Traducción: Marcé López
1a. edición: mayo 1996
Impreso por Printer Industria Gráfica, S.A.
No podía ser de otro modo. A su eficiente servicio de información no le habría pasado por alto un dato semejante. Si el joven hubiera dicho la verdad, sabrían ya en qué universidad estudiaba, qué curso, qué carrera, y hasta con qué resultado. Lo sabrían. Nicholas Easter vendía artículos electrónicos en un centro comercial; para ser exactos, en una tienda de la cadena Computer Hut. Era dependiente, ni más ni menos. Puede que tuviera pensado matricularse en algún centro. O que hubiera colgado los libros y fingiera seguir en la universidad porque eso lo animaba, le recordaba su meta y le daba cierto empaque.
En cualquier caso, las veleidades universitarias de Nicholas Easter no se habían materializado, ni durante aquel año académico ni en un pasado reciente, en una inscripción formal. ¿Y bien? ¿Se podía confiar en él a pesar de todo? Tal era la duda que asaltaba a los presentes cada vez que tropezaban con el nombre de Easter en la lista -con aquélla iban ya dos- y veían su cara proyectada en la pantalla. Con todo, estaban casi convencidos de que se trataba de una mentirijilla sin importancia.
Nicholas Easter no fumaba, y la tienda donde trabajaba observaba una política muy estricta en ese sentido. Sin embargo, sí se le había visto -aunque no había constancia fotográfica del hecho- comiendo un taco en el mismo centro comercial junto a una colega que acompañó su limonada con dos cigarrillos. A Easter no pareció molestarle el humo. Eso descartaba, al menos, la posibilidad de que estuvieran ante un fanático antitabaco.
El rostro fotografiado sonreía ligeramente, sin separar los labios, y pertenecía a un joven delgado y bronceado. Además de la chaqueta roja de su uniforme, Easter llevaba una camisa blanca sin botones en el cuello y una corbata a rayas escogida con buen gusto. Nada que objetar en ese aspecto. En cuanto a la personalidad del sujeto, el hombre de la cámara oculta había logrado entablar conversación con él fingiendo estar interesado en adquirir cierto artilugio pasado de moda y, en su opinión, Easter era un joven despierto, servicial, eficiente y, en definitiva, agradable. En la pechera de la americana llevaba una plaquita que lo elevaba a la categoría de encargado, aunque en la tienda había al menos dos dependientes más con el mismo título.
El día después de que fuera tomada aquella fotografía, entró en la tienda una atractiva joven vestida con pantalones vaqueros. Mientras curioseaba entre los programas informáticos expuestos, la chica encendió un cigarrillo. Como fuera que Nicholas Easter era el dependiente -o el encargado, lo mismo da- más cercano, fue él quien se dirigió amablemente a la joven para pedirle que apagara el cigarrillo. Ella fingió contrariedad, se hizo la ofendida e intentó provocar una pelea. Sin olvidar en ningún momento sus buenos modales, Easter le explicó que estaba estrictamente prohibido fumar en aquella tienda, pero que era muy libre de ir a hacerlo a cualquier otra parte.
–¿Te molesta que la gente fume? – preguntó la chica después de dar otra calada.
–A mí, no -respondió él-. Pero al dueño, sí.
A continuación, Easter volvió a insistir en que apagara el cigarrillo. La chica le dijo entonces que quería comprar una radio digital y que tuviera la amabilidad de llevarle un cenicero. Nicholas sacó una lata de refresco vacía de debajo del mostrador, cogió el cigarrillo y lo apagó. Hablaron de radios durante veinte minutos, los que ella tardó en elegir uno de los modelos. Easter respondió con simpatía a las insinuaciones de la chica, que no dejó de flirtear con total descaro hasta haber hecho efectivo el importe de su compra y dado al joven su número de teléfono. Él prometió llamarla.
El incidente duró veinticuatro minutos y fue registrado por una pequeña grabadora escondida en el bolso de la chica. El contenido de la cinta había sido reproducido en dos ocasiones, tantas como la cara de Easter había sido sometida al escrutinio del equipo de abogados y peritos. El informe redactado por la joven de los vaqueros también formaba parte de la ficha de Easter, y comprendía seis hojas mecanografiadas donde se había hecho constar hasta el último de los detalles relativos al sujeto: desde los zapatos que llevaba -unas viejas zapatillas Nike- hasta el olor de su aliento -chicle de canela-, su vocabulario -nivel universitario- y la manera en que había cogido el cigarrillo. Según la experta opinión de la chica, Easter no había fumado jamás.
Todos los presentes se dejaron seducir por Easter, por el tono de su voz, su labia de vendedor profesional y su don de gentes. Era un joven inteligente y no aborrecía el tabaco. No coincidía exactamente con las características de su jurado ideal, pero valía la pena no perderlo de vista. Lo malo de Easter, jurado potencial número cincuenta y seis, era lo poco que se sabía de él. Estaba claro que había llegado a la costa del golfo de México hacía menos de un año, pero su procedencia era un misterio, igual que todo lo que hacía referencia a su pasado. Tenía alquilado un apartamento de una sola habitación a ocho manzanas del juzgado de Biloxi -había fotos del edificio-, y su primera oportunidad laboral se la había ofrecido un casino de la playa. Pese a su rápido ascenso de camarero a crupier de la mesa de black-jack, Easter había abandonado el empleo al cabo de dos meses.
Poco después de que el estado de Mississippi legalizase el juego, abrieron las puertas de la noche a la mañana una docena de casinos. Con ellos llegó una nueva ola de prosperidad que atrajo a desocupados de todo el país. Era lógico, pues, suponer que Nicholas Easter se había mudado a Biloxi por la misma razón que otros muchos. Lo extraño de su caso es que no hubiera esperado algún tiempo antes de darse de alta en el censo electoral.
Easter conducía un escarabajo, un modelo Volkswagen del año 69. El rostro que ocupaba la pantalla fue reemplazado inmediatamente por una foto del vehículo en cuestión. No era un gran descubrimiento. Veintisiete años, soltero, presunto estudiante… Nicholas era el tipo de persona de quien podría esperarse una elección semejante. En el parachoques no había ningún adhesivo, nada que pudiera dar indicios sobre la filiación política de Easter, su conciencia social o su equipo favorito. Tampoco llevaba adhesivos del aparcamiento de la universidad; ni siquiera una calcomanía gastada con el nombre del concesionario. En pocas palabras, el coche no aportaba nada nuevo a la investigación; nada excepto la certeza de que su dueño tenía un bajo nivel de renta.
El tipo que manejaba el proyector y llevaba la voz cantante era Carl Nussman, un abogado de Chicago que había abandonado el ejercicio del derecho para fundar su propia asesoría jurídica. A cambio de una pequeña fortuna, Carl Nussman y su equipo se comprometían a escoger el jurado más favorable a la causa de su cliente. Recababan información, hacían fotografías, grababan voces y enviaban a rubias con vaqueros ceñidos allá donde hiciera falta. Carl y sus socios se movían siempre en la periferia de las normas legales y éticas, pero habría sido imposible encontrar la manera de llevarlos ante los tribunales. Al fin y al cabo, no había nada ilegal ni inmoral en el hecho de fotografiar a los futuros miembros de un jurado. La asesoría había llevado a cabo una serie exhaustiva de encuestas telefónicas a lo largo y ancho del condado de Harrison: de la primera hacía seis meses; de la segunda, dos; y de la tercera, apenas uno. El objetivo de tales encuestas había sido evaluar el estado de opinión de la comunidad respecto a varios temas relacionados con el tabaco, a fin de definir el perfil de los candidatos más adecuados. Movidos por el mismo afán, habían hecho todas las fotografías imaginables y averiguado hasta el último trapo sucio del condado. En aquel momento, la asesoría disponía de un informe sobre cada uno de los miembros del futuro jurado.
Carl apretó de nuevo el botón. El escarabajo dejó paso enseguida a una instantánea anodina de un bloque de apartamentos de paredes desconchadas. Uno de ellos era el hogar de Nicholas Easter. El rostro del joven reapareció al cabo de un segundo por obra y gracia del proyector.
–Del número cincuenta y seis sólo tenemos estas tres -dijo Carl algo contrariado.
Nussman se volvió hacia el autor de las fotos, uno de los innumerables fisgones a sueldo que trabajaban para él. Al parecer, el riesgo de ser descubierto le había impedido realizar un reportaje más amplio. El fotógrafo estaba sentado de espaldas a la pared, al fondo de la sala, frente a la mesa que ocupaban abogados, ayudantes y expertos en selección de jurados. Estaba aburrido, se moría de ganas de salir de allí. Eran las siete de la tarde del el viernes y, teniendo en cuenta que quien ocupaba la pantalla era el candidato número cincuenta y seis, aún quedaban otros ciento cuarenta por evaluar. El fin de semana iba a ser una pesadilla. Necesitaba una copa.
Media docena de abogados en mangas de camisa y con aspecto desaliñado garabateaban notas interminables; sólo de vez en cuando levantaban la vista de la mesa para examinar el rostro de Nicholas Easter, proyectado detrás de Carl. Expertos en selección de jurados de casi todas las especialidades imaginables -psiquiatras, sociólogos, grafólogos, catedráticos de derecho y un largo etcétera- barajaban papeles y hojeaban los dos centímetros y medio de información que habían vomitado los ordenadores. No sabían qué hacer con Easter. Sospechaban que mentía y que escondía deliberadamente su pasado, pero sobre el papel -y sobre la pantalla- seguía pareciendo un buen candidato.
Tal vez no estuviera mintiendo. Tal vez el año anterior hubiera estado matriculado en alguna escuela universitaria de bajo presupuesto del este de Arizona. Tal vez se les había pasado por alto aquel detalle.
Dejad en paz al pobre muchacho, pensó el fotógrafo sin atreverse a compartir sus pensamientos con los demás. Era consciente de que, entre tanto petimetre bien educado y bien pagado, él no era más que un cero a la izquierda. Además, no le pagaban por hablar.
Carl lanzó otra mirada al fotógrafo y carraspeó.
–Número cincuenta y siete -anunció.
La cara sudorosa de una joven progenitora ocupó la pantalla y provocó la hilaridad de al menos dos de los presentes.
–Traci Wilkes -dijo Carl como si la conociera de toda la vida.
Hubo un ligero movimiento de papeles sobre la mesa.
–Treinta y tres años, dos hijos, casada con un médico, dos clubs de campo, dos gimnasios y una lista completa de otras asociaciones.
Mientras enumeraba estos datos de memoria, Carl jugueteaba con el botón del proyector. El rostro sonrosado de la pantalla fue sustituido por una instantánea en la que Traci aparecía haciendo jogging por la calle. Estaba pletórica con su conjunto de lycra rosa y negro, sus zapatillas Reebok impecables, su visera blanca sobre el último grito en gafas de sol deportivas reflectantes y la melena recogida en una pulcra coleta. En el cochecito de jogging que empujaba frente a ella iba un niño pequeño. Era evidente que Traci vivía para sudar. Estaba bronceada y en forma, pero no tan delgada como habría cabido esperar.
Al parecer, tenía algunas malas costumbres. La fotografía siguiente mostraba a Traci en su furgoneta Mercedes de color negro, con niños y perros asomados a todas las ventanillas. Otra instantánea había sorprendido a Traci en el momento de depositar la compra en el mismo vehículo; llevaba unas zapatillas diferentes y unos pantalones cortos muy ajustados, y tenía el aspecto de quien aspira a conservar eternamente una apariencia atlética. Había sido fácil seguirle la pista porque no paraba de hacer cosas hasta que caía rendida, y porque nunca tenía tiempo de fijarse en lo que sucedía a su alrededor.
Carl pasó rápidamente las imágenes correspondientes a la residencia de los Wilkes, un caserón de tres plantas construido en las afueras y cubierto de placas que anunciaban la profesión del cabeza de familia. Ninguna de estas fotografías mereció los comentarios de Nussman, que había reservado lo mejor para el final. En la última instantánea, tomada en el parque, Traci volvía a aparecer empapada en sudor, a escasos metros de una bicicleta de diseño tirada sobre la hierba. Sentada a la sombra de un árbol, a cubierto de miradas indiscretas y medio escondida, la joven fumaba un cigarrillo.
El fotógrafo esbozó una sonrisa estúpida. Aquél era su mejor trabajo, una instantánea obtenida a cien metros de distancia que mostraba a la esposa del doctor fumando a hurtadillas. La verdad es que no sospechaba siquiera que la joven fumara. Él mismo estaba fumando tan tranquilo cerca de una pasarela del parque cuando Traci pasó por su lado a toda prisa. El fotógrafo siguió merodeando por el parque media hora, hasta que la vio detenerse y buscar algo en la bolsa de la bici.
Durante un instante fugaz, mientras contemplaban la imagen de Traci sentada bajo el árbol, los presentes dejaron a un lado su mal humor.
–Supongo que todos estamos de acuerdo en escoger a la número cincuenta y siete -dijo Carl.
Nussman tomó nota del nombre de la candidata y bebió un sorbo de café frío de un vaso de papel. Pues claro que escogería a Traci Wilkes. ¿Quién no iba a querer a la esposa de un médico en el jurado cuando los abogados del demandante pedían millones en concepto de daños y perjuicios? ¡Ojalá todo el jurado estuviera compuesto por esposas de médicos! Lástima que eso no fuera posible. El hecho de que Traci tuviera debilidad por los pitillos no era sino una ventaja adicional.
El candidato número cincuenta y ocho era un trabajador de los astilleros Ingalls de Pascagoula. Cincuenta años, varón, de raza blanca, divorciado y dirigente sindical. Carl proyectó una imagen de la camioneta Ford del candidato, y ya estaba a punto de resumir la vida del mismo cuando la puerta se abrió para dejar paso al señor Rankin Fitch. Carl se detuvo. Los abogados se irguieron de repente y demostraron un súbito interés por la pantalla. Acto seguido empezaron a escribir febrilmente, como si aquella camioneta Ford fuera a convertirse en una pieza de museo. Los expertos en selección de jurados también pusieron manos a la obra y empezaron a tomar notas en serio, cuidándose mucho de no cruzar su mirada con la del recién llegado.
Fitch había vuelto. Fitch estaba en la habitación.
El intruso cerró la puerta tras de sí, sin prisas, dio unos cuantos pasos en dirección a la mesa y miró a todos los presentes. Aquello parecía más un gruñido que una mirada. La carne hinchada que rodeaba sus ojos oscuros se contrajo hacia el centro; los profundos pliegues que le surcaban la frente se estrecharon aún más. Mientras su gran caja torácica aumentaba y disminuía de tamaño acompasadamente, los demás dejaron de respirar durante un par de segundos. Fitch abría la boca para ingerir alimentos y bebidas, y también para hablar de tarde en tarde, pero jamás para sonreír.
Fitch estaba malhumorado, como de costumbre. ¿Qué otra cosa podía esperarse de un hombre que no desfruncía el entrecejo ni para dormir? Sólo quedaba por ver si la emprendería a insultos y amenazas -quizás incluso a golpes- con todo quisque o si se conformaría con tragar bilis. Uno nunca sabía a qué atenerse con aquel tipo. Fitch se detuvo junto a la mesa, entre dos jóvenes abogados asociados al bufete, dos socios comanditarios remunerados con sueldos de seis cifras, copropietarios de aquella sala y del resto del edificio. Fitch no pasaba de ser un forastero llegado de Washington, un intruso que llevaba un mes gruñendo y ladrando por los pasillos. Y sin embargo, ninguno de los dos licenciados se atrevió a mirarlo.
–¿Qué número? – preguntó Fitch.
–El cincuenta y ocho -respondió Carl al punto, deseoso de complacer al recién llegado.
–Volvamos al cincuenta y seis -exigió Fitch. Carl pasó las últimas imágenes hacia atrás hasta que el rostro de Nicholas Easter volvió a aparecer en la pantalla. Abogados y peritos rebuscaron entre sus papeles.
–¿Qué se sabe de él? – preguntó Fitch.
–Nada nuevo -admitió Carl con la mirada baja.
–Espléndido. ¿Cuántos misterios quedan por resolver entre los ciento noventa y seis?
–Ocho.
Fitch soltó un bufido y demostró su decepción con un movimiento de cabeza. Todos esperaban un acceso de cólera, que finalmente no se produjo. Fitch se acarició la canosa y acicalada perilla durante unos segundos y, sin apartar la vista de Carl, esperó hasta que la gravedad del momento se hubo hecho patente.
–Quiero a todo el mundo trabajando hasta la medianoche -ordenó entonces- y mañana por la mañana desde las siete en punto. Y lo mismo el domingo.
Dicho esto, dio media vuelta y abandonó la sala dando un portazo. El aire dejó de ser irrespirable de inmediato. Los abogados, los asesores, Carl y todos los demás consultaron al unísono sus relojes. Acababan de conminarlos a permanecer treinta y nueve de las cincuenta y tres horas siguientes en aquella habitación, mirando fotografías ampliadas de caras que ya habían visto, memorizando el nombre, la fecha de nacimiento y el estado civil de casi doscientas personas.
Y lo peor era que ninguno de los presentes albergaba ni la más pequeña duda de que todos cumplirían las órdenes recibidas. Ni la más pequeña duda.
Fitch descendió la escalera que conducía hasta la planta baja del edificio. Allí le esperaba su chofer, un hombre corpulento llamado José. Además de las gafas oscuras, que sólo se quitaba en la ducha y en la cama, José llevaba un traje negro y unas botas vaqueras del mismo color. Fitch abrió una puerta sin llamar e interrumpió una reunión. Cuatro abogados y sus respectivos ayudantes llevaban varias horas encerrados estudiando las declaraciones grabadas de los primeros testigos del demandante. La cinta de vídeo acabó segundos después de la irrupción de Fitch, que se fue por donde había venido tras dirigir cuatro palabras a uno de los juristas. José siguió a su jefe a través de un corredor lleno de libros que los condujo hasta otro pasillo, donde Fitch abrió otra puerta y asustó a otro puñado de abogados.
Whitney Cable White era el bufete más grande de la Costa del Golfo. Fitch había escogido personalmente a los ochenta miembros que lo integraban, y esa elección les reportaría varios millones de dólares en concepto de honorarios. Para hacerse con el dinero, sin embargo, tendrían que soportar primero las injerencias de aquel tirano inmisericorde llamado Rankin Fitch.
Cuando ya no quedaba en el edificio un solo empleado que no estuviera al tanto de su presencia y aterrorizado por sus movimientos, Fitch decidió marcharse. Salió a la calle y esperó a José bajo el tibio sol de octubre. Tres manzanas más lejos, en la mitad superior de un edificio ocupado anteriormente por una entidad bancaria, divisó las ventanas iluminadas de otras oficinas. Sí, el enemigo seguía al pie del cañón. Tras aquellos cristales, los abogados del demandante y varios grupos de peritos examinaban conjuntamente un montón de fotografías tomadas con teleobjetivo. En otras palabras, hacían básicamente lo mismo que su propio equipo. El juicio iba a empezar aquel mismo lunes con el proceso de selección del jurado, y Fitch sabía que sus adversarios también trabajaban sin descanso para memorizar los nombres y las caras de los candidatos. Estaba seguro de que ellos también se estaban preguntando quién demonios era ese tal Nicholas Easter y de dónde había salido. ¿Y Ramon Caro, Lucas Miller, Andrew Lamb, Barbara Furrow y Delores DeBoe? ¿Quién era toda aquella gente? Sólo en un estado como Mississippi, en un rincón dejado de la mano de Dios, podían encontrarse listas de candidatos tan poco actualizadas. Fitch había dirigido con anterioridad la defensa de otros ocho casos, cada vez en un estado diferente, y le constaba que otras jurisdicciones ya habían informatizado el censo y se ocupaban de actualizarlo periódicamente de manera que, cuando uno recibía la lista con los nombres de los futuros jurados, no tuviera que preocuparse de averiguar cuántos habían muerto ya.
Rankin Fitch siguió contemplando las luces distantes con expresión perpleja. Le habría gustado saber cómo pensaban repartirse el botín aquel atajo de buitres, si lograban salirse con la suya, claro está. ¿Cómo iban a ponerse de acuerdo a la hora de dividir las ganancias? Comparado con la degollina que tendría lugar si obtenían un veredicto favorable y conseguían hacerse con el ansiado despojo, aquel juicio parecería una simple escaramuza.
Fitch resumió la repugnancia que le inspiraban las maniobras de sus oponentes en un escupitajo. Después encendió un cigarrillo y lo sostuvo con fuerza entre sus dedos gordezuelos.
José aparcó junto a la acera un coche familiar de cristales ahumados, alquilado y reluciente, para que Fitch pudiera ocupar su lugar en el asiento delantero. También levantó la vista hacia las oficinas de los abogados del enemigo al pasar por delante, pero sabía que su jefe no era amigo de charlas y se abstuvo de hacer ningún comentario al respecto. Pronto dejaron atrás el juzgado de Biloxi y un baratillo semiabandonado cuya trastienda albergaba otras dependencias pertenecientes a Fitch y los suyos. El mobiliario era precario y alquilado, y nunca faltaba una capa de aserrín en el suelo.
Al llegar a la playa, el automóvil se dirigió hacia el oeste por la autopista 90 y siguió avanzando con dificultad en medio de un intenso tráfico rodado. Era viernes por la noche, y los casinos estaban abarrotados de gente que apostaba el poco dinero que tenía y era capaz de perderlo todo menos la esperanza de recuperarlo al día siguiente. Fitch y José tardaron un buen rato en salir de Biloxi y atravesar Gulfport, Long Beach y Pass Christian. Poco después abandonaron la costa y pasaron un control de seguridad establecido a orillas de una laguna.
En una terraza elevada varios metros sobre el agua, cuatro hombres de aspecto respetable conversaban y bebían mientras esperaban la llegada de una visita. Aunque las exigencias del negocio los convertían a menudo en adversarios acérrimos, aquella tarde habían dejado a un lado sus diferencias para jugar al golf -un recorrido de dieciocho hoyos- y compartir un piscolabis de gambas y ostras a la plancha. Más tarde, reunidos en la terraza, amenizaban la espera con unas copas y la contemplación de las aguas negras de la laguna. La sola idea de estar un viernes por la noche lejos de casa, en la Costa del Golfo nada menos, los ponía de mal humor.
Con el negocio en juego, sin embargo, y dada la importancia crucial de los asuntos que se traían entre manos, la tregua y la compañía se hacían llevaderas. Cada uno de aquellos cuatro hombres presidía una gran sociedad anónima -una de las quinientas empresas más rentables según la clasificación de la revista Fortune- con cotización en la Bolsa de Nueva York. La menor de las sociedades había obtenido el año anterior ventas por valor de seiscientos millones de dólares; la mayor, por valor de cuatro mil millones. Las cuatro eran sinónimos de pingües beneficios, grandes dividendos, accionistas satisfechos y presidentes con ganancias millonarias.
Cada una de aquellas sociedades era un conglomerado -por llamarlo de alguna manera- de empresas articuladas en varias divisiones, con una producción muy diversificada, grandes presupuestos publicitarios y nombres tan insípidos como Trellco o Smith Greer, nombres escogidos para disimular el hecho de que, en el fondo, no eran más que compañías tabacaleras. Las cuatro -en círculos financieros se las conocía como las Cuatro Grandes- podían declararse herederas directas de los comerciantes de tabaco que operaban en Virginia y las Carolinas durante el siglo diecinueve. Producían cigarrillos -juntas abastecían el noventa y ocho por ciento de la demanda en Estados Unidos y Canadá- y otras manufacturas como palancas, cortezas de maíz o tinte capilar, pero bastaba escarbar un poco en los libros para ver que el grueso de sus beneficios procedía de la venta de tabaco. Las Cuatro Grandes se habían sometido a fusiones, cambios de nombre y otras operaciones para mejorar su imagen pública, pero las asociaciones de consumidores, los médicos y hasta los políticos seguían adelante con su campaña de aislamiento y desprestigio.
Desde hacía algún tiempo, además, los abogados venían pisándoles los talones. Viudas y huérfanos de todo el país se dedicaban a interponer demandas y pedir enormes sumas de dinero so pretexto de que los cigarrillos causaban cáncer de pulmón. Dieciséis de las demandas habían prosperado y, aunque las tabacaleras habían ganado todos los juicios, lo cierto es que se sentían cada vez más acosadas; sabían que una sola sentencia millonaria provocaría una auténtica reacción en cadena.
Los picapleitos iniciarían una ofensiva publicitaria sin precedentes para convencer a fumadores y familiares de fumadores fallecidos de la oportunidad de acudir a los tribunales mientras soplaran vientos favorables.
Por regla general, aquellos cuatro hombres procuraban no sacar a relucir el tema cuando estaban a solas. En aquella ocasión, sin embargo, el alcohol los empujaba a dejar a un lado la discreción y echar sapos y culebras por la boca. Apoyados en la barandilla de la terraza, con la mirada fija en la superficie del agua, dejaron la abogacía y el sistema americano de reparación de daños a la altura del betún. Cada año invertían millones en subvencionar a varios grupos que, desde Washington, intentaban influir en la reforma de las leyes de responsabilidad extracontractual de modo que sus empresas quedaran libres del acoso de los picapleitos. Necesitaban con urgencia un escudo que los protegiera de tanta presunta víctima, pero, por el momento, todos sus esfuerzos habían sido en vano. Allí estaban, sin ir más lejos, reunidos en un rincón perdido del estado de Mississippi y angustiados por el desenlace del enésimo litigio.
En respuesta a la persecución creciente de que eran objeto por parte de los tribunales, las Cuatro Grandes habían decidido presentar un frente común. El Fondo -nombre con el que era conocida la aportación monetaria conjunta a dicho frente- no tenía límites y no dejaba rastro. Dicho de otro modo: no existía. El Fondo servía para sufragar operaciones comprometidas durante los juicios; para dotar a la defensa de los mejores y más taimados abogados, los peritos más hábiles, los asesores más sutiles. Las actividades financiadas por el Fondo no conocían restricción alguna. Después de dieciséis victorias, los miembros del Fondo empezaban a preguntarse si habría algo que el Fondo no fuera capaz de conseguir. Cada sociedad anónima desviaba tres millones anuales hacia el Fondo, pero el dinero no llegaba a su destino hasta haber completado un recorrido tortuoso. Ningún contable, ningún auditor, ningún representante de la ley y el orden había llegado a sospechar siquiera la existencia de aquel fondo de reptiles.
El administrador del dinero era Rankin Fitch, un hombre al que todos despreciaban pero cuyas decisiones acataban sin rechistar. Él era la visita que esperaban. De hecho, se habían reunido en aquel lugar porque Fitch lo había dispuesto, y no se separarían ni volverían a encontrarse hasta que él lo creyera oportuno. Si soportaban la humillación de estar siempre a su disposición era porque aún no había perdido ningún juicio. Fitch tenía en su haber ocho sentencias desestimatorias, y también había que agradecer a sus artes dos juicios nulos -aunque de esto último, lógicamente, no había pruebas.
Un subalterno llevó a la terraza una bandeja con cuatro combinados distintos, preparados siguiendo escrupulosamente las instrucciones de cada uno de los interesados.
–Ya ha llegado Fitch -dijo alguien mientras se vaciaba la bandeja. Los cuatro apuraron las bebidas a la vez y de un solo trago para dirigirse inmediatamente al gabinete.
Entre tanto, Fitch bajó del coche justo delante de la puerta. Nada más cruzar el umbral, un esbirro le ofreció un vaso de agua mineral sin hielo. Fitch nunca bebía, aunque en cierto período de su pasado había consumido el alcohol suficiente para mantener un barco a flote. El recién llegado no dio las gracias al camarero ni dio muestras siquiera de haberlo visto. En vez de eso, se dirigió hacia la falsa chimenea y esperó a que los cuatro hombres de negocios ocuparan sus asientos. Otro lacayo se aventuró a acercarse a Fitch con una bandeja que contenía las sobras del piscolabis y fue rechazado con un gesto. Aunque nunca se le había sorprendido con las manos en la masa, circulaban rumores de que Fitch comía de vez en cuando. Eran prueba fehaciente de ello su volumen pectoral, el perímetro de su cintura, la papada que la perilla no acababa de disimular y un amondongamiento general. Con todo, Fitch ponía un especial cuidado en elegir siempre trajes oscuros y no desabrocharse la chaqueta, y sabía llevar su humanidad con notable empaque.
–Ultimas noticias -dijo Fitch cuando consideró que los mandamases habían tenido tiempo suficiente para sentarse-. En estos momentos, la defensa en pleno está trabajando a toda máquina, y seguirá haciéndolo durante el fin de semana. La selección de jurados avanza a buen ritmo. El equipo de asesores está preparado. Todos los testigos saben qué deben decir, y todos los expertos han llegado a la ciudad. Hasta ahora no ha habido ningún problema.
–¿Qué hay de los miembros del jurado? – preguntó D. Martin Jankle al cabo de unos segundos, cuando se hubo asegurado de que Fitch había terminado.
Jankle era el elemento más inestable del grupo. Presidía la U-Tab, abreviatura de una antigua empresa que durante años se llamó Union Tobacco pero que, de resultas de una reciente campaña de imagen, operaba entonces con el nombre de Pynex. Las partes enfrentadas en el juicio que estaba a punto de empezar eran precisamente Wood y Pynex, de modo que en aquella ocasión Jankle se encontraba en primera línea de fuego. Pynex ocupaba el tercer lugar del grupo en tamaño, y había efectuado ventas por valor de casi dos mil millones a lo largo del año anterior. También era, desde el último trimestre, la mayor de las Cuatro Grandes en cuanto a reservas en metálico. Así pues, el litigio no podía ser más inoportuno. A poco que se lo propusieran sus adversarios, el jurado pronto estaría al corriente de la situación financiera de Pynex. Unas cuantas fotocopias ampliadas, y los más de ochocientos millones de líquido dejarían de ser un secreto.
–Estamos en ello -respondió Fitch-. Hay ocho nombres que aún se nos resisten. Cuatro podrían haber muerto o cambiado de domicilio. Los otros cuatro están vivos y se espera que se presenten en el juzgado el lunes.
–Un solo jurado con ideas propias puede contagiar al resto -dijo Jankle, que había ejercido la abogacía en Louisville antes de fichar por U-Tab y se empeñaba en recordar a Fitch que no trataba con un vulgar leguleyo.
–Me doy perfecta cuenta de ello -lo atajó Fitch.
–Necesitamos saber quiénes son.
–Estamos haciendo todo lo posible. No tenemos la culpa de que este estado no actualice las listas igual que los demás.
Jankle tomó un buen trago de su bebida y se quedó mirando fijamente a Fitch. Al fin y al cabo, él era el presidente de una de las empresas más importantes del país, mientras que aquel tipo era un matón de lujo que no le llegaba ni a la suela de los zapatos. Fuera cual fuese su cargo -asesor, agente, intermediario-, el caso es que trabajaba para ellos. En aquel momento disfrutaba de cierta influencia, claro está, y le gustaba pavonearse y tratar a la gente a gritos para demostrar que tenía la sartén por el mango, pero qué demonios, eso no significaba que no fuera un gorila venido a más. Jankle no consideró oportuno compartir con los demás estas reflexiones.
–¿Alguna otra duda? – le preguntó Fitch dando a entender que su pregunta había sido fruto de la irreflexión y que, si no tenía nada más productivo que decir, era mejor que no abriera la boca.
–¿Son de fiar esos abogados? – preguntó Jankle no por primera vez.
–Creo que de eso ya hemos hablado -respondió Fitch.
–Pues volveremos a hacerlo si a mí me da la gana.
–¿Por qué le preocupan nuestros abogados? – le preguntó Fitch.
–Porque…, bueno, porque son de por aquí.
–Entiendo. Y sin duda es usted de la opinión que, dada la composición del jurado, sería aconsejable traer unos cuantos abogados de Nueva York. ¿Le gustaría llamar a alguien de Boston?
–No, no, lo que quiero decir es que…, en fin, que nunca han llevado un caso como éste.
–Eso es porque nunca había habido un caso como éste en la Costa del Golfo. ¿Debo interpretar sus palabras como una queja?
–Estoy preocupado, eso es todo.
–Hemos contratado a los mejores abogados de esta parte del país -dijo Fitch.
–¿Y por qué trabajan por tan poco dinero?
–¿Poco dinero? La semana pasada le preocupaban los gastos. Y ahora resulta que los abogados no cobran bastante. ¿En qué quedamos?
–El año pasado pagamos a los abogados de Pittsburgh a cuatrocientos pavos la hora. En cambio, éstos trabajan por doscientos. No me parece lógico.
Fitch frunció el entrecejo y miró a Luther Vandemeer, presidente de la Trellco.
–No estoy seguro de haberlo entendido bien -dijo-. O a lo mejor es que está de guasa. Resulta que nos gastamos cinco millones de dólares en este caso y ahora le da miedo que esté escatimando.
Fitch dedicó un gesto de desdén a Jankle. Vandemeer sonrió y tomó un trago.
–El caso de Oklahoma costó más de seis millones -insistió Jankle.
–Y ganamos. No recuerdo haber oído ninguna queja después del fallo…
–No me estoy quejando. Sólo digo que estoy preocupado.
–¡Estupendo! Ahora mismo vuelvo al despacho, convoco a todos los abogados y les digo que mis clientes no están contentos con la factura. «Mirad, ya sé que os estáis forrando a nuestra costa, pero tenéis que esforzaros un poco más. Mis clientes quieren que subáis los precios. Aprovechad la ocasión, chicos; nos estáis saliendo demasiado baratos.» ¿Le parece buena idea?
–Cálmate, Martin -intervino Vandemeer-. El juicio aún no ha comenzado. Ya verás como estaremos hartos de abogados antes de irnos de aquí.
–Sí, ya lo sé, pero este juicio es diferente. Todos lo sabemos. – El eco de estas palabras se fue apagando mientras Jankle levantaba el vaso.
Jankle era el único miembro del grupo que tenía problemas con la bebida. La empresa había conseguido que se sometiera a una discreta cura de desintoxicación seis meses atrás, pero la tensión del pleito había vuelto a hacer mella en sus nervios.
Fitch, alcohólico redimido, sabía que Jankle estaba en apuros, y también que tendría que testificar al cabo de algunas semanas. Como si no tuviera bastante de qué preocuparse, ahora le tocaba cargar con la responsabilidad de que D. Martin Jankle llegara sobrio al estrado. La flaqueza de su cliente lo sacaba de quicio.
–Supongo que el demandante también estará preparado -dijo otro de los mandamases.
–Supone bien -concedió Fitch encogiéndose de hombros-. Lo que es abogados no le faltan.
Según el último recuento, el equipo del demandante contaba con ocho abogados. Al parecer, ocho de los bufetes especializados más grandes del país habían desembolsado un millón de dólares por cabeza para financiar aquella confrontación con la industria tabacalera. Habían escogido el demandante más adecuado, la viuda de un hombre llamado Jacob L. Wood, y el escenario más propicio, la Costa del Golfo. Las leyes de responsabilidad extracontractual del estado de Mississippi eran las más jugosas del país, y los jurados de Biloxi tenían cierta reputación de generosidad. Y por si todo eso fuera poco, les había tocado en suerte el juez que, de haber podido, ellos mismos habrían elegido. El abogado Frederick Harkin había defendido ante los tribunales muchas reclamaciones de daños y perjuicios antes de que un ataque al corazón lo empujara hacia la judicatura.
A ninguno de los presentes se le escapaba que aquel caso no era como los que habían superado anteriormente.
–¿Cuánto se han gastado?
–No tengo acceso a esa información -respondió Fitch-, aunque ha llegado a nuestros oídos que su provisión de fondos podría ser más modesta de lo que se ha divulgado. Es posible que hayan tenido problemas para recaudar la aportación inicial de algunos abogados. En cualquier caso, llevan invertidos varios millones. Y cuentan con el apoyo de una docena de asociaciones de consumidores dispuestas a prestarles asesoramiento.
Jankle hizo tintinear los cubitos de hielo y apuró las últimas gotas de su bebida, la cuarta. La habitación quedó en silencio durante un instante. Fitch se puso de pie. Los otros miembros del grupo bajaron la vista.
–¿Cuánto durará? – preguntó Jankle al fin.
–De cuatro a seis semanas. El proceso de selección suele ser rápido por estos lares. Seguramente ya tendremos jurado el miércoles.
–El juicio de Allentown duró tres meses -arguyó Jankle.
–Esto no es Kansas, señor sabelotodo. Preferiría un juicio de tres meses?
–No, si yo sólo… Jankle enmudeció avergonzado.
–¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos aquí? – preguntó Vandemeer mientras consultaba el reloj en un acto reflejo.
–Me da exactamente igual. Pueden irse ahora mismo o esperar hasta que haya terminado la selección del jurado. Para eso tienen aviones privados. Si les necesito, ya sé dónde encontrarlos. – Fitch dejó el vaso de agua en la repisa de la chimenea y echó un vistazo a su alrededor.
–¿Algo más? – preguntó antes de irse. Al no obtener respuesta alguna, añadió-: Así me gusta.
Los cuatro hombres oyeron que Fitch le decía algo a José mientras abría la puerta y salía. En silencio, todos fijaron la vista en la elegante moqueta que cubría el suelo. Estaban preocupados por el juicio que empezaba el lunes y por otras muchas otras.
Jankle encendió un cigarrillo con manos trémulas.
Wendall Rohr amasó su primera fortuna en el negocio de las demandas judiciales a raíz de un incendio en una plataforma petrolífera del Golfo que causó quemaduras graves a dos trabajadores de la Shell. Rohr logró embolsarse casi dos millones de dólares, y eso le valió de inmediato un puesto entre los abogados estrella. A la edad de cuarenta años, al cabo de unos cuantos casos más y de algunas inversiones, Rohr era conocido por la política agresiva de su bufete y por sus habilidades retóricas en el estrado. Entonces llegaron las drogas, el divorcio y una serie de fracasos que lo arruinaron financiera y personalmente. A sus cincuenta años, se encontró haciendo encargos de pasante y defendiendo a ladronzuelos como tantos otros colegas. Hasta que una ola de amiantosis barrió la Costa del Golfo y Wendall Rohr aprovechó la oportunidad para volver al candelero. El amianto le sirvió para amasar una segunda fortuna que se propuso no echar a perder. Así pues, organizó otro bufete, reformó unas oficinas e incluso encontró una joven esposa. Sin alcohol y sin pastillas, Rohr empleó toda su energía en demandar a la empresa americana en nombre de la ciudadanía damnificada. Su segundo ascenso a la gloria de los letrados fue aún más rápido que el primero. Rohr se dejó crecer una barba venerable, se engominó el pelo, se volvió radical y se convirtió en un asiduo conferenciante.
Rohr conoció a Celeste Wood, viuda de Jacob Wood, a través del joven abogado a quien el difunto había confiado la redacción de su testamento al ver acercarse el final. Jacob Wood falleció a la edad de cincuenta y un años después de haber fumado tres paquetes de cigarrillos diarios durante casi tres décadas. En el momento de su muerte, desempeñaba el cargo de jefe de producción en un astillero y ganaba cuarenta mil dólares al año.
En manos de un abogado menos ambicioso, la cosa podría haber quedado en un cadáver con los pulmones llenos de humo, uno entre tantos otros. Pero Rohr había sabido tejer una red de amistades profesionales a partir de un gran sueño común. Todos los miembros del círculo eran abogados especializados en demandas de responsabilidad civil interpuestas contra fabricantes de diferentes productos. Todos se habían hecho millonarios gracias a los implantes de silicona, los revestimientos Dalkon y el amianto. Varias veces al año se reunían para buscar la manera de explotar el único filón que aún se les resistía, el de la industria tabacalera. Ningún otro producto manufacturado legalmente en la historia de la humanidad había matado a tanta gente como el tabaco. Y los fabricantes de cigarrillos tenían los bolsillos tan hondos que los billetes se les enmohecían en el fondo.
Rohr aportó el primer millón, y con el tiempo consiguió la colaboración de otros siete bufetes. El grupo obtuvo entonces sin dificultad el apoyo del Grupo Operativo contra el Tabaco, la Coalición por un Mundo sin Humo, el Fondo pro Compensación de las Víctimas del Tabaco y un puñado de asociaciones de consumidores y organismos de control. Acto seguido se procedió a organizar el consejo que asesoraría a la demandante durante el juicio. Como era de esperar, Wendall Rohr fue nombrado presidente de dicho consejo y representante legal del caso. Finalmente, y con la máxima notoriedad posible, el grupo de Rohr interpuso la demanda correspondiente en el juzgado del condado de Harrison, en el estado de Mississippi. De eso hacía ya cuatro años.
Según las investigaciones llevadas a cabo por Fitch, el caso Wood sería el número cincuenta y cinco en su género. Con anterioridad, y por razones varias, los tribunales no habían admitido a trámite treinta y seis demandas similares; de las restantes, dieciséis habían prosperado sin merecer sentencias estimatorias, y dos se habían saldado con una declaración de nulidad de actuaciones. En resumen, hasta la fecha ningún jurado había emitido un veredicto desfavorable a los intereses que él defendía; ni un solo centavo había ido a parar a los bolsillos de un litigante de resultas de un pleito contra la industria tabacalera.
Según la teoría de Rohr, sin embargo, ninguno de los cincuenta y cuatro intentos precedentes había contado con el respaldo de un grupo como el suyo; ningún demandante había sido representado por abogados con medios suficientes para tratar a la defensa de igual a igual.
En eso, Fitch y Rohr estaban de acuerdo.
El plan de Rohr -o, mejor dicho, su estrategia a largo plazo- era tan sencillo como brillante. En Estados Unidos había cien millones de fumadores. No todos padecían cáncer de pulmón, cierto, pero sí más de los que necesitaba para no tener que buscar trabajo hasta el día de su jubilación. Una vez ganado el primer caso, sólo le restaría sentarse a esperar la avalancha de clientes. Cualquier abogaducho con pretensiones y una viuda desconsolada a mano se vería capaz de promover un pleito por cáncer de pulmón. Rohr y los suyos podrían incluso permitirse el lujo de elegir los casos más suculentos.
El cuartel general de Rohr se encontraba a escasos minutos del juzgado y ocupaba las tres últimas plantas de la antigua sede de una entidad bancaria. Aquel viernes por la noche, ya tarde, Wendall Rohr abrió una puerta y entró discretamente en una sala oscura donde Jonathan Kotlack, de San Diego, dirigía una sesión de visionado de diapositivas. Kotlack se encargaba del proceso previo de investigación y selección del jurado, mientras que a Rohr le correspondía llevar el peso del interrogatorio. La larga mesa que ocupaba el centro de la habitación estaba cubierta de papeles y tazas de café. Distribuido alrededor de la mesa, un grupo de expertos contemplaba con ojos somnolientos otra cara proyectada en la pared.
Era Nelle Robert, de origen francés, cuarenta y seis años, divorciada, víctima de una violación, empleada de banca, no fumadora, muy obesa y, por consiguiente, no apta como jurado según el método Rohr. Wendall Rohr nunca escogería a una mujer gorda fuera cual fuese la opinión de los expertos y hasta del mismísimo Kotlack. No quería gordas en el jurado, sobre todo si estaban solteras, porque -decía- tendían a ser tacañas e intransigentes.
Rohr se sabía de memoria los nombres de todos los candidatos, tenía grabadas sus caras, y ya no podía más. Estaba harto de ellos y de todos los detalles que había tenido que memorizar. Salió al pasillo, se frotó los ojos y bajó la escalera de sus lujosas oficinas para dirigirse a la sala de conferencias. Allí, el Comité de Documentación intentaba poner en orden miles de papeles bajo la atenta mirada de André Durond, de Nueva Orleans. En aquel momento -eran casi las diez de la noche del viernes-, había más de cuarenta personas trabajando sin descanso en el bufete de Wendall H. Rohr.
Sin perder de vista a sus subordinados, Rohr habló con Durond durante algunos minutos. A continuación salió de la habitación y puso rumbo a la siguiente. Había acelerado el paso. Su nivel de adrenalina estaba llegando al máximo. Sabía que los abogados de las compañías tabacaleras estaban trabajando en la otra punta de la calle con el mismo ahínco.
Wendall H. Rohr pensó que ninguna otra cosa en la vida era comparable a la emoción de participar en un gran pleito.
A las ocho de la mañana del lunes ya había empezado a congregarse en el patio, al otro lado de las grandes puertas de madera que conducían a la sala de vistas, una pequeña multitud. En un rincón, por ejemplo, se había formado un corrillo de jóvenes uniformados con trajes oscuros. Todos guardaban un enorme parecido entre sí: aspecto cuidado, pelo corto y engominado, gafas con montura de concha o, en su defecto, un par de tirantes asomando por debajo de la chaqueta entallada. Eran analistas financieros especializados en valores de industrias tabacaleras, y habían llegado al Sur procedentes de Wall Street para seguir de cerca los primeros pasos del caso Wood.
Otro grupo, más numeroso que el anterior pero mucho menos compacto, iba ocupando por momentos el centro del patio. Todos sus miembros sostenían en la mano, como si de un incómodo apéndice se tratara, la citación que los convertía en candidatos a miembros de un jurado. Pocos se conocían entre sí, pero les había sido fácil entablar conversación gracias a una especie de solidaridad fomentada por aquellas hojas de papel. La cháchara nerviosa que iba invadiendo el patio atrajo la atención de los jóvenes trajeados del rincón. Los analistas interrumpieron su conversación y se concentraron en la observación de los jurados potenciales.
El tercer grupo, encargado de controlar el acceso a la sala de vistas, lucía uniforme oficial y una expresión circunspecta. Al menos siete agentes de la ley habían sido movilizados para mantener el orden durante el primer día del juicio. Dos de ellos andaban toqueteando el detector de metales instalado frente a la puerta. Dos más resolvían cuestiones de papeleo tras un escritorio improvisado. Se esperaba un lleno absoluto. Los otros tres agentes bebían café en vasos de papel y contemplaban el gentío.
A las ocho y media en punto, una vez abiertas las puertas de la sala, los celadores procedieron a comprobar las credenciales de los candidatos y a hacerlos pasar, uno a uno, por el detector de metales. El resto del público, analistas y reporteros incluidos, tendría que esperar fuera.
Contando tanto los bancos acolchados como las sillas plegables colocadas en los pasillos para la ocasión, la sala de vistas podía albergar a unas trescientas personas. Frente a la tribuna, tras las mesas de los letrados, pronto se congregarían otras treinta en representación de ambos litigantes. La secretaria judicial del distrito, elegida por sufragio, comprobó de nuevo las citaciones de los candidatos y -entre sonrisas e incluso abrazos en el caso de algunos conocidos- los condujo con experimentada presteza hasta los bancos que debían ocupar. Se llamaba Gloria Lane, y había desempeñado el cargo de secretaria de juzgado del condado de Harrison durante los once últimos años. Gloria no habría desperdiciado por nada del mundo aquella oportunidad de organizar y dar instrucciones a diestro y siniestro, relacionar caras y nombres, estrechar manos, hacer campaña y, en general, ser el centro de la atención durante los prolegómenos del juicio más sonado de su vida profesional. Con la ayuda de tres jóvenes ayudantes, Gloria Lane logró tener a todos los candidatos numerados, sentados y concentrados en las preguntas de un segundo cuestionario en menos de media hora.
Habían acudido todos los convocados excepto dos. De Ernest Duly se rumoreaba que se había trasladado a Florida y que allí había muerto. Y nada se sabía del paradero de la señora Tella Gail Ridehouser, que figuraba en el censo electoral desde 1959 pero que no había ejercido su derecho al voto desde que Carter derrotara a Ford. Gloria Lane declaró a ambos candidatos inexistentes. A su izquierda, ciento cuarenta y cuatro candidatos ocupaban las filas uno a doce; a su derecha, los cincuenta restantes habían sido distribuidos entre las filas trece a dieciséis. Tras consultarlo brevemente con uno de los agentes armados, y de conformidad con la orden redactada por el juez Harkin, la secretaria del juzgado dejó entrar a cuarenta espectadores y los acomodó en los asientos del fondo de la sala.
Los cuestionarios, velozmente completados por los candidatos, fueron recogidos por los ayudantes de la secretaria. A las diez de la mañana llegó a la sala el primero de una larga nómina de abogados. Los letrados no entraban por la puerta principal, sino por alguno de los dos accesos que comunicaban la parte posterior del estrado con un laberinto de despachos y dependencias menores. Todos los abogados sin excepción lucían traje oscuro y aires de suficiencia, y hasta el último de ellos intentaba llevar a cabo la inalcanzable hazaña de aparentar indiferencia sin quitar los ojos de encima a los jurados. Mientras repasaban expedientes y conferenciaban en voz baja, todos simulaban en vano preocupación por asuntos mucho más serios. Uno a uno, los letrados fueron entrando en la sala y ocupando sus puestos tras las mesas. A la derecha se sentaba la representación del demandante, y a escasos metros la defensa. El espacio que quedaba entre las mesas de los letrados y la barandilla de madera que delimitaba la tribuna estaba abarrotado de sillas.
La fila número diecisiete estaba vacía, también por orden expresa del juez Harkin, mientras que la dieciocho albergaba a los estirados cachorros de Wall Street, que no apartaban la vista de la espalda de los jurados. Detrás había algunos periodistas, una hilera de abogados locales y una muestra surtida de tipos curiosos. En la última fila estaba Rankin Fitch fingiendo leer el periódico.
Siguieron llegando más abogados y, tras ellos, los especialistas en selección de jurados, a quienes correspondieron las sillas encajonadas entre la barandilla y las mesas de los litigantes y también la desagradable tarea de escrutar los rostros inquisitivos de ciento noventa y cuatro desconocidos. Los asesores estudiaban los rasgos de los candidatos por dos razones; la primera era que les pagaban enormes sumas de dinero por hacerlo; la segunda, que se declaraban capaces de prever las reacciones de cualquier persona mediante los datos proporcionados por la expresión corporal. Sin disimular apenas su impaciencia, los especialistas se dispusieron a esperar hasta que alguno de los candidatos cruzara los brazos sobre el pecho, se llevara los dedos a la boca, inclinara la cabeza con suspicacia, o hiciera cualquier otro gesto de los varios centenares que, según los expertos, delatarían sus más íntimos prejuicios.
Los asesores no se cansaban de garabatear notas ni de examinar en silencio las caras de los candidatos, sobre todo la del número cincuenta y seis, Nicholas Easter, que acaparó buena parte de todas aquellas miradas de preocupación. Easter estaba sentado en el centro de la quinta fila. Era un joven apuesto, vestido con pantalones almidonados de color caqui y una camisa con botones en el cuello. De vez en cuando echaba un vistazo a su alrededor, pero su atención parecía centrada en la novela barata que llevaba consigo aquel día. A nadie más se le había ocurrido ir provisto de un libro.
Se llenaron las últimas sillas disponibles frente a la barandilla. En la mesa de la defensa había al menos seis expertos pendientes de los tics faciales y los rigores hemorroidales del jurado; en la del demandante sólo había cuatro.
La mayoría de los candidatos no estaba del todo conforme con semejante método de evaluación, y respondía a las miradas indiscretas de los peritos frunciendo el entrecejo. La broma de un abogado provocó carcajadas entre sus colegas e hizo disminuir la tensión por primera vez en un largo cuarto de hora. A diferencia de los abogados, que cotilleaban en voz baja, los jurados no se atrevían a abrir la boca.
Como era de esperar, el último de los letrados en entrar en la sala fue Wendall Rohr, quien, para no cambiar de costumbre, llegó precedido de su propia voz. En vez de elegir un traje oscuro, Rohr se había inclinado por el conjunto de las grandes ocasiones: chaqueta deportiva a cuadros grises, pantalones grises de otro tono, chaleco blanco, camisa azul, y pajarita roja y amarilla con estampado de cachemir. Llegó dando grandes zancadas e increpando a uno de sus ayudantes, y los dos pasaron por delante de los abogados de la defensa sin dignarse siquiera a mirarlos, como si acabaran de mantener una discusión acalorada fuera de la sala. Rohr dijo algo en voz alta a otro abogado de su equipo y, una vez atraída la atención de la sala, dirigió su mirada hacia los candidatos. Aquélla era su gente, y aquél era su pleito, el que había querido promover en su ciudad natal para poder presentarse algún día en aquella sala y pedir a sus paisanos que hicieran justicia. Saludó con la cabeza a un par de candidatos y guiñó el ojo a un tercero. No estaba tratando con desconocidos, y tenía la seguridad de que juntos encontrarían la verdad.
La entrada de Rohr causó cierto alboroto entre los peritos de la defensa, que nunca hasta entonces habían visto a Wendall Rohr pero habían sido largamente informados sobre su reputación. Vieron sonreír a varios jurados, personas que lo conocían personalmente, e interpretaron los correspondientes mensajes corporales mientras ellos, los candidatos, parecían relajarse ante la visión de una cara conocida. Rohr era una leyenda en la localidad. Fitch lo cubrió de maldiciones desde la última fila.
Por fin, a las diez y media, un agente irrumpió en la sala por una de las puertas que había tras el estrado y gritó: «¡En pie!» Trescientas personas se levantaron como un solo hombre. Su Señoría el juez Frederick Harkin subió al estrado y les dio permiso para sentarse de nuevo.
A sus cincuenta años, Harkin era un magistrado relativamente joven. De ideología demócrata, había sido nombrado primero interinamente por el gobernador del estado para, más tarde, ser elegido por sufragio. Durante su carrera como abogado había interpuesto numerosas demandas, o al menos eso decían los que hacían circular rumores maliciosos sobre la imparcialidad de sus sentencias. Se trataba, naturalmente, de una hábil maniobra del equipo de la defensa. En realidad, Frederick Harkin había ejercido la abogacía en un pequeño bufete que nunca destacó por su acción en los tribunales. Había sido un abogado competente y trabajador, pero su verdadera pasión no era el derecho, sino la política local, un juego que dominaba a la perfección. Un buen día, el azar le había puesto al alcance de la mano la magistratura y un sueldo de ochenta mil dólares anuales, una cifra que nunca habría soñado ganar en la abogacía.
¿Qué funcionario electo no se enternecería ante la visión de una sala abarrotada de votantes? Su Señoría no pudo evitar desplegar una gran sonrisa mientras daba la bienvenida a los jurados. Viéndole, cualquiera habría creído que se habían presentado voluntarios. La sonrisa del juez fue desvaneciéndose a medida que éste se acercaba al final de un breve discurso de bienvenida, destinado a convencer a los candidatos de la importancia de su presencia en la sala. Harkin, que no era conocido por su simpatía ni por su buen humor, no tardó en ensombrecer el semblante.
Y no sin razón: había tantos letrados en la sala que las mesas se habían quedado pequeñas. Según la información que obraba en manos del tribunal, ocho eran abogados del demandante, y nueve, de la defensa. Cuatro días antes, a puerta cerrada, el juez Harkin había determinado el lugar que ocuparían ambas partes en la sala. Una vez seleccionado el jurado e iniciado el juicio propiamente dicho, sólo seis abogados por bando podrían seguir ocupando las mesas de los letrados. El resto tendría que conformarse con las sillas que dejarían vacantes los expertos en selección de jurados. Harkin también había asignado sendos asientos a las partes implicadas: Celeste Wood, la viuda demandante, y un representante de Pynex. La distribución de los asientos figuraba en el pequeño manual de instrucciones que Su Señoría había redactado especialmente para la ocasión.
La demanda en cuestión había sido interpuesta cuatro años atrás, y desde el principio había despertado opiniones encontradas. En el momento de celebrarse la vista preliminar, la documentación del caso ocupaba ya once archivadores, y la inversión realizada por ambas partes ascendía a varios millones de dólares. El juicio duraría un mes como poco, y reuniría en la misma sala a algunos de los juristas más brillantes del país, así como algunos de sus egos más sobresalientes. Sea como fuere, Fred Harkin estaba decidido a imponer su autoridad con mano de hierro.
Su Señoría se acercó al micrófono e hizo una breve sinopsis del caso con fines meramente informativos. Digamos que era todo un detalle explicar a aquellos pobres candidatos por qué estaban allí. Entre otras cosas, el juez dijo que estaba previsto que el juicio durara varias semanas y que no sería necesario aislar a los jurados. Añadió que la ley contemplaba ciertas excepciones al deber cívico de formar parte de un jurado, y preguntó si el ordenador había seleccionado por error a alguien con más de sesenta y cinco años. Seis manos se alzaron al punto. El juez, sorprendido, dirigió una mirada perpleja a Gloria Lane, que se encogió de hombros como si aquello fuera su pan de cada día. En vista de que tenían la posibilidad de hacerlo, cinco de los seis candidatos mencionados decidieron abandonar la sala inmediatamente. Ya sólo quedaban ciento ochenta y nueve. Los asesores tacharon de la lista los nombres correspondientes y siguieron haciendo sus garabatos. Los abogados tomaron nota de lo acontecido con aire severo.
–Sigamos -dijo el juez-. ¿Algún ciego en la sala? Legalmente ciego, se entiende. – Era una pregunta intrascendente, y provocó algunas sonrisas. ¿Para qué iba a querer un ciego estar en un jurado? Sería algo inaudito.
Uno de los candidatos que se sentaban en el centro del grupo, en la fila siete para ser exactos, levantó la mano tímidamente. Era el número sesenta y tres, un tal Herman Grimes, de cincuenta y nueve años, programador informático, de raza blanca, casado y sin hijos. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Es que nadie se había dado cuenta de que aquel tipo era ciego? Los expertos de ambas partes conferenciaron por separado. Las fotografías del expediente Grimes comprendían varias panorámicas de su casa y un par de instantáneas del interesado en el porche. Llevaba unos tres años viviendo en aquella zona. No había mencionado ningún impedimento físico en los cuestionarios.
–Tenga la amabilidad de ponerse en pie -dijo el juez.
Herman Grimes se levantó despacio, sin sacar las manos de los bolsillos. Llevaba ropa deportiva y gafas corrientes. No parecía ciego.
–¿Su número, por favor? – preguntó Harkin, que, a diferencia de los abogados y sus asesores, no había tenido que memorizar vida y milagros de todos los candidatos.
–El… sesenta y tres.
–¿Y su nombre? – El juez seguía hojeando el listado producido por el ordenador del juzgado.
–Herman Grimes.
Harkin encontró el nombre que buscaba y levantó la vista hacia los casi dos centenares de caras.
–¿Y dice que es usted legalmente ciego? – Sí, señor.
–En tal caso, señor Grimes, está usted exento. Puede marcharse.
Herman Grimes no se movió ni un milímetro de donde estaba. Se limitó a mirar lo que fuera que veía y decir: -¿Por qué?
–¿Cómo dice?
–¿Por qué tengo que marcharme?
–Porque es usted ciego.
–No hace falta que me lo diga.
–Y porque… en fin, porque los ciegos no pueden ser miembros de un jurado -insistió Harkin mirando a derecha e izquierda en busca de aprobación-. Le repito que puede usted marcharse, señor Grimes.
Herman Grimes vaciló unos segundos, los que tardó en decidir su réplica. El resto de la sala, entre tanto, había enmudecido por completo.
–¿Y quién dice que los ciegos no pueden ser miembros de un jurado? – dijo al fin.
Para entonces Su Señoría ya había echado mano de un código. ¡Y pensar que había preparado meticulosamente aquel caso! Hacía un mes que no presidía ningún juicio y vivía recluido en sus dependencias estudiando minuciosamente todo lo que tuviera que ver con alegatos, secreto de sumario, jurisprudencia y normas de enjuiciamiento. A lo largo de su carrera había seleccionado muchos jurados, jurados de todo tipo para todo tipo de casos, y había llegado a creer que ya no le quedaba nada nuevo por ver. ¿Acaso merecía caer en semejante emboscada nada más empezar la selección? ¡Y con la sala llena a rebosar, nada menos!
–¿Me está usted diciendo que quiere formar parte de este jurado, señor Grimes? – preguntó el juez en tono distendido mientras pasaba páginas a toda velocidad y miraba de reojo a la pléyade de jurisperitos reunida en la sala.
Grimes empezaba a sulfurarse.
–Adelante, explíqueme por qué una persona ciega no puede ser jurado. Si hay una ley que dice tal cosa, es una ley discriminatoria y la impugnaré. Y si no está escrito en ninguna parte y es sólo cuestión de uso, estoy dispuesto a meterle un pleito ahora mismo.
No cabía duda de que el señor Grimes no era lego en materia de litigios.
En un lado de la sala había doscientos ciudadanos de a pie, los que la ley había llevado a la fuerza hasta el juzgado. En el otro estaba la ley personificada: el juez, elevado por encima del resto de los mortales; un puñado de letrados envarados y engreídos; el personal de justicia, los celadores, los alguaciles… El señor Herman Grimes acababa de asestar un duro golpe al sistema en nombre de sus conciudadanos, y no le importaba haber recibido en pago de su hazaña poca cosa más que risas y cuchufletas.
Frente a la tribuna, los abogados sonreían porque sonreían los candidatos, pero también se movían inquietos y se rascaban la cabeza sin saber qué hacer.
–Nunca había visto algo así -susurraban entre ellos.
La ley establecía que una persona ciega podía ser eximida de la obligación de prestar servicio al Estado como miembro de un jurado. Al llegar a la palabra «podía», el juez optó por salir del paso y dar la razón al candidato. Demandado en su propia sala…, ¡hasta ahí podríamos llegar! Tiempo habría de hacer entrar en razón al tal señor Grimes. Además, había otras maneras de librarse de él. Discutiría el tema con los letrados.
–Pensándolo mejor -rectificó el juez-, creo que sería usted un magnífico jurado, señor Grimes. Tome asiento, por favor.
Herman Grimes hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió.
–Gracias, señor -dijo educadamente.
¿Cómo valorar a un candidato ciego? Ésa es la pregunta que se planteaban los expertos mientras Grimes volvía a sentarse sin prisas. ¿Cuáles serían sus prejuicios? ¿De qué lado estarían sus simpatías? Uno de los pocos axiomas universalmente aceptados en aquel juego sin reglas era que la presencia de jurados con minusvalías -propensos a abrazar la causa del más débil- beneficiaba los intereses del demandante. Las excepciones, sin embargo, habían sido muchas.
Desde su asiento en la última fila, Rankin Fitch se esforzaba en vano por captar la atención de Carl Nussman, el hombre que se había embolsado un millón doscientos mil dólares a cambio de seleccionar al jurado ideal. Arropado como siempre por su equipo de expertos, Nussman seguía observando a los candidatos y tomando notas como si la noticia de que Herman Grimes era ciego no lo hubiera pillado por sorpresa. Nussman disimulaba, y Fitch lo sabía perfectamente. Su complejo sistema de información había sido incapaz de detectar aquel pequeño detalle. ¿Qué más se les habría pasado por alto? – se preguntaba Fitch-. Tan pronto como el juez levantara la sesión, ese Nussman se iba a enterar de lo que valía un peine.
–Damas y caballeros -prosiguió el juez en un tono menos cordial, impaciente por seguir adelante con el juicio una vez salvada la amenaza de una demanda por discriminación-, la próxima fase del proceso de selección del jurado llevará bastante tiempo. Se refiere a la existencia de impedimentos físicos que pudieran entorpecer su labor de jurado. Nuestra intención no es poner a nadie en evidencia, pero si tienen ustedes algún problema debemos saber de qué se trata. Empezaremos con la primera fila.
Mientras Gloria Lane se colocaba junto a la fila indicada por el juez, un hombre de unos sesenta años levantó la mano, se puso en pie y abandonó la tribuna por la portezuela de vaivén que llevaba al estrado. Un alguacil lo acompañó hasta la silla de los testigos y apartó el micrófono. El juez se desplazó hasta el extremo de su tarima y se inclinó para poder hablar en voz baja con el candidato; dos abogados, uno por cada litigante, se situaron frente al estrado para interponerse entre el jurado y el público; y el relator de la sala completó la barrera. Cuando todos estuvieron en su sitio, el juez preguntó al candidato por su enfermedad.
El hombre dijo padecer una hernia discal, y aportó el certificado médico correspondiente. El juez lo declaró exento y permitió que abandonara la sala, cosa que hizo a toda prisa.
A mediodía, cuando Harkin ordenó un receso para almorzar, trece candidatos habían obtenido la exención por motivos de salud. El resto de los presentes había sido presa del tedio, y todo hacía pensar que volverían a aburrirse a partir de la una y media.
Nicholas Easter salió del juzgado solo y se dirigió a pie a un Burger King que estaba a seis manzanas de distancia. Pidió un Whopper y una Coca-Cola, y escogió una mesa al lado de la ventana. Contempló a los niños que se columpiaban en el parque, hojeó un ejemplar del USA Today y comió sin prisas. Al fin y al cabo, disponía de una hora y media.
La rubia de los vaqueros ajustados que había hablado con Nicholas en la tienda entró en el local luciendo un pantalón corto y ancho, una camiseta holgada y unas zapatillas Nike recién estrenadas, y con una bolsa de deporte al hombro. El segundo encuentro con Easter se produjo cuando la chica pasó con su bandeja junto a la mesa del joven y se paró al reconocerlo.
–¿Nicholas? – preguntó fingiendo cierta vacilación. Easter la miró. Estaba seguro de haberla visto antes, pero no recordaba su nombre.
–Ya veo que no te acuerdas de mí -dijo la chica sin perder la sonrisa-. Estuve en tu tienda hace un par de semanas. Buscaba una…
–Sí, ya me acuerdo -la interrumpió Easter tras echar una breve mirada a sus bonitas piernas bronceadas-. Te llevaste una radio digital.
–Exacto. Me llamo Amanda. Y si no recuerdo mal, te dejé mi número de teléfono. Debes de haberlo perdido…
–¿Quieres sentarte?
–Gracias. – La chica se sentó rápidamente y cogió una patata frita.
–Aún tengo el número -dijo Easter-. De hecho…
–Tranquilo, seguro que has llamado varias veces. Tengo el contestador estropeado.
–No, no te he llamado. Pero estaba considerando esa posibilidad.
–Ya -respondió la chica casi riendo. Tenía una dentadura perfecta, y parecía empeñada en que él se diera cuenta. Llevaba el pelo recogido en una coleta. Era demasiado guapa y demasiado peripuesta para ser aficionada al jogging, y no tenía ni una sola gota de sudor en la cara.
–¿Qué te trae por aquí? – preguntó el joven.
–Tengo clase de aerobic.
–¿Y te pones a comer patatas fritas justo antes de la clase?
–¿Y por qué no?
–Pues no lo sé, pero no parece muy lógico.
–Necesito hidratos de carbono.
–Claro. ¿También fumas antes de ir a clase?
–A veces. ¿Por eso no me has llamado? ¿Porque fumo?
–No, no es eso.
–Anda, Nicholas, di la verdad. – La chica seguía sonriendo y tratando de aparentar timidez.
–Bueno, confieso que me pasó por la cabeza.
–Números cantan. ¿Con cuántas fumadoras has salido?
–Con ninguna, que yo recuerde.
–¿Y eso?
–No sé, a lo mejor es que no me gusta tragar humo de segunda mano. Bueno, la verdad es que me trae sin cuidado.
–¿Has fumado alguna vez? – La rubia cogió otra patata y lo miró a los ojos.
–Sí, claro. Todos los niños lo hacen. A los diez años le robé un paquete de Camel a un fontanero que vino a casa. Me lo fumé todo en dos días. Me sentó como un tiro y pensé que me estaba muriendo de cáncer. – Nicholas tomó un bocado de hamburguesa.
–¿Nada más?
Nicholas estaba masticando la comida.
–Creo que no -dijo después de reflexionar unos segundos-. No me acuerdo de ningún otro cigarrillo. ¿Y tú? ¿Cómo empezaste a fumar?
–Fue una tontería. Estoy intentando dejarlo.
–Mejor para ti. Eres demasiado joven.
–Gracias… No me lo digas. Cuando lo deje, me llamarás. – ¿A que sí?
–Igual te llamo de todas maneras.
–Ese cuento me suena -replicó la rubia, toda dientes y descaro, antes de coger una pajita y tomar un buen sorbo de su refresco-. Por cierto, ¿puede saberse qué estás haciendo aquí?
–Comiéndome un Whopper. ¿Y tú?
–Ya te lo he dicho. Voy de camino al gimnasio.
–Es verdad. Yo pasaba por aquí. He venido al centro a hacer un recado, me ha entrado hambre y…
–¿Por qué trabajas para Computer Hut?
–¿Quieres decir que por qué malgasto mi vida trabajando por cuatro perras en un vulgar centro comercial?
–Más o menos.
–También estudio.
–¿Dónde?
–En ninguna parte. Tengo que pedir el traslado.
–¿De dónde?
–De North Texas State.
–¿Y dónde quieres matricularte ahora?
–Seguramente en Southern Mississippi.
–¿Qué estudias?
–Informática. Oye, haces muchas preguntas…
–Pero todas son fáciles, ¿no?
–Puede. ¿Y tú? ¿Dónde trabajas?
–En ninguna parte. Acabo de divorciarme de un hombre rico. No hemos tenido hijos. Tengo veintiocho años, estoy soltera y no me gustaría dejar de estarlo, pero tampoco me importaría echar una cana al aire de vez en cuando. ¿Por qué no me llamas?
–¿Qué tan rico?
La pregunta de Nicholas hizo reír a la chica.
–Tengo que irme -dijo tras consultar el reloj-. La clase empieza dentro de diez minutos. – Y de pie, mientras cogía la bolsa y olvidaba la bandeja-: Ya nos veremos.
Easter la vio alejarse a bordo de un pequeño BMW.
El juez eximió al resto de los enfermos tan deprisa como pudo, de modo que a las tres de la tarde ya sólo quedaban en la sala ciento cincuenta y nueve candidatos. De regreso en el estrado tras un receso de quince minutos, Harkin comunicó a los presentes el inicio de otra fase del proceso de selección. Mediante un grave sermón sobre el ejercicio de la responsabilidad cívica, el juez trató de disuadir a los candidatos de alegar otros impedimentos que los estrictamente físicos. El primer intento en ese sentido llegó de parte de un ejecutivo atribulado que subió al estrado y confesó en voz baja al juez, a los dos letrados y al relator que trabajaba ochenta horas a la semana para una gran empresa que sufría grandes pérdidas. Si algo le impedía acudir a la oficina, se produciría un verdadero desastre. El juez le dijo que volviera a su sitio y que ya se vería.
El segundo intento fue protagonizado por una mujer de mediana edad que regentaba una guardería pirata en su domicilio.
–Me gano la vida cuidando niños, Señoría -susurró con lágrimas en los ojos-. No sé hacer otra cosa. Gano doscientos dólares a la semana y casi no llego a fin de mes. Si tengo que venir aquí todos los días, tendré que contratar a alguien para que cuide a los niños, y a los padres no les va a gustar encontrarse con una desconocida. Además, no sé con qué dinero iba a contratarla. ¡Me quedaría sin un céntimo!
Los candidatos restantes siguieron con gran interés los movimientos de la mujer, que avanzó por el pasillo, pasó de largo su fila y, finalmente, salió de la sala. Debía de haber contado una buena historia. El ejecutivo atribulado echaba chispas.
A las cinco y media el tribunal había eximido a un total de quince personas. Dieciséis más habían sido enviadas de vuelta a su asiento al no resultar sus excusas suficientemente lastimeras. Por orden del juez, Gloria Lane repartió entre los candidatos otro cuestionario, más largo que el anterior. Debían entregarlo cumplimentado a las nueve de la mañana del día siguiente. Acto seguido, Harkin levantó la sesión, no sin antes recordar a los presentes la prohibición de hablar del caso fuera de aquella sala.
Rankin Fitch ya se había marchado cuando el juez ordenó el último receso el lunes por la tarde. Estaba en su despacho, pocas travesías más abajo. El nombre de Nicholas Easter no figuraba en los archivos de la Universidad de North Texas State. La rubia había grabado la breve charla de la hamburguesería, y Fitch acababa de escuchar la cinta correspondiente por segunda vez. Aquel encuentro casual había sido idea suya. Era una maniobra arriesgada, pero había dado buen resultado. En aquel momento la chica estaba a bordo de un avión de vuelta a Washington. Su contestador de Biloxi estaba conectado, y lo seguiría estando hasta que hubiera concluido la selección del jurado. Si Easter se decidía a llamarla, cosa que Fitch dudaba, le sería imposible hablar con ella.
La página tres abordaba cuestiones más peliagudas: ¿Le parece bien que las personas con problemas de salud relacionados con el tabaco reciban atención médica financiada con el dinero de los impuestos? ¿Le parece bien que los productores de tabaco reciban subvenciones financiadas con el dinero de los impuestos? ¿Qué opina de la posibilidad de prohibir el consumo de tabaco en todos los edificios de uso público? ¿Qué derechos cree usted que deberían tener los fumadores? Cada una de estas preguntas iba seguida de un gran espacio en blanco.
En la página cuatro se enumeraban los nombres de los diecisiete abogados habilitados oficialmente para intervenir en el juicio, y los de ochenta más relacionados de un modo u otro con los primeros. ¿Conoce personalmente a alguno de estos abogados? ¿Ha sido usted representado alguna vez por alguno de estos abogados? ¿Ha mantenido usted algún tipo de contacto profesional con alguno de estos abogados?
No. No. No. Nicholas marcó sin vacilar las casillas correspondientes.
La página cinco contenía otra lista, la de los testigos que podían ser llamados a declarar durante el juicio: sesenta y dos personas, incluida la propia Celeste Wood, viuda y demandante. ¿Conoce a alguna de las personas mencionadas en la lista? No.
Nicholas Easter se preparó otra taza de café instantáneo endulzado con dos sobres de azúcar. La noche anterior había pasado sesenta minutos contestando preguntas, y aquella mañana -el sol acababa de salir- llevaba ya otros tantos haciendo lo mismo. El resto de su desayuno consistía en un plátano y una rosquilla añeja. Nicholas mordisqueó la rosquilla mientras rumiaba su última respuesta, que anotaría a lápiz y con una escritura clara y monótona. Como tenía una letra irregular y poco legible, había decidido utilizar sólo mayúsculas. Sabía que antes de llegar la noche sus palabras serían escudriñadas por dos brigadas de grafólogos -una por cada litigante-, y sabía también que los peritos prestarían más atención a su letra que al contenido de las respuestas. Así pues, procuraría ofrecer la imagen de una persona formal y reflexiva, inteligente y abierta, dispuesta a escuchar sin prejuicios y a actuar con justicia. ¿Quién se atrevería a prescindir de un árbitro semejante? No en vano había leído tres libros sobre los pormenores del análisis grafológico.
Nicholas volvió a la pregunta relativa a las subvenciones. Había dado muchas vueltas al asunto y tenía una respuesta preparada, pero quería asegurarse de exponer sus argumentos con toda claridad. Aunque, pensándolo bien, tal vez fuera mejor mostrarse ambiguo. De esa manera contentaría a las dos partes sin llegar a traicionar sus verdaderos sentimientos.
Muchas de las preguntas contenidas en el cuestionario eran idénticas a las del caso Cimmino, un juicio celebrado el año anterior en Allentown, en el estado de Pensilvania. Por aquel entonces Nicholas era David, David Lancaster, un joven barbudo con gafas de montura de pasta y cristales sin graduación, que compaginaba sus estudios de cinematografía con su trabajo en un videoclub. David se había tomado la molestia de fotocopiar el cuestionario antes de devolverlo al personal del juzgado el segundo día del juicio. Ambos casos se parecían mucho, aunque la viuda y la compañía tabacalera habían cambiado y el centenar de abogados implicados era diferente. Fitch era el único repetidor.
En el caso Cimmino, Nicholas/David había conseguido pasar las dos primeras cribas, pero se había quedado a cuatro filas del último jurado seleccionado. Al cabo de un mes, se afeitó la barba, archivó las gafas y dejó la ciudad.
La superficie sobre la que estaba escribiendo vibraba ligeramente. Aquella mesa plegable, junto con tres sillas desparejas, constituía el área destinada a comedor. Los muebles que llenaban el minúsculo cuarto de estar que había más a la derecha eran una mecedora endeble, un televisor instalado sobre un cajón de madera, y un sofá polvoriento adquirido por quince dólares en un mercadillo. Podría haber conseguido muebles más decentes de haber querido alquilarlos, pero había preferido comprar éstos al contado para no tener que rellenar impresos y no dejar rastro. Era consciente de que, en aquel momento, había gente dispuesta a hurgar en su cubo de la basura para averiguar quién era.
Nicholas se acordó de la rubia y se preguntó dónde se la encontraría aquel día, sin duda con un pitillo al alcance de la mano y las mismas ganas de sacar a relucir el tema del tabaco. La idea de llamarla ni siquiera le había pasado por la cabeza, pero sí le habría gustado saber para cuál de los dos bandos trabajaba. Para las tabacaleras, seguramente, porque era justo la clase de agente que utilizaría Fitch.
Nicholas había leído lo suficiente para saber que la conducta de aquella rubia -o de cualquier otro mercenario que abordara interesadamente a un miembro potencial del jurado- era del todo inmoral. Pero también sabía que Fitch tenía bastante dinero como para retirarla de la circulación y hacerla reaparecer en el juicio siguiente transformada en una pelirroja aficionada a la horticultura y consumidora de otra marca de cigarrillos. Había cosas imposibles de sacar a la luz.
El gran protagonista del dormitorio era un colchón extragrande que yacía en el suelo, sin soporte de ninguna clase, y ocupaba casi toda la habitación. Otro hallazgo procedente del mercadillo. Varias cajas de cartón apiladas hacían las veces de cómoda, y aún había más ropa tirada por el suelo.
El apartamento era un arreglo temporal, la clase de alojamiento que uno escogería para pasar un par de meses si supiera que al cabo de ese tiempo tendría que desaparecer en plena noche. Ése era precisamente el caso de Nicholas, aunque él ya llevaba seis meses viviendo allí. Aquel apartamento era su domicilio oficial, o al menos el que hizo constar al darse de alta en el censo electoral y solicitar el permiso de conducir de Mississippi. La verdad es que a pocos kilómetros tenía a su disposición una residencia mejor, pero no podía correr el riesgo de que lo vieran allí.
Así pues, aceptaba de buen grado vivir en la miseria, como cualquier estudiante sin ingresos, con pocas responsabilidades y menos propiedades. Nicholas estaba casi seguro de que los sabuesos de Fitch no habían entrado en el apartamento, pero -por si acaso- prefería no dejar nada al azar. Era barato, qué duda cabe, pero disponía de todo lo necesario. Y no contenía ni un solo detalle que pudiera comprometerlo.
A las ocho dio por terminado el cuestionario y lo repasó por última vez. El del caso Cimmino lo había escrito con letra normal y un estilo completamente distinto. Después de meses de práctica con la letra de imprenta, estaba seguro de poder engañar a los expertos. Además, el juzgado de Allentown había convocado a trescientos candidatos, y el de Biloxi, a casi doscientos. ¿Por qué iba a sospechar alguien que él había participado en ambos sorteos?
Sin descorrer la cortina -una funda de almohada colgada de la ventana de la cocina-, echó un vistazo al aparcamiento para ver si había fotógrafos u otros intrusos. Tres semanas atrás ya había sorprendido a uno agachado tras la rueda de una camioneta.
No había moros en la costa. Nicholas cerró la puerta del apartamento con llave y echó a andar en dirección al juzgado.
El segundo día del juicio, Gloria Lane se mostró mucho más eficiente al frente de la intendencia. Por de pronto, acomodó a todos los candidatos supervivientes del día anterior -ciento cuarenta y ocho- en la mitad derecha de la sala: doce jurados en cada una de las doce filas más cuatro sentados en el pasillo. Estaban algo apretujados, pero resultaban más fáciles de manejar. Los cuestionarios fueron recogidos a medida que los candidatos accedían a la sala, fotocopiados rápidamente y entregados a los representantes de ambas partes. A las diez de la mañana los equipos asesores ya se habían encerrado en sendas habitaciones sin ventanas para evaluar las respuestas.
Al otro lado del pasillo, una multitud civilizada formada por financieros, periodistas, curiosos y espectadores variopintos seguía con atención los movimientos de los abogados, quienes a su vez estaban absortos en la observación de los jurados. Fitch, como quien no quiere la cosa, se había trasladado hasta la primera fila para vigilar más de cerca al equipo de la defensa. Dos esbirros trajeados le guardaban los flancos a la espera de sus órdenes.
Aquel martes el juez Harkin se sentía llamado a cumplir una misión trascendental. Al cabo de una hora escasa de trabajo, había oído ya el resto de las alegaciones de carácter no médico. Seis candidatos más fueron declarados exentos. Quedaban aún ciento cuarenta y dos.
Y por fin llegó el momento de la verdad. Wendall Rohr -se diría que ataviado con la misma chaqueta de cuadros, el mismo chaleco blanco y la misma pajarita roja y amarilla del primer día- se puso en pie y se acercó a la tribuna del público para dirigirse a sus paisanos. A continuación chascó los nudillos, mostró las palmas de las manos y exhibió una tenebrosa sonrisa. «Bienvenidos», dijo con exagerada teatralidad, como si el proceso que estaban a punto de presenciar tuviera que convertirse en el más preciado recuerdo de sus vidas. Luego se presentó, presentó a los miembros de su equipo y, por último, pidió a la demandante, Celeste Wood, que se pusiera en pie. En su corta intervención a propósito de la señora Wood, Rohr se las apañó para mencionar no menos de dos veces la palabra «viuda». Celeste Wood era una mujer menuda, de cincuenta y cinco años, vestida con un discreto vestido negro, medias negras y zapatos del mismo color que quedaban ocultos tras el barandal de la tribuna. La viuda acompañó la exposición del letrado con una sonrisa lastimera, como si aún no hubiera aliviado el luto. Lo cierto era, sin embargo, que su marido llevaba muerto cuatro años y que ella ya había estado a punto de casarse por segunda vez. Una oportuna intervención de Wendall había impedido in extremis las nupcias. El abogado tuvo que explicar a su representada que no había nada malo en querer a otro hombre, pero que le convenía hacerlo discretamente y retrasar la boda hasta después del juicio. El factor lástima podía ser decisivo en un caso como aquél; al fin y al cabo, se suponía que estaba atravesando un mal momento.
Fitch había tenido noticia de los abortados esponsales, pero era consciente de que sería difícil sacar a colación el asunto durante el juicio.
Una vez que hubo presentado formalmente a todos los miembros visibles de su equipo, Rohr resumió -desde su particular punto de vista- el caso que debía ser juzgado. Su intervención despertó enorme interés entre los abogados de la defensa, quienes, lo mismo que el juez, no desaprovecharían la mínima oportunidad de interrumpir al letrado si éste osaba pasar de los hechos a las argumentaciones. Rohr se guardó muy mucho de hacerlo, pero disfrutó lo suyo haciéndolos sufrir.
Siguió un largo discurso que exhortaba a los jurados a actuar con honestidad, a ser sinceros, y a levantar sin miedo la mano si algo les preocupaba lo más mínimo. ¿Cómo podrían los abogados penetrar en su interior, si ellos, los candidatos, renunciaban al uso de la palabra?
–No creerán que nos basta con mirarlos -dijo Rohr mostrando de nuevo su dentadura. En aquel momento había al menos ocho personas en la sala haciendo elucubraciones cada vez que uno de ellos arqueaba una ceja o torcía el gesto.
Rohr cogió su bloc de notas, le echó un vistazo y puso manos a la obra.
–Bueno, veo que hay aquí varias personas que ya han participado en otras causas civiles. Hagan el favor de levantar la mano.
Una docena de manos se levantaron obedientemente. Rohr estudió a los veteranos y fijó su atención en la mano más cercana, la de una mujer sentada en la primera fila.
–Señora Millwood, ¿verdad? – La señora Millwood asintió mientras sus mejillas enrojecían. Todos los presentes estaban mirándola o estirando el cuello para poder verla-. Tengo entendido que formó usted parte de un jurado hace algunos años -dijo Rohr con voz cálida.
–Así es -admitió la candidata tras carraspear y hacer un esfuerzo por levantar la voz.
–¿Qué clase de caso era? – preguntó el letrado pese a conocer ya prácticamente todos los detalles.
El juicio había tenido lugar siete años atrás, en la misma sala de vistas pero con otro juez, y el demandante no había conseguido llevarse ni un céntimo. Hacía semanas que la fotocopia del expediente obraba en poder del equipo de Wendall Rohr, quien había llegado incluso a entrevistarse con el abogado -amigo suyo- que en su día interpusiera la demanda.
La pregunta y el jurado escogido por Rohr eran parte de una primera fase de calentamiento, de una maniobra para demostrar a los demás candidatos qué fácil era levantar la mano y hablar.
–Un accidente de coche -respondió la señora Millwood.
–¿Dónde se celebró el juicio? – preguntó Rohr como si no lo supiera.
–Aquí mismo.
–Vaya, en esta misma sala… -Rohr aparentó sorpresa, pero los abogados de la defensa sabían de sobra que estaba fingiendo.
–¿Hubo acuerdo en el jurado?
–Sí.
–¿Y cuál fue el veredicto?
–No le dimos nada.
–¿Se refiere usted al demandante?
–Sí, nos pareció que no se había hecho tanto daño.
–Ya veo. ¿Diría usted que formar parte de aquel jurado fue una experiencia agradable?
–Más o menos -respondió la candidata tras reflexionar unos instantes-. También perdimos mucho el tiempo. Ya sabe lo que pasa cuando los abogados se ponen a discutir…
–Sí -concedió Rohr con una sonrisa de oreja a oreja-, a veces no podemos evitarlo. ¿Cree usted que haber participado en aquel juicio le impediría ser imparcial en éste?
–No, no veo por qué.
–Gracias, señora Millwood.
El marido de la señora Millwood había trabajado como contable en un pequeño hospital comarcal que tuvo que cerrar sus puertas de resultas del pago de una indemnización por negligencia médica. Así pues, la señora Millwood tenía motivos para estar en contra de los fallos generosos, aun cuando no quisiera admitirlo. Jonathan Kotlack, que era quien tenía la última palabra en materia de selección de jurados por parte del demandante, había tachado ese nombre de la lista hacía mucho tiempo. Los abogados de la defensa, en cambio, sentados a menos de tres metros de Kotlack, tenían a la señora Millwood en gran estima. Para ellos, conservar a JoAnn Millwood en el jurado sería todo un éxito.
Rohr hizo las mismas preguntas a otros veteranos de la tribuna, y la sesión cayó en una cierta monotonía. Después le llegó el turno a un tema espinoso, el de la reforma de la Ley de Responsabilidad Extracontractual, y Rohr atacó a los candidatos con una retahíla de preguntas intrincadas sobre los derechos de las víctimas, los pleitos puestos a la ligera y el precio de los seguros. Algunas de las preguntas iban envueltas en medias argumentaciones, pero el letrado procuró en todo momento no pasarse de la raya. Cuando Rohr acabó era ya casi la hora de comer y los jurados habían dejado de prestarle atención hacía un buen rato. El juez Harkin ordenó un receso de una hora y los agentes se encargaron de desalojar la sala.
Gloria Lane y sus ayudantes empezaron a repartir bocadillos grasientos y manzanas rojas entre los abogados, que no habían podido abandonar sus puestos como los demás. Iba a ser un almuerzo de trabajo. Había muchas peticiones pendientes de resolución, y Su Señoría estaba impaciente por discutirlas. Los letrados tenían a su disposición jarras llenas de café y té helado.
El uso de cuestionarios facilitaba en gran manera el proceso de selección del jurado. Mientras Rohr interrogaba a los candidatos en la sala, decenas de especialistas en otras disciplinas examinaban las respuestas escritas e iban tachando nombres de la lista. La hermana de uno de los candidatos había muerto de cáncer de pulmón. Otros siete tenían familiares o amigos íntimos con graves problemas de salud que ellos achacaban al tabaco. Al menos la mitad de los jurados fumaba o había fumado regularmente en el pasado. La mayoría de los incluídos en este colectivo admitía su deseo de dejar el tabaco.
Los datos fueron analizados e introducidos en el ordenador. A media tarde del segundo día, los resultados impresos pasaban ya de mano en mano a la espera de ulteriores enmiendas. Después del receso de las cuatro y media del martes, el juez Harkin hizo desalojar la sala para llevar a cabo ciertas diligencias que debían constar en acta. Durante casi tres horas, las respuestas escritas de los candidatos fueron examinadas y discutidas, con el resultado final de otros treinta y un nombres apartados del proceso. Gloria Lane recibió instrucciones de telefonear de inmediato a los candidatos exentos para comunicarles la buena noticia.
Harkin estaba decidido a poner punto final a la selección de jurados a lo largo del miércoles, y tenía previsto escuchar las exposiciones preliminares de los letrados el jueves por la mañana. También había insinuado algo sobre trabajar el sábado.
A las ocho de la noche del martes el juez atendió una última petición, una rápida, y dejó marchar a los abogados. Los que trabajaban para Pynex se reunieron con Fitch en las oficinas de Whitney Cable White, donde les esperaba otro delicioso festín de bocadillos fríos y patatas pasadas. Fitch quería ponerse a trabajar enseguida, de modo que, mientras los exhaustos abogados cogían platos de papel y se servían, dos procuradores se apresuraban a distribuir entre los presentes copias de los últimos análisis grafológicos. Más que para complacer a su jefe, los abogados comieron deprisa porque no habría tenido sentido saborear aquella bazofia. A lo largo del día el número de jurados potenciales había bajado a ciento once, y la selección definitiva empezaría al día siguiente.
La mañana estuvo en manos de Durwood Cable, conocido como Durr en toda la Costa del Golfo, su hogar durante sesenta y un años. Socio fundador de Whitney Cable White, sir Durr había sido seleccionado personalmente por Fitch para representar a Pynex en la sala de vistas. Primero como abogado, después como juez y de nuevo como abogado, Durr había pasado buena parte de los últimos treinta años enfrente de un jurado. Sabía cómo mirarlos y cómo dirigirse a ellos. Las salas de vistas habían llegado a parecerle lugares relajantes, sin teléfonos, sin peatones ajetreados, sin secretarias correteando arriba y abajo, escenarios donde todo el mundo interpretaba su papel de acuerdo con un guión establecido y donde los abogados eran las estrellas del reparto. Durr se movía y hablaba con gran parsimonia, pero entre pasos y palabras sus ojos grises no perdían detalle. Si su oponente, Wendall Rohr, era vocinglero, sociable y tirando a vulgar, Durr, por el contrario, era retraído y más bien estirado. Vestía traje oscuro, una corbata gualda bastante atrevida y la camisa blanca de rigor, que contrastaba agradablemente con su piel bronceada. Durr era un gran aficionado a la pesca en agua salada y se pasaba muchas horas al sol, a bordo de su barco. Su coronilla, calva y tostada, daba fe de ello.
Después de no perder un solo caso durante seis años consecutivos, Durr había encajado una amarga derrota a manos de su adversario, y, antaño amigo, Wendall Rohr. El demandante -conductor de un vehículo de tres ruedas- logró embolsarse dos millones de dólares a costa de su defendido.
Durr dio unos pasos hacia la tribuna y miró con gesto adusto las caras de aquellas ciento once personas. Sabía dónde vivía cada una de ellas, si tenían hijos o nietos y hasta cuántos. Se cruzó de brazos, se pellizcó la barbilla como un académico meditabundo, y dijo con voz sonora:
–Me llamo Durwood Cable y represento a Pynex, una vieja empresa que lleva noventa años fabricando cigarrillos.
Ya lo sabían: no le daba vergüenza admitirlo. Cable habló de Pynex durante diez minutos, y en ese tiempo supo presentar a su cliente bajo un prisma positivo, difuminar sus defectos, convertirlo en algo cercano y prácticamente simpático.
Finalizada la benévola presentación, Durr acometió sin vacilar el tema de la libre elección. Rohr había hecho hincapié en la adicción; Cable habló de la libertad de escoger.
–¿Estamos todos de acuerdo en que el tabaco puede ser peligroso si se abusa de él? – preguntó. Todas las cabezas asintieron. ¿Quién iba a discutir semejante perogrullada?-. Muy bien. ¿Estamos todos de acuerdo en que el riesgo que comporta el consumo de tabaco es del dominio público y en que, por lo tanto, los fumadores fuman a sabiendas del peligro que corren? – Más asentimientos y ninguna mano todavía.
Durr estudiaba las reacciones de los jurados y sobre todo las de Nicholas Easter, que lo miraba inexpresivo desde la tercera fila, el octavo empezando a contar desde el pasillo. A causa de las exenciones, Easter ya no era el candidato número cincuenta y seis, sino el treinta y dos, y con cada nueva criba se acercaba más al principio de la lista. Su cara no revelaba más que una atención absoluta.
–La pregunta siguiente es de una gran importancia -anunció Cable sin apresurarse, dejando que el silencio se hiciera eco de sus palabras-. ¿Hay alguien entre ustedes -dijo mientras apuntaba al jurado con el dedo- que no crea que las personas que fuman lo hacen a sabiendas del riesgo que corren?
Esperó, observó, tiró un poco más del hilo y, finalmente, alguien mordió el anzuelo. Una mano pedía la palabra desde la cuarta fila. Cable sonrió y dio un paso hacia delante.
–Si no me equivoco -dijo-, es usted la señora Tutwiler. Póngase en pie, si es tan amable.
Si lo que el letrado quería era un voluntario, la alegría le duró bastante poco. La señora Tutwiler era una mujer menuda y frágil de sesenta años con cara de muy malas pulgas.
–Quiero hacerle una pregunta, señor Cable -dijo irguiéndose y levantando la barbilla.
–Adelante.
–Si es verdad que todo el mundo sabe que los cigarrillos son peligrosos, ¿por qué sigue fabricándolos su cliente?
Hubo unas cuantas sonrisas entre los demás candidatos. Todas las miradas estaban fijas en Durwood Cable, que había encajado el revés sin dejar de sonreír.
–Buena pregunta -dijo en voz alta, aunque no tenía ni la más mínima intención de responderla-. ¿Cree usted que debería estar prohibida la fabricación de cigarrillos, señora Tutwiler?
–Sí.
–¿Aunque haya personas que quieran ejercer su derecho a la libre elección fumando?
–Los cigarrillos crean adicción, señor Cable, y usted lo sabe tan bien como yo.
–Nada más, señora Tutwiler.
–Los fabricantes aumentan el nivel de nicotina para que la gente se enganche y se anuncian como locos para seguir vendiendo.
–Gracias, señora Tutwiler.
–Aún no he terminado -protestó la mujer en voz alta, agarrándose al respaldo del banco anterior para ponerse de puntillas-. Los fabricantes siempre se han negado a reconocer que el tabaco crea adicción. Mienten, y usted lo sabe. ¿Por qué no lo ponen en las etiquetas?
La expresión de Durr no había cambiado un ápice. El letrado esperó pacientemente hasta que la candidata hubo terminado.
–¿Es eso todo, señora Tutwiler? – preguntó sin acritud.
Había otras cosas que quería decir, pero cayó en la cuenta de que tal vez aquél no fuera el lugar más indicado para hacerlo.
–Sí -musitó.
–Gracias. Reacciones como ésta son vitales para el proceso de selección de jurados. Muchísimas gracias, señora Tutwiler. Puede volver a sentarse.
La anciana miró a su alrededor como si esperara que sus compañeros se levantasen y se unieran a su causa. Al darse cuenta de que estaba sola, se dejó caer en su asiento. Dadas sus posibilidades de ser elegida, podría haber abandonado la sala en aquel mismo instante.
Cable repasó rápidamente otros temas menos espinosos. Hizo muchas preguntas, provocó unas cuantas reacciones más y dio mucho que hacer a sus expertos en expresión corporal.
Su intervención acabó al mediodía, a tiempo para un almuerzo rápido. Harkin pidió a los jurados que estuvieran de vuelta a las tres, pero dijo a los abogados que comieran deprisa y regresaran al cabo de tres cuartos de hora.
A la una en punto, a puerta cerrada, con los abogados apretujados alrededor de las mesas de sus respectivos equipos, Jonathan Kotlack se puso en pie e informó al tribunal de que el demandante aceptaba al jurado número uno.
Nadie pareció sorprendido. Todo el mundo anotó algo en un listado, incluido el juez Harkin.
–¿Tiene la defensa algo que objetar? – preguntó Su Señoría después de una breve pausa.
–La defensa acepta al jurado número uno.
Tampoco hubo sorpresa. La candidata número uno era la joven Rikki Coleman, casada y madre de dos hijos, que nunca había fumado y trabajaba en la sección de admisiones de un hospital. Kotlack y su equipo le habían dado un 7 de 10 teniendo en cuenta sus respuestas escritas, su experiencia en sanidad, su título universitario y su interés por todo lo dicho en la sala hasta entonces. La defensa le daba sólo un 6, y la habría recusado de no ser por la presencia de una serie de candidatos francamente indeseables que compartían con ella la fila número uno.
–Ésta ha sido fácil -murmuró el juez-. Sigamos adelante. El candidato número dos, Raymond C. LaMonette.
El señor LaMonette fue objeto de la primera escaramuza estratégica del día. Ninguna de las dos partes lo quería; las dos le habían dado un 4,5. Fumaba como un cosaco, pero estaba intentando dejar el tabaco por todos los medios. Sus respuestas escritas eran ininteligibles y absolutamente lamentables. Según los peritos en expresión corporal de ambos bandos, el señor LaMonette odiaba a todos los abogados y todo lo que tenía relación con ellos. Al parecer, años atrás había sufrido un grave accidente por culpa de un conductor borracho y no había sacado ni un céntimo de indemnización.
Las normas que regulan el proceso de selección de un jurado establecen que ambas partes pueden vetar determinado número de candidatos sin tener que dar explicación alguna al respecto. Dada la importancia del caso, el juez Harkin había elevado de cuatro a diez el número de recusaciones permitidas a cada litigante. Todos querían librarse de LaMonette, pero ambas partes querían reservar su derecho a veto para caras más desagradables.
Era el turno del demandante, de manera que era Kotlack quien tenía la palabra.
–El demandante recusa al número dos -dijo con algo de retraso.
–Un veto menos para el demandante -repitió Harkin mientras tomaba nota del hecho.
Había sido una pequeña victoria para la defensa, ya que a última hora Durr Cable había decidido recusar él mismo al candidato si llegaba el caso.
El demandante decidió recusar a la candidata número tres, la esposa de un ejecutivo, y también al número cuatro. Los vetos estratégicos continuaron hasta diezmar la fila número uno. Sólo dos jurados sobrevivieron a la masacre, que no fue tan notable en la fila número dos, con cinco supervivientes de doce, incluidas dos exenciones otorgadas por el tribunal. Al llegar a la fila tres, las partes ya habían aceptado a siete jurados en firme. Faltaban sólo ocho nombres para llegar al gran desconocido, Nicholas Easter. Hasta el momento, el candidato número treinta y dos había prestado atención y no presentaba ningún defecto insalvable. Con todo, ponía los pelos de punta a los expertos de ambos bandos.
Wendall Rohr, que tuvo que ocupar momentáneamente el puesto de portavoz del demandante mientras Kotlack conferenciaba con un perito sobre dos de los ocupantes de la fila cuatro, recusó al candidato número veinticinco. Era el noveno veto del demandante. El último -si es que la selección llegaba tan lejos- lo reservaban para un republicano de la fila cuatro cuya reputación era de temer. La defensa rechazó al número veintiséis, quemando para ello su octavo cartucho. Los candidatos veintisiete, veintiocho y veintinueve fueron aceptados. Fue también la defensa quien solicitó que se recusara al jurado número treinta por causa justificada, es decir, que el tribunal eximiera a la candidata en cuestión sin que ninguna de las partes tuviera que consumir munición. Durr Cable anunció su deseo de discutir el asunto en privado y pidió que sus palabras no constaran en acta. Rohr estaba un poco sorprendido, pero no se opuso. El relator dejó de escribir. Cable puso un breve informe en manos de Rohr y dio otro idéntico al juez Harkin.
–Señoría -dijo Cable en voz baja-, hemos sido informados por ciertas fuentes de que la candidata número treinta, Bonnie Tyus, es adicta a un medicamento llamado Ativan. Nunca ha recibido tratamiento, nunca ha sido arrestada y nunca ha admitido su problema. Tampoco lo mencionó en el cuestionario ni durante nuestro intercambio de impresiones. Tiene trabajo y vive tranquilamente con su marido. Con el tercero, para ser exactos.
–¿Cómo se ha enterado de todo eso? – preguntó Harkin.
–Gracias a la investigación exhaustiva que llevamos a cabo con todos los jurados potenciales. Su Señoría puede tener la seguridad de que en ningún momento se ha producido un contacto no autorizado con la señora Tyus.
Lo había descubierto Fitch. El segundo marido de Bonnie Tyus había sido localizado en Nashville, donde vivía lavando remolques en un aparcamiento nocturno para camioneros. Por cuatrocientos dólares en metálico, no había tenido inconveniente en contar todo lo que sabía de su ex mujer.
–¿Qué dice usted a eso, señor Rohr? – preguntó Su Señoría.
–A nosotros también nos consta -mintió Rohr sin vacilar un instante. Con el mismo aplomo miró a Jonathan Kotlack, que a su vez fulminó al encargado de investigar vida y milagros del grupo que incluía a Bonnie Tyus. ¡Llevaban gastado más de un millón de dólares en aquel proceso de selección! ¿Cómo podía haberles pasado por alto un dato de tamaña importancia?
–De acuerdo. La candidata número treinta, recusada por causa justificada. Que conste en acta. ¿El jurado número treinta y uno?
–¿Podríamos disponer de unos minutos, Su Señoría? – preguntó Rohr.
–Sí, pero sean breves.
Al cabo de treinta nombres, diez habían sido seleccionados; nueve habían sido recusados por el demandante, ocho por la defensa y tres por el tribunal. Era improbable que la selección llegara hasta la cuarta fila, así que no había que preocuparse por el republicano. Rohr, con un solo veto disponible, repasó los nombres de los jurados treinta uno a treinta y seis.
–¿Cuál os da más mala espina? – susurró a su equipo.
Todos los dedos apuntaron unánimemente a la candidata número treinta y cuatro, una mujer de raza blanca, corpulenta y mezquina, que los llevaba a mal traer desde el primer día. Se llamaba Wilda Haney, y hacía un mes que habían decidido prescindir de ella. Tras repasar la lista una vez más, el equipo del demandante acordó aceptar a los números treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres y treinta y cinco, que, aun no siendo perfectos, eran infinitamente mejores que Wilda.
En un corrillo más denso, unos metros más allá, Cable y los suyos habían decidido recusar al treinta y uno, aceptar al treinta y dos, vetar al treinta y tres -el señor Herman Grimes, el ciego-, aceptar a la treinta y cuatro -Wilda Haney- y recusar, si hacía falta, al treinta y cinco.
Así es como Nicholas Easter se convirtió en el undécimo jurado seleccionado para el caso Wood. Cuando la sala de vistas volvió a abrirse a las tres y todos los candidatos hubieron tomado asiento, el juez Harkin leyó en voz alta los nombres de los doce elegidos. A medida que eran nombrados, los jurados abandonaban la tribuna del público y ocupaban los puestos que les habían sido asignados en la del jurado. A Nicholas le había correspondido la segunda silla de la primera fila. Con sus veintisiete años de edad, era el segundo miembro más joven del jurado, compuesto por nueve blancos y tres negros; había siete mujeres y cinco hombres, y uno de estos últimos era ciego. Además de los doce elegidos, había tres suplentes sentados en sillas plegables en una esquina de la tribuna del jurado.
A las cuatro y media, los quince se pusieron en pie para pronunciar el debido juramento. Acto seguido, jurados, abogados y litigantes tuvieron que escuchar durante media hora las duras advertencias del juez Harkin. Cualquier intento de influir en los jurados sería castigado con graves sanciones y penalizaciones económicas, tal vez con la anulación del juicio y la inhabilitación profesional, e incluso con la pena capital.
Su Señoría recordó a los jurados la prohibición de hablar sobre el caso incluso con sus cónyuges y amigos. Luego les dedicó una alegre sonrisa, les deseó felices sueños y se despidió de ellos hasta las nueve en punto de la mañana del día siguiente.
Los abogados contemplaron el éxodo del jurado y sintieron envidia. Ellos aún tenían trabajo que hacer. Cuando en la sala no quedaron ya más que abogados y personal de justicia, Su Señoría dijo:
–Caballeros, ustedes han presentado estas peticiones. Ahora les toca argumentarlas.
Easter conocía bien el terreno. Tres semanas antes, al día siguiente de haber recibido su valiosa citación, había empezado a fisgonear por el juzgado. Encontró la sala de vistas desierta y ociosa, sin vigilancia que le impidiera explorar los pasillos y cuartos anexos: el exiguo despacho del juez; la sala donde los abogados se reunían para chismorrear y tomar café mientras hojeaban un periódico o alguna de las revistas antediluvianas que sepultaban las viejas mesas de la habitación; los cubículos sin ventilación y con unas cuantas sillas plegables habilitados como sala de espera de los testigos; la celda en que los detenidos peligrosos aguardaban su sentencia con las manos esposadas; y, por supuesto, la sala del jurado.
Su corazonada de aquella mañana resultó ser acertada. Se llamaba Lou Dell, y era una mujer de unos sesenta años, más bien achaparrada, de pelo gris con flequillo, que llevaba pantalones de tergal y playeras viejas. Sentada en el corredor, junto a la puerta de la sala del jurado, se entretenía leyendo una novela barata y manoseada a la espera de que alguien penetrara en sus dominios. Al ver llegar a su primera víctima se puso en pie de un salto y recogió apresuradamente la hoja de papel que había estado utilizando como asiento.
–Buenos días -dijo con una sonrisa de oreja a oreja y un punto de malicia en la mirada-, ¿qué se le ofrece?
–Me llamo Nicholas Easter -contestó mientras correspondía a la mano que le tendía la mujer. Lou Dell estrechó con fuerza la mano del joven y prolongó el saludo exageradamente antes de ponerse a buscar el nombre de Nicholas en la lista.
–Bienvenido a la sala del jurado -anunció desplegando una sonrisa aún mayor que la anterior-. ¿Es su primer juicio?
–Sí.
–Adelante -lo invitó la mujer mientras lo empujaba hacia el interior de la habitación-. Ahí tiene el café y los donuts -dijo señalando un rincón y tirando del brazo del joven-. Las he hecho yo misma -añadió con orgullo mientras le mostraba una cesta llena de magdalenas aceitosas-. Es una especie de tradición, ¿sabe? Siempre las traigo el primer día de un juicio. Son mis magdalenas del jurado. Ande, coja una.
Sobre la mesa había distintas clases de donuts distribuidas en varias bandejas, así como dos cafeteras humeantes y a punto. También había platos, tazas, cubiertos, azúcar, leche y edulcorantes surtidos; y, por supuesto, ocupando un lugar destacado, las magdalenas del jurado. Nicholas cogió una. Qué remedio.
–Las hago desde hace dieciocho años -le aseguró Lou Dell-. Antes les ponía pasas, pero tuve que dejar de hacerlo. – La mujer levantó la vista al cielo como si el resto de la historia fuera demasiado escandaloso para contarlo.
–¿Y eso? – Nicholas se sintió obligado a demostrar interés.
–Les daba flato. Y desde la sala, según y cómo, se oye todo…, usted ya me entiende.
–Eso creo.
–¿Le apetece un café?
–Ya me serviré yo mismo.
–Muy bien. – Lou Dell dio media vuelta e indicó unos impresos apilados en el centro de la larga mesa destinada a los jurados-. Son las instrucciones del juez Harkin. Hay una para cada uno. Su Señoría quiere que todos se las lean con mucha atención y que después firmen el impreso a pie de página. Vendré a recogerlos más tarde.
–Gracias.
–Estaré en mi puesto, al lado de la puerta, si me necesita para algo. ¿Sabe que voy a tener un celador pegado a mis faldas durante todo el juicio? Algún zoquete con menos puntería que un topo. Me pongo mala con sólo pensarlo. Pero qué se le va a hacer, por algo es el proceso más sonado que hemos tenido hasta ahora. Civil, se entiende. En cuestión de penales tenemos más experiencia. Si yo le contara… -Lou Dell agarró el tirador y abrió la puerta-. Si me necesita, ya sabe dónde estoy.
La puerta se cerró y Nicholas se quedó mirando la magdalena. No sin reservas, se decidió a probarla. Sabía a salvado y a azúcar, y le hizo pensar en los sonidos de que había hablado la mujer. Nicholas tiró el bollo a la papelera y se sirvió un poco de café en una taza de plástico. Era la primera y la última vez. Si querían que se pasara entre cuatro y seis semanas acampado en aquella sala, tendrían que darle tazas como Dios manda. Y si el condado podía permitirse el lujo de comprar donuts, no veía por qué no podía hacer lo mismo con las rosquillas y los cruasanes.
No había café descafeinado. Nicholas tomó nota de ello. Y si alguno de sus compañeros era poco cafetero, se iba a encontrar con que tampoco había agua caliente para el té. En cuanto al almuerzo, más les valía esmerarse, porque no estaba dispuesto a comer ensaladilla durante seis semanas seguidas.
Alrededor de la mesa, situada en el centro de la sala, había doce sillas espaciadas de forma regular. La gruesa capa de polvo que Nicholas observara durante su primera visita había desaparecido, y la habitación en general ofrecía un aspecto mucho más ordenado y funcional. De una pared colgaba una gran pizarra equipada con borradores y tiza nueva. Al otro lado de la mesa, tres ventanales de la misma altura que la pared proporcionaban una vista del exterior del juzgado. El césped, aún verde y lozano, había conseguido sobrevivir al final del verano. Nicholas se acercó a una de las ventanas y contempló durante unos instantes el vaivén de los peatones.
La última obra del juez Harkin era una lista de instrucciones y preceptos negativos. A saber: organícense; elijan un portavoz; en caso de no poder alcanzar un acuerdo, hablen con Su Señoría y él se encargará de designarlo; lleven siempre el distintivo rojo y blanco que les entregará Lou Dell y que les acredita como miembros del jurado; traigan algo para leer durante los recesos; no duden en pedir lo que necesiten; no comenten el caso entre ustedes antes de que Su Señoría así lo disponga; no comenten el caso con nadie y punto; no abandonen el edificio del juzgado sin permiso; no hagan uso de los teléfonos sin la debida autorización; el almuerzo les será servido en la sala del jurado; cada día podrán escoger el menú correspondiente antes de entrar en la sala de vistas a las nueve de la mañana; informen inmediatamente al tribunal si alguien intenta ponerse en contacto con ustedes o con las personas de su entorno por algún motivo relacionado con el juicio; informen inmediatamente al tribunal si ven, oyen o notan algo sospechoso que pueda estar relacionado con su participación en el juicio.
Leídas por un profano, las dos últimas instrucciones podían parecer un poco raras. Pero Nicholas estaba al corriente de los pormenores de un juicio similar que tuvo que ser declarado nulo a los pocos días de haber dado comienzo. El proceso se celebraba en el este de Tejas, y los problemas empezaron al llegar a oídos del tribunal que agentes misteriosos recorrían la ciudad ofreciendo grandes sumas de dinero a los parientes de los jurados. Los agentes se esfumaron artes de que la policía pudiera dar con ellos y, en medio de la confusión causada por las mutuas acusaciones de ambas partes, nunca llegó a saberse cuál de los litigantes había contratado sus servicios. Con todo, voces autorizadas se inclinaban a imputar los hechos a la industria tabacalera. Al parecer, el jurado se mostraba muy comprensivo con el demandante, y la defensa no pudo ocultar su júbilo al conocer la decisión del tribunal.
Aunque no tenía manera de probarlo, Nicholas estaba seguro de que Rankin Fitch era el hombre de los sobornos y de que no tardaría en volver a las andadas.
Nicholas acababa de firmar su impreso y depositarlo sobre la mesa cuando oyó voces y unos golpecitos en el corredor. Lou Dell se estaba presentando a otro jurado. La puerta se abrió para dejar paso a Herman Grimes, que entró en la sala precedido de su bastón y seguido de cerca por su esposa. La señora Grimes se apresuró a describir la habitación a su marido. Le hablaba en voz baja y sin tocarlo.
–Es una sala alargada, de unos ocho por cinco, con el largo frente a ti y el ancho a derecha e izquierda. Hay una mesa de punta a punta con sillas alrededor. La silla más cercana está a dos metros y medio.
Grimes procesó esta información sin alterar la expresión de su rostro y acompañando con movimientos de cabeza las palabras de su mujer. Lou Dell seguía en la puerta, detrás de la señora Grimes, esperando con los brazos en jarras el momento de ofrecer una magdalena al ciego.
Nicholas dio unos pasos adelante y se presentó a Grimes, que le tendió la mano. Él la estrechó, y ambos intercambiaron las cortesías de rigor. Después saludó a la señora Grimes y acompañó a Herman hasta el bufé del desayuno. Allí le sirvió una taza de café con leche azucarado y le describió los donuts y las magdalenas; un ataque preventivo contra Lou Dell, que aún no había regresado a su puesto. Herman dijo que no tenía hambre.
–Mi tío favorito también es ciego -anunció Nicholas-. Sería un honor para mí que me permitiera ayudarlo durante el juicio.
–Puedo apañármelas yo solo -replicó Herman algo indignado. Su esposa, por el contrario, agradeció el gesto del joven con una sonrisa y un guiño.
–De eso no me cabe la menor duda -insistió Nicholas-, pero sé que a veces hay pequeñas dificultades… Sólo quiero ayudarlo.
–Gracias -dijo Grimes al cabo de unos segundos.
–Muchas gracias, joven -repitió la señora Grimes.
–Estaré en el pasillo si me necesitan para algo -intervino Lou Dell.
–¿A qué hora tengo que pasar a buscarlo? – preguntó la señora Grimes.
–A las cinco. Si hubiera algún cambio, ya la avisaría. – Lou Dell cerró la puerta mientras daba las últimas instrucciones.
Herman ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras. Tenía el cabello castaño, abundante, engominado y ligeramente canoso.
–Hay que cumplir otro trámite -dijo Nicholas cuando los dos estuvieron a solas-. Tiene una silla enfrente de usted; siéntese y le leeré el impreso. Herman puso una mano sobre la mesa, dejó el café y buscó a tientas una silla; recorrió el respaldo con las yemas de los dedos, se orientó y tomó asiento. Nicholas cogió la lista de instrucciones del juez y empezó a leer.
Después de los millones invertidos en el proceso de selección del jurado, nadie se mostró avaro con las palabras. Todo el mundo parecía tener su opinión acerca del resultado. Los expertos de la defensa se congratulaban del jurado elegido y de su propia habilidad, aunque lo hacían sobre todo para contentar a la legión de abogados que seguía trabajando veinticuatro horas al día. Durr Cable había tenido que vérselas con jurados peores, pero también los había visto mejores. Con todo, desde hacía muchos años era consciente de que es prácticamente imposible saber de antemano cómo va a reaccionar un jurado. Fitch también estaba satisfecho -dentro de los límites que le imponían su posición y su carácter-, pero eso no le impedía seguir haciendo la vida imposible al resto de su equipo. Cuatro de los miembros del jurado eran fumadores. Además, dada la reputación permisiva de la Costa del Golfo, con sus locales de strip-tease, sus casinos y el influjo de la cercana Nueva Orleáns, Fitch empezaba a creer que, después de todo, tal vez Biloxi no fuera un mal sitio para celebrar un juicio como aquél.
En la acera de enfrente, Wendall Rohr y su equipo de asesores también se declaraban contentos con la composición del jurado. La inesperada inclusión de Herman Grimes, el primer jurado ciego de la historia si la memoria no les fallaba, había sido un auténtico golpe de suerte. Grimes había insistido en ser medido con el mismo rasero que los candidatos videntes, y había amenazado con emprender acciones legales si la justicia lo discriminaba. Aquella muestra de confianza en la utilidad de los pleitos había llegado a lo más hondo del corazón de Rohr y los suyos. Y por si eso fuera poco, estaba lo de su minusvalía. No cabía duda de que el señor Grimes representaba el sueño de cualquier picapleitos. La defensa, por su parte, había hecho todas las objeciones imaginables, y había esgrimido como argumento en contra de la presencia de Grimes el hecho de que no pudiera ver las pruebas. El juez Harkin permitió que los letrados interrogaran discretamente al señor Grimes sobre este particular, y él les aseguró que podría ver las pruebas si éstas le eran descritas detalladamente por escrito. Su Señoría decidió entonces asignar a un relator especial la tarea de redactar descripciones de todas las pruebas presentadas. De este modo Grimes podría introducir la información resultante en su ordenador de braille y leer las descripciones por la noche. La idea del juez hizo tan feliz al señor Grimes que éste nunca volvió a hablar de pleitos por discriminación. La defensa también moderó su oposición, sobre todo al enterarse de que el candidato había fumado durante muchos años y no le importaba que otras personas siguieran fumando a su alrededor.
Ambas partes, pues, estaban relativamente satisfechas del jurado que habían elegido. Habían excluido a todos los radicales y no habían detectado ninguna actitud hostil entre los candidatos supervivientes. Los doce miembros del jurado tenían certificado de enseñanza secundaria, dos de ellos poseían también un título universitario, y otros tres tenían cierto número de créditos acumulados. Según los cuestionarios escritos, Nicholas Easter había completado su educación secundaria. Su paso por la universidad, sin embargo, seguía siendo un misterio.
Y así, con la primera vista oral en puertas, mientras estudiaban la distribución de los asientos y las caras de los jurados por enésima vez, ambas partes daban vueltas a la gran pregunta y se disponían a emitir sus pronósticos.
–¿Quién será el líder? – se preguntaban una y otra vez.
Todos los jurados tienen un líder, y ésa y no otra es la clave del veredicto. ¿Emergería enseguida esta vez? ¿O se mantendría al margen hasta el momento de las deliberaciones? Ni siquiera los jurados lo sabían.
A las diez en punto, con la sala abarrotada, Su Señoría decidió que había llegado el momento de empezar y dio unos golpecitos con el mazo para acallar los últimos murmullos. Todo el mundo estaba preparado.
–Haz pasar al jurado -dijo el juez Harkin a Pete, un alguacil veterano vestido con un uniforme marrón desteñido.
Todos los ojos se volvieron hacia la puerta que daba acceso a la tribuna del jurado. Lou Dell precedía a los jurados igual que una gallina a sus polluelos. Los doce elegidos entraron en la sala y se dirigieron a los asientos que les habían sido asignados mientras los tres suplentes volvían a ocupar sus sillas plegables. Tras unos momentos de desorden -empleados en colocar un almohadón, tirar del borde de una falda, dejar el bolso y los libros en el suelo-, los jurados se dispusieron a prestar atención al juez. Pronto se dieron cuenta de que eran el blanco de todas las miradas.
–Buenos días -dijo Su Señoría en voz alta y con una gran sonrisa en los labios, saludo, a lo que gran parte del jurado correspondió con un movimiento de cabeza-. Confío en que habrán encontrado la sala del jurado y habrán empezado a organizarse. – El juez hizo una pausa e indicó, por alguna razón, los quince impresos firmados que Lou Dell había recogido-. ¿Tenemos ya un portavoz? – preguntó.
Los doce jurados asintieron al unísono.
–Muy bien. ¿De quién se trata?
–Soy yo, Su Señoría -anunció Herman Grimes desde la primera fila.
Abogados, asesores y representantes de la industria tabacalera, es decir, la defensa en pleno, sufrieron una taquicardia colectiva. Cuando recuperaron el aliento, lo hicieron lentamente, sin dejar traslucir en ningún momento el menor indicio de que no estaban precisamente encantados de que el jurado ciego se hubiera convertido en portavoz del grupo. Tal vez a los otros once les había dado lástima el pobre hombre.
–Espléndido -dijo el juez, aliviado al saber que su jurado había sido capaz de cumplir con aquel trámite rutinario sin más problemas.
Su Señoría había visto casos mucho peores. Se acordó, por ejemplo, de un jurado medio blanco y medio negro que no se había puesto de acuerdo a la hora de elegir portavoz y que se había amotinado a causa del menú de mediodía.
–Supongo que habrán leído mis instrucciones -continuó, y eso le dio pie a repetir al menos dos veces todo lo que ya había puesto por escrito.
Nicholas Easter se sentaba en la primera fila, en el segundo asiento empezando por la izquierda para ser exactos. Mientras el juez Harkin castigaba a la concurrencia con su perorata, el joven puso cara de póquer y se dedicó a observar al resto de los jugadores recorriendo la sala con la mirada y sin apenas mover la cabeza. Agazapados tras sus mesas como fieras al acecho, todos los abogados sin excepción escrutaban impertérritos a los jurados. Pronto dejarían de hacerlo, pensó Nicholas.
En la segunda fila de la tribuna del público, detrás de la defensa, estaba Rankin Fitch, con su cara oronda y su siniestra perilla, la mirada fija en la espalda del hombre que tenía frente a él. Fitch intentaba no prestar atención a las advertencias de Harkin y fingía el más absoluto desinterés por el jurado. Pero Nicholas no era un pardillo: sabía que Fitch no se estaba perdiendo detalle.
Catorce meses atrás Nicholas lo había visto en la sala de vistas de Allentown, en el estado de Pensilvania, durante el juicio Cimmino. Fitch no había cambiado mucho desde entonces; seguía siendo el mismo personaje enigmático. Y también lo había visto cerca del juzgado de Broken Arrow, en el estado de Oklahoma, durante el juicio Glavine. Dos veces habían sido más que suficientes para grabar su rostro en la memoria. Nicholas estaba seguro de que Fitch ya había averiguado que nunca había ido a la universidad de North Texas State, y también sabía que le estaba causando más quebraderos de cabeza que cualquier otro jurado. Y con razón.
Detrás de Fitch había dos filas de trajes pertenecientes a otros tantos clones presumidos y avinagrados. Nicholas sabía que eran los inquietos enviados de Wall Street. Según el periódico de la mañana, el mercado no había reaccionado de ninguna manera especial al conocerse la composición del jurado y las acciones de Pynex seguían cotizándose a ochenta dólares. Nicholas no pudo contener una sonrisa. Si de repente se levantara y gritase: «¡Creo que el demandante tiene razón!», todos aquellos trajes saldrían disparados hacia la puerta y Pynex habría bajado diez puntos antes de la hora de comer.
Las acciones de las otras tres tabacaleras -Trellco, Smith Greer y ConPack- también cotizaban sin novedad.
En las primeras filas de la tribuna se distinguían varios grupos de espíritus agitados. En opinión de Nicholas se trataba de los peritos. Había terminado la selección del jurado y empezado la fase siguiente: la observación de sus reacciones. Correspondía a aquel colectivo la ardua tarea de escuchar todas las declaraciones de los testigos y predecir su efecto en el jurado. Lo más probable es que la estrategia consistiera en descartar a los testigos que causaran una pobre o mala impresión en el jurado y compensar su actuación mediante la intervención de otros testigos, pero Nicholas no lo sabía con certeza. Había leído mucho sobre el trabajo de los expertos en selección de jurados, e incluso había asistido a un seminario en St. Louis para oír contar batallitas a célebres abogados, pero seguía dudando que aquellos asesores de última generación fueran poco más que farsantes.
Se decían capaces de evaluar a los jurados con sólo observar cómo reaccionaba su cuerpo ante lo que se decía en la sala de vistas. Nicholas volvió a sonreír. ¿Qué pasaría si se hurgara la nariz durante cinco minutos seguidos? ¿Cómo interpretarían los expertos esa pequeña muestra de expresión corporal?
Nicholas no pudo identificar con exactitud al resto del público, que sin duda incluía a varios periodistas, al grupo de abogados locales de rigor y a otros asiduos de los juzgados. La esposa de Herman Grimes estaba entre las últimas filas, orgullosa y radiante porque su marido había sido llamado a ocupar un puesto de tamaña responsabilidad. Al cabo de un rato, el juez Harkin dejó de divagar e hizo una seña a Wendall Rohr. El letrado se puso en pie con cierta parsimonia, se abrochó la chaqueta de cuadros escoceses mientras deslumbraba al jurado con la blancura de su dentadura postiza, y avanzó hacia el atril con aires de superioridad. Rohr explicó a los jurados que lo que estaban a punto de oír era su escrito de exposición, un alegato destinado a presentar un resumen del caso. La sala enmudeció por completo.
El demandante se proponía demostrar que el tabaco provoca cáncer de pulmón y, más concretamente, que el difunto Jacob Wood, buen hombre donde los hubiera, había desarrollado un cáncer de pulmón tras haber fumado cigarrillos Bristol durante casi treinta años. Lo mataron los cigarrillos, sentenció Rohr mientras tiraba del extremo de su perilla canosa. Tenía la voz áspera, pero sabía modularla con precisión, subir y bajar de tono hasta conseguir el efecto deseado. Rohr era un actor, un intérprete experimentado que no dejaba nada al azar. La pajarita torcida, la dentadura tintineante y aquella colección de prendas incompatibles formaban parte de un atrezzo pensado para atraerse las simpatías del ciudadano medio. Wendall Rohr no era perfecto. Los abogados de la defensa, con sus trajes oscuros e impecables y sus corbatas de seda, podían hablar al jurado por encima del hombro. Rohr nunca lo haría. Rohr era un hombre del pueblo.
¿Que cómo se las ingeniaría para demostrar que el tabaco provoca cáncer de pulmón? Pruebas no le faltaban. Por de pronto, llamaría a declarar a algunos de los oncólogos más distinguidos del país. Sí, aquellos hombres tan importantes se hallaban en aquel momento camino de Biloxi para hablar con ellos, el jurado, y demostrarles de manera inequívoca y con un montón de estadísticas que, efectivamente, los cigarrillos provocan cáncer.
Más adelante -y Rohr no pudo reprimir una sonrisa traviesa al llegar a aquel punto-, el demandante llevaría ante el jurado a varias personas que habían trabajado para la industria tabacalera. Se airearían muchos trapos sucios, y todos los presentes verían con sus propios ojos las pruebas condenatorias.
El demandante se proponía demostrar, en pocas palabras, que el humo de los cigarrillos, dado su contenido en sustancias cancerígenas naturales, pesticidas, partículas radiactivas y fibras afines al amianto, provoca cáncer de pulmón.
Llegados a este punto, Wendall Rohr había logrado convencer a casi todos los presentes no sólo de que sería capaz de demostrar lo que se proponía, sino también de que lo haría sin la menor dificultad. Era el momento de hacer una pausa. El letrado se arregló la pajarita con diez dedos regordetes y consultó su bloc de notas. Acto seguido, con gran solemnidad, empezó a glosar la figura de Jacob Wood, el difunto, padre y abuelo bienamado, hombre de familia, trabajador infatigable, católico devoto, miembro del equipo de béisbol de la parroquia y veterano de guerra, que había empezado a fumar cuando era niño y, como el resto del mundo en aquella época, desconocía los perniciosos efectos del tabaco. Y etcétera, etcétera.
Rohr cargó un poco las tintas, pero dio la impresión de hacerlo a sabiendas. Después pasó de puntillas sobre el tema de los daños. Aquél iba a ser un gran juicio -anunció-, un proceso muy importante. El demandante exigiría y esperaba conseguir mucho dinero. Pero no bastaba con reparar el evidente perjuicio causado a la familia de Jacob Wood teniendo en cuenta el valor económico de su vida y la pérdida de amor y afecto que había representado su muerte. El castigo debía ser ejemplar.
Rohr siguió insistiendo en la idea del castigo ejemplar, tanto que hasta llegó a perder los papeles en más de una ocasión. La mayoría de los jurados se dieron cuenta de que la perspectiva de un fallo millonario le había hecho perder la concentración.
El juez Harkin había dispuesto por escrito que las primeras intervenciones de los litigantes durarían una hora como máximo. Y se había comprometido, también por escrito, a interrumpir a los letrados si éstos osaban extenderse demasiado. Pese a adolecer de cierta desmesura, lo mismo que casi todos los miembros de su profesión, Rohr sabía que no debía tentar a la suerte ni al reloj de Su Señoría. Así pues, transcurridos cincuenta minutos desde el inicio de su alegato, concluyó con una sombría apelación a la justicia, agradeció a los jurados la atención prestada, sonrió, hizo tintinear su dentadura y volvió a su asiento.
Cincuenta minutos pueden parecer horas si uno tiene que permanecer sentado en una silla sin poder hablar ni estirar las piernas. El juez Harkin lo sabía muy bien; por eso anunció un receso de quince minutos antes de dar paso a la defensa.
La intervención de Durwood Cable duró menos de treinta minutos. Fría y deliberadamente, la defensa aseguró al jurado que Pynex llevaba a cabo sus propias investigaciones científicas y que sus expertos estaban en disposición de demostrar sin lugar a dudas que los cigarrillos no provocan cáncer de pulmón. Cable daba por descontado el escepticismo de los jurados, y les pidió tan sólo que fueran pacientes y dejaran a un lado sus prejuicios. Sir Durr habló sin recurrir a nota alguna, dirigiendo cada palabra al fondo de los ojos de un jurado. Su mirada recorrió la primera fila y después la segunda, y correspondió puntualmente a la curiosidad de los doce rostros. Su voz y sus ojos eran capaces de hipnotizar, pero al mismo tiempo parecían sinceros. Sin saber por qué, uno sentía la necesidad de creerlo.