—¿Sabe cuál es mi lema en la vida? Odia el deporte y compadece al deportista.

—Eso tiene gracia —concedió Perdomo.

—No he pisado jamás un gimnasio, y mucho menos una escuela de karate. No soy su hombre, inspector, le invito a comprobarlo.

—Me alegra oírlo. ¿Asistió a la primera parte del Concierto de Paganini?

—Por supuesto. Estaba en el entresuelo, me gusta más ver los conciertos desde ahí.

—¿Recuerda lo que hizo después, durante el descanso?

—Fui derecho al camerino de Ane Larrazábal para felicitarla por su actuación. Pero no estaba allí.

—¿Cómo lo sabe? ¿Estaba abierta la puerta?

—Estaba cerrada, pero no con llave. Tras golpear un par de veces con los nudillos y no obtener respuesta, pasé sin llamar y vi que no había nadie, así que pensé que ya se había marchado.

—¿No trató de preguntar a un conserje?

—Sí, pero ninguno supo darme explicaciones sobre su paradero.

—Cuando yo llegué a la Sala del Coro, usted ya estaba en la puerta. ¿Quién le informó de que se había producido el crimen?

—El maestro Agostini, que fue el que descubrió el cuerpo. Inspector, no sé

muy bien qué idea tiene en la cabeza, pero déjeme que le aclare algo: ignoro a qué extremos podría llegar en un momento dado para conseguir un Stradivarius como el de Ane Larrazábal. Pero créame si le digo que jamás, ¿me oye?, jamás me atrevería a segar la vida de una artista de su calibre. Escuche —

dijo volviendo a subir el volumen del equipo estéreo—, fíjese ¡qué fuego en la cadenza!

Tras escuchar durante cerca de un minuto la fantástica grabación del Concierto de Paganini, Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una fotocopia de la partitura que se había encontrado en el camerino de la violinista y se la mostró a Lledó, que encendió una lámpara que tenía junto a él, se colocó

sus gafas para vista cansada y la estudió con detenimiento.

—Es música para piano. ¿De dónde ha salido?

Perdomo le puso al corriente y añadió:

—Disculpe, no sé leer música. ¿Por qué dice que es para piano?

—Dos pentagramas, ¿lo ve? El de arriba en clave de sol, para la mano derecha; el de abajo en clave de fa, para la izquierda. Parece estar o en la menor o en do mayor, porque no tiene alteraciones en la armadura.

—¿Le suena de algo esta música?

—No la había oído en mi vida. ¿Por qué piensa que puede ser una pista? A mí me parece un fragmento musical sin el menor interés.

—Un colega mío, el inspector Mateos, resolvió recientemente un caso en el que la clave era un mensaje alfanumérico encriptado en una partitura.

—Ah, sí, el caso de la Décima Sinfonía de Beethoven. Fue muy comentado el año pasado. ¿Y piensa usted que esto puede consistir también en un acertijo musical como el que resolvió el musicólogo Daniel Paniagua?

—Estamos trabajando sobre esa hipótesis. Quiero que la estudie con calma en su casa y me diga si esas notas pueden tener sentido como mensaje extramusical.

Lledó dobló cuidadosamente la partitura y la guardó en su bolsillo.

—Si saco algo en limpio, ¿cómo me puedo poner en contacto con usted?

El policía le dio una tarjeta de visita y Lledó la guardó en el bolsillo de la americana, mientras se pasaba la lengua un par de veces por las encías superiores, provocando un sonido húmedo y viscoso, que al policía le pareció

intolerablemente obsceno.

29

El inspector Perdomo llegó tan acalorado a la UDEV que ni siquiera se tomó la molestia de cruzar la barrera de seguridad con su vehículo: lo dejó al otro lado de la misma con las llaves puestas —a pesar de las protestas de los agentes de uniforme, que custodiaban la garita de entrada— y entró hecho una hidra al edificio, dispuesto a tener otra seria conversación con Villanueva. La razón de su enojo era que al salir de la entrevista con Lledó, en el Auditorio Nacional, había visto que la prensa del día publicaba en portada el siguiente titular: EL ASESINO DE ANE LARRAZÁBAL INTENTA BURLAR A LA POLICÍA

La pista árabe resulta ser un señuelo

BONIFACIO YOLDI, Madrid

La investigación sobre el asesinato de la violinista Ane Larrazábal, que fue estrangulada la semana pasada en el Auditorio Nacional, ha dado un salto cualitativo después de que la Policía Científica haya logrado establecer que la palabra que el asesino dejó escrita en caracteres árabes en el pecho de la víctima es un montaje para dificultar la investigación. Tras un minucioso análisis al microscopio de la inscripción, que fue realizada empleando como tinta la propia sangre de la víctima, los expertos han logrado determinar que el asesino trazó las letras de izquierda a derecha, y no en el sentido opuesto, como habría procedido un árabe auténtico (página 14).

Perdomo no daba crédito a lo que había leído: alguien había filtrado a la prensa un dato importante de la investigación, que debía permanecer en secreto para no alertar al asesino. A Perdomo le parecía de vital importancia que el criminal siguiera creyendo, durante el mayor tiempo posible, que había logrado engañar a la policía y que ésta estaba siguiendo de verdad la pista islamista. La persona que había filtrado a la prensa esa información sólo podía ser el subinspector Villanueva, a quien Perdomo había revelado hacía pocas horas que el asesino no era musulmán.

En la UDEV, uno de los inspectores le informó de que Villanueva había tenido que ausentarse pero que en la sala de espera había dos personas que le

estaban aguardando desde hacía tres cuartos de hora para comunicarle información sobre el caso Ane Larrazábal.

Perdomo saludó a Arsène Lupot y a Natalia de Francisco, que había decidido acompañarle, y los hizo pasar a su despacho, dispuesto a escuchar la declaración de aquellos dos colaboradores espontáneos.

—La información que queremos aportar no es en realidad sobre el asesinato, sino sobre el violín —se apresuró a aclarar Natalia.

—¿Cómo me han localizado? —preguntó Perdomo—. Casi nadie sabe que acabo de ser asignado a este caso y que no estoy en la Brigada Provincial.

—Mi marido es amigo de un periodista de El País que le conoce.

—Ah, ya sé a quién se refiere —respondió el policía—. Precisamente tuve ocasión de saludarle en el Auditorio, la noche del crimen. Antes de que compartan conmigo la información que les ha traído hasta aquí, ¿no creen que deberían decirme exactamente quiénes son ustedes?

Lupot complació al inspector y luego señaló:

—Hemos querido ponernos en contacto con usted porque tenemos fundadas sospechas de que el violín de Ane Larrazábal ya había sido robado con anterioridad.

Natalia se puso nerviosa por la lentitud del francés a la hora de relatar los hechos y le interrumpió enseguida. Lupot, que se palpaba el ojo derecho incesantemente, se disculpó diciendo que tenía una migraña tremenda aquella mañana y que se veía incapaz de hilar dos frases seguidas. La mujer le arrebató

entonces la palabra y en menos de un minuto resumió a Perdomo la historia del trágico accidente de Ginette Neveu.

Mientras escuchaba a Natalia, el policía introdujo en Google el nombre de Ginette Neveu y fue leyendo algunas de las entradas.

—Aquí dice que Neveu fue encontrada abrazada a su Stradivarius después del accidente.

—Eso no son más que leyendas. Lo único que se encontró fue la caja del violín, en perfecto estado, pero ni rastro del instrumento —respondió el francés, que seguía manoseándose el ojo una y otra vez.

Perdomo se levantó de la silla y se acercó a la ventana, desde la que se divisaban los árboles plantados en el gigantesco patio del Complejo Policial de Canillas. No era lo mismo que contemplar los jardines de Francos Rodríguez, próximos a su despacho en la Brigada Provincial, pero le sirvió de sucedáneo. Mirar los árboles producía en él un efecto relajante, similar al que en otras personas causa contemplar el fuego en una chimenea. Perdomo observó que empezaba a chispear y que los árboles se balanceaban a uno y otro lado, debido a una especie de galerna primaveral que estaba empezando a desatarse.

—Sólo queríamos poner en conocimiento de las autoridades el probable origen del violín; no hemos venido aquí a señalar a nadie con el dedo —aclaró

Natalia.

—No tienen nada que temer. Todo lo que me digan en la sede policial será

objeto de la máxima confidencialidad. Por ello les pido a ambos que se expresen con total libertad, y que no dejen de manifestar ninguna idea, por más ridícula o temeraria que les parezca. En una investigación tan compleja como un asesinato, a veces surgen líneas de investigación de los detalles más nimios, así

que ayúdenme a recapitular: el avión de Neveu se estrella en las Azores y alguien, probablemente del equipo de rescate, ve que el violín está intacto y decide quedarse con él.

—Lo más seguro es que esa persona conociera la lista de pasajeros y que, al ver el violín, dedujera que se trataba de un instrumento muy valioso —señaló

Lupot.

—Y de ahí, ¿cómo cree que llega a manos de Larrazábal?

—La segunda vez que Ane vino a mi taller, a recoger el violín, me contó

que su abuelo lo había comprado en Lisboa en 1950. Ella mencionó una subasta, pero yo no lo creo: las casas de subastas, al menos las importantes, disponen de listas actualizadas de objetos robados, y siempre que llega hasta sus manos una pieza de procedencia dudosa, las comprueban para no buscarse problemas. El abuelo de Ane Larrazábal debió de comprarlo directamente al ladrón, y a muy buen precio, porque el violín estaba todavía caliente y el Strad no era fácil de vender. Ese señor sabía, muy probablemente, que estaba comprando mercancía robada y contó en la familia la historia de la subasta para no despertar inquietud entre los suyos. Pero como no pudo conseguir la documentación que acreditaba la procedencia del violín, jamás pudo asegurarlo.

—¿Está completamente seguro de que el Stradivarius no estaba asegurado?

—Eso es lo que me contó Ane en París.

En ese momento llamaron a la puerta, y sin esperar respuesta alguna del otro lado, asomó la cabeza un subinspector de Homicidios del que Perdomo no sabía ni el nombre.

—Perdomo, el comisario Galdón quiere verte.

—Dile que ahora mismo voy. ¿Ha regresado Villanueva?

La pregunta se estrelló contra el cristal esmerilado de la puerta, porque el subinspector se esfumó a la misma velocidad con la que había irrumpido en el despacho.

Lupot, al ver que Perdomo era reclamado en otro lugar, se puso en pie para dar por terminada la entrevista, pero Natalia le agarró de la ropa y tiró de él hacia abajo, para volver a sentarle.

—Hay dos cosas que no le hemos dicho aún, inspector —añadió la mujer—. La primera es que la noche del crimen en el Auditorio estaba la mayor rival artística que tenía Ane Larrazábal: la japonesa Suntori Goto. El inspector anotó el nombre de la nipona en una libreta y se hizo resumir la historia de feroz competencia entre las dos artistas.

—¿Y dice que la japonesa buscaba un Stradivarius desesperadamente?

—Así consta en varias entrevistas que ha concedido ella a medios de comunicación. No sé si sabe que hay muchos violinistas que tocan Stradivarius

que no son suyos. Esto es debido al precio astronómico de los instrumentos, pero también al hecho de que es muy raro que salga alguno a la venta, ya que sus propietarios están encantados con ellos. Varias fundaciones y sociedades filantrópicas se pusieron en contacto con Suntori ruando ésta manifestó que no estaba contenta con su Del Gesú y que quería tocar un Strad. La oferta más importante vino de la Stradivarius Society de Chicago, que apadrina a violinistas de la talla de Joshua Bell o Sarah Chang. Pero Suntori no quiso saber nada de ellos.

—¿Puedo saber por qué?

—Le resumo cómo funcionan estas sociedades. La de Chicago, que es la más poderosa, la integran unas dos docenas de mecenas. Ellos son en realidad los propietarios de los instrumentos y emplean la sociedad para ponerlos en circulación, por un deseo genuino de ayudar a los artistas que no pueden pagárselos.

—¿Y prestan los Stradivarius así, sin más?

—El préstamo dura tres años. El músico se obliga a pagar el seguro, que puede pasar de los cien mil dólares al año y tres veces al año tiene que llevar el instrumento a Chicago para una especie de puesta a punto. Solamente el luthier de la Sociedad está autorizado a poner sus manos sobre los Strads o los Guarneris, porque también gestionan instrumentos de otros constructores famosos. Y el virtuoso se compromete también a ofrecer tres conciertos anuales a su benefactor.

—No parecen unas condiciones excesivamente duras, si tenemos en cuenta lo que se obtiene a cambio.

—De hecho, Suntori llegó a probar un Stradivarius llamado De Salvo, cuyo sonido le fascinó, y parece que estuvo a punto de cerrar el trato, pero dos hechos frustraron la operación: en primer lugar, el propietario actual había dicho en una entrevista que para él Ane Larrazábal era la mejor violinista viva. Suntori no estaba dispuesta a tocar tres veces al año delante de un filántropo que consideraba artísticamente superior a su más directa rival. En segundo lugar, el Stradivarius De Salvo había pertenecido anteriormente a una rama de la familia del hoy tristemente célebre Albert de Salvo.

Perdomo se estremeció ante la sola mención de uno de los asesinos en serie más famosos de la historia.

—¿«El Estrangulador de Boston»?

—En efecto. Suntori es muy supersticiosa, y no quiso saber nada de un Strad vinculado a este apellido siniestro. Sumemos a todo esto, que la japonesa sí podía permitirse el lujo de comprar un Strad, porque su familia es propietaria de la empresa de videojuegos más famosa de Japón, y comprenderá por qué su objetivo era tener uno de estos instrumentos en propiedad. Perdomo iba anotando nombres y cifras en su libreta de trabajo, a medida que Lupot avanzaba en su relato, y cuando tuvo claro que éste había terminado preguntó:

—No puedo discutir con ustedes ningún detalle de la investigación, pero quiero manifestarles mi agradecimiento por haberse acercado hasta aquí para aportar información. Entiendo, señor Lupot, que las dos veces que estuvo con la víctima no le comentó nada acerca de si se sentía amenazada o inquieta por algo.

—Nada en absoluto. Nuestra relación fue estrictamente profesional. Perdomo se quedó con la tarjeta de visita que le facilitó Natalia y se dirigió

al despacho del comisario Galdón. Por el pasillo iba pensando en la siniestra casualidad de que tres de los propietarios del Stradivarius robado hubieran fallecido de muerte violenta: Neveu, el abuelo de Ane y la propia violinista. Pero por encima de todo, le inquietaba el recuerdo, aún espantosamente reciente, de la temible criatura que se le había aparecido en sueños en el Auditorio.

30

El comisario Galdón estaba de pie y tenía la gabardina puesta cuando Perdomo entró a hablar con él en su despacho.

—¿Te vas? —le preguntó extrañado el inspector—. Me habían dicho que querías verme.

Detrás, sentado en una de las dos sillas de cortesía que había junto al escritorio del jefe de la UDEV, el subinspector Villanueva permanecía a la escucha, inmóvil como un reptil agazapado.

—¿Por qué no has hablado aún con los padres de Ane? —le recriminó

Galdón.

A Perdomo le pareció que el tono de dureza con el que se había dirigido a él el comisario había provocado una sutil sonrisa de complacencia en Villanueva, pero tal vez eran sólo imaginaciones suyas.

—Me personé en el funeral para ver si había ocasión, pero con el hombre sollozando al final del concierto, me pareció más oportuno esperar al menos veinticuatro horas —se justificó Perdomo.

—Mal hecho; la familia es clave para conocer el entorno de la víctima y saber si tenía enemigos o si había algo que la preocupara. Esta misma tarde te vas a Vitoria a hablar con ellos. Ya he telefoneado al padre para ponerle sobre aviso. Toma, éste es el número de su móvil.

—¿Esta tarde? No tengo a nadie con quien dejar a mi hijo Gregorio.

—No digas tonterías, ya encontrarás a alguien. Poneos en marcha. ¡Ya!

Perdomo vaciló ante el plural que había usado el comisario.

—Trabajo mejor solo. Mientras yo hablo con los padres, Villanueva puede comprobar en las principales casas de subastas si ha habido algún intento de hacerles llegar el violín.

Galdón hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No sé cómo os lo montáis en la Brigada Provincial, pero aquí en la UDEV

mis hombres trabajan en pareja. Yo me voy corriendo para Burgos. ¿Te acuerdas del triple crimen que hubo allí hace unos años? Pues el director del colegio donde estudiaba el muchacho que detuvimos acaba de ser asesinado.

El comisario hizo un gesto a Perdomo para que le franqueara el paso, pero éste no se movió.

—Espera —le dijo señalando el montón de periódicos que había sobre la mesa—. ¿Has visto los titulares?

—¿Qué pasa con ellos?

El inspector clavó los ojos en Villanueva, que no se había dignado dirigirle la mirada desde que había entrado en el despacho.

—Me parece una cagada tremenda —exclamó Perdomo—. Alguien está

tratando de boicotear la investigación.

El comisario jefe soltó una pequeña carcajada.

—No seas ingenuo, Perdomo. ¿Quién crees que ha filtrado la noticia a la prensa?

Los ojos del subinspector Villanueva chispearon con un destello de burla al ver el estado de confusión absoluta de Perdomo.

—¿La filtración es nuestra? Pero ¿qué te propones?

—Quiero poner nervioso al asesino —le reveló Galdón—. Si sabe que no nos hemos tragado el anzuelo de la pista islámica, tratará de confundir a la policía por otro sistema. Intentamos crear las condiciones para que cometa un error fatal. Y esto otro también puede darnos resultados.

Galdón extrajo del bolsillo una providencia judicial en la que el magistrado que instruía el caso Larrazábal autorizaba la intervención de los teléfonos de Lledó, Rescaglio y Garralde, y se la pasó a Perdomo, que le echó un rápido vistazo.

—¿Cómo la hemos conseguido?

—Su Señoría me debe un favor.

—Pues debe de ser de los gordos, porque ya me dirás tú cómo se puede autorizar la intervención de estos teléfonos. No tenemos nada contra Lledó, Rescaglio o Garralde.

—Tampoco tenemos nada a favor —gruñó Galdón—. Eso es lo malo, Perdomo, que pasan los días y no me traes nada. Esto es la UDEV, aquí estamos acostumbrados a obtener resultados desde el minuto uno. Y más con la presión mediática que estamos soportando. No es sólo la prensa nacional. Hoy nos han llamado del Frankfurter Allgemeine y ayer del New York Times. Estamos en una olla a presión.

Perdomo volvió a echar un vistazo a la providencia del juez y comprobó

que aquello era una chapuza. Los tribunales superiores de justicia habían dejado ya muy claro, en multitud de sentencias, que cuando se trataba de intervenciones judiciales era imprescindible una resolución motivada, es decir, un auto, y no una simple providencia. Mientras que éstas servían sólo para decidir sobre cuestiones de trámite y peticiones secundarias o accidentales, era en los autos donde los jueces dictaminaban si procedía o no adoptar medidas restrictivas de un derecho fundamental, como el secreto de las comunicaciones. Aquel documento no sólo no estaba fundamentado jurídicamente, sino que

incluso contenía errores de ortografía, señal inequívoca del apresuramiento con el que había sido redactado.

—No me gusta —protestó Perdomo—. No me gusta ni un pelo. Imagínate que de las escuchas sacamos algo. Como no hay un auto motivado, todo lo que obtengamos a partir de estas intervenciones telefónicas lo pueden declarar nulo posteriormente.

—Que no te preocupe tanto el futuro —le tranquilizó Galdón—. Lo que hacemos, lo hacemos con permiso judicial, y en todo caso será Su Señoría, y no nosotros, quien tenga que dar explicaciones en su día, si alguien se las pide más adelante. Ahora lo que cuenta es el presente. El sumario está bajo secreto, nadie se va a enterar de las escuchas, excepto Su Señoría y la fiscal, que está igual que nosotros: desesperada por tener, al menos, un sospechoso. Te aseguro que ella no va a decir ni pío.

Perdomo volvió a interponerse entre el comisario y la puerta de salida.

—Pero ¿qué esperas obtener de estas escuchas? El novio tiene coartada.

¿No leíste el informe de Salvador? Y además yo le vi el día del crimen: estaba destrozado.

—Puro teatro —afirmó Galdón—. Esto apesta a crimen pasional.

—Garralde no ha podido ser. Muerta Ane, muerta la gallina de los huevos de oro.

—Es bollera, ¿no? Igual lo hizo por despecho, para impedir que se casara con el italiano.

—Pero ¿y Lledó? —se quejó Perdomo—. Teóricamente pudo hacerlo, porque se hallaba en el Auditorio y nadie le vio durante el intermedio, pero no podría estrangular con esa pericia ni aunque quisiera: no ha pisado en su vida una escuela de artes marciales.

—¿Lo has comprobado?

—No he tenido tiempo aún porque le he interrogado esta misma mañana. Pero no es ningún tonto, no se atrevería a mentir a la policía con tanto desparpajo en algo tan fácilmente comprobable.

—Te asombraría la cantidad de estupideces que pueden hacer las personas cuando están bajo presión. Joder, Perdomo, me vas a hacer perder el tren, pero quiero que escuches esto. Villanueva, ponle la grabación.

El subinspector accionó un pequeño aparato de grabación digital que había sobre la mesa y Perdomo reconoció de inmediato la voz de Joan Lledó, a quien acababa de interrogar en su despacho esa misma mañana. Villanueva le informó de que el interlocutor de Lledó era Alfonso Arjona, el director de la agencia Hispamúsica. Perdomo recordó que Arjona era la persona que había salido a comunicar al público la suspensión del concierto, la noche en que asesinaron a Ane Larrazábal. Era el programador de más prestigio del país y presumía de tener lazos de amistad con prácticamente todas las vacas sagradas de la música clásica, desde Claudio Abbado hasta Daniel Barenboim.

—«¡Estoy hasta las narices de este ninguneo!»

—«No es ninguneo, Joan, es simplemente que algunos artistas no quieren tocar contigo, ¿vale? Tienes que entender que si un Mischa Maisky, una Martha Argerich, o más recientemente una Ane Larrazábal, que en paz descanse, nos dicen que quieren venir al Auditorio, pero que prefieren a otro director, no podemos decirles que no.»

—«Claro que podéis, otra cosa es que no queráis.»

—«Te juro que yo te defiendo siempre a capa y espada. Se lo puedes preguntar a Manzano.»

—«¿Qué Manzano?»

—«El director del Teatro Real. ¿No es amigo tuyo?»

—«Sí, pero ¿él qué pinta?»

—«Como sois amigos, él puede confirmarte que yo llevaba meses intentando que el concierto de Larrazábal lo dirigieras tú.»

—«¿Y Ane Larrazábal dijo que prefería a esa momia de Agostini? ¡No me lo creo!»

—«Mira, ya que insistes tanto, tengo delante de mí el último e-mail que me envió Carmen Garralde, la representante de Ane. ¿Quieres que te lo lea?»

—«Quiero que me lo mandes.»

—«Eso no puedo hacerlo, que te conozco y me buscas un lío.»

—«Pero ¿qué lío? Si Ane está muerta.»

—«Escucha, dice así: "Estimado Alfonso: Lamento tener que comunicarte que, a pesar de tus comprensibles deseos de que el concierto de Paganini lo dirija el titular de la Orquesta Nacional de España, Ane considera que el señor Lledó no es el director adecuado para ocupar el podio en su reaparición en Madrid. Aunque no hemos tenido ocasión de escucharle en directo desde hace años, el disco que grabó para EMI en las pasadas Navidades haría enrojecer de vergüenza ajena al mismísimo Walter Legge: sopranos aniñadas berreando salmodias empalagosas, fragmentos de bandas sonoras no aptas para diabéticos, violinistas pseudoeróticas rascando arreglos bachianos que harían bueno a Luis Cobos, Plácido Domingo en la peor adaptación posible de 'O solée mio', himnos y más himnos supuestamente religiosos en expiación de no se sabe qué pecado; todo está tan lejos del nivel de excelencia artística al que aspira Larrazábal que reunir a estos dos músicos para el Concierto de Paganini no sólo resultaría en extremo desaconsejable, sino, muy probablemente, letal. Por no hablar de la inveterada costumbre del señor Lledó, de la que han sido víctimas varias sinfónicas europeas, de maltratar a los profesores de la orquesta como si fueran adolescentes díscolos de un reformatorio".»

—«Qué encanto de mujer. Pero mira cómo ha acabado. Es lo que digo yo siempre: a cada cerdo le llega su San Martín.»

—«¡Por dios, Joan! ¡No digas eso ni en broma!»

Villanueva detuvo la grabación y tanto él como el comisario Galdón posaron la mirada en el inspector Perdomo para observar su reacción. Éste se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad.

—¿Qué taaaal? —exclamó Galdón exultante, prologando la a para expresar su regodeo.

Perdomo no podía disimular su indignación.

—¡Qué farsante! No hace ni dos horas que me ha estado contando maravillas de Ane Larrazábal. Si te parece, voy a pedir a Lledó que vuelva a declarar, pero esta vez aquí en la UDEV.

—No —le detuvo Galdón—. Eso le daría la impresión de que vamos tras él. Dejemos que respire, a ver si se pone nervioso al saber que no nos hemos tragado lo de su demonio árabe. Tenemos su teléfono intervenido, así que si se va de la lengua, lo tenemos controlado.

Un relámpago que iluminó en ese momento el despacho del comisario dejó

claro que la galerna se había transformado en tormenta. El trueno subsiguiente no tardó en hacerse oír, y sonó tan fuerte que los tres policías se asomaron instintivamente a la ventana para cerciorarse de que el rayo no había caído en el gran patio de manzana del complejo policial en el que se encontraban.

31

A menos de un kilómetro de distancia, Arsène Lupot y Natalia de Francisco se habían guarecido bajo una marquesina de autobús, a la espera de que amainara la espesa lluvia que el viento huracanado convertía en una auténtica arma arrojadiza. Los dos luthiers habían encendido sendos cigarrillos para entretener la espera y parecían satisfechos tras la entrevista que habían mantenido con el inspector Perdomo.

—Todo ha ido muy bien —exclamó Lupot exultante— excepto por el dolor en este ojo, que me lleva mortificando desde que me levanté esta mañana. La mujer le examinó de cerca y concluyó:

—A simple vista no se aprecia nada, Arsène. Pero ¿quién sabe? Puede ser hasta un problema de sinusitis. Cuando llegues a París debes hacértelo mirar por un oftalmólogo.

La mujer estuvo a punto de revelar al francés el resultado de su experimento en el restaurante con las dos gotas de aceite, que había concluido con un mal augurio, pero cambió de opinión al acordarse de que su amigo sólo iba a permanecer veinticuatro horas más en Madrid. Como buena anfitriona, debía procurar que la estancia de su invitado fuera lo más agradable posible.

—Mira, ya está escampando —dijo Natalia, saliendo de la marquesina. Pero una súbita ráfaga de viento mezclada con punzantes gotas de lluvia le azotó el rostro sin miramiento alguno, y le hizo comprender que había cantado victoria demasiado pronto.

Lupot rió ante la cara de estupefacción de su amiga, al verse sorprendida por aquel bofetón de agua huracanada, pero, por solidaridad, decidió

abandonar también él la protección que ofrecía la marquesina y, cogiéndose del brazo de su amiga, echó a andar calle arriba en dirección al coche. La mayor parte de las personas con las que se iban cruzando en su trayecto se debatían en la duda de cerrar los paraguas de una vez o seguir caminando con ellos por precaución, porque aunque la tromba de agua casi había amainado por completo, el viento seguía castigando la zona con furia inusitada. A unos cincuenta metros de distancia, Natalia observó que un fraile

agustino, vestido con el característico hábito negro de la orden, se había detenido en mitad de la acera y forcejeaba con un gigantesco paraguas de color ala de cuervo, cuyas varillas se habían invertido a causa de una traicionera ráfaga de aire. La escena era tan pintoresca que los dos luthiers, que estaban a punto de cruzar, decidieron permanecer unos segundos más en ese lado de la calle, para asistir al desenlace de la escaramuza entre el religioso y el paraguas. Justo en el momento en que el agustino lograba enderezar las varillas, una ráfaga de viento especialmente violenta le arrancó el paraguas de las manos y lo empezó a arrastrar por la acera. Instantes después, una andanada lateral de aire lo lanzó contra la pared de ladrillo de un colegio, de tal manera que la punta de acero, que debía de medir más de quince centímetros y refulgía como la hoja de un machete, empezó a despedir centellas al rozar con furia contra el muro. En cuestión de pocos segundos, el paraguas parecía haber cobrado vida propia. De pronto, se alejó de la pared; Natalia se percató de que venía directamente hacia ellos, y comoquiera que el agustino empezara a indicarle por señas que lo atrapara, la mujer empezó a desafiar al viento, caminando hacia el huidizo objeto para intentar agarrarlo al encuentro, como si se tratara de un perro díscolo, renuente a que su amo le pusiera la correa. El paraguas se detuvo en seco, y justo en el momento en que Natalia comenzaba a agacharse, para asirlo por el mango, volvió a emprender el vuelo. Saltando por encima del cuerpo de la mujer, fue a golpear, con velocidad endiablada, contra el rostro de Lupot, con tal mala fortuna que la punta de acero le atravesó el ojo derecho.

32

Antes de salir para Vitoria, Perdomo tuvo que pasar por el colegio de Gregorio para explicarle que tenía un viaje inaplazable y debía apañárselas solo en casa durante aquella noche. Como el chico salía a las cinco de la tarde y el colegio estaba tan cerca que podía realizar a pie el trayecto de vuelta andando, el único problema por resolver era el de la cena.

—Aquí tienes veinte euros para que te pongas hasta arriba de Telepizza —

le explicó su padre—. Si te apetece llevar a casa a algún amigo para que se quede a dormir y sentirte menos solo, tienes mi permiso, aunque yo voy a estar localizable en el móvil en todo momento. Si no te gusta el plan, puedo hacer que vengan a buscarte los abuelos, aunque es más lío mañana para ir al colegio, porque viven donde Cristo dio las tres voces.

El muchacho no quiso ni oír hablar del plan B. Era la primera vez que se quedaba solo en casa durante una noche y aquella experiencia le hacía sentirse adulto de repente.

Al cabo de tres horas y media los dos policías estaban en la capital alavesa. La ciudad bullía de gente y estaba repleta de carteles anunciando que al día siguiente daba comienzo el renombrado Festival de Jazz. Perdomo y Villanueva tenían una habitación reservada en el hotel Canciller Ayala, que, por hallarse situado muy cerca del Polideportivo Mendizorrotza, era el establecimiento donde estaban alojadas la mayoría de las estrellas que acudían ese año al festival. El hotel también se encontraba a veinte minutos caminando de la plaza de la Constitución, en la que estaba el Conservatorio Jesús Guridi, en el que el padre de Ane era profesor de violín.

Ya en recepción, Perdomo y Villanueva experimentaron su primer contacto con la gloria al darse cuenta de que la mujer que estaba charlando en el lobby del hotel con un venerable anciano de color, de barba blanca, no era otra que Norah Jones, la hija del mítico rey del sitar Ravi Shankar, que con sólo tres álbumes y un puñado de buenas canciones, en las que se mezclaban el pop

acústico con el soul y el jazz, había logrado igualar al menos, por no decir eclipsar, la popularidad de su padre. A sus veintinueve años, Norah Jones no solamente era una de las artistas que más discos vendían en el mundo, sino una mujer extremadamente atractiva, a la que sus rasgos hindúes conferían un aire de exotismo irresistible. Perdomo casi se sintió defraudado cuando Villanueva no profirió ningún comentario obsceno al contemplar a aquella hembra tan apetecible, y se indignó consigo mismo al darse cuenta de lo mucho que había tardado en reconocer que el anciano que coqueteaba con Norah, a poca distancia del mostrador de recepción, era la otra gran estrella de esa edición del festival: Sonny Rollins, el coloso del saxo tenor.

Los policías dejaron los bártulos en la habitación y Perdomo soltó un comentario hiriente hacia el Ministerio del Interior porque dos hombres hechos y derechos se vieran obligados a compartir habitación, como si fueran dos alumnos de internado. Villanueva, que era quien se había encargado de hacer la reserva, le explicó que la habitación doble no tenía nada que ver con las restricciones presupuestarias, sino con el hecho de que, al estar la ciudad en pleno Festival Internacional, los hoteles estaban desbordados.

—Puedes dar gracias a que tengamos una cama para cada uno y no nos hayan hecho compartir una de matrimonio —bromeó el subinspector. Perdomo estaba deseando perder de vista a Villanueva cuanto antes, así

que le dijo:

—Tenemos la cita con el padre mañana a las diez en el Conservatorio. Está

en la plaza de la Constitución, a quince minutos caminando desde aquí. Voy a telefonear a mi hijo a ver si está todo en regla y luego he quedado con unos amigos para cenar. ¿Tú qué vas a hacer?

—También tengo amigos en la ciudad, a los que quiero ver.

—Si vuelves al hotel después de mí, no se te ocurra encender la luz. Me cuesta mucho coger el sueño una vez que me despierto en mitad de la noche. Villanueva abandonó la habitación de inmediato y Perdomo, tras hablar con Gregorio desde el teléfono que tenía junto a la cama y comprobar que todo estaba en orden, pidió al conserje del hotel que le reservara mesa para uno en El Portalón, tal vez el restaurante más emblemático de Vitoria. Había mentido a su compañero para no tener que pasar junto a él más horas de las estrictamente necesarias, porque lo cierto era que no conocía absolutamente a nadie en la ciudad.

El restaurante El Portalón está en una antigua posada de mercaderes de finales del siglo XV, en el corazón de la Vitoria gótica, al final de la calle Correría. Debía su nombre a las extraordinarias dimensiones de la puerta de entrada, por la que un día habían entrado y salido carruajes y caballerizas. Daban tan bien de comer que se decía que las estrellas mundiales del jazz que acudían desde hace más de treinta años al festival, lo hacían más movidas por la oportunidad de degustar los suculentos platos a base de habas, setas y caracoles, maridados con los selectos vinos de la Rioja alavesa de la bodega, que

por inquietudes artísticas.

Nada más entrar, y antes siquiera de que le abordara el maître para comprobar su reserva, Perdomo se dio cuenta de que el restaurante estaba, efectivamente, abarrotado de músicos de jazz, por la cantidad de clientes de color que se sentaban a las mesas. Cuando fue conducido hasta la suya, el inspector vio que la de al lado, que era también individual, estaba ocupada por el subinspector Villanueva. Ambos policías sonrieron al darse cuenta de que se habían mentido mutuamente y, para no sentirse completamente ridículos durante la cena, Perdomo le pidió al encargado que les sentaran juntos. Los dos hombres decidieron no complicarse la existencia y ordenaron el menú degustación, al razonable precio de cincuenta euros por persona. Inmediatamente Villanueva, que era bastante más parlanchín que su jefe, preguntó a éste qué le parecía la noticia del día: el súbdito francés que esa misma mañana le había ido a ver a la UDEV en compañía de una mujer, había fallecido poco después en un extraño accidente con un paraguas. Perdomo, que ese día había estado más preocupado de que su hijo estuviera perfectamente atendido que en ponerse al día sobre la actualidad, se quedó blanco y sin palabras cuando se enteró de la muerte de Lupot. De alguna manera que no alcanzaba a entender, todas las personas que entraban en convicto con el violín acababan falleciendo de muerte violenta. Todas menos el asesino de Ane Larrazábal, sobre el que por el momento no tenían la menor pista, aunque Lledó empezaba a perfilarse como uno de los posibles sospechosos. Su mente saltó luego al otro crimen no resuelto de aquellos días y preguntó a su compañero.

—¿Qué habéis averiguado del atentado contra Salvador?

Villanueva le informó de que se trataba de un ajuste de cuentas. Durante la época en que había estado en Estupefacientes, Salvador había logrado desmantelar una importante banda de narcotraficantes, comandada por un egipcio, que ahora, desde la cárcel, había ordenado atentar contra el policía.

—Mañana, cuando hablemos con los padres —señaló Perdomo cambiando otra vez de tema—, debemos ser muy cautos. Es normal que la familia esté

ansiosa por que el asesino sea detenido, pero nada de darles falsas esperanzas. Podemos hacerles ver que la investigación avanza, que se ha dado ya un paso importante al desmontar la pista árabe, pero al mismo tiempo, tratar de que acepten que el esclarecimiento de un homicidio es algo muy complejo. Fíjate si tendré razón, que el caso que mencionó esta mañana Galdón en su despacho, el crimen de Burgos, os llevó tres años.

—Estás mal informado —le replicó Villanueva en tono altanero—. La investigación se demoró tanto porque al principio eran inspectores de la Policía Judicial de Burgos los que se ocupaban del caso, y se estancaron. En cuanto entró la UDEV central, las cosas empezaron a avanzar. Nunca has trabajado con Galdón, pero te aseguro que es una máquina. No descansa nunca; corre la leyenda de que nunca va a casa a dormir, sino que lo hace en el despacho,

colgado del techo, como los murciélagos. A nosotros no nos va a dejar vivir hasta que encontremos al culpable.

Se produjo una pausa, en la que ninguno de los dos dijo nada, pero no porque estuvieran pensando, sino porque ambos tenían la boca llena. Al fin, Villanueva, con la comisura izquierda de los labios manchada de salsa, exclamó:

—¿Soy yo, que tenía mucha hambre, o estas cocochas de merluza están de campeonato?

Perdomo no respondió, pues su atención se había concentrado en un fabuloso plato de chipirones en su tinta que acababa de aterrizar en la mesa de los músicos de color. El negro, que a juzgar por el tamaño de las manos era contrabajista, ni siquiera debía de haber oído hablar, en su ya dilatada existencia, de un plato en el que la salsa era aún más oscura que su piel, y al principio pensó que se trataba de una broma. Pero como el camarero insistió, acabó probándolos y nada más hacerlo cayó en una especie de trance místicogastronómico del que no se recuperó hasta que dejó el plato tan limpio como una patena.

—Ya que hemos llegado en pleno Festival —comentó Villanueva al cabo de un rato—, podríamos aprovechar para asistir a algún concierto.

—Los conciertos son por la tarde —le aclaró Perdomo— y nosotros, mañana, en cuanto hablemos con los padres, nos volvemos a Madrid. No puedo dejar tanto tiempo a mi crío solo.

—Pues yo esta noche me voy a quedar a la jam session del Canciller Ayala. Dicen que va a estar Tomatito.

—Haz lo que quieras —le contestó el inspector, en un tono que dejaba entrever claramente que ya había superado con creces el cupo de palabras que tenía pensado intercambiar con Villanueva aquel día—. Mañana te quiero al cien por cien, y como me despiertes esta noche a las tres de la mañana, vamos a tener más que palabras.

Los dos policías permanecieron en silencio hasta que llegó la cuenta, que pagaron a escote.

33

Madrid, la tarde del mismo día

Andrea Rescaglio siempre tenía dificultades para entrar y salir de las estaciones de metro de Madrid cuando llevaba el chelo consigo, a causa de los tornos de acceso, y por eso solía optar por cubrir las distancias en taxi o en autobús. Pero la tarde era lluviosa, el tráfico se había espesado y el italiano no tenía intención de perder dos horas de su vida atrapado en un absurdo atasco sólo porque se le hubiera terminado la resina para el arco.

La única tienda de la ciudad donde siempre tenían en stock su marca preferida, Pirastro —para los buenos chelistas existía un abismo entre emplear uno u otro producto—, estaba a dos pasos de la estación de metro de Ópera, de manera que, aunque sabía lo engorrosa que iba a ser la entrada y la salida al suburbano, no se lo pensó dos veces y se zambulló en el subsuelo madrileño. Nada más entrar, comprobó con desagrado el estado lamentable en que la huelga de empleados de limpieza del metro estaba dejando tanto los pasillos como los andenes de la terminal, por no hablar de las papeleras, que parecían estar a punto de desfondarse y caer al suelo estrepitosamente por el peso de las inmundicias apiladas sobre ellas. Si no dio media vuelta en el acto fue porque la posibilidad de llegar a la tienda de instrumentos cuando ésta estuviera ya cerrada, después de haber sufrido el martirio del tráfago madrileño, se le hacía aún más insoportable que tener que caminar a través de aquel vertedero. Tal como había temido, la funda del chelo se le enganchó al salir de la estación en una de las barras del torno y Rescaglio tuvo que forcejear con el artilugio mientras blasfemaba en voz baja y en italiano, para no herir los oídos de los pasajeros que hacían cola impacientes detrás de él, esperando a que solucionase su pequeño contratiempo.

Nada más encaminarse a la puerta que le convenía, comenzó a escuchar música de violín, proveniente de uno de los pasillos de salida. Sonrió al recordar los tiempos en que él también había probado fortuna como músico callejero, cuando aún era un aprendiz del instrumento. Su sorpresa fue

mayúscula cuando, al acceder al pasillo, en vez de tropezarse con un grupo de músicos de Europa del Este —checos, húngaros y rumanos parecían haber logrado una clara preeminencia en el difícil repertorio de la música callejera para cuerda— se encontró con un par de muchachos que no tendrían más de trece años y que habían logrado llenar de monedas y billetes la caja del violín, que descansaba sobre el suelo con la boca abierta, como si fuera un sapo hambriento. La pieza, «Eight Days a Week», de los Beatles, sonaba bien afinada y a un tempo y con un swing que a Rescaglio le parecieron muy musicales. Uno de los dos chicos tocaba la melodía con el arco y el otro se había colocado el violín sobre el pecho, como si fuera una mandolina, y rasgueaba con la mano derecha los acordes de acompañamiento.

La canción estaba a punto de concluir y el italiano se detuvo un momento, intrigado por averiguar la reacción de los viandantes una vez que la pieza hubiera terminado. ¿Recibirían aquellos jovencísimos intérpretes la ovación que se merecían?

Pasados unos segundos, comprobó que no solamente eran festejados con aplausos, sino con gritos de «¡Bravo!» y «¡Otra!», a los que los dos chicos correspondieron con solemnes reverencias, como si fueran dos profesionales saludando al respetable desde el proscenio del Carnegie Hall. Los improvisados espectadores permanecieron luego unos momentos a la espera, para ver si continuaba el espectáculo, pero al ver que los chicos destensaban los arcos y guardaban los instrumentos, continuaron su camino después de haberse aligerado los bolsillos de monedas, que depositaron en el interior de la caja.

Fue entonces cuando Rescaglio se dio cuenta de que el violinista que había llevado la voz cantante era Gregorio Perdomo, el hijo del inspector que estaba tratando de resolver el asesinato de su prometida.

—Hola, ¿te acuerdas de mí? —le dijo el italiano.

Habían tenido la ocasión de conocerse en la cafetería Intermezzo, junto al Auditorio Nacional, el día en que Ane Larrazábal había sido asesinada. Por la sonrisa que le devolvió el muchacho, era evidente que sí.

—¡Claro, tú eres el novio de Ane! Pero no me acuerdo de tu nombre.

—Andrea. Aquí en España se ha puesto de moda bautizar así a las chicas, porque como acaba en a, la gente se piensa que es un nombre de mujer. Pero en Italia, si te diera por llamar Andrea a una niña, el cura se troncharía de risa; es como si aquí le pusieras Isabel a un varón solo porque el nombre acaba en el, como Miguel o Gabriel.

—No lo sabía —respondió divertido Gregorio—. Bueno, él es Nacho —

añadió, volviéndose en dirección a su acompañante—. Está en el mismo curso de violín que yo.

El chelista le tendió la mano y se la sacudió efusivamente.

—Mucho gusto, Nacho. Me ha encantado lo poco que he podido oír. ¿De dónde habéis sacado los arreglos?

—¿Qué arreglos? Esto lo estábamos tocando de oído —respondió orgulloso Gregorio.

—¿En serio? —Rescaglio no podía disimular su asombro y admiración por aquellos dos mocosos—. ¡Pues entonces tiene todavía más mérito!

Los dos muchachos se inflaron como globos al escuchar semejantes halagos en boca de un músico profesional y bajaron un poco la mirada, como si tuvieran dificultades para digerir un elogio tan rotundo. Luego, Nacho miró el reloj y dijo a su compañero.

—Bueno, tú, yo me tengo que ir, que tengo tres mensajes de mi vieja en el móvil, y como no aparezca pronto, me va a matar.

El chico empezó a alejarse hacia el interior del metro cuando oyó que Gregorio le llamaba:

—¡Espera! ¿Qué hacemos con la pasta?

El otro titubeó, pero como quedarse a hacer el reparto suponía demorarse aún un rato, prefirió seguir su camino.

—¡Me lo das el próximo día! ¡Pero ojo, que sé cuánto hay!

Rescaglio se puso en cuclillas para ayudar al chico a guardar rápidamente la recaudación del día en uno de los compartimientos de la funda del violín y luego le preguntó:

—¿Tú también tienes prisa?

—No, mi padre está de viaje, así que puedo hacer lo que me dé la gana.

—Entonces, te invito a algo. Así charlamos un poco de música. ¿Me acompañas antes a comprar resina? Te va a gustar la tienda de música que hay al lado de esta estación de metro. ¡Tienen de todo!

—¿Scherzando? La conozco de sobra, ¿no ves que vivo aquí cerca?

—¡Qué suerte! Este es un barrio muy musical, ¿sabes? No solamente vives junto al Teatro Real y a la mayor tienda de partituras e instrumentos musicales de la ciudad, sino que en el Palacio Real se custodia una colección fabulosa de Stradivarius. La joya de los Stradivarius del Real —explicó en voz baja Rescaglio al chico, como si le estuviera suministrando información confidencial— no es uno de los cuatro instrumentos ornamentados del cuarteto, sino un violonchelo de 1700 que compró Carlos III. No tiene grecas ni grifos que lo adornen, y aun así está considerado uno de los Stradivarius más importantes del mundo.

»¿Y sabes qué? En más de una ocasión he soñado que entraba en el Palacio Real y robaba el violonchelo.

34

La pareja entró en la gigantesca tienda de instrumentos y, como solía ocurrirle siempre que ponía un pie en aquel lugar, Gregorio fue presa de una especie de trance, originado por la fascinante y variadísima oferta de productos musicales que Scherzando ponía al alcance de aficionados y profesionales. Daban ganas de volver allí con un gigantesco saco de Papá Noel para empezar a llenarlo con partituras, libros e instrumentos, hasta hacerlo reventar. El hechizo que los innumerables escaparates y expositores de la tienda ejercían sobre los compradores no se debía solamente a la abundancia de material —en Scherzando podías adquirir desde una simple púa de plástico para guitarra hasta un clave del siglo XVII—, sino al gusto exquisito con el que todo estaba dispuesto, de tal manera que, aunque por dimensiones y oferta aquella tienda podía muy bien compararse con un hipermercado, la palabra boutique era la más acertada para describir el selecto ambiente que allí se respiraba. Por la megafonía del local estaba sonando música de Boccherini, y Rescaglio se lo hizo notar a Gregorio, comentándole lo mucho que le debía el chelo al músico italiano, que acabó afincado en Madrid.

Cuando Rescaglio fue a abonar su resina, Gregorio comprobó con sorpresa que el italiano le había comprado un juego de cuerdas nuevo para su violín.

—No tengo dinero para pagarlas —dijo cohibido el muchacho.

—¿No te había dicho que te iba a invitar a algo? Pensaste que era a una Coca-Cola, ¿no? Estas cuerdas son un obsequio de la casa —respondió con su melancólica sonrisa el italiano—. Lo suyo es que te hubiera comprado también cerdas nuevas para el arco, porque he visto que las tienes muy gastadas, pero eso es algo que escapa ya a mi limitado presupuesto.

El muchacho asintió con la cabeza y recordó que cada vez que había que comprar cerdas nuevas para el arco del violín —hay que renovarlas periódicamente porque acaban soltándose de los extremos— su padre bufaba como una plancha de vapor, lamentándose del elevado precio que tenían, y le preguntaba si no las había más baratas.

«Las de nailon o el pelo sintético sólo se emplean en los arcos baratos, papá.

A un arco como dios manda hay que ponerle crines de cola de caballo, y sólo de caballo, porque como las yeguas orinan hacia atrás, el ácido úrico debilita los pelos de sus colas y las hace inservibles.»

«Pero no deja de ser pelo de caballo. ¿Por qué es tan caro?»

«Porque tienen que ser caballos criados en zonas frías, para que el pelo sea más resistente. Las que me compra mi profe son de caballos de Mongolia.»

Salieron de la tienda y comprobaron con alivio que ya había dejado de llover. Gregorio, quizá todavía ebrio de los efluvios musicales que había aspirado en la tienda, se sorprendió a sí mismo diciendo al italiano:

—¿Hace un dueto?

—¿Ahora?

—¿Por qué no?

—¿En la calle?

—O en mi casa. Vivo a dos pasos.

Rescaglio miró el reloj para darse importancia ante el muchacho. Pretendía darle a entender que su agenda, aquella tarde, era complicada, cuando lo cierto es que no tenía absolutamente nada que hacer hasta las diez. Aun así, se hizo de rogar un poco.

—¿No es un poco tarde?

—No son ni las ocho. Verás, es que mi padre dice siempre que la música es como el tenis: para progresar hay que procurar tocar con gente que es mejor que tú. Y yo siempre toco con Nacho, que (él mismo lo reconoce) es bastante peor que yo. Por eso siempre me encargo de la melodía y él del acompañamiento. Aunque, y no sé cómo se las arregla, a la hora de repartir el dinero siempre se lleva lo mismo que yo.

—¿No le molestará a tu padre que te presentes de sopetón con una visita?

—objetó el italiano, que también sostenía que la música de cámara era esencial para el progreso de un instrumentista.

—Ya te lo he dicho antes. Mi padre está fuera de Madrid, hoy estoy solo en casa, como el niño aquel de la película. Pero si piensas que soy tan malo que te vas a aburrir...

—No se hable más —exclamó Rescaglio—. Y además te aseguro que cuando lleguemos a tu casa te vas a llevar una sorpresa.

35

Aunque situada cerca del Madrid de los Austrias, la vivienda de Perdomo no era un magnífico ático como el de Ane Larrazábal, también situado por aquella zona, sino un bajo pequeño, modesto y oscuro.

Si Rescaglio no hubiera sabido que el padre de Gregorio era inspector de policía, hubiera llegado a la conclusión de que aquélla era la vivienda del portero del edificio.

El piso por dentro estaba manga por hombro, porque la asistenta sólo iba un día a la semana y la capacidad de general desorden y suciedad de los dos ocupantes de la casa muy bien podía calificarse de olímpica. El niño condujo a Rescaglio hasta su alcoba, en una de cuyas paredes había, sujeto con chinchetas como suelen hacer los adolescentes, un póster de Ane Larrazábal tocando el violín.

El italiano no hizo alusión ninguna a su novia fallecida, pero al comprobar la estrechez del espacio protestó:

—Aquí no podemos tocar. ¡Pero si no se puede ni pisar! ¿Qué son todos esos papeles que tienes esparcidos por el suelo?

—Ejemplares de la revista del colegio; los estoy ordenando. La hacemos los alumnos, y yo este año me ocupo de la mejor parte: los pasatiempos. Ambos desenfundaron los instrumentos en la alcoba del muchacho y dejaron allí los estuches, pero fue en el salón de la casa donde decidieron comenzar su improvisado concierto.

—¿Quieres que te ayude a colocar las cuerdas nuevas en el violín? —le preguntó Rescaglio.

El chico torció el gesto.

—Es que este violín es prestado. El mío se hizo añicos el otro día. La semana que viene tendré que devolver éste a mi profesor y no quiero que se quede él las cuerdas nuevas.

—Tanto mejor —afirmó el italiano—. Las cuerdas nuevas necesitan por lo menos un par de días para acostumbrarse a la tensión. Si las pusiéramos ahora, íbamos a tener que parar para afinar cada dos por tres. Lo que sí podemos hacer

es podar el sobrante de cuerda que le cuelga a este violín del clavijero. ¿Para qué queremos todas estas antenitas, bailando de un lado para otro? En un descuido, hasta me puedes sacar un ojo. Anda, tráeme unos alicates.

—No están. Se los ha debido de dejar mi padre a algún vecino.

—En ese caso, tendré que ir yo a por mi propio instrumental. El italiano desapareció y regresó al poco con unas enormes tijeras de acero inoxidable.

—Son japonesas; te las recomiendo. Las llevo siempre en la funda del chelo porque las uso para todo: desde para recortarme el moño y la barbita hasta para seccionar las cuerdas del chelo.

Rescaglio cercenó con cuatro tajos certeros los sobrantes de las cuerdas del violín de Gregorio que ahora parecía un bonsái recién podado.

—¡Parece un violín nuevo! —exclamó satisfecho el chelista—. Y además te invito a que pruebes en tu arco la resina que yo uso, ¡verás qué diferencia!

Mientras Gregorio frotaba el arco con la pastilla de resina que le había ofrecido el italiano, éste se entretuvo tocando una sencilla melodía en el chelo, que llamó la atención del muchacho.

—¿Qué es eso? Es música china, ¿verdad?

El italiano tardó en responder, como si tratara de agudizar la curiosidad del muchacho hacia aquella curiosa melodía, y siguió deslizando sus dedos sobre el mástil sin soltar palabra. Por fin, le aclaró:

—Japonesa. La pieza se llama Sakura. Es una melodía muy antigua que aprendí de pequeño en Osaka. ¿Te gusta?

—Sí. Aunque es un poco triste.

—Pues no debería serlo, porque es una canción sobre la primavera y el florecimiento de los cerezos.

—Pues es triste.

—Eso es porque la escala pentatónica japonesa es distinta a la china. ¿No te has fijado en que toda la música china suena alegre y en cambio la japonesa no?

El chelista improvisó una melodía china basada sobre la escala pentatónica mayor, que, efectivamente, sonó bienhumorada y casi cómica. A continuación, volvió a tocar Sakura, que, sobre todo en comparación con la melodía anterior, parecía una marcha fúnebre.

—¿Eres japonés? —preguntó de repente Gregorio, lo que provocó una carcajada a Rescaglio. Éste se llevo los dedos a los ojos para estirárselos, como si fuera un oriental.

—Sí, mira. Mira lo japonés que soy.

—No me parece una pregunta tan extraña —replicó el chico, un poco mortificado por la burla—. Podrías haber nacido allí de padres occidentales y serías japonés por nacimiento.

—Tienes razón, Gregorio, perdona que me haya burlado de ti. Podría haber sido así, pero no lo es. Nací en Lucca, como Boccherini, pero a mi padre, que era un alto capo de Alitalia, le destinaron a Japón cuando yo era muy pequeño y

pasé allí toda mi infancia. Todavía tengo muy buenos amigos allí, incluso italianos, y vuelvo casi todos los años.

—¿Qué vamos a tocar? —El chico ya había terminado de untar el arco con la resina y se agitaba inquieto en la silla, como un caballo de carreras a punto de ser liberado del cajón de salida—. ¡Me dijiste que tenías una sorpresa para mí!

—¡Maldición! —exclamó contrariado el violonchelista, después de levantarse a rebuscar en la caja del chelo—. Pensé que tenía la partitura en la funda pero no está. Debí de sacarla el otro día para que me cupiera el concierto de Elgar. ¡Pero no importa! Tienes un oído excelente y lo vas a pillar enseguida. El muchacho estaba a punto de estallar de curiosidad, pero eso no le impidió hincharse como un pavo real ante el piropo que le acababa de lanzar su interlocutor.

—A ver si conoces esto —dijo por fin.

El italiano comenzó a tocar en pizzicato un insistente y rítmico motivo en tres por cuatro, en el registro agudo del chelo,

Papa PAM PAM / papa PAM PAM / papa PAM PAM

y al segundo compás se dio cuenta de que el chico conocía la tonada.

—¡ Master and Commander! —exclamó éste entusiasmado. El pasacalle de la banda sonora de Master and Commander era el cuarto y penúltimo movimiento de un célebre quinteto de Boccherini apodado el Quintettino. Ahora se había convertido en mundialmente famosa gracias a la adaptación cinematográfica de la novela The Far Side of the World.

—Entonces, ¿has visto la película?

—Por supuesto. Pero si es un quinteto, ¿cómo es que la pueden tocar solos el capitán y el médico?

—¿No acabas de tocar tú una canción de los Beatles, que son un cuarteto?

—No se puede comparar, eso es música pop.

—¿Música pop? ¿Y qué es la música pop? —preguntó divertido Rescaglio. El niño fue a responder a la pregunta, pero el italiano no le dio opción.

—¡La música pop no existe, Gregorio! ¡Ni la clásica tampoco! La música es sólo buena o mala, eso es todo. Tanto una como otra están hechas con los mismos ladrillos, y es la manera en que se construye la música, y no los instrumentos que se emplean para interpretarla, lo que debería servirnos para calificarla. ¿Si tocamos a Bach con sintetizador es música pop y si arreglamos una canción de los Beatles para cuarteto de cuerda es música clásica? ¡Vamos a dejar de decir tonterías, por favor!

Hablaba con una mezcla de enfado y hastío, como si ya hubiera tenido que defender aquella postura en multitud de ocasiones y estuviera harto de predicar en el desierto. Gregorio le escuchaba embelesado.

—Cojamos, por ejemplo, este pasacalle de Boccherini: ¿sabes qué es?

—Un ostinato.

—Muy bien, un ostinato. Veo que no pierdes el tiempo en el conservatorio. La pieza de Boccherini es, efectivamente, un ostinato: un bajo que se repite una y otra vez, en ciclos de cuatro compases, a lo largo de no sé cuántos minutos. Y

las armonías son tan básicas como las de la más banal de las canciones pop: tónica, subdominante, dominante, tónica. ¿Estás de acuerdo?

El muchacho asintió con la cabeza, aunque con cierta reserva, porque no sabía muy bien adónde quería llevarle el italiano.

—Hay decenas de temas de pop y de rock que están hechos de la misma manera. ¿Conoces «Smoke on the Water»?

Rescaglio agarró el chelo como si fuera una guitarra y empezó a desgranar el inconfundible bajo del tema de Deep Purple. Pero esta vez era evidente por la expresión del chico que éste no conocía la canción, lo que hizo que su interlocutor se llevara las manos a la cabeza.

—¿No conoces «Smoke on the Water»? ¡Quizá el tema heavy más famoso de todos los tiempos! Está construido exactamente igual que el pasacalle de Boccherini: un ostinato, que es el bajo que te acabo de tocar, alternándose con una melodía que es la que lleva el cantante. Lo que pasa es que los roqueros, al ostinato lo llaman riff, pero es exactamente lo mismo. Un bajo y una melodía, Gregorio, ¿para qué hacen falta cuatro o cinco músicos para tocar dos voces? El capitán y el médico se bastan y se sobran. Anda, vamos a ensayarlo. Esto es lo que tienes que hacer tú.

Gregorio tardó menos de treinta segundos en aprenderse el ciclo de acordes con los que tenía que acompañar a Rescaglio, y una vez que ambos hubieron rasgueado el ostinato tres veces, el italiano expuso con gracia y energía la melodía del Quintettino. Al volver al ostinato, y sin dejar de rasguear, Rescaglio dijo, elevando un poco la voz para que fuera audible sobre la música:

—¿Te atreves a coger tú ahora la melodía?

Para su sorpresa, el muchacho se lanzó, sin pensárselo dos veces, a tocar la compleja melodía de Boccherini, plagada de síncopas, tresillos y apoyaturas, y aunque es cierto que no la interpretó al pie de la letra, salió del paso como si estuviera leyendo la partitura por primera vez, en lugar de estar tocando de memoria. Rescaglio no podía dar crédito a la habilidad del chico:

—¡Qué buen oído tienes, mascalzone!

Niño y adulto estuvieron intercambiándose la melodía durante varios minutos, y a cada compás el grado de compenetración entre ellos iba creciendo. Una vez que se aproximaron al final, el italiano advirtió:

—¡Ojo, ritardando!

Y los dos músicos cayeron al unísono sobre el acorde de tónica con la precisión del bisturí de un neurocirujano.

—Tenemos buena química —admitió Rescaglio mientras comenzaba a destensar el arco—. A ver si tenemos oportunidad de volver sobre esta pieza en otra ocasión, pero ya con partitura.

—¿Ya te tienes que ir?

—Sí, he quedado con unos amigos —respondió el italiano, y esta vez le estaba diciendo la verdad—. A ver si encuentro unos arreglos para cuerda de canciones de los Beatles que compré hace años en Tokio, porque es mejor que te acostumbres a aprenderte las piezas con el pentagrama delante.

—¿Sabes que a mi padre también le encantan los Beatles?

—Entonces tu padre es un sabio —manifestó Rescaglio—. Los Beatles son músicos clásicos. ¡Músicos clásicos que tocan con instrumentos eléctricos!

El italiano levantó el chelo y aflojó la rosca que bloquea la espiga del instrumento, para introducirla dentro de la caja armónica. Una vez que la pica desapareció en las entrañas del violonchelo, Rescaglio volvió a apretar la rosca, pero no lo suficiente, porque la espiga se deslizó bruscamente hacia fuera, como la hoja de una navaja automática, y a punto estuvo de entrar en contacto con el párpado derecho de Gregorio, que echó bruscamente la cabeza hacia atrás para evitar el impacto.

—¡Lo siento! ¡Por poco te dejo tuerto! —se lamentó Rescaglio. Visiblemente turbado, el chelista volvió a meter la pica dentro del chelo y esta vez la aseguró con fuerza con la rosca correspondiente, para evitar que se repitiera el accidente.

—Esta punta metálica es un peligro —se recriminó a sí mismo el italiano—. Tengo que ponerle ya el taco de goma. Lo llevo en la funda, pero se lo quito siempre, porque en mi casa la espiga resbala contra el parquet y así es incomodísimo tocar.

Rescaglio guardó por fin el chelo en su estuche y tras despedirse del muchacho se perdió en la noche madrileña.

36

Vitoria, al día siguiente

El Conservatorio de Música Jesús Guridi era un moderno edificio de ladrillo gris, de mediados de los ochenta, construido a tres alturas de manera que cada una fuera más extensa que la inferior y volase por encima de ésta cerca de un par de metros. El tercer piso estaba sustentado sobre pilares de color claro que llegaban hasta el suelo y conferían a toda la estructura un aire primitivo, como de palafito.

Perdomo y Villanueva llegaron con diez minutos de retraso debido a la costumbre del segundo de acicalarse antes de salir, casi como si fuera una mujer. Se identificaron ante el conserje de la entrada como inspectores de Homicidios y éste les hizo pasar al Aula Magna del Conservatorio, en la que algunos alumnos de los grados superiores estaban ensayando lo que parecía un concierto barroco. Se trataba en realidad de una versión para orquesta de cámara de la famosísima sonata para violín y bajo continuo El trino del diablo, del compositor italiano Giuseppe Tartini. En un escrito de puño y letra del músico que fue encontrado en Asís, Tartini decía:

Una noche soñé que cerraba un pacto con el diablo. A cambio de mi alma, el diablo me juraba estar siempre a mi lado cuando lo necesitase. Como ocurrencia, le entregué en mi sueño mi violín, para ver si el diablo era músico, y para mi asombro, la música que empezó a tocar fue tan exquisita, tan inconmensurablemente inspirada y hermosa, que no pude ni moverme durante la ejecución. Se me detuvo el pulso, y me quedé sin aliento hasta que, por fin, desperté. Inmediatamente, cogí mi violín y empecé a tocar, tratando de recordar lo que había escuchado en el sueño. En un estado casi febril, decidí pasar las notas a papel pautado, y aunque la sonata resultante ha sido lo mejor que he compuesto en mi vida, no se puede ni comparar con lo que tocó el demonio en mi sueño. El Aula Magna del Conservatorio de Vitoria es un gran auditorio, con capacidad para seiscientas cincuenta personas y espacio para cerca de

doscientos músicos sobre el escenario, por lo que el reducido conjunto de cámara con el que se encontraron los dos policías al descender por la platea, y que se había colocado en semicírculo, les pareció aún más pequeño de lo que era. Don Íñigo Larrazábal no sólo era profesor de violín, sino que dirigía todo el departamento de cuerda del Conservatorio. Los detectives lo encontraron sentado en la primera fila, desde donde impartía indicaciones al concertino, que estaba sentado el primero por la izquierda en el escenario. Si Perdomo hubiera tenido ocasión de contemplar alguna fotografía de Jesús Guridi, el compositor que daba nombre al Conservatorio, autor de las famosas Diez melodías vascas, se habría tenido que rendir a la evidencia de que don Íñigo era su vivo retrato: bajito, medio calvo, un bigote canoso en forma de triangulo isósceles, grandes orejas, nariz prominente y, por en cima de todo, una anticuada pajarita que le confería cierto aire decimonónico, aunque francamente distinguido.

Nada más ver a los policías, se puso en pie y ordenó a los músicos un descanso de media hora, no sin antes decirle al primer violín:

—Acuérdate: crescendo no es accellerando. Es un error que cometen hasta los grandes directores. Tenéis que conseguir que aumente poco a poco el volumen sin que varíe el tempo que habéis elegido. Ya sabes, como si fuera el Bolero de Ravel.

El interpelado hizo una anotación en la partitura y luego desapareció entre cajas junto a los otros músicos, de modo que los policías pudieron mantener en mitad del aula, con total discreción, la charla con don Íñigo.

—¿Cómo es que no le veo hoy con el violín en la mano? —dijo Perdomo para romper el hielo—. Estuve en el funeral de su hija y nos conmovió a todos hasta el tuétano con la pieza de Bach.

Don Íñigo cerró por un momento los ojos, como si quisiera revivir aquel instante tan emotivo y luego dijo:

—Muchas gracias. El aria de la Pasión según San Mateo iba a un tempo que todavía puedo abordar, a pesar de mi provecta edad. El trino del diablo, para un parkinsoniano en ciernes como yo, es harina de otro costal. Afortunadamente, tengo alumnos que pueden abordar la pieza con absoluta solvencia, así que me limito a darles alguna orientación desde aquí abajo. Y ahora, denme alguna buena noticia con la que pueda alegrar el día a la madre de Ane, en cuanto llegue a casa.

—La investigación no ha hecho más que comenzar y ya hemos dado un paso de gigante —dijo Perdomo. Villanueva permanecía en un discreto segundo plano, tal como le había solicitado su jefe al salir del hotel.

—La inscripción en árabe, lo he visto en la prensa. Pensar que ese canalla le sacó sangre a mi hija después de haberla estrangulado ¡me revuelve las tripas!

El inspector pensó lo espantoso que hubiera sido de haber ocurrido al revés, pero no era aquél, obviamente, el momento para expresar una ocurrencia semejante.

—Señor Larrazábal, hay una hipótesis que no hemos manejado hasta ahora, pero que no debemos descartar. Me refiero a la posibilidad de que el asesino encubriera el homicidio con el robo.

—¿A qué se refiere?

—La persona que acabó con la vida de su hija pudo cometer el crimen exclusivamente para llevarse el violín, porque se trataba de un instrumento muy valioso. Pero ¿y si ese desalmado acudió al Auditorio con el único propósito de asesinar a su hija, y lo hubiera hecho aunque no hubiera habido violín de por medio?

—Pero eso es ridículo, ¿quién podría querer matar a mi niña, que lo único que hizo en la vida fue llevar la música a todos los rincones del mundo?

—Para tratar de dilucidar esta cuestión es para lo que estamos hoy aquí. Me gustaría que habláramos del círculo más íntimo de Ane, empezando por su prometido, el señor Rescaglio.

—Un chaval majísimo, y muy buen chelista. Por cierto, que viene a Vitoria hoy por la tarde, porque la última vez que estuvo con mi hija se dejó olvidadas algunas cosas, creyendo que no tardaría en regresar.

—¿Algunas cosas? ¿Puede ser más específico?

—Partituras y libros. A veces él y Ane se traían los instrumentos e improvisaban duetos en casa.

Perdomo recordó las palabras de Galdón del día anterior, insistiendo en la teoría del crimen pasional, y se lanzó a degüello a por el italiano.

—Señor Larrazábal, ¿está seguro de que la relación entre su hija y el señor Rescaglio no tenía ninguna arista, ningún doblez misterioso?

—Les he visto discutir, como hacen todas las parejas, pero también yo me peleo con mi mujer después de más de cuarenta años de matrimonio, porque no hay mujer que no saque a su hombre de quicio de vez en cuando.

—Y estas riñas que asegura que se producían a veces, ¿notó si habían ido a más en los últimos meses?

—Si he de serle sincero, más bien tendría que decirle que al revés, y lo comenté con mi mujer: nunca había visto a Andrea tan atento y tan pendiente de mi hija como en los últimos tiempos.

—Eso es interesante. ¿Se le ocurre alguna razón que lo explique?

—Probablemente se debía a que por fin habían conseguido fijar la fecha de la boda. Pensaban casarse a finales de septiembre.

Villanueva hizo un gesto a Perdomo para indicarle que quería apartarse momentáneamente de la conversación para hacer una llamada telefónica. Había decidido comunicar a Galdón de inmediato la presencia de Rescaglio en Vitoria. El inspector movió de forma casi imperceptible la cabeza para concederle el permiso y luego continuó con el interrogatorio:

—¿En qué circunstancias se conocieron su hija y Rescaglio y desde cuándo eran novios?

—¡Uuuh! Yo creo que llevaban juntos desde los catorce años. Mi mujer se lo

podría contar mejor, pero yo creo que se conocieron en la consulta de un médico de aquí, de Vitoria, porque los dos padecían mononucleosis. Es una enfermedad muy desagradable y los dos empezaron a intercambiar información sobre cómo sobrellevarla.

Perdomo había sacado una libreta en la que solía apuntar cosas con tanto apresuramiento que luego él mismo no entendía su propia letra. Pero el simple hecho de hacer garabatos en ella de vez en cuando le ayudaba a concentrarse más en la conversación.

—El señor Rescaglio vivió en Japón muchos años, ¿no es cierto?

El padre de Ane asintió con la cabeza.

—¿Y eso fue antes o después de conocer a su hija?

—Antes. Andrea llegó a Japón con tres años, porque a su padre, que era directivo de Alitalia, lo destinaron a Osaka. Se matriculó en el conservatorio y en pocos años hizo unos progresos increíbles con el chelo. ¿Sabe por qué tuvo que regresar a Europa? Es una triste historia. Entre los chicos que hacían música de cámara con Andrea estaba Kitajima Masaharu, hijo del consejero delegado de la famosa empresa de coches todoterreno del mismo nombre. Tocaba el violín y era el amigo íntimo de Rescaglio en Japón. Una noche en la que el novio de mi hija se había quedado a dormir en casa de Kitajima, los dos chicos oyeron ruido en el piso de abajo a altas horas de la madrugada y se asustaron. Despertaron a la madre, bajaron a ver qué ocurría y al descorrer la delicada puerta shoji que separaba el salón del recibidor, encontraron el cuerpo decapitado del señor Masaharu. Se había practicado el seppuku.

—¿Qué es el seppuku?

—Aquí lo lo conocemos como harakiri, pero es una expresión vulgar para muchos japoneses, que prefieren no emplearla. El término correcto es seppuku.

—Hay algo que no entiendo —objetó Rescaglio—. Si el señor Masaharu se hizo el seppuku, ¿por qué apareció decapitado? ¿El suicidio japonés no consiste en...?

Perdomo completó la frase con el gesto de clavarse un imaginario cuchillo en el abdomen.

—El seppuku es un rito muy elaborado, inspector. Para evitar que el sufrimiento sea atroz, la persona que va a morir solicita la asistencia de una persona de su confianza, que tiene la misión de ayudarle a morir, cortándole la cabeza con una katana. En el caso de Masaharu, la policía de Osaka nunca llegó

a averiguar la identidad de esa persona, aunque fue, probablemente, algún amigo íntimo de la familia. El caso es que después de aquella experiencia, devastadora para ambos niños, el padre de Andrea decidió, con buen criterio, abandonar Japón lo antes posible. Así fue como Andrea llegó a España. Perdomo anotó hechos y nombre en la libreta y luego preguntó:

—¿Su esposa también tiene el mismo buen concepto de Rescaglio que usted?

Don Íñigo, que tenía la cabeza gacha, ocupado como estaba en subirse un

calcetín que había dejado al descubierto una pierna lechosa y con tan poco vello que parecía de mujer, pareció sobresaltarse ante la pregunta y miró al inspector con desconfianza.

—¿Qué sabe usted exactamente?

—Le aseguro que nada en absoluto.

—Es que mi mujer, al principio de la relación, sentía muchísimos recelos hacia Andrea. Hizo lo imposible por boicotear la relación, cosas que a mí jamás se me habría ocurrido hacer, como borrarle mensajes del contestador u ocultarle la correspondencia. Se lo hizo pasar muy mal a ambos, y por supuesto también a mí, que veía cómo el enfrentamiento de mi esposa con Andrea estaba causando que mi hija se distanciara cada vez más de nosotros.

—¿Cuál era el motivo de esa animadversión tan radical de su mujer hacia el novio de Ane?

—Mi esposa había tenido, antes de empezar a salir conmigo, un novio italiano. Era un fascista, en el sentido literal de la expresión, que se había refugiado en España después de la caída de Mussolini. A mi Esther la engatusó

enseguida, con las malas artes de los italianos, ya sabe: invierten en ropa cara y en zapatos bonitos, y eso casi nunca falla con las chicas. Mozart también los detestaba, ¿sabe? Decía que eran todos un hatajo de charlatanes. Éste la dejó

preñada a los tres meses de noviazgo. En cuanto el fascista se enteró de que estaba embarazada se borró del mapa y nunca más se supo. Desde entonces, mi esposa siempre ha profesado a los spaghetti, como ella los llama, una animadversión profunda. Dice que todo lo que tienen de guapos lo tienen también de oportunistas y manipuladores, pero evidentemente, en el caso de Andrea, se equivocó, porque no he visto jamás a nadie que trate a una mujer con la ternura y la delicadeza con la que lo hacía él.

—¿Su esposa sigue teniendo tirria al italiano?

—No. El hacha de guerra quedó enterrada hace mucho tiempo. De hecho, esta noche Andrea duerme en casa.

Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una copia de papel pautado encontrado en el camerino de la víctima y se lo mostró a don Íñigo:

—Parece la caligrafía de mi hija —dijo el violinista nada más echar el primer vistazo.

—¿Está seguro?

—No al ciento por ciento, porque la caligrafía musical no es tan reconocible como la alfabética, pero si no es la suya, solamente puede ser de otra persona: Andrea. Él y mi hija habían acabado por tener una caligrafía muy parecida.

—La Policía Científica ha examinado el documento original y sólo ha encontrado huellas de su hija, así que es muy posible que sea su letra, pero

¿sabe lo que me llama la atención? En Madrid, me dijo un músico que la partitura era «un garabato musical, sin el menor interés». ¿Usted qué opina?

A don Íñigo debió de parecerle curiosa la afirmación del policía, porque respondió:

—Habría mucho que hablar sobre qué es el sentido musical, inspector. Hoy en día se componen cosas muchísimo más raras que ésta. He visto partituras que son auténticas tomaduras de pelo, y eso que yo, aquí donde me ve, no soy demasiado tradicional en ese aspecto. De hecho, en el Conservatorio tenemos un laboratorio de música electroacústica, y siempre que los alumnos me han llamado para colaborar en algún concierto, jamás les he puesto ninguna pega.

¿No ha oído hablar de una pieza de John Cage llamada 4 minutos y 33 segundos?

También es para piano, como ésta, sólo que lo único que pone en la partitura es tacet, la palabra que se usa en música para indicar que hay que permanecer callado. El pianista llega con un cronómetro, cierra, en vez de abrir, la tapa del piano, coloca la partitura en el atril, pone en marcha el crono, y durante cuatro minutos y treinta y tres segundos no toca absolutamente nada.

—Menos mal que son cuatro minutos y no cuatro horas —acotó Villanueva desde el segundo plano al que le había relegado Perdomo.

—¿Puede ser música del mismo autor?

—Desde luego, la pieza rarita sí que es. Lo primero que me extraña es que no hay indicación de tempo. No sabemos a qué velocidad hay que tocar esto, si es un alegro o un adagio. También me llama poderosamente la atención una cosa: en todos los compases, las notas tienen un valor decreciente, y no se repite ninguna nota que tenga el mismo valor. ¿Lo ve? Primer compás: hay un do, que es una blanca, otro do a la octava más alta, que es una negra, luego un mi, corchea, y la nota más aguda es otro mi, con valor de semicorchea. Este patrón se repite a lo largo de los once compases. ¿Quiere que se la toque al piano, para que se haga una idea de cómo suena?

—Sería de una inestimable ayuda, señor Larrazábal —afirmó Perdomo. Don Íñigo intentó trepar al auditorio desde la platea, pero se dio cuenta de que estaba muy mayor para el esfuerzo y decidió utilizar una de las dos escaleras laterales. Los dos policías le siguieron hasta el piano, que habían relegado a un rincón del escenario para hacer más cómodo el ensayo. Don Íñigo colocó la misteriosa partitura en el atril del piano y antes de empezar a tocar aclaró:

—Voy a interpretarla a un tempo lento, no porque crea que es el adecuado, sino porque yo no soy pianista y no pueden esperar de mí grandes alardes de virtuosismo. ¿Quiere cronometrarla? Como la pieza no tiene título, le podemos poner el nombre de la duración, como a la de John Cage.

El inspector esperó hasta que el segundero del reloj llegara a las 12 y dijo:

—¡Ya!

Siguieron treinta segundos de música un tanto monocorde, en la que la línea melódica parecía estar en el bajo y que don Íñigo interpretó sin un solo error ni titubeo. Cuando llegó a la doble barra final, el músico exclamó:

—Ya tenemos nombre para la pieza: Treinta segundos. Pero más que un fragmento musical, esto parece una progresión de acordes de librería, de las tantas que hay en música.

Don Íñigo explicó a los policías que, igual que en ajedrez hay secuencias de movimientos iniciales que se llaman aperturas y que están perfectamente tipificadas —P4R-P4R—, en música existían decenas de progresiones preestablecidas de acordes, que en ocasiones recibían hasta nombre, como las aperturas ajedrecísticas.

—Si en ajedrez tenemos, por ejemplo, la apertura Ruy López, en música existe, entre otras muchas, el Passamezzo Antico, una progresión sobre la que se compusieron centenares de obras durante el Renacimiento —entre ellas Greensleeves— y que consiste en la menor, sol mayor, la menor, mi mayor. Si me deja una copia de esta partitura, puedo consultar en la biblioteca del Conservatorio, a ver si la progresión que me ha traído se corresponde con alguna fórmula famosa.

Perdomo agradeció enormemente la colaboración al padre de Ane y antes de marcharse le confesó:

—Señor Larrazábal, estamos trabajando con la hipótesis de que la partitura es un mensaje. Tal vez esta música nos diga por qué acudió su hija a la Sala del Coro la noche en que fue asesinada.

Cuando Perdomo estrechó la mano a don Íñigo para despedirse de él, ocurrió algo que hizo que se le helara la sangre en las venas. Por el rabillo del ojo izquierdo, tuvo la sensación de estar viéndose a sí mismo, en una postura idéntica a la suya, es decir, con el brazo extendido en la posición de dar la mano a otra persona. Durante una décima de segundo pensó que, a través de su visión periférica, estaba captando su propia imagen reflejada en un espejo o un cristal, pero incluso antes de girar la cabeza para enfrentarse a aquella inquietante visión, supo que no se trataba de un reflejo, ya que en la imagen estaba él solo, sin el violinista cuya mano estaba apretando.

«Esta vez no estaba soñando —pensó—. Esta vez he visto un auténtico fantasma estando completamente despierto.»

37

Perdomo volvió a sufrir pesadillas las dos noches siguientes a su regreso de Vitoria, y como en todas surgían de manera recurrente tanto su esposa fallecida como Milagros Ordóñez, al inspector le pareció sensato recabar la opinión de su amigo José Carlos Albert, uno de los psiquiatras forenses de mayor prestigio del país y amigo personal suyo desde el bachillerato, que ambos habían cursado en el mismo colegio. Se veían de Pascuas a Ramos, pero cada vez que quedaban para tomar un café sus conversaciones, aunque breves, resultaban sumamente enriquecedoras para ambos.

Albert había sido adscrito recientemente a los Juzgados de Instrucción de Barcelona, pero viajaba a menudo a Madrid, invitado por distintas cadenas de televisión, que habían decidido explotar su indiscutible talento mediático y sus profundos conocimientos sobre criminología y medicina forense. Era un tipo de mediana estatura y pelo canoso, de ojos oscuros, muy penetrantes, que empleaba para hipnotizar a la cámara. A Perdomo los ojos de Albert siempre le habían recordado los del pintor Pablo Picasso.

Quedaron citados en una de las cafeterías de la estación del AVE en Atocha, ya que el forense disponía de muy pocos minutos libres, antes de acudir a la televisión, y Perdomo tampoco deseaba abusar de su escaso tiempo.

—¿Cómo llevas el duelo? —preguntó Albert tras darle un abrazo.

—Depende mucho de los días. Ahora estoy más animado, porque veo que Gregorio empieza a poder hablar de su madre, aunque la otra noche fue espantoso, hice algo que a mí mismo me asustó. Llamé a mi mujer al móvil, para oír su voz en el buzón.

—No todas las personas necesitan el mismo tiempo para elaborar una pérdida, Raúl. No te presiones. Y ahora dime, ¿en qué puedo ayudarte?

Perdomo le narró muy sucintamente las pesadillas que estaba padeciendo y terminó haciendo referencia al fantasma que había visto en Vitoria. Albert le escuchó sin interrumpirle, con gran concentración, y finalmente emitió su diagnóstico:

—Los primeros que bautizaron lo que tú has visto o creído ver en Vitoria

fueron los alemanes, que lo llamaron doppelgänger, literalmente, «el que camina al lado». Lamento decirte que en las leyendas nórdicas esta aparición es un augurio de muerte. Aquí en España nos solemos referir a ello como bilocación, es decir, que tienes la sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo.

—¿La sensación? —protestó Perdomo. Yo sé lo que vi en Vitoria, y no es ningún cuento de parapsicólogo barato. Me vi a mí mismo ahí, a mi izquierda, justo en el momento de estrechar la mano al músico. ¿Cómo es posible?

—Estrés —respondió escuetamente el psiquiatra forense—. Cuando estamos muy alterados, se producen fenómenos mentales muy curiosos, y como la gente no sabe explicárselos, los atribuye a la existencia de espectros.

—Pero yo estoy perfectamente —protestó el policía.

—Te han confiado el caso del año y te encuentras bajo una presión mediática y profesional muy fuerte. Y me has dicho hace un momento que llamas a tu esposa fallecida al móvil, de tanto que la echas de menos. Estás todavía en carne viva, Raúl.

Perdomo agachó la cabeza durante unos segundos, abrumado por las sensatas palabras de su amigo. Luego preguntó:

—¿He visto un fantasma? Necesito saberlo.

—La verdad es que si fuera un fantasma estarías apañado. Lo cierto es que ni yo ni nadie te puede decir exactamente por qué se producen estas apariciones, pero me temo que pertenecen a la misma familia que las alucinaciones hipnagógicas.

—¿Hipnaqué? —dijo confundido el policía.

—Las alucinaciones que se producen entre el sueño y la vigilia, generalmente cuando todavía no nos hemos quedado dormidos, se llaman hipnagógicas. A veces pueden ser aterradoras. ¿Nunca has sentido esa sensación de estar despierto y no poder moverte?

—Sí, claro, alguna vez.

—Lo que yo te recomiendo es que tomes un buen ansiolítico durante una temporada. Si al cabo de unas semanas sigues con pesadillas o se te repitieran las alucinaciones, me vuelves a llamar y te busco un especialista. El psiquiatra miró el reloj, y como Perdomo hizo ademán de levantarse de la silla, el otro le tranquilizó con una sonrisa.

—Tengo todavía cinco minutos. ¿Quién es esa mujer de tus pesadillas?

—Milagros Ordóñez, una psicoanalista de niños que afirma que ha colaborado con éxito con la policía en media docena de casos. Dice que tiene percepción extrasensorial.

—¿Y quieres saber si te puedes fiar de ella? La respuesta es no. No conozco a esa señora personalmente, pero créeme, son todos unos mangantes.

—Esa mujer me dijo que la habían operado hace poco de un tumor cerebral y que a raíz de la operación algo había cambiado en su cabeza. Desde ese momento, había comenzado a tener percepciones extrasensoriales. ¿No es posible que, al manipular su cerebro, el cirujano haya activado alguna zona de

su cerebro que normalmente está dormida?

—No soy especialista en el cerebro, pero el mito mayor de nuestra época es esa teoría de que sólo usamos el diez por ciento de nuestra mente. Es un reclamo publicitario que emplean constantemente los charlatanes que venden cursos para desarrollar la memoria o para mejorar la concentración. Lo cierto es que la mayor parte del tiempo empleamos solamente un diez por ciento del cerebro en un determinado momento, pero eso no quiere decir que al cabo del día no lo hayamos empleado casi en su totalidad.

El forense llamó al camarero para abonar la consumición y luego volvió a dirigirse a su amigo, al que notó bastante decepcionado.

—¿He dicho algo que no querías oír?

—No, es solamente que esa mujer, Milagros, parecía sincera. Si lo que me contó es mentira, no alcanzo a imaginar qué interés podría tener en engañarme.

—¿A qué te refieres?

—La gente siempre cuenta mentiras para obtener algún tipo de ventaja: para sacar dinero, para evitar ser castigado. ¿Cuál podría ser el móvil de esa señora?

—A lo mejor no te estaba mintiendo. Quiero decir, que es posible que ella sufra algún tipo de delirio o alucinación psicótica, y cuando te dice que tiene poderes paranormales es porque de verdad está convencida de que los tiene.

—No parecía una psicótica.

—A lo mejor solamente quería ligar contigo, hombre. Tú estás todavía de buen ver.

Perdomo sonrió tras el comentario.

—¿Crees que trataba de impresionarme?

—Todo puede ser. ¿Es atractiva?

—Es mayor que yo.

—No te salgas por la tangente. Te pregunto si es sexy.

—Es resultona. ¿Y qué?

—Quizá lo único que estés buscando es una buena excusa para volver a verla.

—¿Una excusa? ¿Y para qué necesito una excusa?

—Tal vez el hecho de llamarla solamente porque te apetece te haga sentir aún demasiado culpable y estés buscando un motivo menos egoísta y más profesional para encontrarte de nuevo con ella.

—Y tú me habrías fastidiado el plan al decirme que es una farsante, ¿no es eso?

—No te fíes de mí. La única manera de comprobarlo es que la pongas a prueba.

—¿Es ése tu consejo? ¿Que la ponga a prueba?

—Sí, yo soy tu excusa. Llámala y pregúntale qué cree ella que puede hacer por ti.

—Te conozco. Tú estás convencido de que no es posible que tenga poderes.

—Te lo repito, Raúl: eso de que empleamos sólo el diez por ciento de nuestro cerebro es falso. Lo utilizamos casi todo. Casi todo. Pero no he dicho todo. ¿Cómo dices que se llama esa médium?

—Milagros.

—Un nombre muy apropiado. Debes volver a encontrarte con ella para tratar de averiguar si es o no una impostora. Aunque no te ayude con el caso, estoy convencido de que, al menos, lograrás sacarla de tus pesadillas.

38

Perdomo no aguardó ni siquiera veinticuatro horas para telefonear a Milagros Ordóñez. Le confesó que, aunque había varias líneas de investigación abiertas, el asesinato de Ane Larrazábal era tan prioritario para la UDEV que sus superiores le habían ordenado «que no desdeñase ningún tipo de ayuda». La frase —que nunca había sido pronunciada por Galdón— era lo suficientemente ambigua para dar a entender a la médium que él actuaba por mandato ajeno, lo cual le permitía salvar la cara y seguir aparentando escepticismo; pero al mismo tiempo no dejaba claro si el comisario Galdón había dado instrucciones específicas sobre su incorporación al caso. El inspector le preguntó, tal como le había recomendado su amigo Albert, de qué manera concreta creía ella que podía contribuir a arrojar alguna luz sobre la investigación, y Milagros le explicó que, por sus experiencias anteriores, lo que podía proporcionarles más dividendos sería la visita al lugar del crimen.

Perdomo no mencionó sus pesadillas, ni se permitió coquetear con ella en ningún momento, porque quería dar a aquella llamada un carácter estrictamente profesional. Antes de quedar citado con ella para aquella misma noche en el Auditorio, Perdomo hizo hincapié en lo importante que era mantener discreción absoluta; pero la mujer volvió a recordarle que la primera interesada en que su faceta paranormal no saliera a la luz era ella misma. Perdomo y Milagros Ordóñez llegaron al Auditorio Nacional a las once de la noche, ya que la parapsicóloga había hecho saber al policía que, por alguna razón que no alcanzaba a entender, su receptividad a los estímulos extrasensoriales solía ser mayor después del crepúsculo.

—Tal vez es porque mi madre me trajo al mundo a medianoche —se limitó

a comentar por teléfono, a modo de única explicación.

Aunque el inspector había advertido al jefe de seguridad del Auditorio que se iba a personar en el edificio a una hora muy avanzada, lo cierto es que el gerente ya le había informado días atrás de que entre semana siempre había

actividad, por más que a veces fuera meramente administrativa, entre las ocho de la mañana y la una de la madrugada. Tal despliegue de personal era lógico, teniendo en cuenta que la sala de conciertos madrileña era una triple sede que daba cobijo a las infraestructuras de la Orquesta Nacional de España, de la JONDE (la versión juvenil de la orquesta) y del propio Auditorio. Sin embargo, al llegar a la puerta principal, que miraba a la plaza Halffter, el edificio les dio la impresión de haber sido abandonado, ya que no se filtraba luz alguna del interior. La propia plaza ofrecía un aspecto sombrío y mortecino, debido al hecho de que las farolas no estaban encendidas. Perdomo nunca había llegado a explicarse la razón por la que, en pleno siglo XXI, y en la capital de la octava potencia del mundo, había veces en que la iluminación de una calle entera desaparecía por completo durante toda una noche y sin que mediara una causa de fuerza mayor, como un atentado. ¿Era concebible que a algún funcionario municipal se le olvidara, de cuando en cuando, accionar el interruptor que activaba el alumbrado público de determinadas zonas de Madrid? El inspector pensó que España —y tal vez Italia— eran los únicos países de la Unión Europea en los que algo tan chusco podía llegar a suceder.

—Parece que estemos en Europa del Este, antes de la caída del Muro —

señaló Milagros Ordóñez. Y el comentario, por lo certero, hizo sonreír a Perdomo.

Cuando estaban a unos tres metros escasos de la puerta, la psicóloga dio un grito seco, pero muy agudo, que sobresaltó también a Perdomo. Un perro, al parecer abandonado, se les había acercado por detrás, amparado por la oscuridad, y en su afán por olisquear a los dos intrusos, que se habían colado en su feudo sin permiso, había rozado con la punta del hocico la pierna de la mujer. En ese momento les miraba jadeando y con una expresión que parecía de fatiga, como si les hubiera estado siguiendo durante un buen tramo y el esfuerzo le hubiera dejado desfondado.

La impresión resultó ser del todo inexacta, porque en el momento en que Milagros dio un par de palmadas para intentar alejarlo, la mirada extenuada del perro cambió de repente a una de ferocidad extrema y el animal, que era de notables dimensiones, empezó a emitir desde lo más profundo del tórax un gruñido inquietante, en tono bajo. Ordóñez pensó simplemente que el perro se había asustado con las palmas, y tras exclamar «¡Ni caso!» y cogerse despreocupadamente del brazo del policía, se dio la vuelta y animó a su compañero a seguir caminando.

El perro entonces hizo algo totalmente inesperado, que fue adelantarse unos metros e interponerse entre la pareja y la puerta, sin dejar de emitir ese gruñido sordo, que anunciaba un ataque inminente. Milagros Ordóñez se quedó paralizada, sin poder desclavar la mirada del perro, aunque con el rabillo del ojo pudo advertir cómo la mano del policía comenzaba a moverse lentamente hacia la sobaquera en la que llevaba el arma.

—¿Qué va a hacer? —intentó decir Milagros Ordóñez. Pero el miedo

atenazaba también su garganta y la frase sonó más bien como un ininteligible susurro.

Perdomo respondió también con un hilo de voz, como si temiera que aquella bestia pudiera entenderle.

—El perro no quiere que entremos en el Auditorio. No me pregunte por qué, pero es así. Si seguimos caminando en dirección a la puerta, nos atacará, estoy seguro. No intente moverse.

Cuando Perdomo extrajo de la funda su arma de fuego, el perro saltó sobre él utilizando sus patas traseras como una catapulta. El peso del animal se multiplicó por cinco, gracias al formidable impulso que se había proporcionado a sí mismo, y tumbó de espaldas al policía, que tuvo que soltar el revólver para intentar protegerse con las manos durante la caída. Perdomo sintió un intenso dolor en la cadera derecha, que fue la que absorbió la mayor parte del impacto, aunque comprobó con alivio que su agresor iba tan sobrado de inercia que le fue imposible mantener el equilibrio en el aterrizaje. En lugar de eso, el perro salió rodando por encima de su cabeza y fue a parar varios metros más allá, rezongando de rabia por haber calculado mal la fuerza. Perdomo pudo escuchar a su espalda cómo las uñas del animal arañaban enloquecidamente el suelo, en un intento desesperado por incorporarse cuanto antes para volver a cargar contra su víctima. Pero casi de forma simultánea, también le llegó el sonido de un objeto metálico deslizándose sobre el pavimento, hasta detenerse a escasos centímetros de su cuerpo. Era su propio revólver que, después de haber salido despedido a varios metros de distancia, Milagros le acababa de acercar de una patada. Perdomo lo amartilló cuando el perro ya había iniciado la carrera y el ligero chasquido metálico que emitió el arma al realizar esa acción tuvo la virtud de poner inmediatamente en fuga al animal. En vez de saltar de nuevo sobre él, el perro pasó de largo como alma que lleva el diablo y se perdió en la noche. Perdomo se incorporó como pudo, retorciéndose de dolor, levantó el arma hasta encañonar al animal, que ya era sólo un punto negro en la oscuridad, y permaneció en esa postura hasta que la bestia hubo desaparecido por completo.

—¡Qué horror! —exclamó Milagros cuando pudo recuperar el habla. La mujer estaba tan alterada que las manos le temblaban visiblemente.

—Desde luego es un mal bicho —admitió Perdomo—. Pero lo que resulta más inquietante es que haya reconocido el ruido del percutor al amartillar yo el arma. ¡A saber de dónde habrá salido un animal tan astuto! Hay que advertírselo sin falta a los de seguridad del Auditorio, para que avisen a los municipales. Y por cierto, Milagros: gracias. Si no llega a ser por su providencial gesto de acercarme el revólver, ahora podría estar desangrándome sobre este mismo suelo, con la yugular desgarrada.

—Yo no he cogido un arma en mi vida, así que tenía que ser usted quien lo ahuyentase —respondió la otra con un gesto que pretendía ser una sonrisa, pero que quedó en una mueca extraña. La mujer estaba aún demasiado

asustada para permitirse una alegría. Luego, al mismo tiempo que seguía controlando con el rabillo del ojo cuanto ocurría a su espalda, no fuera que al perro le diera por volver a la carga, preguntó—: ¿Se encuentra bien?

El policía se aflojó el pantalón para comprobar la gravedad del golpe que había recibido en la cadera y vio que tenía un gran hematoma, que había empezado ya a ponerse azulado y comenzaba a inflamarse a ojos vistas. Cuando se lo palpó con el dedo para tratar de establecer si había algún hueso roto, creyó que podía llegar a desmayarse.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Milagros al ver el moratón—. ¡Hay que ir a urgencias ahora mismo!

—No, de ninguna manera —decretó el policía—. No hay rotura, no hay hemorragia, puedo aguant... ¡uf! ¡La contusión es de campeonato! Tendremos que caminar despacito.

Milagros se ofreció como muleta para recorrer los escasos metros que aún les quedaban hasta la puerta de entrada, pero Perdomo rechazó la ayuda en un gesto de orgullo masculino.

—Puedo yo solo, gracias.

Y cubrió la distancia renqueando lastimosamente.

Se dio cuenta de que él también estaba lanzando miradas furtivas hacia la retaguardia, con el fin de asegurarse de que aquel perro infernal no volvía sobre sus pasos para atacarles. ¿Cómo era posible que el animal se hubiera dado a la fuga antes siquiera de que Perdomo le hubiera encañonado con el arma? ¿Acaso había tenido ya algún encontronazo anterior con algún arma de fuego?

Perdomo decidió no compartir esos pensamientos con su acompañante y llamó

por fin con los nudillos sobre la puerta de vidrio que daba acceso al edificio. Los golpes sonaron tan amortiguados, debido al grosor del cristal, que tuvo que sacar una moneda del bolsillo para golpear con ella de manera más eficaz. Al cabo de pocos segundos les abrió la puerta un agente de la compañía de seguridad que vigilaba el Auditorio, quien tras examinar la placa de Perdomo les franqueó la entrada.

Nada más acceder al vestíbulo, el policía intentó ponerles al corriente de lo que acababa de ocurrirle.

—Hay un perro ahí fuera que...

—Ah, sí —interrumpió el de seguridad—. Pero no hace nada.

Milagros sintió una oleada de indignación por todo el cuerpo ante semejante respuesta y saltó como un resorte:

—¿Que no hace nada? ¡Si casi se come a este señor!

El agente que hacía pareja con el anterior emergió por vez primera desde las sombras.

—¿A ver si no va ser el mismo perro?

—Es un callejero grande, oscuro, con las orejas dobladas hacia delante, mucho más alto de los cuartos delanteros que de los traseros; parecía una mezcla de mastín y rottweiler —aclaró Perdomo, mientras trataba de disimular

el dolor que le estaba taladrando el costado derecho.

—Sí, es ése —admitió el agente—. Lleva varias noches rondando por aquí; lo han debido de dejar abandonado, pero como no había dado problemas...

—¿Varias noches? —inquirió el policía—. ¿Desde cuándo exactamente?

—Yo creo que desde que mataron a la violinista —respondió el otro.

—Pues hagan el favor de tomar nota y de avisar a la perrera municipal. Ese animal tiene que ser sacrificado. ¡No hace ni un minuto que me ha derribado ahí fuera y por poco me secciona la yugular!

Cuando el agente que parecía estar al mando le aseguró que a primera hora de la mañana daría parte del animal, Ordóñez y Perdomo intercambiaron una mirada de preocupación. Evidentemente, ambos estaban pensando en lo mismo, y es que a la salida del Auditorio podrían volver a ser sorprendidos por aquel peligroso perro.

—Intente llamar ahora. Cuanto antes lo quiten de la circulación, mucho mejor.

El agente hizo un gesto con la cabeza a su compañero para que hiciera la llamada y luego preguntó al inspector en qué podía ayudarle. Éste le explicó que necesitaba llevar a cabo unas comprobaciones en la Sala del Coro y le rogó que los acompañara hasta allí.

—¿No tendrá un poco de hielo, verdad? —añadió antes de que el otro se pusiera en marcha—. Es para bajar la inflamación.

—Sí que hay hielo —dijo el vigilante muy ufano—. Aquí tenemos de todo. El tipo les condujo hasta el chiscón donde habían instalado la tele con la que se distraían durante la noche y Perdomo vio que en uno de los rincones había una pequeña nevera, parecida al minibar que suelen tener en los hoteles. El vigilante extrajo una bandeja de hielo del congelador, volcó el contenido sobre un trapo de color azul cuya proveniencia Perdomo prefirió no saber y se lo pasó después de haber envuelto en él los cubitos.

El policía comenzó a sentir un alivio inmediato nada más aplicarse el frío contra la cadera, y por primera vez desde que le atacara el perro, se permitió

una sonrisa.

—Mucho mejor —dijo, y permaneció un buen rato inmóvil, sujetando la improvisada bolsa de hielo contra la contusión y aprovechando para estudiar a los dos agentes de seguridad que custodiaban el Auditorio. El que parecía llevar la voz cantante era grande, fuerte y gordo y llevaba la camisa desabotonada casi hasta el ombligo, como si fuera un cantaor flamenco. Sobre el pecho, que era enorme y peludo como el de un chimpancé, colgaban un sinfín de medallas y cadenitas doradas con santos, vírgenes y cristos que a Perdomo le dio demasiada pereza identificar. Hablaba arrastrando la primera sílaba de cada palabra, como si padeciera cansancio crónico: «Aquí tieeeeene el hieeeeelo».

Su compañero era un alfeñique con gafas y mentón huidizo y la boca sempiternamente abierta, lo que hizo sospechar a Perdomo que nunca llegaría a

ganar el premio Nobel.

En cuanto empezó a sentirse algo mejor, el inspector devolvió al más tonto la bolsa de hielo e hizo saber al cantaor flamenco que estaba listo para la expedición.

Mientras recorrían los pasillos que conducían a la Sala del Coro, con el gordo al frente de la comitiva linterna en mano, el inspector quiso saber qué personas permanecían todavía en el edificio a hora tan tardía y el agente de seguridad no supo precisarle:

—Ahora mismo calculo que quedarán dos o tres personas en el piso de arriba. Puede que el director de la JONDE, que suele quedarse hasta tarde, y la subdirectora del Auditorio, que le echa más horas que nadie. No volvieron a cruzar palabra en todo el trayecto, durante el cual fueron mecidos por el rítmico tintineo del manojo de llaves que el vigilante llevaba colgando de un mosquetón sujeto al cinturón.

Cuando llegaron a la Sala del Coro y el gordo les abrió la puerta, surgió un problema inesperado: el tipo no sabía dónde estaba el cuadro de luces de la sala.

—Es la primera vez que bajo aquí a estas horas, y como durante el día hay un encargado... —se justificó el agente.

—¿No hacen una ronda por la noche? —preguntó el policía.

—Sí, pero no damos las luces. Llevamos linternas. Y eso ahora; los de antes ni siquiera se tomaban la molestia de bajar.

—¿Los de antes?

—Hasta que llegamos nosotros había otra empresa encardada de la seguridad del Auditorio. Pero algo pasó que no les renovaron el contrato. Perdomo estuvo a punto de seguir indagando en el tema, ya que tenía el pálpito de que el falso cantaor flamenco le estaba ocultando algo. Pero era primordial solucionar cuanto antes el problema de la luz, así que instó al vigilante a que resolviera el asunto lo más rápido posible. El guarda se desplazó

hasta un cuartito cercano, situado en el pasillo, donde estaban todos los interruptores diferenciales de la planta, y por el sistema de ensayo y error, fue accionando cada uno de ellos hasta que Perdomo le avisó de que por fin se había hecho la luz en la Sala del Coro.

—¿Necesitan que me quede aquí? Se lo digo porque dentro de diez minutos escasos mi compañero y yo tenemos que hacer la ronda.

El inspector comunicó al guarda que no era necesario que permaneciese con ellos, siempre que dejara las luces del pasillo encendidas. El guarda se despidió y comenzó a alejarse, momento en el cual Perdomo se acordó del interrogante que le había surgido hacía unos minutos:

—La compañía de seguridad que había antes ¿por qué no renovó?

La pregunta tuvo la virtud de dejar clavado en el sitio al vigilante. Tras

unos segundos de vacilación, el hombre se volvió y sin moverse de donde estaba, como si temiera que al acercarse demasiado a Perdomo éste pudiera sonsacarle más de la cuenta, decidió responder:

—Yo no estoy informado directamente, porque cuando nosotros llegamos, ellos ya se habían ido. Pero el personal del Auditorio me ha dicho que los vigilantes tenían miedo.

—¿Miedo? ¿De qué?

—Decían que aquí abajo había... algo.

—¿Puede ser más concreto, por favor?

—Hablaban de una especie de espíritu. Un fantasma, un espectro, como lo quiera usted llamar. Una presencia sobrenatural que hacía que tuvieran miedo de salir a patrullar.

—¿Qué aspecto tenía esa especie de espíritu?

—Nadie lo vio nunca, pero decían que movía los objetos y los cambiaba de sitio. La cosa llegó a oídos de la dirección del Auditorio, y la empresa de seguridad, antes que provocar un escándalo, prefirió rescindir el contrato de forma amistosa.

Hace unas semanas, Perdomo hubiera estallado en una carcajada al escuchar semejante historia. Se habría imaginado tal vez a dos hombres hechos y derechos, uniformados y armados hasta los dientes, perseguidos por una maceta que se deslizaba por el suelo. Pero no hacía ni dos días que él mismo había tenido una escalofriante visión de sí mismo contemplándose a un metro escaso de distancia, de manera que las palabras del vigilante tuvieron el efecto de provocarle un estremecimiento profundo.

—¿Y ustedes no han advertido nada hasta la fecha?

—Nada en absoluto. Sólo sé que los compañeros que estaban antes lo relacionaron con el lugar sobre el que está levantado el Auditorio. Este barrio se llama Cruz del Rayo porque al parecer, hace muchos años, un rayo dio en una gran cruz que había en la zona.

—¿Y eso qué tiene que ver con un fantasma?

—¿No lo entiende? Si aquí había antiguamente una gran cruz es porque esto fue en otros tiempos un camposanto. Ahora mismo estamos sobre un antiguo cementerio.

Perdomo volvió a sobresaltarse, pero esta vez no fue sólo debido a las palabras del vigilante, sino al hecho de que Milagros Ordóñez se había aproximado sigilosamente por detrás. Era evidente que había escuchado cuando menos el último tramo de las palabras del policía.

—¿Hay algún problema? —preguntó la psicóloga, en un tono de voz que tuvo un efecto sedante para Perdomo. El policía se alegró de que Milagros hubiera escuchado el relato porque así no tendría que resumírselo y además podría evaluar mejor la autenticidad de la historia. El guarda miró el reloj y se despidió de ambos diciendo:

—Voy a ver si mi compañero ha resuelto lo de la perrera. Cualquier cosa

que necesiten, ya saben dónde estamos. Les dejo las luces de los pasillos encendidas, para que no tengan ningún problema en localizar la entrada. Cuando tuvieron la certeza de que el hombre ya no podía oírles, Perdomo se volvió a la mujer.

—¿Qué opina de la historia del fantasma y del cementerio?

—Tengo mis reservas. Es un testimonio de alguien al que no sé quién le ha contado algo que dicen que le ha sucedido a fulanito. Y además, ya sabe lo aficionados que somos en este país a «enriquecer» las historias: nos gusta aportar de nuestra cosecha, para que el relato quede más redondo. Igual lo único cierto es que un vigilante una vez vio una maceta cambiada de sitio, tal vez por una señora de la limpieza, y a partir de ese grano de arena empezó a formarse una montaña que les ha llevado a creer a todos que el Auditorio es la casa de Poltergeist. Por otro lado, y aunque yo no tengo constancia de ello, es perfectamente posible que bajo este suelo haya un antiguo camposanto, porque Madrid tiene una historia muy antigua. Solamente hoy en día, en la ciudad hay más de veinte cementerios, aunque el que salga siempre en las noticias sea el de la Almudena.

—Para ser una médium, es usted muy escéptica ¿no cree? No me parece justo: usted misma afirma tener percepciones extrasensoriales y pone en duda que un fenómeno parecido pueda ocurrirnos a los demás.

Ordóñez se dio cuenta de que había logrado irritar a Perdomo, y tras acariciarle el antebrazo con la mano, como para aplacarle, le aclaró:

—Si esta noche percibo algo en relación al asesinato de Ane Larrazábal, se dará cuenta de que lo extrasensorial no funciona como usted se imagina, que es, en el fondo, el cliché que ha creado el cine.

El policía y la médium entraron por fin en la Sala del Coro y ésta le pidió

que cerrara la puerta.

—Por si vuelve el vigilante. Tenía «caaaara de metomentoooodo» —dijo parodiando su forma de hablar.

Milagros Ordóñez dedicó los siguientes minutos a vagar por la sala, que era de notables dimensiones, pues más que un local de ensayo, aquélla era una auténtica sala de concierto en miniatura, con capacidad para cerca de doscientas personas. Nunca se utilizaba de cara al público, pero era perfectamente apta para recitales de pequeños conjuntos, solistas, ensayos, conferencias y proyecciones. La grada para los espectadores tenía una pendiente pronunciada, y Perdomo, que había decidido sentarse en una de las butacas del centro, a contemplar en silencio todo lo que fuera a hacer Milagros, estuvo a punto de rodar escaleras abajo por confiarse demasiado en uno de los peldaños. El inspector advirtió que Ordóñez no se movía por la sala de forma

metódica, barriendo zonas del pequeño auditorio como haría cualquier persona que buscara allí algo concreto, sino que deambulaba de un lado para otro, de manera errática, deteniéndose a veces en lugares de la gigantesca estancia en los que ya se había demorado. En ocasiones cerraba los ojos y permanecía así cerca de un minuto, pero en ningún momento se agachó, por ejemplo, para estudiar el piano, a pesar de que él le había informado de que el asesino había dejado el cadáver tendido sobre la tapa del instrumento.

Perdomo estaba inquieto. De un lado, le asustaba la posibilidad de que, tal como le había advertido la parapsicóloga, su percepción extrasensorial no funcionara en aquella ocasión. En su cabeza resonaron las palabras que Milagros le dijo cuando se conocieron: «La primera vez que intenté colaborar con la policía fui un fiasco absoluto»; de otro, el policía estaba preocupado por la posibilidad de que la experiencia paranormal que estaban a punto de vivir fuera de naturaleza traumática. ¿Y si la mujer era presa de un ataque de pánico o perdía el conocimiento durante la sesión? ¿Y si sufría un infarto de miocardio debido al estrés? El policía se arrepintió de no haber pedido detalles a Milagros de cómo funcionaban exactamente sus poderes, pero ya era demasiado tarde para preguntar. Era evidente, por la expresión de profunda concentración que se reflejaba en su rostro, que distraerla con una pregunta equivalía a sabotear su trabajo. Tan absorto estaba en sus cavilaciones que no se dio cuenta de que Milagros había dejado ya de vagabundear por la sala y le miraba con una expresión de impotencia que tuvo la virtud de convertir sus temores en realidad. No hacían falta palabras entre ellos; era evidente que Ordóñez se acababa de dar por vencida.

—¿Y si hacemos un descanso y lo intenta dentro de un rato? —preguntó

Perdomo, que parecía tan desalentado como ella.

—Es inútil. Cuando no funciona, no funciona.

—¿Ni siquiera va a examinar el piano?

Ordóñez hizo un gesto de resignación y Perdomo bajó hasta el lugar en el que estaba el gran Yamaha de cola, para ayudarla en la inspección. Levantó la tapa, que era muy pesada, y la dejó apuntalada con el listón de madera. Tenía la esperanza de que la solución pudiera hallarse en las entrañas de instrumento, y con un gesto de la mano, invitó a Milagros a concentrarse en él. Ordóñez llegó

incluso a introducir la mano en la caja armónica y a acariciar algunas cuerdas del arpa, pero el policía, que no apartó ni un solo momento la vista de ella, se dio cuenta de que la mujer seguía sin percibir nada.

—¿La asesinó sobre el piano? —preguntó de pronto.

—No, no habría podido estrangularla con el antebrazo. La mató de pie, y luego la tumbó sobre el instrumento, para pode escribir la palabra Iblis sobre el pecho.

Milagros levantó la vista y se fijó en las cuatro puertas de acceso que tenía la sala: dos situadas en la parte alta, donde terminaban los tramos laterales de escaleras, y dos en la parte baja, a ambos lados de la hilera de sillas destinada a

los cantantes.

—¿Se sabe por dónde entró?

—La víctima, por la puerta inferior izquierda; es la más cercana a los camerinos. Pero es imposible saber por dónde lo hizo el asesino. Milagros se acercó a una de las puertas de la zona baja y comprobó que se abrían hacia dentro. Luego pareció sentirse intrigada por las puertas superiores y comenzó una lenta ascensión hacia ellas. Tropezó en el tercer peldaño y quedó tendida entre la tercera y la cuarta fila y en estado de aparente inconsciencia, pues permaneció allí inmóvil hasta que Perdomo se acercó

corriendo para ayudarla a incorporarse.

Cuando pudo verle la cara, el policía comprobó que Milagros Ordóñez estaba sangrando por la nariz.

No era una gran hemorragia, sino un delgadísimo hilo de sangre, tan oscura que parecía negra, y tan densa que daba la impresión de deslizarse a cámara lenta hacia su boca, como si fuera un perezoso río de tinta. Pero eso fue sólo el comienzo.

En cuestión de segundos, la tez de la médium adquirió un tono tan blanco que su cara parecía la de un cadáver. Comenzó a entrecerrar los ojos y sus globos oculares empezaron a temblar a gran velocidad bajo los párpados, como ocurre a veces durante la fase REM del sueño. El policía notó que las cuatro extremidades de la mujer se ponían rígidas y que su espalda empezaba a arquearse; al ir a sujetarla, para evitar que pudiera lastimarse, la mujer abrió los ojos de par en par, dejando al descubierto unas pupilas totalmente fijas, dilatadas e inexpresivas, como de muñeca, y profirió un alarido estremecedor; inaudible al principio, porque partía de un infrasonido, en el registro más grave de la voz humana, pero que poco a poco fue haciéndose más y más agudo, hasta alcanzar la frecuencia más alta que es capaz de percibir nuestro oído, en torno a las veinte mil vibraciones por segundo.

Tras ese aullido espantoso, que al policía le pareció de todo menos humano, se produjo un episodio de bruscas convulsiones, durante las cuales trató de sujetarla como pudo, aunque la fuerza de los espasmos era tal que apenas si podía controlarlos. Las sacudidas fueron espaciándose poco a poco y perdiendo intensidad hasta que, al cabo de medio minuto, la mujer entró en una quietud total y pareció perder el conocimiento.

Perdomo estaba aterrorizado. La posibilidad de que por culpa suya Milagros Ordóñez pudiera haber fallecido allí mismo o haber quedado tocada para siempre a nivel cerebral o cardiovascular se le hacía insoportable. Le tomó

el pulso en la carótida y comprobó que el corazón seguía latiendo. Pensó en los vigilantes, y en si habrían oído el grito de la mujer. Podía ir él a buscarlos, pero no quería dejar a la mujer sola ni un solo segundo. Cuando ya había sacado su móvil para llamar al 112, la mujer dejó de sangrar por la nariz, recuperó la consciencia y sonrió débilmente, como si fuera un paciente de quirófano que estuviera despertando lentamente de una anestesia.

—Parece que he montado un buen numerito —dijo al fin, algo avergonzada.

—¿Se encuentra bien? —El policía le facilitó un pañuelo para que se limpiara los restos de sangre que tenía en la nariz.

—Sí. Débil y confusa, pero bien —le tranquilizó Milagros—. ¡Vaya nochecita llevamos los dos! Primero a usted le intenta devorar un perro, ahora a mí me da una especie de ataque. ¡Uf! —se quejó palpándose brazos y piernas—. Me duelen todos los músculos del cuerpo. ¿Qué ha pasado exactamente?

El policía le resumió como pudo su crisis nerviosa y luego le preguntó

preocupado:

—¿Padece algún tipo de epilepsia?

—No, que yo sepa. Tenga la certeza de que esto no ha sido una crisis epiléptica, inspector.

—¿Ah, no? —respondió el otro con incredulidad—. ¿Y qué ha sido entonces?

Milagros hizo ademán de ir a incorporarse, pero al ver que se encontraba aún mareada, prefirió continuar recostada sobre el suelo.

—Ya le dije que, en la vida real, las percepciones extrasensoriales son ligeramente distintas al tópico que nos ha legado Hollywood. Ya sabe a lo que me refiero, ¿no?: «¡Espíritu, manifiéstate! ¡Hazte presente!». El policía, que ya había tenido ocasión de apreciar las dotes paródicas de la médium cuando imitó al vigilante, volvió a sonreír ante aquella nueva exhibición de vis cómica.

—Yo misma estaba tan condicionada por las películas que, cuando tuve la primera experiencia, me negué a reconocer que era de naturaleza extrasensorial. Pero lo era.

—¿Qué ha visto exactamente? —preguntó intrigado Perdomo.

—¿Ver? Nada, en absoluto. Cada vez que tengo una percepción, sólo uno de los cinco sentidos resulta afectado. En este caso, ya lo está viendo, ha sido el olfato.

—¿Me está diciendo que ha olido al asesino?

—Eso parece. Cuando he caído ahí, entre esas dos filas de butacas, he recibido una especie de... fogonazo. Sólo que en vez de ser visual, ha sido olfativo. Y ha sido de tal intensidad que, además de provocarme una hemorragia, ha puesto patas arriba todo mi sistema nervioso. Perdomo tragó saliva y luego examinó el hueco que había entre la tercera y la cuarta fila de butacas centrales, donde había aterrizado la psicóloga. Como los asientos eran abatibles, había sitio de sobra para que cualquier persona, por corpulenta que fuera, pudiese ocultarse allí en posición tumbada.

—¿Cree que el asesino se ocultó ahí?

—No lo creo: estoy segura de ello.

Perdomo estaba excitadísimo ante la posibilidad de disponer por fin de una pista, por remota que fuera, para atrapar al asesino de Ane Larrazábal, pero al

mismo tiempo se cuestionaba todas y cada una de las afirmaciones de la médium. ¿Para qué querría el asesino esconderse de su víctima en un lugar tan alejado de la puerta? De haber estado acechando, lo lógico sería haberlo hecho detrás de la puerta, ya que el verdugo sabía con certeza por cuál de las cuatro haría su entrada la violinista.

—Dice que ha percibido un olor. ¿Puede identificarlo?

—Ahora mismo soy incapaz de nada —respondió Milagros, tratando de secarse una mancha de orina que había impregnado su pantalón. La tormenta eléctrica que se había desencadenado dentro de su cuerpo había sido de tal magnitud que la mujer había perdido, durante el momento de mayor intensidad, el control de sus esfínteres.

—Ya le he dicho que la percepción ha sido como un fogonazo, por eso mismo ahora es como si estuviera ciega, olfativamente hablando. Sé que he olido algo, sé que es el olor del asesino, pero ignoro si se trata de su after shave, de su colonia o, lisa y llanamente, de su olor corporal.

—Espere, espere. ¿Me está diciendo que todo este numerito no ha servido para nada?

El policía se arrepintió de haber empleado la palabra «numerito» un segundo después de que saliera por su boca, pero la médium no pareció

ofendida.

—No tenemos nada... todavía —respondió—. Pero lo tendremos. Volvió a tratar de incorporarse, y como Perdomo vio que iba recuperando el color rápidamente, la ayudó a ponerse de pie. El caballeroso gesto le costó

otra punzada horrible en la cadera, allí donde se había propinado el golpe.

—¿Cuándo lo tendremos?

—Suele tardar entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas —dijo la otra con total naturalidad.

Parecía que estaba hablando del plazo en que iba a estar operativa su tarjeta SIM y no de un fenómeno paranormal. Al ver tan desorientado al inspector, trató de aclararle las cosas.

—Estamos hablando todo el rato de percepción extrasensorial, pero en realidad sería más preciso decir que acabo de tener una sensación extrasensorial. Parece un galimatías, lo sé, pero no se me ocurre otra manera de expresarlo. La sensación se refiere a experiencias inmediatas básicas, generadas por estímulos aislados simples. La percepción implica la interpretación de las sensaciones, para darles significado y organización.

—No veo adónde nos lleva todo esto.

—A que dentro de unas horas, cuando mi sistema nervioso, que ahora está

manga por hombro, procese el estímulo olfativo que acabo de tener, seré capaz de decirle de qué clase de olor se trata. Ahora mismo estoy aturdida y sólo sabría hablar de generalidades.

—Prefiero salir de aquí con generalidades que con nada en absoluto. Dígame lo que tenemos hasta ahora.

—Sólo sé que es un olor dulzón, como de flores.

—¿Eso es todo?

—De momento, es lo que único que le puedo decir.

Milagros reaccionó ante la cara de fastidio que puso el policía tratando de animarle.

—Hay que tener paciencia. Los estímulos extrasensoriales tardan un tiempo en definirse. Es como antiguamente, con el papel fotográfico. ¿Nunca ha visto cómo se va formando la imagen poco a poco después de proyectar el negativo sobre el papel con la ampliadora? Pues esto es lo mismo. Gradualmente, se irá

fijando en mi cabeza el olor del asesino.

Perdomo estuvo a punto de replicar que, en el caso de la imagen fotográfica, uno sólo tiene que esperar unos segundos a que aparezca el positivo, mientras que ella estaba hablando de una espera de varios días, que se le antojaba interminable. Algo en su interior le dijo sin embargo que no era prudente presionar a Milagros para forzar el proceso de identificación de aquella fragancia primaria. En lugar de eso, preguntó:

—¿Y siempre...? Quiero decir, las otras veces que ha tenido percepciones extrasensoriales ¿también ha sido así? ¿Le ha llegado un olor?

No, fueron casi siempre estímulos visuales. Ésta es la primera vez que resulta afectado mi olfato.

—¡Maldita sea mi estampa! —exclamó Perdomo—. ¡Si hubiera visto algo, en vez de olerlo, en cuarenta y ocho horas tendríamos la descripción física del asesino!

Milagros suspiró con resignación.

—Ya, pero una no elige lo que quiere percibir, es más bien la percepción la que la elige a una. Recuerdo que, en una ocasión, pude «escuchar» la voz del criminal. No lo que decía, sólo el timbre de su voz. Otra vez pude «tocar» su chaqueta, que era de pana. Ese simple dato permitió a la policía identificar a la persona que andábamos buscando.

Perdomo se agachó entre las butacas de la tercera y cuarta fila y comenzó a olfatear asientos y respaldos, e incluso el propio pavimento de madera, como si fuera un perro de caza, lo que hizo sonreír a Milagros.

—No se moleste, no se trata de un olor real, no está aquí ahora: ni el perro más entrenado sería capaz de detectarlo. Lo que yo he percibido a través de mi olfato, y ya le he dicho que otras veces me ha ocurrido a través de otros sentidos, es la presencia aquí, hace unos días, de la persona que estranguló a Ane Larrazábal.

El policía no sabía qué pensar. Por un lado quería creer a Milagros Ordóñez y no imaginaba ningún motivo por el que la mujer tuviera interés en inventar una historia semejante. Pero no pudo evitar imaginarse por un momento ridiculizado, de manera sangrante, en la portada de todos los periódicos como el inspector al que una vidente aficionada tomó el pelo de forma miserable. Al verle tan taciturno, fue Milagros la que preguntó:

—¿Cree que estoy loca?

—No lo sé. Estoy tratando de procesar, de una manera aceptable para mí, todo lo que me está contando. Y tengo una duda importante.

—Veamos si puedo resolvérsela.

—¿No puede ser que la percepción que acaba de tener se refiera a otra persona? Un espectador que haya estado sentado aquí, o uno de los guardias de seguridad que haya pasado entre estas dos filas al hacer la ronda.

—Eso es absolutamente imposible. La persona que se escondió entre las butacas estaba en un estado de shock emocional, su nivel de estrés era altísimo; por eso se produce la percepción extrasensorial, porque hay alguien que desprende algún tipo de radiación o energía psíquica tan intensa que puede ser captada incluso años después de que haya sido liberada.

El policía decidió conformarse por el momento con aquella explicación y acompañó a Ordóñez hasta la salida, prestándole de cuando en cuando su brazo para evitar que pudiera desvanecerse de nuevo por el camino. Debido a lo maltrechos que estaban ambos, emplearon casi diez minutos de reloj en llegar hasta el chiscón, donde los dos vigilantes jurado, una vez completada la ronda, se entretenían contemplando un infecto programa de televisión de los de «llama y gana». El gordo, que fue el que se levantó para abrirles la puerta, les dio las buenas noches como si nada —señal de que no había escuchado el alarido espeluznante de la médium—, y salieron al aire fresco de la noche madrileña. Perdomo pudo divisar a lo lejos, retroiluminada por la luz de una farola, la silueta odiosa del perro que había querido degollarle. Jadeaba despacio, como si llevara un buen rato aguardando a que saliera.

El policía sospechaba que, al saberle armado, el animal no se atrevería a atacarle, pero amartilló el arma por si acaso y la ocultó en el bolsillo de la gabardina.

39

Raúl Perdomo se había hecho el firme propósito de no volver a ponerse en contacto con Milagros hasta que ésta no hubiera procesado lo que ella misma había bautizado como «fogonazo olfativo», pero lo cierto es que la urgencia por resolver un caso sobre el que no disponía aún de ninguna pista firme hacía que ardiera en deseos de telefonearla a la mañana siguiente.

Sin embargo, la posibilidad de identificar al asesino por el olor le parecía de ciencia ficción. Un compañero de la Unidad Central de Análisis de la Policía Científica le informó al día siguiente de su visita al Auditorio que en España no había ningún precedente en ese campo, pero que los británicos llevaban tiempo desarrollando un sistema para convertir el olor corporal de una persona en un método fiable de identificación. La empresa Profiler, que trabajaba casi en exclusiva para el Ministerio de Defensa del Reino Unido, se había dedicado de un tiempo a esta parte a investigar métodos de reconocimiento no convencionales, como la resonancia craneal, en la que se hacen pasar ondas sonoras a través de la cabeza de una persona, para producir resultados similares a los del sonar, o la «dinámica del teclado», un método que permite analizar la velocidad a la que teclea un individuo y el número de errores que comete durante el proceso. Pero de todos estos sistemas, por el que Profiler estaba apostando con más fuerza era el de la identificación por el olor corporal. Según sus expertos, cada persona produce un olor que responde a una fórmula química diferente, y además todo el mundo huele a algo, por más que ese olor no pueda ser detectado por una nariz no entrenada. El olor de cada persona depende de dos factores: las bacterias de nuestra piel y las feromonas, es decir, las sustancias químicas secretadas por cualquier ser vivo con el fin de provocar un comportamiento determinado en otro de la misma especie. El inspector de la Policía Científica explicó a Perdomo que las feromonas eran un medio de comunicación muy potente entre los humanos. La gran ventaja del olor —siguió

informándole su contacto— era que, así como un individuo puede llegar a eliminar con ácido o cirugía sus huellas dactilares, a nadie le era posible acabar por completo con sus secreciones corporales, por mucho que se frotara con la

esponja o se embadurnara con desodorante. Profiler estaba poniendo a punto, por tanto, un sistema por el que, apoyando la palma de la mano en un sensor, éste podía llegar a identificar el olor mediante un complejísimo sistema de algoritmos. En el futuro, este código podría ser incorporado a un carnet de identidad o, ¿por qué no?, a una tarjeta de crédito.

—¿Qué te traes entre manos, Perdomo? —le preguntó el de la Policía Científica antes de colgar.

—Lo sabrás sólo si da resultado —le había respondido prudentemente el inspector.

Perdomo se marchó a rumiar sobre el informe que le había facilitado su compañero a un restaurante japonés que había cerca de la UDEV. Se llamaba Bushido y era un kaiten sushi, es decir, un local en el que los distintos platos de sushi desfilan a lo largo de la barra mediante una cinta transportadora. A Perdomo le gustaba casi tanto la comida como el hecho de poder observar desde su taburete al chef, Masaharu Takamoto, mientras preparaba las delicias japonesas que, algunos minutos después, iban a acabar en su estómago. Ocho platillos de sushi y tres jarritas de sake más tarde, el inspector había decidido que no podía refrenar por más tiempo su impaciencia y telefoneó a Milagros Ordóñez. Sin que lo hubieran pactado previamente, médium y policía comenzaron a tutearse por teléfono.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó tratando de no parecer demasiado ansioso.

—Me encantaría poder decirte lo contrario pero estoy hecha un trapo —

respondió la mujer.

Hablaba muy despacio, como si le costara hilar dos palabras seguidas, cosa que llenó de angustia al inspector.

—He dormido muy mal, me siento debilísima, me duele cada músculo del cuerpo, y acabo de vomitar el desayuno. Y por si fuera poco, he tenido un lapsus de memoria con un paciente que me ha telefoneado hace cinco minutos para cambia de día la sesión. Le he dicho que se había confundido de número

¡cuando en realidad llevo tratándole desde hace dos años!

—Todo lo que pueda hacer por ti es poco, Milagros. Me siento culpable.

—No digas estupideces. —La médium pareció recobrar un poco el ánimo tras las palabras de Perdomo—. Me he sometido a esto voluntariamente, porque creo que te puedo ayudar a atrapar a ese sujeto. Sabía a lo que me exponía, porque cada vez que he tenido percepciones extrasensoriales los síntomas han sido muy similares. Claro que nunca me había dado tan fuerte. ¿Y tú? ¿Cómo va esa cadera?

—Me he tomado ya cuatro Neobrufén porque si no veo las estrellas. Escucha, no quiero presionarte, pero ¿has llegado a alguna conclusión?

—¿Dónde estás? —interrumpió Milagros—. Oigo música japonesa. —La médium no esperó a que respondiera el policía, seguramente porque ya había adivinado la respuesta—. No dispongo aún de nada definitivo —confesó—,

pero tal como te anticipé, la fotografía se está revelando. Tengo ya un olor muy fuerte en la memoria. Como ésta ha sido la primera vez que la percepción es olfativa, he llamado a un botánico amigo mío, que sabe mucho de esto, y me ha explicado cómo funciona la cosa.

—Un helado de té verde, por favor.

—¿Cómo dices?

—No era a ti, era al camarero. ¿Qué te ha dicho el botánico?

—Dice que igual que hay colores primarios y complementarios, en el olfato también existen siete olores básicos o primarios: alcanfor, almizcle, flores, éter, menta, acre y podrido.

—¿Podrido es un olor?

—No me interrumpas. Estos olores primarios corresponden a siete tipos de receptores existentes en las células de la mucosa olfativa. Lo que yo tengo en la cabeza es un primario, concretamente el olor a flores. Confío en que en las próximas horas ese primario se defina completamente, como me ha ocurrido las otras veces con la vista, el oído o el tacto. ¿Estás ahí? —preguntó Milagros al no escuchar ningún «sí» ni «aja» por parte del policía, a medida que iba exponiéndole los hechos.

—Aquí sigo, sólo que según vas hablando me surgen un montón de preguntas en la cabeza, porque intento entender todo lo que estás contando. La vez que reconociste la voz del asesino ¿también fue un proceso escalonado?

—Sí. Primero sólo tenía un sonido, luego ese sonido se definió mejor y resultó ser una voz, al cabo de unas horas la voz fue masculina y finalmente empezaron a aflorar los detalles concretos de la misma. Lo curioso es que podía escuchar la voz de la persona —que luego fue imputada por el juez— en mi cabeza, pero no entendía lo que decía. Ya sabes, como en las pruebas de tipografía, en las que para que te fijes sólo en el aspecto visual del texto y no en su contenido, se inventan las palabras.

Lorem ipsum dolor —precisó el policía—. Pero no es lenguaje ficticio, es latín; creo que de Cicerón.

—Eso es. Cuando tuve la voz perfectamente definida en mi cabeza, Salvador me hizo escuchar algunas grabaciones y yo pude decirle sin problemas: «Ésa es».

—De acuerdo, Milagros, no te quiero importunar más. En cuanto tengas resultados definitivos, ponte en contacto conmigo, a cualquier hora del día o de la noche. En un caso de homicidio, cada segundo cuenta.

—Debes de estar soportando mucha presión para que resuelvas el caso,

¿no?

—No te lo puedes ni imaginar. ¿Viste la manifestación del otro día?

—No, yo casi no veo la televisión.

—Eso que tienes ganado. ¡Seguimos en contacto!

Perdomo colgó el teléfono, se terminó el helado y salió del restaurante. Tan absorto se encontraba en sus cavilaciones que no se había dado cuenta de que se

había marchado sin pagar, lo que obligó a una camarera japonesa a darle alcance cuando ya había cruzado la calle. Pagó la factura un tanto abochornado y decidió regresar a la UDEV en un taxi, porque, a pesar de que se encontraba a dos pasos, la cadera le estaba torturando. Por su mente volvieron a desfilar las imágenes de la concentración del sábado anterior en Vitoria, que había convocado a veinte mil personas —casi el diez por ciento de la población— para solicitar la colaboración ciudadana en la resolución del crimen, pero también para exigir a la policía un mayor esfuerzo en la identificación y puesta a disposición judicial del asesino de Ane Larrazábal. Al igual que había sucedido en el funeral de Madrid, también en esta ocasión se vivieron momentos de gran emoción, sobre todo cuando habló doña Esther, la madre de la víctima, que demostró tener una gran facilidad para expresarse en público, a pesar de que al final de su alocución se le saltaron las lágrimas y tuvo que ser apartada del micrófono. El introductor del acto había sido el alcalde de Vitoria, que realizó la petición de colaboración ciudadana para ampliar —dijo—, en la medida de lo posible, las líneas de investigación ya establecidas, mediante la aportación de cualquier dato que pudiera ser de utilidad para la policía. Tras anunciar que se había dispuesto un teléfono para comunicar cualquier información que pudiera ayudar a esclarecer el crimen, habló el abogado de la familia, que hizo extensiva su petición de ayuda a los jueces, a los políticos y a los medios de comunicación; remató el acto la madre de Ane, con la lectura de un comunicado que resultó

tierno y duro a la vez: pues si de un lado recalcó lo joven y llena de ilusiones que estaba su hija hasta la noche misma en que fue asesinada, también afirmó

que no existía justificación posible a un crimen tan horrendo y esperaba que el asesino se pudriera en la cárcel para siempre.

«¿Qué diría toda esta gente —pensó Perdomo— si supieran que el inspector encargado de atrapar al asesino de Ane ha agotado las líneas de investigación convencionales y ahora dedica su tiempo y su energía a seguir una pista suministrada por una chalada?» Inmediatamente se censuró a sí

mismo por haber tildado de chalada, por más que sólo fuera en su cabeza, a la pobre Milagros. Aunque no podía decir por qué, había algo confiable en la voz y en la actitud de aquella mujer. Tal vez el rastro que ella estaba a punto de aportarle no condujera al final a nada, pero tenía la certeza de que Mila —que era como empezaba a llamarla en su cabeza tras haber pasado al tuteo— estaba actuando de buena fe. Además, ¿qué podía perder? De lo único que tenía que preocuparse era de que la prensa no se enterara, bajo ningún concepto, de que la policía estaba empleando los servicios de una médium, y por supuesto, de que el hecho de seguir la pista extrasensorial no le hiciera desistir de seguir interrogando a posibles testigos o de escuchar cuantas llamadas empezaran a llegar al teléfono de colaboración recién habilitado.

Perdomo había dado ya muchas vueltas a los pasos que debía seguir una vez que Mila le comunicara que ya había aislado el olor. Como le había dicho que el primario era «flores», el inspector intuía que no podía tratarse del olor

corporal del asesino, mezcla de bacterias y feromonas, sino que tenía que tratarse de un producto comercial, seguramente un after shave o una colonia. Por lo tanto, había que buscar la manera de que Mila pudiera identificar ese olor con un producto concreto. Corroído por la impaciencia, le dijo al taxista que no le dejara en la UDEV, sino en unos grandes almacenes cercanos, en los que, nada más desembarcar, se dirigió a la sección de cosmética y perfumería. Le fue difícil conseguir la atención de una dependienta, porque los clientes, en su mayoría mujeres, abarrotaban los mostradores atraídas por las ofertas de temporada: desde cursillos de tratamiento y maquillaje a bajo costo hasta revolucionarios sistemas antiarrugas basados en haces de luz pulsada.

—¿En qué puedo ayudarle? —le dijo al fin un tipo con pinta de jefe de sección que respondía al nombre de señor Corrales. ¿Eran imaginaciones suyas o todos los empleados de aquellos grandes almacenes tenían el mismo apellido?

—El otro día, en un ascensor, olí una colonia que me sedujo —mintió el inspector— y quisiera tratar de localizarla.

El empleado se encogió de hombros.

—Eso es como buscar una aguja en un pajar, caballero. ¿Sabe la cantidad de marcas que hay en el mercado? ¿Y la variedad de productos que ofrece cada una de esas marcas? Debería haberle preguntado al que la llevaba puesta. Perdomo corroboró las palabras del dependiente observando un cartel promocional situado en el mostrador, en el que figuraban las marcas que lanzaban un nuevo producto ese año. Sólo en la a había por lo menos diez nombres: Adolfo Domínguez, Alessandro Dell’Acqua, Alyssa Ashley, Angel Schlesser...

—Ése es mi drama —respondió el inspector—, que cuando entré en el ascensor, la cabina estaba vacía. Sólo quedaban los efluvios.

—Al menos, podrá decirme si era de hombre o de mujer —dijo el otro, algo irritado por la inconcreción del policía.

Cuando Perdomo le explicó que sólo sabía que olía a flores, el otro se echó

las manos a la cabeza.

—A flores huelen todas, caballero. La que llevo yo, por ejemplo: la base es jazmín. Si desea probar alguna, tenemos muchos envases que...

—Éste no es el lugar —se excusó el policía—. Quiero decir que toda la sección de perfumería está tan cargada de aromas y esencias que me confundiría. Hagamos una cosa: dígame cuales son las diez marcas más vendidas y me llevo un envase de cada una.

—¿Las va a querer en perfume, colonia o agua de colonia?

—No tengo ni idea. Envuélvame los diez productos estrella de esta sección

¡y a ver si tengo suerte!

De regreso en la UDEV, Perdomo abrió el paquete con las colonias y dispuso los diez envases en una hilera sobre su mesa de trabajo. Para no dejarse vencer por

el desánimo, se ilusionó imaginando que Mila no solamente iba a ser capaz de aislar el olor en su cabeza, sino de decirle además de qué producto se trataba. Pero cuando a las tres de la mañana le despertó el teléfono de su casa y la médium le comunicó que ya tenía perfectamente aislado el olor en su cabeza, pero que no lo relacionaba con ninguna marca en concreto, el policía comprendió que iban a tener un duro trabajo por delante.

40

Perdomo se presentó en casa de Milagros a la mañana siguiente con el set de colonias y apreció que la mujer tenía casi peor aspecto que la noche en que sufrió la crisis en el Auditorio. Estaba pálida y ojerosa, e incluso parecía haber perdido pelo, como les ocurre a los pacientes cancerosos que se someten a quimioterapia.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo Perdomo sin poder ocultar su desasosiego.

—He sufrido unas pesadillas espantosas durante toda la noche. Me he despertado cuatro veces y cada vez que volvía a dormirme se repetía el mismo sueño.

—¿Quieres contármelo o prefieres no volver sobre ello?

—Soñaba que me hallaba durmiendo plácidamente en mi cama y de repente me daba cuenta de que había alguien más en la habitación. Al abrir los ojos, pensaba que me había despertado, pero era parte de la pesadilla. Una criatura espantosa, mezcla de duende y demonio, se sentaba sobre mi pecho y no me dejaba respirar. Pesaba cada vez más, hasta que terminaba por aplastarme completamente.

—¿Has dicho un... demonio?

—Una especie de diablo, sí.

—¿Sabes que el violín de Ane tenía tatuada la cabeza de un demonio?

—No, no lo sabía.

Perdomo sacó del bolsillo de la americana su cuaderno de notas, en el que llevaba, sujetos con un clip, algunos documentos relacionados con el caso, como la misteriosa partitura hallada en el camerino de Ane, y una foto del violín que le había facilitado Carmen Garralde.

—¿Quieres decirme si es ésta la criatura que se te apareció en tu pesadilla?

Milagros echó un vistazo a la fotografía y apartó la vista a los dos segundos, visiblemente perturbada.

—Perdona el trago, pero quería estar seguro —se disculpó el inspector tras comprobar, por la reacción de la mujer, que se trataba del mismo personaje.

—¡No había visto ese violín en mi vida! —aseguró la médium—. En

cambio, sí sé por qué mi pesadilla de esta noche tenía que ver con la asfixia. No hace falta haber leído a Proust para saber que los olores están muy relacionados con la memoria. Pues bien, hay una nota en el olor que percibí en el auditorio, como de lavanda, que me retrotrajo desde el principio a uno de los episodios más traumáticos de mi infancia. Mis padres tenían unos amigos catalanes, bastante adinerados, que solían alquilar una casa en la Costa Azul, y un año nos invitaron a pasar el verano con ellos. La villa era preciosa y tenía un jardín en el que habían plantado lavanda. Una tarde, después de comer, el hijo mayor de estos amigos, Xavier, harto quizá de que yo no le hiciera demasiado caso, empezó a torturarme por el procedimiento de colocarme en la cabeza una de esas fundas de plástico con las que se protegían antiguamente los discos de larga duración. Creyendo que estaba haciendo una gracieta, me colocó la funda en la cabeza durante la siesta, y cuando fui a quitármela, él no me dejaba. Estuvimos forcejeando durante un minuto, y estuve a punto de perder la consciencia. Creo que ha sido la vez que más cerca me he sentido de la muerte,

¡y tenía sólo catorce años!

—Suena terrorífico.

—Lo fue. ¿Y no te parece siniestro que el olor a lavanda, que la mayoría de las personas tienen asociado con apacibles paseos por la campiña francesa, a mí

me traiga siempre a la memoria aquella estremecedora vivencia?

Tras este breve relato, la médium dejó solo a Perdomo durante unos minutos para ir a atender a su madre, que acababa de despertarse y exigía a grito pelado el desayuno. Durante la espera, el policía se entretuvo curioseando los libros que había en la estantería del salón y vio que Milagros había empezado a acumular una pequeña bibliografía sobre crimen y parapsicología, aunque todos los títulos estaban en inglés, desde Psychic Murder Hunters hasta Real-life Stories of Paranormal Detection. Cuando regresó, Milagros le sorprendió

hojeando uno de ellos.

—Casi todo es basura, puedes creerme. Menos un británico que trabaja para Scotland Yard, que me dio buen pálpito, y una rumana de la época de Ceaucescu, que llegó a estar tan cerca del asesino que éste la estranguló.

—Te alegrará saber que no estás sola en el mundo —dijo Perdomo devolviendo el libro a la estantería.

—Sí que lo estoy. Sola, y no alegre. Ya te dije que yo no puedo salir del armario, si me permites la expresión. Soy psicóloga de niños, y sería muy negativo para mi profesión que se supiera que de vez cuando entre en contacto con... lo que sea que hay al otro lado y sufro crisis como la de la pasada noche.

—Eso me tranquiliza, porque yo tampoco saldría muy bien parado si Galdón se enterara de que estoy recurriendo a la parapsicología para tratar de atrapar al asesino —pensó en voz alta el inspector.

Perdomo, que empezaba a sentirse cada vez más cómodo junto a Mila, se percató de que la obligación de mantener su relación en secreto les aportaba un grado de complicidad tan fuerte como el firme propósito de ambos de atrapar al

culpable. La mujer se reprochó a sí misma su descortesía al ver que el policía ni siquiera se había quitado la gabardina, y tras colgársela en el guardarropa, preparó un café que ambos degustaron sentados a la mesa de la cocina. Cuando el policía empezó a desplegar su colección de frascos, Milagros preguntó:

—Ahí hay colonias muy caras. ¿Cuánto te ha costado todo el lote?

—Para el sueldo de un policía, es una fortuna, pero estoy jugando con el cálculo de probabilidades. Con que haya un veinte por ciento de margen de que el olor del asesino esté entre éstos, la inversión está más que justificada. Bajo la atenta mirada del inspector, Milagros empezó a rociarse la muñeca con cada uno de los productos y tras cada vaporización le iba haciendo un gesto negativo con la cabeza. En cinco minutos llegaron a la conclusión de que el que buscaban no estaba entre ellos. Perdomo se levantó mortificado de la silla y exclamó:

—¡Me está bien empleado! Ha sido como comprar un décimo de lotería y que no te toque. Pero la resolución de un asesinato no puede estar en manos del azar; hay que hacer las cosas bien. ¿Tienes posibilidad de dejar la consulta durante un par de días?

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Imposible. Al margen de consideraciones económicas, a los padres de los críos les contraría mucho cuando empiezo a cambiarles de día las sesiones; son ellos los que tienen que traerlos y recogerlos en mi consulta. Y además, ahora estoy tratando a una niña con ansiedad de abandono permanente a la que no puedo dejar tirada.

—¿Y el fin de semana?

—Podría ser, siempre que consiga a alguien para que cuide de mi madre.

¿Adónde me quieres llevar?

—¿Has oído hablar de Rafael Orozco, apodado «El Alquimista»?

—¿El perfumista? Claro. ¿Dónde vive?

—En la Costa Azul. Estás en tu derecho de negarte: te estoy pidiendo que regreses al lugar donde viviste la más horrible pesadilla de tu vida.

41

Rafael Orozco era natural de Priego, en la provincia de Córdoba, pero de niño sus padres se habían visto forzados al exilio y él se había educado en un colegio en Niza. Cuando terminó el bachillerato anunció a su familia que quería ser o arquitecto o compositor. Las malas notas le impidieron ser lo primero y el deseo de ganar dinero, para poder emanciparse del hogar paterno cuanto antes, lo segundo. El padre de un amigo le ofreció su primer empleo en la cercana ciudad de Grasse, el centro mundial de la industria de perfumes y fragancias, y escenario de gran parte de la novela El perfume, de Patrick Süskind. Ni los años ni la distancia le habían hecho olvidar sus raíces, y Orozco se había hecho traer de su ciudad natal un olivo centenario que había arraigado con fuerza en su fabuloso jardín, gracias al buen clima de la zona.

Durante la extensa conversación telefónica que Perdomo había mantenido con él, para averiguar si estaba dispuesto a colaborar en una investigación policial, el perfumista se reveló como un hombre excepcionalmente dotado para las relaciones sociales y acreditó su fama de irresistible mujeriego. Orozco le informó de que en Grasse, una ciudad de menos de cincuenta mil habitantes, existían nada menos que tres museos dedicados a la perfumería: el Molinard, el Fragonard y el Museo Internacional de la Perfumería, que fue donde él empezó

a trabajar como guía.

—Ahora sólo soy un madurito con pegada —explicó a Perdomo—, pero con dieciocho o diecinueve años no había mujer que se me resistiera. Así que durante aquellos primeros años en Grasse me llevaba una turista a la cama casi todos los días. ¡Algunas hasta me dejaban propina debajo de la almohada!

Al poco de ingresar en el museo, Orozco había experimentado una epifanía. Se dio cuenta de que todos aquellos perfumes que él mostraba cada día en el museo no habían sido caprichosamente mezclados por la Madre Naturaleza, sino que detrás de cada uno de ellos había un larguísimo proceso de elaboración por parte del hombre. Esto le llevó a solicitar un puesto de aprendiz en la firma Moulinsart, donde gracias a su talento y perseverancia logró

ascender en cuatro años al puesto de ayudante de perfumista. Orozco disfrutó

de la suerte del principiante, porque su primera creación, un perfume de mujer llamado Eurídice, resultó un éxito mundial.

—De joven soñaba con llegar a componer una ópera algún día y Eurídice me permitió rendir mi particular homenaje a la mujer de Orfeo, protagonista de la primera ópera de la Historia.

Cuando Orozco se enteró de que su intervención podía ser crucial en la identificación de un peligroso criminal se mostró entusiasmado —«¡me siento como si estuviera en una novela de Agatha Christie!»— e insistió en que tanto el policía como la médium se hospedaran en su casa.

—El taller lo tengo en Grasse, que está en el interior —le explicó el perfumista—, pero vivo en Niza, lo cual me obliga a recorrerme todos los días sesenta kilómetros. Es que no puedo estar un solo día sin ver el mar. Perdomo, sin embargo, declinó el ofrecimiento y prefirió reservar un par de habitaciones en un modesto hotel de Grasse de tres estrellas llamado, muy apropiadamente, Les Parfums. Estaba en la parte alta y las vistas a la ciudad medieval eran deliciosas.

Mila y Perdomo se embarcaron en un vuelo barato para Niza el sábado por la mañana, después de que la médium lograra convencer a su madre para que se quedara al cuidado de su hijo. El plan era coger luego un autobús hasta Grasse y, tras tomar posesión de las habitaciones, telefonear a Orozco para quedar con él en su estudio.

Durante el vuelo, Mila quiso saber en qué iba a consistir exactamente la intervención de El Alquimista, pero el policía le confesó que ni él mismo lo sabía.

—Le expliqué que tenía que ayudarnos a identificar una colonia y me aseguró que él era la persona indicada. Pero no llegó a decirme cómo pensaba hacerlo ni (lo que supongo que más te debe preocupar, dado que tienes que estar en Madrid el lunes sin falta) cuánto tiempo nos va a llevar todo el proceso. Comoquiera que el policía no volvió a abrir la boca en todo el trayecto, Mila le preguntó al bajar del avión si le ocurría algo.

—¿Y a ti? —replicó el inspector—. Te he notado más circunspecta que de costumbre; ¿es a causa de esa paciente de la que me has hablado?

Mila le dedicó una sonrisa que quería decir «cómo me gusta que seas capaz de percibir mis estados de ánimo» y le aclaró que su mente no estaba en ese momento en la consulta, sino en la misión que tenían por delante.

—No hago más que dar vueltas a lo que le voy a contar al perfumista, pero más allá de la nota de lavanda, de la que ya te he hablado, ¿qué más le puedo decir? Describir una fragancia no es lo mismo que describir una cara. Me faltan las palabras, ¿sabes? Como si tuviera que describir el color rosa a una persona ciega.

—O el sonido del violín a una persona sorda —remató el policía—. No

pienses en eso ahora —continuó—. Él es el experto y encontrará algún camino para que puedas «verbalizar el olor». Mucho más grave es la cuestión de qué

hacía el asesino oculto tras la tercera hilera de butacas.

—¿A qué te refieres?

Perdomo extrajo su libreta de interrogatorios, en la que durante el vuelo había dibujado un esquema del lugar del crimen.

—Esto es un croquis de la Sala del Coro donde asesinaron a Ane. Perdóname, nunca he sabido dibujar.

—Tú detectaste el olor entre la tercera y la cuarta hilera de las butacas destinadas a los espectadores, que es donde se ocultó el asesino, ¿no es así?

—Sí, en efecto.

—El criminal sabía por cuál de las cuatro puertas entraría su víctima, porque era la más cercana al camerino de Ane. Si quería sorprenderla para saltar sobre ella en cuanto entrase, ¿por qué se ocultó ahí? ¿No hubiera sido más lógico esconderse detrás de la puerta o tras la grada de los cantantes? Para llegar hasta ella desde el lugar que había elegido como escondite tenía que descender un tramo de empinada escalera (te recuerdo que ambos estuvimos a punto de tropezar aquella noche en el Auditorio) y rodear la tarima en la que estaba el piano. ¿Para qué molestarse tanto?

—Ya veo lo que quieres decir.

—Por otro lado, estoy convencido de que si el asesino...

—O asesina —apostilló Milagros.

—O asesina. Si logró que Ane acudiera a la Sala del Coro es porque la conocía. Pero entonces ¿por qué esconderse de ella?

—No entiendo. ¿Adónde quieres ir a parar?

Durante unos momentos, Perdomo dudó de si debía compartir tanta

información con aquella mujer. Pero ya era demasiado tarde para retroceder, así

que le confesó su más íntima sospecha.

—¿Y si el asesino no se ocultó de su víctima?

—¿Pues de quién si no?

—De la persona que estuvo a punto de sorprenderle en el acto mismo de estrangular a Ane: Claudio Agostini. Fue él quien descubrió el cuerpo, ¡y lo hizo tan pronto que el asesino o asesina estaba todavía dentro de la sala!

—¡Pero eso que dices es aterrador!

—Y que lo digas. Si Agostini no lo hizo, cosa de la que únicamente podremos estar seguros cuando identifiques la colonia, sólo puede haber otra explicación, y es la siguiente: el criminal mató a Ane, la dejó sobre el piano, escribió con sangre la palabra Iblis sobre su pecho y comenzó a subir la escalera para huir por una de las puertas superiores. En ese momento escuchó a alguien entrar en la sala y lo único que alcanzó a hacer es ponerse cuerpo a tierra entre las butacas, para ocultarse.

—Si esa teoría es cierta, Agostini pudo estar a un tris de morir también asesinado aquella noche. Y también explicaría el altísimo nivel de estrés del criminal, que ha hecho que yo pueda haber captado su presencia días más tarde.

Pero Perdomo ya no le estaba prestando atención, porque había visto, a través del cristal que separaba el control de policía de la salida, que Rafael Orozco en persona había ido a recogerles.

42

El perfumista conducía un Rover P6 3500 de cambio automático, el mismo modelo en el que había perdido la vida la princesa Grace de Mónaco, en 1982. Orozco les explicó que era bastante supersticioso, y que había removido Roma con Santiago hasta encontrar ese vehículo —que había pintado incluso del mismo color dorado— en el convencimiento de que, por cálculo de probabilidades, era imposible que el mismo coche sufriera un accidente en el mismo tramo de carretera en el que había tenido el accidente la famosa actriz.

—El lugar por el que despeñó está sólo a veinte kilómetros. Si quieren, puedo mostrárselo —dijo Orozco como si estuviera hablando de ir a visitar un belvedere.

Tanto la médium como el policía hicieron saber al perfumista que iban justos de tiempo. Se podían quedar en Grasse tan sólo veinticuatro horas y debían aprovechar al máximo el poco tiempo del que disponían.

—Hoy almuerzan en mi casa Villa Eurídice, y a primera hora de la tarde les llevo a visitar el Museo Internacional de la Perfumería, donde fui guía. Después de la puesta de sol, que es cuando se despierta mi sentido del olfato, nos encargaremos de identificar esa misteriosa fragancia.

Por la manera que conducía el cordobés, sus dos invitados llegaron a la conclusión de que su más íntimo deseo era repetir, y no evitar, el accidente de la célebre princesa. Pero como el hombre no paraba de hablar, no resultaba fácil implorarle que moderara su velocidad.

—Llevo treinta y cinco años siendo el número uno de la perfumería mundial, por eso me llaman «El Alquimista». Nadie me cuestiona ni puede ya hacerme sombra. Hay gente muy buena, entiéndame, pero son de otra generación. Yo aprendí por las malas (la letra con sangre entra) y en mi juventud tuve que memorizar más de tres mil olores, sin saber siquiera si de verdad podía llegar a triunfar en este oficio.

Orozco les insistió para que se quedaran hasta el lunes, pues quería presentarles a George Clooney, con el que estaba empezando a diseñar una fragancia.

Cuando ya pensaban que iba a ser inevitable que tuvieran un accidente, Orozco dio un brusco frenazo y se detuvo frente a la verja de su suntuosa villa, en cuyo jardín reinaba majestuoso un olivo de más de quince metros de altura. La pareja de investigadores se extrañó de no detectar apenas servidumbre pululando por la villa, a pesar de que era de notables dimensiones. Los aperitivos, por ejemplo, les fueron servidos por Orozco en persona, que preparó

con mano magistral los gimlet y dry martini que le solicitaron sus invitados y se encargó de llevárselos hasta el posavasos; el jardín era, según palabras de su propietario, «para vagos», de esos en los que las plantas tienen que hacer la mayor parte del trabajo por sí mismas, incluido defenderse de plagas y enfermedades: un patio con jardineras y macetas, una pradera de césped con arbustos y flores de temporada y poco más.

—Me gusta la soledad —les explicó—. No tengo apenas criados, ni perro, ni hijos. Amigos, los cuatro imprescindibles, y después de mi último divorcio, he renunciado a volver a casarme.

Orozco les habló con pelos y señales del conflicto que había servido de detonante a su última crisis conyugal, pues ya se había divorciado en dos ocasiones. Lily, su mujer, había descubierto en Villefranche, en las afueras de Niza, la casa de sus sueños. Había pertenecido al rey de Bélgica, y llegó a ser un hospital para víctimas de la Primera Guerra Mundial. Pedían por ella trescientos millones de euros.

Perdomo y Ordóñez se miraron estupefactos al escuchar la cantidad.

—Mi esposa era hija de un magnate libanés, todo el dinero que tenía le venía por herencia. Al día siguiente de entregar ella la paga y señal, la acompañé a ver la casa y ¿quieren creer que no pude pasar de la puerta de entrada? A causa del olor, naturalmente, que me resultaba insoportable. Supe en el acto que jamás seríamos capaces de ventilar la mansión en grado suficiente para hacerlo desaparecer. Era un pestazo a ambientador eléctrico con perfume de mandarina que me resultaba vomitivo. Entre una casa de trescientos millones y un marido con problemas de erección, Lily escogió la casa, como haría cualquier mujer sensata.

Tras una deliciosa comida en el porche, en la que degustaron, entre otras exquisiteces, los afamados buñuelos de flor de calabacín, Orozco quiso llevarlos a dar un paseo por los alrededores, para mostrarles los highlights de la zona, incluida la casa en la que había fallecido la cantante Edith Piaf. Aunque Perdomo renunció al tour nicense, no pudo por menos que recordar que el amante de Piaf había perdido la vida en el mismo avión que Ginette Neveu, la última propietaria, según Lupot, del violín del diablo. El viaje hasta Grasse, situada a sólo treinta kilómetros de distancia, fue bastante más apacible que el trayecto hasta la casa de Orozco. Probablemente aletargado por el proceso digestivo, el perfumista condujo a una velocidad sensata y los

acercó hasta la puerta misma de su hotel, para que pudieran registrarse y dejar los equipajes.

Tras ese breve trámite, que no les ocupó más de diez minutos, el cordobés los llevó al Museo Internacional de la Perfumería, para una visita guiada que hizo comprender a Perdomo lo difícil que le iba a resultar, incluso a un experto como Orozco, identificar el aroma del asesino.

El museo constaba de tres plantas. En la primera pudieron contemplar los diversos utensilios empleados para la creación y conservación de un perfume, desde la época de los faraones. Ordóñez encontró especialmente inquietantes unos braseros de bronce empleados por los chinos de la dinastía Shang para quemar sustancias aromáticas durante los sacrificios humanos en honor a sus dioses. Cuando Orozco les informó de que las víctimas en aquellas ceremonias solían ser bebés, Perdomo se estremeció al recordar el siniestro valle de Hinnon en el que Ane Larrazábal había encontrado la cabeza del diablo. En el segundo piso, El Alquimista se recreó explicándoles las distintas fases de la creación de un perfume, desde la elección de las materias primas hasta la campaña de marketing, con la que cada firma hace su apuesta de comercialización. Allí expuestos estaban los aromas más célebres de la historia: el agua de colonia alemana 4711; el perfume Shalimar, creado por Guerlain en 1925 inspirándose en la historia de amor entre el emperador Sha Jahan de la dinastía mogol y su esposa Mumtaz Mahal, en cuya memoria hizo levantar el emperador el Taj Mahal; y por supuesto el legendario Chanel n.° 5, que desde su creación en 1921 había cambiado de envase en no menos de seis ocasiones. Aunque Orozco les aseguró que uno de los envases era el que se encontró en la alcoba de Marilyn Monroe el día de su suicidio, Perdomo se mostró escéptico y lo consideró un simple reclamo publicitario.

—Y ahora —dijo muy ufano Orozco— les mostraré el jardín-invernadero de la tercera planta, que es donde yo, a mis dieciocho años, robaba las sustancias con las que empecé a hacer mis primeros experimentos de perfumería.

Perdomo consultó el reloj, vio que eran casi las ocho de la tarde y recordó al cordobés que su avión despegaba a la mañana siguiente. Un poco contrariado por no poder rematar la visita, su guía les ahorró la media hora que pensaba dedicar a la planta superior y los condujo hasta su estudio taller, situado a pocos metros de la place du Cours, donde se hallaba el museo.

43

Nada más salir a la calle, el policía notó que Orozco, que se había mantenido en un estado de gran jovialidad a lo largo del día, adoptaba un semblante más sombrío y taciturno.

—¿Hay algún problema? —le preguntó Perdomo cuando entraron en el estudio.

Antes de responder, el cordobés encendió un cigarrillo y comentó, a modo de justificación, que casi todos los perfumistas fumaban. Les explicó que después de llevar mucho rato oliendo, como había ocurrido en el museo, su olfato se saturaba y necesitaba volver a lo que él llamaba el «olor cero». Eso se podía conseguir con el tabaco, y luego bastaba con lavarse la nariz con agua mineral.

—Hay un problema, en efecto —dijo por fin dirigiéndose al policía—. Usted me dijo cuando hablamos por teléfono que está investigando un homicidio y que la identificación del olor puede ser crucial para la detención del asesino.

—Eso es.

—Pero no me ha querido revelar ni quién es el sospechoso ni quién es la víctima.

—¿Y eso qué puede importarle? Sólo le he pedido que nos ayude a identificar una colonia.

—Pues sí que me importa. Imagínese que tengo éxito y que identifico esa fragancia. Usted atrapa a su criminal y éste llega a enterarse de que la prueba para atraparle se la suministré yo.

—Señor Orozco, yo le garantizo que...

—Tal vez usted sí pueda —interrumpió el otro con vehemencia— porque es un servidor público y está obligado por un código deontológico y un juramento. Pero ¿y ella? ¿Qué sé yo de esta mujer? ¿Quién me garantiza a mí

que, por afán de protagonismo, o de lucro, o de ambas cosas a la vez, no vaya dentro de unos meses con el cuento a la prensa o a la televisión, y yo me encuentre, sin comerlo ni beberlo, en el punto de mira de un peligroso asesino?

Perdomo y Ordóñez intercambiaron una mirada de impotencia, pues se dieron cuenta de que el razonamiento del perfumista era difícil de rebatir. El hombre parecía muy asustado, y se había convertido en otra persona, muy lejos del cordobés franco y lenguaraz con el que habían almorzado al mediodía.

—Si no está dispuesto a colaborar con la policía, ¿por qué no me lo dijo la primera vez que hablamos? Y nos hubiéramos ahorrado el viaje.

—Yo no me he negado a colaborar... aún. Le estoy diciendo, simplemente, que dado que mi vida podría estar en juego, me gustaría disponer de más información.

El policía guardó silencio. Por un lado, estaba convencido de que, si alguien podía identificar el olor que Mila había percibido, era el hombre que tenía enfrente; pero por otro, temía que si contaba los detalles del caso a Orozco, fuera él quien cometiera una indiscreción, cuyas consecuencias podrían ser nefastas para la investigación del crimen y para su hasta entonces brillante historial en la policía. Perdomo sabía lo mucho que podía llegar a ensañarse la prensa amarilla con un caso como aquel e incluso imaginó los titulares del día: LA POLICÍA ESPAÑOLA RECURRE A UNA VIDENTE AFICIONADA PARA

IDENTIFICAR AL ESTRANGULADOR DEL AUDITORIO.

Por ello, Perdomo trató de resistirse como gato panza arriba a las pretensiones del perfumista.

—Señor Orozco, si atrapamos al asesino gracias a usted, le caerán no menos de veinte años. ¿De qué se preocupa?