Bach, naturalmente.

A Perdomo le dio la impresión de que su interlocutor ahogaba una risa nerviosa, aunque tal vez se tratara de un ataque de tos.

—¿Cómo has llegado a mi casa, asesino? ¿Cómo has averiguado dónde vivía?

—Veo que Gregorio no le ha puesto al tanto de nuestro pequeño encuentro fortuito del otro día. Seguramente porque le habría tenido que contar también que, a pesar de que le ha pedido expresamente que no lo haga, él sigue tocando en el metro madrileño.

Gregorio bajó la vista, avergonzado ante la falta de principios del italiano.

—Quiero hablar con mi hijo ahora mismo; dile que se ponga.

—Aquí las órdenes las doy yo, Perdomo. Le voy a explicar muy brevemente la situación. Gregorio y yo vamos a hacer un viajecito a Tokio para el cual necesitamos el pasaporte del chaval. ¿Quiere usted creer que a pesar de que lo hemos buscado por todos los rincones de la casa, el documento no aparece?

—Exijo hablar con Gregorio y que él mismo me diga que está bien. Rescaglio tapó el auricular y se dirigió el niño en el tono más duro que pudo componer.

—Dile que estás bien y que te soltaré al final del viaje solamente si ambos colaboráis.

El niño intentó coger el auricular pero el italiano se lo impidió, indicándole que él se lo sostendría durante la conversación.

—¿Papá? —dijo Gregorio con voz algo temblorosa.

—Hijo, ¿estás bien?

—Sí, pero tiene unas tijeras.

—¡Y sería una lástima que tuviera que emplearlas con el chico si ambos no siguen al pie de la letra mis instrucciones! —amenazó el italiano, recuperando el control del teléfono—. Bien, ¿dónde está el pasaporte de Gregorio?

El inspector Perdomo estaba barajando en su mente desde hacía ya un buen rato, con la velocidad de un crupier profesional, todas las opciones posibles para hacer frente a Rescaglio. Tenía claro que bajo ningún concepto iba a poner en peligro ni la vida ni la seguridad de su hijo; como además estaba convencido de que si el italiano había matado ya una vez, podía volver a hacerlo, decidió

que lo mejor era obedecerle hasta que surgiera una oportunidad para reaccionar.

—El pasaporte está en la nevera —respondió el inspector.

El otro se mofó de la respuesta con una risita displicente:

—Señor Perdomo, ¿de verdad cree que éste es el mejor momento para reírse de mí? ¿No se da cuenta de que me está obligando a hacer daño al niño?

—Óyeme bien, zumbao —saltó el policía, al que se le revolvieron las tripas sólo de pensar en que aquel psicópata pudiera ensañarse con el pobre Gregorio—, ¡te estoy diciendo la verdad! Tanto mi pasaporte como el de Gregorio están en la nevera, dentro de un sobre blanco con un montón de dólares que cambié cuando estábamos a punto de hacer juntos un viaje a Nueva York. Lo puse ahí porque no quería dejar dinero en metálico al alcance de la asistenta y estaba convencido de que nunca miraría debajo de las hueveras.

¡Compruébalo!

Rescaglio tapó el auricular y le dijo al niño:

—Tú, mira en el frigorífico, debajo de donde están los huevos. Mientras el chico iba a comprobar si la información era correcta, Rescaglio dio las últimas instrucciones al policía:

—Se lo voy a dejar muy claro, inspector. Tengo dos rehenes conmigo: uno es un violín que vale tres millones de euros, el otro es un niño de trece años que da la casualidad de que es su único hijo. Si el pasaporte está donde me acaba de decir, Gregorio y yo salimos ahora mismo hacia el aeropuerto, donde no quiero tener la más ligera complicación.

—Te aseguro que no vas a encontrar el más mínimo problema para salir del país —le aseguró el policía en el tono más convincente que pudo—. Nadie, excepto yo, sabe que tú mataste a Ane. No hay orden de busca y captura contra ti; cuando llegues al aeropuerto nadie va a estar esperándote, tienes mi palabra. Pero tenemos que pactar cómo y cuándo recuperaré a mi hijo.

—¿Conoce el aeropuerto de Narita? En la terminal dos, en la tercera planta, hay un punto de encuentro muy famoso llamado Rendez-vous Plaza. Es ahí

donde podrá recuperar a su hijo, entre las tres y las cuatro de la tarde de mañana.

—Supongo que eres consciente de que si Gregorio sufre el más mínimo percance, me obligarás a olvidarme de que soy policía y dedicaré lo que me queda de vida a buscarte para arrancarte las entrañas con mis propias manos.

—No empecemos a ponernos desagradables sin motivo, inspector. Ya le he dicho que su hijo es para mí un simple salvoconducto; acabar con su vida no me reportaría el menor beneficio. Es más, debo decirle que empiezo a sentir un genuino aprecio por el chaval.

En ese momento llegó Gregorio con el sobre blanco que había mencionado Perdomo y lo entregó a su secuestrador. Estaba frío como una losa de mármol. Rescaglio sujetó el auricular con el hombro para liberar una mano y abrió el sobre, donde, efectivamente, halló dos pasaportes y tres mil dólares en billetes de diez, veinte y cien dólares. El italiano comprobó la validez de los dos documentos y al ver la fecha de nacimiento del inspector exclamó:

—¡Es usted tauro, Perdomo! Igual que yo; le felicito de corazón. Aunque ya sabe que si un tauro sale malo, es de lo peor: avaro, terco, colérico, gusto por el

dinero fácil, rencoroso, posesivo. Y la foto es lamentable; será mejor que le expidan otro documento.

A continuación agarró las tijeras y empezó a cortar en trocitos las hojas del pasaporte del policía, que acabó tirado en el suelo, junto al retrato de su esposa.

—Ahora quiero que haga una última cosa por mí, signor poliziotto

concluyó Rescaglio—. Le voy a poner a su hijo al teléfono otra vez, para que sea su padre quien le diga cómo tiene que comportarse. Le aconsejo que sea breve y contundente.

El violonchelista acercó el auricular al oído del muchacho y le indicó con un gesto de la cabeza que hablara.

—¿Papá?

—Gregorio, estoy aquí. No te va a pasar nada si haces lo que te dice, puedes creerme.

—De acuerdo, papá.

—No intentes nada, no le provoques, haz que se sienta cómodo en todo momento y con total control de la situación.

—Sí, papá.

—Yo me encargo de que mañana por la tarde una persona vaya a recogerte al punto de encuentro de Narita. Una última cosa, y contéstame sólo con un monosílabo, ¿lleva Rescaglio el violín consigo?

—Sí, papá.

El italiano consideró que la conversación ya había durado lo suficiente y recuperó el auricular.

Arrivederci, inspector, y recuerde: si decide hacerse el listo y tengo cualquier clase de contratiempo en mi largo camino hasta Narita, será su hijo quien lo pague. Si le veo aparecer por allí, su hijo morirá. Si detecto más policía que de costumbre o veo que en el embarque alguien hace algo que me pone nervioso, su hijo morirá. Y los padres de Ane le cortarán luego a usted en pedacitos, porque también destrozaré el Stradivarius. Corto y cierro. Perdomo estaba preparando una respuesta a la sádica amenaza del italiano, pero no le dio tiempo a reaccionar, porque el otro le colgó el teléfono.

—Muy bien, Gregorito —anunció Rescaglio de buen ánimo—, nos ponemos en marcha. —Su expresión dura y fría de los últimos minutos había cambiado por completo y ahora resurgía de nuevo el encantador violonchelista que había seducido a Gregorio durante el dueto de Boccherini.

—Tu padre ha prometido que piensa comportarse como un chico bueno, así

que vamos a disfrutar de un viaje de película. A partir de este momento tu vida está en tus propias manos, sólo dependes de ti mismo. ¿Que te portas bien?

Dentro de veinticuatro horas todo esto no será para ti más que un mal sueño. ¡Y

encima habrás tenido la oportunidad de conocer Tokio, el paraíso de los gadgets electrónicos! Si por el contrario decides hacer lo stronzo y echas a correr,

entonces... te aseguro que le darás a tu padre el mayor disgusto de su vida.

—Yo voy a hacer todo lo que me diga mi padre —respondió el niño con semblante adusto.

—Eso es lo que quería oír. Ahora presta atención: va a haber un momento especialmente peliagudo, cuando pasemos el control de equipajes y yo no pueda tenerte al alcance de mis tijeras. Es probable que en ese momento, al verte rodeado de policías y sabiendo que no puedo hacerte nada, sientas la tentación de echar a correr.

Gregorio tuvo que reconocer para sus adentros que la ocasión para la huida era difícil de desaprovechar.

—Quiero que sepas lo que ocurrirá si te das a la fuga en ese momento, para que luego no me puedas reprochar que no te puse sobre aviso. El italiano abrió su teléfono móvil y buscó un número en la agenda. Antes de marcarlo, advirtió al niño:

—De la misma manera que, si tu padre intenta detenerme, te pondrá a ti en una situación muy difícil, si tú intentas huir o delatarme a la policía durante el control de equipajes, una persona de mi total confianza se encargará de liquidar a tu padre cinco minutos después.

Rescaglio marcó el número que había preseleccionado y cuando oyó que descolgaban al otro lado, dijo:

—¿Renzo? Te paso al muchacho.

Rescaglio entregó el teléfono al chico y éste se lo llevó al oído. Al otro lado de la línea se escuchaba una respiración pesada, como de asmático o de perverso sexual. La voz dijo:

—Me cargaré a tu padre y a tutta la tua famiglia como hagas la menor tontería. Hai capito? ¡Les cortaré el cuello a todos con un cuchillo de cocina!

Gregorio cerró los ojos horrorizado y luego estalló en un llanto copioso e inconsolable, en el que no había ya nada de la rabia contenida de hacía unos minutos, sino sólo la expresión de la más absoluta desesperación. El chico no tenía manera de saber que el tal Renzo era, en efecto, un íntimo amigo del italiano, pero que difícilmente iba a poder tomar represalias contra su padre puesto que estaba hablando desde Tokio, donde se iba a encargar de prestar ayuda a Rescaglio hasta que su rastro se perdiera para siempre. Su captor no tuvo ni un solo gesto de compasión hacia el muchacho, al que días atrás había estado regalando el oído por su musicalidad y su destreza técnica, y a pesar de que llevaba un pañuelo inmaculado en el bolsillo, ni siquiera cruzó por su cabeza la idea de prestárselo a Gregorio para que se enjugara las lágrimas. Estaba decidido a llevar a cabo su venganza en caso de que el inspector Perdomo faltara a su palabra, y para eso necesitaba distanciarse emocionalmente de una criatura a la que, tal vez dentro de muy pocas horas, iba a tener que ejecutar. Mientras dejaba que Gregorio sollozara en un rincón, descolgó de nuevo el teléfono, y tras un par de llamadas, logró que le enviaran un taxi para desplazarse al aeropuerto.

52

Mientras tanto, en su coche, Perdomo estudiaba la estrategia para liberar a Gregorio de un secuestrador. A la hora de garantizar la seguridad de su hijo, sólo había una persona en la que confiase plenamente y era él mismo. Tenía que ir al aeropuerto, eso estaba claro, y aunque no lograse rescatar a su hijo, debía asegurarse de que el chico estaba bien y que no había puesto en peligro su propia seguridad tratando de escapar de su captor. El policía se consideraba lo suficientemente hábil para hacer un seguimiento del secuestrador y de su víctima hasta la mismísima puerta de embarque sin ser visto; pero además se estaba preguntando cómo se las iba a arreglar Rescaglio para controlar a su presa una vez que ambos hubiesen atravesado el control de equipajes de mano, pues las tijeras serían sin duda detectadas por el escáner y la Guardia Civil se las incautaría en el acto. La lista de objetos punzantes prohibidos por la actual normativa era abrumadora: hachas, flechas, dardos, cuchillas, bisturíes, arpones, piquetas, ¡incluso patines de hielo! y, por supuesto, tijeras de más de seis centímetros de longitud. Pero todos estos utensilios, con los que sin duda se podía desde secuestrar un avión hasta dejar a un niño malherido, eran detectables siempre que estuviesen hechos de metal. ¿Y si Rescaglio había logrado disimular, por ejemplo en la funda del violín, algún elemento de plástico o madera que pudiera resultar tan mortífero como unas tijeras de acero? Aunque así fuera, Perdomo sabía que el momento en el que el italiano iba a resultar más vulnerable iba a ser en el control de equipajes de mano, cuando, aunque sólo fuera durante un minuto, se iba a tener que separar del muchacho.

Lo primero que hizo el policía fue llamar a AENA para informarse de cuáles eran los vuelos a Tokio de ese día. En el aeropuerto le comunicaron que solamente podían suministrarle información de los vuelos directos, y como no había ninguna compañía que volase sin escalas a Japón, optó por telefonear a una conocida agencia de viajes en la que le facilitaron todos los vuelos del día. El de Swiss Air, vía Zurich, había salido a las 9.50 de la mañana, y poco después, a las 10.20, lo había hecho el de Air France vía París. Lufthansa salía a

las 16.50, vía Frankfurt y a las 19.30 había otro vuelo más de Air France, también con escala en la capital gala. Los martes y los jueves, había un vuelo de Iberia de las 16.00, que enlazaba con otro avión de la misma compañía en Amsterdam y llegaba a Tokio a las 14.30 del día siguiente. Rescaglio le acababa de decir por teléfono que soltaría a Gregorio en el Rendez-vous Plaza entre las tres y las cuatro, así que forzosamente tenía que ser ése el avión en el que pensaba embarcarse el italiano.

53

El plan de Perdomo era bien sencillo. Tenía que llegar a la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, que es de donde salía el vuelo de Iberia para Amsterdam, identificarse ante la Guardia Civil en el control de equipajes de mano, y emboscarse al otro lado para entrar en acción en cuanto Gregorio cruzara bajo el arco detector de metales y estuviera fuera del alcance del italiano. Si llegaba a tiempo, Rescaglio iba a ser bastante fácil de neutralizar. Pero ¿podría plantarse en el aeropuerto antes que el secuestrador de su hijo?

Desde su casa, en el Madrid de los Austrias, hasta el aeropuerto, a menos de veinte kilómetros de distancia, apenas había veinticinco minutos. Sólo tenía que enfilar las rondas, llegar hasta la carretera de Valencia y de allí enlazar con la M-40 y el desvío a Barajas. Pero él estaba en El Boalo, a casi una hora del aeropuerto, y para ganar la carrera, la única posibilidad consistía en que la cola del mostrador del check-in fuera lo suficientemente larga para compensar el tiempo que le iba a sacar su contrincante. Se maldijo por haber aceptado la propuesta de una reportera de Telemadrid de hacerle una entrevista-reportaje en el lugar mismo en el que había descubierto al asesino del Marral. La primera vez que le había llamado su hijo —o quien él creía que era su hijo— ni siquiera había escuchado la llamada, ya que su móvil estaba en modo silencioso para no interrumpir la entrevista. Cuando terminó de contestar a las preguntas, vio que tenía una llamada de su casa y al devolverla fue cuando Rescaglio descolgó el teléfono.

Perdomo comprobó que su arma reglamentaria estaba cargada e introdujo en el GPS de su coche el destino al que tenía que llegar a toda costa, antes que el asesino de Ane Larrazábal. El aparato le indicó que la ruta más corta era vía Cerceda hasta la autovía de Colmenar, para desde allí enlazar con la M-40 y tomar el desvío a la T4. Sin despedirse de la reportera, una napolitana pecosa que a pesar de llevar sólo seis meses en España hablaba castellano mejor que un académico de la lengua, pisó a fondo el acelerador y salió a uña de caballo de

aquel pequeño pueblo de la Sierra Norte de Madrid. Por el espejo retrovisor, vio que la periodista le hacía vehementes gestos con los brazos para que se detuviese. Como no había tiempo para dar marcha atrás, ni podía imaginarse qué demonios quería la reportera, pasó olímpicamente de ella y siguió pisando a fondo el acelerador. No llevaba todavía ni cinco minutos conduciendo con la exaltación de un piloto de rallyes, cuando, en una curva a la izquierda para enfilar la carretera de Navacerrada, su coche derrapó, dio una vertiginosa vuelta sobre sí mismo de más de 360 grados y se salió de la carretera.

«¡Cojonudo! —pensó al comprobar que su vehículo no había volcado de milagro—. ¡Un poco más y me rompo la crisma contra aquellas rocas!»

Se dio cuenta de que, por más urgencia que tuviera en llegar al aeropuerto, había un límite de velocidad que no podía traspasar, y que tenía poco que ver con la normativa legal de aquella carretera: un límite marcado por sus propias carencias como conductor y también por las del coche, que no era el más adecuado para un estilo de conducción deportiva.

Cuando pasó Colmenar Viejo, miró el reloj y calculó que Rescaglio debía de estar llegando ya al aeropuerto, si es que no lo había hecho ya. A él sin embargo aún le quedaban entre veinte minutos y media hora de viaje, dependiendo del tráfico que hubiera. Dio gracias al cielo por no haberse encontrado aún con ningún control de la Guardia Civil, pues no tenía claro si estaba dispuesto a detenerse en caso de que le hicieran parar junto al arcén, por exceso de velocidad. Luego rogó con todas sus fuerzas que Gregorio no sucumbiera al miedo y a la tentación de salir corriendo, pues era evidente que un chico de trece años tenía poco que hacer contra un adulto resuelto a todo. Justo en el momento en que se había persuadido a sí mismo de que, con un poco de suerte y de cola en el check-in, iba a ser capaz de ganar la partida al italiano, ocurrió lo del camión.

Acababa de salir de Tres Cantos por la autovía de Colmenar cuando el inspector observó con horror cómo un camión tráiler cargado de corderos que circulaba en su dirección, unos metros más adelante, tocaba el borde de la carretera en un punto en que estaban reparando el arcén y su conductor perdía el control del vehículo. Al tratar de hacerse con él, y a pesar de circular por una recta, el conductor derrapó y, tras un estrepitoso frenazo en el que el tráiler debió de arrastrarse casi cincuenta metros sobre el asfalto, volcó sobre un costado, quedando la caja totalmente atravesada sobre la calzada. La cabina del conductor recibió un fuerte impacto y el cristal del parabrisas estalló en mil pedazos, aunque el conductor logró salir a gatas de su habitáculo y Perdomo comprobó que sólo estaba herido leve. Mejor parada aún salió su acompañante, una mujer morena y bien parecida que tenía todo el aspecto de ser su señora. Perdomo, que había estado a punto de tragarse el camión en el momento del derrapaje, y que ahora había detenido el vehículo en mitad de la carretera, después de haber accionado todos los intermitentes, miraba angustiado por el retrovisor, temiendo ser arrollado por otros conductores. Para su alivio, tanto el

camión volcado como su propio vehículo eran visibles a una distancia considerable y los coches que comenzaron a llegar en la misma dirección pudieron frenar a tiempo. Perdomo había abandonado su coche para ir a comprobar cómo se encontraban los ocupantes del camión y vio que alrededor de una docena de corderos habían muerto aplastados por el golpe, pero que la mayoría habían logrado escapar al romperse el remolque y comenzaban a trotar en todas las direcciones, como si temieran que el camión que los transportaba pudiera incendiarse de un momento a otro y ellos pudieran quedar reducidos a un montón de carne a la brasa. Algunos, los más sabios, decidieron saltar el arcén y huir al campo; otros, más insensatos, optaron por cruzar la mediana y provocaron una colisión múltiple entre los coches que circulaban en sentido opuesto. A Perdomo se le pasó por la cabeza la idea de quedarse a echar una mano, por lo menos hasta asegurarse de que los corderos, como si fueran miembros de una manifestación no autorizada, se hubieran disuelto. Pero al ver que podía escapar invadiendo la cuneta, decidió regresar al coche, que había dejado con la puerta abierta de par en par.

Nada más poner las manos sobre el volante, oyó un balido enternecedor en el interior del habitáculo y al volver la cabeza se dio cuenta de que uno de los corderos, completamente aterrorizado, se había refugiado en la parte posterior de su Volvo.

No le costó desalojar al pobre animalillo de su coche, pero al mirar el reloj y ver que quedaban solamente cuarenta minutos para la salida del avión de Rescaglio, comprendió que el italiano le había ganado la partida.

54

La Terminal 4 de Barajas, conocida popularmente como T4, se ha hecho internacionalmente famosa en los últimos años por dos razones tan poderosas como distintas entre sí. Por un lado, parece ser una terminal gafada, pues no solamente la banda terrorista ETA logró colocar, en 2007, doscientos kilos de explosivo que acabaron con la vida de dos súbditos ecuatorianos, sino que, más recientemente, se convirtió en el escenario de una de las tragedias aéreas más graves del siglo XXI: la que costó la vida a más de ciento cincuenta personas que trataban de desplazarse a las islas Cananas en un MD-82. A pesar de tan luctuosos sucesos, a Perdomo le había fascinado la T4 desde que fuera inaugurada en febrero de 2006 en una solemne ceremonia presidida por el presidente del gobierno. Hacía poco, el inspector había escuchado una entrevista con su creador, el arquitecto británico Richard Rogers, en la que se le había solicitado que eligiera las tres obras de las que se sentía más orgulloso. Rogers se decantó por la casa de sus padres en Wimbledon, el Centro Georges Pompidou de París y la T4 de Madrid-Barajas, por considerar su propio autor que era una especie de síntesis de los dos edificios anteriores: la T4 había conseguido la fusión perfecta entre la alta tecnología y la calidez humana del espacio.

Perdomo llegó a la terminal a las 15.20 de la tarde, tras haber tenido que forcejear durante algunos minutos con el cordero que se había hecho fuerte en su vehículo. Por el camino, había telefoneado a AENA y le habían informado de que el vuelo 3250 de Iberia con destino Amsterdam no iba a sufrir ningún retraso, por lo que Rescaglio y su hijo podrían ya estar embarcados en el avión, o incluso haberse despegado ya del finger y avanzar rumbo a la cabecera de pista. Para una vez que el retraso de un avión podía causar algún beneficio a alguien, el vuelo iba a salir asquerosamente puntual.

Según se estaba apeando de su vehículo, que aparcó, sin distintivo policial ninguno para no llamar la atención, en el carril de subida y bajada de viajeros, Perdomo decidió que, dado que ya era prácticamente imposible rescatar a su hijo de las garras de su secuestrador —había perdido demasiado tiempo en el

camino—, su misión iba a consistir en asegurarse de que su hijo estaba sano y salvo y que embarcaba sin complicaciones en el avión que debía llevarles a Amsterdam.

Mientras tanto, en el interior de la terminal, Andrea Rescaglio había atravesado ya el control de pasaportes en compañía de Gregorio y de su violonchelo, para el que había comprado un billete de pasajero, pues aunque la caja era de gran resistencia, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que los brutales zarandeos a los que son sometidos los equipajes en las terminales aéreas le ocasionaran la más mínima fisura; y no ya al instrumento, sino al estuche mismo. Rescaglio llevaba la aparatosa caja del chelo sujeta a la espalda mediante un arnés, no sólo porque así resultaba más cómodo de transportar, sino también debido a que necesitaba ambas manos libres: una para llevar el móvil, desde el que amenazaba con ordenar a su amigo Renzo que atentara contra Perdomo en cuanto Gregorio hiciera el más mínimo movimiento sospechoso; la otra mano era para sujetar la funda del Stradivarius Pasini, el fabuloso violín que, desde que fue robado en 1840 por Paolo el monaguillo, había llevado la desgracia a todos sus poseedores, incluida su propia novia, Ane Larrazábal. Como Rescaglio y Gregorio tenían por destino un país perteneciente al espacio Schengen, les había correspondido la puerta de embarque J40, en el dique sur de la T4, para lo cual tenían que descender a la planta 1, donde se encuentran las puertas de embarque correspondientes a esa letra. Justo en ese momento los zuecos Crocs de Rescaglio le jugaron una mala pasada.

Aunque de una extrema comodidad, los Crocs estaban teniendo que afrontar denuncias, en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y centros comerciales de medio mundo, por parte de personas cuyos pies habían quedado atrapados en las escaleras mecánicas. Cuanto más pequeño era el pie, más peligro existía; por eso los niños eran los más proclives a sufrir accidentes. Rescaglio pensaba que los accidentes con los Crocs habían ocurrido más porque a los chavales siempre les gusta hacer el tonto cuando se suben a un artilugio mecánico que por la peligrosidad del zueco en sí. Pero había algo que el violonchelista se negaba a reconocer incluso ante sí mismo y que le había llevado a subestimar el riesgo de calzar Crocs a bordo de una escalera dentada. Rescaglio tenía los pies pequeños.

Y en su Italia natal se decía —por más que no hubiera llegado a demostrarse nunca— que los hombres de pie pequeño tenían también pequeño

«lo otro». El músico calzaba un 37, lo cual a veces convertía en una auténtica aventura encontrar zapatos de hombre que le gustasen, por lo que acababa recurriendo a modelos unisex.

Sea como fuere, Rescaglio tenía demasiadas preocupaciones aquella tarde para andar pensando en lo cuidadoso que hay que ser si se calzan zuecos de

goma. Al llegar al rellano inferior, intentó levantar el pie izquierdo pero el Croc parecía haberse literalmente encolado al metal, con lo que los dientes de acero engulleron aquel engendro de goma verde y le arrancaron parte del pulpejo del dedo gordo del pie, que comenzó a sangrar profusamente.

Era la ocasión que necesitaba Gregorio para, de un lado, poder arrancar de la mano a su secuestrador el teléfono móvil, y de otro, liberarse de su depredador, que hasta ahora no le había perdido de vista ni un instante. En vez de salir huyendo en línea recta y permanecer en la propia planta 1 a la que habían descendido, Gregorio tuvo la intuición, que le salvó la vida, de encaramarse a la escalera que iba en dirección contraria, de manera que, aunque Rescaglio intentó volver a agarrarle, él pudo parapetarse detrás del cuerpo de una señora que subía en ese momento y comenzó a alejarse de su perseguidor a la doble velocidad que le proporcionaban sus propias piernas y la escalera mecánica.

Figlio di puttana! —gritó el italiano, una imprecación que iba dirigida tanto al escalón que le acababa de rebanar un trozo del pie como al niño sobre el que había perdido el control. Pero él mismo se dio cuenta de que en ese grito había casi más impotencia que ira, pues el violento movimiento que había llevado a cabo para intentar aferrar de nuevo al chico hizo que el chelo que llevaba a la espalda actuara como lastre y lo arrojara al suelo. Varias personas se dieron cuenta de que el de Rescaglio no había sido un simple tropezón y se arremolinaron a su alrededor para tratar de ayudarle. El que peor parado salió fue un joven que dijo ser enfermero, y que al tratar de taponar la sangre que manaba del pie del italiano, recibió una coz en la cara que lo dejó inconsciente sobre la chapa metálica por la que se accede al motor de la escalera.

—¡Dejadme, cabrones! —bramaba Rescaglio, pataleando panza arriba, como si fuera el kafkiano Gregorio Samsa convertido en un monstruoso insecto. Le estaba costando incorporarse porque las correas de la funda del chelo estaban unidas entre sí mediante una banda trasversal que se abrochaba sobre el pecho y que servía para disminuir el bamboleo del instrumento al caminar. Tras casi medio minuto de forcejeo interminable, durante el cual sus espontáneos ayudantes se alejaron de él a toda prisa, dejándolo por imposible, el italiano se puso por fin en pie y, renqueando como un animal herido, se alejó

unos metros de la escalera mecánica para ir a buscar refugio en una hilera de sillas de plástico, donde se suministró a sí mismo los primeros auxilios. Mientras tanto, en la planta superior, el inspector echó mano al bolsillo interior de su americana para mostrar al guardia civil del control de equipajes de mano su placa de inspector de policía. Tardó algunos segundos en recordar por qué

no la llevaba encima. Durante el reportaje que le habían hecho en El Boalo, el cámara le había pedido su placa para filmar un plano detalle de la misma, y con

los nervios del momento, Perdomo se había olvidado de recuperarla. Comprendió entonces por qué la reportera de televisión le había hechos gestos para que regresara en cuanto empezó a alejarse del lugar; gestos que él había visto por el retrovisor y que, al no comprender a qué obedecían, había decidido ignorar.

Perdomo decidió olvidarse de la placa y comenzó a tratar de convencer al escéptico guardia civil del control de pasaportes de que le franqueara el acceso al otro lado.

—No tengo tiempo de darle muchas explicaciones, pero persigo a un peligroso delincuente que trata de abandonar el país llevándose a mi hijo como rehén.

—No está el teniente en estos momentos, y yo, sin su autorización, no puedo dejar pasar a nadie sin tarjeta de embarque y pasaporte o DNI.

—Ya le he dicho que soy inspector de policía. El DNI lo tengo —le increpó

Perdomo— y en él dice que soy policía. Lo que no puedo mostrarle es la placa, la tiene una reportera de Telemadrid.

—Si el DNI pudiera sustituir a la placa, los agentes no la necesitarían, ¿no cree? —replicó aquel zote—. Espere aquí unos segundos, hasta que venga mi superior, y si él da el visto bueno, yo le franqueo el paso con mucho gusto. Perdomo barrió con la mirada el espacio que había más allá del control de viajeros, como si creyese que iba a poder divisar de repente, entre aquel maremágnum de viajeros, al hombre que había secuestrado a su hijo y asesinado a Ane Larrazábal. La sola idea de imaginar a Gregorio aterrorizado y en manos de su captor, a escasos metros de donde él estaba, le dio ánimos para volver a la carga.

—¿Y cuándo vuelve el teniente? ¿Dónde está? ¿No puede ir en su busca, para acelerar la cosa?

—El teniente ha ido al aseo y, como comprenderá, tardamos más yendo a buscarle que esperando aquí tranquilamente a que regrese.

¿Qué podía hacer para convencer a un ser tan obtuso? Además de maldecirse una y mil veces por haberse olvidado la placa, Perdomo estuvo tentado de mostrar el revólver a aquel necio, para que viera que de verdad era inspector de policía, pero se percató al instante de que exhibir un arma en aquella situación, por muy reglamentaria que fuese, sólo podía empeorar las cosas.

—Llame a la UDEV —le ofreció entonces el inspector—. Allí pregunte por el comisario Galdón y él podrá identificarme.

—No estamos aquí para eso —zanjó el guardia civil, mientras con la mano le señalaba que se hiciera a un lado para que las personas que se encontraban detrás de él pudieran seguir depositando objetos en el escáner y pasando por debajo del arco detector de metales.

Perdomo miró nervioso su reloj y vio que faltaban pocos minutos para la salida oficial del vuelo. Era tal su ansiedad que se imaginó a sí mismo

abriéndose paso a empujones en aquel control de equipajes de mano y corriendo hacia las puertas de embarque, en busca de su hijo, perseguido por la Guardia Civil; pero la idea le pareció tan delirante como peligrosa, pues además de que se arriesgaba a que a uno de los agentes le diera por sacar el arma y descerrajarle un tiro, el revuelo que de seguro iba a organizarse alertaría a Rescaglio, que podría tomar represalias contra su hijo.

Fue entonces cuando vio venir a una agente femenina, perteneciente al Cuerpo Nacional de Policía, que traía de la mano a un niño de trece años con un asombroso parecido a Gregorio.

—¡Papá! —gritó el chico nada más verle. Y zafándose de la mano de la agente, atravesó el control de equipajes en sentido contrario, para ir a abrazarse amorosamente a su padre.

—¿Me cree ahora? —exclamó ufano el inspector Perdomo—. ¿Ve como no es una historia inventada, que había un niño ahí dentro, y que es mi hijo?

El agente de la Benemérita había convertido ya el duelo dialéctico con Perdomo en una batalla personal, y en vez de rendirse a la evidencia, replicó:

—Usted dijo que su hijo estaba secuestrado. ¿Cómo es que se ha liberado de repente?

Perdomo se separó de su hijo, que aún seguía abrazándole, y le invitó a contar lo que había pasado, pero el relato de Gregorio tampoco sirvió para hacer entrar en razón a aquel zopenco. Menos mal que en ese momento regresó

el teniente, que nada más ver a Perdomo exclamó:

—¡Coño, el héroe de El Boalo!

Ante el estupor bovino de su subordinado, el teniente había reconocido a Perdomo como el policía que había ayudado a la Guardia Civil a resolver uno de los crímenes más misteriosos de los últimos meses, y tras escuchar su apresurado relato, le franqueó el paso.

55

Antes de lanzarse en persecución de Rescaglio, el inspector preguntó a su hijo qué puerta de embarque les habían asignado. Y tras escuchar la respuesta, quiso asegurarse:

—¿Viste si llevaba algún arma? —El chaval hizo un gesto negativo con la cabeza; luego sacó de un bolsillo la partitura que había logrado descifrar esa misma mañana y se la entregó a su padre.

Perdomo no pudo evitar un gesto de asombro al encontrarse con la partitura descifrada, aunque no podía sospechar que hubiera sido el propio Gregorio el que hubiera resuelto aquel galimatías.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó estupefacto.

—No es más que un pasatiempo, papá. «Únase por la línea numerada de puntos.» Los puntos son las cabezas de las notas: la blanca es uno, la negra es dos, y así sucesivamente.

Tras abrazar conmovido a su hijo, Perdomo se echó la partitura al bolsillo y luego explicó a los agentes que, ahora que el sospechoso ya no tenía a Gregorio en su poder, se podía organizar un despliegue policial en toda regla para atrapar al italiano.

Hasta la entrada en funcionamiento de la terminal, en el aeropuerto trabajaban 365 funcionarios; luego los efectivos se habían incrementado en casi doscientos agentes más, pues la T4 tenía su propia comisaría. El grueso de los agentes estaba especializado en el control de aduanas, pero también contaba con un grupo de Policía Judicial, de Seguridad Ciudadana y con un Módulo de Apoyo. El único problema era que ninguno de los agentes que trabajaban allí

había visto nunca la cara del sospechoso, por lo que era difícil explicarles a quién tenían que detener. Aun así, Perdomo les dio las siguientes indicaciones:

—Pónganse en contacto con la puerta J40 para que denieguen el paso a un súbdito de doble nacionalidad, italiana y española, que lleva consigo un chelo y un violín. Y que probablemente tenga un pie vendado. Alerte también a la comisaría de la terminal para que no dejen salir del edificio a ningún individuo que responda a esa descripción. ¿Tiene un plano de la terminal?

El teniente de la Guardia Civil desplegó en el acto un plano en el que podía apreciarse la estructura y distribución de las tres plantas de la T4. La que le interesaba a Perdomo era la primera, cuyo esquema básico respondía al de una T invertida.

—La puerta que han asignado a Rescaglio es la J40, la primera del grupo J

en el dique sur. Es allí adonde me dirigiré en primer lugar, aunque como el italiano es muy inteligente, ya sabe que al no haber logrado conservar a su rehén tiene perdida la partida. Aun si lograra embarcarse rumbo a Amsterdam, es consciente de que sería detenido en el avión, nada más llegar a Schiphol. Por lo tanto es probable que a estas alturas ya haya renunciado a volar y esté

tratando de salir del aeropuerto como sea, lo que no le va a ser fácil ya que tiene que volver a pasar por el control de policía. Lo más importante, pues, es bloquear las salidas del aeropuerto y, por supuesto, las paradas de taxis y de autobuses, por si lograra escurrirse al exterior.

El teniente de la Guardia Civil estaba escuchando las instrucciones de Perdomo con un solo oído, pues el otro lo tenía pegado al auricular del teléfono con el que estaba haciendo llegar las indicaciones del policía a los distintos centros de control.

Perdomo sonrió al comprobar la rapidez y eficacia del agente, a años luz de la de su subordinado, y antes de partir en busca de Rescaglio añadió:

—Mi hijo se queda aquí, a cargo de la agente femenina que lo ha encontrado. Que no lo pierda de vista ni un solo segundo; sólo faltaría que después de haberse liberado del italiano, volviera a caer en sus manos. Yo me llevo a un chaqueta verde, pues aunque este plano es bastante completo, no especifica todos los recovecos en los que se puede refugiar la persona que andamos buscando.

El teniente hizo un gesto con la mano a uno de los empleados que AENA utiliza para ayudar a los pasajeros a orientarse y ésta, pues de una señorita se trataba, comprendiendo que algo importante se estaba cociendo, se acercó a la carrera.

—Señorita —le explicó el teniente ignorando el nombre de la chica en la etiqueta identificativa que llevaba en la solapa—, este señor es inspector de policía. Haga todo lo que le pida y responda a todas sus preguntas. Mientras se dirigían hacia la puerta J40, la chaqueta verde fue explicando al inspector los detalles de la zona de embarque.

—Hay dos diques, el norte y el sur. Si leemos el plano de izquierda a derecha comenzaríamos en el dique sur, con la zona H y las puertas Hl y H2, e iríamos subiendo en la numeración hasta llegar a la H37.

—Entonces ¿la J40 está al final de la serie?

—No, está al principio. Los chaquetas verdes debemos estar agradecidos a que haya tanto lío porque, si no, no seríamos necesarios. Y teniendo en cuenta cómo está el mercado laboral, este trabajo está muy bien pagado. Habían descendido ya a la primera planta y nada más llegar al final de la

escalera mecánica, Perdomo se detuvo para orientarse.

—La puerta J40 nos queda a la derecha —le explicó la chica—. Si miramos en dirección al final del dique sur, queda a la izquierda. Perdomo no pudo por menos que volver a sentir admiración por aquel espacio interior tan lleno de detalles: las cubiertas onduladas, construidas con bambú, las columnas a pares, pintadas en una gradación de colores que iba del azul oscuro al amarillo, siguiendo un criterio térmico: como la T4 tenía una orientación norte-sur, los colores eran más fríos —azul oscuro— al comienzo del dique norte e iban gradualmente calentándose hasta finalizar en la sección H del dique sur.

El inspector se dio cuenta de que la alerta ya había cundido en la comisaría del aeropuerto, pues se veían policías de uniforme por doquier, patrullando por los pasillos y custodiando las salidas principales. A menos que Rescaglio hubiera reaccionado de manera fulminante, era muy difícil que hubiera logrado salir del aeropuerto, sobre todo teniendo en cuenta que estaba herido en el pie. Las puertas de embarque de la T4 estaban repartidas al tresbolillo a lo largo de dos naves gigantescas, separadas entre sí por decenas de columnas centrales que sujetaban el vistoso techo de bambú. Perdomo, a quien le parecía estar caminando por una especie de catedral del siglo XXI, decidió avanzar junto a la chaqueta verde hasta la altura de la J40 caminando por el pasillo opuesto, con el fin de no ser detectados por Rescaglio, en el cada vez más improbable caso de que aún estuviera intentando embarcarse. Pero, tal y como había sospechado Perdomo, cuando por fin se asomó al otro lado del pasillo, en las inmediaciones de la susodicha puerta no había ni rastro del italiano. Los pasajeros no habían empezado a embarcar todavía pero ya se había formado una cola kilométrica, en la que se podía ver a muchas personas neuróticamente ansiosas por subirse de una vez al avión. De un lado, era como si los pasajeros pensaran que por el hecho de formar una cola pudieran acelerar el momento del embarque, presionando con su presencia y número al personal de tierra que tenía que franquearles el acceso al finger; de otro, también parecía como si muchos estuvieran intranquilos ante la posibilidad de llegar a perder la plaza que ya se les había asignado en el momento de la facturación y que tenían, por lo tanto, más que segura. Como la cola estaba prácticamente completa, Perdomo se acercó por fin a la puerta de embarque y recorrió en sentido inverso la fila de pasajeros, para asegurarse de que el italiano no estaba entre ellos. Mientras inspeccionaba el lugar, se le ocurrió pensar que tal vez hubiera sido más inteligente dejar que Rescaglio llegara a embarcarse en el avión, para encerrarlo en una especie de ratonera en la que le fuera imposible esconderse. Al haber dado la voz de alarma, la presa estaba sobre aviso, y en aquella gigantesca terminal había infinidad de lugares en los que poder ocultase y decenas de puertas por las que poder escabullirse. De nada servía lamentarse ya por la decisión tomada, pensó mientras llegaba hasta sus oídos, por enésima vez, el mensaje monocorde de la megafonía del aeropuerto: «Por su propia seguridad,

mantengan los equipajes vigilados en todo momento...».

Y entonces se dio cuenta de que estaba escuchando algo más. Música.

56

Perdomo empezó a escuchar de pronto música sutil y lejanísima, que venía del fondo del dique, donde comenzaban las puertas de la sección H. El sonido era tan tenue que Perdomo dudó de sus propios sentidos y preguntó a la chaqueta verde si ella podía escuchar también aquella quejumbrosa melodía. Al responder afirmativamente la muchacha, Perdomo intentó escudriñar el final del pasillo, como si sus ojos estuvieran provistos de zoom y él pudiera acercarse a voluntad al punto donde había fijado la mirada. Sólo pudo divisar, al fondo, una luz blanca, casi cegadora, que le hizo achinar los ojos y que asoció en el acto a ese resplandor que se dice que los moribundos ven al final del túnel. Entonces supo que era allí hacia donde debía dirigir sus pasos.

A medida que él y la chica iban avanzando por el pasillo, ayudándose con las cintas andadoras, que escaseaban más de lo que a él le hubiera gustado, pues allí donde había módulos con tiendas no había cintas y viceversa, la música iba aumentando de volumen y Perdomo pudo por fin establecer que era un solo instrumento el que estaba sonando, aunque no supo distinguir si se trataba de un violín o de un violonchelo.

La velocidad con la que se estaba desplazando Perdomo era tal que a la chaqueta verde le costaba seguir al policía y tenía que acortar distancias de vez en cuando con una pequeña carrerita.

En aquel momento la música llegaba alta y clara hasta sus oídos, casi como si estuviera escuchándola a través de la megafonía del aeropuerto, y para sorpresa de Perdomo, fue la chaqueta verde la que logró identificarla:

—Es «El cisne», de Saint-Saëns. Lo sé porque yo hacía ballet de pequeña y esto nos lo ponía muchas veces mi profesora en la academia. La pieza a la que acababa de hacer referencia la chaqueta verde era la más famosa de la suite El carnaval de los animales, de Camille Saint-Saëns. A menudo empleada por los chelistas como propina en los conciertos, la pieza lograba sugerir el lento deslizarse de un majestuoso cisne por las aguas de un lago o un estanque. No era ningún disparate que Perdomo hubiera confundido de lejos el chelo con un violín, porque en esta partitura, el chelo tenía que tocar en un

registro muy agudo, pero lo que nunca hubiera podido imaginar el policía era que esa melancólica melodía estuviera siendo interpretada por Rescaglio. El italiano, que evidentemente no se sentía ya con fuerzas para intentar la huida —en parte por el hecho de haber perdido su pasaporte para la impunidad, que era su rehén, y en parte por el enorme despliegue policial que se había organizado en la T4 en pocos minutos—, había sacado su instrumento del estuche y estaba tocando «El cisne» sin acompañamiento alguno, lo que, si bien es cierto que no restaba a la melodía de Saint-Saëns ni un ápice de su belleza original, sí le confería cierto estatismo. Faltaban las semicorcheas del piano, con lo cual la impresión que recibía el oyente era la de un cisne inmóvil, flotando en medio del estanque.

Rescaglio parecía estar completamente sumergido en su música, ya que se había colocado de espaldas al pasillo y tenía la mirada perdida en el horizonte, recreándose tal vez con las maniobras de despegue y aterrizaje de los aviones. Algunos pasajeros que tenían que embarcarse en puertas cercanas se habían acercado a curiosear y le escuchaban formando corro, como si fuera un músico callejero que hubiera elegido esa zona del dique para sacarse unos euros. El primer instinto de Perdomo, una vez que se hubo cerciorado de que se trataba, efectivamente, de Rescaglio, fue el de interrumpir en el acto aquella actuación improvisada para llevárselo detenido hasta la comisaría de la T4. Pero como por su actitud era evidente que tenía pensado entregarse y que parecía estar esperando allí a la policía, haciendo lo mejor que sabía hacer que era tocar el chelo, el policía decidió permanecer en segundo plano y dejar que terminara la pieza, no sin antes indicar a la chaqueta verde que fuera en busca de una patrulla policial.

Tras un expresivo ritardando, Rescaglio dejó por fin morir la nota sol con la que concluye «El cisne» y varios viajeros aplaudieron para retirarse enseguida hacia sus respectivas puertas de embarque.

Perdomo permaneció en silencio, observando al músico, que había mantenido una expresión beatífica durante la música, pero que ahora mostraba un rostro mucho menos sereno y más acorde con el dolor que debía de estar causándole la lesión del pie. Tenía el calcetín ensangrentado y a la altura del tobillo se había enrollado una especie de torniquete, sirviéndose del paño que utilizaba para limpiar de polvo y resina el violonchelo. Perdomo también se percató de que el músico tenía a su lado la caja en la que, supuestamente, debía de estar el violín maldito.

Tras dejar apoyado el instrumento sobre su hombro izquierdo, Rescaglio miró por vez primera al policía; tratando de poner a mal tiempo buena cara, se dirigió a él con una media sonrisa que tenía más de tétrica que de amable.

—Buenas tardes, inspector. Como veía que tardaba en encontrarme, se me ha ocurrido sacar el chelo para entretener un poco la espera. ¿Sabe una cosa? La pieza que acabo de tocar...

—Si te he dejado terminar es porque mi hijo está bien —le cortó en seco el

policía—. Ésa es también la razón por la que te vas a poder beneficiar de un juicio justo. Si le hubiera pasado algo a Gregorio, ni yo mismo sé lo que hubiera hecho contigo.

—Su hijo tiene un gran talento musical, inspector Perdomo —le respondió

el italiano hablando con total naturalidad, como si de verdad se creyera el profesor del muchacho y estuviera hablando al padre que le había confiado su formación—. Me recuerda mucho a mí cuando empezaba.

Rescaglio hizo una pausa. A Perdomo le dio la impresión de que su mente enferma se encontraba a kilómetros de allí, tal vez rememorando su concierto de graduación en el Conservatorio de Vitoria, o quizá recordando la envidia con la que las amigas de su madre le hablaban a ella de él, por tener un hijo tan dotado artísticamente.

—¿Le ha conmovido la pieza? —preguntó Rescaglio saliendo de repente de su ensimismamiento.

Perdomo asintió levemente con la cabeza. El hecho de que un asesino hubiera sido capaz de ponerle la carne de gallina con aquella música le provocó

mucha desazón, como los judíos que se conmueven con las óperas de Wagner, a pesar de saber que el alemán era un conocido antisemita y uno de los compositores favoritos del Führer.

—Me alegro —continuó el italiano—. «El cisne» no es de una gran dificultad técnica, pero sí es peliaguda desde el punto de vista expresivo. Quiero decir que, como la pieza es tan emotiva, es difícil no caer en el hipersentimentalismo. Hay chelistas que se pasan con el portamento y otros que no llegan.

En ese momento se presentó la chaqueta verde, acompañada de dos policías nacionales. A Perdomo le pareció grotesco que la chica fuera de la misma altura que los dos pequeños agentes de uniforme. Les hizo un gesto con la mano para indicarles que se mantuvieran a la espera; Rescaglio fingió no haberlos visto, porque continuó hablando como si él y el inspector estuvieran a solas.

—Está mal que yo lo diga, pero me considero un gran intérprete de esta pieza, de los pocos que emplean la cantidad adecuada de portamento. No sé si es algo que se pueda enseñar, pero debo reconocer que si de alguien aprendí a no excederme expresivamente en el repertorio romántico fue del padre de Ane.

—¿Por qué la mataste? —preguntó a bocajarro el inspector.

—Padecía esclerosis múltiple, como Jacqueline du Pré —dijo Rescaglio con unos ojos que empezaban a humedecérsele—. Usted, que no ha leído sobre ella ni ha visto los documentales que tengo en casa, no puede ni imaginarse lo que fue el proceso degenerativo de Du Pré. Yo no podía permitir que eso mismo le ocurriera a Ane. Quería que se fuera de esta vida en el momento álgido de su carrera y que dejara en el mundo entero, y especialmente entre sus seguidores, un recuerdo mágico e imborrable. ¡Y me siento tremendamente feliz de haberlo conseguido!

—Estás completamente desquiciado ¿lo sabes, verdad? —respondió

Perdomo—. Pero no tanto como para que tus abogados te puedan librar de la cárcel, recluyéndote en algún psiquiátrico. Te pudrirás en una prisión de alta seguridad durante al menos veinte largos años. Y te equivocas respecto a Du Pré; estoy perfectamente al tanto de lo que le ocurrió a esa pobre chica. Jacqueline du Pré vivió catorce años más desde que le diagnosticaron la enfermedad. Tú no solamente la asesinaste, sino que le privaste de una parte muy importante de su vida.

—¿Y qué vida habría sido ésa? —estalló de repente Rescaglio. Llevó a cabo un movimiento tan violento con el arco del chelo que los policías nacionales, que aguardaban detrás esperando el momento de ponerle las esposas, hicieron ademán de intervenir, pero el inspector los frenó con un pequeño movimiento de la mano—. Ane —continuó Rescaglio hablando con gran vehemencia— se hubiera empeñado en prolongar su presencia en los escenarios hasta llegar a hacer el ridículo, igual que lo hizo en su día Jacqueline. En 1973, Du Pré hizo una tournée por América del Norte y las críticas fueron deprimentes. En febrero de ese año se vio obligada a cancelar el que hubiera sido su último concierto, con Pinchas Zukerman: el Doble concierto para violín y chelo de Brahms. Tuvo que sustituirlos a última hora Isaac Stern con el Concierto para violín de Mendelssohn. ¿Es ése un final adecuado para la más grande violonchelista que ha visto el mundo en los últimos cincuenta años?

—¿Y si hoy se hubiera anunciado una cura definitiva para la esclerosis múltiple?

—No soy aficionado a la ciencia ficción, signor polizotto respondió el otro con desesperación.

—O al menos un medicamento que, sin llegar a curar la enfermedad, permitiera a los pacientes llevar una vida aceptable, como ha ocurrido con los infectados de sida —insistió Perdomo.

—¿Una vida aceptable? ¿Sabe cuáles son los síntomas de la esclerosis múltiple? Déjeme que le recuerde alguno: pérdida de equilibrio, temblores, vértigos, mareos, visión borrosa, movimientos oculares incontrolados... y sólo le estoy citando los más leves, Perdomo. La noche en que murió ya habían empezado los movimientos oculares; me di cuenta en el camerino. Y luego, ya en el escenario, fue la esclerosis la responsable de que se le escapara el violín. Perdomo miraba con un profundo desdén al italiano.

—Ni siquiera has demostrado el valor para hacerlo tú mismo. Tuviste que valerte de terceras personas.

—¡El bueno de Georgy! Una vez, hace meses, en un ensayo, me contó que se había decidido a estudiar artes marciales, porque Moscú se había convertido en un lugar muy desagradable para vivir. La ciudad más peligrosa de Europa, según algunos organismos internacionales. —Rescaglio prosiguió tras una pausa—: Georgy empezó a jactarse, medio en broma, medio en serio, de que podía acabar con la vida de una persona en cuestión de segundos. Muchos

meses después, le puse al tanto de la enfermedad que padecía Ane y le expliqué

que su muerte era necesaria para ahorrarle una interminable agonía. Al principio se horrorizó y pensó incluso en denunciarme; pero en cuanto le prometí que su recompensa iba a ser el Stradivarius, ya no pudo resistirse. Rescaglio empezó a destensar las cuerdas del arco del chelo para guardarlo en el estuche, haciendo girar el tornillo correspondiente, hasta que las crines quedaron totalmente fláccidas. Luego dio una vuelta al tornillo en sentido contrario para devolverles algo de tensión, aunque no tanta como para que éstas pudieran quebrarse. Parecía habérsele pasado totalmente el dolor y sus movimientos eran de una sangre fría que producía escalofríos.

—Bien, inspector, creo que ya no tiene sentido prolongar esta amigable charla. Supongo que no puedo llevar conmigo el chelo.

Perdomo hizo un ligero movimiento de negación con la cabeza.

—Si tengo que confiar a mi amigo al cuidado de estos policías, será mejor que al menos lo deje bien protegido en su funda. Esta gente puede tardar toda la tarde en llegar a descubrir qué hay que hacer para que quepa un chelo en el estuche.

El italiano se colocó el instrumento sobre las rodillas, para poder meter con comodidad la pica con la que los músicos lo apoyan contra el suelo. Mientras aflojaba la rosca, Rescaglio miró divertido al policía y volvió a hablar.

—En cierta ocasión se me ocurrió dar la vuelta al chelo para meter la pica más cómodamente. La espiga se me coló entera dentro, y además de que provocó daños en la caja que me costó un dineral reparar, me vi obligado a suspender el concierto. ¡No sé tocar sin la pica, inspector! Es más, ni siquiera creo que pudiera tocar sin esta pica en concreto. ¿Quiere saber por qué?

En vez de introducir la barra metálica hasta el fondo dentro de la caja y asegurarla con la llave roscada, el italiano la extrajo por completo del chelo para mostrar al policía una muesca circular, hecha a mano y situada en el último tramo.

—Es mi distancia. Sólo con esta longitud de pica estoy cómodo. Cada cual tiene la suya. Rostropovich, por ejemplo, la sacaba prácticamente entera. Llegado a este punto, el italiano extrajo un voluminoso pañuelo del bolsillo y empezó a frotar la pica con él, como si le estuviera sacando brillo. Después, como tenía el voluminoso instrumento panza arriba sobre los muslos, lo cogió

por el mástil y, sin llegar a meter la pica otra vez en su interior, lo guardó en su estuche. Finalmente miró de manera enigmática a Perdomo, y con la misma sonrisa serena que había adoptado durante la interpretación de «El cisne», añadió:

Arrivederci. Es hora ya de que vaya a reunirme con mi amada. Medio segundo después, Rescaglio agarró la pica del chelo con ambas manos, y tras haberla envuelto con el pañuelo que había sacado, se postró de rodillas sobre el suelo de la T4 y se la clavó a sí mismo con saña en la parte izquierda del vientre, haciendo fuerza luego, a la manera de los antiguos

samuráis, hacia el lado derecho, para destrozarse las entrañas. Por último, volvió al centro del abdomen, y a pesar de que la pica carecía de filo, trató, acompañándose de un alarido espeluznante, de llegar con ella casi hasta el esternón.

—Se lo suplico —le dijo el italiano a Perdomo en un susurro ya casi ininteligible, a causa de la sangre que empezaba a brotarle de la boca—, ¡ahora debe ayudarme!

57

Al día siguiente

Perdomo dejó el lilium que había comprado para Milagros apoyado en el suelo, contra la puerta de roble de su chalet, y nada más hacerlo se alejó

apresuradamente en dirección a su coche, que había dejado a pocos metros en segunda fila, con el motor al ralentí y la puerta del conductor entreabierta. Se sintió como uno de esos colegiales que se dedican a incordiar al vecindario llamando a los timbres de las puertas, para luego darse inmediatamente a la fuga. Sólo que él no había llegado a pulsar el timbre, porque pretendía exactamente lo contrario, que Milagros no llegara a advertir su presencia. El lilium era su manera de agradecer a aquella mujer extraordinaria todo lo que había hecho por él en las últimas semanas, pero no deseaba entregárselo personalmente, sino que Milagros lo encontrara junto a la tarjeta que lo acompañaba, en la que había escrito sencillamente:

Gracias. Por todo.

Un beso,

RAÚL

Aunque cuando compró la flor estaba decidido a dársela en persona, había cambiado de opinión en el último momento, temiendo que el gesto pudiera ser malinterpretado como el inicio de un cortejo. Milagros le había parecido una mujer atractiva desde el comienzo, pero en modo alguno estaba dispuesto a complicarse la vida ahora que las cosas con Elena estaban empezando a rodar en la dirección que él deseaba. Perdomo sabía cómo mostrarse educado, e incluso cálido, sin llegar a incurrir en el coqueteo, pero lo que no podía controlar era la actitud de la vidente. Durante el viaje a Niza había tenido la impresión de que Milagros se sentía atraída hacia él. En el transcurso del almuerzo en casa de Orozco, por ejemplo, Perdomo había sorprendido a Milagros mirándole en un par de ocasiones, como si su mera presencia la embelesara. Y en el avión de regreso a Madrid, sus manos se habían rozado

tantas veces en el reposabrazos común que él pensaba que aquel sutil contacto físico —que por otro lado, no le había desagradado— no podía haber ocurrido por casualidad.

Tras dejar la flor, y cuando se encontraba a un metro escaso de su automóvil, dispuesto a emprender la huida, oyó cómo se abría la puerta del chalet adosado y luego la voz de Mila que le llamaba:

—¡Raúl!

Por más que quisiera evitar una escena de tensión sexual con la mujer que le había ayudado a resolver el caso más difícil de su carrera, el inspector no podía ya darse a la fuga y optó por lidiar con aquella situación de la mejor manera posible. Se volvió hacia Milagros y vio que tenía la flor en la mano y le contemplaba con gesto divertido desde el umbral de la puerta.

—Supuse que estarías trabajando y no quería molestarte —le dijo a la mujer en cuanto se acercó.

Fue a darle los dos besos en la mejilla con los que se habían saludado desde su primer encuentro, pero ella rompió el protocolo y le besó en los labios. Fue un beso corto y casto, casi masculino, como los que intercambiaban en público los mandatarios soviéticos, pero fue en la boca. Milagros debió de notar su cara de estupor, porque enseguida trató de relajarle con su sonrisa más seductora y le aclaró:

—Es por el lilium. ¿Cómo sabías que es mi flor preferida? —Luego, sin esperar su respuesta, añadió—: Tendría que estar trabajando, efectivamente, pero me ha dado plantón un niño autista y tengo unos veinte minutos hasta el próximo paciente. ¿No quieres pasar?

Milagros le hizo esperar en el recibidor mientras ella ponía el lilium en remojo y regresó al instante con la flor en un jarro de cristal, que colocó en un lugar privilegiado del salón, en el que Perdomo no había estado nunca.

—¿Y tu madre? Creí que éste era su feudo.

—Está pasando unos días en la sierra con mi hermano, así que estamos solos.

—¿Cómo es posible que hayas advertido mi llegada? —preguntó el inspector nada más sentarse en el sofá del tresillo—. He sido tan sigiloso como una pantera.

Ella sonrió recordando cómo le había sorprendido in fraganti antes de que pudiera subirse al coche y fanfarroneó con coquetería:

—No olvides que soy bruja. Sabía que ibas a venir esta mañana. La mujer se dirigió acto seguido al equipo estéreo que había en el salón y Perdomo escuchó una voz en su interior gritando a voz en cuello: «¡Que no ponga música, por dios, que no ponga música!». Para su alivio, su silenciosa súplica fue atendida, porque lo único que pretendía Mila era apagar el equipo estéreo. Luego fue a sentarse muy cerca de él, de manera que Perdomo casi podía sentir su calor.

—He visto la prensa, con esa terrible foto de Rescaglio muerto en el

aeropuerto. ¡Cuánta sangre!

—Fue espantoso. Y tú, ¿cómo estás? ¿Recuperada del todo después de lo de la casa de Paganini?

—Sí, tengo una constitución muy fuerte. Pero dime, ¿qué pasó exactamente ayer en el aeropuerto?

—¿De verdad quieres que te cuente los detalles de la muerte de Rescaglio?

Te advierto que algunos son desagradables.

—No es por morbo, es porque he estado implicada de principio a fin en esta historia y necesito conocer el final.

—Dime, ¿crees que todo está relacionado? La casa de Paganini, tu percepción extrasensorial, el violín del diablo...

—No cabe duda de que el hecho de haber tenido yo una experiencia tan intensa en la casa donde, un siglo y medio antes, fue robado el violín, fue determinante. Y sólo hay una explicación posible del porqué percibí tan claramente la presencia de Georgy en la Sala del Coro. El ruso no había abandonado aún el lugar del crimen y estuvo a punto de ser descubierto por Agostini cuando abrió la puerta por puro accidente, ya que se había perdido. Afortunadamente, su entrada se produjo cuando Georgy estaba ya subiendo las escaleras y pudo esconderse tras las butacas.

—Es decir, que durante el tiempo que Agostini permaneció en la habitación

—concluyó Perdomo— Georgy estaba con él. Si el maestro hubiera tenido la mala fortuna de descubrir al ruso, ahora tendríamos no uno, sino dos cadáveres.

—¿Dónde está el violín que se llevó Georgy?

—En el juzgado. Cuando su señoría lo estime oportuno, será devuelto a los padres de Ane, que son ahora los legítimos propietarios. Lo más probable es que el padre trate de desembarazarse de él, porque el instrumento, según me aclaró Carmen Garralde, le produce malas vibraciones. ¿Quién sabe? Tal vez acabe en manos de Suntori, que es, probablemente, la persona que más dinero estaría dispuesta a desembolsar por él.

Perdomo no llevaba más de cinco minutos en compañía de Mila cuando se percató de que, pese a sus miedos iniciales, aquella mujer siempre se las arreglaba para hacerle sentir cómodo en su compañía. Se sorprendió a sí mismo deseando que el paciente que ella estaba esperando no acabara de llegar, para no tener la desagradable sensación de que podían ser interrumpidos en cualquier momento.

—Las últimas palabras de Rescaglio fueron: «Ahora tiene que ayudarme»

—empezó a resumir Perdomo—. Yo supe en el acto que lo que me estaba pidiendo era que le ayudase a morir, porque el dolor que estaba sintiendo en ese momento debía de ser indescriptible. El padre de Ane me había explicado días atrás la ceremonia del sepukku, en la que está prevista, efectivamente, la

presencia de una persona de confianza que te ayuda en el suicidio.

—¿Murió allí mismo?

—No, lo hizo en el hospital, al cabo de varias horas. La muerte por seppuku es tan lenta, tan atroz, que ni siquiera los samuráis estaban dispuestos a afrontarla. El bushido, que es el código por el que ellos se rigen, prevé la presencia de un kaishakunin, un ayudante que les acorta el sufrimiento. Se colocaban a su lado, con una katana en la mano, y a una seña del moribundo, le cortaban la cabeza. Algunos ni llegaban a clavarse el tantō. Habían instruido a su ayudante para que, apenas les viesen iniciar el gesto de clavarse el cuchillo en el vientre, procedieran a decapitarles. Ayer tarde, en el aeropuerto, Rescaglio quiso que yo fuera su kaishakunin.

—¿Y no sentiste deseos de ayudarle a morir?

—Los alaridos de aquel pobre diablo eran tan espantosos —respondió

Perdomo— que la idea de utilizar el arma para que dejara de sufrir se me pasó

por la cabeza, no digo que no.

—O sea que si te hubieran garantizado completa impunidad, ¿lo hubieras hecho?

—Es posible, pero no puedo afirmarlo con rotundidad. Aunque no fue sólo el miedo a las consecuencias jurídicas lo que me detuvo. Una parte de mí quería acabar con aquel horror, sabiendo que, con aquellas heridas, el italiano tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Pero por otro lado, tenía la esperanza de que viviera, para que pudiera ser juzgado y tuviera oportunidad de lamentar su crimen durante veinte años. Y luego hay algo que seguramente me remorderá

la conciencia durante muchos años.

El policía agachó la cabeza consternado y durante unos segundos Milagros tuvo la sensación de que si ella no le animaba, Perdomo no se iba a atrever a descargar el peso que al parecer tenía sobre su alma. La psicóloga alargó su brazo y acarició con delicadeza la mano de Perdomo, que sintió cómo, efectivamente, aquel contacto físico le espoleaba a hablar.

—Como te he contado, el padre de Ane me había pormenorizado al detalle el ritual del sepukku, de manera que hubo un momento en que tal vez hubiera podido evitar el suicidio de Rescaglio y no reaccioné. En el instante mismo en que se dio cuenta de que no iba a poder embarcarse en el avión, resolvió

quitarse de en medio a la japonesa, pues fue en Osaka donde transcurrió su infancia, y el ritual japonés prevé la escritura de un poema, antes de clavarse el tantō. Rescaglio no era poeta, sino músico, y por eso optó por tocar «El cisne» en vez de escribir. Fue su canto del cisne, o si lo prefieres, su zeppitsu. Perdomo se estaba refiriendo a un poema de despedida, también llamado yuigon, que los samuráis componían en los instantes previos al suicidio, en el que resumían sus pensamientos y emociones en aquel momento. Las dos palabras japonesas que servían para designarlo venían a decir más o menos lo mismo: «última pincelada o declaración que uno deja atrás».

—En ese momento no lo relacioné, claro —siguió explicando el policía—,

pero luego Rescaglio hizo algo que tendría que haber desencadenado en mi interior todas las alarmas. Don Íñigo, el padre de Ane, me había hecho saber que los antiguos samurái envolvían el tantō en papel de arroz, ya que se consideraba que morir con las manos cubiertas de sangre era una ignominia. Cuando fue a guardar el chelo en el estuche, Rescaglio extrajo la pica y la envolvió en lo que tenía a mano en ese momento, que era su pañuelo. Me pareció un gesto tan extraño que estuve a punto de reaccionar y ordenar que le esposaran en el acto. Pero por alguna razón no lo hice, y eso le dio tiempo a él a abrirse el vientre. Hubo un instante en que intuí que se iba a suicidar y no hice nada por evitarlo.

La mano de Milagros, que aún seguía en contacto con la de Perdomo, se cerró

sobre la del policía en un afectuoso gesto y éste le correspondió, haciendo a su vez presión sobre la de la vidente.

—Es absurdo que te culpes —dijo la mujer—. En primer lugar porque una persona determinada a quitarse la vida lo hará, tarde o temprano. Si Rescaglio no se hubiera quitado la vida en el aeropuerto lo habría hecho veinticuatro horas más tarde, en los calabozos del juzgado. Pero además está el hecho de que, para una persona como él, que no era un asesino al uso, la muerte haya sido quizá la mejor salida posible. Así que no te veas a ti mismo como la persona que pudiendo socorrerle no lo hizo, sino como la que le permitió ir a reunirse para siempre con su amada.

Perdomo agradeció de todo corazón que justo en ese momento sonara el timbre de la puerta, anunciando al nuevo paciente, porque de lo contrario —y de eso estaba profundamente convencido— era muy posible que aquél hubiera sido el comienzo de una relación sentimental con Milagros.

58

Madrid, un año después del crimen

—¿Qué hora es ya? —preguntó Gregorio, impaciente desde el asiento trasero del todoterreno conducido por Elena Ordóñez.

Perdomo, que ocupaba el asiento del copiloto, ni siquiera se molestó en mirar el reloj, que ya había consultado un par de veces en los últimos diez minutos a requerimiento de su hijo.

—Vamos con tiempo de sobra, Gregorio. No marees —le respondió su padre mientras trataba de desempañar por dentro un parabrisas que empezaba a humedecerse a causa de la lluvia incipiente.

Los tres regresaban de pasar el día en la localidad de Quijorna, en una casa de montaña propiedad de los padres de Elena, donde habían degustado el excelente cocido de la localidad, y ahora se dirigían al Auditorio Nacional para asistir al concierto que la japonesa Suntori Goto iba a ofrecer junto a la Orquesta Nacional de España dirigida por el nuevo titular. Josep Lledó había sido invitado a renunciar a su puesto después de que la prensa hiciera públicas sus simpatías hacia una organización neonazi llamada FAS, Frente Anti Semita. Perdomo nunca llegaría a confesárselo a Elena, su nueva compañera sentimental, pero había sido él la persona que había puesto en marcha a la prensa para que investigaran las conexiones neonazis de Lledó, haciendo así

posible que el contencioso de la trombonista con el director de orquesta no tuviera que resolverse en los tribunales. Nada más abandonar Lledó el puesto de director artístico de la Nacional, Elena había podido recuperar su merecido puesto de primer trombón en la orquesta, aunque estaba exonerada en el concierto de aquella tarde por tratarse de una orquesta de cuerda. Al aproximarse al Auditorio, Gregorio reconoció el lugar en el que su madre solía dejar aparcado el coche cuando iban a los conciertos, pero cuando iba a señalárselo a su padre, éste se anticipó:

—Lo sé, lo sé: el sitio de mamá. Mi escondrijo, ¿no?

Gregorio se limitó a sonreír y Perdomo indicó a Elena que podía dejar

aparcado el vehículo con toda tranquilidad en aquel lugar, a pesar de la prohibición, pues estaba más que comprobado que allí la policía municipal nunca ponía multas.

La plaza de Rodolfo y Cristóbal Halffter, por la que se accede a la Sala Sinfónica del Auditorio, solía estar atestada de gente en los minutos previos al concierto, pero aquella tarde el bullicio era aún mayor, hasta el punto de que a Perdomo aquello le pareció el mercado del Rastro en hora punta. Perdomo reconoció de pronto, entre los espectadores que abarrotaban el lugar, a Natalia de Francisco, la amiga de Lupot, que había acudido al concierto en compañía de su marido, Roberto Clemente. Tras las presentaciones de rigor, Natalia explicó a Perdomo que había una gran confusión en torno al horario del concierto. Un ujier estaba diciendo que se iba a retrasar una hora por causas aún no determinadas, pero algunos espectadores habían comentado que Suntori había sufrido un misterioso accidente y que el concierto había quedado pospuesto para otro día.

—Lo mejor —propuso Natalia— es esperar un rato hasta que nos den una explicación oficial; mientras tanto podemos ir a tomar algo a Intermezzo. Unos minutos más tarde los dos luthiers departían en la cafetería con Perdomo, Elena y Gregorio, y como no podía ser de otra manera, la conversación —o más bien el monólogo del inspector— se centraba alrededor del crimen que había tenido lugar el año anterior.

—Aquí tenéis —dijo orgulloso el policía al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de su hijo— a la persona que descifró el código musical con el que Rescaglio consiguió atraer a Ane hasta la Sala del Coro. La investigación posterior al crimen puso de relieve que Ane y su prometido se vieron forzados desde la adolescencia a idear un lenguaje secreto con el que comunicarse, debido a la fortísima oposición al noviazgo de la madre de ella. Ambos intercambiaban mensajes cifrados disfrazados de inocentes partituras musicales a los que doña Esther no tenía manera de acceder. Aquel juego, que nació por una necesidad de privacidad de la pareja, continuó tras la adolescencia por puro divertimiento: a los dos les gustaba comunicarse en un lenguaje absolutamente incomprensible para los demás. El día del concierto Rescaglio dejó a Ane una partitura cifrada en el camerino. Tenían ya tal práctica que ni siquiera necesitaban unir con líneas las cabezas de las notas para enterarse de lo que decían los mensajes. Esa partitura bastó para que ella creyera que Rescaglio la estaba esperando en la Sala del Coro, para tener un momento de intimidad. Por Carmen Garralde supimos que a Ane le gustaba tener encuentros eróticos antes del concierto; decía que así salía al escenario cargada de energía. Como la noche en que murió se entretuvo hablando con Agostini en el camerino, Rescaglio tuvo la excusa perfecta para dejar ese encuentro carnal para después

del concierto. Entró a desearle suerte, y le dejó la partitura cifrada, en la que la invitaba a hacer en la Sala del Coro lo que no había podido hacer antes, en el camerino.

—Pero ¿cómo es que llevaba consigo su violín? ¿Por qué no lo dejó bajo llave? —objetó Roberto.

—Rescaglio la forzó a ello, al robar la llave del camerino. Entró a darle un beso antes del concierto y debió de ver la llave sobre una pequeña bandeja plateada que había en la mesita. Le dijo a Ane que uno de los contrabajos quería que le firmara un autógrafo en la partitura que traía. Como estaba entretenida, hablando con Agostini, Ane le sugirió que la dejara sobre la mesa, para firmarla más tarde. En ese momento aprovechó para coger la llave, de manera que tenía la certeza que a la Sala del Coro iría con el violín, porque no tenía manera de dejarlo en un camerino abierto.

Natalia y Roberto, que desde la muerte de Lupot no habían tenido más información sobre el caso que la que les habían ofrecido los periódicos, escuchaban muy atentos el relato de Perdomo y de vez en cuando le interrumpían para que aclarara algún detalle.

—¿Por qué asesinarla en el Auditorio? —preguntó Natalia—. ¿Por qué

correr ese riesgo inmenso cuando podría haber acabado con su vida en cualquier lugar?

—Rescaglio tenía que matarla esa noche, porque Ane se encontraba en plena gira y al día siguiente iba a abandonar Madrid. Los síntomas de la enfermedad ya habían empezado a manifestarse (el ojo se le iba, los objetos se le caían de las manos) y urgía acabar con su vida para que, en la autopsia, el forense no buscara indicios de esclerosis múltiple. El Auditorio era el lugar perfecto, porque Ane tenía el violín en sus manos, que era la recompensa que Rescaglio había pactado con Georgy por matarla. Por otro lado, como Andrea quería que la policía atribuyera el crimen a Al-Qaeda, y se suponía que lo que buscaban los fundamentalistas era publicidad, para obtener un gran impacto mediático a través del crimen, la elección del Auditorio resultaba totalmente creíble, pues éste actuaría de caja de resonancia.

En el camino de regreso al Auditorio, Gregorio pudo enterarse, a través del diálogo de su padre con los dos luthiers, del origen del Stradivarius de Ane Larrazábal. Pasini era un pintor y músico aficionado que no podía creer en la fabulosa capacidad para leer partituras a primera vista que tenía el genovés. Un día le puso delante de los ojos un complicadísimo concierto y le mostró el objeto más valioso de su patrimonio, un violín Stradivarius.

—Si consigues superar a primera vista los escollos espeluznantes que contienen estos pentagramas —le dijo Pasini—, el violín es tuyo.

—En ese caso —le respondió el genovés— puedes ir despidiéndote del instrumento.

Paganini superó de manera tan brillante la difícil prueba a la que le había sometido el violinista aficionado, que Pasini no tuvo más remedio que

entregarle, con los ojos humedecidos por la emoción, el fabuloso Stradivarius. Éste era el violín del que se había encaprichado el sobrino de monseñor Galvani la noche en que él y Caffarelli habían acudido a su casa para darle la extremaunción. La maldición sobre el violín se había desencadenado por el hecho de que no solamente aquel Stradivarius era propiedad de un hombre que había pactado con el diablo y fallecido sin recibir la confesión, sino que el propio violín había sido arrebatado a su legítimo propietario por un indeseable que estaba tan condenado como el propio Paganini. En Niza se rumoreaba que el turbio Paolo había llegado a herir de muerte a un tabernero del puerto, a cuya mujer había seducido. El Stradivarius Pasini era, pues, un objeto robado por un asesino a otro: si la leyenda era cierta, Paganini había sorprendido en cierta ocasión a una de sus amantes con un rival y, tras acabar con la vida de ambos, había eviscerado a la mujer y se había fabricado con sus tripas un juego de cuerdas para su violín. Aquel instrumento rezumaba maldad por cada poro de su inquietante madera y su carga perversa había emponzoñado la vida de todos y cada uno de los propietarios, desde que Paganini lo encordara empleando los intestinos de aquella desdichada mujer.

Sus víctimas sumaban hasta la fecha más de una docena, aunque las dos más conspicuas habían sido, naturalmente, la francesa Ginette Neveu y la española Ane Larrazábal. Pero antes de ellas, aquel instrumento depravado había segado la vida incluso de niños, enfermos y ancianos, pues una vez que el robo desencadenó la maldición, el violín no discriminó ya entre justos y pecadores. Sus vibraciones malignas empezaron a influir en el entorno de cada nuevo poseedor del instrumento, de tal manera que éste acababa encontrando la muerte tarde o temprano.

En la plaza de los Halffter les fue confirmado el trágico accidente de Suntori, que fue reflejado al día siguiente de esta manera por la prensa: MUEREN 88 PERSONAS EN UN ACCIDENTE DE AVIÓN EN LAS AZORES

Entre los fallecidos figura la concertista internacional de violín, Suntori Goto. AGENCIAS - Ponta Delgada -28/05/2015

Ochenta y ocho personas fallecieron ayer al estrellarse un Boeing 737 que intentaba tomar tierra en el aeropuerto Joâo Paulo II de Ponta Delgada, capital de las Azores. El avión de la compañía independiente Rising Sun empezó a tener problemas con los flaps del ala izquierda nada más despegar de Nueva York, pero como éstos no eran de envergadura, el piloto prefirió solucionarlos haciendo una escala técnica en la isla de San Miguel. Por razones que aún se desconocen, la aeronave acabó colisionando contra una de las montañas de la isla tras dos intentos frustrados de aterrizaje en la pista del aeropuerto. Según ha informado por la tarde el jefe del comité de investigación de la Fiscalía portuguesa, entre los fallecidos figura la mundialmente célebre concertista

japonesa de violín, Suntori Goto. A pesar de que se han desplazado a la zona del siniestro más de trescientos trabajadores de salvamento, no ha sido posible encontrar ni rastro del valioso Stradivarius Pasini que, antes de ser adquirido por Suntori, fue propiedad de la concertista Ane Larrazábal, asesinada en Madrid hace un año.

Se da la casualidad de que, en el año 1948, la violinista francesa Ginette Neveu perdió también la vida en accidente aéreo en el mismo lugar, y que su violín tampoco pudo ser encontrado jamás.

Agradecimientos

Estoy en deuda con varias personas que, con sus observaciones y sugerencias, contribuyeron a la mejora del manuscrito original de El violín del diablo: sir Albert Frames, David Trías, mademoiselle Amelie Ailes, lady Bojana Vesković, Joseph M. Towers, frau Rosengarten, Carlinhos L. Muro, Miguel Baselga, Elisa M. L., Antonin L. S. y Alejandro Guerrero.

También quiero dar las gracias a todos los lectores de La décima sinfonía quienes, a través de sus e-mails a jgelinek@telefonica.net, me animaron a llevar a buen puerto mi segunda novela.

Madrid, marzo de 2009