Aquella noche llegó tarde, sin flores ni bombones bajo el brazo, sin besos ni champán. Tenía el corazón en un puño. La cogió de la mano en cuanto le abrió la puerta, la acompañó hasta la cama, se sentó en el borde, y estaba a punto de decir algo cuando rompió a llorar con el rostro escondido entre las manos.

–¿Qué pasa, Hoppy? – preguntó Millie alarmada, convencida de que se avecinaba una terrible confesión. Su marido llevaba unos días bastante raro.

Millie se sentó a su lado, le dio unas palmaditas en la rodilla y se dispuso a escucharle. Hoppy farfulló que había sido un estúpido, que ella nunca creería lo que había sido capaz de hacer, y siguió insultándose hasta que ella lo atajó con voz firme:

–¿Qué es lo que has hecho, Hoppy?

De pronto, Hoppy pareció enfadado, enfadado consigo mismo por haber mordido el anzuelo. Entonces apretó los dientes, hizo un mohín de desprecio, frunció el entrecejo y descargó su ira contra el señor Todd Ringwald, el Grupo Inmobiliario KLX, Stillwater Bay y Jimmy Hull Moke. ¡Le habían tendido una trampa! Él estaba tan tranquilo en su despacho, sin meterse en líos, trabajando duro con sus pequeñas propiedades, intentando ayudar a los recién casados a comprar su primer nidito de amor, cuando aquel tipo entró por la puerta con sus aires de Las Vegas, su traje caro y un fajo de planos que a él le parecieron una mina de oro.

¡Cómo había podido ser tan tonto! Hoppy volvió a perder la compostura y empezó a sollozar.

Cuando la historia llegó al punto en que los agentes del FBI llamaban a la puerta de su casa, Millie no pudo contenerse:

–¿A nuestra casa?

–Sí.

–¡Dios mío! ¿Dónde estaban los chicos?

Hoppy le contó cómo había ocurrido todo, con qué destreza había llevado a los agentes Napier y Nitchman de casa a la oficina, y que al llegar allí le enseñaron la cinta. ¡Aquella cinta!

Era horrible. Hoppy siguió adelante.

En aquel punto Millie empezó a llorar también, y Hoppy se sintió algo aliviado. A lo mejor la reprimenda no sería tan fuerte. Pero aún había más.

Hoppy le habló de la llegada de Cristano y de la entrevista que mantuvieron en el yate. En Washington había mucha gente, buena gente, preocupada por el juicio. Estaba lo de los republicanos y lo de la delincuencia, y, en fin, llegaron a un acuerdo.

Millie se secó las lágrimas con el dorso de la mano y dejó de llorar de repente.

–Pero yo no estoy segura de querer votar a favor de la tabacalera -dijo aturdida.

Hoppy también dejó las lágrimas a un lado.

–¡Estamos listos! A la señora le importa un bledo que me pase cinco años en la cárcel. Lo que ella quiere es votar según le dicte la conciencia… Abre los ojos, Millie.

–No es justo -protestó ésta mientras veía su imagen reflejada en el espejo de la cómoda. No daba crédito a sus oídos.

–Pues claro que no es justo. Pero tampoco será justo que el banco nos embargue la casa mientras yo estoy encerrado. ¿Has pensado en los chicos, Millie? Hazlo por ellos. Tenemos a tres en la universidad y a dos en el instituto. Lo de la cárcel sería humillante de por sí, pero piensa en la educación de los chicos. ¿Quién se haría cargo de las facturas?

Hoppy contaba con la ventaja de haberse pasado muchas horas ensayando. La pobre Millie, en cambio, se sentía como si acabara de atropellarla un autobús. Estaba tan confundida que ni siquiera le daba tiempo a pensar en las cosas que debía preguntar. Si las circunstancias hubieran sido otras, Hoppy se habría compadecido de ella.

–Es que no me lo puedo creer -dijo.

–Lo siento, Millie. Lo siento de veras. He obrado mal, y no es justo que tú cargues con las consecuencias. – Hoppy estaba inclinado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha, en señal de rendición.

–No es justo para las demás personas implicadas en el juicio.

A Hoppy le importaban un rábano las demás personas implicadas en el juicio, pero se guardó muy mucho de decirlo.

–Lo sé, cariño, lo sé. Soy un desastre.

Millie le cogió la mano y apretó con fuerza. Hoppy decidió quemar su último cartucho.

–Tal vez no debería contártelo, Millie, pero cuando los del FBI vinieron a casa, estuve a punto de coger la pistola y acabar con todo allí mismo.

–¿Matarlos?

–Matarme. Volarme la cabeza.

–Dios mío, Hoppy…

–Lo digo en serio. Le he estado dando muchas vueltas esta semana. Preferiría apretar el gatillo antes que deshonrar a mi familia.

–No seas tonto -se compadeció ella, otra vez con lágrimas en los ojos.

La primera reacción de Fitch fue falsificar el recibo de la transferencia, pero después de hablar del asunto -dos llamadas y dos fax- con sus hombres de Washington, le pareció que era demasiado arriesgado. Marlee parecía saberlo todo sobre transferencias bancarias, y él ignoraba qué clase de contactos podía tener en aquel banco de las Antillas Holandesas. Conociéndola, lo más probable es que hubiera alguien allí esperando la transferencia. ¿Por qué correr un riesgo innecesario?

Fitch tuvo que hacer un sinfín de llamadas antes de conseguir localizar a un ex funcionario del Tesoro que había establecido su propio gabinete de consultas en Washington. Según se decía, aquel hombre era capaz de mover el dinero más deprisa que nadie. Fitch le dio por teléfono los datos esenciales, contrató sus servicios por fax y luego le envió una copia de las instrucciones de Marlee. El hombre dijo que estaba claro que la chica sabía de qué iba la cosa, y aseguró a Fitch que su dinero estaría a salvo, al menos durante el primer tramo de la operación. La nueva cuenta pertenecería a Fitch, y ella no tendría acceso al dinero. Como Marlee exigía ver el resguardo de la transferencia, el hombre advirtió a Fitch que no le enseñara los números de cuenta, ni del banco de origen, ni de la sucursal caribeña de Hanwa.

En el momento de cerrar el trato con Marlee, el Fondo tenía un saldo de seis millones y medio de dólares. Fitch llamó inmediatamente a los presidentes de las Cuatro Grandes y les ordenó que transfirieran dos millones más por cabeza. Por desgracia, no tenía tiempo para responder sus preguntas. Ya se explicaría más adelante.

A las cinco y cuarto del mismo viernes, el dinero salió de la cuenta anónima que el Fondo tenía abierta en un banco de Nueva York. En sólo cuestión de segundos había llegado a su destino, el Hanwa Bank de las Antillas Holandesas. La nueva cuenta, con número pero sin titular, fue abierta automáticamente al llegar el dinero, y el banco de origen recibió la confirmación correspondiente de inmediato.

Marlee llamó a las seis y media. Como era de esperar, ya sabía que la transferencia había sido efectuada. Fitch recibió instrucciones de borrar el número de cuenta del resguardo, algo que pensaba hacer de todas maneras, y enviarlo por fax a la recepción del Siesta Inn a las siete y cinco minutos exactamente.

–¿No le parece un pelín arriesgado? – preguntó Fitch.

–Hágame caso, Fitch. Nicholas estará esperando al lado del fax. Le cae muy bien a la recepcionista.

A las siete y cuarto Marlee volvió a llamar para decir que Nicholas había recibido el fax y que todo parecía estar en regla. A continuación, Fitch recibió instrucciones de presentarse en su oficina a las diez de la mañana, y no se hizo de rogar.

Aunque el dinero aún no había cambiado de manos, Fitch estaba totalmente eufórico. Fue a buscar a José y los dos dieron un paseo en silencio, algo fuera de lo habitual. El aire era frío y vigorizante. Las aceras estaban desiertas.

En aquel preciso instante, había un jurado aislado en poder de un documento donde se podía leer dos veces la cifra de diez millones de dólares. Aquel jurado -y los otros once- pertenecían a Rankin Fitch. El juicio había terminado. Ni que decir tiene que la defensa no dormiría ni respiraría tranquila hasta que oyera el veredicto de boca del portavoz, pero a efectos prácticos aquel juicio había terminado. Fitch había ganado una vez más. Había vuelto a escapar de las garras de la derrota para imponer su voluntad cuando ya todo parecía perdido. Había costado más dinero que otras veces, eso sí, pero también había más dinero en juego que nunca. Tendría que aguantar las protestas de Jankle y compañía a propósito del coste de la operación, pero sería una pura formalidad. Era lógico que protestaran por el precio de la operación. Por algo eran ejecutivos.

Fitch estaba seguro de que no hablarían del precio de la derrota: ni del coste de un veredicto favorable a la parte demandante -fácilmente superior a los diez millones de dólares-, ni del coste incalculable de la posterior avalancha de pleitos.

Se había ganado aquellos instantes de regocijo, pero sabía que aún tenía mucho que hacer. No estaría tranquilo hasta saber más de la auténtica Marlee, de sus orígenes, de sus móviles, del cómo y el porqué de aquella intriga. Había algún secreto en el pasado de la joven que él debía conocer a toda costa, y los misterios le daban mucho miedo. Cuando encontrara a la auténtica Marlee -si es que eso llegaba a suceder-, hallaría también las respuestas a sus preguntas. Hasta entonces, aquel precioso veredicto seguiría en el aire.

Cuatro manzanas más lejos, Fitch era de nuevo el mismo ser cascarrabias y atormentado de siempre.

Derrick estaba a punto de asomar la cabeza por la puerta abierta de uno de los despachos cuando una joven salió al vestíbulo y le preguntó amablemente qué se le ofrecía. Llevaba un montón de carpetas en la mano y parecía ocupada. Era viernes, eran casi las ocho de la noche, y sin embargo el bufete seguía en plena actividad.

Lo que Derrick quería era un abogado, uno como los que había visto en el juzgado representando a la tabacalera, alguien con quien pudiera charlar y llegar a un acuerdo a puerta cerrada. El joven se había estado preparando para la ocasión y había memorizado los nombres de Durwood Cable y de algunos de sus socios. Había encontrado el bufete y aparcado en la puerta hacía dos horas, el tiempo necesario para ensayar lo que iba a decir, tranquilizarse y reunir el coraje que le faltaba para salir del coche y entrar en el edificio.

Era el único negro a la vista.

¿No era del dominio público que todos los abogados eran un atajo de sinvergüenzas? Derrick supuso que, si Wendall Rohr le había ofrecido dinero, era lógico que los demás abogados implicados en el juicio también quisieran hacerlo. Él tenía algo que vender y había gente ahí fuera dispuesta a pagar mucho dinero a cambio de su mercancía. Era una ocasión de oro.

Por desgracia para él, a la hora de la verdad le fallaron las palabras. La secretaria seguía esperando una respuesta, y ya había empezado a mirar a su alrededor como si necesitara ayuda: Cleve le había repetido más de una vez que aquello era totalmente ilegal, y que acabaría mal si se volvía avaricioso. De repente sintió pánico.

–¿Está…, está el señor Gable? – preguntó vacilante.

–¿Gable? – repitió la secretaria con las cejas arqueadas.

–Eso es.

–Aquí no hay ningún señor Gable. ¿Quién es usted?

Un grupo de rostros pálidos en mangas de camisa acudieron a proteger las espaldas de la chica, y miraron a Derrick de arriba abajo con la certeza de que él no pintaba nada en aquel lugar. Derrick no sabía qué más decir. Estaba seguro de que aquél era el bufete que buscaba, pero se había equivocado de persona, de estrategia, y no tenía ganas de ir a la cárcel.

–Debo de haberme equivocado de sitio -se disculpó.

La secretaria respondió con una sonrisita eficiente. Pues claro que se había equivocado, ¿qué esperaba para irse? Derrick se detuvo un momento en el mostrador y cogió cinco tarjetas de una bandejita de bronce. Se las enseñaría a Cleve como prueba de su visita.

Derrick dio las gracias a la secretaria y salió del bufete a toda prisa. Angel lo estaba esperando.

Millie estuvo llorando y dando vueltas y más vueltas en la cama hasta la medianoche. Entonces se levantó, se puso su ropa preferida -un enorme chándal rojo que uno de los chicos le había regalado por Navidad hacía un montón de años- y abrió la puerta de su habitación sin hacer ruido. Chuck, que montaba guardia al fondo del pasillo, la llamó en voz baja. Millie le dijo que sólo iba a comer algo y atravesó la penumbra en dirección a la sala de fiestas. Antes de llegar oyó un ruido apagado. Solo, sentado en un sofá con un bol de palomitas en una mano y un vaso de gaseosa en la otra, estaba Nicholas. Se había quedado a ver un partido de rugby retransmitido desde Australia. El toque de queda impuesto por Harkin había pasado a la historia hacía días.

–¿Qué hace levantada a estas horas? – le preguntó el joven mientras hacía enmudecer el televisor con el mando a distancia.

Millie se sentó en una silla, cerca del sofá, de espaldas a la puerta. Se notaba que había estado llorando, e iba muy despeinada, pero no parecía importarle su aspecto. Millie vivía en una casa llena de adolescentes que entraban, salían, dormían, comían, miraban la tele y saqueaban la nevera a cualquier hora. Estaba acostumbrada a que la vieran vestida con su chándal rojo, y no lo sentía en absoluto. Millie era la madre de todo el mundo.

–No podía dormir. ¿Y usted? – dijo la mujer.

–No es fácil conciliar el sueño en un sitio como éste. ¿Le apetecen unas palomitas?

–No, gracias.

–¿Ha venido a verla Hoppy esta noche?

–Sí.

–Tiene aspecto de ser un buen hombre.

–Lo es -dijo Millie tras reflexionar unos instantes.

Hubo una pausa mayor. Nicholas y Millie continuaron sentados en silencio pensando en algo que decir.

–¿Le apetece ver una película? – preguntó Nicholas.

–No. ¿Puedo hacerle una pregunta? – dijo ella muy seria.

Nicholas apretó un botón del mando a distancia y apagó el televisor. Una lámpara de sobremesa alumbraba la habitación con una luz muy tenue.

–Claro. Parece preocupada.

–Lo estoy. Es una pregunta sobre derecho.

–Haré lo que pueda.

–De acuerdo. – Millie respiró hondo y se retorció las manos-. ¿Qué pasa si un jurado se da cuenta de que no puede tomar una decisión justa e imparcial? ¿Qué debe hacer?

Nicholas miró a la pared, luego al techo, y tomó un sorbo de gaseosa.

–Creo -empezó- que depende de las circunstancias que hayan llevado a esa persona hasta esa situación.

–No entiendo qué quiere decir.

–Nicholas era un chico encantador, e inteligente además. El benjamín de los Dupree quería ser abogado, y a Millie le gustaba pensar que se parecería a Nicholas.

–Será más fácil si nos dejamos de hipótesis -dijo el joven-. Digamos que este jurado es usted misma, ¿de acuerdo?

–De acuerdo.

–Eso significa que, desde que empezó el juicio, ha ocurrido algo que limita su capacidad de ser justa e imparcial…

–Sí -reconoció Millie.

Nicholas reflexionó un momento.

–Creo -dijo entonces- que depende de si ha sido por algo que ha oído en la sala o por algo que ha pasado fuera del juzgado. Es normal que los jurados vayan tomando posiciones a medida que avanza el juicio. Así es como llegamos al veredicto final. No hay nada de malo en eso. Forma parte del proceso de toma de decisiones.

–¿Y si no se trata de eso? ¿Y si es algo que ha pasado fuera del juzgado? – preguntó Millie mientras se frotaba el ojo izquierdo.

La pregunta pareció sorprender a Nicholas.

–Bueno, eso es mucho más serio.

–¿Cómo de serio?

Para conseguir un mayor efecto dramático, Nicholas se levantó y fue a buscar una silla que colocó frente a la de Millie.

Los pies de ambos casi se tocaban.

–¿Qué ocurre, Millie? – preguntó en voz baja.

–Necesito ayuda y no tengo a nadie a quien recurrir. Estoy encerrada en este sitio horrible, lejos de mi familia y de mis amigos, y no tengo a nadie a quien recurrir. ¿Querrá ayudarme, Nicholas?

–Lo intentaré.

Los ojos de Millie se llenaron de lágrimas por enésima vez en lo que iba de noche.

–Usted es un joven tan amable, y sabe tanto de derecho, y yo no tengo a nadie más con quien hablar…

Millie se puso a llorar. Nicholas le ofreció una servilleta de papel y ella le contó toda la historia.

Lou Dell se despertó por casualidad a las dos de la madrugada y salió a echar un vistazo al pasillo vestida con su camisón de algodón. Al llegar a la sala de fiestas, vio a Nicholas y a Millie enfrascados en una conversación y compartiendo un gran bol de palomitas.

El televisor estaba apagado. Nicholas le explicó que no podían dormir, y que sólo estaban hablando de la familia. No había ningún problema. Lou Dell volvió a su habitación no del todo convencida.

Nicholas sospechó enseguida que Hoppy estaba siendo víctima de un engaño, pero no se lo dijo a Millie. Cuando la mujer dejó de llorar, le hizo unas cuantas preguntas y tomó nota de los detalles.

Millie le prometió no hacer nada al respecto sin hablar con él primero, y se dieron las buenas noches.

Nicholas fue a su habitación y marcó el número de Marlee. Cuando ella respondió con voz de sueño, colgó. Esperó dos minutos y volvió a marcar el mismo número. Lo dejó sonar seis veces y colgó de nuevo. Al cabo de dos minutos más marcó el número del teléfono móvil. Marlee habló desde el armario.

Nicholas le contó la historia de Hoppy. Marlee ya no volvió a meterse en la cama. Había mucho que hacer, y el tiempo apremiaba.

Los dos estuvieron de acuerdo en empezar a investigar a partir de los nombres de Napier, Nitchman y Cristano.

34

El sábado no hubo cambios en la sala de vistas. El mismo personal de juzgado llevaba la misma ropa y resolvía el mismo papeleo de siempre. La toga del juez Harkin era tan negra como en días precedentes. Las caras de los abogados se confundían las unas con las otras, lo mismo que de lunes a viernes. Los celadores estaban igual de aburridos, o puede que algo más. Pocos minutos después de que los miembros del jurado ocuparan sus puestos en la tribuna y el juez Harkin acabara de formular sus preguntas, la monotonía se apoderó de la sesión, como había pasado el resto de la semana.

Después de la tediosa intervención del viernes a cargo del doctor Gunther, Cable y compañía pensaron que lo mejor era empezar el día con un poco de acción. La defensa llamó a declarar al doctor Olney, y la parte demandante lo aceptó como testigo pericial. Olney era un científico que había logrado hacer cosas increíbles con ratones de laboratorio. Entre otros argumentos, disponía de un vídeo en el que sus encantadoras criaturitas aparecían vivas y llenas de energía, sin un solo ejemplar enfermo o moribundo. Los ratones estaban divididos en varios grupos y encerrados en jaulas de cristal. La tarea de Olney consistía en aplicar diversas cantidades de humo a cada jaula, y llevaba años haciéndolo diariamente. Las dosis de humo habían sido ingentes y, sin embargo, la exposición prolongada no había producido ni un solo caso de cáncer de pulmón. Olney lo había intentado todo menos asfixiar a los ratones con sus propias manos, y aun así habían sobrevivido. Disponía de estadísticas y de datos que corroboraban sus palabras, y de muchos argumentos para demostrar que los cigarrillos no causan cáncer de pulmón, ni en los hombres ni en los ratones.

Hoppy escuchaba al testigo desde lo que se había convertido en su asiento habitual en la sala. Le había prometido a Millie pasar a verla, hacerle guiños, darle apoyo moral, darle a entender una vez más cuánto sentía todo lo ocurrido. Era lo mínimo que podía hacer. Y aunque era sábado, un día movido para las inmobiliarias, Hoppy sabía que su oficina pocas veces se animaba antes de última hora de la mañana. Desde el desastre de Stillwater Bay, además, había perdido el empuje. La idea de pasar varios años en la cárcel había minado su fuerza de voluntad.

Taunton volvió a hacer acto de presencia en el juzgado de Biloxi. Se sentó en la primera fila, justo detrás de Cable, vestido como siempre con un inmaculado traje oscuro, y se dedicó a tomar notas importantes y a echar miraditas a Lonnie, quien no necesitaba que le recordaran lo que estaba en juego.

Derrick escogió un asiento al fondo de la sala desde donde poder observarlo todo y urdir un plan. El marido de Rikki, Rhea, se sentó en la última fila con sus dos hijos, que insistieron en saludar a su madre con la mano cuando ésta ocupó su asiento en la tribuna con los demás jurados. Nelson Card estaba al lado de la señora Grimes. Las dos hijas adolescentes de Loreen también asistieron a la vista.

Los familiares de los miembros del jurado habían acudido al juzgado a dar ánimos a los suyos y a satisfacer su curiosidad. A aquellas alturas del juicio ellos también se habían formado una opinión sobre el caso, los abogados, las partes, los peritos y hasta el mismo juez. Querían escuchar los argumentos de primera mano para así tal vez entender mejor la decisión de sus parientes.

A media mañana Beverly Monk despertó del estado comatoso en que se encontraba, aún bajo los efectos de la ginebra, el crack y sabe Dios qué más. La luz del día la cegaba, y tuvo que taparse la cara con las manos. Entonces se dio cuenta de que había estado durmiendo en el suelo, un suelo de madera. Se envolvió en una manta sucia, pasó por encima de un tipo que roncaba y al que no conocía de nada, y fue a buscar las gafas de sol que guardaba en un cajón de madera que hacía las veces de cómoda. Con las gafas puestas veía mucho mejor. El loft estaba hecho un desastre, había gente durmiendo en las camas, gente tirada por los suelos y botellas vacías en todos los rincones. ¿Quiénes eran? Beverly se arrastró hasta una de las pequeñas ventanas del loft esquivando a compañeras de piso y perfectos desconocidos. ¿Qué había hecho aquella noche?

La ventana estaba cubierta de escarcha. Al otro lado del cristal habían empezado a caer los primeros copos de nieve de la temporada, que se fundían nada más tocar la acera. Beverly ajustó la manta alrededor de su cuerpo descarnado y se sentó en una especie de puf que había junto a la ventana. Mientras contemplaba la nieve, pensó cuánto debía de quedar de los mil dólares de Swanson.

La joven acercó la cara al cristal y tomó una bocanada de aire helado que empezó a aclararle la vista. Aún le dolían las sienes, pero al menos ya no estaba tan mareada. Antes de conocer a Claire, hacía ya muchos años, había sido amiga de una estudiante de la Universidad de Kansas llamada Phoebe, un bicho raro con problemas de adicción que había pasado una temporada en un centro de rehabilitación pero que estaba siempre a punto de volver a caer en la tentación. Phoebe había trabajado brevemente en Mulligans con Claire y Beverly, y luego se había esfumado. Phoebe era de Wichita, y una vez le contó a Beverly que sabía algo sobre el pasado de Claire, un secreto revelado por un ex novio de la chica. No, no se llamaba Jeff Kerr. Si no le hubiera dolido tanto la cabeza, tal vez habría podido recordar alguna otra cosa.

Había llovido mucho desde entonces.

Se oyó un gruñido procedente de debajo de un colchón y luego volvió a reinar el silencio. Tiempo atrás Beverly había pasado un fin de semana con Phoebe y su familia en Wichita. Eran una familia numerosa y católica. El padre era médico, fácil de localizar. Si aquel gentil sabueso llamado Swanson estaba dispuesto a apoquinar mil dólares a cambio de unas cuantas respuestas inofensivas, ¿cuánto pagaría por información sustanciosa sobre el pasado de Claire Clement?

Beverly decidió encontrar a Phoebe. Lo último que había oído de ella es que estaba en Los Ángeles haciendo lo mismo que ella hacía en Nueva York. Después de hablar con Phoebe, sacaría a Swanson cuanto pudiera y cambiaría de alojamiento. Se había acabado eso de vivir con chusma.

¿Dónde había metido la tarjeta de Swanson?

Fitch dejó de oír el testimonio de la mañana para asistir a una reunión informativa, algo que odiaba profundamente. La calidad del ponente, sin embargo, justificaba el sacrificio. Se llamaba James Local y dirigía el gabinete de investigadores privados a los que Fitch estaba pagando en aquellos momentos una auténtica fortuna. Desde su escondite en Bethesda, el gabinete de Local contrataba a muchos ex agentes de los servicios secretos. En circunstancias normales, una excursión al corazón del país para localizar a una joven norteamericana sin antecedentes penales habría representado un engorro. No en vano la especialidad del gabinete era el control de envíos ilegales de armas, la vigilancia de terroristas y cosas por el estilo.

Pero Fitch tenía mucho dinero y, al fin y al cabo, la operación implicaba poco riesgo. El hecho de que dicha operación no hubiera dado los frutos esperados era precisamente lo que había llevado a Local hasta Biloxi.

Swanson y Fitch dejaron que Local, sin disculparse en ningún momento por el fracaso de sus gestiones, les explicara con pelos y señales los movimientos de sus agentes durante los últimos cuatro días. Claire Clement no existía antes de llegar a Lawrence el verano de 1988. Su primer alojamiento había sido un piso de dos habitaciones por el que pagaba un alquiler mensual en efectivo. Los recibos -agua, electricidad y gas- estaban a su nombre. Si había recurrido a los juzgados de Kansas para cambiar de nombre, no había quedado constancia oficial de ello. Los archivos que contenían esa información eran confidenciales, pero de todas maneras ellos habían conseguido consultarlos. Claire Clement no se apuntó al censo electoral, no matriculó ningún vehículo ni adquirió ningún bien inmueble. Sí solicitó, en cambio, un número de Seguridad Social que le permitiera trabajar legalmente, cosa que hizo en dos establecimientos distintos: Mulligans y una boutique cercana al campus. Una tarjeta de la Seguridad Social es relativamente fácil de conseguir, y hace mucho más sencilla la vida de un fugitivo. Los agentes de Local habían obtenido una copia del impreso de solicitud de la joven, pero su examen no había revelado ningún dato útil. Nadie había solicitado un pasaporte a nombre de Claire Clement.

La opinión de Local era que Claire Clement había adoptado ese nombre en otro estado -en cualquiera de los otros cuarenta y nueve- y que ya estaba en poder de su nueva identidad al llegar a Lawrence.

Los investigadores también habían consultado los recibos telefónicos correspondientes a los tres años que Claire Clement había vivido en Lawrence, y se habían encontrado con que entre sus llamadas no había ni una sola conferencia. Local repitió el dato para que Swanson y Fitch se hicieran cargo de la magnitud del problema. Ni una sola conferencia en tres años. En aquella época, además, la compañía telefónica no archivaba las conferencias recibidas sino sólo las efectuadas, de manera que los listados sólo daban cuenta de las llamadas hechas desde el piso de Claire. Local aseguró que sus hombres estaban estudiando todos los números del listado, pero que no albergaba muchas esperanzas al respecto: Claire usaba poco el teléfono.

–¿Cómo puede vivir alguien sin poner ni una sola conferencia? ¿Qué hay de la familia, de los viejos amigos? – preguntó Fitch incrédulo.

–Hay otras maneras de ponerse en contacto en ellos -contestó Local-. Muchas, de hecho. Puede que fuera a un motel una vez a la semana, a algún establecimiento barato que le cargara las llamadas en la factura de la habitación. Es una buena manera de no dejar rastro.

–Esto es increíble -murmuró Fitch.

–Tengo que admitir, señor Fitch, que esa Claire sabía lo que hacía. Si cometió algún error, aún no hemos sido capaces de detectarlo -confesó con respeto-. Parece la clase de persona que planea todos sus movimientos desde el punto de vista de quien la persigue.

–Sí, ésa es Marlee -ratificó Fitch con el mismo orgullo con el que se habla de una hija.

Claire Clement tenía dos tarjetas de crédito: una Visa y otra de gasolina Shell. Su historial bancario no revelaba ningún dato notable ni de utilidad. Era evidente que la chica prefería pagar en efectivo. Tampoco utilizaba el crédito telefónico. Un error semejante habría sido indigno de ella.

Lo de Jeff Kerr ya era otra historia. Había sido fácil seguirle la pista hasta la Facultad de Derecho de la Universidad de Kansas. De hecho, hasta los primeros esbirros que contrató Fitch habían sido capaces de hacerlo. Todo parecía indicar que su gusto por el misterio arrancaba de su encuentro con Claire.

Los dos jóvenes abandonaron Lawrence el verano de 1991, al final del segundo curso de derecho de Jeff, pero los hombres de Local aún no habían conseguido averiguar ni la fecha exacta de su partida ni su nuevo paradero. Claire pagó en efectivo el alquiler del mes de junio y luego desapareció. Habían estado buscando el rastro de Claire Clement en una docena de ciudades a partir del mes de mayo de 1991, pero hasta el momento no habían encontrado nada. Por razones obvias, no les era posible hacer lo mismo en todas las ciudades del país.

–Mi hipótesis es que dejó de utilizar el nombre de Claire tan pronto como salió de Lawrence -dijo Local.

Fitch ya había llegado a esa conclusión hacía mucho tiempo.

–Mire, hoy es sábado. El jurado se retirará a deliberar el lunes. Dejemos a un lado qué pasó después de Lawrence y concentrémonos en averiguar quién demonios es.

–Estamos en ello.

–Más les vale.

Fitch consultó el reloj y anunció que tenía que irse. Marlee lo esperaba al cabo de pocos minutos. Local volvió rápidamente a Kansas City a bordo de su avión privado.

Marlee había llegado a su minúscula oficina a las seis de la mañana, y casi no había dormido desde la llamada de Nicholas a las tres. Antes de que él saliera para el juzgado habían hablado cuatro veces más.

La operación Hoppy presentaba todos los indicios de haber sido orquestada por Rankin Fitch. ¿A qué venía si no el interés de Cristano en el voto de Millie? Marlee había llenado páginas y páginas de notas y diagramas, y había hecho decenas de llamadas desde su teléfono móvil. Poco a poco había ido reuniendo la información que buscaba. El único George Cristano que figuraba en la guía telefónica del área metropolitana de Washington vivía en Alexandria. Marlee había marcado su número a eso de las cuatro de la madrugada con el pretexto de que trabajaba para las líneas aéreas Delta y de que uno de sus aparatos se había estrellado cerca de Tampa con un tal Cristano a bordo. ¿Vivía allí el mismo George Cristano que trabajaba para el Departamento de justicia? No, gracias a Dios él trabajaba para Sanidad y Servicios Sociales. Marlee había pedido disculpas y, después de colgar, había sonreído al pensar en las prisas de aquel pobre hombre por sintonizar la CNN y ver el reportaje de la catástrofe.

Decenas de llamadas parecidas la habían llevado a la conclusión de que no había ningún agente del FBI con el nombre de Napier o Nitchman trabajando en el área de Atlanta. Y lo mismo podía decirse de Biloxi, Nueva Orleans, Mobile y otras ciudades cercanas. A las ocho se había puesto en contacto con un investigador de Atlanta y le había dado instrucciones de seguir la pista de Napier y Nitchman. Marlee y Nicholas estaban casi seguros de que se trataba de dos nombres supuestos, pero tenían que estar completamente seguros.

Fitch llegó puntualmente a su cita de las diez. Para entonces la mesa de la oficina ya estaba vacía, y el teléfono, escondido en un armario. Apenas si se saludaron. Fitch no dejaba de preguntarse quién era Marlee antes de haber sido Claire, y ella seguía pensando en cuál debía ser su próximo paso para poner al descubierto el engaño de que era víctima Hoppy.

–Será mejor que acaben de una vez, Fitch. El jurado ya no se entera de nada.

–Habremos terminado antes de las cinco de la tarde. ¿Le parece demasiado tarde?

–Esperemos que no lo sea. No le están poniendo las cosas fáciles a Nicholas, ¿sabe?

–Le he dicho a Cable que se dé prisa. No puedo hacer más.

–Tenemos problemas con Rikki Coleman. Nicholas ha estado hablando con ella y cree que será dura de pelar. Los otros miembros del jurado respetan su opinión, tanto hombres como mujeres, y Nicholas dice que cada vez se hace oír más. Y no se lo esperaba, la verdad.

–¿Está a favor de un veredicto millonario?

–Eso parece, aunque no han discutido el tema abiertamente. Nicholas ha detectado en ella cierto rencor hacia la industria por lo de la adicción infantil. En cambio, no parece que simpatice demasiado con la familia Wood. Se la ve más inclinada a castigar a las tabacaleras por enganchar a la nueva generación. De todos modos, usted dijo que tal vez tuviéramos algo contra ella.

Sin comentarios ni formalidades, Fitch sacó una hoja de papel de su maletín y la dejó frente a Marlee. La joven le echó una ojeada rápida.

–Conque un aborto, ¿eh? – dijo mientras leía, sin demostrar ninguna sorpresa.

–Ajá.

–¿Está seguro de que es la misma Rikki?

–Completamente. Entonces aún estaba en la universidad.

–Con esto deberíamos tener bastante.

–¿Tendrá su amigo el valor de enseñárselo? Marlee soltó el papel y lanzó una mirada hostil contra Fitch.

–¿No lo tendría usted a cambio de diez millones de pavos?

–Desde luego que sí. Y no tendría ningún escrúpulo. Rikki ve el papelito, vota en consecuencia, todos nos olvidamos del tema y su pequeño secreto sigue a salvo. Si se inclina hacia donde no debe, se la amenaza y punto. Fácil.

–Exacto. – Marlee dobló la hoja y se la guardó-. No se preocupe por el valor de Nicholas. Llevamos mucho tiempo planeando este golpe.

–¿ Ah, sí? ¿Cuánto?

–Eso no tiene importancia. ¿Tiene algo contra Herman Grimes?

–Nada. Nicholas tendrá que arreglárselas solito durante las deliberaciones.

–Pues qué bien.

–París bien vale una misa, ¿no le parece? A cambio de diez millones, ¿qué menos que trabajarse unos cuantos votos?

–Los votos ya los tiene, Fitch. Los tiene en el bolsillo en este preciso instante. Pero quiere que la votación sea unánime, y puede que Herman suponga un problema.

–Pues líbrense de él de una puñetera vez. Parece que eso les divierte.

–Estamos considerando esa posibilidad. Fitch hizo un gesto de incredulidad.

–¿Se da cuenta de lo ilegal que es todo esto?

–Sí, creo que sí.

–Me encanta.

–Pues vaya a encantarse a otra parte, Fitch. Por hoy ya hemos terminado, y tengo cosas que hacer.

–Como usted quiera, querida -obedeció Fitch poniéndose en pie al instante y cerrando el maletín.

El sábado por la tarde, a primera hora, Marlee consiguió localizar por casualidad a un agente del FBI de Jackson, en el estado de Mississippi, que estaba poniendo al día el trabajo atrasado cuando sonó el teléfono de su oficina. Marlee se presentó con un nombre falso y dijo que trabajaba para una inmobiliaria de Biloxi y que sospechaba que dos hombres se estaban haciendo pasar por agentes del FBI. Los dos tipos en cuestión habían estado acosando a su jefe, esgrimiendo sus placas doradas y profiriendo amenazas. Marlee dijo sospechar que se trataba de algún asunto turbio relacionado con los casinos, y para redondear la actuación dejó caer el nombre de Jimmy Hull Moke. El agente le dio el número de teléfono particular de un joven colega de Biloxi llamado Madden.

Madden estaba en cama con gripe, pero no le importó atender a Marlee, sobre todo cuando ésta mencionó la posibilidad de ofrecer cierta información confidencial sobre Jimmy Hull Moke. Madden nunca había oído hablar de Napier ni de Nitchman, y menos de ese tal Cristano. Tampoco le constaba que ninguna unidad especial de Atlanta estuviera operando en la Costa en aquellos momentos. Cuanto más hablaba Marlee, más interés demostraba Madden. El agente se ofreció a hacer algunas pesquisas y Marlee prometió volver a llamarlo al cabo de una hora.

Madden parecía otro hombre cuando Marlee habló con él por segunda vez. No había ningún agente del FBI llamado Nitchman. Había un Lance Napier en la oficina de San Francisco, pero no tenía nada que ver con la Costa. Cristano también era un nombre falso. Madden había hablado con el agente encargado de la investigación de Jimmy Hull Moke, quien le confirmó que Nitchman, Napier y Cristano, quienesquiera que fuesen, no eran agentes del FBI. Madden dijo que estaría muy interesado en mantener una charla con aquellos tipos, y Marlee le prometió que intentaría concertar una entrevista.

La defensa dio por concluida su intervención a las tres de la tarde del sábado.

–Damas y caballeros -anunció un orgulloso juez Harkin-, han escuchado ustedes al último testigo.

Había peticiones y alegatos de última hora a los que él y los abogados debían atender, pero los jurados eran libres de marcharse. Para el sábado por la noche había previstas dos salidas: una era ir en autocar a ver un partido de fútbol americano de la liga universitaria; la otra, una excursión al cine. Después habría visitas hasta la medianoche. Al día siguiente los jurados podrían abandonar el motel desde las nueve hasta la una para asistir a los oficios religiosos, y no se les controlaría si prometían no decir una palabra sobre el juicio. El domingo por la noche habría más visitas de las siete a las diez. El lunes a primera hora escucharían las conclusiones de ambas partes, y antes del almuerzo podrían retirarse a deliberar.

35

Explicar a Henry Vu las reglas del fútbol americano era una tarea cuando menos ingrata. Por suerte para él, sin embargo, todos sus colegas resultaron ser auténticos expertos en el tema. Nicholas, por ejemplo, había formado parte del equipo de su instituto. Y eso sucedió en Tejas, nada menos, donde la línea que separa el fútbol de la religión no es lo que se dice gruesa. Jerry veía veinte partidos cada semana, y lo hacía con el billetero en la mano, cosa que le daba cierta credibilidad. Lonnie, que estaba sentado detrás de Henry, también había jugado al fútbol en el instituto, y cada dos por tres se inclinaba hacia delante para apuntar algo a su compañero. Caniche, sentada al lado de Jerry, lo había aprendido todo sobre el fútbol cuando sus dos hijos lo practicaban. Incluso Shine Royce, que no había jugado al fútbol en su vida pero que veía mucho la televisión, no dudaba en meter baza de cuando en cuando.

Los jurados formaban un grupito compacto en las gradas del equipo visitante, en la fría tribuna descubierta de aluminio, lejos de la multitud. El partido enfrentaba a una escuela de Jackson con otra de la Costa del Golfo, y las condiciones eran inmejorables: tiempo fresco, muchos seguidores del equipo de casa, una banda de música animando el cotarro desde la tribuna, unas animadoras la mar de monas y un marcador ajustado.

Henry, por su parte, hizo todas las preguntas tabú: ¿por qué llevaban los jugadores aquellos pantalones tan ajustados?, ¿qué se decían cuando se agrupaban entre una jugada y la siguiente?, ¿por qué se cogían de las manos?, ¿por qué se apilaban de aquella manera? Si decía la verdad, aquél era el primer partido de su vida.

Al otro lado del pasillo, Chuck y otro celador seguían el partido vestidos de paisano y totalmente ajenos a seis miembros del jurado del proceso civil más importante del país.

Todos los miembros del jurado tenían estrictamente prohibido mantener contacto alguno con las visitas de cualquiera de sus compañeros. Dicha prohibición constaba por escrito desde el principio del aislamiento, y el juez Harkin se la había recordado repetidas veces. Pero era prácticamente inevitable intercambiar algún que otro saludo en el corredor, y Nicholas había hecho todo lo posible por violar esa norma a la mínima oportunidad.

Millie no había querido ir al cine, y menos al partido de fútbol. Hoppy llegó al motel con una bolsa llena de comida mexicana, y ambos pasaron la velada comiendo burritos y sin apenas dirigirse la palabra. Después de cenar intentaron ver un poco la tele, pero al final desistieron y se pusieron a hablar otra vez del lío en que se había metido Hoppy. Hubo más lágrimas, más disculpas, e incluso varias referencias al suicidio, algo que Millie encontró bastante fuera de lugar. Al cabo de un rato Millie confesó haberse desahogado con Nicholas Easter, un joven encantador que sabía de leyes y en quien se podía confiar sin reservas. Hoppy reaccionó con sorpresa e ira, pero al final se dejó vencer por la curiosidad y quiso saber qué pensaba de aquella situación una tercera persona. Sobre todo si, como decía Millie, esa persona era un experto en derecho. No era la primera vez que Millie mencionaba su admiración por el joven Nicholas.

Nicholas había prometido hacer un par de llamadas. Eso alarmó a Hoppy en gran manera. ¡Con la de sermones sobre la discreción que había tenido que aguantar de Nitchman, Napier y Cristano! Millie no se cansó de repetir que el joven Nicholas era de fiar, y Hoppy acabó por convencerse de ello.

A las diez y media sonó el teléfono. Era Nicholas, que ya había vuelto del partido y estaba en su habitación, impaciente por hablar con los Dupree. Millie abrió la puerta. Willis contempló con gran sorpresa desde el fondo del pasillo cómo Easter entraba a hurtadillas en la habitación de Millie. ¿Seguía dentro el señor Dupree? Ya no se acordaba. Muchas de las visitas no se habían marchado todavía, pero él había estado traspuesto un buen rato… ¿Se habrían liado Easter y Millie? No, imposible. Willis tomó nota del incidente y volvió a cerrar los ojos.

Hoppy y Millie estaban sentados al borde de la cama, y Nicholas de pie frente a ellos, apoyado en la cómoda, cerca del televisor. Lo primero que les dijo fue lo importante que era mantener aquel encuentro en secreto, lo último que Hoppy quería oír después de aquellas dos últimas semanas. Estaban contraviniendo las normas del juez, y con eso estaba dicho todo.

Nicholas les comunicó la noticia con suavidad. Napier, Nitchman y Cristano eran tres peones de un juego mucho más importante: una conspiración orquestada por la tabacalera para presionar a Millie. No eran agentes del Gobierno, y los nombres que utilizaban eran falsos. Hoppy había sido víctima de un engaño.

Hoppy no lo encajó del todo mal. Al principio se sintió más estúpido si cabe. Luego la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor y él se sumió en un mar de dudas. ¿Eran buenas noticias o malas? ¿Qué pasaba con la cinta? ¿Qué tenía que hacer a continuación? ¿Y si Nicholas se equivocaba? Su pobre cerebro tuvo que enfrentarse con un centenar de preguntas. Millie, mientras tanto, le acariciaba la rodilla con lágrimas en los ojos.

–¿Está seguro de lo que dice? – preguntó con un hilo de voz.

–Completamente. Esos tipos no tienen nada que ver con el FBI ni con el Departamento de justicia.

–Pero llevaban placas…

Nicholas levantó las manos y asintió con la cabeza para demostrar su comprensión.

–Lo sé, Hoppy, pero créame: eso no tiene ningún mérito. Les fue fácil inventarse una identidad falsa.

Hoppy se frotó la frente e intentó poner en orden sus ideas. Nicholas siguió con la historia. El Grupo Inmobiliario KLX de Las Vegas era una farsa. No se tenía noticia de la existencia de ningún Todd Ringwald, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta que con toda seguridad utilizaba un nombre falso.

–¿Cómo sabe todo esto? – preguntó Hoppy.

–Buena pregunta. Tengo un amigo al que se le da muy bien eso de buscar información. Y es de toda confianza, no se preocupen. Le llevó tres horas y unas cuantas llamadas de teléfono averiguar todo esto. No está mal, ¿verdad? Teniendo en cuenta que es sábado…

Tres horas. En sábado. ¿Por qué no se le había ocurrido a él hacer unas cuantas llamadas?, pensó Hoppy. ¡Él había tenido diez días enteros! Hoppy se encorvó todavía más, hasta que los codos le tocaron las rodillas. Millie se secó las lágrimas con un pañuelo de papel. Hubo un minuto de silencio.

–¿Qué hay de la cinta? – preguntó Hoppy.

–¿La cinta de Moke?

–Sí, esa cinta.

–Eso no me preocupa -afirmó Nicholas con seguridad, como si fuera el abogado de Hoppy-. Legalmente, tendrían muchos problemas para utilizarla.

«¿Por qué?», se preguntó Hoppy.

–Por de pronto, la obtuvieron de manera fraudulenta -siguió Nicholas-. Es un caso claro de incitación a la comisión de un delito. Además, está en poder de dos hombres que han violado la ley, no fue obtenida por agentes de la ley, no había orden de registro ni autorización del juez… Olvídela, Hoppy, como si no existiera.

¡Qué regalo para los oídos! Hoppy se irguió de repente y suspiró aliviado.

–¿Lo dice en serio?

–Sí, Hoppy. Esa cinta no irá a ninguna parte.

Millie se inclinó hacia su marido y lo estrechó entre sus brazos. Ambos se abrazaron sin vergüenza. Millie seguía llorando, pero de alegría. Hoppy se puso en pie y empezó a dar saltos por la habitación.

–¿Cuál es el plan? – dijo haciendo chasquear los nudillos, dispuesto a entrar en combate.

–Hay que andarse con mucho cuidado.

–Usted dígame sólo a quién hay que disparar. Hijos de…

–¡Hoppy!

–Lo siento, cariño, pero es que no veo el momento de pegarles una patada en el culo.

–¡Hoppy! ¿Qué pensará el señor Easter?

El domingo empezó con un pastel de cumpleaños. Loreen Duke había comentado a Gladys Card que se acercaba su trigésimo sexto aniversario, y ésta lo había comunicado a su hermana, quien el domingo por la mañana temprano se presentó en el motel, procedente del mundo exterior, con un gran pastel de chocolate y caramelo con tres capas de bizcocho y treinta y seis velitas. Los jurados se reunieron en el comedor a las nueve y se comieron el pastel para desayunar. La mayoría tuvo que irse enseguida para no llegar tarde a los ansiados oficios religiosos, que sin duda los mantendrían ocupados durante las cuatro horas siguientes. Algunos miembros del jurado no habían pisado una iglesia desde hacía años, pero ya se sabe que los caminos del Señor son inescrutables.

Uno de los hijos de Caniche pasó a recoger a su madre, y Jerry se unió a la excursión familiar. Al principio pusieron rumbo a cierta iglesia no identificada, pero en cuanto se dieron cuenta de que nadie los vigilaba se desviaron hacia un casino. Nicholas y Marlee fueron a misa. Gladys Card hizo una entrada triunfal en su iglesia baptista del calvario. Millie se fue a casa con intención de cambiarse de ropa e ir a la iglesia, pero la emoción de volver a ver a sus hijos fue más fuerte que ella. De todos modos, ¿quién iba a enterarse? Al final se pasó la mañana en la cocina, preparando comida, limpiando y mimando a su prole. Phillip Savelle no salió del motel.

Hoppy llegó a la inmobiliaria a las diez. Había llamado a Napier a las ocho de la mañana para decirle que tenía algo importante de que hablar en relación con el desarrollo del juicio. También le había dicho que había conseguido convencer a su mujer y que ella ya había empezado a trabajarse a otros miembros del jurado. Hoppy quería entrevistarse con Napier y Nitchman en la inmobiliaria para informarlos con más detalle y recibir instrucciones.

Napier atendió la llamada de Hoppy desde el apartamentucho destartalado que Nitchman y él estaban utilizando como tapadera desde el principio de la operación. Se habían hecho instalar de forma temporal dos líneas telefónicas: uno de los números correspondía a su oficina; el otro a su residencia particular mientras durara aquella arriesgada misión contra la corrupción de la Costa del Golfo. Napier habló con Hoppy y, acto seguido, llamó a Cristano para saber cuáles eran sus órdenes. Cristano, que se hospedaba en un Holiday Inn cercano a la playa, llamó a su vez a Fitch, que se alegró mucho al recibir la noticia. ¡Por fin habían obligado a Millie a tomar posición a su favor! Fitch, que había empezado a dudar de la rentabilidad de la operación Hoppy, dio luz verde a la entrevista en la inmobiliaria.

Ataviados con el traje oscuro y las gafas de sol de rigor, Napier y Nitchman llegaron a la inmobiliaria a las once. Hoppy estaba de un humor excelente y había empezado a preparar café. Los dos hombres se sentaron a esperar. Hoppy dijo que, en aquellos momentos, Millie estaba en el motel luchando a brazo partido por salvar a su marido de la cárcel, y que le constaba que ya había convencido al menos a la señora Gladys Card y a Rikki Coleman. Les había enseñado el memorando, y las dos mujeres estaban horrorizadas ante la desfachatez de ese tal Robilio.

Hoppy sirvió el café mientras Napier y Nitchman tomaban nota de todo lo que él iba diciendo. Un cuarto hombre entró sigilosamente en la inmobiliaria por la puerta de la calle, que Hoppy había dejado abierta. El intruso dejó atrás el mostrador de recepción y siguió por el pasillo, procurando no hacer ruido al pisar la moqueta gastada, hasta llegar frente a una puerta de madera con una placa en la que se leía HOPPY DUPREE. El hombre aguzó el oído un momento y luego llamó vigorosamente.

Napier se sobresaltó y Nitchman dejó el café sobre la mesa. Hoppy los miró con cara de sorpresa.

–¿Quién es? – gritó.

La puerta se abrió de repente.

–¡FBI! – respondió el agente especial Alan Madden una vez dentro de la habitación.

Madden se dirigió hacia la mesa y dedicó miradas de hostilidad a los tres reunidos. Hoppy se levantó y casi derribó la silla. Parecía a punto de levantar las manos para dejarse cachear.

Napier no se desmayó porque estaba sentado. Nitchman se quedó boquiabierto. Los dos se habían quedado lívidos y sin pulso.

–Agente Alan Madden, del FBI -se presentó el intruso mientras mostraba su placa-. ¿Es usted el señor Dupree? – preguntó.

–Sí, pero el FBI ya está aquí -dijo Hoppy volviéndose primero hacia Madden, luego hacia los otros dos y a continuación otra vez hacia el agente.

–¿Ah, sí? ¿Dónde? – preguntó Madden mirando a Napier y Nitchman con el entrecejo fruncido.

–Aquí -señaló Hoppy haciendo gala de grandes dotes interpretativas. Estaba realmente inspirado-. Éste es el agente Ralph Napier y éste es el agente Dean Nitchman. ¿No se conocían?

–Es fácil de explicar -empezó Napier como si estuviera seguro de que podía dar una explicación satisfactoria.

–¿Agentes del FBI? – dudó Madden-. Sus placas -ordenó mientras extendía bruscamente la palma de la mano.

Napier y Nitchman vacilaron, y Hoppy se lanzó al ataque.

–Vamos, ¿por qué no le enseñan las placas? Las mismas que me enseñaron a mí…

–Identifíquense, por favor -insistió Madden cada vez más enfadado.

Napier intentó ponerse en pie, pero Madden se lo impidió sujetándolo del hombro.

–Puedo explicárselo todo -dijo Nitchman. Su voz era más aguda que de costumbre.

–Hágalo -ordenó Madden.

–Verá, en realidad no somos agentes del FBI, sino…

–¿Qué…? – gritó Hoppy desde el otro lado de la mesa. Tenía los ojos fuera de las órbitas y parecía a punto de lanzarles algún objeto contundente-. ¡Embusteros de mierda! ¡Llevan diez días diciéndome que son agentes del FBI!

–¿Es eso cierto? – preguntó Madden.

–No, en realidad, no -respondió Nitchman.

–¿Qué…? – volvió a gritar Hoppy.

–Cálmese -le espetó Madden-. Continúe -ordenó a Nitchman.

Nitchman no quería continuar; quería salir disparado por aquella puerta, dejar atrás Biloxi y desaparecer de la faz de la tierra para siempre.

–Somos investigadores privados y, en fin…

–Trabajamos para una agencia de Washington -lo socorrió Napier.

Napier estaba a punto de añadir algo más cuando Hoppy se abalanzó sobre uno de los cajones de su escritorio, lo abrió de golpe y sacó de él dos tarjetas de visita: una con el nombre de Ralph Napier y otra con el de Dean Nitchman; ambas los presentaban como agentes del FBI, para ser más exactos, como agentes de la Unidad Regional del Sudeste con sede en Atlanta. Madden leyó el contenido de ambas tarjetas y también vio los números de teléfono garabateados al dorso.

–¿Qué está pasando aquí? – protestó Hoppy.

–¿Quién es Dean Nitchman? – preguntó Madden sin obtener respuesta.

–Él es Nitchman -gritó Hoppy señalándolo.

–¿Yo? – disimuló Nitchman.

–¿Qué…? – gritó Hoppy.

Madden dio dos pasos hacia Hoppy y le señaló una silla.

–Siéntese y cierre la boca, ¿de acuerdo? No quiero oír una palabra más si no le pregunto.

Hoppy se dejó caer en la silla sin dejar de mirar amenazadoramente a Napier y Nitchman.

–¿Es usted Ralph Napier? – preguntó Madden.

–No -contestó Napier con la cabeza gacha, tratando de esquivar la mirada de Hoppy.

–Cabrones… -masculló Hoppy.

–¿Y bien? ¿Cómo se llaman? – insistió Madden. Esperó unos segundos, pero tampoco obtuvo respuesta.

–¡Esas tarjetas me las dieron ellos! – intervino Hoppy, que no parecía resignarse al silencio-. Me presentaré ante el gran jurado y juraré sobre todas las Biblias que haga falta que fueron ellos los que me dieron esas tarjetas. ¡Se han hecho pasar por agentes del FBI y exijo que los detengan!

–¿Cómo se llama? – preguntó Madden en vano al hombre conocido con el nombre de Nitchman.

Llegados a aquel punto, Madden sacó su arma reglamentaria -cosa que a Hoppy le causó gran impresión- e hizo que los dos se levantaran, separaran las piernas y apoyaran las manos sobre la mesa. Un rápido cacheo demostró que sólo llevaban encima unas cuantas monedas, llaves y algunos billetes. Nada de carteras, nada de placas de mentirijilla. Ninguna clase de identificación. Los habían entrenado demasiado bien como para que cometieran semejante error.

Madden esposó a los falsos agentes y los condujo hasta la calle, donde le esperaba otro miembro del FBI con un café en la mano. Juntos hicieron entrar a Napier y a Nitchman en la parte trasera de un auténtico coche del FBI. Madden se despidió de Hoppy prometiéndole que volvería a ponerse en contacto con él y se alejó de la inmobiliaria con los dos farsantes maniatados en el asiento de atrás. El otro agente del FBI lo siguió a bordo del coche de los falsos agentes.

Hoppy dijo adiós con la mano.

Madden cogió la autopista 90 en dirección a Mobile. Napier, más ingenioso que su compañero, se inventó una historia bastante verosímil a la que Nitchman sólo tuvo que añadir algunos detalles. Ambos explicaron a Madden que cierto casino había contratado los servicios de su agencia para investigar varias parcelas de terreno de la Costa. Así es como habían conocido a Hoppy, un inmobiliario corrupto que había intentado sacarles dinero. Una cosa había llevado a la otra y, en fin, al final su jefe les había aconsejado que se hicieran pasar por agentes del FBI. En realidad no habían hecho nada malo.

Madden escuchó la historia sin decir apenas una palabra. Según contaron luego a Fitch, Napier y Nitchman habían tenido la impresión de que el FBI no sabía nada sobre Millie ni sobre su participación en el juicio. Madden era un agente joven, que no podía ocultar su satisfacción por haber atrapado a dos malhechores pero que tampoco sabía exactamente qué hacer con ellos.

A Madden le pareció que el delito de los falsos agentes no era grave, que no valía la pena llevarlos ante los tribunales y que, desde luego, el caso no merecía ningún otro esfuerzo por su parte. Ya tenía más trabajo del que podía hacer. Sólo le faltaba tener que perder el tiempo denunciando a dos embusteros de poca monta. En cuanto cruzaron la frontera de Alabama, Madden empezó a castigar a sus pasajeros con un discurso sobre las penas por suplantación de identidad de un agente federal. Napier y Nitchman se mostraron profundamente arrepentidos y prometieron no reincidir.

Madden detuvo el coche en una estación de servicio, quitó las esposas a los dos farsantes, les devolvió el coche y les dijo que no volvieran a poner los pies en el estado de Mississippi. Napier y Nitchman le dieron las gracias, prometieron no volver jamás y se largaron con viento fresco.

Fitch rompió una lámpara de un puñetazo cuando recibió la llamada de Napier. Dejó que los nudillos le sangraran mientras echaba sapos y culebras y Napier le contaba lo sucedido desde una ruidosa parada de camiones en algún rincón perdido de Alabama. Pang recibió órdenes de ir a recogerlos.

Tres horas después de haber sido esposados, Napier y Nitchman estaban sentados en una habitación contigua al despacho de Fitch, en la trastienda del baratillo. Cristano también estaba presente.

–Empezad por el principio -dijo Fitch-. Quiero saberlo todo.

Fitch pulsó una tecla y el magnetófono empezó a grabar. Napier y Nitchman ofrecieron una relación conjunta y prácticamente exhaustiva de los hechos.

Cuando acabaron, Fitch los despidió y los envió de vuelta a Washington. Luego, a solas, apagó las luces y se enfrentó a oscuras con su enfado. Hoppy se lo contaría a Millie aquella misma noche, y la defensa habría perdido otro jurado. De hecho, la reacción de la señora Dupree sería tan airada que probablemente pediría miles de millones para la pobre viuda Wood.

Sólo una persona podía sacarlo de aquel atolladero. Sólo Marlee.

36

¿No le parecía raro?, dijo Phoebe al poco de atender la llamada sorpresa de Beverly. Hacía sólo un par de días a ella también la había llamado un tipo haciéndose pasar por Jeff Kerr y diciendo que buscaba a Claire. Phoebe se había dado cuenta enseguida de que el tipo mentía, pero le había seguido la corriente un rato para ver qué quería. Hacía cuatro años que no hablaba con Claire.

Beverly y Phoebe compararon sus llamadas, aunque aquélla se guardó de mencionar su entrevista con Swanson y el juicio para el que él estaba investigando. Luego se pusieron a hablar de los días pasados en Lawrence. Qué lejos quedaba ya la universidad. Ambas mintieron sobre sus carreras artísticas y sobre la velocidad a la que progresaban. Prometieron verse en cuanto a las dos les fuera posible y, por último, se despidieron.

Beverly volvió a llamar una hora más tarde, como si se le hubiera olvidado preguntar algo. Había estado pensando en Claire. La última vez que se vieron estaban algo enemistadas, y tenía cargo de conciencia. Se habían peleado por una tontería y ya no habían vuelto a poner las cosas en claro. Beverly quería ver a Claire y hacer las paces con ella, al menos para dejar de sentirse culpable. Lo malo es que no tenía ni idea de dónde encontrarla. Claire había desaparecido sin dejar rastro, y tan de repente…

Beverly decidió arriesgarse. Swanson había mencionado la posibilidad de que Claire hubiera cambiado de nombre, y ella misma recordaba perfectamente el misterio que rodeaba el pasado de su amiga. Así pues, echó el anzuelo para ver si Phoebe lo mordía.

–¿Sabías que Claire no era su verdadero nombre? – dijo recurriendo a su formación de actriz.

–Sí -respondió Phoebe.

–Una vez me lo dijo, pero ya no me acuerdo. Phoebe vaciló.

–Sí, tenía un nombre precioso. Y no es que Claire sea feo, pero…

–¿Cómo era?

–Gabrielle.

–Ah sí, Gabrielle. ¿Y de apellido?

–Brant. Gabrielle Brant. Era de Misuri, de Columbia. Allí es donde fue a la universidad. ¿No te contó la historia?

–Puede, pero ya no me acuerdo.

–Por lo visto tenía un novio muy bruto, un pirado. Claire intentó romper con él, pero el tío la seguía a todas partes. Por eso se fue y cambió de nombre.

–No tenía ni idea. ¿Sabes cómo se llamaban sus padres?

–Brant. Creo que su padre había muerto. Su madre era profesora de estudios medievales en la universidad.

–¿Crees que aún seguirá dando clases?

–Pues no lo sé.

–Bueno, lo intentaré. Tal vez ella pueda decirme dónde encontrar a Claire. Gracias, Phoebe.

Beverly tardó una hora en localizar a Swanson por teléfono. Lo primero que hizo fue preguntarle cuánto estaba dispuesto a pagar por la información. Swanson llamó a Fitch, que necesitaba oír buenas noticias tanto como el aire que respiraba. El tope serían cinco mil dólares. Swanson telefoneó a Beverly inmediatamente y le ofreció la mitad de ese precio. La chica quería más. Tras diez minutos de regateo, se pusieron de!cuerdo en la cifra de cuatro mil dólares. Beverly se negó a soltar prenda antes de tener el dinero en sus manos.

Los presidentes de las Cuatro Grandes se habían trasladado a Biloxi para escuchar las conclusiones de las partes y el veredicto del jurado, así que Fitch se encontró con una flotilla de lujosos reactores privados a su entera disposición. Swanson fue a Nueva York en el avión de Pynex.

Swanson llegó a la ciudad de los rascacielos al atardecer y se registró en un pequeño hotel cercano a Washington Square. Según una de sus compañeras de piso, Beverly no estaba en casa. No, no estaba trabajando. Tal vez estuviera en una fiesta. Swanson llamó a la pizzería donde trabajaba la chica y alguien le dijo que la habían despedido. Luego volvió a hablar con la compañera de piso, que le colgó el teléfono cuando consideró que ya había hecho bastantes preguntas. Swanson soltó el auricular contrariado y se puso a dar zancadas por la habitación. ¿Cómo demonios se hace para encontrar a alguien que está en «algún lugar» de Greenwich Village? Decidió salir a la calle a probar suerte. Anduvo cuatro manzanas en dirección al apartamento de Beverly, pero hacía mucho frío, llovía, y se le quedaron los pies helados. Entonces entró en la misma cafetería donde se había entrevistado con la chica y permaneció allí hasta que se le secaron los zapatos. Llamó a la misma compañera de piso de antes desde un teléfono público, pero tampoco sacó nada en limpio.

Marlee quería celebrar una última reunión antes del gran lunes. Quedaron en verse de nuevo en su pequeño despacho. A Fitch le faltó poco para besarle los pies cuando la vio.

Había decidido contarle toda la historia de Hoppy y Millie y de cómo había fracasado su gran operación. Nicholas tenía que ponerse manos a la obra inmediatamente para apaciguar a Millie antes de que ésta pudiera influir negativamente en los demás jurados. Al fin y al cabo, el domingo por la mañana Hoppy había contado a Napier y a Nitchman que Millie estaba desempeñando a la perfección su papel de abogado defensor, y que hasta había enseñado el memorando sobre Robilio a otros miembros del jurado. Suponiendo, claro, que Hoppy hubiera dicho la verdad. Si lo había hecho, ¿cómo iba a reaccionar Millie al saber la verdad? Sólo Dios lo sabía. Se pondría furiosa, de eso estaba seguro. Y cambiaría radicalmente de opinión. Probablemente contaría a sus amigos las atrocidades que había cometido la defensa en su deseo de presionarla.

Sería un desastre, no le cabía la menor duda.

Marlee escuchó el relato de Fitch con cara de póquer. No estaba sorprendida, obviamente, pero no dejaba de ser curioso ver a aquel hombre en un aprieto.

–Creo que lo mejor sería deshacernos de ella -concluyó Fitch.

–¿Tiene alguna otra copia de ese memorando sobre Robilio? – preguntó Marlee sin dejar traslucir ningún sentimiento. Fitch sacó el papel de su maletín y se lo entregó a Marlee.

–¿Es obra suya? – preguntó Marlee después de leerlo.

–Sí. Es todo mentira. De principio a fin. La joven dobló el papel y lo guardó debajo de la silla.

–Un buen truco…

–Sí, fue bonito mientras duró.

–¿Hacen lo mismo en todos los juicios contra las tabacaleras?

–Lo intentamos. Eso, desde luego.

–¿Por qué escogieron al señor Dupree?

–Estudiamos a fondo su situación y decidimos que sería una presa fácil. Dueño de una pequeña inmobiliaria, siempre con problemas para llegar a fin de mes, con todo el dinero de los casinos cambiando de manos delante de sus narices, frustrado porque sus amigos se habían enriquecido… Mordió el anzuelo al instante.

–¿Los habían descubierto alguna vez?

–Hemos tenido que cancelar alguna que otra operación, pero nunca nos han pillado con las manos en la masa.

–Hasta ahora, querrá decir.

–No necesariamente. Puede que Hoppy y Millie sospechen que nuestros agentes trabajaban para la tabacalera, pero no saben quiénes son. En lo que a eso se refiere, aún contamos con el beneficio de la duda.

–¿Mejora eso las cosas?

–En absoluto.

–Tranquilícese, Fitch. Creo que el marido de Millie ha estado exagerando sus hazañas. Nicholas y ella son bastante íntimos, y no me consta que se haya convertido en abogada de su cliente.

–De nuestro cliente.

–Como prefiera. De nuestro cliente. Nicholas no ha visto ese memorando.

–¿Cree que Hoppy mentía?

–¿Le parece raro? Sus hombres le habían convencido de que estaba a las puertas de la cárcel.

Fitch respiró algo más tranquilo y casi sonrió.

–Es imprescindible que Nicholas hable con ella esta noche. Hoppy llegará al motel dentro de un par de horas y se lo contará todo. ¿Cree que Nicholas podrá moverse lo bastante deprisa?

–Fitch, Millie votará lo que Nicholas quiera. Cálmese.

Fitch se calmó. Retiró los codos de la mesa y trató de sonreír otra vez.

–Sólo por curiosidad, ¿cuántos votos tenemos ahora mismo?

–Nueve.

–¿Y quién falta?

–Herman, Rikki y Savelle.

–¿Aún no ha hablado con Rikki de su pasado?

–No, aún no.

–Entonces ya son diez -dijo Fitch con los ojos encendidos y jugueteando con los dedos-. Y tal vez lleguemos a once si nos libramos de alguien y podemos contar con Shine Royce, ¿no es verdad?

–Oiga, Fitch, usted se preocupa demasiado. Ahora ya ha hecho lo que tenía que hacer: ha pagado, ha contratado a los mejores. Relájese y prepárese para oír su veredicto. Está en buenas manos.

–¿Unánime? – preguntó Fitch en tono jovial.

–Nicholas se ha empeñado en que así sea.

Fitch bajó a brincos la escalera del maltrecho edificio y siguió así por la acera hasta que pisó la calzada. Luego recorrió seis manzanas silbando, respirando el aire nocturno y casi dando saltitos. José se reunió con él e intentó seguir su paso. Nunca había visto a su jefe de tan buen humor.

Un lado de la sala de conferencias lo ocupaban siete abogados que habían desembolsado un millón de dólares por cabeza a cambio del privilegio de participar en aquel acontecimiento. No había nadie más en la habitación. Nadie excepto Wendall Rohr, claro, que tenía el otro lado de la mesa para él solo porque necesitaba espacio para pasearse arriba y abajo. Se estaba dirigiendo, sin gritos y con palabras mesuradas, al jurado. Su voz sonaba cálida y profunda, llena de compasión o repentinamente áspera cuando hacía referencia a la tabacalera. Era sentencioso y zalamero, a ratos bromeaba y a ratos se enfurruñaba. De vez en cuando mostraba fotografías y disponía de una pizarra donde escribir sus cifras.

El discurso duró cincuenta y un minutos, el mejor tiempo conseguido en todos los ensayos realizados hasta la fecha. Por orden del juez Harkin, la lectura de las conclusiones no podía durar más de una hora. Los colegas de Rohr se apresuraron a hacer comentarios, y los hubo de todo signo, incluso halagüeños, aunque la mayoría apuntaban a algún tipo de mejora. No había en el mundo un público más exigente. Juntos, aquellos siete abogados sumaban cuatrocientas conclusiones; conclusiones que habían logrado casi quinientos millones de dólares en veredictos. Sabían exactamente cómo arrancar grandes sumas de dinero de un jurado.

Los ocho miembros del equipo que representaba a la parte demandante habían acordado dejar a un lado la vanidad antes de atravesar la puerta de la sala de conferencias. Rohr aceptó las críticas de sus colegas, algo que le resultaba extremadamente difícil, y se comprometió a realizar un último ensayo.

Todo tenía que ser perfecto. La victoria estaba demasiado cerca.

Cable tuvo que pasar por un calvario similar al de su rival. Su público era mucho más amplio: una docena de abogados, varios especialistas en jurados y un ejército de subalternos. El ensayo fue grabado en vídeo para que él mismo pudiera verse luego en acción. Estaba decidido a leer las conclusiones de la defensa en media hora. El jurado se lo agradecería. Y no le cabía duda de que Rohr emplearía más tiempo en leer las suyas. El contraste jugaría a su favor: Cable, el técnico, se remitía a los hechos; Rohr, el charlatán, apelaba a las emociones.

Cable pronunció su discurso y vio la grabación correspondiente. Así una y otra vez durante toda la tarde y parte de la noche del domingo.

Cuando llegó a la casa de la playa, Fitch ya volvía a ser el mismo ser pesimista y cauteloso de costumbre. Lo esperaban los cuatro presidentes de las tabacaleras, que acababan de dar cuenta de un exquisito festín. Jankle estaba sentado junto a la chimenea, borracho y aislado del resto del grupo. Fitch aceptó un poco de café y se puso a analizar las últimas acciones emprendidas por la defensa. Pronto se vio sometido a una avalancha de preguntas sobre las transferencias del viernes. ¿Para qué necesitaba dos millones más por cabeza?

Antes del viernes, el saldo del Fondo ascendía a seis millones y medio de dólares, más que suficiente para pagar los gastos de lo que quedaba de juicio. ¿Para qué iban a servir aquellos ocho millones de más? ¿Cuánto dinero quedaba en el Fondo en aquel momento?

Fitch se justificó diciendo que la defensa había tenido que hacer frente a un desembolso considerable e inesperado.

–Basta de rodeos, Fitch -lo atajó Luther Vandemeer, presidente de Trellco-. ¿ Ha conseguido comprar el veredicto o no?

Fitch intentaba no decir mentiras a los cuatro presidentes de las tabacaleras. Al fin y al cabo, ellos pagaban su sueldo. Por otra parte, también es cierto que nunca les decía toda la verdad y que ellos tampoco lo esperaban. Sea como fuere, ante una pregunta tan directa y trascendente como aquélla, se sintió obligado a hacer un esfuerzo en pro de la sinceridad.

–Más o menos -respondió.

–¿Tiene ya los votos, Fitch? – preguntó otro de los presidentes.

Fitch guardó silencio y analizó las caras de cada uno de sus anfitriones, incluida la de Jankle, que de repente parecía algo más despejado.

–Eso creo -dijo.

Jankle se levantó de golpe y avanzó hacia el centro de la habitación, tambaleante pero decidido.

–Repita eso -exigió.

–Ya me ha oído -replicó Fitch-. El veredicto está comprado -añadió con un toque de orgullo en la voz.

Los otros tres presidentes también se pusieron en pie y se acercaron a Fitch hasta formar un semicírculo a su alrededor.

–¿Cómo lo ha conseguido? – preguntó el más curioso.

–Eso no llegarán a saberlo jamás -contestó Fitch sin inmutarse-. El cómo no es de su incumbencia.

–Exijo saberlo -protestó Jankle.

–Ni hablar. Mi trabajo consiste en hacer el trabajo sucio sin involucrarles a ustedes ni a sus empresas. Si quieren prescindir de mis servicios, me parece perfecto, pero me niego a ponerles al corriente de los pormenores de mi labor.

Los cuatro hombres lo miraron fijamente durante un largo instante. El semicírculo se hizo más estrecho. Los presidentes sorbieron sus bebidas y admiraron a su héroe. Ocho veces habían estado al borde del abismo, y ocho veces Rankin Fitch se había ensuciado las manos para sacarlos del apuro. Y acababa de hacerlo por novena vez. Era invencible.

Sin embargo, en ninguna de las ocasiones anteriores les había prometido la victoria de antemano. Al menos, no con aquella seguridad. Al contrario. Siempre se había mostrado angustiado hasta el momento de anunciarse el veredicto, siempre les había pronosticado una derrota y se había divertido viéndolos sufrir. Tanto optimismo no era propio de Rankin Fitch.

–¿Cuánto? – preguntó Jankle.

Era un dato que Fitch no podía ocultarles. Por razones obvias, aquellos cuatro hombres tenían derecho a saber adónde iba a parar su dinero. El control del Fondo se ejercía mediante un sistema de contabilidad algo rudimentario: las cuatro empresas aportaban la misma cantidad de dinero cada vez que Fitch lo creía conveniente, y los cuatro presidentes recibían un informe mensual de todos los gastos.

–Diez millones -declaró Fitch.

El borracho fue el primero en expresar su enfado.

–¿Ha comprado a un miembro del jurado por diez millones de dólares?

Los otros tres no estaban menos sorprendidos.

–No. A un miembro del jurado, no. Se lo explicaré de otra manera. Digamos que he comprado el veredicto por diez millones de dólares. Es todo cuanto pienso decir. El saldo del Fondo ha quedado en cuatro millones y medio. Y no tengo intención de responder ninguna pregunta sobre la manera en que el dinero cambió de manos.

Un fajo de billetes pagado bajo mano les podría haber parecido aceptable. Cinco, diez mil dólares como mucho. Pero les resultaba imposible imaginar que alguno de aquellos paletos del jurado fuera lo bastante listo como para soñar siquiera en poseer una fortuna de diez millones de dólares. Era imposible, pues, que todo aquel dinero hubiera ido a parar a las manos de una sola persona.

Ninguno de los atónitos presidentes se movió del lado de Fitch. Ninguno de ellos sabía qué decir, pero todos pensaban lo mismo. Seguro que ese Fitch había utilizado sus artimañas con diez jurados a la vez. Eso sí era verosímil. Tenía a diez jurados y les había ofrecido un millón a cada uno. Sí, eso sí que era verosímil. A partir del lunes habría diez nuevos millonarios en la Costa del Golfo. ¿Cómo se las apañarían para disimular tanto dinero?

Fitch saboreó aquel momento.

–Por supuesto, no hay nada garantizado, dijo. Hasta que el jurado anuncia el veredicto, nunca se sabe.

Pues por diez millones de dólares, más le valía que hubiera algo garantizado, pensaron los presidentes. Luther Vandemeer fue el primero en alejarse del corro. Se sirvió un coñac doble y se sentó en la banqueta del piano de media cola. Fitch ya se lo contaría más adelante. Esperaría un par de meses, lo convocaría a una reunión en Nueva York con algún pretexto, y le sonsacaría la historia.

Fitch dijo que tenía cosas que hacer. Quería que los cuatro estuvieran presentes en la sala de vistas durante la lectura de las conclusiones. Antes de irse les recordó que no se sentaran juntos.

37

La mayoría de los miembros del jurado tenían la impresión de que la noche del domingo iba a ser la última de su aislamiento. En susurros se dijeron que, si se retiraban a deliberar el lunes al mediodía, podían muy bien tener un veredicto a última hora de la tarde y pasar la noche en casa. No se podía hablar abiertamente del tema, sin embargo, porque hacerlo significaba especular sobre el veredicto y Herman siempre estaba a punto para atajar ese tipo de charla.

Con todo, imperaba el buen humor, y muchos de los jurados recogieron sus cosas e hicieron el equipaje sin comentarlo con nadie.

Querían que su último viaje desde el juzgado hasta el Siesta Inn fuera lo más breve posible: el tiempo justo de agarrar las maletas y recoger los cepillos de dientes.

La del domingo era la tercera noche de visitas consecutiva, y en general los jurados ya habían visto bastante a sus parejas. Sobre todo los casados. Tres noches seguidas de intimidad en una pequeña habitación de motel eran más de lo que muchos matrimonios podían soportar. Incluso los solteros necesitaban una noche libre. La amiga de Savelle, por ejemplo, no apareció. Derrick dijo a Ángel que tal vez pasara más tarde, pero que antes debía atender a ciertos asuntos de importancia. Loreen no tenía novio, pero la dosis de hijas adolescentes del fin de semana le parecía más que suficiente. Jerry y Caniche atravesaban su primera pequeña crisis.

El domingo por la noche el motel estuvo silencioso. No hubo fútbol ni cervezas en la sala de fiestas, ni tampoco campeonatos de ajedrez. Marlee y Nicholas estuvieron comiendo pizza en la habitación del joven jurado. También pasaron revista a su lista de quehaceres y ultimaron sus planes. Los dos estaban tensos y nerviosos, y ni siquiera la triste historia de Fitch y Hoppy consiguió ponerlos de buen humor.

Marlee se marchó a las nueve. Subió a su coche alquilado, llegó a su piso de alquiler y se puso a hacer el equipaje.

Nicholas se reunió con Hoppy y Millie al otro lado del pasillo. Los Dupree lo estaban esperando como una pareja de luna de miel; no encontraban palabras para expresar su inmenso agradecimiento. Nicholas había destapado aquella horrible conjura y les había devuelto la libertad. Costaba creer hasta dónde era capaz de llegar la industria tabacalera para presionar a un solo jurado.

Millie estaba preocupada por su continuidad en el jurado. Hoppy y ella ya habían hablado del tema, y a ella le parecía que no podría ser justa e imparcial sabiendo lo que habían hecho con su marido. Nicholas se había preparado para hacer frente a aquella contingencia. En su opinión, Millie era imprescindible porque Shine Royce era un indeseable. Con toda sinceridad, aquel tipo era demasiado tonto para formar parte de un jurado, y si Millie hacía que el juez la relevara de sus obligaciones, Shine ocuparía su puesto durante las deliberaciones.

Y aún había otra razón de peso. Si Millie contaba al juez Harkin la historia de Napier y Nitchman, lo más probable era que Su Señoría declarara nulo el juicio. Eso sería una auténtica tragedia. Una anulación significaría repetir el juicio al cabo de un par de años: el mismo caso con un jurado distinto. Ambas partes volverían a gastarse una fortuna en hacer lo mismo que estaban haciendo en aquel momento.

–Está en nuestras manos, Millie. Nos han escogido para que impartamos justicia en este caso, y creo que es nuestro deber llegar a un veredicto. ¿Qué puede tener el próximo jurado que no tengamos nosotros?

–Estoy de acuerdo con Nicholas -intervino Hoppy-. Además, mañana se termina el juicio. Sería una lástima declararlo nulo en el último minuto.

Así pues, Millie se mordió la lengua y tomó la determinación de llegar hasta el final. Al lado de su amigo Nicholas, todo era más fácil.

El domingo por la noche Cleve estuvo con Derrick en el bar del Nugget Casino. Bebieron cerveza, vieron el partido de fútbol y hablaron, aunque poco, porque Derrick estaba enfurruñado y quería demostrar su contrariedad ante el robo del que se declaraba víctima. Los quince mil dólares en efectivo estaban en un sobre marrón que Cleve dejó sobre la mesa y que Derrick se metió en el bolsillo sin dar las gracias. Según las últimas condiciones del trato, diez mil dólares más cambiarían de manos después del veredicto. Suponiendo, claro está, que Ángel votara a favor de la parte demandante.

–¿Por qué no se marcha ya? – sugirió Derrick pocos minutos después de colocar el dinero junto a su corazón.

–Me parece una gran idea -concedió Cleve-. Y usted vaya a ver a su novia. Asegúrese de que se hace cargo de la situación.

–Mi novia es cosa mía.

Cleve cogió su vaso y se esfumó.

Derrick apuró su cerveza y corrió a refugiarse en el lavabo de caballeros, donde se puso a contar el dinero dentro de uno de los compartimientos. Ciento cincuenta billetes nuevecitos de cien dólares. Derrick apretó el fajo con las manos y se sorprendió de lo poco que abultaba: sólo un par de centímetros. Luego lo dividió en cuatro partes, dobló cada fajo por la mitad, y repartió el dinero entre los cuatro bolsillos de sus vaqueros.

Había mucho movimiento en el casino. Un hermano mayor que estuvo en el Ejército había enseñado a Derrick a jugar a los dados, y el joven se sintió atraído por la mesa de los dados como por un imán. Allí estuvo viendo jugar a otros un rato, hasta que decidió resistir la tentación e ir a ver a Ángel. Por el camino se paró a beber una cervecita rápida en una barra instalada cerca de la ruleta. A pocos metros de él se ganaban y se perdían auténticas fortunas. Dinero llama a dinero, se dijo. Y aquélla era su noche de suerte.

Derrick volvió a la mesa de los dados, compró fichas por valor de mil dólares y disfrutó de la atención de que son objeto los que gastan mucho dinero. El encargado de la mesa contempló los billetes nuevos y sonrió a su dueño. Una camarera rubia surgió de la nada. Derrick pidió otra cerveza.

Apostó fuerte, más fuerte que cualquiera de los blancos sentados a la misma mesa. El primer montón de fichas desapareció al cabo de un cuarto de hora. Derrick no dudó en cambiar mil dólares más.

A éstos pronto siguieron otros tantos. Entonces su suerte cambió y se hizo con mil ochocientos dólares en sólo cinco minutos. Compró más fichas. Las cervezas no paraban de llegar. La rubia empezó a flirtear con él. El jefe de mesa le preguntó si quería ser miembro de honor del Nugget.

Derrick perdió la cuenta del dinero que había gastado. Estuvo sacándolo indiscriminadamente de los cuatro bolsillos, y sólo lo recuperó en parte. Compró más fichas. Al cabo de una hora llevaba perdidos seis mil dólares y quería dejarlo ya. Pero antes su suerte tenía que cambiar. Los dados lo habían favorecido hacía un rato, y estaba seguro de que volverían a hacerlo. Decidió seguir apostando fuerte para recuperar todo el dinero de golpe cuando cambiara su suerte. Una última cerveza antes de pasarse al whisky.

Al final de una mala racha, Derrick se alejó de la mesa y volvió al lavabo de caballeros, al mismo compartimiento de antes. Se encerró y sacó todos los billetes que le quedaban. Sólo había siete mil dólares. Sintió ganas de llorar, pero se controló y se dijo que debía recuperar el dinero a toda costa. Apuró las últimas gotas de un vaso de whisky y decidió salir y ganar el dinero perdido. Probaría suerte en otra mesa. Cambiaría de estrategia. Y fuera cual fuera su suerte, pondría pies en polvorosa si, Dios no lo quisiera, su fortuna menguaba hasta los cinco mil dólares. Nada en el mundo le haría perder los últimos cinco mil dólares.

Al salir del lavabo pasó al lado de una ruleta donde no había ningún jugador. Se dejó llevar y apostó cinco fichas de cien dólares al rojo. El empleado hizo girar la ruleta. Rojo gana. Derrick había doblado sus quinientos dólares. Dejó las fichas en la misma casilla y volvió a ganar. Sin dudarlo siquiera, volvió a dejar las veinte fichas de cien dólares en el rojo y ganó por tercera vez consecutiva. ¡Cuatro mil dólares en menos de cinco minutos! El joven recogió sus ganancias, pidió una cerveza en el bar y se puso a mirar un combate de boxeo. Los gritos que se oían en la mesa de los dados le advertían que debía mantenerse alejado de ella. Se sentía afortunado de tener casi once mil dólares en el bolsillo.

Ya había pasado la hora de las visitas, pero tenía que ver a Ángel. Con aire decidido, se dirigió hacia la salida pasando entre las máquinas tragaperras y alejándose lo máximo posible de las mesas de dados. Caminaba deprisa, con la esperanza de llegar a la puerta antes de cambiar de opinión y abalanzarse sobre los dados. Lo consiguió.

Llevaba sólo un minuto en la carretera cuando le pareció ver unas luces azules detrás de él. Era un coche patrulla de la policía de Biloxi, y le estaba haciendo señas de detenerse con las luces. Los llevaba pegados al parachoques. Derrick no tenía ningún chicle ni ningún caramelo de menta. Se paró, salió del coche y esperó las instrucciones del policía, que se acercó a él y notó enseguida el olor del alcohol.

–¿Ha estado bebiendo? – preguntó el agente.

–Bueno, ya sabe, un par de cervezas en el casino.

El policía cegó a Derrick con una linterna y luego lo hizo caminar sobre la línea continua y tocarse la punta de la nariz con el dedo. Derrick estaba como una cuba. El agente lo esposó y se lo llevó a la comisaría. El joven aceptó someterse a un control de alcoholemia y dio 18.

Le hicieron muchas preguntas sobre el dinero que llevaba en los bolsillos. Su explicación era verosímil -una noche de suerte en el casino-, pero no tenía trabajo. Vivía con un hermano. No tenía antecedentes penales. El celador tomó nota del dinero y los efectos personales de Derrick y los guardó en una caja fuerte.

Derrick no hizo caso de las protestas de los dos borrachines que había tumbados en el suelo y se acomodó en una de las literas de arriba de la celda de los beodos. Un teléfono no le habría servido de nada porque no podía llamar a Ángel directamente. La ley obligaba a los conductores borrachos a permanecer cinco horas en el calabozo. Tenía que ver a Ángel antes de que se fuera al juzgado.

El teléfono despertó a Swanson a las tres y media de la madrugada del lunes. Al otro extremo del hilo, una voz pastosa que arrastraba las palabras como si su dueña estuviera grogui le sirvió para identificar inmediatamente a Beverly Monk.

–¡Bienvenido a la Gran Manzana! – gritó antes de echarse a reír como la loca que era.

–¿Dónde se había metido? – protestó Swanson-. He traído el dinero.

–Luego -dijo Beverly. De fondo se oían las voces de dos hombres enfadados-. Ya hablaremos luego. – Alguien subió el volumen de la música.

–Necesito esa información ahora mismo.

–Y yo el dinero.

–Magnífico. Dígame cuándo y dónde.

–¡Y yo qué sé! – replicó la chica antes de dedicar una serie de palabras soeces a alguna de las personas que estaban en la misma habitación.

Swanson agarró el auricular con fuerza.

–Oiga, Beverly, escúcheme bien. ¿Recuerda la cafetería donde nos encontramos la última vez?

–Sí, creo que sí.

–En la Octava, cerca de Balduccis.

–Ah, sí.

–Bien. Reúnase allí conmigo en cuanto pueda.

–¿Qué hora es ésa? – preguntó entre carcajadas. Swanson se armó de paciencia.

–¿Qué le parece a las siete?

–¿Qué hora es ahora?

–Las tres y media.

–Caramba…

–Oiga, ¿y si paso a recogerla ahora mismo? Dígame dónde está y cogeré un taxi.

–No, me encuentro bien. Sólo estoy divirtiéndome un rato.

–Está borracha.

–¿Y?

–Si quiere sus cuatro mil pavos, tendrá que estar lo bastante sobria para encontrarme.

–Allí estaré, cariño. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

–Swanson.

–Muy bien, Swanson. Estaré allí a las siete. Más o menos. Beverly colgó de nuevo entre carcajadas y Swanson no se tomó la molestia de volver a conciliar el sueño.

A las cinco y media Marvis Maples se presentó en la comisaría y pidió permiso para llevarse a su hermano Derrick. Las cinco horas ya habían pasado. El celador sacó al joven de la celda de los borrachos, abrió una caja de seguridad y depositó una bandeja metálica sobre el mostrador. Derrick pasó revista al contenido de la bandeja -once mil dólares en efectivo, las llaves del coche, una navaja y una barra de protector labial- mientras su hermano se esforzaba en dar crédito a sus ojos.

Una vez en el aparcamiento, Marvis preguntó a su hermano por la procedencia del dinero. Derrick le contó que había tenido suerte con los dados, le dio doscientos dólares y le pidió prestado el coche. Marvis cogió el dinero y aceptó esperar en la comisaría hasta que trajeran el coche de Derrick del depósito municipal.

Derrick condujo a toda velocidad hasta Pass Christian. Aparcó detrás del Siesta Inn justo cuando los primeros rayos de sol aparecían sobre el horizonte. Agachado, por si había alguien al acecho, se escabulló entre los arbustos hasta llegar bajo la ventana de Ángel. Estaba cerrada, claro, así que dio unos golpecitos en el cristal. Como no obtenía respuesta, cogió una piedra y golpeó un poco más fuerte. Empezaba a hacerse de día, y él empezaba a ser presa del pánico.

–¡Quieto! – gritó una voz a su espalda.

Derrick se dio la vuelta y se encontró cara a cara con Chuck.

El agente uniformado le estaba apuntando a la frente con un pistolón negro y reluciente.

–¡Aléjese de esa ventana! – ordenó Chuck moviendo el arma-. ¡Manos arriba!

Derrick puso las manos en alto y retrocedió entre los arbustos.

–¡Al suelo! – fue la orden siguiente. Derrick se tumbó boca abajo en la acera con las piernas separadas y las manos a la espalda. Chuck pidió refuerzos por radio.

Marvis aún estaba merodeando por la comisaría a la espera del coche de Derrick cuando vio aparecer de nuevo a su hermano. Era el segundo arresto en una sola noche.

Ángel seguía durmiendo.

38

Era una lástima que el jurado más diligente, el que más atención había prestado, el que más recordaba de todo cuanto se había dicho en la sala y el que había obedecido todas y cada una de las normas impuestas por el juez Harkin tuviera que ser el tercero en abandonar la tribuna y no pudiese, por tanto, tomar parte en las deliberaciones.

Puntual como un reloj, la señora Grimes entró en el comedor a las siete y quince minutos, ni uno más ni uno menos. Allí cogió una bandeja y fue eligiendo las mismas cosas que había estado eligiendo durante casi dos semanas: cereales con salvado, leche desnatada y un plátano, para Herman; copos de avena, leche semidesnatada, un poco de tocino y un zumo de manzana, para ella. Como pasaba a menudo, Nicholas coincidió con ella en el bufé y se ofreció a ayudarla. El joven seguía siendo el encargado de prepararle el café a su marido en la sala del jurado, y se sentía obligado a colaborar también por la mañana. Dos terrones y leche para Herman; solo para la señora Grimes. Los dos hablaron de dejar o no las maletas hechas y a punto para salir. La señora Grimes parecía emocionada ante la perspectiva de cenar en casa aquella noche.

El ambiente había sido festivo durante toda la mañana. Nicholas y Henry Vu, sentados a la mesa del comedor, iban saludando a los más madrugadores. ¡Pronto estarían en casa!

Cuando la señora Grimes se volvió para coger los cubiertos, Nicholas aprovechó la ocasión para echar cuatro tabletas en el café de Herman mientras comentaba algo sobre los abogados. No era un veneno letal; simplemente Methergine, un medicamento poco frecuente que se utilizaba sobre todo en las salas de urgencias para reanimar cuerpos casi al borde de la muerte. Herman estaría enfermo cuatro horas y luego se recuperaría por completo.

Como pasaba no menos a menudo, Nicholas acompañó a la señora Grimes por el pasillo para llevarle la bandeja y darle conversación. Al llegar a la puerta de su habitación, ella le dio las gracias más de una vez, como de costumbre. Qué joven tan simpático ese Nicholas.

La conmoción se produjo media hora más tarde, y Nicholas, casualmente, se encontró en medio del alboroto. La señora Grimes salió al pasillo y llamó a gritos a Chuck, que estaba en su puesto tomando café y leyendo el periódico. Nicholas la oyó y salió corriendo de su habitación. ¡Algo malo le ocurría a Herman!

Lou Dell y Willis acudieron atraídos por el griterío. Muy pronto, la mayoría de los jurados se había reunido ante la puerta abierta de la habitación de los Grimes, de donde no paraba de entrar y salir gente. Herman estaba en el suelo del cuarto de baño, doblado por la cintura y sufriendo terribles dolores de estómago. La señora Grimes y Chuck se agacharon para atenderlo. Lou Dell se abalanzó sobre el teléfono y llamó al 911. Nicholas comentó a Rikki Coleman que Herman tenía dolores en el pecho y que podía tratarse de un ataque al corazón. Herman ya había sufrido un amago de infarto seis años atrás.

En cuestión de minutos todo el mundo estaba al corriente de que Herman había sufrido un paro cardíaco.

Los de la ambulancia llegaron con una camilla, y Chuck hizo que los demás jurados despejaran el pasillo. Los enfermeros dieron oxígeno a Herman y consiguieron estabilizarlo. Tenía la presión un poco más alta de lo normal. La señora Grimes no paraba de decir que aquello le recordaba el primer ataque al corazón de su marido.

Los camilleros sacaron a Herman de la habitación y se lo llevaron a toda prisa por el pasillo. En medio de la confusión, Nicholas se las apañó para derramar el café del portavoz.

El ruido de las sirenas acompañó la marcha precipitada de Herman. Los jurados se retiraron a sus respectivas habitaciones para intentar tranquilizarse. Lou Dell llamó al juez Harkin para comunicarle lo sucedido. La opinión general es que Herman había tenido otro ataque al corazón.

–¡Están cayendo como moscas! – exclamó la celadora antes de comentar que, en sus dieciocho años de experiencia, nunca había perdido a tantos jurados. Harkin la dejó con la palabra en la boca.

La verdad es que no esperaba que llegase puntualmente a las siete para tomarse un café y coger el dinero. Le constaba que pocas horas atrás la chica estaba totalmente borracha y, lo que es peor, decidida a seguir bebiendo. ¿Cómo iba a presentarse puntual a la cita? Swanson pidió un buen desayuno y se puso a leer el primero de varios periódicos. Así le dieron las ocho. Luego se sentó en una mesa al lado de la ventana para poder ver a la gente que pasaba por la calle.

A las nueve, Swanson llamó al apartamento de Beverly y volvió a pelearse con la misma compañera de piso de siempre. No, Beverly no estaba en casa, no había dormido en casa y tal vez no volvería nunca a casa.

Aquella chica era la hija de alguien, se dijo Swanson. Hoy en un loft, mañana en otro, viviendo al día, gorreando dinero para comer y para pagarse otra ronda de pastillas… ¿Sabían los padres de Beverly qué clase de vida llevaba su hija?

Swanson tuvo tiempo de sobra para reflexionar sobre la cuestión. A las diez pidió un tentempié porque el camarero no le quitaba el ojo de encima. Era evidente que no le hacía ninguna gracia que se hubiera instalado de aquella manera en la cafetería.

Rumores al parecer bien fundados hicieron que las acciones de Pynex abrieran la sesión con fuerza. Después de haber cerrado el viernes a setenta y tres, habían saltado a setenta y seis nada más empezar la jornada, y alcanzado los setenta y ocho dólares al cabo de pocos minutos. Habían llegado buenas noticias de Biloxi, aunque nadie parecía saber de qué fuente. El intenso movimiento de las primeras horas de la mañana hizo subir rápidamente las acciones de todas las tabacaleras.

El juez Harkin no entró en la sala de vistas hasta las nueve y media, y cuando por fin subió al estrado se dio cuenta de que la tribuna del público estaba abarrotada. No le extrañó. Acababa de mantener una acalorada discusión con los letrados de ambas partes. Cable pedía la anulación del juicio basándose en la pérdida de un tercer jurado. Sus argumentos, sin embargo, no eran suficientes. Harkin había estudiado a fondo la cuestión. Incluso había encontrado un caso de hacía muchos años en que se había permitido a once jurados emitir su veredicto al final de un proceso civil. El juez había exigido al jurado un mínimo de nueve votos, y el Tribunal Supremo había confirmado el veredicto.

Como era de esperar, la noticia del paro cardíaco de Herman se extendió rápidamente por la tribuna del público. Los asesores de la defensa declararon en voz baja que la marcha de Herman era una gran victoria para ellos, ya que el portavoz estaba claramente a favor de la parte demandante. Los asesores contratados por el equipo de Rohr dijeron exactamente lo contrario. Los expertos de uno y otro lado también vieron con buenos ojos la llegada de Shine Royce, aunque les resultó difícil explicar el porqué.

Fitch estaba anonadado. ¿Cómo se las apaña uno para provocar un ataque al corazón a otra persona? ¿Habría sido capaz Marlee de envenenar a sangre fría a un ciego? Fitch dio gracias a Dios por el hecho de que la joven estuviera de su parte.

La puerta contigua a la tribuna se abrió y los jurados entraron en la sala en fila india. Todos los miraban para ver si, efectivamente, Herman ya no estaba entre ellos. El asiento del portavoz permaneció vacío.

El juez había hablado con uno de los médicos del hospital, y lo primero que hizo fue explicar a los jurados que Herman estaba respondiendo bien al tratamiento y que, con un poco de suerte, la cosa no sería tan grave como parecía en un principio. Los jurados, y sobre todo Nicholas, respiraron aliviados. Shine Royce se convirtió en el jurado número cinco y pasó a ocupar el asiento de Herman en la primera fila, entre Phillip Savelle y Ángel Weese.

Shine se sentía orgulloso de sí mismo.

Cuando el nuevo jurado se hubo instalado y la sala quedó en silencio, Su Señoría indicó a Wendall Rohr que podía proceder a la recapitulación, no sin antes recordarle que bajo ningún concepto debía exceder los sesenta minutos de tiempo. Rohr, ataviado con su chaqueta más chabacana, una camisa bien planchada y una pajarita limpia, empezó su intervención en voz baja, disculpándose por la larga duración del juicio y halagando la vanidad del jurado. Una vez cumplidas las formalidades, el letrado atacó despiadadamente «… el producto de consumo más letal jamás fabricado, el cigarrillo, que mata a cuatrocientos mil norteamericanos cada año, diez veces más que las drogas ilegales. Ningún otro producto lo iguala».

Rohr recordó los momentos estelares de los testimonios de los doctores Fricke, Bronsky y Kilvan, pero sin insistir demasiado. Luego pidió al jurado que no olvidara a Lawrence Krigler, el hombre que había trabajado para la industria tabacalera y conocía sus trapos sucios. A continuación invirtió diez minutos en glosar la figura de Leon Robilio, el hombre sin voz que había trabajado veinte años para promocionar la venta del tabaco y al cabo de ese tiempo se había dado cuenta de lo corrompidos que estaban sus amos.

Pero cuando de verdad se lució fue al llegar al tema de los niños. La supervivencia de las Cuatro Grandes exigía la adicción de los adolescentes, la única garantía de que la generación más joven seguiría comprando sus productos. Como si un pajarito le hubiera contado lo que sucedió en su día en la sala del jurado, Rohr pidió a los ocupantes de la tribuna que se preguntaran cuántos años tenían cuando empezaron a fumar.

Tres mil niños fuman su primer cigarrillo cada día. Y una tercera parte de estos tres mil niños morirá algún día por culpa de ese primer cigarrillo. ¿Qué otra cosa quedaba por decir? ¿Acaso no había llegado la hora de obligar a aquellas grandes empresas a cargar con las consecuencias de sus actos? ¿De darles un toque de atención? ¿De salvar de sus garras a nuestros hijos? ¿De hacerles pagar por los daños causados por sus productos?

Rohr adoptó un tono más agresivo para hablar de la nicotina y de la resistencia de las tabacaleras a admitir su poder adictivo. Varios drogadictos rehabilitados habían declarado que les había resultado más fácil dejar la marihuana o la cocaína que el tabaco. Rohr se enfadó todavía más al comentar la intervención de Jankle y su teoría del abuso.

De repente, un parpadeo y Wendall Rohr se había convertido en una persona distinta. Habló de su cliente, Celeste Wood, esposa, madre y amiga ejemplar, víctima inocente de la industria tabacalera. Habló del marido de la demandante, el difunto Jacob Wood, adicto a los cigarrillos Bristol -el producto estrella de la gama de Pynex-, que durante veinte años había intentado sin éxito dejar de fumar. Jacob Wood había dejado viuda, hijos y varios nietos. Jacob Wood había muerto a la edad de cincuenta y un años sin haber cometido otro pecado que el de usar correctamente un producto legalmente fabricado.

Rohr se acercó a una pizarra blanca montada sobre un caballete y efectuó algunos cálculos rápidos. Digamos que el valor monetario de la vida de Jacob Wood era, por ejemplo, de un millón de dólares. Después de añadir daños diversos, el total se convirtió en dos millones. Y ésos eran sólo los daños materiales, el dinero que la familia de Jacob Wood merecía recibir en compensación por su muerte.

Pero en realidad, aquel caso no tenía que ver solamente con los daños materiales. Rohr pronunció un minidiscurso sobre el concepto del castigo ejemplar y su importancia a la hora de mantener a raya a las grandes empresas del país. La cuestión era: ¿cómo se castiga a una empresa que dispone de una liquidez de ochocientos millones de dólares?

Dándole un toque de atención.

Rohr tuvo cuidado de no sugerir ninguna cifra, aunque, legalmente, habría podido hacerlo. Se limitó a dejar en la pizarra la inscripción $800.000.000 EN EFECTIVO mientras volvía a su sitio frente a la tribuna y compartía con el jurado unas últimas consideraciones. Al final dio de nuevo las gracias al jurado y se sentó. Cuarenta y ocho minutos. Su Señoría ordenó un receso de diez minutos.

Beverly llegó con cuatro horas de retraso, pero cuando por fin la vio entrar en la cafetería, Swanson habría sido capaz de darle un abrazo. No lo hizo, sin embargo, porque le daban miedo las enfermedades infecciosas y porque la chica llegó escoltada por un joven mugriento, enfundado en cuero negro de la cabeza a los pies, con el pelo y la perilla de color negro azabache, teñidos, por cierto. El tipo llevaba la palabra JADE tatuada en plena frente, y lucía una hermosa colección de pendientes a ambos lados de la cabeza.

Sin decir una sola palabra, jade acercó una silla y se puso a montar guardia igual que un dobermann.

Beverly tenía aspecto de haber recibido una paliza: el labio inferior partido e hinchado, un hematoma en la mejilla -que había intentado disimular con maquillaje- y el ojo derecho a la funerala. Olía a marihuana rancia y a bourbon barato, y había tomado algo, probablemente anfetaminas.

A poco que lo hubiera provocado, Swanson habría estado encantado de partirle la cara a aquel tal jade y arrancarle uno por uno todos los pendientes que llevaba.

–¿Ha traído el dinero? – preguntó Beverly mirando de reojo a jade, probable destinatario del dinero. El tipo no perdía de vista a Swanson.

–Sí. Hábleme de Claire.

–Déjeme ver el dinero.

Swanson se sacó del bolsillo un sobre pequeño y lo abrió lo suficiente para que se vieran los billetes. Luego lo cubrió con ambas manos.

–Cuatro mil pavos. Hable de una vez -ordenó Swanson mientras fulminaba a jade con la mirada.

Beverly consultó a su amigo, que asintió como un mal actor y dijo:

–Adelante.

–Su auténtico nombre es Gabrielle Brant. Nació en Columbia, en el estado de Misuri. Se graduó en la Universidad de Misuri, la misma donde su madre daba clases de historia y literatura medieval. No sé nada más.

–¿Qué hay de su padre?

–Creo que está muerto.

–¿Algo más?

–No. Déme el dinero.

Swanson le entregó el sobre y se puso en pie de inmediato.

–Gracias -fue lo último que dijo antes de desaparecer.

Durwood Cable empleó poco más de media hora en ridiculizar la ocurrencia de solicitar varios millones de dólares para compensar a la familia de un hombre que había fumado voluntariamente durante treinta y cinco años. Aquel juicio era poco menos que un atraco a mano armada.

Pero lo que más le había dolido de la estrategia empleada por la parte demandante era su intento de desviar la atención de Jacob Wood y sus vicios para convertir el juicio en un debate lacrimógeno sobre los fumadores adolescentes. ¿Qué tenía que ver Jacob Wood con las últimas tendencias publicitarias? La parte demandante no había demostrado en absoluto que la conducta del difunto señor Wood hubiera sido influenciada en lo más mínimo por una sola campaña publicitaria. Si había empezado a fumar era porque le había dado la gana.

¿Por qué había querido la parte demandante mezclar a los niños en aquel debate? Porque quería explotar los sentimientos del jurado. Por ésa y no por otra razón. Todos reaccionamos con ira cuando pensamos que alguien hace daño o manipula a un niño. Es natural. Y antes de convencerlos a ellos, al jurado, de que otorgaran una fortuna a su cliente, la parte demandante necesitaba provocar su ira.

Cable apeló al sentido de la justicia de los miembros del jurado. Había que decidir teniendo en cuenta los hechos, no los sentimientos. Cuando acabó su intervención, el letrado de la defensa había conseguido que el jurado fuera todo oídos.

Mientras Cable volvía a su asiento, el juez Harkin le dio las gracias y se dirigió al jurado:

–Damas y caballeros, el caso está en sus manos. Les sugiero que elijan un nuevo portavoz para sustituir al señor Grimes, que, por cierto, está mucho mejor. He hablado con su mujer durante el último receso y me ha dicho que Herman aún se encuentra mal, pero que se recuperará del todo. Si necesitan hablar conmigo por alguna razón, comuníquenselo a la celadora. El resto de las instrucciones les espera en la sala del jurado. Buena suerte.

Mientras Harkin se despedía del jurado, Nicholas se volvió ligeramente hacia la tribuna del público y buscó la mirada de Rankin Fitch, sólo para saber cómo estaban las cosas en aquel momento. Fitch asintió con la cabeza y Nicholas se puso en pie igual que el resto de sus compañeros.

Era casi mediodía, y el tribunal había levantado la sesión hasta nueva orden del estrado. Eso significaba que aquellos que así lo desearan podían moverse libremente hasta que el jurado emitiera un veredicto. Los cachorros de Wall Street salieron disparados de la sala para llamar a sus oficinas. Los presidentes de las Cuatro Grandes confraternizaron brevemente con sus subordinados antes de abandonar la sala, con un poco de suerte, para siempre.

Fitch también fue de los primeros en marcharse. Cuando volvió a su oficina se encontró a Konrad peleándose con un laberinto de teléfonos.

–Es ella -anunció Konrad con inquietud-. Llama desde un teléfono público.

Fitch aceleró aún más el paso y atendió la llamada en su despacho.

–¿Diga?

–Fitch, hay nuevas instrucciones para la transferencia. No cuelgue y eche un vistazo al fax.

–Lo tengo aquí delante -dijo Fitch-. ¿A qué vienen las nuevas instrucciones?

–No haga preguntas, Fitch. Muévase, y de prisa.

Fitch agarró el fax de la bandeja e interpretó el mensaje escrito a mano. El dinero tenía que dirigirse a Panamá, al Banco Atlántico de la capital. Marlee le daba el número de cuenta y las instrucciones necesarias para efectuar la transferencia.

–Tiene veinte minutos, Fitch. El jurado está almorzando.

Si no he recibido confirmación de la transferencia a las doce y media, nuestro contrato se habrá roto y Nicholas inclinará la balanza a favor de la otra parte. Lleva un teléfono móvil en el bolsillo y está esperando mi llamada.

–Vuelva a llamar a las doce y media -dijo Fitch antes de colgar. Luego ordenó a Konrad que no le pasara ninguna llamada. Sin excepciones.

Fitch envió inmediatamente a su experto en transferencias de Washington el mensaje de Marlee. El experto, a su vez, envió la autorización correspondiente al Hanwa Bank de las Antillas Holandesas. Los de Hanwa habían estado a la espera de sus instrucciones toda la mañana, y en menos de diez minutos el dinero dejó la cuenta de Fitch y atravesó el Caribe hasta llegar al banco de la capital panameña indicado por Marlee. El Banco Atlántico ya había sido advertido de la llegada del dinero. Fitch recibió la confirmación del Hanwa Bank por fax, y se la habría enviado inmediatamente a Marlee si hubiera sabido a qué número hacerlo.

A las doce y veinte Marlee llamó a su banquero panameño, quien le confirmó la recepción de diez millones de dólares.

Marlee estaba en la habitación de un motel situado a unos siete kilómetros de Biloxi y trabajaba con un fax portátil. Al cabo de cinco minutos volvió a llamar al mismo banquero y le dio instrucciones de transferir el dinero a otro banco de las islas Caimán. Todo el dinero. Una vez hecha la transferencia, podía cancelar la cuenta del Banco Atlántico.

Nicholas llamó a las doce y media en punto desde el lavabo de caballeros. El jurado había terminado de comer y había llegado la hora de empezar las deliberaciones. Marlee le dijo que el dinero estaba a buen recaudo y que se iba.

Fitch tuvo que esperar la llamada de Marlee hasta casi la una.

La llamada procedía de otro teléfono público.

–El dinero ya ha llegado, Fitch -anunció.

–Fantástico. ¿Quedamos para almorzar?

–Tal vez luego.

–¿Para cuándo esperamos el veredicto?

–A última hora de la tarde. Confío en que no estará usted preocupado, Fitch.

–¿Yo? ¡Nunca!

–Cálmese. Y prepárese para lo mejor. Doce a cero, Fitch. ¿Qué tal le suena eso?

–Suena a música celestial. ¿Por qué se deshicieron del pobre Herman?

–No sé a qué se refiere…

–Ya. ¿Cuándo celebraremos el triunfo?

–Volveré a llamar más tarde.

Marlee subió a un coche de alquiler y se alejó a toda velocidad sin perder de vista el retrovisor. El otro coche estaba aparcado delante de su piso, abandonado. En el asiento de atrás llevaba dos bolsas llenas de ropa, los únicos efectos personales que le había dado tiempo a recoger aparte del fax portátil. Los muebles del piso serían para quien los comprara de segunda mano en el mercadillo.

El coche de Marlee serpenteó a través de varios solares siguiendo la ruta que ella misma había estado practicando el día anterior en previsión de que alguien quisiera averiguar adónde se dirigía. No había ni rastro de los hombres de Fitch. Marlee zigzagueó por varias calles secundarias hasta llegar al aeropuerto municipal de Gulfport, donde la esperaba un pequeño reactor bautizado con el nombre de Lear. Cogió sus dos bolsas y dejó las llaves dentro del coche cerrado.

Swanson llamó una vez, pero no consiguió hablar con Fitch. Luego llamó a su supervisor, que estaba en Kansas City. Local envió inmediatamente tres agentes a Columbia, a una hora de camino. Otros dos cogieron sendos teléfonos y se pusieron rápidamente en contacto con la Universidad de Misuri, con la esperanza de que en el Departamento de Estudios Medievales hubiese alguien que supiera algo y además estuviera dispuesto a contarlo. En la guía telefónica de Columbia había seis personas apellidadas Brant. Todas recibieron más de una llamada y todas afirmaron no conocer a ninguna Gabrielle Brant.

Swanson no consiguió hablar con Fitch hasta después de la una. Fitch había estado encerrado en su despacho durante una hora, sin atender ninguna llamada. Swanson iba ya camino de Misuri.

39

Cuando la mesa del almuerzo estuvo despejada y todos los fumadores hubieron regresado a la sala, se hizo patente que había llegado el momento de hacer lo que llevaban un mes haciendo en sueños. Los doce jurados ocuparon sus puestos alrededor de la mesa y se quedaron mirando el asiento vacío de la presidencia, el que Herman estaba tan orgulloso de haber hecho suyo.

–Parece que necesitamos un nuevo portavoz -sugirió Jerry.

–Y yo propongo que sea Nicholas -añadió rápidamente Millie.

En realidad, no había ninguna duda sobre quién sería el nuevo portavoz. Nadie más quería desempeñar el cargo, y Nicholas parecía saber tanto de aquel juicio como los mismos letrados. Así pues, fue elegido por unanimidad.

Nicholas se colocó de pie junto a la silla de Herman y resumió la lista de sugerencias hechas por el juez Harkin.

–Su Señoría quiere que examinemos con atención todas las pruebas, tanto materiales como documentales, antes de empezar a votar. – Nicholas se volvió hacia su izquierda y contempló el cúmulo de informes y estudios acumulados durante las cuatro semanas anteriores.

–Yo no tengo intención de quedarme aquí tres días -dijo Lonnie mientras todos los demás miraban la mesa donde habían sido depositadas las pruebas documentales-. Es más, estoy dispuesto a votar ahora mismo.

–No tan deprisa -intervino Nicholas-. Éste es un caso complicado y muy importante, y no estaría bien que nos precipitáramos y pasáramos por alto las deliberaciones.

–Yo propongo que votemos -insistió Lonnie.

–Y yo propongo que hagamos lo que dice el juez. Si hace falta, lo llamaremos para discutir el tema.

–No tendremos que leernos todo eso, ¿verdad? – preguntó Sylvia Caniche. La lectura no era uno de sus pasatiempos favoritos.

–Tengo una idea -anunció Nicholas-. ¿Por qué no cogemos un informe cada uno, le echamos una ojeada y luego lo resumimos a los demás? Entonces podremos decirle al juez Harkin con toda sinceridad que hemos tenido en cuenta todas las pruebas.

–¿De verdad crees que le importa? – preguntó Rikki Coleman.

–Probablemente. Nuestro veredicto debe basarse en las pruebas y los testimonios que ambas partes han presentado durante el juicio. Lo mínimo que podemos hacer es poner algo de nuestra parte y seguir las órdenes del juez.

–Yo estoy de acuerdo con Nicholas -intervino Millie-. Ya sé que todos tenemos ganas de irnos a casa, pero nuestro deber exige que examinemos con atención las pruebas.

Eso acabó con las protestas. Millie y Henry Vu se levantaron para ir a buscar los mamotretos en cuestión y los colocaron en el centro de la mesa. Cada miembro del jurado fue escogiendo el suyo.

–Basta con que les echen una ojeada -dijo Nicholas, repitiendo sus instrucciones igual que un profesor aturullado. Luego cogió el volumen más grueso, un estudio del doctor Milton Fricke acerca de los efectos del humo de los cigarrillos en las vías respiratorias, y se puso a leerlo como si no hubiera visto prosa más dinámica en toda su vida.

Algunos curiosos asomaron la nariz en la sala con la esperanza de oír un veredicto rápido. Era algo que pasaba a menudo:

se enviaba al jurado a la trastienda, se les daba de comer, se les concedía el tiempo suficiente para votar y listos, ya había veredicto. El jurado había decidido su voto antes de escuchar siquiera al primer testigo.

Pero ése no era el caso.

A doce mil metros de altura y setecientos cincuenta kilómetros por hora, el Lear cubrió la distancia entre Biloxi y George Town, la mayor de las islas Caimán, en sólo noventa minutos. Marlee pasó la aduana con un flamante pasaporte canadiense a nombre de Lane MacRoland, un atractiva señorita de Toronto que había ido a las islas a pasar una semana de vacaciones. No, nada de negocios. Tal como requerían las leyes de las Caimán, Lane también estaba en poder de su billete de vuelta: al cabo de seis días embarcaría en un vuelo de la compañía Delta rumbo a Miami. A las autoridades de las islas les encantaba el turismo, pero no pensaban lo mismo de la inmigración.

El pasaporte formaba parte de un juego completo de papeles que Marlee había adquirido de un prestigioso falsificador de Montreal: pasaporte, carnet de conducir, dirección, certificado de nacimiento y tarjeta del censo electoral. Todo por el módico precio de tres mil dólares.

Nada más poner los pies en George Town, Marlee cogió un taxi y visitó su banco, el Royal Swiss Trust, con sede en un edificio antiguo y majestuoso a pocos metros de la línea de playa. Marlee nunca había estado en las islas Caimán, pero ya se sentía como si fueran su segundo hogar: no en vano llevaba dos meses haciéndose una composición de lugar. Hasta entonces había llevado sus asuntos financieros vía fax.

El aire tropical era cálido y pesado, pero Marlee apenas si se dio cuenta. No era el sol ni las playas lo que la había llevado hasta allí. En George Town y en Nueva York eran las tres. En Mississippi, las dos.

Una recepcionista la saludó y la condujo hasta un pequeño despacho donde tuvo que rellenar un último impreso, un trámite que no se podía hacer por fax. Al cabo de pocos minutos, un hombre llamado Marcus se presentó directamente. Marlee y él habían hablado muchas veces por teléfono. Marcus era un joven delgado, pulcro, bien vestido y muy europeo, y hablaba un inglés perfecto con un ligerísimo acento.

El dinero había llegado sin novedad, la informó. Marlee no se inmutó ante la noticia; no hubo sonrisas. Había sido complicado, pero todos los papeles ya estaban en orden. Marlee siguió a Marcus por la escalera hasta su despacho. El cargo de Marcus era vago, como la mayoría de los cargos bancarios en las islas Caimán, pero era vicepresidente de alguna cosa, y llevaba carteras de acciones.

Una secretaria entró en el despacho con sendas tazas de café. Marlee pidió un bocadillo.

Las acciones de Pynex estaban a setenta y nueve; sin duda se habían beneficiado del intenso movimiento del día, informó Marcus mientras consultaba su ordenador. Trellco había subido tres puntos y cuarto y estaba a cincuenta y seis; Smith Greer había subido dos puntos y estaba a sesenta y cuatro y medio; ConPack se mantenía constante alrededor de los treinta y tres.

Marlee leyó unas notas prácticamente memorizadas y efectuó la primera transacción: vender cincuenta mil acciones de Pynex a setenta y nueve dólares. Con un poco de suerte, podría volver a comprarlas muy pronto a un precio mucho más bajo. Sólo los inversores más experimentados se atrevían a especular en el mercado de futuros. Si el precio de una cartera estaba a punto de bajar, las reglas bursátiles permitían que las acciones se vendieran al precio más alto para luego ser recompradas a un precio inferior.

Disponiendo de diez millones en efectivo, Marlee podría vender acciones por un valor aproximado de veinte millones de dólares.

Marcus confirmó la transacción pulsando gran número de teclas a toda velocidad, y pidió disculpas por ponerse los auriculares. La víctima de la segunda operación, de idénticas características a la primera, fue Trellco: treinta mil acciones del mercado de futuros vendidas a cincuenta y seis dólares y cuarto. Marcus confirmó la segunda transacción desde su terminal. Marlee siguió vendiendo: cuarenta mil acciones de Smith Greer a sesenta y cuatro y medio; sesenta mil más de Pynex a setenta y nueve y un octavo; treinta mil más de Trellco a cincuenta y seis y un octavo; y cincuenta mil de Smith Greer a sesenta y cuatro y tres octavos.

Llegados a este punto, Marlee decidió hacer una pausa. Marcus recibió instrucciones de no perder de vista a Pynex. Marlee acababa de desprenderse de ciento diez mil acciones de su cartera imaginaria, y estaba muy interesada en observar la reacción de Wall Street. Pynex se estancó en setenta y nueve, cayó a setenta y ocho y tres cuartos y volvió a setenta y nueve.

–Creo que ya se ha estabilizado -anunció Marcus, que llevaba semanas viendo fluctuar esas mismas acciones.

–Venda otras cincuenta mil -ordenó Marlee sin vacilar. Marcus tuvo un pequeño sobresalto, pero obedeció sin rechistar y completó la transacción.

Pynex bajó hasta setenta y ocho y medio, y luego descendió otro cuarto de punto. Marlee bebía café y jugueteaba con sus notas mientras Marcus observaba y Wall Street reaccionaba.

Marlee pensó en Nicholas y en lo que estaría haciendo en aquel momento, pero eso no la preocupaba. De hecho, estaba sorprendida de ver lo tranquila que se sentía.

Marcus se quitó los auriculares.

–Eso hace aproximadamente veintidós millones de dólares, señora MacRoland. Creo que deberíamos dejarlo aquí. Más ventas requerirían la aprobación de mis superiores.

–Con eso bastará -aceptó Marlee.

–El mercado cierra dentro de quince minutos. Si lo desea, puede usted esperar con los demás clientes en la sala.

–No, gracias. Prefiero ir al hotel. Tal vez salga a tomar un poco el sol.

Marcus se puso en pie y se abrochó la chaqueta.

–Sólo una pregunta. ¿Cuándo prevé que se producirá movimiento en la contratación?

–Mañana. A primera hora.

–¿Un movimiento significativo?

Marlee se puso en pie y recogió sus notas.

–Sí. Y si quiere que sus demás clientes crean que es usted un genio, haga lo mismo por ellos con cualquier tabacalera.

Marcus hizo llamar a un coche de la empresa, un Mercedes pequeño que llevó a Marlee hasta un hotel de Seven Mile Beach, no lejos del centro ni del banco.

El pasado de Marlee parecía estar a punto de convertirse en algo tan claro como su presente. Uno de los esbirros contratados por Fitch que se había trasladado a la Universidad de Misuri encontró los viejos archivos de la secretaría en la biblioteca principal. En el anuario de 1986 aparecía el nombre de una tal doctora Evelyn Y. Brant acompañado de una escueta descripción que la convertía en catedrática de historia y literatura medieval. El nombre no volvía a aparecer en el anuario de 1987.

El investigador se puso en contacto de inmediato con un colega suyo que andaba husmeando entre los archivos tributarios del condado de Boone. El segundo esbirro se fue derecho a la oficina de la secretaria del juzgado y en cuestión de minutos tuvo acceso al registro de últimas voluntades. La última voluntad de Evelyn Y. Brant había sido recibida para proceder a su autenticación en abril de 1987. Un empleado del juzgado ayudó al investigador a dar con la ficha que buscaba.

La información no podía ser más jugosa. La señora Brant había muerto en Columbia el 2 de marzo de 1987, a la edad de cincuenta y seis años. En el momento de producirse su fallecimiento, era viuda y madre de una hija de veintiún años. El testamento de la señora Brant, firmado tres meses antes de su muerte, nombraba heredera universal a su hija Gabrielle Brant.

El expediente Brant tenía dos dedos de grosor, por lo que el agente tuvo que conformarse con una primera hojeada superficial. El inventario de los bienes de la testadora incluía una casa valorada en ciento ochenta mil dólares e hipotecada por la mitad de dicha cantidad, un coche, una lista impresionante de muebles y otros artículos, un depósito bancario con un saldo de treinta y dos mil dólares, y una cartera de acciones por valor de doscientos dos mil dólares más. El testamento sólo hacía referencia a dos acreedores; era evidente que la doctora Brant sospechaba su muerte inminente y había buscado asesoramiento legal. Previa aprobación de Gabrielle, se procedió a vender la casa y a liquidar el patrimonio. Después de pagar los impuestos correspondientes, los honorarios profesionales y las costas judiciales, la suma de ciento noventa y un mil quinientos dólares se constituyó en fideicomiso. Gabrielle era la única beneficiaria.

La gestión del patrimonio Brant no había presentado ningún problema. El abogado encargado parecía haber actuado con diligencia y notable destreza. Trece meses después de la muerte de la doctora, los trámites de la sucesión se daban por terminados.

El investigador volvió a hojear el expediente para tomar algunas notas. Al llegar a cierto punto tuvo que separar con cuidado dos hojas que se habían pegado. Una de ellas, media cuartilla, ostentaba un sello oficial.

Era el certificado de defunción. La doctora Evelyn Y. Brant había muerto de cáncer de pulmón.

El investigador salió al pasillo para llamar por teléfono a su superior.

Cuando Fitch recibió la noticia, se había podido averiguar bastante más. Una lectura exhaustiva del expediente a cargo de otro agente -un ex agente del FBI licenciado en derecho- había revelado una serie de donaciones a entidades tales como la Asociación Pulmonar Americana, la Coalición por un Mundo sin Humo, el Grupo Operativo contra el Tabaco, la Campaña por un Aire más Limpio y media docena más de causas contrarias a los intereses de la industria tabacalera. Una de las dos únicas facturas pendientes ascendía a casi veinte mil dólares y correspondía a la última estancia hospitalaria de la señora Brant. El nombre de su marido, el difunto doctor Peter Brant, figuraba en una vieja póliza de seguros. Una rápida consulta del registro reveló que su testamento había sido leído en 1981. Su expediente estaba en el otro extremo de la misma oficina. Peter Brant había muerto en junio de 1981 a la edad de cincuenta y dos años. Dejaba viuda y una hija, Gabrielle, de quince años. Según el certificado de defunción correspondiente, el doctor había muerto en su casa. El médico que firmaba el certificado era el mismo que firmaría años después el de la señora Brant: un oncólogo.

Así pues, Peter Brant también había sufrido los devastadores efectos del cáncer de pulmón.

Swanson se encargó de hacer la llamada fatídica, pero sólo después de estar completamente seguro de la veracidad de los hechos.

Fitch atendió la llamada desde su despacho, a solas y con la puerta cerrada. Si no reaccionó con la violencia que cabía esperar fue por la sencilla razón de que estaba demasiado sorprendido. Se encontraba sentado tras su escritorio, en mangas de camisa, con el nudo de la corbata deshecho y los zapatos desabrochados. Apenas abrió la boca.

El padre y la madre de Marlee habían muerto de cáncer de pulmón.

Fitch llegó incluso a tomar nota del dato en su libreta. Luego dibujó un círculo alrededor de los nombres y varias líneas divergentes, como si la noticia pudiera convertirse en un diagrama susceptible de análisis. Tal vez habría alguna manera de hacer compatible aquella información con la promesa de Marlee de brindarle el veredicto en bandeja.

–¿Sigue usted ahí, Rankin? – preguntó Swanson después de un largo silencio.

–Sí -respondió Fitch. Hubo otra pausa. El diagrama se hacía cada vez más grande, pero no llegaba a ninguna parte.

–¿Dónde está la chica? – preguntó Swanson, que llamaba desde el exterior del juzgado de Columbia y mantenía un auricular de dimensiones ridículas pegado a su mejilla.

–No lo sé. Habrá que encontrarla -dijo Fitch sin la menor convicción. Swanson comprendió enseguida que la chica se había esfumado.

Varios segundos más de silencio.

–¿Qué quiere que haga? – preguntó Swanson.

–Volver, supongo -contestó Fitch antes de colgar sin previo aviso. Las cifras de su reloj digital le parecieron borrosas. Cerró los ojos. Se frotó las sienes, se estiró la perilla, contempló la posibilidad de desahogarse arrojando la mesa contra la pared y arrancando los teléfonos, pero se contuvo. Lo que necesitaba era mantener la cabeza fría.

Aparte de incendiar el juzgado o lanzar granadas a la sala del jurado, no se le ocurría manera humana de interrumpir las deliberaciones. Los últimos doce elegidos estaban encerrados en una habitación vigilada por las fuerzas de seguridad. Tal vez las deliberaciones llevaran más de un día. Entonces los jurados tendrían que volver a pasar una noche de aislamiento y eso le daría a Fitch la oportunidad de sacarse algún as de la manga y conseguir la anulación del juicio.

Una amenaza de bomba era una de las posibilidades que había que tener en cuenta. El jurado tendría que ser evacuado, permanecería más tiempo aislado, y sería conducido hasta un lugar remoto donde pudiera proseguir con las deliberaciones.

Las líneas del diagrama se multiplicaron. Fitch escribió listas de posibles acciones: todas arriesgadas, ilegales y condenadas al fracaso.

El tiempo apremiaba.

Los doce elegidos, once discípulos y su maestro.

Fitch se puso en pie y agarró la lámpara de cerámica con ambas manos. Konrad ya había sugerido que se retirara aquel objeto de la mesa de Fitch, un lugar donde reinaban el caos y la violencia más absolutos.

Konrad y Pang aguardaban instrucciones en el pasillo. Sabían que había pasado algo nefasto. La lámpara se estrelló con gran fuerza contra la puerta. Fitch gritó. Las paredes de contrachapado empezaron a temblar. Otro objeto fue lanzado por los aires y se hizo añicos. Un teléfono, tal vez. Fitch gritó algo sobre el dinero. El escritorio fue a parar contra una de las paredes.

Konrad y Pang se echaron atrás. No entendían qué estaba ocurriendo y no querían estar junto a la puerta cuando Fitch se decidiera a abrirla. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Sonaba como un martillo neumático. Fitch estaba aporreando las paredes a puñetazo limpio.

–¡Buscad a la chica! – gritó angustiado.

¡Bum! ¡Bum!

–¡Buscad a la chica!

40

Tras una ingrata sesión de concentración forzada, Nicholas tuvo la impresión de que había llegado el momento de iniciar el debate. Así pues, se ofreció voluntario y procedió a resumir a sus compañeros el informe del doctor Fricke sobre el estado de los pulmones de Jacob Wood. También les enseñó las fotos de la autopsia, pero ni aun así consiguió atraer su atención; ya estaban hartos de oír hablar de aquel tema.

–Según el informe del doctor Fricke -anunció Nicholas con su habitual diligencia-, fumar cigarrillos durante un largo período de tiempo provoca cáncer.

–Tengo una idea -intervino Rikki Coleman-. ¿Por qué no comprobamos si todos estamos de acuerdo en que los cigarrillos provocan cáncer de pulmón? Así ahorraremos tiempo. – Rikki llevaba un rato esperando el momento de meter baza, y se la veía dispuesta a presentar batalla.

–Me parece muy bien -la secundó Lonnie, que era con mucho el más inquieto y frustrado del grupo.

Nicholas se encogió de hombros en señal de aprobación. Él era el portavoz, es cierto, pero su voto valía lo mismo que el de los demás.

El jurado podía hacer lo que le viniera en gana.

–Por mí, de acuerdo -dijo-. Quien crea que los cigarrillos provocan cáncer de pulmón que levante la mano.

Doce manos se alzaron al punto.

Se había dado un paso de gigante hacia la consecución del veredicto.

–Sigamos. ¿Qué hay de la adicción? – preguntó Rikki mirando por turno a todos los miembros del jurado-. ¿Quién cree que la nicotina crea adicción?

Otro sí unánime.

Rikki saboreó el éxito de su intervención y se dispuso a entrar en el terreno más resbaladizo de la responsabilidad extracontractual.

–Conservemos la unanimidad de momento -la interrumpió Nicholas-. Es fundamental que salgamos de aquí unidos. Si nos dividimos, habremos fracasado.

La mayoría de los miembros del jurado ya habían oído con anterioridad el lema de Easter y, aunque se les escapaban las razones legales que justificaban aquella cruzada en pos de un veredicto unánime, ninguno ponía en duda la opinión del estudiante de derecho.

–Acabemos con los resúmenes. ¿Quién quiere seguir?

El informe que había escogido Loreen Duke era el atractivo volumen de la doctora Myra Sprawling-Goode. La introducción prometía un estudio detallado de las prácticas publicitarias de la industria tabacalera y, en especial, de la relación existente entre éstas y el consumo de tabaco entre los menores de dieciocho años; y la conclusión absolvía a la industria de toda sospecha de intentar hacerse con ese sector del mercado. Las doscientas páginas que había entre el primer capítulo y el último estaban intactas.

Loreen resumió el resumen:

–Pues aquí dice que no han podido encontrar ninguna prueba que demuestre que las empresas tabacaleras hacen anuncios pensando en los chicos.

–¿Y usted se lo ha creído? – preguntó Millie.

–No. Creía que ya habíamos decidido que la mayoría de la gente empieza a fumar antes de los dieciocho. ¿Verdad que hicimos una encuesta sobre eso?

–Verdad -respondió Rikki-. Y todos los fumadores habían empezado en su primera adolescencia.

–Y si no recuerdo mal, la mayoría también lo había dejado -intervino un Lonnie evidentemente resentido.

–Sigamos -se impuso Nicholas-. ¿Quién va a ser el siguiente?

Jerry no hizo un gran esfuerzo que digamos por amenizar las aburridas tesis del doctor Hilo Kilvan, el genio de las estadísticas que había demostrado que los fumadores corren un riesgo mayor de contraer cáncer de pulmón. La intervención de Jerry no despertó ningún interés entre sus compañeros, no hubo preguntas ni opiniones encontradas, y él mismo acabó por salir de la sala para fumar un pitillo rápido.

Siguió un rato de silencio durante el que los jurados continuaron cumpliendo con el penoso deber de leer los informes periciales acumulados. El juez les había dado permiso para entrar y salir de la sala a discreción para fumar, estirar las piernas o ir al lavabo. Lou Dell, Willis y Chuck montaban guardia ante la puerta.

Gladys Card había sido profesora de biología en una escuela y tenía conocimientos de ciencia. De ahí su soberbia disección del informe del doctor Robert Bronsky sobre la composición del humo de los cigarrillos, con sus trescientos compuestos, las dieciséis sustancias cancerígenas conocidas, los catorce alcalinos, los irritantes y un largo etcétera. La señora Card hizo uso de su mejor dicción docente y mantuvo la atención de los presentes con la ayuda de su mirada, aunque la excesivamente larga exposición acabó por aburrirles también.

Cuando Gladys Card dio por terminada su intervención, Nicholas -aún despierto- le dio las gracias efusivamente y se levantó para prepararse una ansiada taza de café.

–¿Y qué opinión le merece lo que ha leído? – preguntó Lonnie desde la ventana, de espaldas al resto del jurado, con un puñado de cacahuetes en una mano y un refresco en la otra.

–Creo que demuestra que el humo de los cigarrillos es perjudicial para la salud -respondió la mujer.

Lonnie se volvió para mirarla.

–Genial. ¿No estábamos ya de acuerdo en eso? Propongo -dijo mirando a Nicholas- que sigamos votando. Llevamos casi tres horas leyendo, y les aseguro que si el juez me pregunta si he leído todos los informes, estoy dispuesto a jurárselo.

–Eres muy libre de hacerlo -contraatacó Nicholas.

–¿A qué esperamos, pues? Votemos.

–¿Sobre qué? – preguntó Nicholas. Los dos estaban de pie en extremos opuestos de la mesa, con el resto del jurado sentando entre ellos.

–Veamos qué piensa cada uno. Empiezo yo.

–Adelante.

Lonnie respiró hondo mientras todos se volvían hacia él.

–El caso me parece de lo más evidente. Por un lado, creo que los cigarrillos son productos peligrosos; que son adictivos y letales. Por eso no fumo. Todo el mundo lo sabe, y nosotros también hemos estado de acuerdo en eso. Por otro lado, creo que hay algo llamado derecho de elección. Nadie puede obligarnos a fumar, pero, si lo hacemos, tenemos que aceptar las consecuencias de nuestros actos. Lo que no se puede hacer es fumar como un cosaco durante treinta años y luego pedir millones a cambio. Alguien tiene que acabar con tanto pleito disparatado.

Lonnie hablaba casi a voz en cuello y consiguió que su mensaje llegara a todos los que lo escuchaban.

–¿Has terminado? – preguntó Nicholas.

–Sí.

–¿Quién quiere ser el siguiente?

–Yo quisiera hacer una pregunta -dijo Gladys Card-. ¿Cuánto dinero pide la parte demandante? El señor Rohr no lo ha dejado muy claro.

–Pide dos millones de dólares en concepto de daños reales. Lo del castigo ejemplar corre de nuestra cuenta -explicó Nicholas.

–Entonces, ¿qué hacían esos ochocientos millones escritos en la pizarra? ¿Por qué los ha dejado ahí?

–Porque estaría encantado de recibirlos -respondió Lonnie-. La cuestión es: ¿está usted dispuesta a dárselos?

–Me parece que no -contestó la señora Card-. Ni siquiera sabía que pudiera haber tanto dinero en el mundo. ¿Y sería todo para Celeste Wood?

–¿Ha visto cuántos abogados había ahí fuera? – preguntó Lonnie en tono sarcástico-. Celeste Wood tendrá suerte si le dejan ver un solo billete. Este juicio no tiene nada que ver con ella ni con su difunto marido. Este juicio tiene que ver con una pandilla de abogados que quieren hacerse de oro llevando a los tribunales a las empresas tabacaleras. Seríamos tontos si nos dejáramos convencer.

–¿Sabe cuántos años tenía cuando empecé a fumar? – preguntó Ángel Weese a Lonnie, que seguía de pie.

–No, no lo sé.

–Pues yo me acuerdo perfectamente. Tenía trece años. Un día vi un cartel en Decatur Street, cerca de mi casa, con la foto de un chico negro guapísimo, alto y delgado, con los bajos de los vaqueros remangados, chapoteando en la playa con una chica despampanante en hombros. Los dos muy sonrientes, con sus dentaduras perfectas. Salem mentolados. Qué divertido. Eso sí que es vida, me dije. A mí también me gustaría ser así. De modo que fui a casa, abrí un cajón, cogí dinero y bajé a comprar un paquete de Salem mentolados. A mis amigos les pareció genial. Desde entonces nunca he dejado de fumar. – Ángel hizo una pausa, miró a Loreen Duke y luego otra vez a Lonnie-. Y no me venga con eso de que sólo es cuestión de proponérselo. ¡Somos adictos! No es tan fácil como parece. Tengo veinte años, fumo dos paquetes al día y sé que, si no lo dejo, no llegaré a los cincuenta. Y no me diga que no intentan vender cigarrillos a los niños. Intentan vendérselos a los negros, a las mujeres, a los niños, a los vaqueros, a los palurdos del Sur y a quien sea. Y usted lo sabe tan bien como yo.

El rencor que dejaban traslucir las palabras de Ángel después de cuatro semanas de expresión hermética sorprendió a los demás miembros del jurado. Lonnie la fulminó con la mirada, pero no dijo nada.

Loreen salió en ayuda de su compañera:

–Una de mis hijas, la que tiene quince años, llegó la semana pasada diciendo que había empezado a fumar en la escuela porque todos sus amigos lo hacían. Estos críos son demasiado jóvenes para darse cuenta del peligro de la adicción, pero cuando lo entiendan ya será demasiado tarde: ya estarán enganchados.

¿Y sabe qué me contestó cuando le pregunté dónde compraba los cigarrillos?

Lonnie no respondió.

–En las máquinas expendedoras. Hay una cerca del salón de juegos recreativos del centro comercial, allí donde se reúnen los chavales. Y otra en el vestíbulo del cine adonde van. Un par de sus hamburgueserías favoritas también las tienen. ¿Aún quiere que crea que no intentan vender cigarrillos a los críos? Me pone enferma. No veo el momento de volver a casa y darle una buena zurra.

–¿Y qué hará cuando empiece a beber cerveza? – preguntó Jerry-. ¿Les meterá un pleito de diez millones a los de Budweiser porque los chavales compran cerveza sin permiso?

–No hay pruebas de que la cerveza cree adicción física -intervino Rikki.

–No me dirá que es inofensiva…

–No es lo mismo.

–¿Ah, no? ¿Por qué no? – dijo Jerry. El debate se había centrado en dos de sus vicios favoritos. Quién sabe, tal vez acabaran discutiendo de apuestas y mujeres.

Rikki reflexionó unos instantes antes de pronunciar una apología -improbable, viniendo de ella- del alcohol.

–El tabaco es el único producto que mata si se usa correctamente. El alcohol debe ser consumido, se supone, en pequeñas cantidades. Si se toma con moderación, no es un producto peligroso. Ya sé que la gente se emborracha y acaba matándose de mil maneras, pero en esos casos siempre se puede argüir que el usuario no estaba siguiendo el modo de empleo.

–¿Me está diciendo que una persona que bebe alcohol durante cincuenta años no se está suicidando?

–No, si bebe con moderación.

–Pues no sabe cuánto me alegro de oírle decir eso.

–Y la cosa no acaba ahí. El alcohol lleva incorporada una advertencia natural: cuando el producto se ingiere, la respuesta del organismo es inmediata. El tabaco es distinto. Hay que fumar durante años para darse cuenta del daño que se le está haciendo al cuerpo. Y cuando eso pasa, uno ya está enganchado y no puede dejarlo.

–La mayoría sí puede -dijo Lonnie desde la ventana, sin mirar a Ángel.

–¿Se han parado a pensar por qué todo el mundo intenta dejar de fumar? – preguntó Rikki sin perder la calma-. ¿Creen que es por lo mucho que disfrutan fumando? ¿Por lo jóvenes y sofisticados que el tabaco les hace sentirse? No, si quieren dejarlo es para evitar contraer cáncer de pulmón y otras enfermedades.

–En resumidas cuentas -la atajó Lonnie-, ¿qué piensa votar?

–Creo que es bastante evidente -respondió Rikki-. Cuando empezó el juicio, no tenía nada decidido, pero poco a poco me he ido dando cuenta de que la única manera de que las tabacaleras den la cara es que nosotros las obliguemos a hacerlo.

–¿Qué dices tú? – preguntó Lonnie a Jerry con la esperanza de encontrar en él a un aliado.

–Aún no lo sé. Creo que antes de decidirlo escucharé a todos los demás.

–¿Y usted? – preguntó a Sylvia Taylor-Tatum.

–La verdad es que me cuesta entender por qué tenemos que convertir a esa mujer en una multimillonaria.

Lonnie dio una vuelta a la mesa para ver de cerca las caras de sus compañeros, aunque la mayoría de ellos trataron de evitar su mirada. No cabía duda de que Lonnie estaba disfrutando con su papel de líder rebelde.

–¿Qué opina usted, señor Savelle? No parece muy hablador.

La cosa se ponía interesante. Ninguno de sus once compañeros tenía ni la más remota idea de la opinión de Savelle.

–Yo creo en la libre elección -empezó-. Absolutamente libre. Me parece repugnante lo que estas empresas hacen con el medio ambiente y odio sus productos, pero creo que cada persona tiene la capacidad de elegir qué quiere y qué no quiere hacer.

–¿Señor Vu? – preguntó Lonnie.

Henry carraspeó, reflexionó unos momentos y por fin dijo:

–Aún le estoy dando vueltas a la cuestión. – Henry seguiría a Nicholas, que, en contra de lo que cabía esperar, permanecía en silencio.

–¿Qué hay del presidente? – preguntó Lonnie.

–Podemos acabar de resumir los informes en media hora.

Hagámoslo y luego empecemos a votar.

Después de la primera escaramuza seria, aquel rato de lectura serviría para serenar los ánimos. Era evidente que el tiroteo final no estaba lejos.

Al principio le entraron ganas de recorrer las calles en coche, con José al volante, y de dejarse llevar por la autopista 90 sin rumbo fijo, sin ninguna posibilidad de dar con la chica. Al menos así le quedarían el consuelo de estar haciendo algo y la esperanza de encontrarla por casualidad.

Pero sabía de sobra que se había ido.

Por eso decidió permanecer solo en su despacho, al lado del teléfono, rezando porque volviera a llamar para decirle que el trato se mantenía en pie. A lo largo de la tarde fue recibiendo los informes que esperaba oír de boca de Konrad: el coche de Marlee seguía aparcado frente a su apartamento, igual que durante las últimas ocho horas; no se había registrado ningún indicio de actividad en el piso ni en los alrededores; y no había ni rastro de la chica; se había esfumado.

Curiosamente, cuanto más tardaba el jurado en llegar a un acuerdo, más esperanzas concebía Fitch. Si lo que Marlee pretendía era huir con el dinero y castigarlo con un veredicto favorable a la parte demandante, ¿a qué venía el retraso? Tal vez el jurado no se lo estaba poniendo fácil; tal vez Nicholas había encontrado más dificultades de las que esperaba a la hora de conseguir los votos.

Fitch nunca había perdido un juicio como aquél, y procuraba recordarse a sí mismo que no era la primera vez que esperaba la decisión del jurado con el alma en vilo.

A las cinco en punto, el juez Harkin reanudó la sesión y mandó comparecer al jurado. Los abogados se apresuraron a ocupar sus puestos, y la tribuna del público prácticamente volvió a llenarse.

Los miembros del jurado tomaron asiento. Parecían cansados, pero eso no tenía nada de extraordinario.

–Sólo quiero hacerles unas preguntas -anunció Su Señoría-. ¿Han elegido ya a un nuevo portavoz?

Los jurados asintieron con la cabeza mientras Nicholas levantaba la mano.

–El honor ha recaído en mí -confesó en voz baja y sin el menor rastro de orgullo.

–Bien. Para su información, les diré que he hablado con Herman Grimes hace cosa de una hora y que ya se encuentra bien. Parece ser que no se ha tratado de un ataque al corazón y que podrá volver a casa mañana. Les envía recuerdos.

La mayoría de los jurados respondieron con una expresión agradecida.

–Bueno, llevan ustedes cinco horas deliberando, y me gustaría saber si han hecho algún progreso.

Nicholas se puso en pie como si le diera vergüenza y metió las manos en los bolsillos del pantalón.

–Creo que sí, Su Señoría.

–Bien. Sin explicar el signo de las deliberaciones, ¿cree usted que el jurado conseguirá emitir un veredicto?

–Creo que sí, Su Señoría -respondió Nicholas después de mirar brevemente a sus compañeros-. Sí, confío en que llegaremos a un veredicto.

–¿Cuándo, aproximadamente? No me malinterpreten, no les estoy metiendo prisa. Pueden ustedes deliberar tanto tiempo como deseen. Si se lo pregunto es porque debo organizar las cosas en caso de que haya que pasar parte de la noche aquí.

–Queremos irnos a casa, Su Señoría. Estamos decididos a emitir el veredicto esta misma noche.

–Esplédido, gracias. Su cena viene de camino. Yo estaré en mi despacho si me necesitan.

41

Era la última visita del señor O’Reilly, su última misión y la ocasión indicada para despedirse de los que, a aquellas alturas, consideraba ya sus amigos. Tres de sus empleados y él mismo los habían alimentado y servido como si fueran miembros de la realeza.

La cena terminó a las seis y media, y los miembros del jurado no veían el momento de irse. Acordaron efectuar una primera votación sobre la cuestión de la responsabilidad extracontractual. Nicholas fue el encargado de plantear la pregunta de manera que fuera comprensible para todos:

–¿Consideran a Pynex responsable de la muerte de Jacob Wood?

Rikki Coleman, Millie Dupree, Loreen Duke y Ángel Weese dijeron rotundamente que sí. Lonnie, Phillip Savelle y Gladys Card respondieron con un no irrevocable. El resto del jurado parecía indeciso. Caniche no estaba segura todavía, pero se inclinaba del lado del no. Jerry fue presa de dudas repentinas, pero lo más probable es que también se inclinara del mismo lado. Shine Royce, la última incorporación al jurado, no había abierto la boca en todo el día y se limitaba a dejarse llevar; se montaría en el primer carro que viera pasar por delante de sus narices. Henry afirmó estar indeciso, pero la verdad es que esperaba el voto de Nicholas, a quien precisamente correspondía hablar el último. El joven se mostró decepcionado ante aquella división de opiniones.

–Creo que ha llegado el momento de que el portavoz desvele su opinión -dijo Lonnie a Nicholas en tono provocador.

–Sí, tiene razón -lo apoyó Rikki Coleman, también dispuesta a pelear. Todos los ojos estaban clavados en el portavoz.

–Muy bien -aceptó Nicholas.

La sala quedó en silencio. Después de años de planificación, había llegado el momento de la verdad. Nicholas dio la impresión de estar escogiendo con cuidado las palabras, aunque la verdad es que le había dado más de mil vueltas a aquel discurso.

–Estoy convencido de que los cigarrillos son peligrosos y mortales de necesidad; de que matan a cuatrocientas mil personas al año; de que contienen grandes dosis de nicotina a pesar de que los fabricantes saben desde hace mucho tiempo que esa sustancia es adictiva; de que podrían ser un producto más inocuo si las tabacaleras quisieran, pero que no quieren porque eso significaría reducir la nicotina y las ventas. Creo que los cigarrillos mataron a Jacob Wood; eso está fuera de toda duda. También estoy convencido de que las tabacaleras están dispuestas a mentir, hacer trampas, encubrirse mutuamente y hacer todo lo que esté en sus manos para que los niños fumen. En definitiva, creo que son una pandilla de sinvergüenzas sin escrúpulos y que deberíamos hacerles pagar por ello.

–Estoy de acuerdo -dijo Henry Vu.

Rikki y Millie tenían ganas de ponerse a aplaudir.

–¿Quieres decir que estás a favor de un castigo ejemplar?

–preguntó Jerry con incredulidad.

–El veredicto tiene que ser importante para que sea significativo, Jerry. Tiene que ser enorme. Un veredicto por daños reales se interpretaría como que no hemos tenido el valor de castigar a la industria tabacalera por sus pecados colectivos.

–Tiene que dolerles -añadió Shine para aparentar inteligencia. Ya había encontrado un carro en el que montarse.

Lonnie miró a Shine y a Vu sin dar crédito a sus ojos. Hizo rápidamente la suma de votos: siete a favor de la parte demandante.

–Aún es pronto para hablar de dinero. Aún no tienes tus nueve votos.

–No son mis votos -se defendió Nicholas.

–A mí no me engañas -replicó Lonnie resentido-. Éste es tu veredicto.

El jurado repitió la votación: siete para la parte demandante y tres para la defensa; Jerry y Caniche seguían sin tomar posiciones. De repente, Gladys Card alteró la cuenta con una pregunta:

–No me hace ninguna gracia votar a favor de las tabacaleras, pero tampoco veo la necesidad de dar todo ese dinero a Celeste Wood.

–¿Cuánto dinero estaría dispuesta a darle? – preguntó Nicholas.

–No lo sé -confesó la señora Card, nerviosa y aturdida-. Me parecería bien darle algo, pero, en fin, no sé.

–¿En qué cifra estás pensando? – preguntó Rikki al portavoz. La sala volvió a quedar en silencio, en completo silencio.

–Mil millones -respondió Nicholas sin inmutarse. La cifra cayó como una bomba sobre la mesa. Los demás jurados se quedaron boquiabiertos y con los ojos desorbitados.

Nicholas quiso explicarse antes de que alguien más pudiera intervenir:

–Si queremos enviar a la industria tabacalera un mensaje que no pueda olvidar, no tenemos más remedio que provocar un shock. Nuestro veredicto debería marcar un hito. El día de hoy debería pasar a la historia como el día en que la opinión pública norteamericana, representada por un jurado, plantó cara a la industria del tabaco y dijo basta.

–Tú te has vuelto loco -dijo Lonnie expresando una opinión momentáneamente bastante difundida.

–Conque quieres pasar a la historia, ¿eh? – comentó Jerry en tono sarcástico.

–Yo no. El veredicto. Nadie se acordará de nuestros nombres la semana que viene, pero todos recordarán nuestro veredicto. Si hay que hacerlo, ¿por qué no hacerlo bien?

–Me gusta la idea -intervino Shine Royce, a quien con sólo pensar en aquella cantidad de dinero le daba vueltas la cabeza. Shine era el único jurado dispuesto a pasar otra noche en el motel con tal de poder comer de gorra y recoger quince dólares más a la mañana siguiente.

–Cuéntenos qué pasaría -pidió Millie, aún sin salir de su asombro.

–Habría una apelación, y algún día, probablemente dentro de un par de años, un puñado de vejestorios vestidos con togas negras reducirían el veredicto a una cifra más razonable. Dirían que había sido un veredicto absurdo emitido por un jurado desquiciado, y le pondrían remedio. El sistema funciona así casi siempre.

–Entonces, ¿para qué molestarse? – preguntó Loreen.

–Para variar. Este juicio sería un primer paso en el proceso de responsabilizar a las tabacaleras de la muerte de muchas personas. No olviden que nunca han perdido ni uno solo de estos juicios. Se creen invencibles, pero nosotros podemos demostrarles que no lo son, y hacerlo de manera que otros afectados pierdan el miedo a enfrentarse con el sector.

–Dicho de otro modo -intervino Lonnie-, quieres reducirlos a la bancarrota.

–La verdad es que no me importaría en absoluto. Pynex está valorada en mil doscientos millones, y obtiene casi todos sus beneficios a costa de gente que compra sus productos pero que desearía no hacerlo. Sí, ya que me lo preguntas, creo que el mundo estaría mejor sin Pynex. ¿Quién lloraría su desaparición?

–¿Sus empleados, tal vez? – respondió Lonnie.

–Sí, comprendo lo que quieres decir, pero me importan más los miles y miles de personas adictas a sus productos.

–¿Cuánto cobraría Celeste Wood después de la apelación? – preguntó Gladys Card. No acababa de gustarle la idea de que una de sus conciudadanas, por más que fuera una desconocida, pudiera enriquecerse de la noche a la mañana. Era cierto que Celeste había perdido a su marido, pero el suyo había sobrevivido a un cáncer de próstata y no tenía intención de demandar a nadie.

–No lo sé -contestó Nicholas-. Y no creo que debamos preocuparnos por eso. Ya lo decidirán otro día en alguna otra sala. Además, habría que tener en cuenta las normas aplicables en los casos de reducción de grandes veredictos…

–Mil millones de dólares -repitió Loreen en voz baja, aunque no lo suficiente para no ser oída.

Era curioso: costaba lo mismo que decir «un millón de dólares». Pronto otros miembros del jurado miraron fijamente la mesa y repitieron las palabras «mil millones».

Nicholas se felicitó -y no por primera vez- por la ausencia del coronel Herrera. En un momento como aquél, con mil millones sobre la mesa, Herrera se habría puesto como una fiera y habría empezado a lanzar objetos por los aires. Sin él, la sala estaba en silencio. Lonnie era el único baluarte que le quedaba a la defensa, y el pobre no paraba de contar votos.

La ausencia de Herman también era importante, probablemente más aún que la del coronel, porque a diferencia de éste, el primer portavoz del jurado habría sabido hacerse escuchar. Herman era considerado y calculador, poco propenso a exteriorizar sus sentimientos y sin duda contrario a los veredictos desorbitados. ¿Qué más daba? Él y el coronel ya no formaban parte del jurado.

Nicholas había desviado la conversación de la responsabilidad a los daños y perjuicios, un cambio crucial que sólo él había notado. Al mencionar la cifra de mil millones había conseguido que sus compañeros empezaran a hablar de dinero y dejaran a un lado la discusión de la culpa. En vista del éxito obtenido, decidió seguir con la misma táctica.

–Es una cifra como otra cualquiera -dijo-. De lo que se trata es de darles un toque de atención.

–Es demasiado para mí -intervino Jerry a un guiño de Nicholas. Su estilo de vendedor de coches causó el efecto esperado-. Me parece…, en fin, exorbitante. Estoy de acuerdo en que haya que pagar daños y perjuicios, pero… ¡Caray, mil millones son una barbaridad!

–No es una cifra exorbitante -se defendió Nicholas-. La empresa dispone de ochocientos millones de dólares en efectivo. Todas las tabacaleras son como una fábrica de dinero; parece que se impriman sus propios billetes.

Con Jerry iban ocho. Lonnie se retiró a una esquina, donde empezó a morderse las uñas.

Y con Caniche, nueve.

–Sí que es exorbitante -se quejó-. Yo no puedo estar de acuerdo con una cantidad como ésa. Si fuera menos, tal vez, pero nada de mil millones.

–¿Cuánto menos? – preguntó Rikki.

Sólo quinientos millones de dólares. Sólo cien millones. Nadie se atrevía a pronunciar aquellas ridículas sumas de dinero.

–No lo sé -admitió Sylvia-. ¿Qué piensas tú?

–Me gusta la idea de poner a estos tipos contra las cuerdas -dijo Rikki-. Si queremos que las tabacaleras entiendan el mensaje, no debemos andarnos con chiquitas.

–¿Mil millones? – preguntó Sylvia.

–Sí, ¿por qué no?

–Por mí, de acuerdo -dijo Shine, que se sentía rico con sólo estar allí.

Hubo un largo silencio. El único sonido perceptible era el que hacía Lonnie al morderse las uñas.

–¿Quién está en contra de cualquier compensación en concepto de daños y perjuicios? – preguntó por fin Nicholas. Savelle levantó la mano. Lonnie no hizo caso de la pregunta, pero su opinión era de sobra conocida.

–Diez contra dos -informó Nicholas mientras tomaba nota del resultado de la votación-. Este jurado se ha pronunciado sobre la cuestión de la responsabilidad extracontractual. Queda por decidir la contabilización de los daños. ¿Estamos los diez de acuerdo en que los sucesores de Jacob Wood tienen derecho a percibir dos millones de dólares en concepto de daños reales?

Savelle se levantó y abandonó la sala con cajas destempladas. Lonnie se sirvió una taza de café y se sentó junto a la ventana, de espaldas al grupo pero oído avizor.

Aquellos dos millones sonaban a poco más que calderilla después de la discusión anterior, y ninguno de los diez jurados tuvo inconveniente alguno en dar su visto bueno. Nicholas tomó debida nota de la decisión en un impreso facilitado a tal efecto por el juez Harkin.

–¿Estamos los diez de acuerdo en que hay lugar para la imposición de un castigo ejemplar, sea cual fuere la cantidad establecida?

Nicholas miró uno por uno a sus nueve compañeros y fue cosechando un sí tras otro. Gladys Card vaciló. Aún estaba a tiempo de cambiar de opinión, pero eso no afectaría el veredicto final. De hecho, bastaba con nueve votos.

–Muy bien. Sólo nos queda llegar a un acuerdo sobre la cantidad de la multa impuesta en concepto de castigo ejemplar. ¿Alguna idea?

–Yo tengo una -propuso Jerry-. Que cada uno escriba su cifra en un papel y la guarde en secreto. Luego las sumamos todas y dividimos el resultado por diez. Así veremos cuál es la media.

–¿Vinculante?

–No, sólo para tener una idea de entre qué cifras nos movemos.

La idea de una votación secreta resultó muy atractiva. Todos los jurados se apresuraron a garabatear números en varios trocitos de papel.

Nicholas desplegó los papelitos y fue leyendo las cantidades a Millie, que se encargó de tomar nota de las mismas.

–Mil millones, un millón, cincuenta millones, diez millones, mil millones, un millón, cinco millones, quinientos millones, mil millones y dos millones.

Millie obtuvo la media aritmética de las diez cifras.

–El total es de tres mil quinientos sesenta y nueve millones de dólares, que, dividido entre diez, da una media de trescientos cincuenta y seis millones novecientos mil dólares.

Los jurados tardaron unos instantes en procesar todos aquellos ceros. Lonnie se levantó de pronto y pasó junto a la mesa.

–Os habéis vuelto todos locos -dijo en voz baja pero audible antes de salir de la habitación dando un portazo.

–No puedo -se rindió Gladys Card, visiblemente alterada-. Yo vivo de una pensión, una buena pensión, y… estas cifras no me caben en la cabeza.

–Pues no son ninguna fantasía -intervino Nicholas-. Pynex dispone de ochocientos millones de dólares en efectivo y de más de mil millones de patrimonio neto. El año pasado nuestro país gastó seis mil millones de dólares en financiar atención médica directamente relacionada con el consumo de tabaco, y la cifra aumenta sin parar. El año pasado las cuatro tabacaleras más importantes sumaron ventas por valor de casi dieciséis mil millones, y esa cifra también va subiendo. ¡Deben tener en cuenta que estamos hablando de miles de millones de dólares! Esos tipos se echarían a reír ante un veredicto de cinco millones de dólares. No serviría de nada, no dejarían de hacer lo que están haciendo. Seguirían vendiendo cigarrillos a los niños, seguirían mintiendo al Congreso. Todo seguirá igual si no les damos un buen susto.

Rikki apoyó los codos en la mesa y miró fijamente a Gladys Card, que estaba sentada justo enfrente de ella.

–Si no se siente capaz de seguir, váyase como han hecho los demás.

–No se burle de mí.

–No me estoy burlando, pero si no tiene agallas… Nicholas tiene razón. Si no les damos una bofetada y los ponemos de rodillas, nada cambiará. Esa gente no tiene escrúpulos.

Gladys Card había empezado a temblar y parecía a punto de sufrir un ataque de nervios.

–Lo siento -se disculpó-. Me gustaría ayudarlos, pero no puedo hacer lo que me piden.

–No se preocupe, señora Card -dijo Nicholas tratando de tranquilizar a la pobre mujer, que estaba deshecha y necesitaba oír una voz amiga. Aún le quedaban nueve votos. Podía permitirse el lujo de ser amable, pero no el de perder ni un solo voto más.

El resto del jurado esperó en silencio la reacción de Gladys Card: ¿se reintegraría al grupo o se emanciparía? La señora Card respiró hondo, proyectó la barbilla hacia delante y sacó fuerzas de flaqueza.

–¿Puedo hacer una pregunta? – dijo Ángel a Nicholas, como si él fuera la única fuente de sabiduría.

–Pues claro que sí -contestó el joven encogiéndose de hombros.

–¿Qué pasará con la industria tabacalera si emitimos un veredicto multimillonario como el que ha salido antes? – ¿Desde el punto de vista legal, económico o político? – Desde todos los puntos de vista.

Nicholas reflexionó durante un par de segundos, aunque se moría de ganas de responder.

–Al principio cundirá el pánico. Habrá una conmoción, y muchos ejecutivos se asustarán y se preocuparán por su futuro: se esconderán y esperarán a ver si los abogados los inundan con demandas. Las tabacaleras no tendrán más remedio que replantearse su estrategia publicitaria. No habrá bancarrotas, al menos a corto plazo, porque tienen muchísimo dinero. Acudirán al Congreso y pedirán que se promulguen leyes especiales, pero sospecho que Washington las tratará cada vez peor. En resumidas cuentas, Ángel, el sector no volverá a ser el mismo si nosotros cumplimos con nuestro deber.

–Y con un poco de suerte -añadió Rikki-, algún día los cigarrillos serán ilegales.

–O bien las tabacaleras dejarán de fabricarlos porque ya no serán rentables -dijo Nicholas.

–¿Y qué nos pasará a nosotros? – preguntó Ángel-. ¿Estaremos en peligro? Dijiste que han estado vigilándonos desde antes de que empezara el juicio.

–No te preocupes, no nos pasará nada -la tranquilizó Nicholas-. No pueden hacernos ningún daño. Además, como he dicho antes, dentro de una semana ya no se acordarán de nuestros nombres. Aunque todo el mundo se acordará de nuestro veredicto…

Phillip Savelle volvió a entrar en la sala y a ocupar su asiento.

–¿Y bien? ¿Qué han decidido Robin Hood y su pandilla? – preguntó.

Nicholas no le hizo caso.

–Tenemos que ponernos de acuerdo en una cifra si queremos ir a dormir a casa.

–Creía que ya lo habíamos hecho -dijo Rikki.

–¿Tenemos nueve votos como mínimo? – preguntó Nicholas.

–¿Sería mucha indiscreción preguntar de qué cifra están hablando? – se burló Savelle.

–Trescientos cincuenta millones. Dólar arriba, dólar abajo -respondió Rikki.

–Vaya, la vieja teoría de la distribución de la riqueza. Es curioso, porque no tenéis mucha pinta de marxistas que digamos.

–Tengo una idea -intervino Jerry-. ¿Por qué no redondeamos la cifra y les pedimos cuatrocientos millones, la mitad de lo que tienen en efectivo? Eso no los arruinará. Bastará con que se aprieten el cinturón, suban el nivel de nicotina, enganchen a unos cuantos niños más y, ¡hala!, habrán recuperado el dinero en un par de años.

–Pero ¿qué es esto? – protestó Savelle-. ¿Una subasta?

–A mí me parece bien -asintió Rikki.

–Votemos.

A la voz de Nicholas se levantaron nueve manos. Luego el portavoz preguntó uno por uno a sus compañeros si estaban de acuerdo en imponer al demandado un veredicto de dos millones de dólares en concepto de daños reales, más cuatrocientos millones como castigo ejemplar. Todos dijeron que sí. Nicholas rellenó el impreso correspondiente y recogió las firmas del resto de los jurados.

Lonnie volvió a la sala después de una larga ausencia.

–Ya tenemos el veredicto -le anunció Nicholas.

–¡Qué sorpresa! ¿Cuánto?

–Cuatrocientos dos millones de dólares -se adelantó Savelle-. Millón arriba, millón abajo.

Lonnie miró a Savelle y luego a Nicholas.

–¿Estás de broma? – preguntó con un hilo de voz.

–No -respondió Nicholas-. Va en serio, y tenemos nueve votos. ¿Quieres ser el décimo?

–Por nada del mundo.

–¿Increíble, verdad? – dijo Savelle-. Y además seremos famosos, ¿te lo imaginas?

–Esto es inaudito -masculló Lonnie mientras apoyaba la espalda en la pared.

–No tanto -replicó Nicholas-. La Texaco tuvo que hacer frente a un veredicto de diez billones de dólares hace unos cuantos años.

–O sea, que esto es una ganga… -se burló Lonnie.

–No -dijo Nicholas mientras se ponía en pie-. Esto es justicia.

El joven se dirigió a la puerta, la abrió y pidió a Lou Dell que informara al juez Harkin de que el jurado ya estaba listo.

Mientras esperaban las órdenes de Su Señoría, Lonnie se llevó a Nicholas aparte.

–¿No hay manera de no verse involucrado en esto? – le preguntó en voz baja y más nervioso que enfadado.

–Claro que sí. Tú, tranquilo. El juez nos preguntará uno por uno si estamos de acuerdo con el veredicto. Cuando te llegue el turno, tú di bien claro que no has tenido nada que ver.

–Gracias.

42

Lou Dell cogió la nota de manos de Nicholas tal como había hecho en ocasiones precedentes y la confió a Willis, cuya mole se alejó por el pasillo hasta perderse de vista tras una esquina. Willis entregó el mensaje en mano a Su Señoría, que en aquel momento se hallaba hablando por teléfono e impaciente por oír el veredicto. Harkin había oído muchos veredictos en su vida, pero algo le decía que aquél sería especial. Su Señoría estaba seguro de que algún día presidiría un juicio civil más importante que el del caso Wood, pero en aquellos instantes le costaba imaginárselo.

La nota del portavoz decía lo siguiente: «Juez Harkin: ¿Podría disponer que uno de sus agentes me escoltara lejos del juzgado tan pronto como se levante la sesión? Tengo miedo. Ya se lo explicaré más tarde. Nicholas Easter.»

Su Señoría dio las instrucciones correspondientes a un agente que montaba guardia junto a la puerta de su despacho y a continuación se dirigió, con paso decidido, a la sala de vistas. La inquietud flotaba en el ambiente. Los abogados, que en su mayoría no se habían alejado demasiado de la sala por temor a no oír la llamada del juez, regresaban a toda prisa a sus puestos con los nervios a flor de piel y los ojos fuera de las órbitas. La tribuna del público se iba llenando paulatinamente. Eran casi las ocho.

–Acaban de informarme de que el jurado ha emitido un veredicto -anunció Su Señoría hablando a través del micrófono. Desde el estrado veía temblar a los abogados-. Háganlo pasar, por favor.

Los doce jurados entraron en la sala en fila india y con expresión solemne, algo común a todos los juicios. Lleven buenas o malas noticias para una u otra parte, estén o no unidos, los jurados siempre mantienen la mirada baja. Eso hace que las dos partes se desanimen y empiecen instintivamente a pensar en la apelación.

Lou Dell tomó el impreso de manos de Nicholas y lo entregó a Su Señoría, que consiguió leerlo sin inmutarse y sin que la expresión de su cara revelase en lo más mínimo el sentido de las noticias que contenía. El veredicto lo sorprendió sobremanera, pero ateniéndose al procedimiento judicial no había nada que él pudiera hacer al respecto, ya que, técnicamente, era correcto. Más adelante habría peticiones de reducción, pero en aquel momento tenía las manos atadas. Harkin dobló de nuevo la cuartilla y la devolvió a Lou Dell para que se la llevara a Nicholas. El joven ya estaba de pie, listo para proceder al anuncio del veredicto.

–Señor portavoz, lea el veredicto del jurado.

Nicholas desdobló su obra maestra, carraspeó, echó una ojeada a la sala para ver si Fitch estaba presente y, cuando vio que no estaba, leyó sin más:

–Este jurado otorga a la demandante, Celeste Wood, la cantidad de dos millones de dólares en concepto de compensación por daños y perjuicios.

La primera parte del veredicto ya creaba precedente. Wendall Rohr y su pandilla de abogados soltaron un enorme suspiro de alivio. Acababan de pasar a la historia.

–Y este jurado otorga a la demandante, Celeste Wood, la cantidad de cuatrocientos millones de dólares para que sirva como castigo ejemplar.

Desde el punto de vista de un abogado, la recepción de un veredicto es algo similar a una obra de arte. No hay que mover un solo músculo, no hay que volverse en busca de consuelo ni de quien comparta el propio júbilo, no hay que dirigirse al cliente ni para felicitarlo ni para confortarlo, hay que fruncir el entrecejo y ponerse a escribir en silencio en un cuaderno, y hay que actuar como si uno no hubiera dudado jamás de que el veredicto sería precisamente el que se acababa de anunciar.

Pues bien, todas estas reglas sagradas de la abogacía fueron profanadas el día en que se leyó el veredicto del caso Wood. Cable se desplomó como si hubiera recibido un disparo en el estómago. Sus colegas miraban la tribuna del jurado boquiabiertos, sin poder retener el aire en los pulmones y con los ojos entrecerrados de pura incredulidad.

–¡Dios mío! – exclamó uno de los abogados defensores de segunda categoría que se sentaban detrás de Cable.

Rohr se deshizo en sonrisas y abrazó a Celeste Wood, que se había echado a llorar. Los demás miembros de su equipo se felicitaron mutuamente sin levantar la voz. ¿Y cuál era el pensamiento que presidía el momento glorioso de la victoria? Más que ningún otro, la perspectiva de repartirse el cuarenta por ciento de la compensación económica otorgada por el veredicto.

Nicholas se sentó y dio unas palmaditas en la pierna a Loreen Duke. El juicio había terminado. ¡Por fin!

El juez Harkin atajó las escenas distendidas como si aún tuviera que anunciarse otro veredicto.

–Damas y caballeros, a continuación les preguntaré uno por uno si están de acuerdo con el veredicto. Empezaré por la señora Loreen Duke. Por favor, declare para que conste en acta si ha votado usted o no a favor de este veredicto.

–Sí -respondió orgullosa.

Algunos abogados tomaron notas. Otros prefirieron mirar las musarañas.

–Señor Easter, ¿ha votado usted a favor de este veredicto?

–Sí.

–¿Señora Dupree?

–Sí, señor.

–¿Señor Savelle?

–No.

–Señor Royce, ¿ha votado usted a favor?

–Sí.

–¿Señora Weese?

–Sí.

–¿Señor Vu?

–Sí.

–¿Señor Lonnie Shaver?

Lonnie se puso medio en pie y dijo en voz muy alta, para que lo oyera todo el mundo:

–No, Su Señoría, no he votado a favor de este veredicto porque no estoy en absoluto de acuerdo con él.

–Gracias. Señora Rikki Coleman, ¿ha votado usted a favor de este veredicto?

–Sí, señor.

–¿Gladys Card?

–No, señor.

Un resquicio de esperanza se abrió ante los ojos de Cable, Pynex, Fitch y la industria tabacalera en general. Tres jurados se habían opuesto al veredicto. Otro voto en contra y el jurado tendría que seguir deliberando. Todos los jueces pueden contar historias de jurados cuya unidad se ha desintegrado en aquel momento, después de que el portavoz procediera a la lectura del veredicto y mientras el juez interrogaba individualmente a los miembros del jurado. A veces el veredicto sonaba completamente distinto en la sala de vistas, con los abogados y las partes presentes, que en la seguridad de la sala del jurado apenas unos minutos antes.

Sin embargo, las posibilidades de que se produjera el milagro se desvanecieron con los votos de Caniche y Jerry. Ambos se declararon favorables al veredicto.

–Nueve contra tres -resumió Harkin-. Parece que todo lo demás está en orden. ¿Señor Rohr?

Rohr hizo un gesto negativo con la cabeza. No se sentía capaz de agradecer el veredicto al jurado en aquellos momentos. Y aunque le habría encantado saltar la barandilla de la tribuna y besarles los pies, se limitó a continuar sentado con aires de suficiencia y a rodear con un fuerte brazo a Celeste Wood.

–¿Señor Cable?

–No, señor -fue todo cuanto Cable consiguió articular. ¡Cuántas cosas, sin embargo, habría querido decir a aquel atajo de imbéciles!

El hecho de que Fitch no estuviera en la sala de vistas preocupaba inmensamente a Nicholas. Su ausencia significaba que estaba ahí fuera, acechando en la oscuridad, esperándolo. ¿Cuánto sabría Fitch en aquel momento? Demasiado, seguramente. Nicholas no veía el momento de salir de la sala de vistas y de la ciudad.

Harkin empezó a soltar una perorata de agradecimiento -salpicada de alusiones al patriotismo y al deber cívico- que contenía todos los clichés escuchados durante su carrera de juez. Su Señoría advertía a los miembros del jurado que sobre ellos pesaba la prohibición de hablar sobre las deliberaciones y sobre el veredicto, los amenazaba con una acusación de desacato si se atrevían a desobedecer sus órdenes y les comunicaba que estaban a punto de efectuar su último viaje al motel para recoger sus cosas.

Fitch había visto y oído la sesión desde la sala de proyección contigua a su despacho. Estaba solo. Hacía horas que todos los asesores habían sido despedidos y devueltos a Chicago.

Podía retener a Easter. Había discutido largamente del asunto con Swanson, a quien había puesto al corriente de todo apenas llegado de Kansas City. Pero ¿de qué le iba a servir? Easter se negaría a hablar y ellos se arriesgarían a cometer un delito de secuestro. Y ya tenían bastantes problemas sin tener que cumplir condena en la cárcel de Biloxi.

Fitch y Swanson decidieron seguir a Nicholas con la esperanza de que los llevara hasta la chica, lo cual, naturalmente, les planteaba otro dilema: ¿qué harían con Marlee si conseguían dar con ella? No podían denunciarla a la policía, porque había tenido la idea genial de robar el dinero de un fondo de reptiles. ¿Qué diría Fitch en su declaración jurada al FBI? ¿Que él le había pagado diez millones de dólares a cambio de un veredicto y que ella había tenido la cara dura de engañarlo? ¿Y que por favor la detuvieran?

Cuanto más pensaba en ello, peor se encontraba.

Fitch siguió contemplando el vídeo a través de la cámara oculta de Oliver McAdoo. Los jurados se levantaron y fueron saliendo lentamente de la tribuna hasta que ésta quedó desierta.

Los doce miembros del jurado volvieron a reunirse en la sala de espera para recoger libros, revistas y labores de punto. Nicholas no estaba de humor para trivialidades y se escabulló por la puerta. Chuck, un viejo amigo a aquellas alturas, lo detuvo en el corredor y le dijo que el sheriff estaba esperándolo fuera.

Sin cruzar una sola palabra con Lou Dell, ni con Willis, ni con ninguna de las personas con las que había compartido aquellas cuatro últimas semanas, Nicholas desapareció -precedido de Chuck- a través de la puerta trasera del juzgado. El sheriff en persona lo aguardaba al volante de su gran Ford marrón.

–El juez me dijo que necesitaba usted ayuda -dijo el sheriff desde el asiento del conductor.

–Sí. Coja la autopista 49 hacia el norte. Ya le enseñaré por dónde tiene que ir. Y asegúrese de que no nos siguen.

–Entendido. ¿Quién iba a querer seguirlo? – Los malos.

Chuck cerró de golpe la portezuela del copiloto para que el Ford pudiera arrancar. Nicholas echó un último vistazo al exterior de la sala del jurado, en el primer piso. Millie estaba abrazando a Rikki Coleman.

–¿No tiene que recoger nada del motel?

–No se preocupe por eso, ya iré a buscarlo en otro momento.

El sheriff cogió el micro de la radio y dio instrucciones a dos coches patrulla de que lo siguieran y comprobasen si alguien andaba tras ellos. Veinte minutos más tarde, mientras atravesaban Gulfport a toda velocidad, Nicholas empezó a indicar el camino al sheriff. Pronto le pidió que se detuviera ante la pista de tenis de un gran complejo de apartamentos al norte de la ciudad. Nicholas anunció que se apeaba allí y bajó del coche.

–¿Está seguro de que no tiene ningún problema? – preguntó el sheriff.

–Segurísimo. Me quedaré en casa de unos amigos. Gracias.

–Llámeme si necesita ayuda.

–Descuide.

Nicholas se perdió en medio de la oscuridad y observó desde una esquina cómo se alejaba el coche patrulla. Entonces se apostó junto a la piscina, una posición estratégica que le permitía controlar todos los coches que entraban y salían del complejo. No vio nada sospechoso.

El coche que utilizaría para huir era un vehículo de alquiler que Marlee había dejado aparcado allí dos días antes, igual que había hecho con dos coches más en otros puntos de las afueras de Biloxi. Nicholas tardó una hora y media en llegar hasta Hattiesburg. No apartó la vista del retrovisor en todo el camino, pero no tuvo ningún problema.

El Lear lo esperaba en el aeropuerto de Hattiesburg. Nicholas dejó las llaves dentro del coche cerrado y se dirigió despreocupadamente hacia la pequeña terminal.

Poco después de la medianoche pasó como una exhalación por la aduana de George Town gracias a su nueva documentación canadiense. Nicholas era el único pasajero; el aeropuerto estaba prácticamente desierto. Marlee lo recibió en la sección de recogida de equipajes con un abrazo apasionado.

–¿Ya lo has oído? – preguntó el joven mientras ambos salían de la terminal al aire húmedo del exterior.

–Sí. La CNN no habla de otra cosa -respondió Marlee-. Podrías haberte lucido un poco más, ¿no? – bromeó mientras se fundían en otro abrazo.

Con Marlee al volante, ambos se dirigieron hacia George Town a través de un laberinto de callejuelas vacías y dejando atrás modernas sucursales bancarias apiñadas junto al embarcadero.

–Ése es nuestro -comentó la chica señalando el edificio del Royal Swiss Trust.

–No está mal.

Más tarde fueron a sentarse en la arena, a la orilla del mar, y a chapotear entre la espuma mientras las olas rompían suavemente contra sus tobillos. En el horizonte se divisaba la tenue luz de los faroles de unos cuantos pesqueros. A su espalda quedaban los hoteles y los apartamentos silenciosos. En aquel momento la playa les pertenecía por completo.

Y qué momento. El proyecto en el que habían estado trabajando durante cuatro años había llegado por fin a buen puerto.

Sus planes habían funcionado a la perfección. Quién sabe cuánto tiempo llevaban soñando con una noche como aquélla, cuántas veces habían tenido que renunciar a su sueño.

Las horas pasaban como segundos.

Ambos llegaron a la conclusión de que sería mejor que Marcus, el corredor de Bolsa, no viera a Nicholas. Era más que probable que las autoridades empezaran a hacer preguntas al cabo de poco tiempo, y cuanto menos supiera Marcus, mejor. Marlee se presentó a la recepcionista del Royal Swiss Trust a las nueve en punto. La empleada la acompañó hasta la planta superior, donde esperaban Marcus y su curiosidad insatisfecha. El corredor ofreció un café a Marlee y cerró la puerta del despacho.

–Parece que la operación de futuros con Pynex no ha sido un mal negocio -bromeó el banquero con una sonrisa en los labios.

–Sí, eso parece -asintió Marlee-. ¿Cuándo abrirá?

–Buena pregunta. He estado hablando por teléfono con Nueva York y me ha dado la impresión de que la situación es bastante caótica. El veredicto ha pillado por sorpresa a todo el mundo. Excepto a usted, supongo. – Marcus tenía muchas preguntas que hacer, pero sabía que no obtendría respuesta a ninguna de ellas-. Puede que ni siquiera abra, que suspenda la cotización durante un par de días.

Marlee pareció hacerse cargo de la situación perfectamente. Un empleado llegó con los cafés. Marcus y la chica los bebieron a sorbos mientras repasaban las cotizaciones de cierre del día anterior. A las nueve y media, Marcus se colocó los auriculares y se concentró en los dos monitores que ocupaban el lateral de su mesa.

–El mercado está abierto -anunció mientras esperaba.

Marlee escuchaba con toda su atención, pero a la vez intentaba aparentar tranquilidad. Nicholas quería dar un golpe rápido, visto y no visto, para luego huir con el dinero a algún paraje remoto que no hubieran visitado todavía. En aquel momento tenían ciento sesenta mil acciones de Pynex que cubrir, y Marlee estaba impaciente por deshacerse de ellas.

–Han suspendido la cotización -dijo Marcus a la pantalla. Marlee no pudo reprimir un gesto de contrariedad. El corredor empezó a tocar teclas y se enfrascó en una conversación con alguien de Nueva York mientras murmuraba números y puntos.

–Las ofrecen a cincuenta y no hay compradores. ¿Sí o no?

–preguntó a la chica.

–No.

Pasaron dos minutos. Los ojos de Marcus no se despegaban del monitor.

–En el tablero a cuarenta y cinco. ¿Sí o no?

–No. ¿Qué hay del resto?

Los dedos de Marcus ejecutaron una danza sobre el teclado.

–¡Caramba! Trellco ha bajado trece puntos y está a cuarenta y cinco; Smith Greer ha bajado once puntos y está a cincuenta y tres y un cuarto; ConPack ha bajado ocho y está a veinticinco. Es una masacre. Están bombardeando todo el sector.

–¿Qué está haciendo Pynex?

–Sigue cayendo. A cuarenta y dos, con pequeños inversores.

–Compre veinte mil acciones a cuarenta y dos -ordenó Marlee mientras consultaba sus notas.

–Confirmado -dijo Marcus al cabo de unos segundos-. Ha subido a cuarenta y tres. Allá arriba saben lo que hacen.

La próxima vez será mejor quedarse por debajo de las veinte mil.

Deducidas las comisiones correspondientes, la sociedad Marlee/Nicholas acababa de embolsarse la friolera de setecientos cuarenta mil dólares.

–Ha vuelto a bajar a cuarenta y dos -informó Marcus.

–Compre veinte mil acciones a cuarenta y uno -dijo ella.

–Confirmado -anunció el corredor al cabo de un minuto. Otros setecientos sesenta mil dólares en beneficios.

–Se mantiene en los cuarenta y uno… medio punto arriba -notificó Marcus como un robot-. Han visto su operación.

–¿Hay alguien más comprando? – preguntó Marlee.

–Todavía no.

–¿Cuándo empezarán?

–Quién sabe. Pero no creo que tarden mucho. Esta empresa cuenta con demasiado líquido para irse a pique. El valor nominal de las acciones ronda los setenta. A cincuenta son una auténtica ganga. Yo recomendaría a todos mis clientes que compraran con los ojos cerrados.

Marlee compró otras veinte mil acciones a cuarenta y uno; luego esperó media hora para comprar otras tantas a cuarenta.

Cuando Trellco bajó hasta cuarenta, una caída de dieciséis puntos, compró veinte mil títulos más de esta empresa, lo que le reportó unos beneficios de trescientos veinte mil dólares.

El golpe rápido iba sobre ruedas. A las diez y media Marlee pidió que le dejaran utilizar el teléfono y llamó a Nicholas, que tenía la nariz pegada a la pantalla de televisión para seguir los acontecimientos en riguroso directo por la CNN. La cadena de noticias había desplazado una unidad móvil a Biloxi para conseguir entrevistas con Rohr, Cable, Harkin, Gloria Lane o cualquiera que pudiera saber algo, pero nadie quería hablar con ellos. A través de un canal de información financiera Nicholas seguía las evoluciones del mercado de valores.

Pynex tocó fondo una hora después de abrirse la sesión. A treinta y ocho aparecieron interesados, y Marlee aprovechó para deshacerse de las ochenta mil acciones que le quedaban.

Cuando Trellco se resistió a bajar de cuarenta y uno, Marlee compró cuarenta mil acciones. Luego se desprendió de toda la cartera. Con buena parte de la operación cubierta, y cubierta con notable brillantez, Marlee se volvió menos avariciosa y dejó de acechar otras carteras. En vez de eso, se concentró en la espera. Había ensayado aquel plan muchas veces, y sabía que la oportunidad no volvería a presentarse nunca más.

Pocos minutos antes del mediodía, con los mercados aún sumidos en el desconcierto, Marlee consiguió cubrir el resto de las acciones de Smith Greer. Marcus se quitó los auriculares y se secó la frente.

–No ha estado mal la mañana, señora MacRoland. Ha ganado más de ocho millones, menos comisiones. – El zumbido de una impresora anunció la salida de las confirmaciones.

–Quiero que el dinero sea transferido a un banco de Zúrich.

–¿El nuestro?

–No. – Marlee le entregó una hoja de papel con las instrucciones relativas a la transferencia.

–¿Cuánto? – preguntó Marcus.

–Todo. Menos su comisión, claro.

–De acuerdo. Supongo que hay que dar prioridad a la operación.

–Sí, por favor.

Marlee hizo el equipaje a toda prisa. Nicholas se limitó a mirar porque no tenía nada que guardar, excepto dos polos y un par de vaqueros que había comprado en una tienda del hotel. Marlee y él se prometieron sendos guardarropas nuevos cuando llegaran a su destino. Por el dinero no había que preocuparse.

Nicholas y Marlee tenían billetes de primera clase hasta Miami. En Florida esperaron dos horas antes de embarcar en un vuelo que los llevaría a Amsterdam. El servicio de noticias de a bordo reproducía, qué casualidad, la información de la CNN y del canal financiero. Ambos jóvenes contemplaron divertidos el despliegue informativo de la CNN en Biloxi y la confusión que reinaba en Wall Street. Los expertos proliferaron como hongos. Los catedráticos de derecho se dedicaron a hacer predicciones temerarias sobre el futuro de las tabacaleras ligado a la responsabilidad extracontractual. Los analistas de Bolsa ofrecían opiniones encontradas. El juez Harkin no tenía nada que decir. Cable se había esfumado. Sólo Rohr se decidió por fin a salir de su despacho y reconocer el mérito de la victoria. Por desgracia, nadie sabía de la existencia de Rankin Fitch. ¡Con lo que a Marlee le hubiera gustado ver la cara de sufrimiento que debía de tener en aquellos momentos!

Vista con la perspectiva del tiempo, la operación no podía haber coincidido con mejores circunstancias. El mercado empezó a remontar posiciones poco después de tocar fondo. Tanto es así que al llegar el final de la jornada Pynex ya estaba cómodamente instalada en los cuarenta y cinco.

De Amsterdam fueron a Ginebra, y allí estuvieron viviendo durante un mes en la suite de un hotel.

43

Tres días después del veredicto, Fitch dejó atrás Biloxi para volver a su residencia de Arlington y a su trabajo de Washington. Aunque su futuro como administrador del Fondo estaba en tela de juicio, su pequeña y discreta empresa disponía de clientes suficientes para garantizar su supervivencia. También hay que decir, en honor a la verdad, que ninguno de estos clientes era tan rentable como el Fondo.

Una semana después de la lectura del veredicto, Fitch mantuvo una reunión con Luther Vandemeer y D. Martin Jankle en Nueva York. En el transcurso de la entrevista, que resultó ser una experiencia francamente desagradable, Fitch se vio obligado a revelar con pelos y señales el trato al que había llegado con Marlee.

También se entrevistó con varios abogados neoyorquinos conocidos por su falta de escrúpulos para discutir con ellos cuál podía ser la manera más eficaz de recurrir el veredicto. El hecho de que Easter hubiera desaparecido sin dejar rastro inmediatamente después del juicio daba pie a sospechar alguna irregularidad. Herman Grimes ya había accedido a presentar su historial clínico para demostrar que, en la época del juicio, no corría ningún riesgo de sufrir un ataque al corazón. Bien al contrario, se había sentido fuerte y sano hasta la mañana de su hospitalización. Herman recordaba haber notado un sabor extraño en el café y haberse desplomado de repente. El coronel retirado Frank Herrera ya había firmado una declaración jurada en la que rechazaba cualquier responsabilidad sobre las publicaciones que habían sido encontradas bajo la cama de su habitación. No había recibido visitas, y Mogul no se vendía en las inmediaciones del motel. El misterio que rodeaba el caso Wood se iba ampliando con nuevos datos cada día.

Los abogados de Nueva York nunca fueron -y nunca serán- informados del pacto entre Fitch y Marlee.

Cable ya había preparado y estaba casi a punto de presentar una petición solicitando permiso para interrogar a los jurados; el juez Harkin parecía conforme con la idea. ¿De qué otra manera podrían averiguar si no qué era lo que había pasado con el caso Wood? Lonnie Shaver demostraba un gran interés en colaborar en la investigación. Para entonces ya había sido ascendido, y no veía la hora de defender a la empresa norteamericana.

La defensa albergaba esperanzas de conseguir algo con las maniobras posteriores al juicio. El proceso de apelación sería largo y difícil.

En cuanto a Rohr y al grupo de abogados que, junto a él, habían financiado la demanda, el futuro les ofrecía un abanico de infinitas posibilidades. Tras el juicio tuvieron que contratar personal sólo para atender la avalancha de llamadas de otros abogados y de potenciales víctimas, e incluso pusieron a disposición del público un número de información gratuita. Se estaba considerando la posibilidad de recurrir a la acción popular.

Wall Street también se mostró más comprensivo con Rohr que con la industria tabacalera. Durante las semanas que siguieron a la emisión del veredicto, Pynex no pudo llegar a los cincuenta puntos de cotización, y las otras tres tabacaleras bajaron al menos un veinte por ciento. Los grupos antitabaco predecían abiertamente la bancarrota de la industria y la posible liquidación de todo el sector.

Seis semanas después de haber salido de Biloxi, Fitch se hallaba almorzando en un pequeño restaurante indio cerca de DuPont Circle, en Washington. Acababan de servirle un bol de sopa picante, y aún no se había quitado el abrigo: dentro del local hacía mucho frío y fuera nevaba.

Surgió de la nada, igual que un ángel, igual que en la terraza del St. Regis de Nueva Orleans dos meses atrás.

–Hola, Fitch -dijo.

Fitch soltó la cuchara y echó un vistazo a su alrededor. El restaurante estaba oscuro, y no se veían más que grupitos de indios encorvados sobre boles humeantes. Nadie más hablaba en inglés en doce metros a la redonda.

–¿Qué ha venido a hacer aquí? – preguntó Fitch sin mover los labios. Marlee llevaba un abrigo con las solapas levantadas y forradas de piel. Fitch aún recordaba lo bonita que era, y se dio cuenta enseguida de que se había cortado el pelo.

–Sólo he pasado a decir hola.

–Pues ya lo ha dicho.

–Y a comunicarle que el dinero le está siendo devuelto en este preciso instante. Lo estoy transfiriendo a su cuenta del Hanwa Bank en las Antillas Holandesas. Los diez millones íntegros.

A Fitch no se le ocurría qué decir. No podía hacer otra cosa que contemplar el hermoso rostro de la única persona que había sido capaz de derrotarlo. Y que seguía dándole sorpresas.

–Qué considerada -dijo.

–Empecé a regalarlo, a hacer donaciones a grupos antitabaco y esas cosas, pero al final cambiamos de opinión.

–¿Cambiamos? ¿Cómo está Nicholas?

–Estoy segura de que lo echa de menos.

–No se imagina hasta qué punto.

–Está bien.

–Así que están juntos…

–Por supuesto.

–Pensé que tal vez se habría escapado con el dinero y lo habría dejado tirado.

–No sea malo, Fitch.

–No quiero el dinero.

–Mejor. Regálelo a la Asociación Pulmonar Americana.

–No me veo haciendo de hermanita de la caridad. ¿Por qué me devuelve el dinero?

–Porque no es mío.

–Vaya, Marlee, ha encontrado la ética y la moral. Tal vez incluso a Dios…

–No pretenda darme lecciones, Fitch. Dichas por usted, esas cosas suenan falsas. La verdad es que nunca tuve intención de quedarme el dinero. Sólo quería tomarlo prestado.

–Si no le importa mentir y hacer trampas, ¿a qué viene tanto reparo con robar?

–No soy una ladrona. Mentí e hice trampas porque ése era el lenguaje que entendía su cliente. Dígame, Fitch, ¿encontraron a Gabrielle?

–Sí.

–¿Y a sus padres?

–Sabemos dónde están.

–¿Lo entiende ahora, Fitch?

–Bueno, digamos que tiene más sentido.

–Los dos eran personas extraordinarias. Inteligentes, fuertes, llenos de amor por la vida. Los dos habían empezado a fumar en la universidad. Yo fui testigo de cómo intentaron dejarlo hasta el final. No podían perdonarse su debilidad, pero tampoco podían dejarlo. Tuvieron una muerte horrible, Fitch. Yo los vi sufrir y marchitarse y ahogarse hasta que dejaron de respirar. Yo era su única hija, Fitch. ¿Le contaron eso sus matones?

–Sí.

–Mi madre murió en casa, en el sofá de la sala de estar. No pudo llegar hasta su habitación. Estábamos solas ella y yo. – Marlee hizo una pausa y miró a su alrededor. Fitch se dio cuenta de lo claros que eran sus ojos. La de Marlee era una triste historia, pero la compasión no tenía lugar en la vida de Rankin Fitch.

–¿Cuándo se le ocurrió la idea? – preguntó con la primera cucharada de sopa.

–Durante un curso de postgrado. Estudié economía, luego consideré la posibilidad de estudiar derecho, y al final salí con un abogado una temporada. Entonces oí hablar por primera vez de los juicios contra las tabacaleras. De ahí surgió la idea.

–Un plan magnífico.

–Gracias, Fitch. Viniendo de usted, es todo un cumplido.

Marlee se ajustó los guantes como si estuviera a punto de irse.

–Sólo quería saludarlo, Fitch, y estar segura de que sabía por qué pasó lo que pasó.

–¿Van a dejarnos en paz?

–No. Seguiremos la apelación paso a paso, y si sus abogados se acercan demasiado al éxito utilizaremos las copias de las transferencias. Tenga cuidado, Fitch. La verdad es que nos sentimos orgullosos de ese veredicto, y permanecemos alerta.

Marlee se quedó de pie junto a la mesa.

–Y recuerde, Fitch, la próxima vez que su cliente acuda a los tribunales, volveremos a vernos.

FIN

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12/06/2008

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