En el lejano interior

1

Anna y Jake habían estado trabajando en el huerto. Era finales de marzo. Anna había plantado semillas: zanahorias, nabos, rábanos y lechugas. Había azadonado las habas guardadas durante el invierno y había acollado las patatas. Ojalá la cosecha fuese mejor aquel año. El señor Frank N. Furter (a quien habían encontrado todavía sano cuando las perspectivas laborales de Anna los llevaron de vuelta a Bournemouth) había alcanzado tales resultados en su parcela de la parte baja del valle, a cubierto, que los torpes esfuerzos de Anna y Spence parecían ridículos en comparación. Pero estaban aprendiendo. Mientras tanto, una conducta de cazadores-recolectores, llevada a cabo en el supermercado de la cooperativa los sábados por la mañana, compensaba las deficiencias de su agricultura primitiva.

Regó las semillas, desenroscó el grifo de la tubería que discurría junto al camino y lo guardó todo en la bandeja del carrito, salvo los mangos de la pala y la azada, que ocultó. No se podían dejar cosas allí fuera. Y dicen que esto es tenerlo todo, pensó, mientras se estiraba para relajar los hombros. Por debajo, la conurbación costera se extendía desde las relucientes praderas marinas, con Poole al oeste y Christchurch al este, ramas desnudas de tojo que surgían de las franjas de parques públicos y jardines. Con sus pequeños ladronzuelos y una actitud de perro hacia los vecinos. No sería lo mismo si acabaran con ellos.

Jake se tumbaba en el suelo, donde una barrera improvisada erigida con maíz tierno del año anterior lo protegía del viento del este. Mientras hablaba con su suave voz, jugaba absorto con dos cochecitos de juguete y un manojo de hierbas: un diente de león con la raíz rota, algunas flores de acacia y unos cuantos ramitos de esos irritantes pequeños convólvulos rosas y blancos («el gusano que no muere»). Anna se quedó junto a él sin que la descubriera, disfrutando del ensueño de la aparición de la consciencia…

«Contempla al niño en su felicidad recién nacida, un niño mimado de seis años, con el tamaño de un pigmeo. Contempla dónde descansa, en medio de la obra de sus propias manos…». Tiene cuatro años, no seis, pero es el joven filósofo que sueña y crea mundos.

—Es hora de irnos, pequeño Jake.

Él se sentó y la miró asombrado.

—¡Pero si no he tomado el tentempié!

Cuando tienes un hijo, pronto aprendes lo rápido que la costumbre se convierte en tradición, y lo rápido que la tradición pasa a estar ESCRITA EN PIEDRA.

—De acuerdo, pero será mejor que entremos. Va a llover.

Pasaron al interior del cobertizo, que olía a telarañas y tierra, y se sentaron sobre un baúl metálico vacío mientras Jake se comía su pan de pita y unas lonchas de queso. Ante su insistencia, Anna volvió a contarle la historia de cómo mamá y papá fueron antaño piratas en los mares del sur de China. Al final, un naufragio los había arrojado a la playa de Bournemouth. Habían construido aquel cobertizo con las planchas de su barco pirata (todavía podían verse las marcas de las balas de cañón) y allí habían vivido hasta que un día encontraron un mapa del tesoro del que ya se habían olvidado, recuperaron el oro y lo usaron para comprar la casa donde ahora residían los tres.

—Si nos volvemos muy muy pobres, ¿seremos piratas otra vez? —preguntó el niño, esperanzado.

Anna soltó de sus oscuros rizos trozos de boñiga de caballo y hierbas muertas.

—No somos pobres. Tenemos una casa con jardín, unas preciosas vacaciones y ropa nueva y zapatos siempre que lo necesitamos. ¿Cómo podemos ser pobres?

—Confío en que tengáis algo más de oro en algún lugar, para los casos de apuro.

—Ah, puede que sí. Un pirata nunca divulga el escondite de su último tesoro.

—Shere Khan tiene una isla hecha completamente de oro. Y nunca le cuenta a nadie dónde está.

—Excepto a Jake. Cómete la última loncha de queso.

—Sí, a Jake sí se lo dice. Y a Nancy, pero a nadie más. Cuéntame lo del loro.

—El loro. Bueno, me parece recordar que se llamaba Bill, y pertenecía al rufián más perverso de todas nuestras malas compañías. Pero no sé lo que fue de él.

Shere Khan era una capitana pirata que había surgido de algún modo de aquella historia del cobertizo que antes era un barco pirata. Su nombre era el del señor de los tigres de El libro de la selva, tenía un gallardo y joven compañero llamado Jake y un barco llamado El procesador real. Era Spence quien mantenía al día las crónicas, creando aventuras cada vez más extrañas para la terca y salvaje capitana y su desesperada tripulación. Jake, el primer oficial, Nancy la Puñal y su hermano Rafe, Black McGeer, el pirata empollón, y todos los demás. Anna se preguntó si Spence era consciente de los toques de Ramone Holyrod que se habían colado en su caracterización. Probablemente no. A él nunca le había gustado demasiado Ramone.

Al echar la vista atrás, resultaba evidente que tenía sus motivos. Durante un tiempo después de lo de Sungai, aquellas cartas de «sufre Birdone» habían sido de intensa importancia para Anna, de una relevancia peligrosa. Actos temerarios, hazañas insensatas, todo un naufragio podría haber tenido lugar a continuación. Pero las cartas dejaron de llegar, el peligro pasó y la furibunda feminista acabó desapareciendo en el corazón de su éxito: llevaba siglos sin contactar con ellos. Había escrito libros llamativos, era una celebridad… Llegó la borrasca. La lluvia golpeó contra el tejado remendado del cobertizo y tamborileó en los pliegues del saco de plástico que habían pegado encima de una ventana rota. Jake se apoyó contra Anna, mientras se terminaba meticulosamente su queso. Anna cerró los ojos. Trabajaba muy duro, en un empleo a jornada completa, y encima aprovechaba todo el tiempo de laboratorio y de máquina que pudiera robar a la gran misión. Esperaba con ansia la llegada del único día de la semana que podía pasarse cuidando a Jake (dando así a Spence la oportunidad de escribir), como una gran recompensa. Pero en cuanto se sentaba, le costaba permanecer despierta.

¿Habría todavía un hotel en la playa de Pasir Pancang? En Sungai los bosques estaban ardiendo. En aquel pequeño y desafortunado país estaban sucediendo cosas muy malas. Y también en el llamado «mundo libre», a la par que los viejos poderes occidentales se sumían en su declive a una velocidad cada vez mayor. Las instituciones y servicios del siglo XX desaparecían en un desastroso abandono. Y sentía el abrazo de la pena en el corazón siempre que recordaba las otras pérdidas. Ah, saber que Jake nunca oiría el canto de un cuclillo trinando en los bosques de Hampshire. Anna vivía en un mundo aterrador que había perdido su equilibrio de poder, que escarbaba en busca de estabilidad sin encontrar ninguna, y el tesoro pirata todavía podía resultar ser una ilusión, o que la expedición de La Hispaniola zozobrara por falta de fondos. Podía ser que al mes siguiente llegara el día en que les fueran devueltos todos los cheques del sueldo y la agricultura básica en una parcela de tierra se convirtiera en el único recurso de la familia. Y aun así, Anna era muy feliz con su marido y su hijo, sus frugales tareas domésticas y su sueño. Se ayudaban los unos a los otros. Había retomado el camino, trabajaba duro y disfrutaba de lo bueno de la vida.

Después de limpiar el desastre de la bomba de Sungai, Parentis los había trasladado a México, donde aproximadamente un año después había nacido Jake. Spence creía que nunca volvería a desear un hijo, pero en cuanto accedió a la sugerencia de que debían abandonar los sistemas anticonceptivos, se sintió como si le hubieran brotado alas. Sabía que Anna se quedaría embarazada con facilidad, y así fue. Sabía que el bebé seria un niño y que debían llamarlo Jacob, en honor a las raíces hispanojudías de Anna y por el primer intento registrado de manipulación genética (la versión de la Biblia era, obviamente, el reportaje embrollado de un periodista que no se enteraba) y que todo les iría bien. Y así fue. La madre de Spence vino al sur para estar con ellos, algo muy valiente por su parte considerando que debía haber valorado el riesgo de tener que enfrentarse a algunas revelaciones incómodas. El tono de piel del bebé era lo bastante diferente como para despertar comentarios en cuanto nació.

Spence, que había ganado el mismo día un abuelo negro y un hijo sanote y de color café, se limitó a preguntar:

—¿Por qué no me lo contaste?

—Era mejor que no lo supieras —alegó su madre—. ¡Conozco a la gente del condado de Manankee!

A Anna no le importó lo más mínimo.

—¡Mirad esto! —dijo riéndose—. ¡Me siento totalmente humillada! Todos los que me conozcan estarán convencidos de que he escogido el rasgo de un esquema de color a la moda en un catálogo de paternidad a la carta…

Spence no había sospechado que la herencia fuese tan inmediata, pero comprendió por qué su madre le había mentido y había ocultado las pruebas. El abuelo biológico de Spence, el primer marido de su difunta abuela (el malo, el que había sido un borracho y la abandonó cuando tenía un bebé, y del que no existían fotos) cumplía fielmente un vergonzoso estereotipo. Toda la gente negra de la que Spence había oído hablar a su madre eran personas caseras, dotadas, agraciadas y trabajadoras, con empleos estables… a los que ella no conocía demasiado bien. Le gustaba ver el mundo a través de unos cristales rosas contraculturales. ¿Podía culparla? Por naturaleza o por educación, el propio Spence era también un poco como ella. Tras su regreso a Illinois (tener a mamá en casa durante las primeras semanas de vida de su hijo era una cruz con la que Anna había cargado con la paciencia de un ángel autista), Spence notó que la nueva información se asentaba en su interior y lo conectaba a tierra. No le iba a dar la fiebre de Raíces, pero no era malo.

De hecho, yo soy Espartaco.

Así que regresaron a Inglaterra, Anna retomó sus estudios de doctorado y logró llegar a final de mes dando conferencias en su tiempo libre. Spence se convirtió en amo de casa, como siempre habían planeado. Se gastaron hasta el último penique de lo acumulado en la legión extranjera en una bonita y antigua casa de Bournemouth, atraídos hasta allí por la nostalgia y sus viejos contactos, y se asentaron para vivir felices para siempre, pobres como ratones de sacristía, mientras decoraban creativamente la casa con papel maché y tachuelas, cocinaban los platos para menesterosos que habían descubierto en sus viajes (nasi campur, tul mesdames, megadarra, mongo, gado-gado, cualquier cosa sabrosa y barata) y entretenían a sus amigos con relatos del extranjero.

El invierno en que se mudaron a su propia casa, Jake tenía ocho meses. Un nuevo tipo de gripe se extendía por el continente, pero ellos eran jóvenes, Jake un bebé extraordinariamente sano y todavía estaban con el chip de expatriados y no hacían caso de los canales de noticias. No les preocupó el temor a la pandemia. Spence cayó enfermo uno de los días que le tocaba escribir. Al levantarse se quejó de notar el cuello rígido y dolor de cabeza, y no parecía tener prisa por sentarse al escritorio. Fue hasta la puerta para despedir a Anna y a Jake, que salían a hacer algunos encargos.

—Me siento raro —dijo, y cayó al suelo. Por suerte coincidió con uno de los días en los que Anna cuidaba a Jake, o de lo contrario se hubiese quedado allí tirado hasta que ella regresara del trabajo—. Lo habría conseguido —protestó mientras ella lo conducía a la cama—. De un modo u otro me hubiera arrastrado hasta llegar…

Anna bajó las escaleras después de poner a Jake a echar la siesta junto a Werg el oso y su biberón. Era una pena que Spence estuviera enfermo, porque Jake y ella hubieran podido hacer algunas compras de Navidad. Llamó a su trabajo nocturno (un curso de acceso de adultos a la ES) para excusarse, encendió una lámpara porque la sala parecía oscura y se sentó en el sofá, el viejo sofá de futón plegado de Leeds, con su cubierta de algodón satinado de desvaído color dorado y ramitos rojos, dignificado en aquella época con un armazón de madera y tres cojines cuyas fundas Spence había cosido a máquina con sus propias manos. Pensó en ir preparando materiales para una sesión de decoraciones navideñas: pegamento con brillantina, pinturas para carteles, papel de seda, tijeras… y se sentó mirando el patrón del cojín que tenía más cerca. Poco a poco fue consciente de que llevaba largo tiempo mirándolo, que le dolía la cabeza y que por dentro tenía mucho mucho frío. Había perdido la temperatura del núcleo. Por su cerebro ya no pasaba el tiempo y le empezaba a temblar todo el cuerpo, a pesar de que era incapaz de moverse por voluntad propia. El diagrama de la funda del cojín absorbía toda su atención y Anna cayó en su interior. Oprimida por un peso que llenaba su boca y le aplastaba las extremidades, se adentró en un laberinto rugoso de gruesas paredes donde los pasadizos cada vez se hacían más y más estrechos. Pero tenía que seguir adelante, estrujándose para poder pasar, hasta alcanzar una oscuridad interminable y atestada.

Cuando se despertó, lo primero que supo es que se sentía muy incómoda. Había caído hacia delante, con la cara apoyada en el lateral del sofá. Había una mancha pegajosa y medio seca en la alfombra. Comprendió alarmada y con cierto sentimiento de culpa que debía de haber vomitado. Trató de incorporarse, pero notó el incómodo peso en los pantalones y reconoció el hedor de las heces. Se libró de los pantalones, colmados, y avanzó vacilante por la sala para cerrar las cortinas. Fuera estaba oscuro. Arrojó su ropa interior al cubo de la cocina, se arrastró hasta el cuarto de baño y se limpió un poco, impulsada a soportar esas labores terriblemente duras por una necesidad básica de volver a recomponerse. Solo entonces, después de lavarse y de haberse puesto un camisón, miró la esfera del reloj y descubrió con un absoluto terror que había transcurrido un día y medio del que no recordaba nada.

Las habitaciones, a medio decorar, estaban frías y silenciosas. Subió velozmente las escaleras. Su dormitorio apestaba a mierda, orina y vómito. Spence yacía de espaldas, con su prominente nariz hacia arriba y las cuencas de los ojos y la piel de alrededor oscurecidas, las mejillas hundidas y barba de tres días, y con costras en las comisuras de los labios. Se revolvió y abrió los ojos.

—¿Qué hora es? —susurró. En lugar de responderle, Anna corrió a la habitación del bebé. Este yacía en su cuna, muy quieto, boca abajo. Se había destapado y en el cuarto hacía frío. Anna avanzó un paso. Jake se giró y se sentó. Se quedó mirándola, con los ojos enloquecidos y muy abiertos. Anna sabía que había sufrido la pena y el terror, y que había atravesado un infierno de desesperación. Había llorado y llorado, y nadie había venido. Extendió los brazos con un quejido suplicante, ¿lo perdonaban ya por lo que fuera que hubiera hecho? Anna se acercó tambaleante y lo cogió. Su cuerpo estaba caliente. Se aferró a ella con los brazos y enterró la cara en su cuello con un profundo suspiro.

Rescatar a Werg el oso, que había caído bajo la cuna. Llevar algo de agua a Jake. Volver con Spence, dejarlos juntos en la cálida cama sucia, traer un biberón de leche para lactantes, más agua mineral, limpiar las camas. Alimentar a Jake, dar a Spence el agua. Limpiarlos a los dos, comprender que la casa está realmente fría (en realidad había gas, pero no electricidad). ¿Era el fin del mundo? Llamar al grupo de prácticas. Cuando al fin logró comunicar con David, su médico, este le dijo que si ya estaban todos despiertos y calientes, significaba que el coma letal los había perdonado y que iban a curarse, pero que enviaría allí una ambulancia lo antes posible. La ambulancia nunca apareció, pero David estaba en lo cierto: lo peor había pasado. No era el fin del mundo, la energía regresó al día siguiente. Jake no mostró en ningún momento signos de enfermar y vivieron los tres en esa cama durante los días siguientes, muchos días. Anna y Spence se turnaron, guardia tras guardia, para hacer de enfermera. Aquel año no se celebraron mucho las Navidades. La gripe del hielo (o la gripe de los mamuts, porque dejaba helada a la gente, o la tormenta blanca, debido a que pasó de forma rápida y letal por el hemisferio norte antes de zambullirse en el sur) mató oficialmente a cuatrocientas mil personas solo en Europa. Algunas estimaciones sobre la mortandad total alcanzaban los doscientos cincuenta millones. Esa era una noticia que quedaría impresa en el recuerdo, incluso para Anna la olvidadiza, y dejaría una cicatriz en la historia que tardaría años en desaparecer. Pero los padres de Anna, la mamá de Spence, Maggie la hermana de Anna, su segundo esposo (y también el primero, del que se había divorciado) y sus hijos, Frank N. Furter y su última novia, preciosa, Rosey McCarthy, Wol y sus familias, Marnie Choy, Simon Gough y su familia, Ramone Holyrod y Lavinia Kent, K. M. Nirmal y Daz Avriti, todos sobrevivieron. La enfermedad se consumió sola. La vida humana, con su gran abundancia, cerró filas sin que supusiera diferencia alguna salvo para los que habían perdido rostros conocidos, y todo siguió prácticamente igual que antes.

En cierta ocasión en que Jake pasaba junto a la ciudadela del ejército de salvación, encontró una LIBÉLULA posada en la verja. Era enorme, más grande que la mano de mamá, y tenía unos ojos gigantescos y unas alas resplandecientes. Jake quería llevársela a casa y tenerla de mascota, pero Anna le dijo que no podían cargar con ella de un lado a otro, que se haría daño y no tenían dónde guardarla. Jake la acompañó para hacer los encargos, pero no pensaba en otra cosa que en su LIBÉLULA y no disfrutó de los legos con los que podía jugar en el Banco Nacional, ni con el recibo del cajero automático, ni con la tapa que le dio con el almuerzo en la casita de los columpios, ni con los libros de dibujos de la biblioteca. No le explicó a mamá lo que pasaba porque no sabía que ella ya se había olvidado, creía que también ella tenía que estar pensando en la LIBÉLULA, así que Anna no se dio prisa. Lo hicieron todo a la velocidad normal, salvo porque Jake no quería quedarse en ningún sitio. Cuando volvieron a la verja, TODAVÍA SEGUÍA AHÍ. Se llevaron la LIBÉLULA a casa y la trasladaron a una hoja de los lirios amarillos que crecían en el estanque de su jardín, y allí vivió hasta que se alejó volando. Pero se quedó el tiempo suficiente para confirmar para siempre en la mente de Jacob William Meade Senoz que a veces pasan cosas buenas. La primera palabra francesa que aprendió, después de «por favor» y «gracias», fue la libellule, «la libélula». Libellule, limace, escargot. Su madre le enseñó los nombres de esas criaturas familiares con las que vivía cara a cara cuando acampaban en Francia, que era donde pasaban las vacaciones porque era barato, y también le explicó, aunque los nombres eran demasiado largos como para que pudiera aprenderlos, que él mismo estaba hecho de criaturas diminutas que vivían dentro de Jake como si él fuese un mundo, como si fuera una pradera de hierba. Se alimentaban de su comida y del aire y los transformaban en Jake y en aliento para permitirle seguir adelante, igual que su trenecito de juguete convertía el agua caliente en aliento para permitirle funcionar, y para ayudarse a hacerlo se contaban historias unas a otras del mismo modo que el papá de Jake se las contaba a él, sobre tiempos antiguos y cosas que necesitaban saber.

En invierno, las criaturas de sus oídos entablaban batallas contra sus enemigos hasta firmar la tregua, y por eso Jake sentía gran incomodidad y lloraba y se pasaba despierto toda la noche. En verano viajaban por los estrechos mares en un gran barco, como el que mamá y papá tenían cuando eran piratas, y vivían durante semanas sobre los caminos dorados, con las babosas, los caracoles, los zapateros y las libélulas: en cada ciudad una catedral, un museo, un río, una estación de servicio con electricidad para recargar el coche, unos columpios con balancines y un cajón de arena. En Chartres, el aparcamiento daba vueltas como una espiral de caracol bajo tierra. En Roma Jake jugó a salpicarse con su madre por todas las fuentes, incluida la de Trevi donde compraron el desayuno en una tienda y Jake pidió un TOMATE RELLENO y se lo comió sobre una silla azul resbaladiza, como una piscina. Allí mamá se metió en problemas por salpicar a alguien y tuvieron que correr como liebres. En Liguria perdió su trenecito, en el Piano Grande de Norcia recogió huesos de oveja y vio una esfinge colibrí. En la inmensidad del camposanto de Santiago de Compostela fue el propio Jake el que se perdió. Lloró, pero sabía que no le iba a pasar nada. Alguien lo encontraría y se lo llevaría a casa, y él sería su hijo pequeño igual que el trenecito estaba a salvo y era el juguete de otra persona. ¿Pero qué harían mamá y papá, cómo iban a vivir sin él? Un policía descubrió quién era y lo llevó con su padre, lo que CONFIRMABA que pasan cosas buenas. Se aventuró solo en el puente medio construido de Aviñón, mientras mamá y papá miraban desde la barrera, porque era un «robo a cara descubierta». Se quedó extrañado porque se reían, pero volvió bailando como un loco porque había visto un pez muy muy pequeño en el río. En un sitio que se llamaba Salamanca, su madre le dijo algo de lo que se sentía muy orgullosa: que era de allí de donde venían su abuelo y su abuela, el papá y la mamá del abuelo de Jake en Manchester, que ya se habían ido al cielo. En Ámsterdam ocurrió un desastre. Perdieron el mundo: la bolsa que siembre acompañaba a Jake cuando salía de casa (o, si estaban de viaje, cuando salía del coche), donde antes ponían un juego para cambiarlo cuando usaba pañales y que aún contenía todo lo que Jake necesitaba: sus coches, su taza, su pan y su queso, sus tapas, sus rotuladores, su papel, sus toallitas húmedas, sus calzoncillos de repuesto. Gracias al dios que comete errores que se habían olvidado a Werg el oso en la yurta, su palacio de verano, o habría supuesto una pérdida irremplazable porque el mundo, a diferencia de Jake en Santiago, nunca volvió a aparecer y hubo que reconstruirlo de cero.

En los Alpes, en un largo largo sendero animado por la mejor historia de todas sobre Shere Khan, se atiborraron de frambuesas silvestres y hierba doncella y encontraron un glaciar de verdad. Mamá tenía que ir a una conferencia junto al lago Ginebra. Papá y Jake comieron solos unos sándwiches de jamón y dieron de comer a los patos que brincaban sobre el agua, que era de color azul marino festoneada de blanco, y papá le contó a Jake parte de una historia de otro que hablaba de un pobre monstruo que estaba triste porque nadie lo quería… En cada aldea había una antigua iglesia, una torre del homenaje, una fuente donde papá, mamá y Jake se tumbaban y miraban pasar a las avispas en tardes tan calientes que hasta las avispas eran inofensivas. En cada pueblo un bar tabac con pressions pour mes gentils parents y una máquina de cacahuetes, en cada montaña una muralla en minas, una ermita abandonada donde los lagartos disfrutaban del sol, un lugar viejo bajo el sol, un lugar llamado Europa. En una mesa roja por encima del pueblo de Najara, donde anidaban las cigüeñas, Jake experimentó una epifanía.

—Sentémonos aquí durante un rato —dijo— y pensemos en que somos motores. —Todo era muy antiguo, salvo Jake y su mamá y su papá, y la carretera con los letreros de supermercados, las estaciones de servicio de electricidad y las máquinas de cola. La carretera que lo unía todo, el invierno y el verano, su casa y sus viajes.

A veces pasaban cosas no tan buenas. En un sendero junto al lago con olas de color azul marino, cerca de un camping que no era de los que les gustaban, el papá y la mamá de Jake pasearon arriba y abajo mientras Jake jugaba con sus cochecitos y los observaba nerviosamente. Era un recuerdo que lo acompañaría toda la vida, en forma de una profunda inquietud que despertaban ciertos efectos de la luz sobre el agua, ciertos ángulos de sol y sombras. Su madre lloraba por culpa de su trabajo, que Jake y papá odiaban en secreto, esa cosa que la alejaba de ellos.

—Me obligan a apartarme del camino —gimió—. O me echo para atrás y juro fidelidad a esos cabrones y digo que tienen razón, o no lograré seguir en el juego. Lo que me enferma es pensar que dejé Parentis para limpiar mi expediente y ser digna de hablar con las personas decentes…

—No dejaste Parentis —dijo el papá de Jake—. Se deshicieron de ti. Quiero decir que te despidieron, junto a mucha otra gente. Tú nunca dejas nada en la vida, Anna.

—Gracias por esas amables palabras…

—Lo siento, solo trataba de…

—Sé lo que está pasando. Me estoy volviendo como Clare. Recuerda que yo solía decir que Clare Gresley era como un elfo que combate en la larga derrota. Pero un elfo amargado, y eso no es bueno. No quiero estar amargada. Odio la idea de aferrarme por amargura a una idea que nadie más quiere. Voy a dejarlo. Me haré más pequeña e iré al oeste y me quedaré…

—¡NO, NADA DE ESO! —El papá de Jake agarró a mamá de los hombros, fuera de sí y lleno de furia por su congoja—. Ni de coña. Si te haces más pequeña y te vas al oeste ya no serás mi Anna. No permitiré que te rindas. Harás lo que tengas que hacer, convertirte en una guerrillera, disparar desde los tejados como una francotiradora. NUNCA CEDAS NI UN CENTÍMETRO.

Después siguieron charlando y paseando arriba y abajo en la pequeña jaula impuesta por la necesidad de vigilar al niño. Jake sabía que el escandaloso relámpago negro de la desgracia había pasado ya, sin dañar sus vidas. Volvieron sonriendo y él se sentó en medio, sujetando la mano de su papá y la de su mamá, consciente de su importante responsabilidad. Él era lo único que tenían para que los defendiera de sus enemigos, lo único a lo que podían agarrarse. Él era el mundo.

—Me gustaría quedarme aquí para siempre —dijo Anna—. Viviendo en la carretera en Francia, con mi equipo.

Por siempre jamás.

2

Después de su charla en la playa de Pasir Pancang, Spence había esperado que el descubrimiento por parte de Anna del Y transferido los hiciera famosos. Pero no fue así. El artículo que publicó no provocó ni el menor revuelo. Quizá lo había planteado mal. «Científica descubre mutación inofensiva en pareja de cromosomas sexuales» no era una maravilla de titular a la hora de llamar la atención. El acoso de los medios de comunicación ni siquiera empezó. El mundo científico y la clase dirigente de la genética humana no la ignoraron, pero pasaron directamente de la postura previa, en la que el Y transferido era una atrocidad que no podía existir, a un «claro, el YT existe, ¿y qué?». Astutos cabrones. La red experimentó una mayor excitación, pero así era internet: siempre había sitio para otra secta. Anna ni se inmutó, gracias a Dios. Pareció desalentada durante un tiempo pero luego se recuperó.

—No pasa nada —le dijo—, ya me lo esperaba. Tengo que construirme una reputación y sé cómo hacerlo.

Así que encontraron casa en Bournemouth y el plan funcionó. Anna tenía contactos en la Universidad de Forest. En la ciencia británica, en graves apuros sobre todo después de la gripe del hielo, había un espíritu de alegre compañerismo de combate, todos iban en el mismo barco. Trabajó como una mula, robando tiempo de laboratorio e intercambiando horas de clase por apoyo técnico mientras Spence cuidaba al bebé y disponía de un día a la semana para concentrarse en sus escritos. Decidió que quería ser un turista, hacer las cosas que no había hecho en su año de intercambio. Así, siempre que tenía la oportunidad sacaba a su familia en una gran gira a plazos, realizada con poquísimo dinero. Y era fabuloso: la antigua cultura, los cuadros y los paisajes, las piedras y las ciudades, toda esa historia humana, muchísimo mejor para el alma que fisgonear en los desastres del presente en países insalubres. Los temas sociales también resultaban interesantes. A sus amigos les agradaba verlos inmersos en su modalidad de santa pobreza, casi tanto como cuando les habían vislumbrado atravesar Londres en su viaje desde KL al Yucatán. Spence terminó una novela y logró que la publicaran. Pero al igual que el Y transferido, Cesf no causó demasiado revuelo. Jake era el niño más dulce que quepa imaginarse y Anna se sentía feliz plantando discretamente un punto de apoyo en el respetable rostro de su investigación científica.

Entonces Anna defendió su D (algo relacionado con cómo el YT lograba acertar siempre en el mismo punto) y K. M. Nirmal aceptó la oferta de montar un departamento de genética para una institución totalmente nueva, situada en la expansión urbana costera y llamada universidad de Poole. Aquel veterano, uno de los más listos, había conseguido un apetitoso paquete de jubilación de Parentis. Podía permitirse trabajar por una miseria, lo cual era perfecto porque una miseria era todo lo que aquella corporación privada estaba dispuesta a pagar. Se agenció un puesto de segundo al mando para Anna, coma seis, buenos beneficios. Todo asqueroso, directamente, un puesto de promoción interna que era una afrenta a la igualdad de oportunidades y la política pública nacional, pero aunque lo lamentaron mucho por los demás pobres candidatos, Anna se lo merecía. Así que los años de conferenciante científica nómada quedaban atrás y aquello cambió las cosas. Seguían sin dinero, pero uno de ellos tenía un verdadero trabajo. Uno de ellos ya no vivía como un proscrito.

Spence creía estar viendo que el pesar y el desasosiego crecían en los ojos de su esposa. Jake pronto iría al colegio y ninguno de ellos quería más hijos. ¿Qué iba a hacer Spence con su vida? Cuando llegó la hora de hablar de su segunda novela, su agente le había dicho que debería probar con otra cosa. Spence aceptó su consejo, pero la publicó de todos modos en su página web, para que los aficionados al mundo digital pudieran descargarla, e hizo circular por las tiendas unas cuantas copias en papel perfectamente encuadernadas, mientras se llevaba a Jake consigo en la silla de paseo. Habló con Anna sobre la idea de ponerse a publicar tiradas pequeñas. Ella trató de apoyarlo, pero Spence sabía lo que pensaba. Temía que estuviera volviéndose como su padre, el fracaso de ojos brillantes, bueno para nada, que no dejaba de acumular deudas.

En ese estado se encontraba Spence el verano anterior a que Jake empezara la escuela, cuando su madre llamó y le dijo que Cesf estaba enfermo y que ella iba a ir de vacaciones a Nueva York. Normalmente dejaba el gato al cargo de la señora Meenahan, la vecina de al lado, pero en esta ocasión era pedir demasiado. Mamá tampoco podía permitirse dejarlo en el veterinario y, aunque pudiera, Cesf lo odiaba. ¿Qué quería Spence que hiciera? En otras palabras, el gato se moría. La madre de Spence se estaba cansando del viejales y quería que Spence le diera permiso para llevarlo a que le pusieran la inyección letal. Francamente, para él hubiese sido un alivio que ya lo hubiera sacrificado y se lo contara a posteriori, pero no pudo obligarse a pronunciar las palabras que ella quería oír.

—No hagas nada. Voy para allá.

Spence regresó a casa, a pesar de que el coste del vuelo (en el vagón de ganado más barato que pudo encontrar) fue un palo. Dejó atrás a Jake y, al tener que coordinar el viaje para que desbaratara lo mínimo los horarios de Anna, llegó el día después de que su madre partiera de viaje. Encontró la casa vacía. Mientras vagaba por el patio y llamaba al gato por su nombre, con la remota esperanza de que la muerte de su viejo camarada pudiera retrasarse algunos años más, la señora Meenahan apareció como una rotunda ballena al otro lado de la valla y le informó de que Cesf había muerto aquella noche.

—Oh, vaya… ¿Cómo ha sido?

—Bueno, he salido esta mañana y me lo he encontrado ahí tirado, medio salido de la cesta, como si hubiera tratado de levantarse de la cama y hubiera caído muerto. —Se irguió y su gran cuerpo se contrajo como una banda de rizo, al tiempo que abría los ojos de manera desmesurada por la importancia que tenía todo aquello—. Y tú que has venido especialmente desde Inglaterra, es una auténtica lástima. Tu madre siempre decía que adorabas de verdad a ese gato.

La señora Meenahan era un fenómeno que Spence había contemplado con horror durante muchos años, una de las auténticas poshumanas, algo que realmente se consigue mezclando carne y sangre con la tecnología de la gratificación inmediata. Sus puños regordetes se apretaron entre sí bajo la almohada plegada de sus pechos.

—Debes de estar pero que muy triste —apuntó, mirándolo a la cara. Spence se preguntó si no debería limitarse a ceder y llorar como un niño, para que ella pudiera alimentarse y quedar satisfecha. Pensó, si fuera un forastero, apenas podría diferenciarlas…

Mi madre es parte de la clase marginada poshumana.

—Y, eh…, ¿qué ha hecho con los restos?

—No sabía qué hacer, así que los he enterrado. Espero haber hecho lo correcto.

Dio la vuelta para cruzar a su parte y le enseñó el lugar, un bulto en la hierba en medio del patio. Tenía que haber sido un gran esfuerzo para una mujer tan gorda. Spence le dio las gracias efusivamente y esperó con tozudez hasta que ella se marchó. Entonces se arrodilló y reabrió el túmulo, y encontró a su gato envuelto en un saco rojo para la basura. Tenía los ojos azules entreabiertos en una rendija, el cuerpo rígido y andrajoso como un animal aplastado por un coche. Había llegado su hora. Cesf tenía veinte años. ¿Cómo era aquel poema de Cavafis? «Esos viejos muebles todavía deben de estar dando vueltas por alguna parte». Algo sobre separarte de tu amante por una semana y resulta ser para siempre.

«El sol de la tarde», sí…

Agarró una pala y cavó un hoyo de profundidad respetable junto a un macizo de flores, donde mamá había plantado unos pocos rosales descuidados. Lo delimitó con hierba y fue a coger la sábana de la cesta de la cocina. Depositó el cuerpo envuelto en el agujero y lo cubrió de tierra con la pala. Ahí estás, viejo. Duerme sin que nada te moleste.

Cuando acabó de arreglar el césped que la señora Meenahan había removido y hubo despejado de la casa todo rastro de un viejo gato enfermo, se sentó en el porche trasero bajo el calor del día menguante. Era julio. La casa, de paredes blancas, estaba en silencio y se erguía firme sobre sus desarbolados cimientos. El patio (que en Inglaterra se consideraría un elegante y amplio jardín, situado por motivos incomprensibles a la vista de los vecinos) estaba impregnado con el olor de las flores de los falsos naranjos que crecían descontroladamente por una de las lindes. Tras haber vivido en Gran Bretaña, el aspecto de un barrio residencial americano de clase media-baja adquiría peculiares contradicciones. Hay tanto espacio, y pese a ello las casas parecen cajas de cartón deslavazadas… No quiero volver nunca, pensó. Seguiremos viniendo hasta que mamá se mude o hasta que enferme y vaya a una residencia de ancianos y muera, pero nunca habrá otro regreso al hogar. En cuanto salgo del avión, se me hunde el corazón. Se sentía desorientado, como si hubiera perdido de vista la orilla de la que había partido y la otra ribera quedara aún más allá de su alcance.

Pensó en su duradero y fiel amor por Anna, y en la carrera con Emerald City que había abandonado tras la muerte de Lily Rose. No deseaba volver atrás y escoger el otro camino, no quería convertirse en un ejecutivo de software de primera línea, con el armario lleno de trajes y un historial de infidelidades de un kilómetro de longitud. Sin duda había gente en el mundo que hacía dinero fácil, y gente que disfrutaba de cantidades fenomenales de sexo a discreción, pero no los envidiaba. No demasiado. Pero había alcanzado un punto muerto, donde lo único que sabía era que había perdido el rumbo. Comprendió que la idea de seguir adelante con lo de la autoedición lo desagradaba. Odiaba todo de ese mundillo estúpido: las prisas, las sonrisas y la coba, los fracasados de ojos vivarachos… Hacía mucho tiempo, allá en los asquerosos bosques y los horizontes desiertos del condado de Manankee, con el Sr. Ácido a su lado, había jurado solemnemente que viviría y sería feliz y no tendría más dioses, porque ningún otro dios merece sacrificios ni veneración. Iba a ser distinto a todos los demás… ¿Qué había sido de aquellos votos? Había perdido la gracia.

Se preguntó si Anna sabía que se sentía de aquella manera, y si por eso había aceptado al instante que era necesario desfondar sus finanzas por un gato enfermo. Sabía que estaba preocupada y que quería hacerlo feliz…

Ella no te necesita.

Las palabras surgieron de la nada y pasaron por encima de su tumba.

La señora Meenahan vino al anochecer con un plato de guiso de atún y medio pastel de gelatina de cereza. Spence llamó a su madre, que no pareció demasiado afectada por la triste noticia.

Podría haber tratado de encontrar un vuelo abierto y volver directo a casa. Pero en lugar de eso, se quedó allí y durmió en su vieja habitación, que estaba llena de cajas y olía a humedad y a mierda de gato, y logró engordar varios kilos entre cobardía moral y autocompasión, antes de que su madre regresara y lo liberara de aquel paréntesis.

Volvió de América y su vida empezó a parecerle como una ropa mugrienta que le venía demasiado grande. Un día estaba horneando pan, una de sus tareas favoritas como amo de casa. Jake entró en tromba para que le dejara amasar un rato. Spence lo envió a lavarse las manos. El niño salió corriendo, gritando entre sollozos, «¡sí, señor!, ¡lo adoro, señor…!». Spence no aguantó más y montó un berrinche terrible. Vociferó y logró que el pequeño llorara.

Lo arreglaron. Spence se disculpó de manera humillante y explicó que se sentía mal por lo de Cesf. Terminaron de preparar la masa del pan y la pusieron en el horno. Spence y Jake se abrazaron en el viejo sofá de futón plegado, y se recuperaron. Spence, con su barbilla sobre el pelo de Jake, repasó todo el metraje y en esta ocasión logró captar la llamarada de agonizante rabia, vencerla y reseguirla hasta su origen. No iba a ser siervo ni amo de nadie. Quería ser una criatura nueva y aquí estoy, atrapado, un papá sin trabajo. La vida me ha derrotado cuando no estaba mirando y ahora Anna ya no me necesita.

Jake le abrió las manos discretamente y las examinó por delante y por detrás. Se acurrucó contra la dura calidez del torso de su padre; se sentía a salvo de nuevo. Pero todavía estaba buscando suciedad.

Una noche Anna llegó tarde a casa y encontró a Spence viendo a Ramone Holyrod en la televisión, el mismo pequeño televisor a color que habían comprado en Sungai, equipado ahora con un descodificador de many-To-many para acceder al mundo de la red. Ramone llenaba la pantalla transparente. Estaba tendida en el sofá de un estudio y hablaba muy rápido.

—Las porquerías, ese territorio del asesino en serie lleno de mierda, sangre, vómitos y despojos… Esa guarida ha desaparecido. Todo el mundo sabe que no era más que una floja imitación del derecho intrínseco femenino, la experiencia física extrema llena de peligro y violencia sin par del parto humano.

—Sin par entre los mamíferos —recalcó Anna diplomáticamente—. Supongo que es cierto.

—Así que ahora llegamos a la novela del hombre nuevo: encantadores cuentos de rajados y transexuales. Ya saben, los hombres no quieren poseer a las mujeres, ese es el tema de portada. Quieren SER mujeres. Vemos que ahora empiezan a salir del armario sobre eso. Bueno, vale, si hay hombres que quieren convertirse en seres humanos a estas alturas, de acuerdo. Dejemos que pasen el invierno con los bisturís. —La experta soltó un cacareo demoníaco—. Si vuelven con tetas y sangrando una vez al mes, puede que les preste atención.

—Se cita a sí misma —gruñó Spence—. Eso es lo único que sabe hacer, se da cuerda a sí misma y deja volar una página o dos de su última obra. Yo llamo a eso incitar a la violencia de género.

—No sé por qué ves esta clase de cosas —dijo Anna—. Solo consigues cabrearte. —Pero el rostro de la pantalla le arrancó una involuntaria sonrisa de saludo—. Así que esa es Ramone ahora. Tiene muy buen aspecto, ¿verdad?

—Creo que se ha hecho reducir los pechos. Antes eran muy fofos y demasiado grandes. ¿Recuerdas que siempre solía esconderlos debajo del cuero, con capas de ropa y mantones colgando?

—Oh, no —dijo Anna con seguridad—. De fofos nada.

Spence se preguntó en qué circunstancias exactas se había asegurado tanto su mujer de la consistencia de las tetas de Ramone Holyrod. Prefería no preguntar.

—Me voy a la cama.

Spence se quedó donde estaba, deprimido y con el ceño fruncido.

Los primeros días de aquel septiembre fueron como la última copa de vino. Los padres luchaban por aceptar la pérdida, pero lo cierto era que Jake había empezado la escuela y se les estaba escapando de las manos. El niño pequeño que había sido todo su tesoro se había marchado y jamás volvería. Era muy duro y cruel. A final de mes, los tres asistieron a una fiesta que organizaba una de las colegas de Anna. Lo de siempre: una casa adosada de los años treinta, un salón agradable con puertas de cristal que daban al patio y al jardín. Música adecuadamente antigua, niños que corrían entre los pies, unos veinte adultos que daban buena cuenta de una barbacoa de agricultura orgánica certificada en platos de papel y bebían vino en vasos de plástico. Alice, la mujer que daba la fiesta, presentó a Spence (por motivos que él no llegó a pillar) a una mujer joven con una gran blusa de color azul oscuro y una estrecha falda blanca que le llegaba hasta los tobillos. Tenía el pelo de color oro rojizo, peinado suavemente hasta los hombros pero corto alrededor de la cabeza. De algún modo, le recordaba a un grabado japonés.

—Esto, hola, Mer. ¿Es así, «Mer»?

Ella asintió.

—¿Es abreviatura de algo?

—Meret.

—¿Cómo? —Se la habían presentado como una artista, significara eso lo que significara—. Ah, me pregunto si fue en honor del tipo de las tazas de té de piel, Meret Oppenheim.

—Sí, esa soy yo. Mis padres son unos artistas excéntricos. Pero no era un tipo, era una mujer.

Spence se sentía en el lugar equivocado. Era guapa, pero él buscaba una salida.

—Me alegra mucho conocerte —dijo ella—. Admiro de veras tus libros.

Eso era una primicia. Todos sabían de las aventuras literarias de Spence y se mostraban educadamente indiferentes. Por lo que a los demás concernía, no era más que el amo de casa de Anna. La chica (que no parecía tener más de dieciocho años) se había ganado su simpatía.

—¿Has leído algo mío? ¿De verdad? ¿Por voluntad propia? ¿Lo encontraste online? Dios mío, ¿puedo tocarte?

Ella se rio.

—Me refiero a Shere Khan. Por supuesto que lo he leído. Creo que es fantástico.

Al final cayó en la cuenta.

—Ah, tú eres Meret Hazelwood.

Spence se había sentido insultado cuando Fiona, su agente, le sugirió que tratara de escribir literatura infantil, pero no le había costado esfuerzo alguno recitar de un tirón una de las aventuras de Shere Khan (con Jake, su principal crítico y también el más exigente, colgado de su hombro). A los editores les había gustado, de hecho les había gustado tanto que ya les había entregado el segundo fascículo. Lo habían emparejado con una ilustradora; sabía que vivía en algún lugar cercano pero no había querido conocerla. Así que era ella. Gracias a Dios, no había dicho nada malo de sus dibujos.

—Pero, umm, creo que Alice me ha dicho un nombre distinto —gimoteó, avergonzado porque incluso así tenía que haberlo sospechado y porque tampoco se había quedado con el otro apellido.

—En realidad me llamo Meret Craft, es mi nombre de casada. —Ahora era Spence el atrapado en fuera de juego, pero la chica se estaba sonrojando. Alzó el mentón con un aire valiente que su cutis traidor desmentía—. Pero he leído «Kes’f», lo había leído antes.

—¿Cómo? Ah, te refieres a «Sef».

—Un nombre raro.

—Es una contraseña que ya nunca uso. Mira… ¿Te traigo otra copa?

Ella sonrió con timidez, con los labios cerrados. Spence fue hasta la cocina para llenar sus vasos de plástico de côte de central nuclear en descomposición, sintiéndose extrañamente afectado. Así que tenía una colega, su propia colega, por primera vez desde que dejó Emerald City. Qué emocionante. Pensó en madame Bovary: «J’ai un amant, un amant…!». En la puerta que conducía al jardín había un tipo alto y delgado, con pantalones verdes de lino y una chaqueta Nehru blanca. Estaba vuelto de medio perfil y llevaba el pelo oscuro cortado en brosse y una sombra de barba en la mandíbula. Había algo familiar en él. Spence volvió con los vasos.

—¿Así que K… quiero decir, Sef, fue real? —preguntó Meret, sonriendo con mayor ansiedad y mostrando sus pequeños dientes blancos.

—Ah…

—¿Es una pregunta demasiado ingenua?

—Bueno, eso fue cuando yo tenía quince o dieciséis años. Hice que el chico del libro tuviera trece porque me pareció que sonaba más sexy, más en la pubertad. Es cierto que un verano aprendí esgrima, y pasaron algunas de esas cosas…

—Para ser diferente, porque odiabas los juegos con balón. Y el vagabundo del bosque, que vivía bajo una vieja cama de hospital y mantenía engrasadas las ruedecitas para poder marcharse navegando sobre ella…

—Si los de las batas blancas venían a buscarlo. Sí, existió.

Ella se echó a reír.

—Creo que me cuentas lo que me gusta oír. ¿Seguiste con la esgrima?

—Qué va. Era muy chula, pero mi fantasía a lo D’Artagnan fue pasajera. Digamos que se desvaneció después del duelo y todo eso… ¿No crees —añadió, temiendo sonar como un viejo hippie ante aquella chiquilla— que la palabra «chulo» se ha convertido en el nuevo «estupendo»? Todo el mundo la usa, y creo que no deberían.

—Los pedantes afirman que solo debería aplicarse en su sentido original.

—Como ese tipo de La abadía de Northanger que luchaba contra la marea.

—Ah, sí. ¿Pero cuál es el sentido original de «chulo»?

Como si él lo supiera. Se aclaró la garganta.

—He oído que es un término yoruba traducido al inglés que originalmente significaba algo muy serio: un estado de equilibrio interior, elegancia y mesura. —Tuvo la sensación de que debía poner fin a aquello e ir a buscar a Anna. Alcanzó un compromiso sacando a Jake de una tormenta de enanos que pasaba por allí y presentándole a la señorita que había dibujado de modo tan espléndido a Shere Khan. Jake prefería sus propios retratos de la aguerrida capitana y su tripulación. Se zafó con furtividad y se marchó sin intención de volver.

—Ya te había visto antes con Jake —confesó Meret—. Y a su madre, si es la que lo lleva a la escuela cuando no vas tú. Mis dos hijos mayores van a la misma escuela. Florrie está en la otra aula de guardería, también es su primer año. El mayor, Tomkin, está en segundo año. Jake es un niño adorable… Eh…, ¿es adoptado?

—No —dijo Spence, sonriendo—. Es por mí. Tengo, o más bien tuve, un abuelo negro.

Ella se sonrojó como una rosa.

El tipo alto de los pantalones verdes se había acercado y estaba junto a ella.

—¿Spence? Eres Spence, ¿verdad?

El perfil medio reconocido y el nombre encajaron entre sí. Craft. Oh, joder, era Charles Craft. Delgado, próspero y muy mejorado. Descubrieron que prácticamente eran vecinos. Charles tenía su propia compañía de modificaciones genéticas vegetales, llamada Natural Craft. Meret, igual que Spence, trabajaba en casa. ¡Qué coincidencia! Anna y Spence tenían que venir a cenar, debía acordar una fecha. Charles estaba entusiasmado, Meret estaba entusiasmada. Anna, cuando le siguieron el rastro y le mostraron aquella coincidencia consumada, entró en modo reticente pero se sintió obligada a mostrarse reticentemente entusiasmada.

Anna ya sabía que Charles Craft seguía en Bournemouth. Había nacido en la región, tenía un derecho adquirido. También había oído hablar de Natural Craft, el negocio familiar revitalizado. Cuando lo había visto recoger a su mujer y a dos niños pelirrojos junto a la escuela de Jake, se había sentido condenada. Desde entonces había rezado para que nunca la descubrieran ellos. Pero si su esposa era la ilustradora de Spence, tendría que aceptar su sino.

Fue necesario contratar a una canguro para la invitación a cenar, una inusual extravagancia.

—Y debo decir —gruñó Anna—, que me da mucha rabia pensar que estamos gastando un buen dinero… ¡para pasar la noche con Charles Craft!

Spence alzó las cejas.

—Pensaba que antes erais buenos amigos.

—Pues no lo pienses. Compañeros de trabajo a la fuerza, nada más.

—A mí tampoco me caía muy bien en aquel entonces. Pero probablemente haya cambiado.

—¿Has cambiado tú?

Spence se miró en el espejo situado frente a la cama. Se estudió. Tenía el pelo más largo que cuando era universitario, pero más corto que cuando llevaba rizos. Se le veían más los huesos y su piel seguía siendo proclive a los sarpullidos. Se frotó con un poco de maquillaje disimulador en los poros grasientos alrededor de la nariz y se retocó levemente las cejas.

—No.

—Bueno, pues ahí lo tienes. La gente no cambia.

—De acuerdo, es probable que sea un poco capullo, pero hemos de tener alguna clase de vida social. No puedes limitarte a conocer solo a la poca gente que realmente te gusta y en la que confías, Anna.

—Pues no veo por qué no —respondió Anna Anaconda.

Los Craft vivían junto a los padres de Meret, un acuerdo filial y ecológicamente sólido que tenía que exigir respeto. La gran casa de doble fachada, conocida como la rectoría, estaba llena de cuadros del padre de Meret: desnudos y paisajes chillones en un estilo sensiblero y fotorrealista que debía de haber estado de moda en los 60. Godfrey era muy mayor, un curtido naufragio ambulante. La madre de Meret, Isobel, era mucho más joven y no parecía la mujer representada en los cuadros; puede que se tratase de una esposa anterior. Tenía unos modales bastante desconcertantes, una mirada errabunda y una sonrisa constante y carente de afecto. Los otros invitados eran Alice y Ken Oguma, de la universidad, una periodista de televisión llamada Noelle Seger con su pareja y una especie de financiero de la City con su esposa, diseñadora gráfica. Todos parecían elegantes y listos, y resultaba indefiniblemente claro que nadie conocía demasiado bien a los Craft. A Anna aquello le resultó tranquilizador. En cambio, una cena formal, un florilegio de casi extraños reunidos solo para impresionarse los unos a los otros, era algo que Spence detestaba.

Anna se sintió peor cuando descubrió que la habían colocado al lado de Charles.

—Bien, Anna —dijo este de inmediato—, nunca pensé que te decidieras por las clínicas transgénicas. Tenía la impresión de que lo hubieras desaprobado. He seguido con interés tu carrera, como se suele decir. Te has estado haciendo famosa, mientras yo le daba duro a la mejora de las verduras. —La miró con picardía—. ¿Cuándo te arreglaste los ojos?

—¿Los ojos? Ah, eso. Me lo hice en China, hace siglos.

—¿En China, eh? Has estado en tal sitio, has hecho tal cosa… ¿Qué clase de apaños preparan en China? Supongo que estarás calculando otros cinco o diez años antes de que sea necesario arreglarlos de nuevo. Ese es el problema de la cirugía estética, una vez empiezas no puedes parar.

—Se supone que la operación a la que me sometí es permanente.

—Vaya, buena suerte… Leí tu artículo, el de Ginebra que fue tan criticado. Muy completo, teniendo en cuenta dónde estabas trabajando. Debió de ser un duro golpe que Parentis cerrara.

—No tanto.

—Apostaron por el caballo equivocado —metió la cuchara con conocimiento el Sr. Financiero-de-la-City, al que habían presentado como Darth—. No siguieron la pauta del mercado.

—Invirtieron demasiado en sus estrambóticos investigadores teóricos —dijo Charles, sonriendo a Anna.

—¿Qué pasó en realidad con Parentis? —preguntó Noelle Seger, inclinándose por encima de la mesa—. Por favor, cuéntanoslo, estoy realmente interesada. Se encontraban entre los pioneros más adelantados, hacían cosas increíbles y entonces… Debió de ser muy emocionante trabajar para ellos.

—Bueno, es lo que… umm Darth ha dicho, más o menos. —Anna sonrió ante el Sr. Financiero, preguntándose si se llamaba así por unos padres fans de la ci-fi o era un nombre étnico de Uzbekistán—. Apostaron por el caballo equivocado. Existían dos sendas por las que avanzar en la reproducción humana asistida: optimizar o seleccionar. Parentis apostó por la optimización, que es más elegante y que preserva, bueno, toda clase de cosas. La selección, en la que cribas una cartera de masas celulares embrionarias clonadas, escoges el obvio ganador y tiras el resto, es mucho más barata. Cuando la RHA entró en el mercado del gran público, aunque fuera de modo relativo, hubo una guerra de precios y las compañías como Parentis se vieron metidas en problemas. Pero no han desaparecido. Simplemente son mucho más pequeñas y muy muy caras.

—La selección no solo es más barata —dijo Darth—, es más natural, ¿no es así?

—En cierto sentido. Pero es rudimentaria y basta. Al optimizar conservas la diversidad neta…

—¡De lo contrario todos acabaríamos pareciendo perfectas hamburguesas! —rio Noelle—. Pero Anna, suena horrible cuando hablas de masas celulares…

—A mí todo me suena horrible —recalcó Isobel—. Odio pensar en lo que hace Charles con esas pobres verduras. Es pavoroso y arrogante, creo yo, tratar de mejorar la naturaleza.

—Ah, pero bien que te las comes, belle-mère. —Charles alzó la voz—. ¡Por cierto, aquel que se oponga a la comida modificada genéticamente será mejor que hable ahora!

—No podemos impedirle que se traiga el trabajo a casa —rumió Godfrey—. Las patatas, el maíz, los tomates, las habas, las espinacas, ¿dónde vamos a parar? Deberíais ver sus semillas de espinaca, es como algo de otro planeta, como un polen o un virus con una ampliación enorme, todo púas, nudos y bulbos.

—Eso no tiene nada que ver con los transgénicos, Godfrey —dijo Charles, irascible—. Siempre han tenido ese aspecto.

Una mujer pequeña de mediana edad, vestida de negro con un delantal blanco, se llevó el primer plato. Charles se puso en pie para trinchar el cuarto trasero de añojo que la chica le trajo en una mesa rodante.

—Pero Anna, este fenómeno del YT, ¿de verdad crees que la identidad sexual humana está siendo alterada por un virus? ¿Deberíamos tener miedo?

—No sé gran cosa de identidad sexual. Lo que me interesa es el viroide y las implicaciones que supone encontrar una transferencia lateral a esa escala.

—Oh, vamos. Admítelo, te encanta ese aspecto de mezcla de géneros. Siempre has sido un poco marimacho. —Miró al otro lado de la mesa, donde la enorme cantidad de cristalería y cubertería de plata centelleaba bajo la luz de numerosas velas—. ¿Cómo te afecta esto, Spence? ¿No resulta aterrador vivir con esta versión femenina del Dr. Frankenstein?

—No me preocupa —dijo Spence, sirviéndose él mismo el sagalu GM. Le gustaba que lo hubieran colocado lo más lejos posible de Charles, pero hubiese preferido que Anna no tuviera que sufrir semejante paliza. Tal como estaban las cosas, no querría volver a esa casa y él se perdería un placer inofensivo: el perfil amable y grácil de su anfitriona enmarcado por la suave curva de su pelo dorado y rojizo—. Mientras traiga un sobre lleno de dinero a casa a final de mes, encontrara las pantuflas calientes y la comida en la mesa.

Hubo risas generalizadas.

Charles volvió a sentarse, tras separar la carne con aplomo.

—¿Pero le has permitido que te raspe las mejillas, o que te tome una muestra de semen para analizar? ¿Eres realmente un hombre nuevo?

—Qué va, no creo en esas cosas, son pura superstición. Cuando quiero conocer mi futuro, leo el horóscopo. El Sol en Acuario, Aries en ascensión, Júpiter en Aries, la Luna en Libra. Trabajo bien en equipo.

Meret odiaba las cenas de gala. Los criados (contratados para la ocasión) la intimidaban, nunca se le ocurría nada que decir y Charles se ponía siempre más irascible de lo habitual, aunque era idea suya organizarlo todo de modo tan formal. Sin duda la imponente esposa de Spence era capaz de preparar una fiesta con los ojos cerrados y encima cocinarlo todo. Con solo mirarla quedaba claro que nunca en toda su vida se le había perdido nada detrás de los cojines del sofá. Cuando Charles empezó a pinchar a Anna sintió algo parecido al pánico, por temor a que estallara una pelea acalorada, la esposa de Spence se marchara precipitadamente y él tuviera que acompañarla. Pero por suerte la nube pasó. Meret volvió a relajarse y retomó el doloroso placer de observar en secreto a Spence. Parecía tan fuera de lugar y tan relajado, un fauno de los bosques en la mesa, con traviesos ojos grises, mitad humano y mitad animal holgazán. Comprendió con tristeza algo que hasta esa noche solo había sospechado: se había enamorado.

Spence se había metido a menudo con Anna por la incongruencia de tener una carrera en ciencias del sexo y sentir aversión por la política sexual, lo cual era un descaro por su parte teniendo en cuenta cómo se quejaba de Ramone. ¿Pero por qué retrocedía, por qué odiaba hablar de ese tema? La explicación racional implicaba señalar lo absurdo de todas las peleas sexuales y cómo las cosas nunca son tan simples. Pero la respuesta corta podría ser «Charles Craft». ¿Qué significado tiene la horrible pasividad que invade a una mujer, cuando un hombre al que conoce le pone las manos encima en contra de su voluntad? La invasión era fácil de asimilar, mucho más que la traición… ¿Por qué el recuerdo de aquello, que en realidad no había sido culpa suya, se aferraba a ella con tanta vergüenza y repugnancia? ¿Envidiaba el éxito de Charles? No tenía la sensación de que él le hubiera robado. Era todo agua pasada y, de todos modos, Anna no quería para nada un BMW nuevo, ni un opulento servicio de cena. Tres juegos diferentes de vasos de vino para diez personas, Dios mío… No podía hacer nada, porque le sería insoportable explicar a Spence por qué no quería relacionarse con los Craft. Era demasiado estúpido, demasiado antiguo y demasiado vergonzoso y ridículo. Tendría que confiar en que la diferencia entre los ingresos de ambas familias las mantuviera alejadas.

Era la temporada de fútbol. La practica futbolística debía ser cosa de Anna, o eso pensaba Spence, puesto que ella provenía de Manchester. Pero Anna rara vez lograba estar libre los domingos por la mañana. Como Spence había comprendido desde el principio, «coma seis» se refería al sueldo, no al trabajo, que le ocupaba las veinticuatro horas, todos los días de la semana, por dios. Así que fue Spence el que llevó a Jake al parque y se acurrucó junto a los demás progenitores junto a la línea de banda. Eran los sospechosos habituales, conocidos solo por el nombre de pila e identificados por los nombres de sus hijos: Rick «el papá de Wanni», Delilah «la madre de Trev», con la única salvedad de Meret Craft, a la que ya conocía personalmente. Delilah estaba angustiada porque había tenido que destetar a su bebé de diez semanas por culpa de la mastitis. Ya se había recuperado, pero ahora el bebé prefería el biberón. Por eso estaba allí sola, jaleando a Trev, su hijo mayor. No podía soportar la imagen de Caress chupando la tetilla de goma y a Ben (su viejo) tan seguro de sí mismo al dársela… Meret había dado de mamar a Tomkin hasta los tres años y a Florrie durante un año. Se suponía que ya tenía que haber parado con Charlie, que tenía dieciocho meses, por la insistencia de Charles. Pero admitió que todavía colaba una mamada en la rutina de acostarlo, era adorable y mucho más fácil.

—No puedo imaginarme a tu Charles sosteniendo un biberón —dijo Rick.

—Charles los cuida muy bien —respondió Meret—. Te sorprenderías. Él es quien ha insistido en llevarlos a la escuela pública en vez de a la privada. Mi padre cree que es una locura. —Se sentía cohibida por Charles, que podía parecer brusco y arrogante, y a menudo sentía la necesidad de defenderlo citando sus virtudes técnicas (como por ejemplo su costumbre de votar siempre).

Spence estaba al lado de Meret, sonriendo levemente. Ojalá pudiera abordar el tema de la alimentación a pecho con el aplomo y la falta de temor de Rick. Cuando comenzó a llover, Delilah y la otra mujer, junto a Rick y Dermis (otra mamá de futbolista) echaron una carrera hasta el pabellón. Rick llevaba a su último vástago agarrado al pecho, por dentro de la chaqueta pero mirando hacia fuera, algo que Spence encontró raro.

Era el descanso del partido. Andrew, el entrenador, trotó decidido hacia Meret y Spence.

—Spence, necesitamos un juez de línea para la segunda parte. ¿Podrías…?

—Seria un honor. Pero debes tener en cuenta que no acabo de entender la regla del fuera de juego.

La mayoría de los pequeños no tenían ni seis años de edad y ninguno pasaba de los ocho, pero se lo tomaban en serio. Andrew asintió con gravedad y siguió corriendo con gesto preocupado. La lluvia se había transformado en gélido granizo. Meret y Spence pasearon por la banda para cambiar de campo. Ella alzó la mirada con su encantadora sonrisa de tres picos.

—Spence, no creo que te interese comprender la regla del fuera de juego.

—Vaya, Meret, ¿cómo puedes pensar eso?

Ella soltó una risita.

—¿Dio el pecho Anna?

—Lo intentó, pero trabajaba mucho y también viajaba. Solía sacarse la leche y dejar que yo administrara los biberones. Me parece recordar que pasamos a la leche para lactantes a los tres meses.

—Pobre Anna. A mí me encanta. Me quedaré deshecha cuando Charlie ya no me busque más.

—Es una putada perderlos. Cambian tan rápido…

—Cada día y cada hora. Es un suplicio cuidar de los niños, un auténtico infierno, pero no puedo soportar la idea de que llega a su fin. Mi vida será un absoluto vacío.

—Sí, la mía también.

El juego se reanudó. Se quedaron cerca el uno del otro, con las manos en los bolsillos. La cabeza de Meret, envuelta en su gorro de felpa, parecía dulce y vulnerable bajo la mirada de Spence. El equipo de Jake y Florrie, a pesar de una valiente entrada de Senoz con los pies por delante contra el chico de la camiseta número 2, concedió otro gol (y el jodido barro que volvía a obstruir el filtro de la máquina…).

—Diez minutos más —dijo Meret—. Salvo que haya tiempo de descuento.

—Bueno, mira, no ha estado tan mal. Me he enterado de lo de la mastitis de Delilah, el granizo no nos cae directamente sobre la cara y he logrado que no me nombren juez de línea.

—Ha sido un buen día —comentó Meret.

Se rieron juntos. Decididamente, hay algo a lo Iván Denisovitch en ser padre a tiempo completo. Aprendes a disfrutar de los pequeños alivios.

3

Anna estaba dándose de baja en el mostrador de recepción. El programa del congreso terminaba a mediodía. La mayor parte de la gente se quedaba en el hotel, en especial los que venían del extranjero, pero Anna tenía planeado visitar a Simon, como solía hacer cuando iba a Sheffield (donde ese «solía» significaba aproximadamente una vez al año; el tiempo se aceleraba y las viejas amistades extendían frágiles cuerdas entre las fechas de encuentro). Alguien la agarró de las caderas y preguntó con ardor en su oído:

—¿De qué color llevas las bragas?

—¿Miguel? Nunca llevo «bragas», uso culottes o en todo caso braguitas. Y si esa es tu idea de una buena frase, ¿por qué no pruebas a escribirte en la frente «SOY UN GILIPOLLAS»?

Las manos que habían asido sus caderas ascendieron rápidamente sobre los pechos.

—¡Lana! ¡Oh, Dios, maravillosa lana, tan cálida, tan firme, tan redondeada! —El empleado de la recepción sonrió con indulgencia. Anna dio un discreto paso hacia atrás y pudo comprobar con el contacto de las nalgas que de verdad había una barra en los pantalones del hombre, no era solo una broma. Cuando se dio la vuelta comprobó que él enrojecía como una rosa. Te lo tienes merecido, pensó. Como ves, no estoy indefensa.

—Corta ya de una vez.

—¿Te marchas del hotel? ¡Es un desastre!

—No hay alternativa. Mi universidad no puede pagar otra noche aquí y no voy a abonarla de mi bolsillo.

—Pero ya sabes que lo mejor de estos congresos tiene lugar después de que concluya el programa oficial.

—¿Por «lo mejor» entiendes que alguien te empiece a preguntar por el color de bragas que llevas?

Miguel sacudió la cabeza. El rubor aún se encendía en sus afilados pómulos y progresaba hasta las curvadas bandas de pelo moreno y crespo, ya en retroceso, que tenía por encima de las sienes.

—Eso no es en absoluto a lo que me refiero. Vamos, ¿tomarás una última copa conmigo?

Se sentaron a beber cerveza en el enorme salón del South Riding.

Anna estaba pensando en que Jake se pondría verde de envidia cuando le explicara la extensión del catálogo de películas gratuitas de su habitación y cómo disfrutaría, aunque fuese indirectamente, del banquete de los desayunos. Al menos le había guardado en el bolso los dulces de bienvenida. Miguel Peñalver, ilustre biólogo sexual y colega de Anna tanto en aquellas lides como en la red desde hacía años, le comentaba que tenía que hacer las cosas como Dios manda. Había logrado un impacto importante con el YT, aunque su mundillo se mostrara lento en reconocerlo. En especial el segundo artículo, que poseía un envidiable registro de citas. Desde entonces, ¿qué? El concepto del YT había prosperado, formando una pequeña pero fuerte colonia, y había enviado sus esporas en todas direcciones. Pero ¿dónde estaba Anna?

—Estás dándote de cabezazos contra un muro, mi hermosa Anna. Tienes que dejar de preocuparte de los asuntos de los demás y tomar parte en la acción. Has de encontrar algo atractivo, como hice yo con el gen universal determinante de la masculinidad, hace mucho tiempo. Fue mi papel en el drama, hice que trabajara en mi favor. —Era cierto, Miguel había dado la campanada. Podía codearse con los pesos pesados de Shangai, Cantón o Bombay en congresos en los que a Anna no se le podría ver ni el pelo…

—No creo que esté dándome de cabezazos.

—Ah, sí, el «éter». —Miguel suspiró y la miró con auténtica preocupación por encima de sus características monturas de estilo anticuado—. ¿Qué puedo decirte? Anna, piensa. Tenemos un viroide que puede provocar cambios exactos y específicos en el ADN, es emocionante. Tu éter es un tema abstracto. No resulta excitante aquí al pie del cañón, ¿me comprendes? Aquí en el taller, donde tú y yo vivimos. No eres una divulgadora científica de los medios de comunicación, donde venden conceptos abstractos, no eres una de esas estrellas de estudio de televisión, mal rayo los parta a todos. Tu reino está en el laboratorio, hermosa doncella. Trasteando con el software y manipulando esos pequeños cultivos.

En el legendario congreso de Ginebra, Anna había propuesto que el fenómeno del YT (cuya existencia ya había sido aceptada, aunque la gente se negara a reconocer sus implicaciones) se añadía a otras pruebas significativas que apuntaban hacia un nuevo paradigma de la ciencia de la vida, en el que todas las especies se consideraban nódulos en un tejido continuo de partículas vivas, viroides, priones y sus insulsas relaciones, por las que interactuaban entre sí constantemente (y de manera concluyente) a nivel de los nucleótidos. Era un paisaje hermoso, pero Miguel estaba en lo cierto. Su papel en la aclaración del mecanismo por el que el YT localizaba su secuencia le había granjeado mucho más crédito. Todo el mundo sabía que el éter no era más que otro nombre para la creación continua de Clare Gresley: una idea que ya había fracasado, una idea que era aburrida y vieja. Habían desconectado los cerebros y las nuevas pruebas no significaban nada.

Mientras tanto, Clare, que se había mudado a California para estar cerca de su hija Jonnie, consideraba a Anna una traidora desvergonzada. Anna había oído noticias de su antigua amiga la última vez que había visitado Manchester. Nirmal y ella habían ido para vender un programa de entrenamiento a Nitash Davidson (que en aquel entonces estaba en administración y parecía muy próspero) y Clare lo había visitado para hablar de los requisitos de los cursos. Al parecer, Clare colaboraba con su hija en el proyecto privado de nanotecnología de un multimillonario. Al oírlo, Anna se sintió invadida por la pena. Así que al final ha arrojado la toalla y se ha vendido. Pobre Clare, está trabajando para la compañía en beneficio de los ricos. Pero ¿y si era Anna la que había perdido el rumbo? ¿Y si su lucha por conseguir ese mágico «Dra.» delante de su apellido (y el nombre de una universidad detrás) había sido una preciosa pérdida de tiempo? Ser la segunda al mando de un departamento de ciencias de una universidad pobre no significaba que te respetaran como científica, no en aquellos días. Significaba que eras relaciones públicas y ejecutiva de marketing, solo que sin el sueldo…

Abandonó amargada el hotel del congreso. Era una auténtica frescura por parte de Miguel llevársela a un lado y tratar de levantarle la moral de aquella manera. Que encontrara algo sexy. ¡Ja! Si él supiera.

Desde Sungai, Anna había estado esperando que alguien revelara el bombazo de SURISWATI sobre el par de cromosomas sexuales humanos. O mejor aún, que otra prueba experimental menos controvertida demostrara el efecto de transferencia lateral mediante virus. Necesitaba esa revelación. ¿Qué podía hacer? Ella era la que llevaba el pan a casa, no tenía derecho a perseguir un espejismo. Ni derecho ni tiempo, y sí un importante recelo. La controversia es el alimento de los fuertes pero la muerte de los débiles. Si iba tras el efecto que Suri había descubierto y no lo encontraba (y a no ser que de algún modo lograra mantener el trabajo en secreto), Anna Senoz estaría muerta y enterrada: acabada.

Simon y su familia vivían en unos apartamentos de lo que antiguamente fue una estupenda mansión familiar victoriana, en terrenos ajardinados con gimnasio, piscina y pistas de squash. El lugar le recordaba a los apartamentos Nasser, pero sin la austera distinción de los trópicos urbanos. Se preguntó si los inquilinos de Gradgrind Gracious Living harían turnos. ¿Se turnaban para dar un paseo íntimo entre los arbustos? Se alegró de encontrar solo a Simon cuando llegó a primera hora de la noche. Cara, su esposa, tenía cinco años menos o así, era sensata y limpia, y tendía a poner freno a las cosas. No podían socializar a la misma velocidad si tenían compañía sobria.

—Una vez —dijo ella, cuando los niños ya se habían retirado a la cama y ellos dos abrían su tercera botella—, estaba yo en una conferencia en Toronto, agotada por haber trabajado todo el día al límite y encima después de un asqueroso vuelo matutino muy peligroso desde Heathrow, incluido un regreso repentino para reponer piezas. Lo típico de una licenciada. Pues bien, el teléfono suena a las tres de la mañana. Era Miguel desde España, preguntándome «de qué color llevas las bragas», y entonces me dice que hagamos el amor así (se refería a pajearnos al teléfono). «Después puedes enviarme tu ropa interior mojada para que me la quede, y yo te enviaré la mía». Al menos esa vez se disculpó. Estaba borracho, había calculado mal la diferencia horaria… Oh, no pasa nada con Miguel, es estupendo, un buen amigo. Pero algunos de ellos resultan agotadores. Acuden a mí sin cesar, me refiero a mis colegas masculinos. Me lo tomo a la ligera, flirteo y actúo como una fresca, ¿qué otra cosa puedo hacer? Pero por supuesto sé lo que significa, y no es amistoso. ¿Se supone que se me ha olvidado lo que suele significar «joder a alguien» en un contexto profesional? ¿Se supone que no estaba escuchando cuando, unos momentos antes, estaban todos alardeando de cómo le habían dado la patada a algún pobre fracasado? A veces desearía que la revolución sexual no hubiera tenido lugar. La única diferencia es que ahora no puedo recriminarles qué cojones pasa con ellos.

—No —dijo Simon—, creo que te equivocas. No te gustaría volver a los días donde nadie podía contar nada y se suponía que las chicas debían mantener intactas sus bragas. Era mucho peor. Eh, tú has disfrutado la revolución tanto como cualquier otra mujer que yo conozca. Cuando pienso en Spence y en ti aquel verano… ¡Ja, ja, ja!

La prosperidad le sentaba bien. En aquella habitación bien amueblada, aunque fuera de manera convencional, Simon lucía el tipo que proporciona el trabajo regular en el gimnasio. La típica ropa de deporte que llevaba puesta encajaba sin problemas en su cuerpo, mayor en edad pero mejor cuidado. Aunque ya aparecían toques de gris en sus poblados rizos y curvas alrededor de sus ojos, Simon se había vuelto atractivo, algo que ella no recordaba de los viejos tiempos. Pero no le acompaña la felicidad, pensó…

—Tan divertido como ver la tele, ¿eh? —sonrió ella—. Sí, recuerdo el poder femenino, fue realmente emocionante. No era posible sustraerse a la energía que brotaba de él. Fue muy importante no tener que ser la que dijera que no. Podías olvidarte de hacer de banquera y de estar al cargo del acceso sexual, y tener que racionarlo de modo que no te llamaran fulana… Pero ¿adonde nos condujo? Al mirar hacia atrás, me da la impresión de que lo que las chicas de la época posterior a la liberación de la mujer estábamos expresando con tanto libertinaje era nuestra rabia, rabia por las treguas que tienes que cumplir cuando haces las paces con un viejo enemigo. Tienes que olvidar los privilegios de los oprimidos y no queríamos hacer eso, no justo cuando teníamos la fuerza necesaria para devolver el golpe… Hubo un momento en el que vimos que teníamos que dejar que lo pasado, pasado fuera, o buscar venganza. Apostamos por la opción del wonderbra. Las torretas gemelas siguen rugiendo y la lutte continue.

—No me creo que hayas llevado nunca un wonderbra.

Umm, qué va. Las varillas son incómodas, prefiero hacer ejercicio. Pero he usado mi sexualidad como arma, he aprendido a hacerlo. Todas lo hacemos, las mujeres científicas, por las ventajas que nos proporciona. Puedes usar el sexo y hacer sufrir a los hombres incluso llevando el chador completo. También he visto eso.

—Dímelo a mí… —musitó Simon, compungido, y cambió de tema—. ¿Cómo está Spence, a todo esto? ¿Os lleváis todavía bien él y tú, en este campo de batalla?

—Oh, bien. Aún somos pobres como ratones de iglesia… Esa es otra de las cosas que desearía, otro golpe de volante. La pobreza voluntaria fue genial en su momento, pero a nuestra edad no tiene nada de genial no poder llegar a final de mes.

Simon sopesó la botella, agarró una cuarta y la abrió.

—No te preocupes. Spence y tú siempre seréis geniales. ¿Sabes? Desde que vinisteis a Beevey Island aquella vez, o quizá fue en vuestra boda, los dos me habéis recordado a esa historia de Fred Pohl, creo que se llamaba El toque de Midas, en la que el equilibrio entre producción y consumo se ha ido al carajo, por lo que si eres asquerosamente pobre tienes que esclavizarte y consumir todo tipo de cosas, y se distingue a los pocos y privilegiados ricos porque van vestidos con andrajos y conducen un miserable y viejo utilitario… —se interrumpió con los ojos abiertos como platos, lleno de consternación—. ¡No, eso no! ¡No quería decir eso…!

Anna estalló en carcajadas y los dos se vieron dominados por unas risas incontrolables.

In vino veritas —dijo Anna con seriedad, cuando ya no podían reírse más.

—De acuerdo, de acuerdo. Por cierto, ¿quieres comer algo? Es tarde, pero podríamos encargar algo.

—No, creo que debería acostarme ya, lo siento. Tengo que levantarme pronto mañana por la mañana.

Cara estaba en su clase de italiano, acompañada normalmente de una sesión sin alcohol en el pub con sus amigas. Volvería pronto, y Anna se sentía demasiado borracha como para mostrarse sociable. Recogieron las botellas y los vasos y llevaron los restos del refrigerio a la cocina.

—¿Has oído algo últimamente sobre Ramone?

Anna sacudió la cabeza.

—No, nuestro contacto está bastante roto.

—Ahora vive en los Estados Unidos, ¿verdad? Con ese artista y su esposa… Suena raro.

La pequeña sala de descamado y alto techo (herencia de su origen como cuarto anexo a una cocina victoriana o como gabinete de una criada) estaba llena de puertas relucientes. Anna no sabía cuál correspondía al lavaplatos y cuál la eyectaría al espacio exterior.

—¿Raro? Ya nada es raro. Sodomizan caballos en el senado todos los días de la semana.

—Me refiero a que no suena demasiado feminista. Dos mujeres compartiendo a un hombre, sexo lésbico como entretenimiento masculino…

—No sabemos si es así. —Pero tenía garras de cotillear—. Puede que sea lo mismo que Daz y el mundo de las pasarelas: hizo una fortuna con cosas para que las mujeres se pavoneen, y después se retiró. En la siguiente función volverá al pomo duro. ¿Dónde voy a dormir? ¿En el sofá?

—He preparado la cama de Tabitha en el cuarto de los niños, así Cara no te molestará cuando llegue.

—Ah…, vale.

El piso tenía tres dormitorios, uno de los cuales estaba completamente ocupado por un servidor industrial estándar y demás material de oficina. Anna había visto a Tabitha, de siete años, y a Jemelle, de tres, acurrucados en la enorme cama de sus padres a la hora del cuento. Recordó entonces que en ningún momento los habían sacado de allí.

—Tendrás toda la habitación para ti, no te preocupes. Las niñas duermen con nosotros —dijo Simon, estirándose para volver a poner un vaso sin usar en la balda que le correspondía. Cierto cariz siniestro en su expresión debería haber convencido a Anna de que era mejor callar.

—¿Cómo, siempre?

—Sí. Es la… idea familiar de una cama. Las hace sentirse seguras, es más natural.

Guau, Simon… —Anna recompuso su tono, sintiéndose una auténtica canalla—. Debe de ser bonito.

—Acabas acostumbrándote. Pero Jemelle da muchas patadas.

Por un momento sus ojos se encontraron y… y nada. En modo alguno Anna y Simon iban a echar a perder la buena relación que tenían. Y menos cuando Cara tenía que llegar a casa en cualquier momento.

Anna despertó en mitad de la noche y ya no se durmió, en un triste estado de alerta provocado por el alcohol, rodeada de un montón de juguetes blandos e inmaculados, preguntándose con lascivia cuándo harían el amor Cara y Simon. ¿Una vez cada cuatro años? ¿O sí que lo hacían, con rapidez y discreción, cuando las niñas estaban dormidas? Tal vez alquilaban una habitación de hotel, al estilo japonés, o quizá usaran el sofá de la sala de estar. Se sentía avergonzada de sí misma, pero esa breve y amarga mirada oprimida que se le había escapado a Simon… Pobre Simon, ¿qué fuerza maligna había empujado a Anna a hablar sin parar sobre científicos sexuales salidos? Era una lástima que no hubiera podido seguir con Yesha. Debía de ser terrible cambiar de pareja, tener que encerrar y olvidar partes enteras de tu propia historia, recuerdos que ya no puedes atesorar. Pero Yesha era una actriz, una artista, tenía que salir de gira, esta semana en Ámsterdam, la siguiente en Roma. Simon había deseado una vida familiar al estilo tradicional y ahora tenía una.

Entre el nuevo y mezquino poder de las chicas en el puesto de trabajo y el viejo poder de las mujeres virtuosas en casa, los tíos lo pasan mal en estos tiempos.

De regreso desde Sheffield fue a visitar a Marnie Choy en el hospital, y después a casa de Rosey McCarthy en Norwood, donde Rosey vivía con los dos niños adoptados de Tim, los dos pequeños de su segundo matrimonio y una niñera residente. Y, extraoficialmente, con Wol, que volvía a gozar de su favor después de haber desaparecido los amantes jóvenes de una sola noche que habían brotado tras el fértil pero detestable segundo señor Rosey.

Marnie tenía cáncer de ovarios. Su tratamiento no evolucionaba demasiado bien.

Durante años, Anna y Rosey se habían visto muy de vez en cuando, apenas con más frecuencia de lo que cualquiera de ellas había visto a Marnie. Pero la enferma parecía ya muy lejana y ellas dos compañeras íntimas, como si se hubieran pasado la vida en aquella postura, con los codos apoyados en la mesa de la cocina de Rosey, entre montones de hojas en tarros de cerámica, gatos durmiendo, pilas de periódicos, trozos de lego y fajos de dibujos de los críos.

—Pensaba que en esta época el cáncer era curable. ¿Qué ha sido de todas esas drogas milagrosas?

—Ah. El cáncer de ovarios es controlable, pero no curable. Y siempre hay excepciones.

—Dios, hablas igual que tu madre. Ese sonido de «ah»… Es que verás, la telefoneé cuando llegaron los resultados de Marnie y no logré contactar contigo.

—Van a recurrir a la quimioterapia de toda la vida.

—La quimioterapia es un pasatiempo que te dan para que te distraigas mientras te mueres.

—¿Dijo eso mi madre?

—¡No! Es demasiado amable. Es lo que dijo mi padre cuando le dieron su quimio, en la prehistoria, por su cáncer de pulmón e hígado. Antes de que el tumor cerebral se hiciera con sus centros del habla. Oh, Dios, pobre Marnie. Sigo recordándola en el Union Bar, gritando: «¡quiero un hombre!», y riéndose como una loca… —Los ojos de Rosey se vieron inundados de lágrimas. Se las apartó con una mano firme—. Oye, dale a Spence las gracias por los libros de Shere Khan. Ha sido muy amable por su parte. Italia les tiene pánico, pero Robbie es un gran fan. Es un auténtico muchachote y disfruta de toda violencia extrema. Por cierto, ¿podría firmárselos?

A Spence no le gustaba dedicar libros.

—Seguro que lo hará si se lo pides. Pero Rosey, en realidad no hay ninguna violencia extrema. Hay detalles macabros, pero solo para divertirse.

—Lo que tú digas. Yo pensaba que Steven y Joe eran agresivos por la infancia que habían tenido antes de venir con nosotros. Pero los chicos siempre serán chicos. Me alivió tanto tener una niña…

Si le pones a una niña unos calcetinitos de volantes, pensó Anna, para cuando cumpla tres años nadie sabrá si ha sido la educación o la predisposición genética lo que la ha vuelto más cursi que un especial de La casa de la pradera. Pero seguía teniendo miedo de Rosey, así que contuvo la lengua. Rosey suspiró.

—No puedo imaginarme con solo un crio. ¿No te asalta el instinto maternal?

He tenido dos hijos, pensó Anna. Ah, Lily Rose. Se planteó fugazmente la posibilidad de explicarle que habían decidido tener solo un hijo por motivos medioambientales, pero desechó la idea. Rosey era una de esas personas de clase media que protestan por el tamaño monstruoso de la factura del agua y la asombrosa desaparición de los viajes aéreos baratos, pero si discutías sobre la razón de que pasaran esas cosas o de cuáles eran los problemas auténticos, pensaba que te habías vuelto loca.

—Bueno, tal vez. Un poquito.

—Tienes una suerte extraordinaria, Anna. Spence es adorable. He oído que sus editores también están contentos con él. O al menos es lo que oye Wol, él va a esas fiestas. —Wol tenía un puesto en una editorial, mientras que Rosey estaba metida en la televisión por red, era una especie de diseñadora. Anna no conocía los detalles, para ella aquellas cosas artísticas eran todas iguales…—. Es curioso que sus libros acabaran siendo ilustrados por la esposa de Charles Craft —caviló Rosey—. Y he oído que Charles es casi multimillonario. Resulta irónico pensar que él y tú erais el rey y la reina de la biología hace tanto tiempo. ¿Cómo te llevas con Meret?

—Parece amable —dijo Anna con reticencia—. Debe de ser duro intentar trabajar en casa con tres niños pequeños. Y me da la impresión de que sus padres, que viven con ellos, no son de gran ayuda.

—Y está casada con el ganador del premio mundial al mayor cerdo sexista, sí… Pero yo en tu lugar no sentiría demasiada lástima por ella. No estoy defendiendo a Charles, fue un típico truco masculino: abandona a su aburrida e inteligente novia después de que esta lo ayudara a erigir el negocio, y se engancha una esposa jarrón, zorrita y joven. Pero he oído decir que fue Meret la que se encargó del trabajito. Se cepilló a la pobre Ilse como si manejara una sierra eléctrica. Seguro que recuerdas a Ilse; era la novia de Charles cuando él y tú erais íntimos. —Anna asintió, encarando con rostro impasible la mirada maliciosa de Rosey—. Parece ser que ella (me refiero a Meret) entró en la compañía de Charles para acumular experiencia laboral mientras estaba en la facultad de bellas artes, para diseñar paquetes de semillas modificadas genéticamente o algo así. Él se quedó prendado y empezaron a verse. Cuando Charles no quiso mandar al diablo a Ilse, Meret perdió la chaveta. Se quedó embarazada y él le pagó un aborto. Y volvió a quedarse embarazada prácticamente antes de que llegara la factura del primer arreglo. Montó terribles escenitas, amenazó con suicidarse y el pobre Charles se rindió. Ella se salió con la suya. Él se deshizo de Ilse y le concedió a Meret todo lo que esta deseaba: el vestido, el Rolls blanco, y todas esas decoraciones vulgares. No es ninguna gatita indefensa.

—Me sorprende que estés tan enterada —dijo Anna con diplomacia—, yo no sé nada.

Rosey soltó otro suspiro y contempló con mirada ensoñadora un jarro de hojas de falso plátano.

—¿No desearías a veces haber apostado por el gran vestido y el Rolls blanco, Anna? Con Wol fue un visto y no visto en la oficina del registro. No tenía ánimos para nada más. Solo lo hicimos por necesidad, para que nos metieran en la lista prioritaria para la adopción. Con Enrico fue todo un maldito desastre. —Se le curvaron los labios con un salvaje desdén… Se oyó un portazo y les llegó la familiar voz absurdamente pija de Wol: un canto de estilo tirolés tímido y apenas controlado:

—¡Hola, Rosey! ¿Arriba o abajo?

El desdén se esfumó y todo aquel comportamiento de matriarca se relajó y cobró calidez y alegría.

—¡Estamos aquí abajo, cielo!

El tren a casa avanzaba con lentitud, acosado por misteriosas paradas y pobres excusas. Anna tenía que leer algunos informes, pero le resultaba imposible concentrarse. Las franjas de casas nuevas pasaban a su lado, interrumpidas aquí y allá por trozos de campos y bosques. Una generación de niñas como Maggie Senoz había crecido y vivía en el campo como siempre había soñado, con la consecuencia natural de que ya no quedaba mucho campo libre. Pero eso no las había detenido. Todas las familias moderadamente ecologistas, como Anna, Spence y Jake, cavaban sus huertos, remendaban los coches de los que no podían prescindir y ocupaban enormes casas antiguas. Sabían que en el fondo no suponía ninguna diferencia, pero eso no los detenía. Anna pensó en Marnie Choy en el hospital, sentada en su cama, sonriendo alborozada y maquillada quizá en exceso, mientras decía con alegría:

—Al menos no sobreviviré a Pongo y a Bastie. —Eran sus gatos—. Esa perspectiva me aterraba. —Se rieron y bromearon, como era menester, y entonces Marnie dijo de repente—. Anna, no sé si enfrentarme a la muerte ahora o entonces, me refiero a cuando realmente comience a suceder.

—Yo diría que entonces —recomendó Anna, preguntándose si Marnie sabía lo cerca que estaba ese «entonces». La cobardía le impidió comentárselo.

Marnie no iba a ser una de las víctimas condenadas cuya supervivencia tanto había preocupado a Lavinia Kent años antes. Le habían hecho un cariotipo y los resultados eran los peores posibles: ningún tratamiento de inmunoterapia de modificación de genes iba a funcionar. No quedaba nada por intentar salvo el terrible e ineficaz arsenal del siglo XX… Marnie Choy moriría en meses, tal vez en semanas. Sería la primera en partir: un anticipo del futuro. Las terribles llamadas de teléfono que habrían de llegar, una a una. Ese sería el papel de Anna, recibir las malas noticias de boca de su madre, visitar a los enfermos, preguntarse cuándo sería decente dejar de recurrir a las mentiras piadosas. Era el comienzo de la curva descendente, en la que la juventud y la fuerza debían rendirse. Aquí está el punto critico, y ¿qué he alcanzado?

Pensó en su padre, soldado de infantería del ejército de voluntarios, espina dorsal de la nación, ese padre que nunca había conocido el lujo de un trabajo remunerado desde el día que su negocio se hundió. Anna había estado en Manchester, de camino a la conferencia, y había pasado una hora con él en la tienda de Oxfam, algo que él adoraba. A menudo apartaba cosas para ella (a Maggie le repugnaba la idea de usar ropa de segunda mano). Cuando eran pequeñas él les había confeccionado la ropa, era el modo que tenía de ser su sostén, y ellas no se lo habían agradecido. A las niñas les gusta tener el mismo aspecto que las demás.

Le trajo una maltrecha caja de cartón claro y se la mostró. Apartó capas y capas de papel de seda que cubrían una falda plisada de color carmesí oscuro y un resplandeciente corpiño bordado con cuentas, el vestido de cóctel más impresionante que había visto en toda su vida.

—¡Guau, papá! ¿Es lo que yo creo que es?

—Sí —suspiró él—, es un Schiaparelli.

Anna había pensado que el vestido era uno de los que hacía su padre, un misterioso original de Richard Senoz que emergía de un tiempo perdido. Pero no se lo confesó, hubiera odiado dejarle saber que ya no era capaz de distinguir entre sí a los grandes diseñadores.

—Pero lo que es un misterio es cómo acabó en un cubo de recogida de Oxfam. Es una talla cuarenta clásica, ya no hacen cosas así. Debería sentarte bien. —Su rápida y experta mirada evaluó a Anna con pesar—. Pero no, no con esos hombros de peón. ¿Qué hacéis las jóvenes para estar así? No te ganas la vida de picapedrera, ¿verdad? Tenías una figura estupenda a los veinte años.

El Schiaparelli iría a una subasta, lo venderían y el dinero serviría para socorrer a los pobres… Pero cómo habían brillado los ojos de papá. Anna conocía ese brillo, el amor por lo maravilloso. Había visto antes esos ojos ansiosos de urraca, en cualquier espejo. Cuanto más viejo te haces, más fácil resulta reconocer la morada actual de los espíritus inmortales y elementales.

Había tantas frases sutiles del texto del ADN que atravesaban indemnes el remolino de la recombinación. Un giro de la cabeza, una sonrisa… Ella era su padre y su madre, y la abuela Senoz y todos los demás a lo largo del camino. La voz de su madre, los ojos de su padre (aquella herencia entremezclada convertía en una auténtica chorrada toda la batalla de sexos).

Pero la pasión de ojos brillantes que sentía su padre por las cosas maravillosas era una advertencia. Ten cuidado, Anna. Si dejas que ese rasgo te domine, Spence, Jake y tú acabaréis sumidos de por vida en la pobreza… Debía resistir los cantos de sirena del Y transferido. No convenía hablar con Nirmal. Si hubiera algo de verdad en los resultados de Suri, algún otro ya estaría propagándolos a los cuatro vientos. Olvídalo, olvídalo… Aquel lento tren acrecentaba la terrible sensación de inminencia, de oportunidades perdidas y puertas que se cierran. Ese sentimiento que había comenzado a acecharla y que oprimía su corazón y hacía que se sintiera vieja.

A la mañana siguiente, sábado, milagro: ninguno de los tres tenía nada que hacer. Anna y Spence se quedaron tumbados y charlaron adormilados hasta que, como Jake estaba absorto en la programación televisiva matinal y no corrían riesgo de ser interrumpidos, empezaron a hacer el amor. Las menstruaciones de Anna habían sido maliciosamente irregulares desde el nacimiento de Jake. Estaba sufriendo una pérdida de sangre imprevista y no iba a ser tan tonta como para quitarse el tampón, así que lo hicieron sin penetración, pero fue bonito. Anna fue a comprobar su correo electrónico. Spence preparó el té, le llevó una taza a Anna y regresó a la cama con los papeles de los impuestos (quedarse en la cama era su modo de recompensarse por aquella deprimente tarea). Anna también volvió y se introdujo en el crujiente nido.

—¿Cómo está el chico Almodóvar? —preguntó Spence con sequedad—. ¿Todavía reserva para ti su revólver?

—¿Cómo sabías que tenía un mensaje de Miguel?

—Siempre lo tienes. Eh, Anna, mira esto. Shere Khan y la costa de Coramandel ha vendido veinte mil copias de prelanzamiento en el Reino Unido.

—¿Y eso es bueno? Tendrás que esperar a las cifras de cancelaciones, ¿no crees? Oh, se me olvidó comentártelo. Wol dice…, bueno, Rosey dice que Wol dice que se te menciona en las fiestas de las editoriales.

—Cielo santo. ¡Dios bendiga a esa aguerrida capitana y a su tripulación! —Su voz vaciló entre la risa y el orgullo—. Sabía que se me daba bien. No me había imaginado que… ¡Cielo santo, Anna, estoy ganándome la vida! ¡Somos solventes! Este año podríamos vivir sin tu sueldo, pequeña. ¡Oye, oye! Soy el sostén de la familia. Vamos bien de dinero.

Ella se quedó mirándolo con el edredón subido hasta los hombros, los ojos tranquilos pero muy abiertos.

—Entonces soy libre —dijo, en un tono tan extraño que uno pensaría que estaba a punto de desplegar las alas y salir volando por la ventana, o desaparecer por la chimenea como el rey de los gatos.

Pidió una cita para ver a Nirmal. Aunque trabajaban juntos, seguía siendo el procedimiento adecuado. El despacho de K. M. Nirmal era tan privado como siempre. La puerta podía estar entornada, pero uno nunca debía colarse dentro. Si te atrevías, ya podías olvidarte de lo que te hubiera llevado hasta allí. Estabas muerto. Anna pensaba poner sus cartas sobre la mesa, sin trucos ni evasivas. La solución siempre es directa… como solía decir Frank N. Furter.

Resultaba que los edificios del laboratorio de ciencias de la universidad de Poole habían sido alquilados del antiguo parque de ciencias del campus de Forest, donde Anna hubiese sido una estudiante de posgrado si su primera carrera no hubiera descarrilado. Mientras ascendía por ese valle que siempre olería al amanecer (aunque estaba muy cambiado, quedaban ya pocas hayas y pastos), se sintió como si retrocediera en el tiempo. Tras muchos errores y muchos fallos estúpidos, esta vez lo haría bien.

Anna no sabía lo que pensaba Nirmal de sus artículos sobre el éter. No le gustaba meterse en esas cosas. En ciertos aspectos se había vuelto más abierto y accesible desde la muerte de su esposa, pero todavía guardaba ese núcleo de absoluta reserva tan cerca de la superficie. Anna no tenía ni idea de cómo reaccionaría a su propuesta, aún más estrambótica.

Al menos el éter era algo difuso. Estos eran casos específicos.

Sacó los discos de Sungai y estudiaron juntos la proyección de Suri, casi en silencio. Nirmal se quitó las gafas electrónicas y pasó cierto tiempo repasando las notas impresas. Anna esperó, extrañamente relajada. Mientras Anna Anaconda pudiera mostrarse directa con los temas, estaba tranquila, ocurriese lo que ocurriese. Observó la tranquila y voraz concentración de Nirmal mientras este tomaba posesión del material y se hacía a él. Compartimos la misma sangre, tú y yo.

—¡Umm!

Nirmal volvió a colocar pulcramente los papeles sobre el escritorio y se recostó. Cogió sus lentes progresivas y se llevó la punta de una patilla con suavidad y de manera rítmica al centro de sus delgados labios. Las muescas en forma de H mayúscula alrededor de su boca se habían acentuado, y los huesos de su rostro sobresalían aún más, pero aparte de las nuevas gafas no había cambiado gran cosa de su aspecto. K. M. Nirmal no envejecía. Parecía divertido.

—Así que esto es lo que había detrás de todo.

¿Detrás de qué? Del nebuloso éter, supuso. Esperó.

—Si esto es cierto, si estos resultados son indicadores genuinos, surgen entonces dos preguntas. ¿Dónde están esas nuevas criaturas, Anna, los machos humanos XX de la epidemia?

Anna asintió.

—Esa es una pregunta. ¿Cuál es la otra?

—Si están entre nosotros, ¿por qué nadie más ha anunciado el descubrimiento?

—Sí.

—A estas alturas debería haber casos clínicos, muchos casos clínicos repartidos por todo el mundo. ¿Dónde están?

—Creo —dijo Anna lentamente— que esto no es Un mundo feliz. No se registra de manera rutinaria el genotipo de los bebés… en ninguna parte. Lo que Suri demuestra es que un intercambio de material genético entre los cromosomas X e Y, desencadenado por la presencia del viroide YT, conducirá a un cambio de apariencia dramática en los cromosomas, a una escala asombrosa sobre la población humana. Eso no significa un número asombroso de casos clínicos. Si Suri está en lo cierto, la mayoría de los afectados no tendrán ningún síntoma en absoluto. Y me da la impresión de que realmente estamos viendo una epidemia de hombres XX. Llevamos casi una década viéndola en los tratamientos de fertilidad. Pero su relevancia queda enmascarada por la inmensidad de problemas que la provocan, por el hecho de que la fertilidad a menudo no se ve afectada y por todos los demás candidatos a llevarse la culpa del descenso de fertilidad masculina. Además, considerándolo de manera global, gran cantidad de gente nunca será desviada a una clínica de infertilidad aunque tenga problemas.

—Muy cierto, muy razonable… si no existiera algo parecido a la investigación sobre el cromosoma sexual humano y si nadie hubiese atraído todavía nuestra atención hacia el efecto del viroide YT. Pero esto ya no es un caso de serendipia, Anna. Tus resultados previos son conocidos. No puedes decirme que no lo ha descubierto nadie porque no han estado mirando.

—Llevo años guardando esto —dijo Anna— porque la predicción de SURISWATI era demasiado estrafalaria. Quería demostrar la manera, mostrar un mecanismo para la propagación lateral de la variación genética como el motor secreto de la «evolución». Como lo que convierte la evolución en algo distinto al modelo que usamos ahora. Pero no buscaba esto, es demasiado sensacional y va por el camino equivocado. Otra gente puede pensar lo mismo. Tal vez hayan notado algo extraño —pensó en Miguel— y han decidido no seguir por ese camino. No seria la primera ocasión en que toda una rama de la ciencia ignora los resultados experimentales por…, por toda clase de motivos. Piensa en Galileo.

—¿No crees que esto pueda ser un espejismo?

Anna respiró hondo.

—No sé lo que es. Quiero trabajar en ello. Quiero volver a examinar las pruebas de Suri y necesito llevar a cabo un sondeo. Y quiero mantenerlo todo en secreto hasta que sepa que de verdad hay algo.

Nirmal asintió y volvió a tamborilear en sus labios con la patilla de las gafas.

—Justamente. Y quieres plantar esos dientes de dragón en mi departamento, en mi época.

—No sin tu consejo y consentimiento.

Umm. Supongo que el SURISWATI de KL, que sería el familiar más próximo a tu Suri, no sabía nada de tu trabajo.

—Nada. El SURISWATI de Sungai vivió y murió de forma autónoma. Aunque pudiéramos conseguir alguna cooperación desde Kuala Lumpur… —lo que era poco probable, dado el estado actual de la política en el sudeste asiático. Nirmal asintió, comprensivo— sería inútil. No podría confirmarlo ni refutarlo sin volver a realizar todos los cálculos, y entonces tendríamos que verificar sus resultados de modo independiente. Prefiero trabajar sin una IA, precisamente por el problema de la verificación. Los modelos virtuales no bastan. Tenemos que encontrar las respuestas en auténticas células humanas vivas.

Nirmal se cambió de gafas. Volvió a formar un fajo con los papeles, los guardó de nuevo en la carpeta, sacó la proyección del XX de su máquina y le entregó todo por encima del escritorio.

—Entonces hazlo. Pero…

—En mis descansos —dijo Anna.

Pero la cabeza le daba vueltas porque sabía que había más. Podía verlo en sus ojos. Había visto el brillo que lo iluminaba por dentro cuando le habló del motor secreto de la evolución…

—No —dijo Nirmal con minuciosidad—. Ahora los dos tenemos dos trabajos, porque el departamento no debe verse afectado. Veamos lo que podemos hacer juntos.

Se puso de pie y rodeó la mesa para acompañarla hasta la puerta, un detalle que había omitido la primera vez que habían hablado sobre el tema del YT y de lo que Anna debía hacer y no hacer en el tumo de K. M. Nirmal. Anna todavía no sabía qué guardaba en la cabeza. Cuando le abrió la puerta, sonrió con aquella extraña pero hermosa sonrisa que lo alumbraba todo.

—Bien, Anna —dijo—. Ha sido un viaje largo y extraño.

La mamá de Jake le enseñó los nombres de los árboles y las partes de las flores, cómo bailar el Okey Kokey, cómo soplar el globo de un diente de león, cómo cocinar un erizo, qué decir para que nieve, quién fue Guy Fawkes y unos versos sobre las urracas. El papá de Jake no sabía esas cosas, porque no venía de Inglaterra, pero lo sabía todo de Steven Spielberg, John Lennon, Kurt Cobain, Lara Croft, Sonic el Erizo y Mario el fontanero. Sabía quién había escrito todas las canciones de Top of the Pops y cuándo lo habían hecho. Jake pensaba que antiguamente su padre debía de haber sido un hombre poderoso. En invierno fueron al mercadillo de beneficencia de la ciudadela del ejército de salvación, en honor de los viejos tiempos, aunque ya no eran pobres. En verano pasearon por el bosque nuevo y asistieron a las ferias de los pueblos, donde compraron plantas (que se murieron) y extraños pasteles caseros que venían en estuches de papel plateado. En antiguas iglesias pequeñas olieron el aire fresco y el aroma a cera de abejas, y Jake siempre escribía lo mismo en el libro de visitas: «muy bonito».

No tenían tiempo para disfrutar de unas largas vacaciones. Pero una vez durante una breve escapada a la playa, en Francia, junto a las grandes olas espumosas del Atlántico, Jake le preguntó a su madre cómo se convertía uno en científico. Anna cogió un puñado de arena. Desempolvó una raqueta de tenis de playa, la colocó plana y soltó la arena sobre su negra superficie.

—Cuéntalos.

—¿Contar el qué?

—Los granos de arena. Mira, te enseñaré. —Aplanó el montoncito con la palma de la mano, lo cuadriculó y lo dividió con el borde de una concha en doce conjuntos aproximadamente iguales—. Cuenta los granos de uno de esos trozos y después escoge otro trozo y vuelve a contarlos. Cuando lo hayas hecho sumaremos los dos resultados, dividiremos el resultado entre dos, lo multiplicaremos por doce y sabrás más o menos cuántos granos hay en un puñado de mamá. Será diferente a cuántos caben en un puñado de Jake, pero eso no importa mientras lo tengamos en mente. Supondremos por ahora que en general cuentas con un número representativo de granos inusualmente grandes o pequeños. Cuando hayas terminado con esa parte, hablaremos de calcular cuántos puñados de mamá constituyen una playa. No será fácil. La playa es grande, cambia sin parar y puede que no estemos de acuerdo en cuáles son sus bordes. Pero podemos intentarlo.

Spence salió del agua con su tabla de surf y encontró al niño esclavizado.

—¿Qué está pasando aquí?

—¡Ciencia! —musitó Jake—. Estoy contando la arena.

—¡Eres un mal bicho! —dijo Spence a su esposa—. ¿Tanto te estaba molestando, el pobre?

Anna se tumbó con las gafas de sol puestas y cogió su libro.

—Me ha preguntado cómo era ser científico —explicó implacable—. Así que se lo he contado.

Ella sí que estaba contando la arena. Los días no eran lo bastante largos y las noches eran pozos blancos de perdición. Trabajaba como una posesa y no podía dormir. Le temblaba la voz y también las manos. Trataba de acordarse de ser amable y servicial con sus compañeros de equipo porque era esencial, el fluido vital de una buena labor, pero le costaba muchísimo recordar sus nombres. Era extraño saber que su jefe veía aquello como una progresión en línea recta. Había visto su talento, lo había cultivado, ella había partido para tener sus hijos (como deben hacer las mujeres) y ahora había vuelto y él la estaba preparando para el estrellato: el descubrimiento que había visto en forma germinal, en aquel primer artículo sobre el Y transferido, y que al fin llegaba a buen término. Se estaban matando en una institución atrasada y con el secretismo como imperativo, cierto. Pero por lo demás, todo era como debía. Todas las crueles derrotas de Anna y sus largos sacrificios, las pasadas injusticias de Nirmal…, todo eso simplemente no existía. Y ella se sentía feliz de conformarse con aquella versión. Muy feliz. El hambre y la sed de justicia no hacían girar los engranajes. No servían de nada.

Sabía que no lograba mantenerse a la altura en el frente doméstico. Era inevitable, una crisis. En cierta ocasión, cuando estaba colgando la colada limpia, encontró un paquete nuevo de condones en el bolsillo de la ropa interior de Spence. Anna y Spence no habían usado protección alguna desde que él se había hecho la vasectomía. Ahora que Shere Khan se había convertido en un éxito, era el turno de Spence de ser un ejecutivo siempre de viaje: visitar librerías y escuelas y quedarse en hoteles de congreso. Tenía derecho a jugar en campo contrario, si quería. Anna se sentó en la cama mientras sostenía el paquete y pensaba vaya, bueno. Está bien.

Entonces los dejó donde estaban. No dijo nada.

Así era el cuento de hadas. El precio de la riqueza es la satisfacción perdida. Una vez desapareciera la presión, cuando lo del YT acabara y todo quedara claro, Anna volvería a hacer que todo fuese igual que antes.

Como siempre, Anna no pudo asistir a la representación de la escuela de Jake. Cada año le prometía intentarlo y cada año fallaba. Meret, que también estaba siempre sola (la idea de que Charles asistiera al concierto de Divali/Hanuká/Navidades de la escuela primaria era absurda), había guardado un hueco para Spence en el salón superior, donde los pequeños lloriqueaban y las filas de piernas de adultos desbordaban las minúsculas sillas de armazón tubular. Spence se había aturullado, porque esas cosas siempre estaban muy mal coordinadas. Había llevado a Jake a la escuela, había vuelto a casa y llevaba unos tres minutos metido en la modalidad de escritor antes de caer en la cuenta de que tenía que brincar y volver a salir corriendo. Así era la vida. Se puso en cuclillas, incómodo por el ansia con la que ella le había hecho gestos y le sonreía al verlo acercarse. Le hubiera gustado decirle que no hiciera esas cosas, pero ¿por qué? ¿Que fuera discreta respecto a qué? Eran amigos.

—He dejado a Chip con mi madre —susurró ella. Los niños entraron en el escenario, disfrutando de su ingenua individualidad en el modo de andar y la expresión. Aún no se habían perdido en el conformismo de los adultos—. Rezo por que sea capaz de mantenerse lejos del jerez hasta que llegue a casa.

Los problemas con la bebida de la madre de Meret y las «excentricidades» de su padre parecían a veces un chiste, y en otras ocasiones algo grave y muy serio. Él le dedicó una atribulada sonrisa de complicidad que cubría ambas opciones.

Una niña con coletas crespas y oscuras, separadas unos ciento veinte grados respecto a su coronilla, leyó una sinopsis drásticamente simplificada del «Ramayana» a un galope monocorde. El final, un enérgico asalto sobre la fortaleza demoníaca de Lanka, fue un tumulto indiscriminado de guerreros-mono y palmeras, en el que una pareja de monos (o posiblemente palmeras) llegaron volando por el aire y se unieron a la audiencia. Los papás, obsesionados, se arrastraban por todas partes buscando buenos ángulos para las cámaras de vídeo. Tomkin Craft fue expulsado (Tomkin siempre era expulsado, fuese cual fuese la ocasión) y tuvo que quedarse en el pasillo mientras un profesor lo vigilaba. Florrie tomó parte en un número de danza sobre las compras de Navidad. Había algo profundamente norteamericano en todo aquello. A Spence le recordó a su escuela primaria y al rostro de torta de su madre, que lo contemplaba llena de orgullo desde la primera fila en el gimnasio. Más villancicos, más números. Al fin, seis chiquillos con túnicas rojas, sobrepellizas blancas y gorgueras del mismo color desfilaron por el escenario sosteniendo cirios de cartón. Cantaron un verso de Once in a Royal David’s City y un niño pequeño de piel marrón y oscuros tirabuzones se adelantó a los demás para leer la primera parte del evangelio de san Juan.

Lo hizo bien. Se acordó de NO ACELERARSE y en una o dos ocasiones se atrevió, con salvaje osadía, hasta a levantar la mirada del pergamino. Spence se sonó la nariz y deseó haber llevado gafas oscuras. Por último, todos cantaron en voz alta So Here It Is, Merry Christmas y terminó la representación. Se le había olvidado llevar una cámara. Tendría que compartir las fotos de Meret. Se marcharon juntos tras la sesión fotográfica e irrumpieron en una tarde desagradable y gris. Ella paseó junto a él, refunfuñando (aunque con un toque de orgullo sexual) por el terrible comportamiento de Tomkin.

—¿Por qué contuviste la respiración? —preguntó ella—. Me refiero al final. ¿Es que Jake leyó mal las palabras?

—¿Contuve la respiración? —A veces lo agotaba el grado de atención que le dedicaba Meret—. Qué va, lo ha hecho bien. Supongo que estaba pensando que esa obertura de Juan debía de haber asombrado al público, dado el nivel medio de cristianismo de esta zona. La mayor parte de la audiencia probablemente se estaba preguntando: «qué diablos, ¿es esto lo de Hanuká?».

—Anna y tú sois más o menos católicos, ¿verdad? ¿Creéis en todo eso?

Llegaron a su coche, debían separarse. Salvo que Meret fuera a su casa para tomar un café, y no había excusa para ello, no tenían nada que hablar sobre Shere Khan. Meret se quedó allí balanceando sus llaves, esperando a ver qué pasaba. Por capricho, él se tomó en serio su pregunta.

—Llevamos a Jake a bautizar. Vamos a misa, a veces. —¿Cómo podía explicar con palabras aquella verdad insegura, que sería terrible e inútil si te diera garantías, esa película dorada e insustancial que cubría las cosas y que hacía soportable la vida? Quizá ella pensara que la vida merecía la pena…, pero sabía que no lo pensaba—. No creo en un Dios que está ahí fuera y todo eso, pero pienso que hemos nacido para sufrir y morir, y que somos redimidos de una forma misteriosa. Y creo que deberíamos amarnos los unos a los otros. Me parece que eso cubre lo importante.

Los dos se sintieron muy conmovidos. Ella tocó la manga de su chaqueta, casi con veneración.

—Será mejor que vuelva ya.

Spence trabajaba solo en su cuarto, a altas horas de la noche. Anna estaba en la cama, y en la casa reinaba el silencio. Fuese lo que fuese lo que hacía con el Y transferido en esta nueva etapa, la estaba consumiendo. Llegaba a casa desde el laboratorio, se ocupaba de Jake hasta que lo acostaban, trabajaba un par de horas más en las cosas de su departamento y se arrastraba después hasta la cama para caer rendida. Spence no sabía lo que estaba pasando. Había transcurrido mucho tiempo desde la última de aquellas fascinantes conversaciones alocadas: álgebra booleana, atractores extraños y la naturaleza de la realidad. Se sentía inquieto. Unos días antes había ido a visitar al señor Frank N. Furter para adquirir un suministro fresco de hachís puro de contrabando. El auténtico, pegajoso y acre, muy superior a esa cosa legal, esos palitos adornados con cannabis. Cómo cambian los tiempos. Frank llevaba varios años con su actual novia, una chica preciosa, y tenían una hipoteca. Las drogas recreativas no eran ya su negocio principal. Tenía propiedades en la ciudad y estaba negociando satisfactoriamente con Hacienda sobre ciertas discrepancias de años pretéritos.

Spence casi menciona su gran problema mientras estaba sentado en la cocina de Frank, como siempre (una cocina más impecable que nunca, ocupada aún por su colección de animales salvajes: una rata [aunque no era Keefer], cacatúas que descendían en picado, gatos entre los pies, Betty la iguana y Jade, el loro). Pero Frank no era el mismo. Habló de dejar todo aquello y agitó la mano, no para referirse a sus mascotas sino a aquella palpitante extensión costera llena de bribones. Ángela trataba de lograr la prejubilación. Estaban pensando en Escocia, en un brezal lleno de urogallos. Prejubilación, Dios mío.

En fin, qué pena.

Spence empezaba a ser demasiado viejo para tener un gurú.

«… Era un día cálido y sereno en medio del océano Atlántico. El mar y el cielo estaban tan ebrios de la luz del sol que no podían hacer otra cosa que descansar allí, indefensos. Los piratas habían llevado un tanque de larvas de anguilas al corazón del mar de los Sargazos porque, como sabéis, las anguilas nacen en ese remiendo extraño y lleno de maleza en medio del océano. Aquellas pequeñas anguilas en particular correspondían a una aventura transgénica mediante la cual los piratas pretendían labrar su fortuna. Es bien conocido que difícilmente va alguien a comer anguilas por voluntad propia, puesto que la gente siempre preferirá las andouillete, pero eso iba a cambiar cuando las anguilas transgénicas de Shere Khan, con sabor a helado de arándano y crema de licor de menta, llegaran al mercado. Rafe Rackstraw, desde la cofa, aulló: “¡barco a la vista!” y Fiona McLeod, la pirata con un burdo tatuaje de Sean Connery que siempre trataba de enseñar a todo el mundo, añadió: “El escáner lo confirma, señora”. Shere Khan no se mostró disgustada por la interrupción, puesto que las cifras del NASDAQ sobre el comportamiento reciente de la biotecnología eran malas. El barco era extraño, una goleta de tres palos pero sin velas, con los costados llenos de percebes incrustados. Era un barco tan viejo tan viejo que uno creería que el palo mayor se iba a convertir de nuevo en un árbol y a florecer como las rosas. Su nombre, por lo que pudieron leer entre los mariscos, parecía ser El orgullo de Whitby. Y su tripulación estaba compuesta de hombres muertos…».

La nueva aventura, como cualquiera debería poder deducir de la última línea y media, era el homenaje de Spence a Bram Stoker y tenía que incluir a Gil Bates, el ruin cibervillano (a su editora le había encantado el Gil Bates de El octavo mar y había pedido más). Jugó con la idea de conectar la trama con algo relativo a cambiar las corrientes oceánicas, los chistes adultos quedaban tan bien…

Ojalá el propio Spence pudiera encontrarse al principio de una nueva aventura, pero estaba atrapado en el oscuro diciembre, sin un respiro del turbio y denso cielo.

En todos sus años de monogamia nunca había tratado de coartar su imaginación sexual. Aquella doncella filipina, Josie, de la número 3 de la terraza de la piscina de Nasser… Su sonrisa sexy y su adorable culito redondeado le habían alegrado los días. Al ver a Meret junto a Charles había comprendido la situación (oh-oh, la muchacha es infeliz en casa, estoy jugando con fuego), pero aún seguía desnudándola y manejaba en su imaginación aquel pequeño cuerpo almibarado de almendra pelada; fantasías levemente hostiles, lujuria entremezclada con resentimiento. Era una adicción. Y a pesar de todo, Meret se había convertido en una auténtica amiga y una gran colaboradora. Era una muchacha tan dulce… La admiración y el respeto que sentía Meret por él, completamente inesperados, eran un regalo del cielo que le había hecho superar de un salto el atroz malestar que llevaba sufriendo desde el verano en que Jake empezó la escuela. Spence había comprendido que él mismo adoraba las historias de Shere Khan, que ese era su nicho soñado, la obra que a la vez era un juego. Joder, a lo largo de los últimos dos años había sido mucho más compañera que Anna. No podía dejarla tirada, aunque profesionalmente le fuese factible.

Había tanta testosterona en dificultades aquellos días, bandas de jóvenes furiosos que vagaban por el paseo marítimo. Daban lástima, pero otros modelos masculinos aún eran más molestos. Se sentía continuamente irritado al ver su propia vida presentada en páginas de estilo. ¿Qué fue de aquello de ir por delante en la partida, de no ser como nadie más? Le daban ganas de emprender una regresión. Sentía como si su lenta y tímida lujuria oculta fuera ridícula. ¿Quién iba a curarlo de Meret? Mierda, ¿por qué necesitaba que lo curaran? Es solo un pequeño flirteo inofensivo, ¿a qué viene todo este jaleo? Mejor volver a los piratas. Ah, cuántos días atrapados entre las páginas de aquellos libros ilustrados. El sabor de la lluvia sobre las frambuesas silvestres, el polvo caliente a la vera del camino, los tiempos en los que ingeniar nuevas historias de Shere Khan para un mocoso inquieto había sido tan divertido como que alguien te redujera una fractura múltiple sin anestesia… Cada precioso momento relucía y brillaba en el recuerdo. Solo deseaba poder aclarar sus ideas. Cualquier cosa sería mejor que aquella absurda…

Decidió enviar un correo a Mer. Algo que cualquiera pudiera leer.

Las Navidades fueron horribles para Meret. El suplicio la alcanzó el día de Nochebuena, cuando estaban vistiéndose para ir a la fiesta de Julie. Charles le entregó, con sus maneras bruscas, un joyero.

—Tanto da que los tengas ya —dijo—, puesto que vamos a salir.

Sabía que Meret hubiera preferido abrir el regalo el día de Navidad. Era típico en él. Le arruinaba las ilusiones bajo la excusa de ser sensato. Pero ella vio esa ladina sonrisa en la comisura de sus labios y supo que lo estaba haciendo a propósito. En el estuche había unos pendientes con grandes diamantes y esmeraldas engastados, ostentosos y sosos, la clase de trofeo que lucían las esposas de sus amigos de mediana edad. Era algo que no guardaba relación alguna con Meret o con su modo de ser. Lo que más le dolía era que ella había hecho un gran esfuerzo, como siempre, para conseguirle los regalos que sabía que le gustaban (un caro libro de ciencias con preciosas fotografías, un cinturón de piel de serpiente, una pesada camisa de seda de su color favorito). Arrojó los pendientes al otro lado de la habitación, gritó y sollozó. Pero de todas formas tenían que ir a la fiesta, Meret con los ojos enrojecidos y Charles enfurruñado. La Navidad tiene un poder terrible: nadie se atreve a romper las reglas y dejar de fingir.

Los disgustos prosiguieron al día siguiente, cuando se sentó junto a su madre, su padre, Charles y los niños, y abrieron sus regalos sobre unos cócteles mimosa y un desayuno de molletes frescos, huevos revueltos con rebanadas de trufa y salmón orgánico ahumado. Papá ni miró sus regalos, se limitó a gruñir y se quedó sentado, engullendo la comida. Florrie y Tomkin empezaron a pelearse. Charlie lloró porque nadie le prestaba la suficiente atención. Mamá era la única feliz, porque le dejaban beber a la hora del desayuno. Meret abrió sus regalos con ilusión, aunque sabía que estaba predestinada porque nada de lo que uno anhela se hace nunca realidad, las únicas alegrías son las inesperadas. No había nada que le gustara. Charles ya había dejado la mesa. Se instaló en su sillón frente a los informes de resultados, como si no existieran ni las Navidades ni la familia. Primero apagó las luces del árbol para que no interfirieran con la imagen de la pantalla. Era un árbol tan hermoso… Durante un instante (el día anterior, un momento pasajero cuando colgaba su estrella de cristal favorita y Charlie estaba sentado en el suelo, como un angelito), Meret había sido feliz de verdad… Contempló con odio la ajena coronilla de su marido.

—Creo que deberíamos suscribimos a many-To-many. Es el mejor proveedor, tiene canales de calidad e innovadores y una cobertura informativa imparcial.

—Es demasiado caro. No tienen anuncios, ¿qué te puedes esperar?

—Pues Spence y Anna tienen mTm.

Charles emitió un bufido despectivo.

En una tarde cada vez más oscura, Meret vagó con desaliento por la casa. Su hermano Blondel y su esposa estaban allí con sus hijos, igual que Madeleine, la hermana de mamá, con sus hijos ya crecidos. Meret había cocinado hasta caer rendida mientras su tía y su madre infestaban la cocina, criticándose la una a la otra. Había dispuesto la mesa con gran primor, la había acompañado de hiedra, eléboro y cintas de espumillón. ¿Y para qué? En cuanto todo el mundo se sentó, Charles trató de obligar a Tomkin a comer cosas que no le gustaban, lo que era ESTÚPIDO e IMPOSIBLE. Luego Blondel empezó a discutir con papá por una nadería y los demás pronto metieron baza para empeorar aún más las cosas. Los niños subían y bajaban las escaleras, corriendo y chillando. Por lo que a Meret concernía, el pudín (para el cual había hervido a fuego lento la salsa al coñac con mucho cuidado y había preparado una ramita de acebo) podía quedarse en el microondas hasta que fuese cemento.

Al día siguiente tendría que dividir su tiempo entre el padre de Charles y su madre, su padrastro y Tony, el hijo divorciado del padrastro, que había vuelto a vivir en la casa paterna y que odiaba a Charles.

Oh, Dios.

Alguien se había dejado abierta la puerta de su estudio. Kilmeny estaba acuclillada en la balda más alta de la estantería, con los ojos saliéndosele de las órbitas, mientras los dos gordos gatos persas azules de su padre acechaban desde el suelo como unos feos almohadones vivos tapizados de pelo. Uno de esos cabrones había devuelto en la mesa de Meret, de manera tan abundante que no solo había destrozado el trabajo que estaba haciendo, sino que el vómito se había deslizado por el armazón de la mesa y había salpicado los libros, papeles, paños, lápices y pinturas que había en el suelo. Llorando, echó fuera a las bestias y cogió un rollo de toallitas húmedas. El asqueroso vómito gris todavía estaba caliente. Hizo un gurruño con sus dibujos y lo tiró a la papelera. Después se arrodilló para pasarles un trapo a los libros de arte, mientras lloraba bajo la enorme fotografía enmarcada de Le Déjeuner en Fourrure. La fotografía era de alguien famoso, un amigo de su padre. Llevaba puesta allí desde que ella era niña, cuando aquello era su dormitorio. Nunca había tenido el valor de decirle a su padre que odiaba esa taza y ese platillo cubiertos de piel. No podía mirarla sin sentir que le faltaba el aire, como si alguien se los metiera a la fuerza por el gaznate. Los asquerosos gatos seguían maullando y arañando en su puerta. Esta se abrió y su padre entró despreocupado, mientras sus matoncetes se deslizaban con petulancia por delante de él. Avanzó sin prisas hasta la ventana y se quedó allí, balanceándose rápidamente, con las manos metidas en los bolsillos de sus gruesos pantalones, al tiempo que contemplaba en el exterior la gris noche de Navidad.

Diffugere nives… —musitó—. Umm, ¿cómo seguía? Damna tamen celeres reparant caelestiae lunae… Pero todo lo que estropean las estaciones, las lunas lo vuelven a reparar, mientras nosotros nos convertimos en polvo para siempre. Ya no es así, ¿eh? Ahora somos nosotros los inmortales y todo el resto de la creación está condenado, mutilado, torturado y obligado a adquirir formas antinaturales, de camino a la extinción.

—Llévate de aquí a esos jodidos monstruos —gimió Meret—, ¡o los mataré!

Godfrey se giró con pesadez y encaró a los criminales con una mirada severa y un dedo amenazador:

—¡Jerjes! ¡Darío! ¡Marchaos de inmediato a vuestras canastillas!

Los persas siguieron mirando torvamente a Kilmeny, con ojos despiadados como platillos naranjas. Meret se rio con lágrimas de rabia.

—¿Las demás personas también tienen Navidades así, papá?

—Por supuesto que sí, cariño. Puede que no seamos perfectos, pero sí espantosamente normales.

—Spence dice… Spence y Anna creen que el modo de ser feliz es aprender a pasar sin cosas, lujos e inventos modernos. Es raro, ¿no crees? Sobre todo considerando en lo que trabaja ella.

—Tal vez sea culpabilidad. O quizá los puritanos sepan algo que nosotros ignoramos sobre las riquezas del mundo moderno, o algo que preferimos ignorar. Quién sabe. Tu madre está borracha como una cuba. Madeleine me ha pedido que vaya a buscarte para que ayudes a llevarla a la cama.

Meret ayudó a acostar a su madre, trató de persuadir en vano a sus primos, ya mayores, para que la ayudaran a despejar la cocina y se quedó en casa con los niños mientras todos iban al pub. Entonces disfrutó de algo de paz mientras achuchaba a Charlie delante de A Muppets’ Christmas Carol, hasta que fue hora de llevar a los mayores a la cama. Había planeado para ellos una sesión nocturna de Navidad en la sala de juegos del sótano, con colchones de aire y sacos de dormir, como si fueran piratas que acampan en una isla del tesoro, y una bolsa de sorpresas con regalitos para dar una fiesta a medianoche. Trató de leerles algo de Shere Khan y la torre del muelle del canario, el primero de los libros de Shere Khan y también su favorito, con el comienzo entre la niebla de Southwark, las ratas de la cloaca y el arzobispo, y la terrible lucha en todo lo alto de la pirámide de cristal. Pero no funcionó, las pequeñas bestezuelas no querían escuchar. Juniper y Maisie se aburrían, y Tomkin no dejaba de hacer ruidos de pedos y comentarios criticones.

—¿Por qué están comiendo patatas fritas? Es una tontería que los piratas coman patatas fritas.

—Porque son pobres.

—Es una tontería, ¿por qué son pobres?

—Cuando los piratas tienen dinero, se lo gastan. Entonces ya no les queda nada. Son forajidos irresponsables, no hacen planes para el futuro. ¿No te identificas con algo así? Oh, cielo, deja a Florrie en paz, estás siendo muy malo. ¡Florrie, no lo muerdas!

Sus hijos eran un infierno, un auténtico infierno. ¿Por qué no podía tener un hijo como Jake Senoz, que no había sufrido una pataleta en toda su vida? «Limítate a decir “no”», le aconsejaba Spence. «No cedas». Eso era fácil cuando solo se tenía un crio, eso mismo le había respondido. Si tenías tres, era imposible pasarte todo el tiempo oponiendo resistencia, había que ceder en algún momento o te quedabas sin vida… «De acuerdo, entonces es mejor tener solo un crio», le había señalado él con descaro. Estaba en lo cierto, Meret lo había fastidiado todo. ¿Por qué no convencía a Charles para contratar a una niñera? Porque adoraba de modo insuperable a aquellos niños, y porque Charles era increíblemente roñoso. Le había contestado que ella estaba en casa todo el día, que para qué necesitaba una niñera… Oh, pero a veces, en lo hondo de su corazón, ansiaba llevarse a Jake al McDonald’s, empapuzarlo con un Big Mac, patatas fritas y un batido de chocolate y hacer que engullera la terrible comida del imperio del mal solo para darle una lección a Spence.

Dejó que los niños hicieran lo que les apeteciera, regresó a su estudio y con mucha paciencia logró convencer a Kilmeny de que se bajara de su percha. Kilmeny era de color carey, amable, bonita y afectuosa, todo lo contrario que los gatos persas. Meret la colocó sobre un cojín y se arrodilló delante de ella, dedicándole la admiración que esta ansiaba:

—Oh, hermosa Kilmeny, eres bienvenida aquí.

Como todos habían salido, pudo comprobar si tenía e-mail. Quizá no hubiera mensajes, probablemente Spence hubiese sido incapaz de escaquearse. Pero, oh, si tuviera alguno…

Nunca lo llamaba, ni tampoco él a ella. Los tonos de voz podían provocar que se les pasaran las ganas. Meret prefería tener palabras en las que pudiera pensar. Quería líneas para poder leer entre ellas. Se arropó con un mantón que había logrado escapar del vómito felino y se sentó delante del ordenador. Sí, había un mensaje, un hermoso e intrigante mensaje.

Oh, amado, pensó, adelantándose a los acontecimientos muy a su pesar. Spence nunca abandonaría a Anna. Pero la emoción de tener un romance… era su único consuelo.

Otro año comenzaba, envuelto en viento y tormentas. Anna encendió una vela a la hora de acostarse, por la intimidad que daba, e hizo mimos a Jake bajo el edredón. Ah, cómo vuela el tiempo. Estaba leyéndole El señor de los anillos. ¿Qué había pasado con Spot y Pookie, y con La oruguita glotona?

—¿Por qué es Saruman la cabeza del Concilio Blanco? —preguntó el niño—. Quiero decir que Gandalf tiene el anillo de fuego, que es el anillo de los elfos más importante, y es uno de los personajes principales. Saruman es desagradable y egoísta, ¿por qué lo nombraron?

—Bueno, Gandalf era el candidato de Galadriel, y me temo que eso no ayudó. El Concilio Blanco es cosa de humanos, aunque lo compongan magos. Tolkien no lo dice en ningún sitio, pero apuesto que así fue como sucedió. Los humanos querían a alguien que apoyase su punto de vista, lo que significaba que sería Saruman aunque todos supieran que era un capullo y probablemente estuviera vendido. ¿Suena más lógico ahora?

—Algo. Pero no mucho.

—Sí, bueno. Así puedes hacerte una idea de cómo son las luchas por el poder político. ¿Continúo? «Tormentas de nieve el 12 de enero. No había necesidad de volver para traer esa noticia…».

Unas sombras se cernían por encima del seto del jardín de Anna. A veces, en instantes aislados de las labores domésticas, alzaba la mirada de su preciada tarea (como picar verduras, sacar brillo a los muebles o coser botones en la ropa de Jake) y se ponía a escuchar, con el corazón en la boca. ¿Qué pisada de ogro esperaba?

Lo arreglaré todo. Pero después. Primero tengo que arrojar el anillo al fuego.

Se esforzó mucho y con bastante éxito por no pensar en las implicaciones sociales del Y transferido, y en eso Nirmal era el aliado perfecto. «¿Identidad sexual humana? Eso déjalo para los psicólogos. Si se aprende algo de la identidad sexual humana con la genética de la infertilidad es que no existe ninguna relación directa entre las variaciones del sexo cromosómico y el comportamiento del individuo. Qué cosa más tonta por la que pelearse». Como si no hubiera problemas suficientes en el mundo. Si seguías las noticias, si llegabas a alzar la mirada del tremendo esfuerzo del trabajo y atisbabas un ápice de la macabra salvación que venía al galope, en rescate del precioso mundo viviente de Clare, tenías que retroceder asustada. ¡Eso no, tiene que haber otro camino! ¿Pero lo hay? ¿Nos protegerá alguien de esta terrible caída?

No quería pensar en el significado de lo que estaba haciendo, pero sufría pesadillas recurrentes en las que se miraba en un espejo oscuro, como la lente reflectante de un telescopio. En la oscuridad aparecía algo que comenzaba a crecer: hermoso y terrible, un vórtice devorador, toda la vida humana acababa ahí dentro.

Y así siguieron las cosas: Spence andándose con rodeos, Meret como una niña en el escaparate de una tienda de golosinas y Anna luchando contrarreloj. Por primera vez en su vida sabía lo que era vivir como un científico ambicioso: repasando las publicaciones, asustada de las sombras, convencida de que había competidores que saltaban sobre su espalda. En cualquier momento, cualquier día, otro equipo podía arrebatarles la victoria… Era venenoso, pero también estimulante.

No charlaba con Spence del Y transferido porque todo el tema estaba sub judice. Ningún miembro del equipo hablaba de ello. Llegó un momento en que sabían que tenían información que era auténtica dinamita (el sondeo), pero nunca discutían las implicaciones sobre el mundo exterior. Estaban en la recta final y todo lo demás carecía de importancia.

En enero se enteró de que uno de los australianos había advertido en privado a Nirmal de que Anna estaba yendo demasiado lejos. ¿Cómo había tenido ese hombre acceso al material sin publicar? El tiempo de secretismos casi había quedado atrás, pero aun así… casi se peleó con el jefe por culpa del asunto.

—Este es mi departamento —dijo Nirmal—. El trabajo que hagamos aparecerá con mi nombre encima. Pero si quieres continuar, a pesar de este consejo, te apoyaré.

Anna hizo caso omiso y relegó el incidente al grado de un simple susto. Les habían aceptado el artículo. ¿Cómo podían rechazarlo? ¿Y por qué iban a hacerlo? Entonces salió publicado y de inmediato se desató la tormenta.

Un día, a principios de primavera, Nirmal la llamó a su oficina. Ella fue, despreocupada. La prensa amarilla era un chiste y los auténticos científicos que se habían lanzado al ataque eran los sospechosos habituales, sin mucha credibilidad. Pensó que Nirmal la había llamado para discutir la táctica a tomar, pero en lugar de eso le mostró un e-mail privado del jefe del equipo de Melbourne, que arrojaba dudas sobre la existencia del efecto del XX masculino, sugiriendo que era un artificio experimental. Anna se rio. No debería haberlo hecho. La reunión desembocó en una espiral destructiva mientras Anna releía de arriba abajo el correo electrónico impreso y recordaba demasiado tarde que detrás del equipo de Melbourne estaba su gurú, cierto genético de renombre llamado Pat McCreevy, rival de toda la vida de Nirmal. Oh, los inmaculados reinos de la labor científica estaban plagados de esas enemistades, y había que ser un tonto para no tomárselas en serio. Oh, mierda… que Pat McCreevy lo pusiera en duda garantizaba que Nirmal fuera incapaz de razonar.

Anna se oyó decir todo lo que no debía:

—¿Qué importa? El llamado cromosoma «masculino» humano cambia de forma, ¿y qué? ¡Esto va de algo mucho más importante!

No llegó a acusar a su jefe de absurdo pánico sexual, pero cuando este le dijo que no había nada más importante que la dignidad humana, ella no estuvo de acuerdo. Y cuando le comentó que ahora consideraba que su anuncio había sido prematuro y que debían retirarlo, Anna se opuso furiosamente y por eso…

Estaban en las vacaciones escolares de mitad de trimestre. Anna llegó a casa a mediodía y le dolió encontrarla desierta. Pero Spence no sabía que hubiera problemas. Tiempo atrás, le había explicado que surgirían controversias, ¿cómo podía deducir que había sucedido algo peor? Fue hasta la rectoría. Spence y Meret habían dejado a los niños con la madre de esta y habían salido juntos. Cuando volvieron, encontraron a Anna esperándolos, con una faz como la muerte y el trueno.

—Hola —dijo a su marido, y débil, muy débilmente, se le pasó por la cabeza que era raro que hubieran salido sin los niños—. Hola Meret… —añadió con educación—. Me han despedido.

4

En cierta ocasión, Ramone bajó a la expansión urbana de la costa sur para dar un espectáculo, pero lo canceló en el último momento porque estaba harta del juego, de esas «conferencias» que en realidad no eran más que asquerosas fiestas de tupperware para vender el producto. Paseó por las calles que le habían sido familiares mucho tiempo atrás, vio a una mujer con un niño y los siguió. Estaba anocheciendo y la luna se elevaba alta en un abismo de azul transparente. Los árboles del parque estaban ya sin hojas, era invierno. La mujer vestía un esbelto abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos y una gorra ceñida. El niño llevaba una chaqueta de trenca roja oscura, con una bufanda de brillantes colores. Se veía obligado a trotar para mantenerse a la altura de su mamá mientras apretaba con fuerza su mano… Ramone consideró seriamente la posibilidad de convertirse en una acosadora. Podría mudarse en secreto a Bournemouth y seguir a aquella joven madre satisfecha a un lado y a otro del paseo marítimo, dentro y fuera de las tiendas de moda, por los parques y jardines. Pero después decidió que no podía ser Anna.

Aquella noche regresó a Londres, a sus aposentos situados muy por encima de los cañones de la City. Su espacio vital seguía conservando el ambiente de una habitación de estudiante: un entorno sin orden ni concierto, efímero, del que nadie se preocupaba y en el que solo las pilas de libros poseían alguna validez. Habló con dulzura con el único depositario de sus afectos: Pele, el conejo azul. Tú eres todo lo que tengo y todo lo que necesito, pequeñín. El resto, todos los demás con sus familias, sus amigos y amantes, se engañan a sí mismos con patéticos espejismos. Estoy mejor sin ellos. Tú nunca me fallarás. Te llamo Pele porque así te llamaban cuando yo era un bebé. Pero no te preocupes, cariño, mi corazoncito, conozco tu verdadero nombre. Pero en realidad le avergonzaba mirar a Pele o hablarle en voz alta. Como todos los auténticos amantes, era una criatura destinada al olor y al tacto. Cuando dormía, con su amorcito acurrucado entre sus brazos, era muy feliz.

Visitaba puntualmente a Lavinia en la residencia de ancianos. Y los días buenos la encontraba con los ojos chispeantes y un aspecto juvenil, con el pelo peinado y recogido al gusto de las enfermeras, y pasaba diez minutos o así charlando con una anciana tímida pero afable que conocía bien a Ramone pero que no tenía ni puñetera idea de quién era. Ramone se sentía identificada. Frecuentemente se veía en situaciones similares, aunque cuando tenía que hablar con gente que esperaba que la reconociera, no se sentía ni la mitad de contenta que ella. Pero Lavvy no tenía otra alternativa. En los días malos recordaba lo bastante como para comprender lo que estaba sucediendo, y eso era terrible.

Cuando decidió mudarse a Manhattan, sabía que no supondría ninguna diferencia. Lavvy ni se enteraría de que las visitas de Ramone se distanciaban cada seis meses. Su reloj se había detenido. Su control sobre el tiempo había perdido un muelle. Pero tal vez sí supiera algo, porque durante la visita que Ramone pretendía que fuera la última, Lavvy (en su modalidad de amable ancianita) le preguntó de repente si podía darle algo que coger. Hasta entonces, la respuesta a la habitual pregunta de Ramone de «¿quieres que te traiga algo?» siempre había sido un «no» ausente. No quería nada para leer, ni flores ni fotos, ni que le pasara drogas de contrabando. No deseaba nada. Ramone luchó consigo misma, pero al final triunfó: al día siguiente volvió con Pele. Lavinia lo recibió con asombro y agrado. Por supuesto, ya no recordaba que había pedido algo para acariciar, pero la necesidad seguía presente.

Después, cuando le preguntaron por qué había dejado Inglaterra y por qué ya no se prestaba a realizar escandalosos comentarios feministas, les dio la clase de respuesta que buscaban. «Las feministas profesionales son hocicos en el comedero, lameculos de los medios de información masculinos, y sus seguidoras un puñado de lesbianas que no han salido del armario, amas de casa amargadas y sebosas en general. El feminismo apesta, lo he dicho antes y volveré a decirlo. No hay nada que pueda hacerse por las mujeres, se merecen todo lo que les pase». Fue un número entretenido, pero nada nuevo. La realidad guardaba mayor relación con el destino de aquel conejo azul de juguete, cuya ausencia nada podía reparar. En su corazón no vivía en Manhattan. No se sentía implicada en la estupidez posmodemista de Karel y Ri, y en absoluto interesada en la mierda de «arte» que los tres habían creado juntos. Atravesaba una fase de transición, a la espera del día en que le devolvieran su vitalidad. A la espera de mudarse.

Se enteró por Roland de la enfermedad final de Lavvy. La llamó para contarle que su hermana había contraído neumonía viral y que el pronóstico no era nada bueno.

—Parece haber perdido la voluntad de vivir —dijo él con falsa circunspección. Ramone sabía que aquello era el código para la eutanasia. La energía nacida de la impresión recorrió sus miembros. Volvería de inmediato a Inglaterra. Con atenciones positivas, Lavvy se recuperaría. ¿Qué tenía, solo sesenta y cinco? ¡No era vieja! Podía vivir lo bastante como para estar ahí cuando se descubriera cómo devolver la energía mental a los enfermos de Alzheimer, incluso los que, como ella, tenían complicaciones…

—Voy a ir para allá. Dile que estoy de camino. Díselo, aunque te parezca que no recuerda mi nombre. —Ya había decidido telefonear ella misma a la residencia de ancianos y hacer que transmitieran su voz hasta la cama de Lavvy. No era difícil y no se fiaba de Roland.

Hubo una larga pausa al otro extremo del hilo.

Umm. Estaba tratando de contártelo con delicadeza, Ramone. Me temo que Lavinia ya no se encuentra entre nosotros.

—Joder. ¡CABRÓN, LA HAS MATADO! ¡LA HAS SACRIFICADO!

—El funeral es el próximo miércoles…

—¡LES DIJISTE LO QUE DEBÍAN HACER! ¡DIJISTE QUE LA DEJARAN MORIR!

—De hecho —respondió aquella afligida voz de clase media, intolerablemente satisfecha de sí misma—, esas fueron las palabras exactas de mi hermana: «dejadme morir». Había hecho una declaración al respecto, un testamento vital. ¿No lo sabías?

Cuando asistió al funeral, la ira y el odio seguían siendo sus principales emociones. No quería admitir que sabía que eso iba a pasar cuando Lavvy, que nunca fue aficionada a los peluches, le había pedido a Pele… No era la primera vez que veía cómo incineraban a un amigo, así que no se sintió muy afectada por la ceremonia. En mitad de esta, recordó con terror que no había recuperado a su amado…

Salió corriendo de la capilla o como lo llamaran, y cogió un taxi para recorrer los veinticinco kilómetros que había hasta el hogar de ancianos. Era noviembre y las rectas y esbeltas hayas de Dorset del parque estaban cargadas de un color rojizo dorado. Ramone se había vestido al estilo bohemio neoyorquino para molestar a la familia, y el personal de la residencia reaccionó con miedo y desagrado ante su maquillaje, su sombrero y sus zapatos. Cerraron filas. Dijeron que los familiares de Lavvy se habían llevado los efectos personales. Si Ramone quería un recuerdo, tendría que preguntar a los Kent. Se ablandaron al ver que Ramone rompía a llorar, pero insistieron en que no había nada que ellos pudieran hacer. Todo lo que la familia hubiese dejado debía de haber sido incinerado hacía días. Ramone los empujó a un lado y corrió, una mujer loca vestida como un payaso aterrador que dejó atrás la sala de TV y las hileras de sillas de ruedas plegadas hasta llegar a la habitación que recordaba. Estaba vacía. Nunca había sido de otra forma. Lavinia nunca había vivido allí.

En la ventana abierta se agitaban los visillos de poliéster. El aire fresco no ocultaba ese asqueroso miasma gris a residencia de ancianos: orina y heces, desinfectante y comida rancia.

Salió caminando del edificio. Lloraba sin freno. No tenía nada que ganar manteniendo un rostro serio, así que por qué no aullar… En la curva del camino, algo la detuvo. Como una voz que llamara desde muy lejos. Era como el olor del mantillo húmedo en la oscura maleza de los jardines del terraplén. En lugar de dirigirse directamente hasta las puertas, giró a la izquierda por un sendero con surcos que discurría entre parterres de rododendros. Allí estaba: el corral de los desperdicios, un gran espacio excavado entre los arbustos, lleno de enormes bolsas de basura negras.

—Oh, Dios mío —susurró Ramone. No lo dudó. Una hermosa señora de pelo cano con un vestido de vivo color anaranjado, que se alejaba de Ramone, se giró y volvió la vista atrás… Ramone se arrojó a la primera bolsa de la fila delantera, después a por la siguiente, escarbando entre todo tipo de desperdicios, apósitos usados, apestosos pañales para la incontinencia, cosas que decididamente no deberían dejar que se pudrieran de aquella forma. Haré que clausuren este lugar, pensó vengativa… y vio la punta de una oreja azul deshilachada.

Había encontrado a Pele.

Olía fatal. Tendría que lavarlo. Por lo demás estaba en perfecto estado.

Oh, milagro. Oh, querido dios que comete errores, gracias por esto.

Había comenzado a llover, pero estaba demasiado emocionada para irse y, además, se sentía como en casa en aquel sitio. Abrió una de las bolsas de limpieza para sentarse encima y usó otra, extendida entre dos ramas, para fabricarse un techo. Cualquiera que la viera en ese momento hubiera comprendido que estaba completamente loca. Roland sería feliz. Pero a Ramone le importaban un carajo sus definiciones. Lavvy, tiempo atrás, la salvó de la terrible trampa de las demás personas. La había enseñado a vivir. Nadie podía atrapar a Ramone, se escurría entre todas las redes: ni las feministas, ni los presuntuosos intelectuales, ni las grupis de la espiritualidad, ni los niños de las bandas sexuales de Bohemia. Todos eran iguales, todos se adaptaban a un código subyacente que temían quebrantar. Nadie podía llevarle la contraria, sabía que ella tenía lo que era importante, allí entre sus brazos. A su manera, que no se parecía a la de nadie más. Algo a lo que amar.