Traducción de María Antonia Menini
Primera edición: marzo 2003
Ediciones B, S.A., 2003
Impreso en Argentina
Y dos lo vieron casi todo. Estaban sentadas sobre unas cajas de embalaje de plástico de leche en la esquina de Georgia y Lamont delante de una tienda de licores, parcialmente ocultas por un automóvil aparcado, por cuyo motivo el pistolero, que miró brevemente alrededor antes de seguir a Pumpkin al interior del callejón, no advirtió su presencia. Ambas personas declararían más tarde ante la policía que habían visto al chico de la pistola llevar la mano al bolsillo y sacarla de éste, y también habían visto el arma, una pequeña pistola negra, sin el menor asomo de duda. Un segundo después oyeron los disparos aunque no llegaron a ver cómo las balas alcanzaban a Pumpkin en la cabeza. Un segundo más y el chico de la pistola salió precipitadamente del callejón y, de forma inexplicable, echó a correr directamente hacia ellas. Corría agachado como un perro asustado, revelando bien a las claras su condición de culpable. Calzaba unas zapatillas de baloncesto rojas y amarillas que aparentaban ser cinco números más grandes y golpeaban pesadamente el suelo mientras él emprendía la huida.
Cuando el chico pasó corriendo por su lado, empuñaba todavía el arma, probablemente del calibre 38, y se echó momentáneamente hacia atrás al verlas y comprender que habían visto demasiado. Durante un aterrador segundo, pareció levantar el arma como si quisiera eliminar a los testigos, los cuales consiguieron apartarse de los embalajes de plástico de leche y alejarse de espaldas, caminando a gatas en un enloquecido revoltijo de brazos y piernas. Después, se esfumó. Uno de los testigos abrió la puerta de la tienda de licores y pidió a gritos que alguien llamara a la policía, pues acababa de producirse un tiroteo.
Treinta minutos más tarde, la policía recibió una llamada, según la cual un joven cuya descripción coincidía con la del que se había cargado a Pumpkin, había sido visto en dos ocasiones en la calle Nueve sosteniendo un arma en la mano a la vista de todo el mundo y comportándose de manera más rara aún que la mayoría de los transeúntes que circulaban por allí. Había intentado atraer por lo menos a una persona hacia un solar abandonado, pero la presunta víctima había escapado e informado del incidente.
La policía encontró al hombre una hora después. Se llamaba Tequila Watson, varón de raza negra y veinte años de edad, con los habituales antecedentes policiales relacionados con la droga. Sin familia ni domicilio conocido. El último lugar en el que había dormido era un centro de rehabilitación de la calle W. Había conseguido arrojar el arma en algún sitio y, en caso de que hubiera desplumado a Pumpkin, también se había deshecho del dinero, las drogas o lo que fuera. Sus bolsillos estaban tan limpios como sus ojos. Los agentes estaban seguros de que Tequila no se encontraba bajo los efectos de nada en el momento de su detención. Tras interrogarlo, de manera rápida y somera, en la misma calle, lo esposaron y lo metieron de un empujón en el asiento trasero de un coche patrulla de la policía del Distrito de Columbia.
Lo trasladaron de nuevo a la calle Lamont, donde improvisaron un encuentro con los dos testigos. Tequila fue conducido al callejón en el que había dejado a Pumpkin.
–¿Has estado aquí alguna vez? – le preguntó un agente.
Tequila no dijo nada, se limitó a contemplar el charco de sangre fresca sobre el sucio hormigón. Los dos testigos fueron acompañados al callejón y conducidos rápidamente a un lugar situado cerca de Tequila.
–Es él -dijeron al unísono.
–Lleva la misma ropa, las mismas zapatillas de baloncesto, todo menos el arma.
–Es él.
–No cabe la menor duda.
Tequila fue empujado una vez más al interior del vehículo y conducido a la cárcel. Por experiencia, o sencillamente por temor, no les dijo una sola palabra a los agentes mientras éstos lo aguijoneaban, trataban de engatusarlo e incluso lo amenazaban. Nada que pudiera inculparlo, nada que fuera útil. Ninguna alusión al motivo por el cual había asesinado a Pumpkin. Ninguna clave capaz de revelar algo acerca de la historia de ambos, en caso de que la hubiera. Un veterano investigador incluyó en la ficha una breve nota en la que señalaba que la muerte de Pumpkin parecía un poco más fortuita de lo habitual.
No se pidió permiso para efectuar una llamada telefónica. No se mencionó ningún abogado o garante de fianza. Tequila parecía aturdido, pero aceptó de buen grado el hecho de permanecer sentado en el interior de una celda abarrotada, mirando al suelo.
Pumpkin no tenía ningún padre localizable, pero su madre trabajaba como guardia de seguridad en el sótano de un gran edificio de oficinas de la avenida New York. La policía tardó tres horas en averiguar el verdadero nombre de su hijo -Ramón Pumphrey-, localizar su domicilio y encontrar a un vecino dispuesto a decirles si tenía madre.
Adelfa Pumphrey estaba sentada detrás de un mostrador situado justo en el interior de la entrada del sótano, observando, al parecer, una serie de monitores. Era una alta y corpulenta mujer enfundada en un ajustado uniforme caqui, con un arma remetida en la cinturilla y una expresión de pura indiferencia en el rostro. Los agentes que se acercaron a ella lo habían hecho centenares de veces. Le comunicaron la noticia y después fueron en busca de su jefe.
En una ciudad en la que los jóvenes se mataban entre sí todos los días, la carnicería había espesado los pellejos y endurecido los corazones, y todas las madres conocían a muchas otras que habían perdido a sus hijos. Cada pérdida acercaba la muerte un paso más, y todas las madres sabían que cualquier día podía ser el último. Habían visto a las otras sobrevivir al horror. Sentada junto al mostrador con el rostro oculto tras las manos, Adelfa Pumphrey pensó en su hijo y en su cuerpo exánime tendido en aquel momento en algún lugar de la ciudad mientras unos desconocidos lo examinaban.
Juró venganza contra quienquiera que lo hubiese matado. Maldijo al padre por haber abandonado a su hijo. Lloró por su niño. Y comprendió que sobreviviría. De alguna manera, conseguiría sobrevivir.
Adelfa acudió al juzgado para presenciar el auto de acusación. La policía le dijo que el miserable que había matado a su hijo tendría que comparecer por primera vez ante el tribunal, un rápido trámite de rutina en cuyo transcurso se declararía inocente y solicitaría un abogado. Estaba sentada en la última fila, flanqueada por su hermano y un vecino, llorando sobre un pañuelo húmedo de lágrimas. Quería ver al chico. También quería preguntarle por qué, pero sabía que jamás se le ofrecería la ocasión de hacerlo. Guiaban a los delincuentes como si fueran cabezas de ganado en una subasta. Todos eran negros, todos vestían unos monos de color anaranjado e iban esposados, todos eran jóvenes. Qué lástima.
Aparte las esposas, Tequila llevaba las muñecas y los tobillos encadenados, pues su delito había sido especialmente violento, a pesar de que su aspecto resultaba bastante inofensivo cuando entró en la sala junto con la siguiente remesa de delincuentes. Miró rápidamente al público para ver si reconocía a alguien, para comprobar si había alguien que estuviera allí por él. Lo sentaron en una silla de una fila y, como remate, uno de los alguaciles se inclinó hacia él diciendo:
–El chico que has matado… Aquélla del vestido azul de allí detrás es su madre.
Con la cabeza gacha, Tequila se volvió muy despacio y contempló directamente los llorosos e hinchados ojos de la madre de Pumpkin, pero sólo por espacio de un segundo. Adelfa miró fijamente al escuálido muchacho vestido con un mono demasiado grande para él y se preguntó dónde se encontraría su madre en ese momento, cómo lo habría educado, si tendría padre y, lo más importante, cómo y por qué su camino se había cruzado con el de su chico. Ambos eran aproximadamente de la misma edad que los otros, adolescentes o veinteañeros. Los policías le habían dicho que, al parecer, por lo menos en principio, la droga no había tenido nada que ver con el asesinato. Pero a ella no la engañaban. La droga impregnaba todas las capas de la vida callejera. Demasiado lo sabía Adelfa. Pumpkin había consumido marihuana y crack, y había sido detenido una vez por simple tenencia, pero jamás había sido violento. La policía decía que al parecer se había tratado de un homicidio fortuito. Todos los homicidios callejeros lo eran, solía decir el hermano de Adelfa, pero no había uno solo que no tuviese un motivo.
A un lado de la sala había una mesa en torno a la cual estaban reunidas las autoridades. Los policías hablaban en susurros con los abogados de la acusación, que estudiaban fichas e informes en un denodado intento de adelantarse con sus papeles a los delincuentes. Los abogados de la defensa iban y venían de la mesa que estaba al lado mientras la cadena de montaje avanzaba a paso de tortuga. El juez iba soltando rápidamente acusaciones sobre droga, un robo a mano armada, alguna que otra confusa agresión sexual, más acusaciones relacionadas con la droga y montones de incumplimientos de regímenes de libertad vigilada. Cuando los llamaban por su nombre, los acusados eran conducidos al estrado del juez, ante el que permanecían de pie en silencio mientras examinaba rápidamente los papeles. Después volvían a llevárselos para conducirlos de nuevo a la cárcel.
–Tequila Watson -anunció un alguacil.
Otro alguacil lo ayudó a levantarse de su asiento. Avanzó a trompicones en medio de un chirrido de cadenas.
–Señor Watson, está usted acusado de asesinato -anunció el juez, levantando la voz-. ¿Cuántos años tiene?
–Veinte -contestó Tequila, bajando la mirada.
La acusación de asesinato resonó en la sala y provocó un momentáneo silencio. Los otros delincuentes vestidos de anaranjado lo contemplaron admirados. Los abogados y los policías lo estudiaron con curiosidad.
–¿Puede permitirse contratar a un abogado?
–No.
–Ya me lo suponía -murmuró el juez, mirando hacia la mesa de la defensa.
La Oficina de la Defensa de Oficio, la red de seguridad de todos los acusados sin recursos, cultivaba a diario los fértiles campos de la División Criminal del Tribunal Superior del Distrito de Columbia, Sección de Delitos Graves. El setenta por ciento de la agenda de causas pendientes de juicio se encomendaba a letrados nombrados por el tribunal, y a cualquier hora del día solía haber media docena de abogados de oficio yendo de un lado para otro con sus trajes baratos, sus gastados mocasines y sus maletines repletos de expedientes. Sin embargo, en aquel instante sólo estaba presente el ilustre Clay Carter II, que se había dejado caer por allí para echar un vistazo a dos casos mucho menos graves y se encontraba completamente solo, deseando largarse cuanto antes de la sala. Miró a derecha e izquierda y se dio cuenta de que Su Señoría estaba mirándolo directamente a él. ¿Adónde demonios se habrían ido todos los demás defensores de oficio?
Una semana atrás, el señor Carter había terminado un caso de asesinato que había durado casi tres años y que al final se había cerrado con el envío de su cliente a una cárcel de la que jamás podría salir, al menos oficialmente. Clay Carter se alegraba mucho de que su cliente estuviera encerrado, y suspiraba de alivio por el hecho de no tener en aquel momento ningún expediente de asesinato sobre su escritorio.
Sin embargo, era evidente que la situación estaba a punto de cambiar.
–¿Señor Carter? – dijo el juez.
No era una orden sino una invitación a acercarse para hacer lo que se esperaba que hiciera cualquier defensor de oficio: defender a los delincuentes carentes de recursos, sin importar cuál fuera el caso. El señor Carter no podía dar la menor muestra de debilidad, y mucho menos en presencia de la policía y de los fiscales. Tragó saliva, consiguió reprimir su deseo de echarse atrás y se acercó al estrado como si estuviera sopesando la posibilidad de solicitar allí mismo y en aquel momento un juicio mediante el sistema de jurado. Tomó la carpeta que le ofrecía el juez, examinó rápidamente su breve contenido, hizo caso omiso de la suplicante mirada de Tequila Watson y dijo:
–Vamos a presentar una declaración de inocencia, Señoría.
–Gracias, señor Carter. ¿Damos, pues, por sentado que va a encargarse usted del caso?
–De momento, sí.
El señor Carter ya estaba tramando excusas para endilgárselo a otro abogado de la ODO.
–Muy bien. Muchas gracias -dijo el juez, haciendo ademán de alargar la mano hacia el siguiente expediente.
El abogado y su cliente se reunieron unos minutos junto a la mesa de la defensa. Carter recibió toda la información que Tequila estuvo dispuesto a darle, y que fue muy poca, por cierto. Prometió pasar por la cárcel al día siguiente para celebrar con él una entrevista más larga. Mientras ellos hablaban en voz baja, la mesa se llenó súbitamente de jóvenes abogados de la oficina de la ODO, compañeros de Carter aparecidos de pronto como por arte de magia.
Carter se preguntó si no se habría tratado de una encerrona. ¿Se habrían largado porque sabían que en la sala había un acusado de asesinato? En el transcurso de los últimos cinco años, él mismo había recurrido en más de una ocasión a semejantes ardides. Eludir los casos peliagudos era todo un arte en la ODO.
Cogió su maletín y se marchó a toda prisa por el pasillo central entre las filas de preocupados familiares, pasando por delante de Adelfa Pumphrey y su pequeño grupo de apoyo hasta salir al vestíbulo abarrotado de muchos otros delincuentes con sus madres, novias y abogados. Algunos letrados de la ODO juraban que sólo vivían para el caos del Palacio de Justicia H. Carl Moultrie, la presión de los juicios, la sombra de peligro que se cernía sobre las personas que compartían el mismo espacio con tantos hombres violentos, el doloroso conflicto entre las víctimas y los agresores, el número irremediablemente elevado de juicios pendientes y la vocación de proteger a los pobres y garantizarles un trato justo por parte de la policía y el sistema.
Si Clay Carter se había sentido atraído alguna vez por una carrera en la ODO, ya no conseguía recordar por qué razón. Faltaba una semana para que se cumplieran cinco años desde que trabajaba allí, aniversario que pasaría fugazmente y sin la menor celebración, en la esperanza de que nadie se enterara. Clay ya estaba quemado a la edad de treinta y un años, encerrado en un despacho que se avergonzaba de mostrar a sus amigos, buscando una salida pero sin ningún lugar adonde ir, y ahora, por si fuera poco, abrumado por un nuevo y absurdo caso de asesinato cuyo peso le resultaba cada vez más agobiante.
En el ascensor se maldijo por haberse dejado atrapar. Había sido un error de novato; llevaba demasiado tiempo allí como para caer en una trampa, tendida nada menos que en un terreno con el que estaba tan familiarizado. Lo dejo, se prometió, como hacía casi a diario.
Había otras dos personas en el ascensor. Una era una secretaria de alguna ignota sección judicial, cargando una pila de carpetas. La otra era un caballero cuarentón vestido con unas prendas negras de diseño, pantalones vaqueros, camiseta, chaqueta y botas de piel de cocodrilo. Sostenía un periódico en la mano y daba la impresión de estar leyéndolo a través de unas gafitas apoyadas en la punta de su aristocrática y un tanto larga nariz; pero, en realidad, estaba estudiando a Clay, quien no se había percatado de nada. ¿Por qué razón podía alguien prestar atención a otra persona en el ascensor de aquel edificio?
Si Clay Carter se hubiera mantenido ojo avizor en lugar de permanecer sumido en sus pensamientos, habría observado que aquel hombre iba demasiado bien vestido para ser un acusado, pero demasiado informal para tratarse de un abogado. No llevaba más que un periódico, lo cual era un poco raro, pues el Palacio de justicia H. Carl Moultrie no era conocido precisamente como un lugar de lectura. No parecía un juez, un administrativo, una víctima ni un acusado, pero Clay ni siquiera se fijó en él.
Algunos abogados de la ODO estaban entregados en cuerpo y alma a la defensa de los pobres y los oprimidos, y para ellos su trabajo no constituía un escalón para ascender en la escala profesional. A pesar de lo poco que ganaban y de lo menguados que eran sus presupuestos, vivían exclusivamente de la independencia de su trabajo y de la satisfacción que les deparaba la protección de los desvalidos.
Otros defensores de oficio se decían a sí mismos que su trabajo era provisional, sencillamente el imprescindible y necesario adiestramiento para poder acceder a carreras más prometedoras. Aprende el oficio a pulso, ensúciate las manos, examina y haz cosas a las que jamás se acercaría un asociado de un despacho importante, y algún día un bufete con auténtica visión te recompensará el esfuerzo. Una ilimitada experiencia judicial, un amplio conocimiento de los jueces, de los secretarios judiciales y de la policía, capacidad para afrontar cantidades ingentes de trabajo, habilidad en el trato con los clientes más difíciles…, éstas eran algunas de las muchas ventajas que un defensor de oficio podía ofrecer al cabo de unos pocos años de permanencia en el puesto.
La ODO contaba con ochenta abogados, todos ellos apretujados en dos estrechos y asfixiantes pisos del edificio de Servicios Públicos del Distrito de Columbia, una pálida y cuadrada estructura de hormigón conocida como El Cubo, situada en la avenida Massachusetts cerca de Thomas Circle. Había unas cuarenta secretarias muy mal pagadas y tres docenas de auxiliares jurídicos repartidos por todo un laberinto de despachos que parecían chiribitiles. La directora era una mujer llamada Glenda, que se pasaba casi todo el tiempo encerrada en su despacho porque allí dentro se sentía más segura.
El sueldo inicial de un abogado de la ODO era de treinta y seis mil dólares. Los aumentos de sueldo eran minúsculos y tardaban mucho en producirse. El abogado de mayor antigüedad, un derrotado viejo de cuarenta y tres años, ganaba cincuenta y siete mil dólares y llevaba diecinueve años amenazando con marcharse. La cantidad de trabajo era impresionante, porque la ciudad estaba perdiendo la guerra que libraba contra el crimen. La provisión de delincuentes sin recursos era interminable. Cada año, desde hacía ocho, Glenda presentaba un presupuesto solicitando otros diez abogados y una docena más de auxiliares jurídicos. En cada uno de los últimos cuatro presupuestos le habían asignado menos dinero que el año anterior. Su dilema en aquel momento era establecer a qué auxiliares jurídicos despedir y a qué abogados obligar a trabajar a tiempo parcial.
Como casi todos los demás defensores de oficio, Clay Carter no había estudiado Derecho con la intención de dedicarse, ni siquiera durante un breve período, a la defensa de los delincuentes sin recursos. De eso, ni hablar. Cuando Clay estudiaba en el colegio universitario y más tarde en la facultad de Derecho de Georgetown, su padre tenía un bufete en el Distrito de Columbia. Clay se había pasado años trabajando allí a tiempo parcial y disponía de su propio despacho. Sus sueños eran entonces ilimitados, padre e hijo pleiteaban juntos y ganaban el dinero a espuertas.
Pero el bufete se vino abajo durante el último curso de Clay en la facultad y su padre había abandonado la ciudad. Eso, sin embargo, era otra historia. Clay se convirtió en defensor de oficio porque no había ningún otro trabajo disponible.
Le llevó tres años de maniobras y confabulaciones conseguir su propio despacho, uno que no tuviese que compartir con otro abogado o un auxiliar jurídico. Su tamaño era el de un modesto cuarto de planchar de una vivienda de las afueras, carecía de ventanas y tenía una mesa que ocupaba la mitad del espacio. El despacho que le habían asignado en el antiguo bufete de su padre era cuatro veces más grande y tenía unas preciosas vistas del monumento a Washington, y por más que él hubiera tratado de olvidar aquellas vistas, no podía borrarlas de su memoria. A pesar de los cinco años transcurridos, a veces aún permanecía sentado detrás de su escritorio contemplando las paredes que cada mes parecían estrechar más el cerco en torno a él, preguntándose cómo era posible que hubiera caído de una posición tan alta a otra tan baja.
Arrojó el expediente de Tequila Watson sobre la limpia y ordenada superficie de su escritorio y se quitó la chaqueta. En medio del deprimente ambiente que lo rodeaba, lo más fácil hubiese sido descuidar el lugar, dejar que los expedientes y los papeles se amontonaran, atestar el despacho de cosas y culpar de ello al exceso de trabajo y la escasez de personal. Pero su padre creía que un despacho ordenado era un reflejo de una mente ordenada. Si no podías encontrar algo en treinta segundos, estabas perdiendo dinero, le decía siempre su padre. Devolver de inmediato las llamadas telefónicas era otra regla que Clay había aprendido a cumplir.
Por consiguiente, era muy maniático con su escritorio y su despacho, para gran regocijo de sus agobiados colegas. Su diploma de la facultad de Derecho de Georgetown colgaba, elegantemente enmarcado, en el centro de una pared. Durante sus primeros dos años en la ODO se había negado a exhibirlo por temor a que otros abogados se preguntaran por qué razón alguien de Georgetown estaba trabajando a cambio de un sueldo tan bajo. Para adquirir experiencia, se decía, estoy aquí para adquirir experiencia. Un juicio cada mes…, pero enfrentándose a unos abogados de la acusación muy duros, en presencia de unos jurados que no les iban a la zaga. Por la preparación directa y a pecho descubierto que ningún despacho de campanillas podía ofrecer. El dinero ya vendría más tarde, cuando fuera un pleiteador curtido por las batallas libradas a muy temprana edad.
Contempló el delgado expediente de Watson que descansaba en el centro de su escritorio e intentó imaginar el modo de endosárselo a otro. Estaba hasta la coronilla de los casos difíciles y de la sensacional preparación que éstos le ofrecían y de todas las demás tonterías que tenía que aguantar en su calidad de mal pagado abogado de oficio.
Sobre la mesa había cinco hojitas de color rosado con mensajes telefónicos; cinco de ellos relacionados con su trabajo y uno de Rebecca, su novia de toda la vida. Fue a quien llamó en primer lugar.
–Estoy muy ocupada -le dijo ella tras el habitual intercambio de bromas.
–Me has llamado -dijo Clay.
–Sí, sólo puedo hablar un minuto, como mucho.
Rebecca trabajaba como ayudante de un congresista de segunda fila que era el presidente de algún inútil subcomité. Pero, por ser el presidente, disponía de otro despacho que exigía la presencia de personal como Rebecca, quien se había pasado todo el día trabajando con ahínco en la preparación de la siguiente tanda de vistas a las que nadie asistiría. Su padre había echado mano de su influencia para conseguirle aquel puesto.
–Yo también estoy un poco agobiado -dijo Clay-. Acabo de hacerme cargo de otro caso de asesinato.
Logró conferir a sus palabras un cierto tono de orgullo, como si constituyera un honor ser el abogado de Tequila Watson.
Solían entregarse a aquel juego: ¿cuál de los dos estaba más atareado?, ¿ quién era el más importante?, ¿ quién trabajaba más duro?, ¿quién estaba sometido a más presión?
–Mañana es el cumpleaños de mi madre -dijo ella, haciendo una breve pausa como si Clay tuviera que saberlo. No lo sabía. Y no le importaba. No le gustaba la madre de Rebecca-. Nos han invitado a cenar en el club.
El mal día acababa de empeorar. La única respuesta que se le ocurrió, y muy rápida, por cierto, fue:
–Claro.
–Sobre las siete. Chaqueta y corbata.
–Por supuesto.
«Preferiría cenar con Tequila Watson en la cárcel», pensó.
–Tengo que irme -dijo Rebecca-. Nos vemos mañana. Te quiero.
–Yo a ti también.
Era una típica conversación entre ambos, unas pocas frases apresuradas antes de salir corriendo a salvar el mundo. Clay contempló la fotografía de Rebecca que tenía en su escritorio. Su idilio había tropezado con complicaciones suficientes para hundir diez matrimonios. En una ocasión su padre había interpuesto una demanda contra el de Rebecca y nunca estuvo muy claro quién había ganado y quién había perdido. La familia de ella presumía de descender de la alta sociedad de Alexandria; él había sido un hijo de oficial, nacido y criado en un puesto militar. Ellos eran republicanos del ala derecha y él no. El padre de Rebecca era conocido como Bennett el Bulldozer por su implacable dedicación a la construcción de urbanizaciones de ínfima calidad en los barrios periféricos del norte de Virginia que rodeaban el Distrito de Columbia. Clay las aborrecía y abonaba en secreto su cuota a dos asociaciones ecologistas que luchaban contra los especuladores urbanísticos. La madre de Rebecca era una arribista agresiva que aspiraba a que sus dos hijas se casaran con hombres de dinero. Clay llevaba once años sin ver a su madre. No tenía la menor ambición social. Y carecía de dinero.
A lo largo de casi cuatro años, la relación había sobrevivido a razón de una pelea al mes, casi todas ellas orquestadas por la madre de Rebecca. La relación entre ambos se aferraba a la vida gracias al amor, el deseo y la firme decisión de triunfar a pesar de todos los factores en contra.
Pero Clay percibía cierto cansancio por parte de Rebecca, un progresivo agotamiento causado por la edad y la constante presión familiar. Tenía veintiocho años. No quería hacer carrera en su profesión. Quería tener un marido y una familia y pasarse los días en el club de campo mimando a sus hijos, jugando al tenis y almorzando con su madre.
Paulette Tullos apareció como llovida del cielo y lo sobresaltó.
–Te han pillado, ¿verdad? – dijo con una relamida sonrisa en los labios-. Un nuevo caso de asesinato.
–¿Estabas allí? – le preguntó Clay.
–Lo he visto todo. Lo he visto venir, lo he visto ocurrir y no te he podido salvar, amigo mío.
–Gracias. Te debo una.
Clay le hubiera ofrecido encantado un asiento, pero su despacho era tan pequeño que en él no había sillas, y, además, éstas no eran necesarias pues todos sus clientes estaban en la cárcel. Sentarse y charlar no formaba parte de la cotidiana tarea de un abogado de oficio.
–¿Qué posibilidades tengo de librarme de él? – inquirió.
–Prácticamente ninguna. ¿A quién vas a endosárselo?
–Estaba pensando en ti.
–Lo siento. Ya tengo otros dos casos de asesinato. Glenda no va a cambiártelo.
Paulette era su amiga más íntima dentro de la ODO. Era un producto del sector más bajo de la ciudad, se había abierto camino hasta el colegio universitario y la facultad de Derecho por las noches y parecía destinada a las clases medias hasta que conoció a un caballero griego de más edad con cierta predilección por las chicas negras. El hombre se casó con ella, la dejó cómodamente instalada en la zona noroeste de Washington y, al final, regresó a Europa, donde prefería vivir. Paulette sospechaba que tenía una o dos mujeres por allí, pero no estaba especialmente preocupada al respecto. Disfrutaba de una desahogada posición económica y raras veces estaba sola. Al cabo de diez años, aquel arreglo funcionaba muy bien.
–He oído hablar a los abogados de la acusación -dijo-. Otro asesinato callejero, pero el motivo no está claro.
–No es precisamente el primero en la historia del Distrito de Columbia.
–Pero no hay móvil aparente.
–Siempre hay un móvil…, dinero, droga, sexo, un nuevo par de zapatillas Nike.
–Sin embargo, el chaval era bastante tranquilo y no tenía ningún historial de violencia, ¿verdad?
–Las primeras impresiones raras veces coinciden con la realidad, Paulette, y lo sabes muy bien.
Jermaine tuvo un caso muy parecido hace un par de días. Sin móvil aparente.
–No me había enterado.
–¿Por qué no pruebas con él? Es nuevo y ambicioso y, ¿quién sabe?, podrías endilgárselo.
–Lo haré ahora mismo.
Jermaine no estaba, pero, inexplicablemente, la puerta de Glenda se encontraba entornada. Clay llamó con los nudillos mientras entraba.
–¿Tiene un minuto? – preguntó, consciente de que Glenda no soportaba dedicar ni un minuto a nadie de su equipo.
Dirigía la oficina de manera aceptable, conseguía hacer frente a la acumulación de casos, se atenía al presupuesto y, por encima de todo, hacía política en el Ayuntamiento. Pero no le gustaba la gente. Prefería desarrollar su trabajo detrás de una puerta cerrada.
–Pues claro -contestó de manera brusca, sin la menor convicción.
Estaba claro que no apreciaba aquella intrusión, y eso era exactamente lo que Clay esperaba.
–Esta mañana estaba casualmente en la División Criminal en el momento equivocado y me ha caído encima un caso de asesinato del que preferiría librarme. Acabo de terminar el caso Traxel que, como usted sabe, ha durado casi tres años. Necesito descansar un poco de los asesinatos. ¿Qué tal uno de los chicos más jóvenes?
–¿Me está pidiendo que se lo quite de encima, señor Carter? – preguntó Glenda, enarcando las cejas.
–Así es. Encárgueme casos de drogas y atracos durante unos cuantos meses. Es lo único que le pido.
–¿Y quién me aconseja usted que se encargue del…? ¿Cómo me ha dicho que se llama el caso?
–Tequila Watson.
–Tequila Watson. ¿Quién tendría que encargarse de él, señor Carter?
–Me da igual. Necesito un descanso, eso es todo.
Glenda se inclinó hacia delante en su asiento cual si fuera un viejo presidente de consejo y empezó a mordisquear el extremo de un bolígrafo.
–¿Acaso no necesitamos todos lo mismo, señor Carter? A todos nos encantaría un descanso, ¿no le parece?
–¿Sí o no?
–Aquí tenemos ochenta abogados, señor Carter, aproximadamente la mitad de los cuales está capacitada para encargarse de casos de asesinato. A todo el mundo se le han asignado por lo menos dos. Páselo a otro si quiere, pero yo no voy a reasignarlo.
Mientras se retiraba, Clay le dijo:
–Me vendría muy bien un aumento de sueldo, si tuviera usted la bondad de estudiarlo.
–El año que viene, señor Carter. El año que viene.
–Y un auxiliar jurídico.
–El año que viene.
El expediente de Tequila Watson se quedó en el muy pulcro y ordenado escritorio de Jarrett Clay Carter II, abogado.
Y constituía una parte considerable del territorio de Clay Carter. Allí se reunía con casi todos sus clientes tras su detención y antes de su puesta en libertad bajo fianza, en caso de que pudieran pagarla. Muchos no podían. Muchos eran detenidos por delitos no violentos y, tanto si eran culpables como inocentes, permanecían encerrados hasta su comparecencia ante los tribunales. Tigger Banks se había pasado casi ocho meses en la cárcel por un robo que no había cometido. Y había perdido sus dos empleos a tiempo parcial, además de su apartamento y su dignidad. La última llamada telefónica que le hizo Tigger a Clay había sido una desgarradora petición de dinero. Había vuelto a engancharse al crack, se encontraba en la calle y estaba rodando cuesta abajo sin remedio.
Todos los abogados criminalistas de la ciudad tenían una historia similar a la de Tigger Banks; el final era indefectiblemente desgraciado y no se podía hacer nada por evitarlo. El coste de un recluso ascendía a cuarenta y un mil dólares anuales; ¿por qué tenía tanto empeño el sistema en malgastar el dinero?
Clay estaba harto de aquellas preguntas y harto de los Tiggers de su carrera, harto de la cárcel y de los mismos malhumorados guardias que lo saludaban a la entrada del sótano que utilizaban casi todos los abogados. Y estaba harto del olor de aquel lugar y de los estúpidos y ridículos procedimientos ideados por los burócratas que leían manuales acerca de la mejor manera de garantizar la seguridad en las cárceles. Eran las nueve de la mañana de un miércoles, aunque para Clay todos los días eran iguales. Se acercó a una ventanilla deslizante bajo un rótulo que rezaba ABOGADOS, y cuando la funcionaria estuvo segura de que ya le había hecho esperar lo suficiente, abrió la ventanilla y no dijo nada. No era necesario, pues ella y Clay llevaban casi cinco años mirándose el uno al otro con expresión ceñuda, sin pronunciar palabra. Clay firmó en un registro, se lo devolvió y ella volvió a cerrar la ventanilla, sin duda a prueba de balas para protegerla de los abogados desmadrados.
Glenda se había pasado dos años tratando de poner a punto un sencillo método de llamada previa, a fin de que los abogados de la ODO, y cualquier otra persona que lo necesitara, pudieran llamar con una hora de antelación, de tal manera que, cuando ellos llegaran, sus clientes se encontraran más o menos cerca de la sala de reuniones. Se trataba de una petición muy sencilla, y precisamente por su sencillez había acabado muriendo en el infierno burocrático.
Había una hilera de sillas adosadas a una pared en las que los abogados tenían que esperar sentados mientras sus peticiones eran transmitidas a paso de tortuga a alguien de arriba. A las nueve de la mañana siempre había unos cuantos abogados jugueteando con sus carpetas, hablando en susurros a través de sus móviles sin prestarse la menor atención los unos a los otros. En determinado momento de su joven carrera, Clay solía llevar consigo textos jurídicos que leía y destacaba en amarillo para impresionar a sus colegas con la intensidad de su concentración. Sacó el Post y se puso a leer la sección de deportes. Como de costumbre, consultó su reloj para ver cuánto tiempo perdería esperando a Tequila Watson.
Veinticuatro minutos. No estaba mal.
Un guardia lo acompañó por un pasillo hasta llegar a una espaciosa sala dividida por una gruesa lámina de plexiglás. El guardia señaló la cuarta cabina contando desde el final y Clay se sentó. A través del cristal vio que la otra mitad de la cabina estaba vacía. La espera aún no había terminado. Sacó unos papeles de su maletín y empezó a pensar en las preguntas que le formularía a Tequila. La cabina de su derecha estaba ocupada por un abogado en medio de una tensa pero muda conversación con su cliente, una persona a la que Clay no podía ver.
El guardia regresó y se dirigió a él hablando en voz baja como si semejante conversación estuviera prohibida.
–Su chico ha tenido una mala noche -dijo, agachando la cabeza y levantando la vista hacia las cámaras de seguridad.
–De acuerdo -dijo Clay.
–Se echó encima de un chaval sobre las dos de la mañana, le arreó una paliza tremenda y armó un alboroto terrible. Tuvieron que intervenir seis de nuestros muchachos para reducirlo. Es un desastre.
–¿Tequila?
–Watson, ése es. Han tenido que llevar al otro chico al hospital. Cuente con otras acusaciones.
–¿Está usted seguro? – preguntó Clay, mirando por encima del hombro.
–Está todo grabado en vídeo.
Final de la conversación.
Ambos levantaron la vista cuando aparecieron dos guardias conduciendo a Tequila a su asiento, cada uno de ellos sujetándolo por un codo. Iba esposado y, aunque por regla general solía soltarse a los reclusos para que hablaran con sus abogados, a Tequila no le quitaron las esposas. El chico se sentó. Los guardias se apartaron, pero sin alejarse demasiado.
Su ojo izquierdo estaba hinchado y cerrado, y tenía sangre reseca en ambos ángulos. El derecho estaba abierto, pero inyectado en sangre. En el centro de la frente llevaba una gasa sujeta con esparadrapo y una tirita en la barbilla. Tenía los labios y las mandíbulas tumefactos y tan hinchados que Clay no estuvo muy seguro de tener delante al cliente que le correspondía. Alguien en algún lugar había propinado una soberana paliza al chico que permanecía sentado a algo menos de un metro de distancia al otro lado de la lámina de plexiglás.
Clay tomó el auricular negro y le indicó a Tequila por señas que hiciera lo mismo. Éste sujetó torpemente el aparato con ambas manos.
–¿Es usted Tequila Watson? – preguntó Clay, procurando establecer el mayor contacto visual posible.
El chico asintió muy despacio con la cabeza, como si unos huesos sueltos se estuvieran moviendo dentro de su cráneo.
–¿Lo ha visto un médico?
Una inclinación de la cabeza para responder que sí.
–¿Eso se lo han hecho los de la policía? El chico meneó la cabeza sin vacilar. No.
–¿Se lo han hecho los otros chicos de la celda? Una inclinación de la cabeza para responder que sí.
Costaba imaginar a Tequila Watson con sus sesenta kilos de peso avasallando a la gente en una abarrotada celda de la cárcel del Distrito de Columbia.
–¿Conocía usted al chico?
Movimiento lateral. No.
Por el momento, el auricular no le había servido de nada, y Clay se estaba cansando del lenguaje de los signos.
–¿Por qué razón exacta atacó usted al chico?
Al final, y con un supremo esfuerzo, los hinchados labios se abrieron.
–No lo sé -consiguió mascullar lenta y dolorosamente.
–Estupendo, Tequila. Con eso ya podré empezar a trabajar.
¿Defensa propia tal vez? ¿El chico lo agredió? ¿Le pegó primero?
–No.
–¿Lo amenazó, lo insultó, algo de este tipo?
–Estaba durmiendo.
–¿Durmiendo?
–Sí.
–¿Roncaba muy fuerte? No, no me haga caso.
El abogado desvió la vista de Tequila, pues de repente necesitaba escribir algo en su bloc de notas de color amarillo. Clay garabateó la fecha, la hora, el lugar y el nombre del cliente, y a continuación se quedó sin datos importantes que anotar. Almacenaba cien preguntas en su memoria, y otras cien una vez formuladas las anteriores. En las entrevistas iniciales, las preguntas raras veces variaban, y solían remitirse a datos esenciales de la miserable vida de su cliente y las circunstancias en que ambos se habían conocido. La verdad se guardaba como una joya preciada que sólo se transmitía a través de la lámina de plexiglás cuando el cliente no estaba amenazado. Las preguntas acerca de la familia, la escuela, el trabajo y los amigos solían contestarse con cierto grado de sinceridad, pero las referidas al delito se contestaban con astucia de tahúr. Todos los criminalistas sabían que no tenían, durante las primeras entrevistas, que centrarse demasiado en el delito. Era mejor averiguar los detalles por otros medios. E investigar prescindiendo de la guía del cliente. La verdad tal vez llegara más tarde.
Sin embargo, Tequila parecía muy distinto de los demás. Hasta aquel momento no había mostrado el menor temor a la verdad. Clay decidió ahorrarse muchísimas horas de su valioso tiempo. Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, dijo:
–Dicen que mató a un chico, que le disparó cinco veces a la cabeza.
La hinchada cabeza se inclinó muy levemente.
–Un tal Ramón Pumphrey, también llamado Pumpkin -añadió Clay-. ¿Conocía a ese chico?
Una inclinación de la cabeza para responder que sí.
–¿Disparó contra él?
La voz de Clay era casi un susurro. Los guardias estaban durmiendo, pero la pregunta era de esas que los abogados no suelen formular, y mucho menos en la cárcel.
–Sí -contestó Tequila en voz baja.
–¿Cinco veces?
–Pensaba que habían sido seis.
«Vaya, ahí se acabó el juicio. Cerraré este caso en sesenta días -pensó Clay-. Un rápido acuerdo extrajudicial. Una declaración de culpabilidad a cambio de cadena perpetua.»
–¿Ajuste de cuentas por algo relacionado con drogas?
–No.
–¿Lo atracó usted?
–No.
–A ver si me echa una mano, Tequila. Tenía usted algún motivo, ¿verdad?
–Lo conocía.
–¿Fue por eso? ¿Porque lo conocía? ¿Ésta es su mejor excusa? Tequila asintió con la cabeza sin decir nada.
–Por una chica, ¿verdad? ¿Lo sorprendió con su novia? Tiene usted novia, ¿verdad?
Meneó la cabeza. No.
–¿Tuvieron los disparos algo que ver con el sexo?
–No.
–Dígame algo, Tequila. Soy su abogado. Soy la única persona del planeta que está trabajando ahora mismo para ayudarlo. Déme algo con que poder trabajar.
–Le compraba droga a Pumpkin.
–Ya era hora. ¿Cuánto tiempo hace?
–Un par de años.
–Muy bien. ¿Le debía él alguna cantidad de dinero o tal vez un poco de droga? ¿Le debía usted algo a él?
–No.
Clay respiró hondo y, por primera vez, reparó en las manos de Tequila. Estaban cubiertas de pequeños cortes y tan hinchadas que no se distinguían los nudillos.
–¿Se pelea usted mucho?
Puede que inclinara la cabeza o puede que la meneara.
–Ya no.
–¿Pero antes sí?
–Cosas de niños. Una vez me peleé con Pumpkin.
Clay volvió a respirar hondo y levantó el bolígrafo.
–Gracias por su ayuda. ¿Cuándo se peleó exactamente con Pumpkin?
–Hace mucho tiempo.
–¿Cuántos años tenían ustedes?
Un encogimiento de hombros en respuesta a una pregunta estúpida. Clay sabía por experiencia que sus clientes no tenían noción del tiempo. Los habían atracado la víspera o los habían detenido el mes anterior, pero si uno indagaba más allá de treinta días, todas las historias se mezclaban. En la actualidad la vida callejera era una lucha por la supervivencia, sin tiempo para recordar ni nada del pasado que añorar. Como el futuro no existía, el punto de referencia no se conocía.
–Unos niños -dijo Tequila. Dar respuestas tan escuetas quizá fuese algo habitual en él, tanto si tenía las mandíbulas rotas como si no.
–¿Cuántos años tenían?
–Puede que doce.
–¿Estaban en la escuela?
–Jugando al baloncesto.
–¿Fue una pelea violenta, con cortes, huesos rotos y cosas por el estilo?
–No. Los chicos mayores la interrumpieron.
Clay soltó el auricular un momento y resumió su defensa: «Señoras y señores del jurado, mi cliente disparó cinco o seis veces a bocajarro contra el señor Pumphrey (que iba desarmado) en un sucio callejón por dos motivos; primero, porque lo reconoció; segundo, porque hace unos ocho años ambos se liaron a tortazos y empellones en un patio de recreo. Puede que eso no sea gran cosa, señoras y señores, pero todos nosotros sabemos que en Washington, Distrito de Columbia, estos dos motivos son tan válidos como cualquier otro.»
Volvió a coger el auricular y preguntó:
–¿Veía usted a menudo a Pumpkin?
–No.
–¿Cuándo fue la última vez que lo vio antes de disparar contra él?
Un encogimiento de hombros. Otra vez el problema del tiempo.
–¿Lo veía una vez a la semana?
–No.
–¿Una vez al mes?
–No.
–¿Dos veces al año?
–Quizá.
–Cuando le vio hace un par de días, ¿discutió usted con él? A ver si me ayuda un poco, Tequila, me está costando mucho averiguar los detalles.
–No discutimos.
–¿Por qué entró en el callejón?
Tequila soltó el auricular y empezó a mover muy despacio la cabeza hacia delante y hacia atrás como si tratara de resolver alguna dificultad. Estaba claro que sufría. Las esposas se le estaban clavando en la piel. Cogió otra vez el auricular y dijo:
–Le diré la verdad. Tenía una pistola y quería pegarle un tiro a alguien. A cualquiera, daba igual. Salí del Campamento y eché a andar sin rumbo fijo, buscando a alguien a quien dispararle. Estuve a punto de hacerlo contra un coreano en la entrada de su tienda, pero había demasiada gente alrededor. Vi a Pumpkin. Lo conocía. Nos pasamos un minuto hablando. Le dije que tenía un poco de crack, a precio de ganga. Entramos en el callejón. Y le pegué un tiro al chico. No sé por qué. Sencillamente quería cargarme a alguien.
Cuando estuvo claro que el relato ya había terminado, Clay preguntó:
–¿Qué es el Campamento?
–El centro de rehabilitación. Es el sitio donde yo vivía.
–¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Otra vez el problema del tiempo; pero la respuesta constituyó toda una sorpresa.
–Ciento quince días.
–¿Llevaba ciento quince días desenganchado?
–Sí.
–¿Estaba desenganchado cuando disparó contra Pumpkin?
–Sí. Y sigo estándolo. Ciento dieciséis días.
–¿Había disparado anteriormente contra alguien?
–No.
–¿Cómo obtuvo la pistola?
–La robé en casa de mi primo.
–¿El Campamento es un centro cerrado?
–Sí.
–¿Y usted se escapó?
–Me habían concedido dos horas. Después de cien días, puedes salir un par de horas y volver.
–¿O sea que usted salió del Campamento, se dirigió a la casa de su primo, robó el arma y empezó a recorrer las calles en busca de alguien a quien pegarle un tiro y se tropezó con Pumpkin?
Hacia el final de la pregunta, Tequila empezó a asentir con la cabeza.
–Eso es lo que ocurrió. No me pregunte por qué. No lo sé. Sencillamente no lo sé.
A Clay le pareció que el enrojecido ojo derecho de Tequila se humedecía levemente, a causa tal vez de la culpa y el remordimiento, pero no pudo asegurarlo. Sacó unos papeles de su maletín y los deslizó a través de la abertura que había en la lámina de plexiglás.
–Fírmelos al lado de las marcas de control en rojo. Regresaré dentro de un par de días.
Tequila no prestó la menor atención a los papeles.
–¿Qué me va a pasar? – preguntó.
–Ya hablaremos de eso más adelante.
–¿Cuándo podré salir?
–Es probable que tarde mucho tiempo.
El Campamento daba a la calle W en Washington Norte y desde allí se podía ver una hilera de casas tapiadas de dos apartamentos utilizadas en ocasiones por los traficantes de crack. También se veía el célebre solar de una antigua estación de servicio donde los camellos se reunían con sus mayoristas y hacían sus intercambios sin que les preocupase el que los vieran. Según unos informes policiales oficiosos, aquel solar había producido más cadáveres acribillados a balazos que ninguna otra zona del Distrito de Columbia.
Clay bajó muy despacio por la calle W con el seguro de las portezuelas puesto, asiendo con fuerza el volante, mirando a un lado y a otro, esperando oír el inevitable fragor de un tiroteo. Un muchacho blanco en aquel gueto era un objetivo irresistible a cualquier hora del día.
El Campamento era un antiguo almacén abandonado desde hacía mucho tiempo por quienquiera que lo hubiera utilizado por última vez, condenado por la ciudad y vendido después en subasta por un puñado de dólares a una organización sin ánimo de lucro que había intuido en cierto modo sus posibilidades. Se trataba de una mole impresionante cuyos ladrillos rojos habían sido pintados de granate oscuro con pistola pulverizadora desde la acera hasta el tejado y cuyos niveles inferiores habían sido repintados por los especialistas en grafitos del barrio. Bajaba serpenteando por la calle y abarcaba una manzana entera. Todas las puertas y ventanas laterales habían sido cerradas con cemento y pintadas, por cuyo motivo no se necesitaban vallas ni alambre de espino. Si alguien quería escapar de allí necesitaría un martillo, un escoplo y una dura jornada de trabajo ininterrumpido.
Clay aparcó su Honda Accord directamente delante del edificio y dudó entre apearse o alejarse precipitadamente de allí. Había un pequeño letrero por encima de una gruesa puerta de doble hoja:
CAMPAMENTO DE LA LIBERACIÓN. PROPIEDAD PRIVADA.
Prohibida la entrada. Como si alguien pudiera entrar allí paseando como quien no quiere la cosa o tuviera algún interés en hacerlo. Merodeaba por los alrededores el habitual surtido de personajes callejeros: jóvenes matones sin duda en posesión de droga y de la suficiente cantidad de armas para mantener a raya a la policía, un par de borrachines que se tambaleaban al unísono y, al parecer, un grupo de familiares esperando para visitar a los internos del Campamento. Su trabajo lo había conducido a los lugares más indeseables del Distrito de Columbia, y a causa de ello había adquirido la habilidad de comportarse como si no tuviera miedo. «Soy un abogado. Estoy aquí por motivos de trabajo. Apártate de mi camino. No me digas nada.» En los casi cinco años que llevaba en la ODO, todavía no le habían pegado un tiro.
Cerró el Accord y mientras lo hacía, reconoció tristemente en su fuero interno que muy pocos o tal vez ninguno de los matones de aquella calle se sentirían atraídos por su pequeño automóvil. Tenía doce años y llevaba a cuestas casi trescientos mil kilómetros. Ya os lo podéis llevar, si queréis.
Contuvo la respiración e hizo caso omiso de las miradas de curiosidad de los ocupantes de la acera. «Soy el único blanco en tres kilómetros a la redonda», pensó. Pulsó el timbre que había junto a la puerta y una voz rechinó a través del interfono:
–¿Quién es?
–Me llamo Clay Carter. Soy abogado. Tengo una cita a las once con Talmadge X.
Pronunció el nombre con toda claridad, convencido de que se trataba de un error. A través del teléfono le había preguntado a la secretaria cómo se escribía el apellido del señor X, y ella le había contestado en tono algo brusco que no se trataba de un apellido en absoluto. Lo toma o lo deja. La cosa no iba a cambiar.
–Un momento -dijo la voz, y Clay se dispuso a esperar.
Clavó la mirada en la puerta, procurando por todos los medios no prestar la menor atención a cuanto lo rodeaba. Fue consciente de un movimiento a su izquierda, algo muy cercano.
–Oye, tío ¿eres abogado? – fue la pregunta de la aflautada voz de un joven negro, hablando lo bastante alto como para que todo el mundo lo oyera.
–Sí -contestó él con la mayor frialdad posible.
–Tú no eres abogado -dijo el joven.
A su espalda se estaba congregando un pequeño grupo cuyos integrantes contemplaban la escena boquiabiertos de asombro.
–Vaya si lo soy -dijo Clay.
–Tú no puedes ser un abogado, tío.
–Por supuesto que no -terció alguien del grupo.
–¿Seguro que eres abogado?
–Sí -contestó Clay, siguiéndoles la corriente.
–Pues, si eres abogado, ¿por qué tienes esa mierda de coche?
Clay no supo muy bien qué fue lo que más le dolió, si las carcajadas que soltaron los que estaban en la acera o la verdad de la afirmación. En un torpe intento de sonar gracioso, dijo:
–El Mercedes lo lleva mi mujer.
–Tú no tienes mujer. No llevas ninguna alianza.
«¿Qué otra cosa habrán observado?», se preguntó Clay. Aún se estaban riendo cuando una de las hojas de la puerta se abrió con un chirrido. Consiguió entrar con indiferencia en lugar de correr a refugiarse dentro. La zona de recepción era un búnker de suelo de hormigón, paredes de bloques de cemento, puertas metálicas, ausencia de ventanas, techos bajos, poca luz y todo lo propio de un búnker excepto sacos terreros y armas. Detrás de una alargada mesa procedente de los suministros del Ejército, una recepcionista estaba atendiendo dos teléfonos. Sin levantar la vista, dijo:
–Sólo tardará un minuto.
Talmadge X era un fuerte y nervioso sujeto de unos cincuenta años sin un gramo de grasa en el cuerpo enjuto ni el menor atisbo de sonrisa en el rostro arrugado y envejecido. Tenía unos grandes ojos cuya mirada reflejaba las marcas de varias décadas en la calle. Era muy negro y su atuendo, muy blanco: camisa de algodón y mono muy almidonados. Las botas negras de combate relucían; al igual que su cabeza, sin el menor rastro de cabello.
Señaló la única silla que había en su improvisado despacho y cerró la puerta.
–¿Tiene papeles? – preguntó con aspereza.
Estaba claro que la charla intrascendente no era una de sus especialidades.
Clay le entregó los documentos necesarios, todos ellos con la indescifrable firma garabateada por el esposado Tequila Watson. Talmadge X leyó todas las palabras de todas las páginas. Clay observó que no llevaba reloj y que tampoco le gustaban los relojes de pared. El tiempo se había quedado en la puerta.
–¿Cuándo firmó todo eso?
–Los documentos llevan la fecha de hoy. Le he visto hace un par de horas, en la cárcel.
–¿Y usted es su abogado de oficio? – preguntó Talmadge X-. ¿ Oficialmente?
El hombre había pasado por el sistema judicial penal más de una vez.
–Sí. Nombrado por el tribunal y asignado por la Oficina de la Defensa de Oficio.
–¿Glenda todavía sigue allí?
–Sí.
–Nos conocemos desde hace tiempo.
Fue el único comentario intrascendente que habría entre ellos.
–¿Se enteró usted del tiroteo? – preguntó Clay, sacando de su maletín un bloc de notas.
–No hasta que usted llamó hace una hora. Sabíamos que salió el martes y no regresó, sabíamos que algo había ocurrido, pero es que aquí siempre esperamos que ocurra algo.
–Sus palabras eran lentas y precisas; parpadeaba a menudo, pero no desviaba la vista-. Cuénteme qué pasó.
–Todo eso es confidencial, ¿de acuerdo? – dijo Clay.
–Yo soy su asesor. Y también su pastor. Nada de lo que se diga en esta habitación saldrá de ella. ¿Vale?
–Muy bien.
Clay facilitó los detalles que había reunido hasta el momento, incluyendo la versión de los acontecimientos de Tequila. Tanto técnica como éticamente no debería haber revelado ningún dato que le hubiera facilitado su cliente. Pero ¿a quién le importaría realmente? Talmadge X sabía muchas más cosas acerca de Tequila Watson de las que Clay jamás lograría averiguar.
Mientras el relato seguía adelante y los acontecimientos se desarrollaban ante Talmadge X, éste apartó finalmente la mirada y cerró los ojos. Después ladeó y levantó la cabeza hacia el techo, como si quisiera preguntarle a Dios por qué había ocurrido todo aquello. Parecía profundamente sumido en sus pensamientos, y profundamente turbado.
Cuando Clay terminó, Talmadge X preguntó:
–¿Qué puedo hacer?
–Me gustaría ver su expediente. Me ha dado autorización.
El expediente descansaba sobre el escritorio, delante de Talmadge X.
–Más tarde -dijo éste-. Primero, hablemos. ¿Qué quiere saber usted?
–Empecemos por Tequila. ¿De dónde vino?
Talmadge volvió a mirarlo; estaba dispuesto a ayudar.
–De la calle, del mismo sitio de donde vienen todos. Nos lo envió el Servicio Social porque era un caso perdido. No tenía familia. Jamás conoció a su padre. Su madre murió de sida cuando él tenía tres años. Lo criaron una o dos tías, pasó por toda la familia, por hogares adoptivos de aquí y allá, entró y salió varias veces del juzgado y de varios reformatorios. Dejó el colegio. Un caso típico para nosotros. ¿Conoce usted el Campamento?
–No.
–Nos envían los casos más difíciles, los yonquis recalcitrantes. Los mantenemos encerrados varios meses, les proporcionamos un ambiente de campamento militar. Aquí somos ocho asesores, y todos somos adictos, porque cuando has sido adicto una vez, lo eres toda la vida, pero eso usted ya debe de saberlo. Ahora cuatro de nosotros somos pastores. Yo cumplí una condena de trece años por drogas y atracos, pero después encontré a Jesús. Sea como fuere, estamos especializados en los jóvenes adictos al crack a los que nadie más puede ayudar.
–¿Sólo al crack?
–El crack es la mejor droga. Es barato, lo hay en abundancia y durante unos minutos aparta de tu mente cualquier pensamiento sobre la vida. En cuanto empiezas, ya no puedes dejarlo.
–Él no me dijo gran cosa acerca de sus antecedentes penales.
Talmadge X abrió el expediente y empezó a hojearlo.
–Probablemente porque apenas recuerda nada. Tequila se pasó muchos años colocado. Aquí tiene. Montones de pequeños delitos cuando era menor de edad, atracos, robo de vehículos, las cosas habituales que todos hacíamos para poder comprar droga. A los dieciocho años cumplió una condena de cuatro meses por hurto en una tienda. El año pasado lo condenaron por tenencia y cumplió una condena de tres meses. No son unos antecedentes muy malos para uno de nosotros. Jamás cometió un acto violento.
–¿Cuántos delitos graves?
–No veo ninguno.
–Supongo que eso servirá de algo -dijo Clay-. Quizá.
–No parece que haya nada que pueda servir.
–Me han dicho que hubo por lo menos dos testigos presenciales. Pero no soy muy optimista.
–¿Ha confesado algo a la policía?
–No. Me han dicho que se cerró en banda cuando lo detuvieron y que no ha dicho nada.
–Es extraño.
–Sí que lo es -convino Clay.
–Lo condenarán a cadena perpetua sin libertad vigilada -dijo Talmadge X, la voz de la experiencia.
–Eso parece.
–Pero para nosotros no es el fin del mundo, ¿comprende, señor Carter? Por muchos motivos, la vida en la cárcel es mejor que la vida en estas calles. Tengo muchos amigos que la prefieren. Lo más triste es que Tequila era uno de los pocos que habría logrado rehabilitarse.
–¿Y eso por qué?
–El chico es listo. En cuanto lo desintoxicamos y le devolvimos la salud, no sabe usted lo a gusto que se sintió. Por primera vez en su vida de adulto estaba desenganchado. No sabía leer, y nosotros le enseñamos. Le gustaba dibujar, y lo alentamos en sus aficiones artísticas. Aquí nunca tenemos demasiadas satisfacciones, pero Tequila hizo que nos sintiéramos orgullosos. Incluso estaba pensando en cambiar de nombre, por razones obvias.
–¿Nunca tienen satisfacciones?
–Perdemos a un sesenta por ciento, señor Carter. Casi dos tercios. Los acogemos aquí hechos una ruina, colgados, con el cuerpo y el cerebro quemados por el crack, medio muertos de hambre, desnutridos, con sarpullidos cutáneos y el cabello cayéndoseles a mechones, los yonquis más irrecuperables que puede producir el Distrito de Columbia, y los engordamos y desintoxicamos, los encerramos abajo, en la sección de adiestramiento básico, donde se levantan a las seis de la mañana, limpian sus habitaciones y esperan a que se lleve a cabo la inspección. El desayuno es a las seis y media, y a continuación se procede a un lavado de cerebro ininterrumpido por parte de un severo grupo de asesores que han estado exactamente en los mismos lugares que ellos, dejémonos de puñetas, y disculpe mi lenguaje; y que no intenten siquiera engañarnos, porque todos hemos engañado. Al cabo de un mes, ya están desintoxicados y se sienten muy orgullosos de ello. No echan de menos el mundo exterior, porque aquí fuera no les espera nada bueno…, ni trabajo, ni familia, nadie los quiere. Es fácil lavarles el cerebro, y somos implacables. Pasados tres meses, y dependiendo del paciente, empezamos a dejarlos salir a la calle durante una o dos horas al día. Nueve de cada diez vuelven, ansiosos de regresar a sus pequeñas habitaciones. Permanecen un año aquí, señor Carter. Doce meses, ni un día menos. Procuramos facilitarles algunos conocimientos, como, por ejemplo, un poco de adiestramiento en el manejo de un ordenador. Nos esforzamos en encontrarles trabajo. Consiguen el diploma y todos nos echamos a llorar de emoción. Se van y, en cuestión de un año, dos tercios de ellos vuelven al crack y a delinquir.
–¿Los readmiten?
–Raras veces. Si saben que pueden regresar, es más fácil que vuelvan a caer.
–¿Qué ocurre con el tercio restante?
–Para eso estamos aquí, señor Carter. Por eso soy asesor. Estos chicos, como yo, sobreviven en el mundo y lo hacen con una dureza que nadie más puede comprender. Todos hemos estado en el infierno y hemos regresado, y le aseguro que el camino es muy desagradable. Muchos de nuestros supervivientes trabajan con otros adictos.
–¿Qué capacidad tiene el albergue?
–Disponemos de ochenta camas, todas ocupadas. Hay espacio para el doble, pero nunca hay suficiente dinero.
–¿Quién los subvenciona?
–El ochenta por ciento son subvenciones federales, pero no existe ninguna garantía de un año para otro. El resto lo sufragan varias fundaciones privadas. Estamos tan ocupados que no podemos dedicar el tiempo suficiente a conseguir dinero.
Clay pasó una hoja e hizo una anotación.
–¿No hay ni un solo familiar con quien yo pueda hablar? Talmadge X pasó las páginas del expediente y meneó la cabeza.
–Tal vez haya una tía en algún sitio, pero no espere demasiado. Aunque usted la encontrara, ¿cómo podría ella ayudarlo?
–No podría. Pero es bonito tener a un familiar con quien ponerse en contacto.
Talmadge X seguía pasando las páginas del expediente con expresión de estar maquinando algo. Clay sospechó que estaba buscando notas o apuntes para retirarlos antes de entregárselo.
–¿Cuándo podré examinar el expediente? – preguntó Clay.
–¿Qué le parece mañana? Primero me gustaría echarle un vistazo.
Clay se encogió de hombros. Si Talmadge. X decía mañana, tendría que ser mañana.
–Bueno, señor Carter, no entiendo su móvil. Dígame por qué.
–No puedo. Dígamelo usted a mí. Lo conoce desde hace casi cuatro meses. Carece de antecedentes de violencia o tenencia de armas. No era propenso a las peleas. Parecía un paciente modelo. Usted lo ha visto todo. Dígame usted por qué.
–Lo he visto todo -admitió Talmadge X con una mirada todavía más triste-, pero esto jamás lo había visto. El chico temía la violencia. Aquí no toleramos las peleas, pero los chicos son lo que son y siempre se producen algunos pequeños rituales de intimidación. Tequila era uno de los más débiles. Es imposible que saliera de aquí, robara un arma, eligiese una víctima al azar y la matara. Es imposible que se echara encima de un tío en la cárcel y lo enviara al hospital. Sencillamente no me lo creo.
–Pues entonces, ¿qué le digo al jurado?
–¿Qué jurado? Eso será una declaración de culpabilidad y usted lo sabe. El chico va a pasarse el resto de su vida en la cárcel. Estoy seguro de que conoce a un montón de gente de allí dentro.
Se produjo un prolongado silencio, una pausa que no pareció molestar en absoluto a Talmadge X. Éste cerró la carpeta y la dejó a un lado. La reunión estaba a punto de terminar. Pero Clay era el visitante. Había llegado el momento de marcharse.
–Regresaré mañana -dijo-. ¿A qué hora?
–Pasadas las diez -contestó Talmadge X-. Lo acompaño.
–No es necesario -dijo Clay, alegrándose de contar con su escolta.
El grupo era más numeroso y parecía estar esperando a que el abogado saliera del Campamento. Estaban sentados o apoyados en el Accord, que seguía en el mismo sitio, todavía intacto. Cualquier broma que se llevaran entre manos quedó inmediatamente olvidada ante la aparición de Talmadge X. Con un rápido movimiento de la cabeza, éste dispersó el grupo y Clay se alejó a toda prisa, incólume pero temiendo su regreso al día siguiente.
Recorrió ocho manzanas y encontró la calle Lamont y después la esquina de la avenida Georgia, donde se detuvo un momento para echar un rápido vistazo alrededor. No faltaban callejones en los que uno pudiera disparar contra alguien, y él no estaba dispuesto a buscar pelea. El barrio era tan desolado como el que acababa de dejar. Regresaría más tarde con Rodney, un auxiliar jurídico que conocía las calles, y juntos llevarían a cabo discretas averiguaciones y harían preguntas.
Sin embargo, difería de los demás en un aspecto significativo. El Potomac jamás había negado el hecho de que si una persona disponía de dinero suficiente podía comprar de inmediato el carnet de socio. Nada de listas de espera, comités de selección o votaciones secretas del consejo de admisiones. Cualquiera que acabara de llegar al Distrito Federal o se hiciera rico de golpe podía adquirir prestigio y posición de la noche a la mañana siempre que su cuenta corriente fuera abultada. Como consecuencia de ello, el Potomac contaba con el mejor campo de golf de la zona, pistas de tenis, piscinas, sede social y todo lo que un ambicioso club de campo pudiera desear.
Que Clay supiera, Bennett Van Horn había firmado un jugoso cheque. Por muy caro que fuese el humo que en aquel momento él estuviera exhalando, los padres de Clay no tenían dinero, y estaba claro que jamás habrían sido aceptados en el Potomac. Dieciocho años atrás su padre había interpuesto una querella contra Bennett a causa de un contrato inmobiliario defectuoso en Alexandria. En aquel tiempo Bennett era un corredor de fincas fanfarrón con muchas deudas y muy pocos activos libres de gravámenes. Aunque entonces no era socio del club de campo Potomac, ahora se comportaba como si hubiera nacido allí.
Bennett el Bulldozer empezó a ganar dinero a finales de los años ochenta cuando invadió las onduladas lomas de la campiña de Virginia. Empezó a firmar contratos. Encontró socios. No fue quien inventó el deleznable estilo urbanístico del extrarradio, pero sí quien lo perfeccionó. En colinas de singular belleza construyó centros comerciales. Cerca de un sagrado campo de batalla levantó una urbanización. Arrasó un pueblo entero para dar forma a uno de sus proyectos: apartamentos, edificios de viviendas en propiedad horizontal, grandes mansiones, pequeños chalets, un parque en el centro con un somero y cenagoso estanque, dos pistas de tenis y un precioso y pequeño centro comercial que quedaba muy bonito en el estudio del arquitecto, pero jamás se llegó a construir. Por una curiosa ironía, aunque Bennett no la captaba demasiado, éste solía bautizar sus proyectos con el nombre del paisaje que estaba destruyendo: Los Prados de la Loma, El Robledal, El Bosque de la Colina, etcétera. Se asoció con otros artistas del caos urbanístico y consiguió, gracias a la influencia de su grupo de presión, que la Cámara Legislativa del Estado en Richmond asignara más dinero para el trazado de más carreteras a fin de que pudieran construirse más urbanizaciones y aumentara el tráfico. Y actuando de esta manera acabó por convertirse en una figura de la escena política y su ego adquirió proporciones gigantescas.
A principios de los años noventa, su BVH Group experimentó un fuerte desarrollo cuyos beneficios crecieron a un ritmo ligeramente más rápido que el del pago de los préstamos. Él y su mujer Barb se compraron una mansión en la zona más prestigiosa de McLean. Se hicieron socios del club de campo Potomac y se convirtieron en dos de las figuras más destacadas del mismo. Se esforzaron al máximo por dar la impresión de que siempre habían tenido dinero.
En 1994, según los datos de la Comisión del Mercado de Valores que Clay había estudiado atentamente y de los cuales había hecho copias, Bennett decidió lanzar su empresa al mercado y reunir doscientos millones de dólares. Quería utilizar el dinero para cancelar ciertas deudas, pero, sobre todo, para «invertir en el ilimitado futuro del norte de Virginia». En otras palabras, más bulldozers y más caóticos y deleznables proyectos urbanísticos. El hecho de saber que Bennett Van Horn contaba con semejante cantidad de dinero en efectivo debió de llenar de entusiasmo a los concesionarios de tractores de la zona. Y hubiera tenido que horrorizar a las administraciones locales, pero éstas estaban dormidas. Con el aval de una cuantiosa inversión bancaria, las acciones del BVHG subieron desde los diez dólares iniciales por acción a los 16,50, lo que no estaba nada mal, pero quedaba muy lejos de las previsiones de su fundador y director. Una semana antes de que se llevara a cabo la oferta pública, éste se había vanagloriado en el Daily Profit, una publicación económica sensacionalista de carácter local, de que «… los chicos de Wall Street están seguros de que se alcanzarán los cuarenta dólares por acción». En el mercado de valores no oficial, las acciones volvieron a bajar hasta estrellarse ruidosamente en la banda de los seis dólares. Bennett se había negado imprudentemente a desprenderse de algunas acciones, tal como hace cualquier buen empresario. Se mantuvo aferrado a sus cuatro millones de acciones y vio que su valor de mercado pasaba de sesenta y seis millones de dólares a casi nada.
Todas las mañanas de los días laborables, y por simple diversión, Clay consultaba única y exclusivamente el precio de cierto valor. BVHG cotizaba en aquellos momentos a 0,87 dólares la acción.
«¿Qué tal van tus acciones?» era la bofetada que Clay jamás había tenido el valor de soltar.
–Puede que esta noche -murmuró para sí mientras se acercaba con su vehículo a la entrada del club de campo Potomac. Dada la posibilidad de una boda en un futuro próximo, los inconvenientes de Clay eran blanco fácil para los comensales sentados en torno a la mesa. Pero no así los del señor Van Horn.
–Enhorabuena, Bennett, tus acciones han subido doce centavos en los últimos dos meses -dijo en voz alta-. Te estás forrando, ¿verdad? ¿Ya ha llegado la hora de comprarte un nuevo Mercedes?
Todas las cosas que estaba deseando decir.
Para evitar tener que darle una propina al aparcacoches, Clay ocultó su Accord en un apartado solar situado detrás de las pistas de tenis.
Mientras se dirigía a pie a la sede social del club, se enderezó el nudo de la corbata y siguió murmurando por lo bajo. Aborrecía aquel lugar, lo aborrecía porque todos sus socios eran unos hijos de puta, lo aborrecía porque estaba vedado para él, porque era el territorio de Van Horn y ellos querían que se sintiera un intruso. Por enésima vez aquel día, y tal como hacía cotidianamente, se preguntó por qué se habría enamorado de una chica con unos padres tan insoportables. Si tenía algún plan, era el de fugarse con ella y trasladarse a vivir a Nueva Zelanda, lejos de la Oficina de la Defensa de Oficio y a la mayor distancia posible de su familia.
«Sé que no es usted socio pero lo acompañaré de todos modos a su mesa», le dijo la mirada de la gélida recepcionista.
–Sígame -dijo la joven, haciendo un amago de falsa sonrisa.
Clay permaneció callado. Tragó saliva, miró directamente hacia delante y trató de no pensar en el pesado nudo que sentía en el estómago. ¿Cómo podía disfrutar de una comida en semejante ambiente? Él y Rebecca habían comido allí un par de veces; una de ellas con el señor y la señora Van Horn y otra sin ellos. La comida era cara y muy buena, pero es que Clay se alimentaba a base de fiambre de pavo, por lo que sus conocimientos gastronómicos eran muy limitados, y él lo sabía.
Bennett no estaba. Clay abrazó amablemente a la señora Van Horn, un gesto ritual que ambos detestaban, y después le dedicó un patético «Feliz cumpleaños». A continuación besó suavemente en la mejilla a Rebecca. Era una buena mesa, con una vista preciosa sobre el decimoctavo green, un lugar muy prestigioso donde comer, pues uno podía contemplar cómo los vejestorios caían en las trampas de arena sin reparar en sus putts de cincuenta centímetros.
–¿Dónde está el señor Van Horn? – preguntó Clay, confiando en que se encontrara fuera de la ciudad o mejor todavía, hospitalizado a causa de una grave enfermedad.
–Viene hacia aquí -contestó Rebecca.
–Se ha pasado el día en Richmond, reunido con el gobernador -añadió la señora Van Horn para redondear la información.
Eran implacables. Clay hubiera deseado gritar «¡Habéis ganado! ¡Habéis ganado! ¡Sois más importantes que yo!».
–¿En qué está trabajando? – preguntó con cortesía, cada vez más asombrado de su habilidad para la simulación. Clay sabía muy bien por qué razón el Bulldozer estaba en Richmond. El Estado no tenía un centavo y no podía permitirse el lujo de construir nuevas carreteras en el norte de Virginia, donde Bennett y los de su ralea estaban pidiendo que se construyeran. Los votos se encontraban en el norte de Virginia. La cámara legislativa estaba estudiando la posibilidad de convocar un referéndum local sobre los impuestos sobre las ventas para que las ciudades y los condados que rodeaban el Distrito de Columbia pudieran construir sus propias autopistas. Más carreteras, más viviendas de propiedad horizontal, más centros comerciales, más tráfico y más dinero para el achacoso BVHG.
–Asuntos políticos -dijo Barb.
En realidad, lo más probable era que no tuviese ni idea de lo que estaban hablando su marido y el gobernador. Clay dudaba que supiera a cuánto se cotizaban en aquel momento las acciones del BVHG. Sabía en qué días se celebraban las reuniones en su club de bridge y sabía lo poco que ganaba Clay, pero todos los demás detalles se los dejaba a Bennett.
–¿Qué tal te ha ido hoy? – preguntó Rebecca con fingida indiferencia, apartando rápidamente la conversación del tema de la política.
Clay había utilizado un par de veces la expresión «caos urbanístico» discutiendo con los padres de Rebecca, y la situación se había vuelto muy tensa.
–Como siempre -contestó Clay-. ¿Y a ti?
–Mañana tenemos unas vistas, así que el despacho echaba chispas.
–Rebecca me dice que tienes otro caso de asesinato -intervino Barb.
–Sí, es cierto -dijo Clay, preguntándose de qué otros aspectos de su actividad como abogado de oficio habrían estado hablando. Cada una de ellas tenía delante una copa de vino blanco. Cada copa estaba por lo menos a la mitad. ¿O acaso él estaba dando muestras de una suspicacia sin fundamento? Tal vez.
–¿Quién es tu cliente? – preguntó Barb.
–Un chico de la calle.
–¿A quién mató?
–La víctima era otro chico de la calle.
Eso la tranquilizó hasta cierto punto. Negros matándose entre sí. ¿A quién le importaba?
–¿Y lo hizo? – preguntó.
–En este momento goza de presunción de inocencia. Éste es el procedimiento.
–En otras palabras, lo hizo.
–Parece que sí.
–¿Y cómo puedes defender a esa clase de gente? Si sabes que son culpables, ¿cómo puedes esforzarte tanto en tratar de que los suelten?
Rebecca tomó un buen trago de vino, y decidió que en esta ocasión no intervendría. En los últimos meses se había mostrado cada vez más reacia a acudir en su auxilio. Clay pensaba con cierta inquietud que la vida con Rebecca sería mágica, pero que con los padres de ella sería una pesadilla. Las pesadillas estaban empezando a ganar la partida.
–Nuestra Constitución garantiza a todos los ciudadanos un abogado y un juicio justo -dijo en tono condescendiente, como si fuera algo que hasta los más tontos supieran-. Me limito a hacer mi trabajo.
Barb puso en blanco sus recientemente operados ojos y contempló el decimoctavo green. Muchas señoras del Potomac habían estado utilizando los servicios de un cirujano plástico cuya especialidad eran, evidentemente, los rasgos asiáticos. Tras la segunda sesión, los ángulos de los ojos se estiraban hacia atrás, y aunque las arrugas desaparecían, el aspecto resultaba exageradamente artificial. A la buena de Barb la habían recortado y estirado y la habían sometido a inyecciones de toxina botulínica sin seguir un plan a largo plazo, por lo que la transición no estaba dando el resultado apetecido.
Rebecca volvió a tomar un buen trago de vino. La primera vez que ambos habían comido allí con sus padres, Rebecca se había quitado un zapato debajo de la mesa y le había deslizado los dedos del pie arriba y abajo por la pierna, como diciendo: «Larguémonos de este antro y vámonos a la cama.» Pero esa noche no. Estaba más fría que el hielo y parecía preocupada. Clay sabía que el motivo de esto último no eran las absurdas vistas que tendría que aguantar al día siguiente. Allí había algo justo por debajo de la superficie, y se preguntó si aquella comida sería el momento de la confrontación, si habría llegado la hora de conferenciar acerca del futuro.
Bennett llegó corriendo y musitó unas cuantas excusas falsas por su retraso. Le dio a Clay una palmada en la espalda como si fueran compañeros de una hermandad universitaria y besó a sus chicas en la mejilla.
–¿Cómo está el gobernador? – preguntó Barb, levantando la voz justo lo suficiente para que los comensales del otro lado de la estancia la oyeran.
–Estupendamente. Te envía saludos. El presidente de Corea estará en la ciudad la semana que viene. El gobernador nos ha invitado a una cena de gala en su residencia.
Eso también se dijo a todo volumen.
–¡No me digas! – exclamó Barb con afectación mientras su rostro recauchutado se contraía en una mueca de placer.
«Apuesto a que se sentirá en su elemento con los coreanos», pensó Clay.
–Será una fiesta sensacional -dijo Bennett, sacándose del bolsillo toda una colección de teléfonos móviles y alineándolos sobre la mesa. A los pocos segundos de su llegada, se acercó un camarero con un whisky doble, Chivas con muy poco hielo, como de costumbre.
Clay pidió un té frío.
–¿Cómo está mi congresista? – le gritó Bennett a Rebecca desde el otro lado de la mesa, desviando la mirada hacia la derecha para cerciorarse de que la pareja de la mesa de al lado lo había oído.
¡Tengo un congresista para mí solito!
–Está muy bien, papá. Te envía saludos. Está muy ocupado.
–Te veo cansada, cariño, ¿has tenido un día muy duro?
–No mucho.
Los tres Van Horn tomaron un sorbo. El cansancio de Rebecca era uno de los temas preferidos de sus padres, quienes pensaban que trabajaba demasiado y que no debería trabajar en absoluto. Estaba acercándose a los treinta años y ya era hora de que se casara con un joven como Dios manda con un trabajo bien remunerado y un brillante futuro para que pudiera darles unos nietos y pasarse el resto de la vida en el club de campo Potomac.
A Clay no le hubiera preocupado demasiado qué demonios querían ellos de no haber sido porque Rebecca tenía los mismos sueños. En cierta ocasión, ésta había hablado de una posible carrera en la Administración, pero tras haberse pasado cuatro años en la colina del Capitolio estaba hasta la coronilla de la burocracia. Quería tener un marido, unos hijos y una casa muy grande en un barrio residencial.
Se distribuyeron los menús. Bennett recibió una llamada y, con toda grosería, la atendió en la misma mesa. Un acuerdo corría peligro. Estaba en juego el futuro de la libertad económica de Estados Unidos.
–¿Qué voy a ponerme? – le preguntó Barb a Rebecca mientras Clay se escondía detrás de su menú.
–Algo nuevo -contestó Rebecca.
–Tienes razón -convino de buen grado Barb-. Vamos de compras el sábado.
–Buena idea.
Bennett salvó el acuerdo y pidieron los platos. Bennett les concedió la gracia de facilitarles los detalles de la llamada telefónica: un banco no estaba actuando con la suficiente rapidez, tendría que armar un escándalo, bla, bla, bla. La cosa se prolongó hasta que les sirvieron las ensaladas.
Tras tomar unos cuantos bocados, Bennett dijo con la boca llena, como de costumbre:
–En Richmond he almorzado con mi íntimo amigo Ian Ludkin, portavoz de la Cámara de Representantes. Te gustaría mucho este hombre, Clay, es todo un señor. Un perfecto caballero virginiano.
Clay siguió masticando y asintió con la cabeza como si se muriera de ganas de conocer a todos los amigos íntimos de Bennett.
–El caso es que Ian me debe unos cuantos favores, casi todos ellos por esta zona, y, por consiguiente, le he soltado la pregunta.
Clay tardó un segundo en advertir que las mujeres habían dejado de comer. Sus tenedores descansaban en el plato mientras ellas miraban y escuchaban con expresión expectante.
–¿Qué pregunta? – inquirió Clay, sencillamente porque le pareció que ellos esperaban que dijese algo.
–Bueno, pues le he hablado de ti, Clay. Un joven y brillante abogado, listísimo, trabajador, licenciado en la facultad de Derecho de Georgetown, apuesto y con mucho carácter, y entonces él me ha dicho que siempre andaba a la caza de nuevos talentos. Bien sabe Dios lo difícil que resulta encontrarlos. Me ha dicho que tiene una plaza para un abogado de plantilla. Le he dicho que no sabía si a ti te interesaría, pero que yo estaría encantado de comentártelo. ¿Qué te parece?
«Me parece que me han tendido una emboscada», estuvo a punto de soltar Clay. Rebecca lo miró fijamente, a la espera de su primera reacción.
De conformidad con el guión, Barb dijo:
–Suena estupendo.
Con talento, brillante, trabajador, muy bien preparado e incluso guapo. Clay se sorprendió de la rapidez con la que habían subido sus acciones.
–Es interesante -dijo con cierta dosis de sinceridad.
Todos los aspectos de la cuestión resultaban interesantes.
Bennett ya estaba preparado para echársele encima. Contaba, naturalmente, con la ventaja del factor sorpresa.
–Es un puesto sensacional. Un trabajo fascinante. Conocerás a los personajes más influyentes de allí abajo. No te aburrirás ni por un instante. Pero tendrás que trabajar largas horas, por lo menos mientras se celebren sesiones en la Cámara, pero yo le he dicho a Ian que estás capacitado para asumir muchas responsabilidades.
–¿Qué tendría que hacer exactamente? – consiguió preguntar Clay.
–Ah, yo no sé nada de todas estas cosas de abogados, pero, si te interesa, Ian me ha dicho que estará encantado de concertarte una entrevista. Es un puesto muy solicitado. Ian dice que están recibiendo muchísimos currículos. Hay que actuar con rapidez.
–Richmond tampoco está tan lejos -dijo Barb.
«Está mucho más cerca que Nueva Zelanda», pensó Clay. Barb ya estaba organizando los detalles de la boda. Clay no pudo adivinar los pensamientos de Rebecca. A veces, ésta se sentía estrangulada por sus padres, pero casi nunca manifestaba el deseo de apartarse de ellos. Bennett utilizaba su dinero, de modo que aún disponía de recursos para mantener a sus dos hijas cerca de casa.
–Bueno, pues supongo que tengo que dar las gracias -dijo Clay, hundiéndose bajo el peso de la ancha espalda que acababan de adjudicarle.
–El sueldo inicial es de noventa y cuatro mil dólares al año -dijo Bennett, bajando una octava o dos la voz para que los demás comensales no lo oyeran.
Noventa y cuatro mil dólares era más del doble de lo que ganaba en aquellos momentos, y Clay suponía que todos los de la mesa lo sabían. Los Van Horn adoraban el dinero y estaban obsesionados con los sueldos y los valores netos.
–Caramba -dijo Rebecca, como obedeciendo a una indicación.
–Es un buen sueldo -reconoció Clay.
–No está mal para empezar -apuntó Bennett-. Ian dice que conocerás a los grandes abogados de la ciudad. Los contactos lo son todo. Si te dedicas a ello unos cuantos años, conseguirás establecer tus propias condiciones en la especialidad de derecho de sociedades, que es donde está el dinero.
A Clay no le resultaba consolador saber que Bennett Van Horn había decidido, de repente, planificar el resto de su vida. Naturalmente, la planificación no tenía nada que ver con Clay y lo tenía todo que ver con Rebecca.
–¿Cómo vas a decir que no? – lo aguijoneó Barb sin disimulo.
–No lo agobies, mamá -pidió Rebecca.
–Es que se trata de una oportunidad extraordinaria -dijo Barb como si Clay fuese incapaz de ver lo evidente.
–Piénsalo bien y consúltalo con la almohada -dijo Bennett. El regalo ya había sido entregado. A ver si el chico era listo y lo aceptaba.
Clay devoraba su ensalada con renovado entusiasmo. Asintió con la cabeza como si no pudiera hablar. Llegó el segundo whisky e interrumpió la situación. Después Bennett les contó el último chisme de Richmond sobre la posibilidad de una nueva franquicia de béisbol profesional para el área del Distrito de Columbia, uno de sus temas preferidos de conversación. Formaba parte marginal de uno de los tres grupos de inversión que pugnaban por la franquicia en caso de que ésta efectivamente se aprobara, y disfrutaba averiguando las últimas noticias. Según un reciente artículo del Post, el grupo de Bennett ocupaba el tercer lugar y estaba cediendo terreno a cada mes que pasaba. Su situación económica no estaba clara; según una fuente anónima era decididamente frágil, y a lo largo del artículo el nombre de Bennett Van Horn no se mencionaba ni una sola vez. Clay sabía que tenía cuantiosas deudas. Varios de sus proyectos urbanísticos habían sido paralizados por distintos grupos ecologistas que trataban de conservar cualquier tierra que todavía quedara en el norte de Virginia. Tenía también varios pleitos pendientes contra antiguos socios. Sus acciones no valían prácticamente nada. Y, sin embargo, allí estaba, bebiendo whisky como si tal cosa y parloteando sobre un nuevo estadio de cuatrocientos millones de dólares y una franquicia de doscientos millones y una nómina de por lo menos cien.
Los bistecs llegaron justo cuando se acababan de terminar la ensalada, ahorrándole de este modo a Clay otro atroz momento de conversación sin nada que llevarse a la boca. Rebecca lo ignoraba y él también la ignoraba a ella. La pelea no tardaría en producirse.
Empezaron a contar cosas acerca del gobernador, otro amigo personal de Bennett. Ya estaba engrasando su maquinaria para la presentación de su candidatura al Senado y, naturalmente, quería que Bennett estuviera metido de lleno en el asunto. Éste reveló los detalles de dos de sus más interesantes proyectos. Se había hablado mucho de un nuevo modelo de avión, pero el plan ya llevaba bastante tiempo en marcha y Bennett no lograba encontrar el que quería. La cena pareció durar dos horas, pero sólo habían transcurrido noventa minutos cuando declinaron el postre y se dispusieron a dar por finalizada la reunión.
Clay agradeció a Bennett y a Barb la invitación y prometió una vez más que se prepararía cuanto antes para el empleo de Richmond.
–Es la oportunidad de tu vida -dijo Bennett en tono muy serio-. No la eches a perder.
Cuando Clay estuvo seguro de que ya se habían ido, le pidió a Rebecca que lo acompañara un momento al bar. Antes de hablar esperaron a que les sirvieran las bebidas. Cuando existía un motivo de tensión entre ellos, ambos solían esperar a que fuese el otro quien hablara primero.
–Yo no sabía nada de este trabajo de Richmond -empezó diciendo ella.
–Resulta difícil de creer. Me parece que toda la familia se ha confabulado. Está claro que tu madre lo sabía.
–Mi padre está preocupado por ti, eso es todo.
«Tu padre es un idiota», hubiera querido decir Clay.
–No, está preocupado por ti -replicó él-. No soporta que te cases con un tío sin futuro, y por eso quiere arreglarnos el futuro a los dos. ¿No te parece un poco presuntuoso llegar a la conclusión de que no le gusta mi trabajo y buscarme otro por su cuenta y riesgo?
–A lo mejor, sólo intenta ayudar. Le encanta el juego de los favores.
–Pero ¿por qué da por sentado que yo necesito ayuda?
–Puede que la necesites.
–Comprendo. Finalmente, la verdad.
–No puedes pasarte toda la vida trabajando allí, Clay. Lo haces todo muy bien y te preocupas por tus clientes, pero quizás haya llegado el momento de pasar a otra cosa. Cinco años en la ODO es mucho tiempo. Tú mismo lo has dicho.
–A lo mejor, no me gusta vivir en Richmond. A lo mejor, jamás he pensado en abandonar el Distrito de Columbia. ¿Y si no me apetece trabajar con uno de los amigotes de tu padre? ¿Y si no me atrajera la idea de estar rodeado por toda una serie de políticos locales? Soy un abogado, Rebecca, no un burócrata.
–Muy bien. Como quieras.
–¿Este empleo es un ultimátum?
–¿En qué sentido?
–En todos los sentidos. ¿Y si digo que no?
–Creo que ya has dicho que no, lo cual, por cierto, es muy típico. Una decisión precipitada.
–Las decisiones precipitadas resultan muy fáciles cuando la elección es obvia. Ya me buscaré yo los trabajos, y está claro que no le pedí a tu padre que me hiciera un favor. Pero ¿qué ocurrirá si digo que no?
–Estoy segura de que el sol volverá a salir.
–¿Y tus padres?
–Estoy segura de que sufrirán una decepción.
–¿Y tú?
Rebecca se encogió de hombros y bebió un sorbo de su copa. Habían hablado varias veces de la boda, pero no habían llegado a ningún acuerdo. No existía ningún compromiso, y mucho menos una fecha. Si uno de ellos quería dejarlo tendría espacio suficiente para escabullirse, aunque la maniobra le resultaría un tanto complicada. Porque, después de cuatro años de (1) no salir con nadie más, (2) confirmar a cada paso su amor mutuo, y (3) acostarse juntos por lo menos cinco veces a la semana, la relación empezaba a adquirir un carácter permanente.
Sin embargo, ella no estaba dispuesta a reconocer que deseaba hacer una pausa en su profesión, tener un marido y unos hijos y, tal vez, no reemprender después su carrera. Ambos seguían compitiendo entre sí, jugando al juego de cuál de los dos era más importante. No podía reconocer que quería un marido que la mantuviese.
–No me importa, Clay -dijo-. Es sólo una oferta de trabajo, no un nombramiento para el Gabinete. Di que no, si quieres.
–Gracias.
De repente, Clay se sintió un gilipollas. ¿Y si Bennett sólo hubiera estado intentando echarle una mano? Le gustaban tan poco los padres de Rebecca que todo lo que hacían le atacaba los nervios. Ése era el problema, ¿verdad? Tenían derecho a estar preocupados por el futuro compañero de su hija, el padre de sus nietos.
Y Clay reconoció a regañadientes que cualquier padre se habría preocupado con un yerno como él.
–Tengo ganas de irme -dijo Rebecca.
–Muy bien.
La siguió mientras salían del club y la estudió desde atrás casi como si pensara que aún le daría tiempo a correr a su apartamento para un polvo rápido. Pero el estado de ánimo de Rebecca le decía que no y, dado el tono de la velada, seguramente ella estaría encantada de rechazarlo. Y entonces él se sentiría un estúpido incapaz de controlarse, justo lo que era en aquel momento. Por consiguiente, se atrincheró en sí mismo, apretó fuertemente las mandíbulas y dejó pasar el momento.
Mientras la ayudaba a subir a su BMW, ella le dijo en voz baja:
–¿Por qué no te pasas un ratito por casa?
Clay corrió a su automóvil.