18

Tequila Watson se declaró culpable del asesinato de Ramón Pumphrey y fue condenado a cadena perpetua. Pasados veinte años podría optar a la libertad condicional, aunque en el reportaje del Post semejante detalle no se mencionaba. Se decía que su víctima había sido una de las muchas que habían acabado acribilladas a balazos en toda una larga serie de asesinatos al azar un tanto insólita incluso en una ciudad acostumbrada a la violencia insensata. La policía no veía ninguna explicación. Clay anotó llamar a Adelfa para ver qué tal estaba.

Le debía algo a Tequila, pero no sabía muy bien el qué. Tampoco había ningún medio de compensar a su ex cliente. Argumentó en su fuero interno que éste se había pasado casi toda la vida enganchado a la droga y de todos modos se habría pasado el resto de ella entre rejas, pero sus razonamientos le sirvieron de muy poco para sentirse honrado. Lo había abandonado, así de claro. Había aceptado el dinero y enterrado la verdad.

Dos páginas de otro reportaje le llamaron la atención y le hicieron olvidarse de Tequila Watson. El mofletudo rostro del señor Bennett Van Horn aparecía en una fotografía bajo un casco adornado con sus iniciales, tomada en otra obra de Dios sabía dónde. Estaba estudiando atentamente una serie de planos en compañía de otro hombre que se identificaba como el ingeniero de proyectos del BVH Group. La empresa se había visto envuelta en una desagradable disputa a propósito de una prevista urbanización cerca del campo de batalla de Chancellorsville, aproximadamente a una hora de carretera al sur del Distrito de Columbia. Como siempre, Bennett se proponía construir una de sus horribles urbanizaciones de casas, viviendas en propiedad horizontal, apartamentos, tiendas, zonas recreativas, pistas de tenis y el consabido estanque, todo a menos de un kilómetro y medio del centro del campo de batalla y muy cerca del lugar donde el general Stonewall Jackson había muerto acribillado por las balas de los centinelas confederados. Conservacionistas, abogados, historiadores bélicos, defensores del medio ambiente y la Confederate Society habían desenvainado las espadas y se disponían a despedazar a Bennett el Bulldozer. Como era de esperar, el Post alababa a todos aquellos grupos y no decía nada bueno acerca de Bennett. Sin embargo, los terrenos en cuestión eran propiedad de unos ancianos agricultores, por cuyo motivo él parecía llevar las de ganar, al menos por el momento.

El reportaje se ampliaba con datos acerca de otros campos de batalla repartidos por todo el estado de Virginia que habían sido asfaltados por los promotores inmobiliarios. Una asociación llamada Civil War Trust encabezaba la lucha. Su abogado era descrito como un radical que no temía echar mano de las querellas para preservar la historia. «Pero necesitamos dinero para pleitear», decía, según el periódico.

Dos llamadas después, Clay ya lo tenía al teléfono. Ambos se pasaron media hora conversando y, al colgar, Clay extendió un cheque de cien mil dólares a nombre de la Civil War Trust, Chancellorsville Litigation Fundation.

La señorita Glick le entregó el mensaje telefónico mientras él pasaba por delante de su escritorio. Leyó dos veces el nombre y se sentía todavía un poco escéptico cuando se sentó en la sala de conferencias y marcó el número.

–¿El señor Patton French? – dijo.

La nota del mensaje decía que era urgente.

–¿De parte de quién, por favor? – preguntaron al otro lado de la línea.

–Clay Carter, del Distrito de Columbia.

–Ah, sí, estaba esperándolo.

Costaba imaginar a un abogado tan poderoso y atareado como Patton French esperando la llamada de Clay. En cuestión de pocos segundos el gran hombre se puso al teléfono.

–Hola, Clay, gracias por devolverme la llamada -dijo en tono tan despreocupado que pilló a Clay desprevenido-. Bonito reportaje el del Journal, ¿eh? No está mal para un novato. Mire, quiero pedirle disculpas por no haber tenido ocasión de saludarle allá abajo, en Nueva Orleáns.

Era la misma voz que él había escuchado a través del micrófono, pero más relajada.

–No se preocupe -dijo Clay.

Había doscientos letrados en la reunión del Círculo de Abogados. No existía motivo alguno para que Clay saludara a Patton French, y mucho menos para que éste supiera de su presencia allí. Estaba claro que el hombre había hecho averiguaciones.

–Me gustaría conocerle, Clay. Creo que podríamos hacer unos cuantos negocios juntos. Hace un par de meses estuve tras la pista del Dyloft. Usted se me ha adelantado, pero hay una tonelada de dinero suelta por ahí.

Clay no sentía el menor deseo de irse a la cama con Patton French. Por otra parte, los métodos que éste utilizaba para arrancarles a los fabricantes de medicamentos ingentes sumas en concepto de acuerdos de indemnización por daños y perjuicios eran legendarios.

–Podemos hablar -dijo Clay.

–Mire, ahora mismo tengo que irme a Nueva York. ¿Qué le parece si le recojo en el Distrito de Columbia y lo llevo conmigo? Tengo un nuevo Gulfstream 5 que me encantaría enseñarle. Nos alojaremos en Manhattan y esta noche disfrutaremos de una cena maravillosa. Hablaremos de negocios. Regresaremos a casa a última hora de mañana. ¿Qué le parece?

–La verdad es que estoy muy ocupado.

Clay recordaba con toda claridad la sensación de repugnancia que había experimentado mientras French hablaba sin cesar de sus juguetes durante su discurso. El nuevo Gulfstream, el yate, el castillo de Escocia.

–Ya me lo imagino. Mire, yo también lo estoy. Qué demonios, todos estamos ocupados, pero éste podría ser el viaje más fructífero de su vida. No admito un no por respuesta. Me reuniré con usted en el Reagan National dentro de tres horas. ¿De acuerdo?

Aparte unas cuantas llamadas telefónicas y un partido de pádel aquella noche, Clay apenas tenía nada que hacer. Los atemorizados consumidores del Dyloft no cesaban de llamar a los teléfonos del despacho, pero él no era el encargado de atender las llamadas. Llevaba varios años sin visitar Nueva York.

–Pues claro, ¿por qué no? – contestó, tan deseoso de ver un Gulfstream 5 como de comer en un gran restaurante.

–Sabia decisión, Clay. Sabia decisión.

La terminal privada del Reagan National estaba abarrotada de atareados ejecutivos y burócratas que iban de un lado a otro abriéndose paso a empujones. Cerca del mostrador de recepción una atractiva morena vestida con minifalda sostenía un letrero escrito a mano con su nombre. Se presentó a ella.

–Sígame -dijo la chica, esbozando una impecable sonrisa.

Les franquearon el paso a través de la puerta de salida y cruzaron la rampa en una furgoneta de cortesía. Docenas de Lear, Falcon, Hawker, Challenger y Citation estaban estacionados o bien rodando hacia la terminal o saliendo de ella. Los empleados que trabajaban en la rampa guiaban cuidadosamente a los jets, que pasaban los unos por el lado de los otros con las alas a escasos centímetros de distancia. Los motores chillaban y el ambiente atacaba los nervios.

–¿De dónde son ustedes? – preguntó Clay.

–Nuestra base está en las afueras de Biloxi -contestó Julia-. Allí es donde el señor French tiene su despacho principal.

–Le oí hablar hace un par de semanas en Nueva Orleáns.

–Sí, estuvimos allí. Raras veces estamos en casa.

–Él trabaja muchas horas, ¿verdad?

–Aproximadamente unas cien a la semana.

Se detuvieron al lado del jet de mayor tamaño de la rampa.

–Aquí estamos nosotros -dijo Julia mientras ambos descendían de la furgoneta. Un piloto cogió la maleta de Clay y se marchó con ella.

Como era de esperar, Patton French estaba hablando por teléfono. Dio la bienvenida a bordo a Clay con un gesto de la mano mientras Julia sujetaba su chaqueta y le preguntaba qué le apetecía beber. Sólo agua con una raja de limón, respondió Clay. Su primera visión del interior de un jet privado no hubiera podido ser más impresionante. Los vídeos que había visto en Nueva Orleáns no permitían apreciarlo debidamente.

Se percibía en el aire un aroma de cuero, pero de cuero muy caro. Los asientos, los sofás, los reposacabezas, los paneles e incluso las mesas estaban revestidos de cuero en distintos tonos de canela y azul. Las lámparas, los tiradores y los mandos de los distintos aparatos estaban chapados en oro. La madera era de color oscuro y muy reluciente, probablemente caoba. Era una suite de lujo de un hotel de cinco estrellas, pero con alas y motores.

Clay medía metro ochenta y dos de estatura y aún sobraba espacio por encima de su cabeza. El habitáculo era alargado y tenía una especie de despacho en la parte posterior. Allí estaba French, hablando todavía por teléfono. El bar y la cocina se hallaban justo detrás de la cabina. Julia salió con el agua.

–Será mejor que se siente. Despegamos muy pronto.

En cuanto el aparato comenzó a rodar por la pista, French dio bruscamente por terminada su conversación y se trasladó a grandes zancadas a la parte delantera, donde atacó a Clay con un violento apretón de manos, una sonrisa toda dientes y una nueva disculpa por no haber tenido ocasión de saludarlo en Nueva Orleáns. Estaba un poco grueso, tenía un bonito y espeso cabello ondulado con hebras grises y debía de rondar los cincuenta y cinco, tal vez sesenta años de edad. La fuerza se le escapaba por todos los poros y el aliento.

Se sentaron el uno delante del otro a una de las mesas.

–Bonito cacharro, ¿verdad? – dijo French, señalando el interior del aparato con un amplio ademán de la mano izquierda.

–Muy bonito.

–¿Aún no tiene un jet?

–No -respondió Clay, y llegó a avergonzarse de ello. Pero ¿qué clase de abogado era?

–No tardará en tenerlo, se lo aseguro. Es imposible vivir sin él. Julia, prepáreme un vodka. Ya van cuatro, me refiero a los jets, no a los vodkas. Se necesitan doce pilotos para mantener en marcha cuatro jets. Y cinco Julias. ¿A que es guapa?

–Lo es.

–Los gastos son muchos, pero también hay muchos honorarios esperando por ahí. ¿Me oyó hablar en Nueva Orleáns?

–Sí. Fue muy agradable -mintió Clay, aunque sólo en parte. A pesar de lo insoportable que había sido en el estrado, French también había resultado distraído e incluso informativo.

–No me gusta hablar tanto del dinero, pero estaba actuando ante el público. Casi todos aquellos hombres acabarán por traerme algún caso importante de demanda de indemnización. Tengo que estimular su entusiasmo, ¿comprende? He fundado el bufete jurídico especializado en acciones legales colectivas más importante de Estados Unidos, y sólo nos dedicamos a perseguir a los peces gordos. Cuando presentas una demanda contra empresas como Ackerman o cualquiera de estas quinientas organizaciones empresariales que figuran en Fortune, tienes que disponer de unas cuantas municiones, por no hablar de cierta influencia. Su dinero es ilimitado. Yo intento, sencillamente, nivelar un poco las cosas.

Julia le sirvió la bebida y se abrochó el cinturón, lista para el despegue.

–¿Le apetece almorzar? – preguntó French-. Julia puede preparar lo que sea.

–No, gracias. Estoy bien.

French bebió un buen trago de vodka y, de repente, se reclinó contra el respaldo de su asiento, cerró los ojos y pareció rezar mientras el Gulfstream aceleraba por la pista de despegue y se elevaba en el aire. Clay aprovechó la pausa para admirar el aparato. Su lujo y la riqueza de sus detalles eran casi obscenos. ¡Cuarenta o cuarenta y cinco millones de dólares por un jet privado! Y, según los rumores que corrían entre el Círculo de Abogados, la compañía Gulfstream no daba abasto. ¡Los pedidos pendientes llevaban un retraso de dos años!

Transcurrieron unos minutos hasta que el aparato se niveló y entonces Julia desapareció en el interior de la cocina. French despertó súbitamente de su meditación y bebió otro trago de vodka.

–¿Es cierto todo lo que dice el Journal? – preguntó, ya más tranquilo.

Clay tuvo la impresión de que los cambios de humor de French debían de ser rápidos y espectaculares.

–Han sabido exponerlo muy bien.

–Yo he salido un par de veces en la primera página, pero no fue gran cosa. No es de extrañar que nosotros los especialistas en demandas por daños no les gustemos demasiado. En realidad, no gustamos a nadie, y eso es algo que usted aprenderá con el tiempo. Pero el dinero compensa la imagen negativa. Ya se acostumbrará. Todos nos acostumbramos. Una vez conocí a su padre.

Entornaba los ojos y los movía rápidamente mientras hablaba, como si pensara constantemente tres frases por adelantado.

–Ah, ¿sí? – dijo Clay, que no sabía si creerle.

–Hace veinte años yo estaba en el Departamento de justicia. Manteníamos una disputa por unos territorios indios. Los indios mandaron llamar a Jarrett Carter desde el Distrito de Columbia y la guerra terminó. Era muy bueno.

–Gracias -dijo Clay con inmenso orgullo.

–Quiero que sepa, Clay, que en mi opinión la emboscada que le ha tendido al Dyloft es una maravilla. Y muy insólita. En casi todos los casos, los rumores acerca de los efectos adversos de un medicamento se van extendiendo lentamente a medida que aumentan las quejas de los pacientes. Los médicos tardan mucho en facilitar información. Como están conchabados con los laboratorios farmacéuticos, no tienen el menor interés en dar la voz de alarma. Además, en la mayor parte de las jurisdicciones se presentan demandas contra los médicos por haber recetado el medicamento. Poco a poco, los abogados empiezan a entrar en acción. Tío Luke observa de repente que orina con sangre sin motivo y, al cabo de un mes de orinar sangre, acude a su médico de Podunk, Luisiana. Y el médico le dice que deje de tomar el nuevo fármaco milagroso que le había recetado. Puede que tío Luke vaya o no vaya a ver al abogado de la familia, por regla general un picapleitos de tres al cuarto de una pequeña ciudad que se dedica a testamentos y divorcios y que, en la mayoría de los casos, no sabría presentar una demanda por daños aunque se le ofreciera la ocasión. Se tarda mucho en descubrir los efectos perjudiciales de los medicamentos. Lo que usted ha hecho es extraordinario.

Clay se limitaba a asentir con la cabeza y escuchar. French llevaba el peso de la conversación. Todo aquello estaba llevando a alguna parte.

–Lo cual me dice que usted dispone de información interna -añadió French.

Una pausa, un intervalo en cuyo transcurso se le dio a Clay la oportunidad de confirmar que efectivamente disponía de información interna. Pero él no facilitó ninguna clave.

–Yo dispongo de una amplia red de abogados y contactos de costa a costa -prosiguió French-. Nadie, ni uno solo de ellos, había oído hablar de los problemas del Dyloft hasta hace unas semanas. Tuve a dos abogados de mi bufete haciendo investigaciones preliminares sobre el medicamento, pero todavía estaban muy lejos de poder presentar una demanda. Y, de repente, leo la noticia de su emboscada y contemplo su sonriente rostro en la primera plana del Wall Street Journal. Yo sé cómo se juega a este juego, Clay, y sé que usted dispone de algo que procede del interior de la empresa.

–En efecto. Y jamás se lo diré a nadie.

–Muy bien. Eso me tranquiliza. Vi sus anuncios. Controlamos estas cosas en todos los mercados. No está mal. De hecho, el método de los quince segundos que está usted utilizando ha demostrado ser el más eficaz. ¿Lo sabía usted?

–No.

–Se les golpea duro a última hora de la noche o a primera hora de la mañana. Un rápido mensaje para meterles el miedo en el cuerpo y después un número de teléfono al que llamar. ¿Cuántos casos ha generado?

–Es difícil decirlo. Tienen que hacerse el análisis de orina inicial. Los teléfonos suenan sin cesar.

–Mis anuncios empiezan mañana. Tengo a seis personas en el despacho dedicadas exclusivamente a trabajar con los anuncios, ¿se imagina? Seis personas a tiempo completo. Y no salen baratas.

Apareció Julia con dos bandejas de comida, una bandeja de gambas y una de quesos y distintas variedades de carne: jamón, salami y otros embutidos que Clay no supo identificar.

–Trae una botella de aquel vino chileno -pidió Patton-. Ya debe de estar frío. ¿Le gusta el vino? – preguntó, cogiendo una gamba por la cola.

–Un poco. No soy un experto.

–Yo adoro el vino. Tengo cien botellas en este aparato.

–Otra gamba-. Sea como fuere, calculamos que debe de haber entre cincuenta mil y cien mil casos de Dyloft. ¿Me equivoco?

–No creo que lleguen a cien mil -contestó cautelosamente Clay.

–Estoy un poco preocupado por los laboratorios Ackerman. Ya los he demandado un par de veces, ¿sabe?

–No, no lo sabía.

–Hace diez años, cuando nadaban en la abundancia. Tuvieron un par de directores generales desastrosos que hicieron malas adquisiciones. Ahora sus deudas ascienden a diez mil millones. Una estupidez muy típica de los años noventa. Los bancos invertían dinero en acciones de primera clase y éstas lo tomaban y trataban de comprar el mundo. De todos modos, Ackerman no corre peligro de quiebra ni nada por el estilo. Y, además, están bastante bien asegurados.

Aquí French pretendía pescar, y Clay decidió picar el anzuelo.

–Tienen por lo menos trescientos millones en seguros dijo-. Y es posible que puedan gastarse quinientos millones de dólares en el Dyloft.

French esbozó una sonrisa y casi se le cayó la baba ante semejante información. No pudo, ni intentó, ocultar su admiración.

–Un material estupendo, muchacho, francamente estupendo. ¿Y hasta qué extremo es buena la información que usted posee?

–Es excelente. Disponemos de gente dentro que tirará de la manta y disponemos de informes de laboratorio que no deberíamos tener. Ackerman no podría ni acercarse a un jurado con el tema Dyloft.

–Tremendo. – French cerró los ojos para asimilar mejor aquellas palabras.

Un abogado muerto de hambre con su primer caso de accidente de tráfico no habría estado más contento.

Julia regresó con el vino y llenó dos copas de valioso cristal. French aspiró su aroma, lo estudió muy despacio y, cuando se dio por satisfecho, bebió un sorbo. Chasqueó los labios, asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante para seguir con los chismorreos.

–En eso de sorprender a una importante y poderosa empresa haciendo una cochinada hay algo mucho más emocionante que el sexo, Clay, mucho más emocionante. Es la mayor emoción que conozco. Sorprendes a los codiciosos cabrones sacando al mercado productos que causan daño a personas inocentes y a ti, el abogado, se te ofrece la ocasión de castigarlos. Vivo para eso. Por supuesto que el dinero es algo sensacional, pero el dinero viene después, cuando ya los has atrapado. Jamás lo dejaré, por mucho dinero que llegue a ganar. La gente cree que soy codicioso porque podría dejarlo e irme a vivir a una playa paradisíaca el resto de mi vida. ¡Menudo aburrimiento! Prefiero trabajar cien horas a la semana tratando de atrapar a los timadores de altos vuelos. Es mi vida.

En aquellos momentos, su entusiasmo resultaba contagioso y el fanatismo le iluminaba el rostro. Exhaló un profundo suspiro y preguntó:

–¿Le gusta este vino?

–No, sabe a queroseno -contestó Clay.

–Tiene razón. ¡Julia! ¡Tire esto! Tráiganos una botella de aquel Mersault que encontramos ayer.

Pero, primero, ella le acercó un teléfono.

–Es Muriel.

French lo cogió y dijo:

–Hola.

Julia se inclinó y dijo casi en un susurro:

–Muriel es la secretaria principal, la Madre Superiora. Consigue hablar con él cuando sus mujeres no pueden.

French cortó la comunicación diciendo:

–Deje que le exponga el guión que he preparado para usted. Y le prometo que está destinado a permitirle ganar más dinero en un período de tiempo más corto. Mucho más.

–Soy todo oídos.

–Acabaré teniendo tantos casos de Dyloft como usted. Ahora que usted ha abierto la puerta, habrá centenares de abogados que se lanzarán a la búsqueda de casos. Nosotros dos, usted y yo, podemos controlar la situación si trasladamos su demanda desde el Distrito de Columbia a mi patio de Misisipí. Esto aterrorizará a Ackerman mucho más de lo que pueda usted imaginar. Ahora están preocupados porque los han pillado en el Distrito de Columbia, pero también piensan: «Bueno, no es más que un novato, jamás ha estado aquí, jamás ha llevado un caso de demanda colectiva de indemnización por daños, es su primer caso de acción legal colectiva», etcétera. En cambio, si juntamos sus casos y los míos, lo combinamos todo en una sola demanda conjunta y lo trasladamos a Misisipí, Ackerman va a sufrir un masivo infarto empresarial.

Clay estaba casi aturdido por las dudas y las preguntas.

–Le escucho -fue lo único que atinó decir.

–Usted conserva sus casos y yo los míos. Los juntamos y, mientras otros afectados firman contratos con otros abogados y éstos se enganchan al carro, yo acudo al juez encargado del juicio y le pido que nombre un comité directivo de los demandantes. Lo hago constantemente. Yo seré el presidente. Y usted formará parte del comité por haber sido el primero en presentar la demanda. Nosotros controlaremos la demanda del Dyloft y procuraremos tenerlo todo organizado, aunque, habiendo por ahí tantos abogados arrogantes, nunca se sabe. Lo he hecho docenas de veces. El comité nos otorga el control, y enseguida empezamos a negociar con Ackerman. Conozco a sus abogados. Si la información interna que obra en su poder es tan tremenda como usted dice, les apretamos las tuercas para llegar a un rápido acuerdo.

–¿Cómo de rápido?

–Eso depende de varios factores. ¿Cuántos casos hay realmente por aquí fuera? ¿Con cuánta rapidez podemos captarlos? ¿Cuántos otros abogados entrarán en liza? Y, lo más importante, ¿qué gravedad revisten los daños sufridos por nuestros clientes?

–No mucha. Prácticamente todos los tumores son benignos.

French asimiló el dato; frunció el entrecejo ante aquella mala noticia, pero rápidamente vio el lado bueno de la situación.

–Mejor todavía. El tratamiento consiste en una intervención citoscópica.

–Exactamente. Un procedimiento que se puede llevar a cabo con carácter ambulatorio y cuesta unos mil dólares.

–¿Y el pronóstico a largo plazo?

–Muy bueno. Si uno deja de tomar el Dyloft, todo se normaliza, lo cual quizá no sea muy agradable para algunos enfermos de artritis.

French aspiró el aroma de su vino, agitó éste en la copa y finalmente bebió un sorbo.

–Mucho mejor, ¿no le parece?

–Sí -contestó Clay.

–El año pasado hice un recorrido de cata de vinos por la Borgoña. Me pasé una semana olfateando y escupiendo. Muy agradable.

Otro sorbo mientras reflexionaba y organizaba en orden de importancia sus tres pensamientos siguientes sin escupir.

–Eso es todavía mejor -dijo-. Mejor para nuestros clientes, claro, porque no están tan enfermos como podrían estarlo. Y mejor para nosotros, porque los acuerdos de indemnización se firmarán más rápido. Aquí la clave es captar los casos. Cuantos más casos tengamos, tanto más control ejerceremos sobre la acción conjunta. Y, a más casos, más honorarios.

–Entendido.

–¿Cuánto se está usted gastando en anuncios?

–Un par de millones de dólares.

–No está mal, no está nada mal.

French hubiera querido preguntar de dónde demonios había sacado un novato dos millones de dólares para anuncios, pero se dominó y lo dejó correr.

El morro del aparato se inclinó ligeramente hacia abajo y se produjo una perceptible reducción de potencia.

–¿Cuánto dura el vuelo a Nueva York? – preguntó Clay.

–Desde el Distrito de Columbia, unos cuarenta minutos. Este pajarito recorre mil kilómetros por hora.

–¿Qué aeropuerto?

–Teterboro. Está en Nueva Jersey. Todos los jets privados van allí.

–Por eso no he oído hablar de él.

–Su jet ya está en camino, Clay, váyase preparando. Podría usted quedarse con todos mis juguetes, pero el jet no me lo quite. Tiene que comprarse uno.

–Me limitaré a utilizar el suyo.

–Empiece con un pequeño Lear. Se consiguen por un par de millones de dólares. Se necesitan dos pilotos, a setenta y cinco mil dólares cada uno. Forma parte de los gastos generales. Cómpreselo. Ya verá.

Por primera vez en su vida, a Clay estaban dándole consejos sobre jets.

Julia retiró las bandejas de la comida y dijo que aterrizarían en cuestión de cinco minutos. Clay contempló embobado el perfil de Manhattan hacia el este. French se quedó dormido.

Tomaron tierra y rodaron por la pista pasando por delante de una hilera de terminales privadas, donde varias docenas de fabulosos jets permanecían estacionados o bien estaban siendo sometidos a revisión.

–Va usted a ver aquí más jets privados que en ningún otro lugar del mundo -le explicó French mientras ambos miraban a través de las ventanillas-. Todos los peces gordos de Manhattan aparcan sus aparatos aquí. Eso está a cuarenta y cinco kilómetros de distancia de la ciudad. El que tiene dinero de verdad dispone de su propio helicóptero para trasladarse desde aquí. Sólo son diez minutos.

–¿Tenemos un helicóptero? – preguntó Clay.

–No. Pero, si yo viviera aquí, lo tendría.

Una limusina los recogió en la rampa, a dos pasos del lugar donde habían desembarcado. Los pilotos y Julia se quedaron para limpiarlo y arreglarlo todo y asegurarse de que el vino estuviera frío para el siguiente vuelo.

–Al Península -le indicó French al chofer.

–Sí, señor French -contestó el hombre.

¿Sería una limusina alquilada o acaso pertenecía a French? Seguro que el especialista más importante del mundo en demandas colectivas no utilizaría un vehículo de alquiler. Clay decidió dejarlo correr. ¿Qué más daba?

–Siento curiosidad por sus anuncios -dijo French mientras circulaban entre el denso tráfico de Nueva Jersey-. ¿Cuándo empezó a emitirlos?

–El domingo por la noche en noventa mercados de costa a costa.

–¿Cómo los está procesando?

–Nueve personas atienden las llamadas, siete auxiliares jurídicos y dos abogados. El lunes recibimos dos mil llamadas; ayer, tres mil. Nuestra página web sobre el Dyloft está recibiendo ochenta mil visitas diarias. Dando por sentada la habitual proporción de las visitas, eso supondría unos mil clientes.

–¿Y el total a cuánto asciende?

–Entre cincuenta mil y setenta y cinco mil, según mi fuente, que hasta ahora ha sido muy precisa.

–Me gustaría conocer a su fuente.

–De eso, ni hablar.

French hizo sonar los nudillos y trató de aceptar la negativa.

–Tenemos que conseguir estos casos, Clay. Mis anuncios empezarán a emitirse mañana. ¿Y si nos repartimos el país? Usted se encarga del norte y el este y a mí me da el sur y el oeste. Será más fácil centrarse en mercados más pequeños y mucho más sencillo manejar los casos. Hay un tipo en Miami que aparecerá en la televisión dentro de unos días. Y hay otro en California que ahora mismo está copiando sus anuncios, se lo aseguro. Es cierto que somos unos tiburones, unos simples buitres. Habrá una carrera para llegar cuanto antes al juzgado, Clay. Nosotros les llevamos una buena ventaja, pero está a punto de producirse una estampida.

–Hago todo lo que puedo.

–Déme su presupuesto -dijo French como si él y Clay llevaran años haciendo negocios juntos.

«Qué demonios», pensó Clay. Acomodados en la parte de atrás de la limusina, no cabía duda de que ambos parecían socios.

–Dos millones de dólares para anuncios y otros dos para los análisis de orina.

–Pues voy a decirle lo que haremos -dijo French sin que se produjera la menor solución de continuidad en la conversación-. Me gastaré todo su dinero en anuncios. ¡Y vaya si conseguiré los casos! Yo pondré el dinero necesario para los análisis de orina y se los haremos pagar a Ackerman cuando concertemos los acuerdos de indemnización. Que la empresa cubra todos los gastos médicos forma parte de todos los acuerdos.

–Cada análisis cuesta trescientos dólares.

–Están timándolo. Yo reuniré a unos cuantos técnicos que nos los harán por mucho menos.

Aquello le hizo recordar a French una anécdota de los primeros días de la demanda contra Skinny Ben. Convirtió cuatro autocares de la empresa Greyhound en clínicas ambulantes y recorrió todo el país seleccionando a posibles clientes. Clay empezó a perder el interés mientras cruzaban el puente George Washington. French empezó a contar otra historia.

La suite de Clay en el Península daba a la Quinta Avenida. Una vez a salvo en su interior, lejos de Patton French, Clay tomó el teléfono y empezó a buscar a Max Pace.

19

El tercer número de móvil le permitió localizar a Pace en algún lugar no revelado. En las últimas semanas, el hombre sin domicilio conocido había permanecido cada vez más ausente del Distrito de Columbia. Sin duda andaría por ahí apagando otro incendio, procurando evitarle otra serie de desagradables demandas a otro cliente descarriado, aunque él no quisiera reconocerlo. No tenía por qué. Clay lo conocía lo bastante para saber que era un bombero muy solicitado. En el mercado no escaseaban los malos productos.

Clay se sorprendió del alivio que experimentó al oír la voz de Pace. Le explicó que estaba en Nueva York, con quien y por qué. La primera palabra de Pace selló el pacto.

–Brillante -dijo-. Sencillamente brillante.

–¿Lo conoces? – preguntó Clay.

–En el sector, todo el mundo conoce a Patton French -repuso Pace-. Nunca he tenido que tratar con él, pero es una leyenda.

Clay le facilitó las condiciones del ofrecimiento de French. Pace lo comprendió todo al instante y empezó a hacer especulaciones.

–Si trasladas las demandas a Biloxi, Misisipí, las acciones de Ackerman experimentarán otra caída. Ahora mismo están sometidos a una fuerte presión…, tanto de los bancos como de los accionistas. La idea me parece brillante, Clay. ¡Hazlo!

–Muy bien. Ya está hecho.

–Y echa un vistazo al New York Times mañana por la mañana. Va a publicarse un gran reportaje sobre el Dyloft. Ya se ha divulgado el primer informe médico. Es demoledor.

–Estupendo.

Sacó una cerveza del minibar -ocho dólares, pero qué más daba- y se pasó un buen rato sentado delante de la ventana, contemplando el ajetreo de la Quinta Avenida. No resultaba enteramente consolador verse obligado a confiar en los consejos de Max Pace, pero no tenía nadie más a quien recurrir. A nadie, ni siquiera a su padre, se le había planteado jamás una alternativa semejante: «Vamos a trasladar sus cinco mil casos aquí y vamos a juntarlos con mis cinco mil, y no presentaremos dos demandas colectivas sino una sola. Yo pondré aproximadamente un millón para los exámenes médicos y usted duplicará su programa de anuncios, sacaremos una tajada del cuarenta por ciento neto más gastos y ganaremos una fortuna. ¿Qué dice, Clay?»

En el transcurso del mes anterior había ganado más dinero del que jamás hubiera soñado. Ahora que estaba perdiendo el control de la situación, le parecía que estaba gastándoselo todavía más rápido. «Sé valiente, – se repetía una y otra vez-, golpea rápido, no temas correr riesgos, arroja el dado y puede que te hagas cochinamente rico.» Pero otra voz le decía que fuera más despacio, que no malgastara el dinero, que lo enterrara y lo conservara para siempre.

Había transferido un millón de dólares a un paraíso fiscal, no para ocultarlo sino para protegerlo. Jamás lo tocaría, bajo ningún pretexto. Si llegaba a tomar decisiones equivocadas y lo perdía todo, aún le quedaría dinero para irse a la playa. Abandonaría discretamente la ciudad tal como había hecho su padre y jamás regresaría.

El millón de dólares de la cuenta secreta era su compromiso.

Intentó llamar a su despacho, pero todas las líneas estaban ocupadas, lo que constituía una buena señal. Consiguió localizar a Jonah en su móvil, sentado detrás de su escritorio.

–Eso es una locura -dijo Jonah con voz de agotamiento-. Un caos total.

–Estupendo.

–¿Por qué no vuelves y nos echas una mano?

–Mañana.

A las siete y treinta y dos minutos, encendió el televisor y encontró su anuncio en un canal por cable. En Nueva York el Dyloft parecía todavía más siniestro.

La cena fue en el Montrachet, no por la comida, que era excelente, sino por la carta de vinos, la más completa de todas las de Nueva York. French quiso beber varios tintos de Borgoña para acompañar la ternera. Se depositaron sobre la mesa cinco botellas con una copa distinta para cada vino. Ya casi no quedaba sitio para el pan y la mantequilla.

El sumiller y Patton pasaron a expresarse en otro lenguaje mientras comentaban el contenido de cada botella. Clay se moría de aburrimiento. Él hubiera preferido una cerveza y una hamburguesa, aun cuando sabía que en un futuro próximo sus gustos iban a experimentar un cambio espectacular.

En cuanto se abrieron las botellas y los vinos empezaron a respirar, French dijo:

–He llamado a mi despacho. El abogado de Miami ya está en antena con los anuncios del Dyloft. Ya ha contratado dos clínicas para que se encarguen de seleccionar a los pacientes y los está dirigiendo como si fueran ganado. Se llama Carlos Hernández y es muy pero que muy bueno.

–Mis colaboradores no dan abasto para atender las llamadas -dijo Clay.

–¿Estamos juntos en eso? – preguntó French.

–Vamos a revisar el trato.

French sacó un documento doblado.

–Aquí está el memorándum del pacto -dijo, entregándoselo a Clay mientras escanciaba vino de la primera botella-. Resume todo lo que hemos discutido hasta la fecha.

Clay lo leyó atentamente y firmó en la parte inferior. Entre sorbo y sorbo, French también firmó, y el pacto quedó sellado.

–Vamos a presentar la demanda conjunta en Biloxi -anunció French-. Lo haré en cuanto regrese a casa. Ahora mismo tengo a dos abogados trabajando en ello. En cuanto la haya presentado, usted podrá retirar la suya en el Distrito Federal. Conozco al abogado de Ackerman. Creo que puedo hablar con él. Si la empresa accede a negociar directamente con nosotros y prescindir de sus abogados externos, se podrá ahorrar una inmensa fortuna y dárnosla a nosotros. Y la cosa será más rápida. Si los abogados externos se encargan de llevar las negociaciones, malgastaremos medio año de tiempo.

–Hemos dicho unos cien millones aproximadamente, ¿verdad?

–Algo así. Ése podría ser nuestro dinero. – Sonó un teléfono en algún bolsillo y French lo sacó con la mano izquierda mientras sostenía en la derecha una copa de vino-. Perdón -le dijo a Clay.

Era una conversación sobre el Dyloft con otro abogado, alguien de Tejas, un viejo amigo, al parecer alguien que podía hablar todavía más rápido que Patton French. Las bromas eran corteses, pero French se mostraba muy cauto. En cuanto apagó el móvil, masculló: «¡Maldita sea!»

–¿Tenemos competencia?

–Y muy seria. Un tal Vic Brennan, un conocido abogado de Houston, muy inteligente y agresivo. Está metido en el Dyloft y quiere conocer el plan de juego.

–Pero usted no le ha dicho nada.

–Lo sabe. Mañana empezará a emitir anuncios…, radio, televisión, prensa. Captará varios miles de casos. – Por un instante, French se consoló con un sorbo de vino que lo hizo sonreír-. La carrera ya ha empezado, Clay. Tenemos que conseguir estos casos.

–Pues la cosa está a punto de complicarse todavía más -dijo Clay.

French estaba saboreando un sorbo de Pinot Noir y no podía hablar. «¿Qué?», preguntó enarcando las cejas.

–Mañana por la mañana se publicará un gran reportaje en el New York Times. El primer informe negativo sobre el Dyloft, según mis fuentes.

Fue lo más inapropiado que hubiera podido decir desde el punto de vista de la cena. French se olvidó de la ternera, que aún estaba en la cocina, y de todos los vinos carísimos que cubrían la mesa, si bien se las arregló para consumirlos en el transcurso de las tres horas siguientes. Pero ¿qué abogado especialista en demandas colectivas podía concentrarse en la comida y el vino cuando faltaban pocas horas para que el New York Times pusiera al descubierto los trapos sucios de su próximo demandado y su peligroso medicamento?

El teléfono sonaba y fuera aún estaba oscuro. El reloj de pared, cuando finalmente consiguió enfocarlo, marcaba las cinco y cuarenta y cinco.

–¡Levántese! – rugió French-. Y abra la puerta.

Cuando la abrió, French ya estaba empujándola hacia adentro. Entró con varios periódicos y una taza de café.

–¡Increíble! – exclamó arrojando un ejemplar del Times sobre la cama de Clay-. No se puede pasar todo el día durmiendo, muchacho. ¡Lea esto!

Iba vestido con el atuendo de cortesía del hotel, albornoz de rizo y zapatillas blancas de ducha.

–Pero si ni siquiera son las seis.

–Pues yo llevo treinta años sin dormir más allá de las cinco. Hay demasiadas demandas esperando aquí fuera.

Clay sólo llevaba puestos los calzoncillos. French se bebió el café y volvió a leer el reportaje, bajando la mirada a lo largo de su chata nariz a través de unas gafas de lectura apoyadas en la punta.

No había ni rastro de resaca. Clay se había hartado de los vinos, pues todos le sabían igual, y había terminado la noche con agua mineral. French había seguido batallando, firmemente dispuesto a declarar vencedor a algunos de los cinco borgoñas, aunque estaba tan ocupado con el Dyloft que lo había hecho sin demasiado interés.

El Atlantic Journal of Medicine señalaba que el dylofedamint, conocido como Dyloft, se había relacionado con tumores en la vejiga en aproximadamente un seis por ciento de los que llevaban un año tomándolo.

–Más de un cinco por ciento -dijo Clay, leyendo.

–¿No le parece maravilloso? – dijo French.

–No si uno espera un seis por ciento.

–Yo no lo espero.

Algunos médicos ya estaban dejando de recetar el medicamento. Los laboratorios Ackerman lo negaban sin demasiada convicción y lo atribuían todo, como siempre, a los voraces abogados, aunque daba la impresión de que la empresa ya estaba agachándose un poco. No había ningún comentario de la FDA. Un médico de Chicago se pasaba media columna ensalzando las virtudes del medicamento y señalando lo contentos que estaban sus pacientes con él. La buena noticia, si así podía llamársela, era que los tumores no parecían ser malignos hasta el momento. Mientras leía el reportaje, Clay tuvo la sensación de que Max Pace ya conocía su contenido desde hacía un mes.

Había un párrafo a propósito de la demanda conjunta presentada el lunes en el Distrito de Columbia, pero no se mencionaba para nada al joven abogado que la había impulsado.

Las acciones de Ackerman habían bajado de los 42,50 dólares del lunes por la mañana a 32,50 al cierre del miércoles.

–Tendríamos que haber atajado esta maldita historia -murmuró.

Clay se mordió la lengua y se guardó el secreto, uno de los pocos que se había guardado en el transcurso de las últimas veinticuatro horas.

–Volveremos a leerlo en el avión -añadió French-. Larguémomos de aquí.

Las acciones habían bajado a 28 dólares cuando Clay entró en su despacho y trató de saludar a sus exhaustos colaboradores. Se sentó ante su ordenador y accedió a una página web en la que aparecían los últimos movimientos bursátiles. Los estudió durante quince minutos, calculando sus ganancias. Cuando se quemaba dinero por un lado, resultaba reconfortante comprobar que se estaba ganando por otro.

Jonah fue el primero en ir a verlo.

–Anoche estuvimos aquí hasta las doce -dijo-. Es una locura.

–Pues va a serlo aún más. Vamos a duplicar los anuncios de televisión.

–Ahora ya no damos abasto.

–Contrata a unos cuantos auxiliares jurídicos temporales.

–Necesitamos expertos en informática, por lo menos dos. No podemos introducir datos con la suficiente rapidez.

–¿Puedes encontrarlos?

–Tal vez algunos temporales. Conozco a un tipo, quizás a dos, que podrían venir por la noche y actualizar los datos.

–Contrátalos.

Jonah estaba a punto de marcharse, pero lo pensó mejor y se volvió, cerrando la puerta a su espalda.

–Oye, Clay, estamos solos tú y yo, ¿verdad? Clay miró alrededor y no vio a nadie más.

–¿Qué ocurre?

–Bueno, tú eres muy listo, pero ¿te das cuenta de lo que haces? Estás gastando dinero más rápido de lo que jamás se ha gastado. ¿Y si falla algo?

–¿Estás preocupado?

–Todos estamos un poco preocupados, ¿sabes? Este bufete ha empezado a lo grande. Queremos seguir, pasarlo bien, ganar dinero y todo eso, pero ¿y si fallan las cosas y vas a la quiebra? Creo que es una pregunta justa.

Clay rodeó su escritorio y se sentó en la esquina del mismo.

–Te seré muy sincero. Creo que sé lo que hago, pero, como jamás lo he hecho, no tengo modo de estar seguro. La apuesta es tremenda. Si gano, todos nos embolsaremos un montón de dinero. Si pierdo, seguiremos con el bufete, pero no nos haremos ricos, sencillamente.

–Si tienes ocasión, díselo a los demás, ¿de acuerdo?

–Así lo haré.

El almuerzo consistió en una pausa de diez minutos para tomar un bocadillo en la sala de conferencias. Jonah disponía de los últimos datos. Durante los primeros tres días, la línea directa había atendido siete mil cien llamadas y la página web había recibido un promedio de ocho mil visitas diarias. Los paquetes de información y los contratos de los servicios jurídicos se habían enviado con la mayor rapidez posible, pero aún llevaban retraso. Clay autorizó a Jonah a contratar a dos auxiliares informáticos a tiempo parcial. A Paulette se le encomendó la tarea de buscar a otros tres o cuatro auxiliares jurídicos para trabajar en el Sudadero. Y la señorita Glick recibió la orden de contratar a todos los administrativos que fueran necesarios para atender la correspondencia de los clientes.

Clay les describió su reunión con Patton French y les explicó su nueva estrategia. Les mostró fotocopias del artículo del Times del que ellos no se habían enterado por estar demasiado ocupados.

–La carrera ya ha empezado, muchachos -dijo, tratando de animar a los agotados miembros de su equipo-. Los tiburones ya están persiguiendo a nuestros clientes.

–Los tiburones somos nosotros -señaló Paulette.

Patton French llamó a última hora de la tarde e informó que la acción conjunta se había modificado para incluir a demandantes de Misisipí y se había presentado en el juzgado de Biloxi.

–La hemos colocado justo donde queríamos, muchacho -añadió.

–Yo retiraré mañana la de aquí -dijo Clay, confiando en que no estuviera regalando su demanda.

–¿Va a darle el soplo a la prensa?

–No pensaba hacerlo -contestó Clay, que no tenía la menor idea de cómo se daba el soplo a la prensa.

–Deje que yo me encargue de eso.

Ackerman cerró aquel día a 26,25, un beneficio sobre el papel de un millón seiscientos veinticinco mil dólares si Clay hubiera comprado en aquel momento y hecho efectiva su venta al descubierto. Decidió esperar. La noticia de la demanda presentada en Biloxi se divulgaría a la mañana siguiente y sólo serviría para castigar aún más las acciones.

A medianoche estaba sentado en su despacho, conversando con un caballero de Seattle que llevaba casi un año tomando Dyloft y en ese momento estaba aterrorizado, pues temía haber desarrollado algún tumor. Clay le aconsejó que acudiese al médico lo antes posible para someterse a un análisis de orina. Le facilitó la página web y le prometió que le enviaría toda la información a primera hora de la mañana siguiente. Cuando se despidieron, el hombre estaba al borde de las lágrimas.

20

Las malas noticias sobre el medicamento milagroso Dyloft se sucedían sin pausa. Se habían publicado otros dos estudios médicos, uno de los cuales explicaba de manera muy convincente que los laboratorios Ackerman habían abreviado las investigaciones y echado mano de todas las influencias posibles para conseguir la autorización del medicamento. Al final, la FDA ordenó la retirada del mercado del Dyloft.

Como es natural, las malas noticias eran noticias maravillosas para los abogados, y el caos aumentó a medida que los rezagados iban sumándose. Los pacientes que tomaban Dyloft recibían unas advertencias por escrito de Ackerman y de sus propios médicos, y sus apremiantes mensajes eran seguidos casi de inmediato por siniestros ofrecimientos de servicios por parte de abogados especializados en demandas conjuntas. La correspondencia directa resultaba extremadamente eficaz. Los anuncios de prensa se utilizaban en todos los grandes mercados, y en todos los canales de televisión aparecían líneas de llamada gratuita. La amenaza de la aparición de tumores indujo prácticamente a la totalidad de los consumidores de Dyloft a ponerse en contacto con un abogado.

Patton French jamás había visto una acción conjunta tan bien montada. Gracias a que él y Clay habían ganado la carrera presentando la demanda en Biloxi, su acción legal había sido la primera en ser admitida. A partir de aquel momento, todos los demandantes que quisieran ejercer una acción conjunta se verían obligados a unirse a la suya, y el comité directivo de los demandantes se llevaría una tajada adicional. El juez amigo de French ya había nombrado a los cinco abogados del comité: el propio French, Clay, Carlos Hernández, de Miami, y otros dos amigotes de Nueva Orleáns. En teoría, el comité se encargaría de llevar la amplia y complicada acción contra los laboratorios Ackerman. En realidad, los cinco se limitarían a revolver papeles y a llevar a cabo la tarea administrativa de organizar en cierto modo a los aproximadamente cinco mil clientes y sus abogados.

Un demandante del Dyloft podía en cualquier momento «retirarse» de la demanda colectiva y querellarse en solitario contra Ackerman en un juicio aparte. Mientras los abogados de todo el país reunían casos y formaban coaliciones, empezaron a plantearse los inevitables conflictos. Algunos no estaban de acuerdo con la demanda presentada en Biloxi y querían presentar la suya propia. Otros despreciaban a Patton French, y los había que querían celebrar juicios en sus respectivas jurisdicciones, abriendo con ello la posibilidad de conseguir veredictos sensacionales.

Pero French ya había librado esa clase de batalla muchas veces. Vivía a bordo de su Gulfstream, volaba de costa a costa, se reunía con los especialistas en acciones legales colectivas que estaban captando centenares de casos y se las arreglaba para mantener unida la frágil coalición. El acuerdo por resarcimiento de daños sería mucho más grande en Biloxi, les prometía a todos.

Hablaba a diario con el abogado de Ackerman, un viejo y curtido guerrero que había intentado retirarse un par de veces sin que el director general se lo permitiera. El mensaje de French era claro y sencillo: «Hablemos ahora del acuerdo de indemnización sin la participación de vuestros abogados externos porque tú sabes que no vais a ir a juicio con un medicamento como éste.» Y Ackerman ya empezaba a hacerle caso.

A mediados de agosto, French convocó una cumbre de los abogados del Dyloft en su impresionante rancho cerca de Ketchum, Idaho. Le explicó a Clay que su presencia sería imprescindible como miembro del comité directivo de los demandantes y, algo tan importante como lo anterior, los demás abogados deseaban conocer al joven advenedizo que había iniciado el caso del Dyloft.

–Además, con esta gente no puedes perderte ninguna reunión, de lo contrario te apuñalan por la espalda.

–Allí estaré -prometió Clay.

–Te enviaré un jet -ofreció amablemente French.

–No, gracias. Iré por mi cuenta.

Clay fletó un Lear 35, un precioso y pequeño jet aproximadamente un tercio más pequeño que un Gulfstream 5, pero, puesto que viajaría solo, sería suficiente. Se reunió con los pilotos en la terminal del Reagan National, donde se mezcló con los restantes peces gordos, todos ellos mayores que él, y procuró comportarse como si eso de viajar en su propio jet no tuviera nada de especial. El aparato debía de pertenecer sin duda a una compañía de vuelos chárter, pero durante los tres días siguientes sería suyo.

Mientras el jet despegaba hacia el norte, Clay contempló el Potomac y después el Lincoln Memorial y, rápidamente, todos los edificios más destacados del centro de la ciudad. Allí estaba el edificio de su despacho y, algo más lejos, la Oficina de la Defensa de Oficio. ¿Qué pensarían Glenda, Jermaine y todos los que había dejado a su espalda si lo vieran en ese momento?

¿Qué pensaría Rebecca?

Si ésta hubiera esperado sólo un mes…

Había tenido tan poco tiempo de pensar en ella…

El aparato penetró en las nubes y la vista desapareció. Washington quedó muy pronto a varios kilómetros de distancia. Clay Carter estaba dirigiéndose a una reunión secreta de algunos de los abogados más ricos de Estados Unidos, los especialistas en acciones conjuntas, los que tenían la inteligencia y el valor de perseguir a las empresas más poderosas.

¡Y deseaban conocerlo!

Su jet era el más pequeño que había en el aeropuerto de Ketchum-Sun Valley, en Friedman, Idaho. Mientras el aparato rodaba por la pista pasando por delante de Gulfstream y Challenger, se le ocurrió la ridícula idea de que aquel avión era inapropiado y necesitaba uno de mayor tamaño. Después se burló de sí mismo…, allí estaba él, en el habitáculo forrado de cuero de un Lear de tres millones de dólares, preguntándose si debía o no agenciarse otro más grande. Menos mal que todavía era capaz de reír. ¿Qué ocurriría cuando dejara de hacerlo?

Estacionaron al lado de un conocido aparato en cuya cola aparecía el número 000AC. Cero, Cero, Cero, Acción Conjunta, el hogar fuera del hogar del mismísimo Patton French. A su lado, el de Clay parecía un enano, y por un instante éste contempló con envidia el jet de lujo más bonito del mundo.

Lo esperaba una furgoneta a cuyo volante iba sentado algo que parecía la imitación de un vaquero. Por suerte, el conductor no era muy hablador, y Clay disfrutó del viaje de cuarenta y cinco minutos en silencio. Siguieron un tortuoso camino ascendente por unas carreteras cada vez más estrechas. Tal como había supuesto, la vasta propiedad de Patton era muy nueva y tan perfecta como una postal. La casa era un pabellón cuyas alas y niveles hubieran sido suficientes para albergar un bufete jurídico de considerable tamaño. Otro vaquero se hizo cargo de la maleta de Clay.

–El señor French espera en la terraza de la parte de atrás -dijo, como si Clay hubiera estado allí muchas veces.

Cuando Clay los localizó, el tema de conversación era Suiza: cuál era su exclusiva estación de esquí preferida. Los escuchó un segundo mientras se acercaba. Los restantes cuatro miembros del comité directivo de los demandantes permanecían tranquilamente acomodados en unas sillas de cara a las montañas, fumando oscuros cigarros y dando buena cuenta de las bebidas. Cuando se percataron de la presencia de Clay, se cuadraron como si el juez acabara de entrar en la sala. Durante los primeros tres minutos de emocionada conversación, lo calificaron de «brillante», «sagaz», «valiente» y, lo que más le gustó, «visionario».

–Nos tienes que decir cómo descubriste el Dyloft -dijo Carlos Hernández.

–No lo dirá -terció French mientras preparaba para Clay un brebaje infame.

–Vamos -intervino Wes Saulsberry, el amigo más reciente de Clay.

En cuestión de pocos minutos, Clay tendría ocasión de averiguar que Wes había ganado aproximadamente quinientos millones de dólares en el acuerdo del tabaco de hacía tres años.

–He jurado guardar silencio -dijo Clay.

Otro abogado de Nueva Orleans era Damon Didier, uno de los oradores en una de las sesiones a las que Clay había asistido durante su fin de semana con el Círculo de Abogados. Didier tenía un rostro impenetrable y unos ojos de acero, y Clay recordaba haberse preguntado cómo era posible que semejante sujeto fuese capaz de conectar con un jurado. Muy pronto descubrió que Didier había ganado una fortuna cuando un barco fluvial lleno de jóvenes pertenecientes a una hermandad estudiantil se había hundido en el lago Pontchartrain. Cuánta sordidez.

Necesitaban honores y medallas como los héroes de guerra. Esto de aquí me lo dieron por la explosión de aquel camión cisterna que mató a veinte personas. Esto fue por lo de aquellos chicos que murieron quemados en aquella plataforma petrolífera de explotación submarina. Esto tan grande de aquí fue por la campaña del Skinny Ben. Esto por la guerra contra las grandes compañías tabaqueras. Esto por la batalla contra el Seguro Médico Global.

Puesto que no tenía batallas que contar, Clay se limitó a escuchar. El Tarvan las habría superado a todas, pero él jamás podría decirlo.

Un mayordomo con una camisa estilo Roy Rogers informó al señor French de que la cena se serviría en cuestión de una hora. Todos bajaron a una sala de juegos con mesas de billar y grandes pantallas. Unos doce hombres blancos estaban bebiendo y hablando y algunos sostenían en la mano unos tacos de billar.

–El resto de la conspiración -susurró Hernández al oído de Clay.

Patton lo presentó al grupo. Los nombres, los rostros y las ciudades de las- que procedían se borraron de inmediato. Seattle, Houston, Topeka, Boston y otras que no captó. Y Effingham, Illinois. Todos rindieron homenaje a aquel «brillante» abogado que los había sorprendido con su audaz ataque contra el Dyloft.

–Vi el anuncio la primera noche que se emitió -dijo Bernie no sé qué, de Boston-. Jamás había oído hablar del Dyloft. Por consiguiente, llamo a tu línea directa gratuita y me contesta un simpático chico. Le digo que he estado tomando el medicamento y le suelto el rollo, ya sabes. Me indica la página web. Fue sensacional. Entonces pensé: «Me han tendido una emboscada.» Tres días más tarde, salgo en antena con mi propia línea gratuita del Dyloft.

Los presentes soltaron una carcajada, porque probablemente todos ellos habrían podido contar historias parecidas. A Clay no se le había ocurrido la posibilidad de que otros abogados llamaran a su línea directa y utilizaran su página web para robarle clientes, pero ¿por qué se sorprendía?

Cuando por fin terminaron las muestras de admiración, French dijo que antes de la cena, que, por cierto, incluiría una fabulosa selección de vinos australianos, tenían que discutir ciertos asuntos. Clay ya estaba un poco mareado a causa del excelente habano que se había fumado y de la primera bomba de vodka doble. Era con mucho el abogado más joven de allí, y se sentía un novato en todos los sentidos. Se encontraba en presencia de unos importantes profesionales.

El abogado más joven. El jet más pequeño. Sin batallas que contar. El hígado más débil. Clay llegó a la conclusión de que ya era hora de crecer.

Todos se congregaron alrededor de French, que sólo vivía para los momentos como aquél.

–Tal como sabéis -empezó el anfitrión-, me he pasado mucho tiempo con Wicks, el abogado de la casa de los laboratorios Ackerman. El resumen de todo es que aceptarán un acuerdo, y lo harán muy rápido. Están dándoles palos por todas partes y quieren que eso se olvide cuanto antes. Sus acciones están ahora tan bajas que temen una oferta pública de adquisición. Los buitres, entre los cuales figuramos, están dispuestos a acabar con ellos. Si averiguan cuánto va a costarles el Dyloft, es posible que puedan renegociar algunas deudas y mantenerse. Lo que no quieren es un juicio que se alargue en muchos frentes y que les caigan veredictos por todas partes. Tampoco quieren soltar docenas de millones de dólares para la defensa.

–Pobre gente -dijo alguien.

–El Business Week habló de quiebra -apuntó otro-. ¿Han utilizado esta amenaza?

–Todavía no. Y no creo que lo hagan. Ackerman tiene demasiados activos. Acabamos de completar el análisis económico (ya examinaremos los números mañana por la mañana) y nuestros chicos creen que la empresa dispone de entre dos mil y tres mil millones de dólares para indemnizaciones.

–¿Cuánto cubre el seguro?

–Sólo trescientos millones. Hace un año la empresa lanzó al mercado su propia división de cosméticos. Piden mil millones. El valor real equivale a unas tres cuartas partes. Podrían venderla por quinientos millones y disponer de dinero suficiente para indemnizar a nuestros clientes.

Clay observó que raras veces mencionaban a los clientes.

Los buitres se apretujaron alrededor de French, quien prosiguió:

–Tenemos que establecer dos cosas. Primero, cuántos posibles demandantes hay ahí fuera. Segundo, el valor de cada caso.

–Vamos a sumarlos -dijo alguien hablando con el típico acento de Tejas-. Yo tengo mil.

–Yo tengo mil ochocientos -dijo French-. ¿Carlos?

–Dos mil -dijo Hernández, y procedió a anotar algo.

–¿ Wes?

–Novecientos.

El abogado de Topeka era el que menos tenía: seiscientos. Dos mil era la cifra más alta, pero French reservaba lo mejor para el final.

–¿Clay? – dijo, y todo el mundo se dispuso a escuchar.

–Tres mil doscientos -contestó Clay, consiguiendo mantener un rostro ceñudo e impasible.

Sus recientes hermanos, sin embargo, se mostraron muy complacidos. O, por lo menos, eso dieron a entender.

–Así me gusta, mi chico -dijo alguien.

Clay sospechaba que detrás de sus amplias sonrisas y sus expresiones de elogio se ocultaban algunas personas muy envidiosas.

–Eso suma veinticuatro mil -dijo Carlos, haciendo rápidamente el cálculo.

–Podemos duplicarlo fácilmente, y de esa manera nos acercaríamos a los cincuenta mil, la cantidad que Ackerman tiene prevista. Dos mil millones a repartir entre cincuenta mil son cuarenta mil por cada caso. No está mal para empezar.

Clay efectuó unos rápidos cálculos por su cuenta: cuarenta mil por sus tres mil doscientos casos eran algo así como ciento veinte millones de dólares. Y un tercio de aquella cantidad… Sintió que se le paralizaba el cerebro, y empezaron a temblarle las rodillas.

–¿Sabe la empresa cuántos de estos casos corresponden a tumores malignos? – preguntó Bernie de Boston.

–No, no lo sabe. Calculan que un uno por ciento.

–Eso son quinientos casos.

–A un mínimo de un millón de dólares cada uno.

–Eso son otros quinientos millones.

–Un millón de dólares es una broma.

–Cinco millones por muerte en Seattle.

–Aquí estamos hablando de homicidio culposo.

Como era de esperar, cada abogado tenía su propia opinión que ofrecer, y lo hacían todos al mismo tiempo. En cuanto consiguió restablecer el orden, French dijo:

–Caballeros, vamos a comer.

La comida fue un fracaso. La mesa del comedor era una tabla de lustrosa madera procedente de un impresionante y majestuoso alerce rojo que se había mantenido en pie varios siglos hasta que la poderosa Norteamérica lo había necesitado. En torno a ella podían comer simultáneamente cuarenta personas. Los presentes eran dieciocho, sabiamente separados entre sí. De lo contrario, alguien habría podido soltar un puñetazo.

En una estancia llena de arrogantes egos donde cada uno era el más ilustre abogado que Dios hubiera creado, el más odioso charlatán era Victor K. Brennan, un ruidoso tejano de Houston que hablaba con voz gangosa. A la tercera o cuarta copa de vino, y a medio zamparse los gruesos bistecs, Brennan empezó a quejarse de las bajas cantidades previstas para cada caso individual. Él tenía un cliente de cuarenta años que ganaba muchos millones y ahora padecía unos tumores malignos gracias al Dyloft.

–Puedo sacarle a cualquier jurado de Tejas diez millones por daños efectivamente sufridos y veinte millones en concepto de castigo ejemplar -dijo en tono jactancioso.

Casi todos los demás se mostraron de acuerdo. Algunos llegaron a decir que en su propio territorio conseguirían mucho más. French se mantuvo firme en su teoría, señalando que, si unos pocos conseguían millones, las masas recibirían muy poco. Brennan no estaba de acuerdo, pero no sabía cómo rebatir el argumento. Tenía la vaga sospecha de que los laboratorios Ackerman disponían de mucho más dinero del que parecía.

El grupo estaba dividido a este respecto, pero las líneas cambiaban con tal rapidez y las lealtades eran tan efímeras que Clay tenía dificultades para establecer dónde estaba cada cual. French puso en tela de juicio la afirmación de Brennan en el sentido de que los daños susceptibles de indemnización fueran tan fáciles de demostrar.

–Tú tienes los documentos, ¿no? – dijo Brennan.

–Clay nos ha facilitado algunos documentos. Ackerman todavía no lo sabe. Vosotros no los habéis visto, muchachos, y puede que no los veáis si no os estáis quietecitos en clase.

Los diecisiete invitados (incluido Clay) dejaron a un lado los cubiertos y se pusieron a gritar a la vez. Los camareros se retiraron. Clay ya se los imaginaba en la cocina, agachados detrás de las mesas. Brennan estaba deseando pelearse con alguien. Wes Saulsberry no quería dar su brazo a torcer. El lenguaje fue subiendo de tono. Y, en medio de todo aquel follón, Clay miró hacia el fondo de la mesa y vio a Patton French aspirar el aroma de una copa de vino, beber un sorbo, cerrar los ojos y evaluar un vino más.

¿Cuántas de aquellas peleas habría presenciado French? Probablemente cien. Clay cortó un trozo de bistec.

En cuanto se calmaron los ánimos, Bernie de Boston contó un chiste acerca de un cura católico, y la estancia estalló en carcajadas. Todos disfrutaron de la comida y el vino durante cinco minutos hasta que Albert de Topeka sugirió la estrategia de obligar a Ackerman a ir a la quiebra. Él se lo había hecho un par de veces a otras empresas con resultados muy satisfactorios. En ambas ocasiones, las empresas amenazadas por ofertas públicas de adquisición habían utilizado las leyes sobre la quiebra para estafar a los bancos y a otros acreedores, dejando de ese modo más dinero para él y sus millares de clientes. Los que no estaban de acuerdo expresaron sus opiniones. Albert se lo tomó a mal y volvió a armarse una pelea.

Se peleaban por todo: los documentos, la conveniencia de presentar una querella y olvidarse de los rápidos acuerdos por resarcimiento de daños, la ventajas que presentaban los territorios de cada cual, los anuncios engañosos, la manera de captar más casos, los gastos, los honorarios… Clay notaba un nudo en el estómago y no dijo una palabra. Los demás parecían disfrutar enormemente de la comida mientras mantenían dos o tres disputas a la vez.

«Lo que es la experiencia», pensó Clay.

Después de la comida más larga de la vida de Clay, French los acompañó abajo, de nuevo a la sala de billar, donde los esperaba el coñac y más habanos. Los que llevaban tres horas discutiendo y soltando palabrotas empezaron a beber y a reírse como si fueran socios de un club. Clay se retiró y, después de un considerable esfuerzo, localizó su habitación.

El espectáculo de Barry y Harry estaba previsto para las diez de la mañana del sábado, lo que daba tiempo suficiente para que todo el mundo se hubiera librado de la resaca y pudiera zamparse un opíparo desayuno. French había ofrecido la posibilidad de pescar truchas y tirar al plato, pero ni un solo abogado se apuntó a alguna de las dos actividades.

Barry y Harry eran propietarios de una empresa de Nueva York que sólo se dedicaba a analizar la situación económica de las empresas amenazadas por ofertas públicas de adquisición. Contaban con fuentes, contactos y espías, y tenían fama de arrancar la piel a tiras y descubrir la verdad. French los había traído en avión para una exposición de una hora.

–Nos va a costar doscientos mil -le murmuró orgullosamente a Clay-, y se lo haremos pagar a Ackerman. Imagínate.

Su sistema consistía en formar un equipo en el que Barry hacía los gráficos y Harry señalaba con el puntero, como dos profesores junto al atril. Ambos se situaron de pie delante del pequeño teatro, un nivel por debajo de la sala de billar. Por una vez, los abogados guardaron silencio.

Ackerman tenía una cobertura de seguros de por lo menos quinientos millones de dólares, trescientos por responsabilidad contra terceros y otros doscientos en reaseguros. El análisis del cash flow era muy denso y Harry y Barry tuvieron que hablar los dos a la vez para completarlo. Los números y los porcentajes fueron saliendo y no tardaron en asfixiar a todos los presentes en la sala.

Hablaron de la división cosmética de Ackerman, que tal vez sacara seiscientos millones en una liquidación. La empresa quería desprenderse de una división de plásticos con sede en México por doscientos millones. Tardaron quince minutos en explicar la estructura de las deudas de la empresa.

Barry y Harry eran también abogados y, por consiguiente, estaban en condiciones de evaluar la probable respuesta de una empresa a una desastrosa acción conjunta como la producida por el Dyloft.

Lo más prudente para Ackerman sería llegar rápidamente a un acuerdo transaccional de resarcimiento de daños, pero en varias fases.

–Lo que se llama un acuerdo de hojaldre -puntualizó Harry.

Clay estaba seguro de que él era la única persona de la sala que no sabía lo que era un acuerdo de hojaldre.

–La primera fase serían dos mil millones para todos los demandantes del primer nivel -añadió Harry, teniendo la bondad de exponer los elementos de semejante plan.

–Creemos que podrían hacerlo dentro de un plazo de noventa días -señaló Barry.

–La segunda fase serían quinientos millones para los demandantes del segundo nivel, los aquejados de tumores malignos que no han muerto.

–Y la tercera fase se dejaría abierta durante cinco años para cubrir los casos de fallecimiento.

–Creemos que Ackerman puede pagar entre dos mil quinientos y tres mil millones a lo largo del año que viene y otros quinientos millones en un período de cinco años.

–Si por el motivo que fuera se superaran estas sumas podría producirse una declaración de quiebra.

–Lo cual no es aconsejable para esta empresa. Hay demasiados bancos con demasiados derechos de prioridad.

–Y una quiebra reduciría seriamente el flujo monetario. Se tardaría de tres a cinco años en alcanzar un acuerdo aceptable.

Como es natural, se pasaron un rato discutiendo. Vincent de Pittsburgh tenía especial empeño en demostrar a los demás sus conocimientos económicos, pero Harry y Barry no tardaron en ponerlo en su sitio. Al cabo de una hora, ambos se fueron a pescar.

French ocupó su lugar en la cabecera de la sala. Se habían completado todos los temas. Las discusiones habían terminado. Ya era hora de ponerse de acuerdo sobre los planes a seguir.

El primer paso sería conseguir todos los demás casos. Cada cual por su cuenta. Sin ninguna limitación. Puesto que habían conseguido reunir la mitad del total, quedaban todavía muchos demandantes del Dyloft ahí fuera. Había que localizarlos. Buscar a los picapleitos que sólo tuviesen veinte o treinta casos y atraerlos al redil. Hacer cuanto fuese necesario para captar a los indecisos.

El segundo paso consistiría en celebrar una conferencia de acuerdo transaccional con los laboratorios Ackerman en un plazo de sesenta días. El comité directivo de los demandantes la programaría y enviaría las correspondientes notificaciones.

El tercer paso consistiría en hacer el máximo esfuerzo por mantener a todos los demandantes dentro de la acción conjunta. El número hacía la fuerza. Los que decidieran abandonar la acción conjunta y quisieran ir a juicio por su cuenta no tendrían acceso a los mortíferos documentos. Así de sencillo. Muy duro, pero así eran los pleitos.

Todos los abogados de la sala pusieron reparos a algún aspecto del plan, pero la alianza se mantuvo. El Dyloft llevaba camino de convertirse en el acuerdo más rápido de toda la historia de las acciones conjuntas, y los abogados ya olfateaban el dinero.

21

La siguiente reorganización del joven bufete se produjo de la misma caótica manera que las anteriores y por los mismos motivos: demasiados nuevos clientes, demasiado nuevo papeleo, insuficiencia de personal, una cadena de mando muy imprecisa y un estilo de dirección muy vacilante porque ninguno de los de arriba jamás había dirigido nada, exceptuando tal vez a la señorita Glick. Tres días después de que Clay regresase de Ketchum, Paulette y Jonah se presentaron en su despacho con una larga lista de problemas urgentes. El motín se respiraba en el aire. Los nervios estaban a flor de piel y el cansancio agravaba la situación.

Según los mejores cálculos, el bufete había captado hasta el momento 3.320 casos de Dyloft y, puesto que todos ellos eran nuevos, precisaban de atención inmediata. Sin contar a Paulette, que estaba asumiendo a regañadientes el papel de directora del despacho, sin contar a Jonah, que se pasaba diez horas diarias con un sistema informatizado para poner al día los casos, y, naturalmente, sin contar a Clay, porque era el jefe y tenía que conceder entrevistas y viajar a Idaho, el bufete había contratado a dos abogados y ahora disponía de diez auxiliares jurídicos, ninguno de los cuales tenía más de tres meses de experiencia, excepto Rodney.

–No sé distinguir los buenos de los que no lo son tanto -dijo Paulette-. Es demasiado pronto.

–Calculaba que cada auxiliar jurídico podía manejar entre cien y doscientos casos-. Los clientes están asustados -añadió-, están asustados porque tienen esos tumores y la prensa habla constantemente del Dyloft, pero por encima de todo porque nosotros les hemos metido el miedo en el cuerpo, qué demonios.

–Quieren que alguien les diga algo -terció Jonah-. Y quieren que en el otro extremo de la línea les conteste un abogado, no un agobiado auxiliar jurídico de una especie de cadena de montaje. Temo que muy pronto empecemos a perder clientes.

–No vamos a perder a ningún cliente -declaró Clay, pensando en todos aquellos tiburones tan simpáticos que acababa de conocer en Idaho y en lo contentos que estarían de arrebatarle a los clientes insatisfechos.

–El papeleo nos está ahogando -dijo Paulette, siguiendo con los argumentos de Jonah sin prestar atención a Clay-. Todos los exámenes médicos preliminares deben analizarse, y después hay que llevar a cabo un seguimiento. Ahora mismo creemos que hay unas cuatrocientas personas que necesitan análisis adicionales. Podría haber casos graves; estas personas podrían estar muriéndose, Clay. Pero alguien tiene que coordinar su atención sanitaria con los médicos, y eso no se está haciendo, ¿lo comprendes?

–Muy bien -dijo Clay-. ¿Cuántos abogados necesitamos?

Paulette dirigió una cauta mirada a Jonah. Ninguno de los dos tenía una respuesta.

–¿Diez? – aventuró ella.

–Diez por lo menos -repuso Jonah-. Ahora mismo, diez, y más adelante puede que más.

–Estamos aumentando las emisiones de anuncios -dijo Clay.

Se produjo una prolongada pausa mientras Jonah y Paulette asimilaban aquello. Clay les había facilitado información acerca de los puntos más destacados de la reunión de Ketchum, pero sin dar ningún detalle. Les había asegurado que todos los casos que captaran no tardarían en reportarles cuantiosos beneficios, pero los datos acerca de las estrategias de los acuerdos se los había guardado para sí. El que se va de la lengua pierde los juicios. French se lo había advertido y, puesto que no conocía a fondo a sus colaboradores, lo mejor era guardar el secreto.

Un bufete jurídico de unas puertas más abajo acababa de despedir a treinta y cinco asociados. La situación económica no era buena, la facturación había bajado, estaba a punto de producirse una fusión; cualquiera que fuera el motivo, la noticia había sido objeto de comentario en el Distrito de Columbia, pues el mercado laboral solía estar blindado. ¿Despidos en la profesión jurídica, y en el Distrito de Columbia?

Paulette sugirió la posibilidad de contratar a algunos de aquellos asociados, ofreciéndoles un contrato de un año sin ninguna promesa de ascenso. Clay se ofreció a efectuar él mismo las llamadas a primera hora de la mañana siguiente. También se encargaría de buscar el local y el mobiliario necesario.

A Jonah se le ocurrió la insólita idea de contratar a un médico por un año para que se encargara de coordinar los análisis y las pruebas médicas.

–Podemos contratar a uno recién salido de la facultad por cien de los grandes al año. Su experiencia no será mucha, pero ¿eso qué más da? No tendrá que practicar ninguna intervención, sino que se limitará al papeleo.

–Hazlo -dijo Clay.

El siguiente punto de la lista de Jonah era la página web. Los anuncios la habían dado a conocer ampliamente, pero necesitaban personas que trabajaran a tiempo completo para contestar a los interesados. Además, había que actualizarla casi cada semana para incluir las más recientes novedades sobre la acción colectiva y las más recientes malas noticias acerca del Dyloft.

–Todos los clientes nos piden información desesperadamente, Clay -dijo Jonah.

Para los que no eran usuarios de Internet -Paulette calculaba que por lo menos la mitad de sus clientes se incluía en este grupo-, la hoja informativa sobre el Dyloft era esencial.

–Necesitamos una persona a tiempo completo para que prepare y envíe por correo la hoja informativa -dijo.

–¿Puedes buscar a alguien? – preguntó Clay.

–Supongo que sí.

–Pues hazlo.

Paulette miró a Jonah como si fuese a quien le correspondía decir lo que venía a continuación. Jonah arrojó sobre la mesa un cuaderno de apuntes tamaño folio e hizo sonar los nudillos.

–Clay, aquí estamos gastando dinero a espuertas -dijo-. ¿Estás seguro de que sabes lo que haces?

–No, pero creo que sí. Vosotros confiad en mí, ¿de acuerdo?

Estamos a punto de ganar una auténtica fortuna, pero para conseguirlo debemos gastar un poco de dinero.

–¿Y tú lo tienes? – preguntó Paulette.

–Sí.

Pace quería tomarse una última copa en un bar de Georgetown, muy cerca de la casa de Clay. Iba y venía de la ciudad, mostrándose siempre muy impreciso acerca de dónde había estado y del incendio que estaba apagando en aquellos momentos. Había aclarado un poco el color de su vestuario y ahora prefería el marrón: puntiagudas botas marrones de piel de serpiente, chaqueta de ante marrón. Formaba parte de su disfraz, pensó Clay. Mientras daba cuenta de su primera cerveza, Pace pasó al tema del Dyloft y enseguida resultó evidente que, cualquiera que fuese el proyecto en el que estuviera trabajando, éste guardaba cierta relación con los laboratorios Ackerman.

Clay, con el instinto propio de un abogado experto en toda suerte de lides judiciales, facilitó una colorista descripción de su viaje al rancho de French y del hatajo de ladrones que había conocido allí, de la conflictiva comida de tres horas de duración en la que todo el mundo comía y discutía a la vez y, finalmente, del espectáculo de Barry y Harry. No mostró el menor titubeo a la hora de facilitarle a Pace los detalles, pues éste sabía más que nadie.

–Sé quiénes son Barry y Harry -dijo Pace como si hablara de personajes del hampa.

–Me pareció que se conocían bien el paño. Ya pueden, con los doscientos mil que se ganaron.

Clay habló de Carlos Hernández, Wes Saulsberry y Damon Didier, sus nuevos compañeros del comité directivo de los demandantes. Pace dijo que había oído hablar de todos ellos.

Cuando ya iba por la segunda cerveza, Pace preguntó:

–Vendiste acciones de Ackerman al descubierto, ¿verdad? – Miró alrededor pero nadie escuchaba. Era un bar estudiantil en una noche un poco floja.

–Cien mil acciones a cuarenta y dos cincuenta -contestó orgullosamente Clay.

–Hoy Ackerman ha cerrado a veintitrés.

–Lo sé. Cada día hago los cálculos.

–Pues ha llegado el momento de cubrir la venta al descubierto y volver a comprar. Hazlo sin falta a primera hora de la mañana.

–¿Está a punto de producirse alguna novedad?

–Sí, y, de paso, compra todo lo que puedas a veintitrés y prepárate para el viaje.

–¿Adónde llevará ese viaje?

–Duplicarán su valor.

Seis horas después, Clay ya estaba en su despacho antes del amanecer, disponiéndose a afrontar una nueva jornada de absoluta locura. Y esperando también con ansia a que abrieran los mercados. La lista de las cosas que tenía que hacer cubría dos páginas y casi todo guardaba relación con la ingente tarea de contratar de inmediato a otros diez abogados y encontrar un local con suficiente espacio para acoger a algunos de ellos. Parecía una tarea casi imposible, pero no tendría más remedio que llevarla a cabo; a las siete y media llamó a un corredor de fincas y lo sacó de la ducha. A las ocho y media mantuvo una entrevista de diez minutos con un joven abogado recién despedido llamado Oscar Mulrooney. El pobre chico había sido un alumno brillante en Yale, había sido contratado con muy buenas perspectivas y después se había quedado sin trabajo a causa de la implosión de un megabufete. Por si fuera poco, llevaba dos meses casado y necesitaba encontrar trabajo cuanto antes. Clay lo contrató de inmediato con un sueldo de setenta y cinco mil dólares anuales. Mulrooney tenía cuatro amigos, también de Yale, que también se habían quedado en la calle y buscaban trabajo. «Ve por ellos», le dijo Clay.

A las diez de la mañana Clay llamó a su agente de bolsa y cubrió su venta al descubierto de Ackerman con un beneficio superior a un millón novecientos mil dólares. En la misma llamada, reunió todos los beneficios obtenidos y compró otras doscientas mil acciones a veintitrés dólares, utilizando su margen y parte del crédito de la cuenta. Se pasó toda la mañana observando el mercado on line. Nada cambió.

Oscar Mulrooney regresó al mediodía con sus amigos, todos ellos tan entusiastas como boy scouts. Clay contrató a los demás y enseguida les encomendó la tarea de alquilar el mobiliario, conectar sus teléfonos y hacer todo lo necesario para el inicio de su nueva carrera como abogados de bajo nivel en el campo de las demandas conjuntas de indemnización por daños y perjuicios. Oscar debería encargarse, además, de contratar a otros cinco abogados, los que a su vez, tendrían que buscarse sus propios locales, etcétera.

Acababa de nacer la Sección de Yale.

A las cinco de la tarde, hora oficial del este, Philo Products anunció su intención de comprar las acciones ordinarias en circulación de los laboratorios Ackerman a cincuenta dólares cada una, lo que significaba una fusión por un precio de mil cuatrocientos millones de dólares. Clay presenció el drama solo en su sala de conferencias, pues todos los demás estaban atendiendo los malditos teléfonos. Los canales económicos directos se atragantaron con la noticia. La CBB envió precipitadamente a sus reporteros a White Plains, Nueva York, cuartel general de Ackerman, delante de cuyas puertas montaron guardia como si la sitiada compañía pudiera salir de un momento a otro a llorar ante las cámaras.

Una interminable serie de expertos y analistas de mercado parloteaban sin cesar, soltando toda suerte de opiniones infundadas. El Dyloft se mencionó al principio y muy a menudo a lo largo de las entrevistas. Aunque los laboratorios Ackerman llevaban varios años de mala gestión, no cabía duda de que el Dyloft habían conseguido empujarlo hacia el abismo.

¿Y si resultaba que Philo era el fabricante del Tarvan? ¿Y si se trataba del cliente de Pace? ¿Lo habrían acaso manipulado para provocar aquella adquisición mayoritaria de acciones por valor de mil cuatrocientos millones de dólares? Y, lo más inquietante, ¿qué significaría todo aquello para el futuro de Ackerman y el Dyloft? Por mucho que lo emocionara calcular los nuevos beneficios obtenidos con las acciones de Ackerman, Clay no tenía más remedio que preguntarse si el nuevo giro que habían tomado los acontecimientos significaría el final del sueño del Dyloft.

No había manera de saberlo. Él no era más que un insignificante jugador en un gigantesco juego que se llevaban entre manos dos importantes compañías. Se tranquilizó al pensar que los laboratorios Ackerman tenían activos, y que habían fabricado un mal producto que había causado daño a muchos. Se impondría la justicia.

Patton French lo llamó desde su aparato a medio camino entre Florida y Tejas y le pidió que no se moviera de donde estaba durante aproximadamente una hora. El comité directivo de los demandantes tenía que convocar una conferencia con carácter urgente. Su secretaria ya estaba en ello.

French volvió a llamarlo una hora más tarde, ya en tierra, desde Beaumont, donde al día siguiente se reuniría con unos abogados que llevaban unos casos de un medicamento contra el colesterol y necesitaban su ayuda. Los casos valían toneladas de dinero, pero no había manera de localizar a los demás miembros del comité directivo. Ya había hablado con Barry y Harry en Nueva York, y éstos no se mostraban preocupados por la compra de acciones por parte de Philo.

–Ackerman tiene doce millones de participaciones de sus propias acciones, cada una de las cuales ahora vale por lo menos cincuenta dólares, y puede que más antes de que se disipe la polvareda. La empresa acaba de ganar seiscientos millones sólo en patrimonio neto. Además, el Gobierno tiene que aprobar la fusión, y, como es natural, antes de decir que sí querrá que se resuelva el litigio. Por otra parte, Philo es famosa por su alergia a los tribunales. Querrán llegar a un discreto y rápido acuerdo.

Aquello se parecía mucho a lo del Tarvan, pensó Clay.

–En conjunto, es una buena noticia -dijo French mientras se oía el zumbido de un fax en segundo plano. Clay ya se lo imaginaba paseando arriba y abajo en su Gulfstream mientras éste esperaba en la rampa de Beaumont-. Te mantendré informado.

Y cortó la comunicación.

22

Rex Crittle quería echar una reprimenda, quería que lo tranquilizaran, quería soltar un sermón, educar, pero su cliente, sentado al otro lado del escritorio, se mostraba totalmente impasible ante las cifras.

–Su bufete sólo tiene seis meses de vida -dijo Crittle, mirando por encima de sus gafas de lectura, con un montón de informes delante de él. ¡Las pruebas! Tenía pruebas de que el bufete J. Clay Carter II estaba efectivamente dirigido por idiotas.

–Al principio sus gastos generales eran nada menos que de setenta mil dólares mensuales, tres abogados, un auxiliar jurídico, una secretaria, un alquiler muy elevado, una sede preciosa. Ahora son de medio millón de dólares mensuales y siguen aumentando.

–Hay que gastarlo para ganarlo -dijo Clay, tomando un sorbo de café mientras contemplaba con semblante risueño el rostro de preocupación de su contable. Ésta era la señal de un buen contable: alguien que perdía el sueño por los gastos en mayor medida que el propio cliente.

–Pero es que usted no lo está ganando -dijo cautelosamente Crittle-. En los últimos tres meses no ha habido ingresos.

–Ha sido un buen año.

–Por supuesto que sí. Quince millones de dólares en concepto de honorarios son, efectivamente, un año espléndido. Lo malo es que se están evaporando. El mes pasado gastó usted catorce mil dólares en alquiler de jets.

–Ahora que lo dice, estoy pensando en comprarme uno. Me tendrá usted que hacer los números.

–Los estoy haciendo ahora mismo, y no tiene usted modo de justificar esta necesidad.

–No se trata de eso. Se trata de saber si puedo o no permitirme el lujo de comprarme uno.

–No, no puede permitírselo.

–Tenga un poco de paciencia, Rex. La ayuda está a punto de llegar.

–Supongo que se refiere a los casos del Dyloft, ¿verdad? Cuatro millones de dólares en anuncios. Trescientos mil al mes por la página web del Dyloft. Ahora tres mil al mes por la hoja informativa del Dyloft. Todos esos auxiliares jurídicos de Manassas. Todos estos abogados nuevos…

–Creo que la pregunta será, ¿me conviene alquilar uno por cinco años o comprarlo directamente?

–¿El qué?

–El Gulfstream.

–¿Qué Gulfstream?

–El jet privado más bonito del mundo.

–¿Y qué va usted a hacer con un Gulfstream?

–Volar.

–¿Y por qué razón concreta cree que lo necesita?

–Es el jet preferido de todos los abogados especialistas en acciones conjuntas.

–Ah, ya comprendo.

–Sabía que lo comprendería…

–¿Tiene idea de lo que cuesta?

–Entre cuarenta y cuarenta y cinco millones de dólares.

–Lamento comunicarle la noticia, Clay, pero usted no tiene cuarenta millones.

–Es verdad. Creo que me limitaré a alquilarlo.

Crittle se quitó las gafas de lectura y se aplicó un masaje a la larga y huesuda nariz para aliviar el dolor de cabeza que empezaba a sentir.

–Mire, Clay, yo sólo soy su contable, pero no sé si hay alguien más que le diga la verdad. Tómese las cosas con calma. Ha ganado una fortuna, disfrútela. No necesita un bufete tan grande con tantos abogados. No necesita para nada un jet. Y después, ¿qué vendrá? ¿Un yate?

–Sí.

–¿Habla en serio?

–Sí.

–Creía que no le gustaban los barcos.

–Pues me gustan. Es para mi padre. ¿Puedo amortizarlo?

–No.

–Sin embargo, yo creo que sí.

–¿Cómo?

–Lo alquilaré cuando no lo use.

Crittle terminó de frotarse la nariz, volvió a ponerse las gafas y dijo:

–Es su dinero, amigo.

Se reunieron en la ciudad de Nueva York, en terreno neutral, en el deslucido salón de baile de un vetusto hotel muy cerca de Central Park, el último lugar en el que alguien hubiera podido imaginar que se celebrara una reunión tan importante. A un lado de la mesa se sentaba el comité directivo de los demandantes contra el Dyloft integrado por cinco abogados, entre ellos el joven Clay, que se sentía totalmente fuera de lugar, y, detrás de éste, toda suerte de ayudantes, asociados y recaderos contratados por el señor Patton French. Al otro lado de la mesa se encontraba el equipo de Ackerman, encabezado por Cal Wicks, un distinguido veterano, flanqueado por el mismo número de colaboradores.

Hacía una semana, el Gobierno había aprobado la fusión con Philo Products al precio de 53 dólares por acción, lo cual significaba unos nuevos beneficios para Clay de aproximadamente seis millones de dólares. La mitad de ellos los había remitido a un paraíso fiscal y jamás la tocaría. Así pues, la venerable empresa fundada por los hermanos Ackerman un siglo atrás estaba a punto de ser devorada por Philo, una compañía con unos ingresos anuales que apenas llegaban a la mitad de los que aquélla, pero mucho menos endeudada y mucho mejor gestionada.

Mientras tomaba asiento y colocaba las carpetas sobre la mesa y trataba de convencerse de que efectivamente estaba ocupando el lugar que le correspondía, a Clay le pareció observar algunos entrecejos severamente fruncidos al otro lado de la mesa. Al final, los de Ackerman habían conseguido ver en persona a ese joven advenedizo del Distrito de Columbia causante directo de la pesadilla del Dyloft.

Por muchos que fueran los colaboradores de Patton French, éste no los necesitaba para nada. Se puso al mando de la primera sesión y los demás no tardaron en callarse, con la excepción de Wicks, quien sólo hablaba cuando era necesario. Se pasaron la mañana estableciendo el número de casos existentes. La demanda conjunta de Biloxi englobaba a treinta y seis mil setecientos demandantes. Un grupo renegado de abogados de Georgia tenía cinco mil doscientos y amenazaba con ejercer otra acción conjunta por su cuenta. French estaba seguro de que podría disuadirlos de que lo hicieran. Otros abogados se habían retirado de la demanda colectiva y estaban preparando la presentación de querellas en sus propios territorios, pero esto a French tampoco le preocupaba. Ellos no estaban en poder de los documentos decisivos, y era improbable que los obtuviesen.

Los números seguían sucediéndose y Clay no tardó en hartarse de todo aquello. A él el único número que le interesaba era el 5.380, correspondiente a su participación en la demanda del Dyloft. Seguía teniendo más casos que cualquier otro abogado en solitario, pero el propio French había cerrado brillantemente la brecha y ahora tenía algo más de cinco mil.

Al cabo de tres horas de interminables cálculos, acordaron dedicar una hora al almuerzo. El comité de los demandantes subió a una suite del piso de arriba, donde comieron bocadillos y sólo bebieron agua. French no tardó en echar mano del teléfono, hablando y gritando a la vez. Wes Saulsberry quería salir a respirar un poco de aire fresco e invitó a Clay a dar un rápido paseo alrededor de la manzana. Echaron a andar por la Quinta Avenida, al otro lado del parque. Estaban a mediados de noviembre, el aire era frío, las hojas volaban a través de la calle, empujadas por el viento. Una época estupenda para estar en la ciudad.

–Me gusta venir aquí y me gusta marcharme -dijo Saulsberry-. En este mismo momento, en Nueva Orleáns están a treinta y dos grados, y la humedad todavía es de noventa.

Clay se limitaba a escucharlo. Estaba demasiado ocupado con la emoción del momento; sólo faltaban unas horas para que se firmara el acuerdo, para los cuantiosos honorarios y para la absoluta libertad de ser joven, soltero e inmensamente rico.

–¿Cuántos años tienes, Clay? – le preguntó Wes.

–Treinta y uno.

–Cuando yo tenía treinta y tres, mi socio y yo concertamos un acuerdo por la explosión de un petrolero por una tonelada de dinero. Un caso horrible en el que doce hombres murieron quemados. Nos repartimos los veintiocho millones de dólares de los honorarios allí mismo. Mi socio cogió los catorce millones y se retiró. Yo los invertí en mí mismo. Puse un bufete con un montón de abogados, algunos de ellos muy inteligentes y verdaderamente enamorados de su profesión. Construí un edificio en el centro de Nueva Orleáns y seguí contratando a los mejores abogados que pude encontrar. Ahora somos noventa y en los últimos diez años hemos cobrado ochocientos millones de dólares en honorarios. En cuanto a mi antiguo socio, el suyo es un caso muy triste. Uno no se retira a los treinta y tres años. No es normal. Perdió casi todo el dinero. Tres matrimonios fracasados. Problemas de juego. Lo contraté hace un par de años como auxiliar jurídico con un sueldo de sesenta mil dólares, y no vale ni eso.

–Yo no pienso retirarme -dijo Clay.

Era mentira.

–No lo hagas. Estás a punto de ganar montones de dinero, y te lo mereces. Disfrútalo. Cómprate un avión, cómprate un bonito barco, una vivienda en la playa, un chalet en Aspen, todos los juguetes que quieras. Pero invierte buena parte del dinero en tu bufete. Acepta el consejo de alguien que lo ha hecho.

–Gracias.

Doblaron la esquina de la Setenta y Tres y se dirigieron hacia el este. Saulsberry no había terminado.

–¿Conoces los casos de la pintura a base de plomo?

No mucho.

–No son tan famosos como los casos de droga, pero resultan tremendamente lucrativos. Yo inicié la moda hace unos diez años.

Nuestros clientes son escuelas, iglesias, hospitales, edificios comerciales, todos con las paredes cubiertas de pintura a base de plomo.

Se trata de una sustancia muy peligrosa. Hemos demandado a los fabricantes y hemos firmado acuerdos con algunos. Dos mil Millones de dólares hasta ahora. Sea como fuere, durante la presentación de pruebas contra una empresa descubrí otra bonita acción conjunta que, a lo mejor, podría interesarte. Ciertos conflictos me impiden encargarme de ella.

–Soy todo oídos.

–La empresa está en Reedsburg, Pensilvania, y fabrica el mortero que utilizan los albañiles en la construcción de obra nueva. Un producto de tecnología muy poco avanzada, pero una mina de oro en potencia. Al parecer, tienen problemas con el mortero. Un lote defectuoso. Al cabo de unos tres años, empieza a disgregarse. Cuando se rompe el mortero, los ladrillos empiezan a caerse. Todo se limita al área de Baltimore, probablemente unas dos mil viviendas. Y ha comenzado a salir a la luz.

–¿Cuáles son los daños?

–Cuesta aproximadamente quince mil dólares arreglar cada casa.

Quince mil por dos mil. Con un contrato de un tercio, los honorarios de los abogados ascenderían a diez millones de dólares. Clay estaba empezando a aprender a calcular muy rápido.

–La prueba será muy fácil -añadió Saulsberry-. La empresa sabe que está en el ojo del huracán. El acuerdo no plantearía ningún problema.

–Me gustaría echarle un vistazo.

–Te enviaré el expediente, pero tienes que guardarme el secreto.

–¿Vas a cobrar comisión?

–No. Es mi manera de devolverte el favor del Dyloft. Y, como es natural, si alguna vez tienes ocasión de devolverme este favor, te lo agradeceré. Así es cómo trabajamos algunos de nosotros, Clay. La fraternidad de las acciones conjuntas está llena de ególatras que compiten a muerte entre sí, pero algunos de nosotros intentamos cuidar los unos de los otros.

Entrada la tarde, Ackerman aceptó un mínimo de sesenta y dos mil dólares por cada uno de los demandantes del Grupo Uno del Dyloft, los que tenían tumores benignos que podrían extirparse mediante un sencillo procedimiento quirúrgico cuyo coste también sería sufragado por la empresa. El grupo lo formaban unos cuarenta mil demandantes y el dinero estaría disponible de inmediato. Casi todas las discusiones que siguieron se centraron en el método que se utilizaría para establecer los requisitos necesarios para acceder a la indemnización. Se produjo una feroz discusión cuando se arrojó sobre la mesa la cuestión de los honorarios de los abogados. Como casi todos los demás, Clay había firmado un contrato condicional que le garantizaba una tercera parte de cada suma cobrada, pero en tales acuerdos dicho porcentaje solía reducirse. Se empleó y discutió una fórmula muy complicada, y French se mostró injustamente agresivo. Después de todo, allí se estaba hablando de su dinero. Al final, Ackerman aceptó un veintiocho por ciento parados honorarios del Grupo Uno.

Los demandantes del Grupo Dos eran los aquejados de tumores malignos, y puesto que su tratamiento duraría meses, o quizás años, el acuerdo se dejó abierto. No se puso ningún tope a dichos daños, lo que constituía una prueba evidente, según Barry y Harry, de que Philo Products estaba de alguna manera detrás de los laboratorios Ackerman, apuntalándolos con su dinero. Los abogados percibirían el veinticinco por ciento del Grupo Dos, aunque Clay no comprendía por qué. French estaba haciendo los números demasiado rápido como para que los demás pudieran seguirlo.

Los demandantes del Grupo Tres eran los del Grupo Dos que morirían a causa del Dyloft. Puesto que hasta aquel momento no se había producido ningún fallecimiento, esta acción conjunta también se dejó abierta. En este caso los honorarios se fijaron en un veintidós por ciento.

Levantaron la sesión a las siete y acordaron volver a reunirse al día siguiente para acabar de fijar los detalles de los Grupos Dos y Tres. Mientras bajaban en ascensor, French le entregó a Clay un listado.

–No ha sido un mal día de trabajo -dijo sonriendo.

Se trataba de un resumen de los casos de Clay y de sus honorarios previstos, incluyendo un siete por ciento adicional por su actuación en el comité directivo de los demandantes.

Sólo los del Grupo Uno ascendían a ciento seis millones de dólares.

Cuando al final se quedó solo, se acercó a la ventana y contempló las sombras del ocaso posarse sobre Central Park. Estaba claro que el Tarvan no lo había preparado lo suficiente para la emoción de la riqueza instantánea. Permaneció inmóvil y sin habla durante una eternidad delante de la ventana mientras los pensamientos entraban y salían al azar de su cerebro. Se bebió dos whiskies solos del minibar, pero no le hicieron el menor efecto.

Sin apararse de la ventana, llamó a Paulette, quien descolgó al primer timbrazo.

–Dispara -dijo ella en cuanto reconoció la voz de Clay.

–Ha terminado el primer asalto -dijo él.

–¡No te andes por las ramas!

–Acabas de ganar diez millones de dólares. – Clay oyó las palabras brotar de su boca con una voz que no reconoció como suya.

–No me mientas, Clay -dijo Paulette, casi en un susurro.

–Es verdad. No te miento.

Se produjo una pausa, al cabo de la cual ella se echó a llorar. Clay retrocedió de espaldas y se sentó en el borde de la cama. Por un instante experimentó el impulso de echarse también a llorar.

–¡Oh, Dios mío! – consiguió repetir ella un par de veces.

–Volveré a llamarte dentro de unos minutos -dijo Clay.

Jonah todavía estaba en el despacho. Empezó a proferir gritos contra el teléfono y después arrojó el aparato sobre la mesa y fue en busca de Rodney. Clay oyó sus voces. Una puerta se cerró de golpe. Rodney cogió el auricular.

–Te escucho.

–Tu parte son diez millones -dijo Clay por tercera vez, interpretando el papel de Papá Noel como jamás en su vida volvería a interpretarlo.

–Gracias, Dios mío. Gracias, Dios mío. Gracias, Dios mío -estaba diciendo Rodney.

Jonah estaba gritando algo.

–Cuesta creerlo -admitió Clay.

Por un instante se imaginó a Rodney sentado detrás de su viejo escritorio de la ODO rodeado de carpetas y papeles y fotografías de su mujer y de sus hijos fijadas con chinchetas a la pared, un hombre estupendo que trabajaba mucho a cambio de muy poco dinero.

¿Qué le diría a su mujer cuando la llamara pocos minutos más tarde?

Jonah tomó el teléfono de una extensión y ambos se pasaron un rato comentando la reunión del acuerdo, quién estaba presente, dónde, qué tal había ido. Hubieran deseado seguir hablando, pero Clay dijo que le había prometido a Paulette que volvería a llamarla.

Tras haber comunicado la noticia, se pasó un buen rato sentado en la cama, lamentando no tener a nadie más a quien llamar. Ya se imaginaba a Rebecca, y de repente le pareció oír su voz y sentir su presencia, como si pudiera tocarla. Habrían podido comprarse una casa en la Toscana, en Hawai o en cualquier otro lugar que ella hubiera querido. Habrían podido vivir muy felices con una docena de niños y sin parientes políticos, con niñeras, criadas, cocineras y quizás incluso un mayordomo. Él la habría enviado a casa un par de veces al año a bordo del jet para que pudiera pelearse con sus padres.

O, a lo mejor, los Van Horn ya no habrían sido tan antipáticos con algo más de cien millones de dólares en la familia, lejos de su alcance pero lo bastante cerca para poder presumir de ellos.

Apretó las mandíbulas y marcó el número. Era un miércoles, una noche más bien floja en el club de campo. Seguro que ella estaba en su apartamento. A los tres timbrazos, contestó:

–¿Diga?

El sonido de su voz lo dejó casi sin fuerzas.

–Hola, soy Clay -anunció en tono falsamente despreocupado.

Ni una sola palabra en seis meses, pero el hielo se rompió de inmediato.

–Hola, forastero -dijo ella en tono cordial.

–¿Cómo estás?

–Bien. Ocupada, como siempre. ¿Y tú?

–Más o menos igual. Estoy en Nueva York, trabajando en unos casos.

–Tengo entendido que te van muy bien las cosas.

El comentario se quedaba un poco corto.

–No puedo quejarme. ¿Qué tal va tu trabajo?

–Me quedan seis días más.

–¿Lo dejas?

–Sí. Habrá boda, ¿sabes?

–Eso me han dicho. ¿Para cuándo será?

–El 20 de diciembre.

–No he recibido la invitación.

–Bueno, es que no te la envié. No pensé que te apeteciera asistir.

–Probablemente no. ¿Estás segura de que quieres casarte?

–Hablemos de otra cosa.

–Es que no hay nada más, en realidad.

–¿Sales con alguien?

–Las mujeres me persiguen por toda la ciudad. ¿Dónde conociste a ese chico?

–¿Y te has comprado una casa en Georgetown?

–De eso ya hace mucho. – Clay se alegró de que ella se hubiera enterado. A lo mejor sentía curiosidad por su recién estrenado éxito-. Ese tipo es un gusano -añadió.

–Vamos, Clay. Procuremos ser civilizados.

–Es un gusano, y tú lo sabes, Rebecca.

–Voy a colgar.

–No te cases con él, Rebecca. Corren rumores de que es gay.

–Es un gusano. Es gay. ¿Qué más? Suéltalo todo, Clay, así te quedarás más tranquilo.

–No lo hagas, Rebecca. Tus padres se lo comerán vivo. Y, además, tus hijos se parecerán a él. Todo un ramillete de gusanitos. La comunicación se cortó.

Clay se tumbó en la cama y miró al techo oyendo todavía la voz de Rebecca y de pronto comprendió lo mucho que la echaba de menos. El timbre del teléfono lo sobresaltó. Era Patton French, esperándolo con una limusina. Cena y vino para las tres horas siguientes. Alguien tenía que hacerlo.

23