Fraude
A la luz del día, la
habitación era pequeña y miserable. Amos creció lo suficiente para
no caber en ella así como no cabía en la cama.
Pero por las noches aún conservaba su
magia.
Cuando estaban cerradas las persianas y se
apagaban las luces, las estrellas aún brillaban con luz
fluorescente, y los planetas, girando lentamente al menor soplo de
aire, parecían reales y cercanos. Y la luna estaba al alcance de la
mano.
Lo mejor de todo era la S.1.2. —La Dona—
brillando encima de la cama, mientras el niño que descansaba en el
lecho caía libremente en el espacio. Era uno los héroes, uno de los
astronautas.
El niño creció, el sol hacía visibles los
hilos que sustentaban los planetas, y la S.1.2. y decoloraba con
pequeñitas manchas de pintura las estrellas.
Ella revolvió el cuarto. Los modelos se
movieron desordenadamente.
—Necesitarás esto —dijo presentándole un
libro.
Él lo tomó, era una maltratada copia de
La Conquista del Espacio, ilustrada por
Bonestell. Lo puso nuevamente en el estante.
—Caray, mamá —le dijo en tono suplicante
tratando de hacerla entender—. No lo necesito. Ya acabé con esto.
Regálale todo a Tommy.
—Del modo como hablas... cualquiera pensaría
que no vas a regresar —se quejó ella con la voz quebrada.
—Mamá —Le pasó un brazo alrededor de los
hombros y le dio un apretón cariñoso—. Ya hemos hablado de ello. Ya
crecí; ya no soy un niño. Todo esto —señalando renunciativamente
con un vago gesto de la mano— ya quedo atrás. Vendré a verte cuando
tenga licencias, o misiones en la Tierra.
Ella ha
envejecido, pensó. Ya había pasado mucho tiempo desde que
pensara que era la mujer más hermosa del mundo. También los años
transcurrían por su madre.
El retorno al hogar fue penoso. Quizá fue un
error regresar. Tal vez hubiera sido mejor no aceptar la licencia.
Pero tampoco sería justo.
Cerró el liviano maletín espacial que
contenía unas cuantas pertenencias. Los ojos de su madre se
humedecieron.
—¿Y qué pasa ahora? —dijo él con
irritación.
—Te llevas tan pocas cosas —dijo mordiéndose
el labio inferior.
—Ya sabes que hay un límite de peso para el
equipaje —le informó secamente. Su voz se suavizó—. Diez libras. Y
poner ese peso en la Dona cuesta mil seiscientas libras de
combustible. Allá tendrán todo lo que yo necesite. La Fuerza Aérea
no me dejara desnudo, má.
—Ya lo sé. —Suspiró. Se animó un poco—. Si
ya terminaste de empacar, baja a la cocina. Te guardé un trozo de
pastel.
Llevó el equipaje a la espalda como lo
hacían los astronautas veteranos. Mientras bajaban las escaleras,
le dijo en tono de cariñoso reproche:
—Má, no deseo comer nada, de verdad. No
podría pasar un bocado.
—Hijo, no te vas a marchar de tu casa con el
estómago vacío.
—Esta bien, Má. Como tú digas. —Dejó la
maleta sobre una silla del vestíbulo y se dejó llevar a la
cocina.
Ella lo miró comer sin quitarle los ojos del
rostro. Amos comió forzadamente el pastel de manzana, luchando
contra la ansiedad de irse, de estar ya en camino.
La cocina era el dominio natural de su
madre. Allí ella mandaba; en ese sitio tuvo el valor de decirle lo
que deseaba.
—No puedo entender por qué alguien quiera
volar hacia el vacío. Me parece que ya hay bastantes problemas
aquí, en la Tierra, para tener aún que salir a buscarlos. Cada vez
que veo la televisión —sus ojos se movieron a la pantalla
repetidora, del muro de la cocina— hay alguna nueva crisis o la
guerra fría se está calentando...
—¡Mamá! Tú sabes qué es lo que siempre he
deseado, aun desde que era niño, soñando, jugando con
cohetes...
—Puedo comprenderlo tratándose de niños
pequeños. Los hombres son otra cosa. Como dijiste arriba, las
niñerias se dejan atrás. ¿Por qué, entonces? Es todo lo que quiero
saber...
—Porque debo hacerlo —respondió él, sabiendo
que no sería suficiente razón para ella. Pero esa es la razón que
siempre han dado los hombres a las mujeres para justificar la
persecución de un sueño, sin ser capaces de explicarlo
plenamente.
»Es importante —continuó—, hacer algo que
valga la pena. Es el sueño, como el que guió a los colonos a través
de las praderas. Ahí es donde hay hombres haciendo el futuro,
hombres que realmente cuentan, hombres como Rev Mc Millen y Bo
Finch y Frank Pickrell. Es hacer algo como poner allá afuera algo
que no existía, la Dona. El valor la transformó de un sueño en
realidad. Se mantiene a base de agallas. Y eso es sólo el
principio. Allá está el futuro.
—Allá esta la muerte. —Distraídamente apartó
un mechón de cabellos grises de su frente—. Allá está Mc Millen en
su tumba, helado, girando eternamente alrededor de la Tierra. Fue
el primer hombre en salir; y el primero en morir. Eso debiera
habernos advertido. Antes, las guerras nos quitaban a nuestros
hombres; ahora es eso. —Ella miró hacia el techo como si pudiera
ver a su través, y contemplar la pequeña rueda de plástico girando
con el sol, donde el cielo es negro y la muerte ronda de
cerca.
—Adiós, mamá. —Se puso bruscamente en pie y
la besó—. No te preocupes. No me pasará nada.
Se movió con rapidez, tomando su gorra del
armario y el equipaje de la silla. Se detuvo un momento en el
umbral de la puerta, vaciló y miró hacia atrás.
Ya la casa le parecía irreal, brumosa, como
todo lo que contenía. Hasta su madre.
Miró a lo alto sin ver el leve destello de
la Dona, sin esperar percibirlo. El satélite no sería visible sino
hasta las 3.19.
Caminó algunos pasos dejando que la Tierra
tirara de él por última vez; sintiendo que eso era una fantasía, y
que pronto sería tan irreal como un sueño lejano.
Su realidad estaba allá arriba, allá
afuera.
Dentro de algunas horas pisaría la vasta
plataforma de concreto de la base en Cocoa, Florida.
Era el principio de una gran aventura.
El general Finch se veía viejo y enfermo.
Amos comparó la imagen real con los retratos de la Academia; el
general estrechando la mano de Pickrell; enfrentándose al Subcomité
del Senado; entregando una corona fúnebre a un piloto anónimo, para
ponerla en órbita en memoria de todos aquellos que dieron sus
vidas...
Pero ya era un anciano el general Beauregard
Finch, cuatro años mayor que la edad de retiro, casi de setenta
años.
Los seis años transcurridos desde la muerte
de Mc Millen en su fatal vuelo, envejecieron al general, pero,
durante esos años, construyó su propio monumento. Encima circulaban
la Dona a la que sacrificara su salud, su vida, como otros hombres
sacrificaron su salud y sus vidas.
Lo valía. Era el sueño.
En la pequeña sala de espera, cercana a la
plataforma, el general permanecía de pie, aún erguido, aún portando
orgullosamente el emblema honorario de la Dona, en su hombro.
—Vas a ir arriba, Danton, llevándote nuestro
honor y nuestro orgullo. Nunca antes
enviamos un inepto, un cobarde o un necio. No creo que lo hagamos
ahora. Sólo unos cuantos hombres te han precedido. Sólo un puñado
te seguirá. Siempre será una tarea ardua y solitaria. Pero no hay
nada que valga más la pena.
El general nunca estuvo en el espacio.
Cuando fue factible hacerlo, ya era demasiado viejo.
—¿Cómo los llaman, remplazos de la
Academia?
—Nos llaman los escogidos, señor.
—Muy bien señalado el nombre. Eso es lo que
son. Escogidos una y otra vez. Lo mejor de lo mejor. Tienen el
mejor adiestramiento que nos es dado ofrecerles. Recuérdalo bien:
Nunca es suficiente, ni el entrenamiento ni la selección. La tarea
es más grande que los hombres. Todo lo que han pasado es nada
comparado a lo que les espera.
Amos sonrió cortésmente. El general podía
pensar que no era nada la Academia, la selección y el programa de
adiestramiento. Después de conocerlo, Amos no se ofrecería a
pasarlo nuevamente: los incesantes tormentos para el cuerpo y la
mente, las interminables pruebas de resistencia física y
sicológica, el torrente perpetuo de información infinita, recibido
por un cerebro finito.
Llamarlo nada. Cinco años de infierno.
Entre 50.000 solicitudes, 1.000 fueron
aceptadas. Tras de las intensas pruebas físicas y siquiátricas,
quedaron sesenta.
Ellos recibieron sus recompensas: cinco años
de entrenamiento. Cinco años luchando con los libros, resistiendo
las gravedades en la centrífuga mientras
se trata de actuar como miembro de la tripulación de una tercera
etapa, o trabajando en el remolino, o
viviendo en el tanque en unión de trece
hombres más, durante semanas sin fin, sabiendo que los psicólogos
los observaban.
Y siempre la creciente presión del fracaso
mientras que los compañeros de clase renunciaban, eran dados de
baja, desaparecían y no eran mencionados más.
Hasta que sólo cinco se graduaron.
Cinco entre 50.000. Cuando se iniciaba la
carrera no se podía creer en tal porcentaje de probabilidades en
contra. El único modo de sobrevivir era no pensar en ello, tomar
cada prueba como venía y, cuando la acumulación de gravedades era
demasiado alta, recordar los sueños y luchar una y otra vez.
No podía haber nada más rudo. La realidad
sería una culminación soberbia.
—¡Vamos! —gruñó el general—. ¡Ya es hora de
partir! Hablo demasiado. La nave no esperará, ni siquiera por un
general.
Tosía todavía cuando Amos, con el uniforme
de vuelo y el yelmo espacial, atravesaba la amplia plataforma hacia
la ahusada forma del transporte. Era un típico tres-etapas,
reluciente con su revestimiento de cerámica blanca, rotas sus
limpias líneas por las aletas del estabilizador, y las amplias
alas, con las que la tercera etapa planearía a través de la
atmósfera en su aterrizaje sin motor.
El elevador, parte de la gigantesca grúa,
llevó suavemente a Amos hasta el costado de la nave. La gruesa y
cuadrada puerta permanecía abierta y vacía. Amos se encogió de
hombros y se inclinó para atravesar la esclusa de aire y entrar a
la familiar cabina de la tercera etapa del M-5.
Subió por los peldaños de la escala hacia el
único asiento desocupado. En este viaje actuaría como radio
operador.
Los otros estaban en sus lugares —capitán,
copiloto, navegante, ingeniero— con las cabezas encerradas en los
tersos yelmos como bolas de boliche, en difícil equilibrio sobre
los respaldos de los asientos. Una de las bolas de boliche se
volvió mostrando un rostro duro, desinteresado. El capitán.
—Cadete Danton, señor —dijo Amos saludando
impecablemente—, reportándose para transporte.
—¡Oh, Dios! —gruñó el capitán dirigiéndose
al copiloto. Su cabeza se volvió nuevamente en dirección de Amos—.
¿Dónde estaba? ¿Cree que no tenemos nada más qué esperar por un
mugroso cadete? ¡Oh, no importa! ¡Atese el cinturón de seguridad!
Ya lo sabemos, el viejo Bó le estaba largando su discurso número
12B: “Palabras de consejo y aliento para los cadetes en su primer
viaje, Nunca hemos enviado a un inepto, a un cobarde o a un necio.
Y no creo que lo hagamos ahora”.
Ruborizándose, Amos se acomodó en el asiento
vacante y ajustó las correas de su arnés. De
todos modos tendrían que esperar. El despegue no sería dentro de
cinco minutos.
—¿Cuál es su especialidad?
—Piloto, señor.
—Observe, entonces. Quizá aprenda algo.
¿Sabe algo de radio?
—Sí, señor.
—Entonces, esto es una orden: ¡No acerque
sus viscosas manos a los instrumentos! ¡Yo me hare cargo de
cualquier comunicación que sea necesaria! ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Póngase los auriculares o no, como le
plazca, pero no se coloque el micrófono en la garganta. No lo
quiero jugueteando con los circuitos.
Ya ardía el rostro de Amos, pero apretó los
dientes y respondió.
—Sí, señor.
El capitán sacó una bolsa de plástico de un
bolsillo elástico de su asiento y la ofreció a Amos.
—Póngasela.
—Ya he estado en caída libre, señor
—protesto Amos—. No la necesitaré.
—¿Ya ha estado, eh? ¿Cuánto tiempo?
—Casi siete minutos.
—¡Ochenta segundos, cada vez, en una órbita
Kepleriana! ¡Tonterías! Esta vez tendrá cuatro horas para empezar.
¡Póngasela! Es una orden.
Lentamente Amos deslizó el elástico tras de
su yelmo y ajustó el anillo de plástico sobre su boca. No era
suficiente venir de la Academia. Tenía que probarles todo
nuevamente.
—¿Ingeniero?
—Chequeo del navegante, completo.
—¿Navegante?
—Chequeo del navegante, completo.
—¿Copiloto?
—Chequeo del copiloto, completo.
—Chequeo del radio operador y el capitán,
completo. Treinta segundos para despegar.
—Fue usted un poco rudo con el chico,
capitán.
—Tiene que aprender. Veinticinco
segundos.
Amos volvió la cabeza y miró hacia afuera de
la ventanilla. Olvídalo, se dijo a sí mismo. Siempre hay un
perdonavidas. La milicia los atrae, los alienta y los hace fuertes.
En ningún lado podrían encontrar satisfacciones tan
fácilmente.
—Quince segundos.
El horizonte era una delicada curva
azul-púrpura sobre el gris-negro del mar. En unos minutos más la
tercera etapa, liberada, escaparía de la atmósfera, y en menos de
una hora estarían en órbita, cancelando la gravedad de la tierra
con su velocidad. En unas horas más, llegarían a la Dona.
—Cinco segundos...
La expectación llenó la garganta de Amos,
asfixiante, insoportable. Para esto fueron los tormentos sin fin,
las interminables presiones, para lo que estaba a punto de
ocurrir.
—Tres-dos-uno...
La cabina empezó a trepidar. Como una
antorcha elevándose del suelo para alumbrarles el camino las llamas
saltaron, a la noche, de los tubos de escape. Amos pudo verlas
reflejar del domo astronómico, de las placas del radar y la torre
de control, dibujándose en la negrura de la bahía.
—Todos los motores encendidos.
En el tablero de controles del capitán, se
abrió un ojo rojizo.
—¡Allá vamos! —dijo el capitán con voz
exaltada—. ¡Arriba, bestia!
La cabina rugió. La antorcha exterior flameó
intolerablemente. Amos cerró los ojos hasta el dolor, y la tenue y
fuerte red de la aceleración lo clavó en el acojinado del asiento,
hundiendo sus mejillas y oprimiendo sus globos oculares. Cuando
abrió nuevamente los párpados, frente a él daban vueltas
interminables, cuadrantes color rojo-anaranjado, incomprensibles,
haciendo vanas las largas horas de entrenamiento en las máquinas
que imitaban la fuerza centrífuga. La red tiraba dura,
inexorable.
Amos trató de respirar, pero su pecho no se
levantó contra el peso tenaz que lo oprimía. El pánico surgió,
frío, en su estómago, y ascendió hasta su garganta...
Unos segundos más tarde, la red se disolvió.
Los cojines de su asiento, cediendo, empujaron a Amos hacia
adelante, contra el arnés. Su peso cayó de 1.350 libras a un poco
menos de 300. Pudo tomar una estremecedora aspiración, y otra
más.
La primera etapa se desprendió, hecha su
contribución. Ahora la segunda carga de combustible levantaba
presión, añadiendo su aceleración a una velocidad que ya alcanzaba
más de 5.000 millas por hora.
Lentamente cayó nuevamente la red.
Nuevamente se hizo cada vez más difícil la respiración de Amos.
Luchó por una bocanada más de aire. La red se hizo más dura y no
hubo más aire para respirar.
Pasaron los segundos. La presión creció, no
tan fuerte como las nueve gravedades de la primera carga, pero
durante más tiempo. Esta vez Amos estuvo cuarenta segundos sin
respiración. Entonces se desprendió la segunda sección del cohete y
se alivió el peso.
Amos respiró, boqueando.
El cielo era de color negro aterciopelado.
Las estrellas brillaban inmóviles en el terciopelo. La nave estaba
a cuarenta millas de altura y su velocidad llegaba casi a 15.000
millas por hora.
Las presiones de la tercera etapa pasaron
casi inadvertidas. Nunca llegaban a las tres gravedades.
Entraron a la luz del sol. Sus ojos
deslumbrados se cerraron con fuerza ante el dolor súbito, con más
fuerza que las cubiertas de metal que se deslizaron sobre las
claraboyas para proteger contra la masiva irradiación ultravioleta
del sol que, sin filtrar, pronto decoloraría y nublaría los
vidrios.
Las imágenes del deslumbramiento bailaron
frente a los ojos de Amos durante algunos minutos. Antes de que se
hubieran desvanecido, los motores pararon. La red lo soltó
completamente, el asiento lo proyectó y el arnés lo retuvo...
Pero caía, lanzado desde un tremendo
acantilado, girando hacia profundidades infinitas.
Se asió desesperadamente a los brazos del
sillón, oprimiendo hasta que las venas saltaron, gruesas y
azuladas, sobre la blancura de la piel.
Aspiró profundamente. Mantuvo el aliento con
todos los músculos en tensión, para el impacto...
Nunca llegó éste. El pozo no tenía
fondo.
¡Era ilusorio! Los niños pequeños poseen los
reflejos de la caída; los gatos, hechos descender súbitamente,
sacan las garras tratando desesperadamente de asirse de algo.
Caía, se dijo.
Caía desde la Tierra lanzando hacia arriba, a más de 18.000 millas
por hora, sin la resistencia de la fuerza de gravedad que brinda la
sensación de peso.
Lentamente dejó escapar el aire. Lentamente
relajó la terca resistencia de los músculos. Se dejó caer.
Abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo
los asientos y los yelmos encima de su cabeza. Por un momento
ayudó, pero, después, su sentido perceptivo de la gravedad le
indicó que todo era ilusión, no había arriba ni abajo. Caía en
todas direcciones a la vez.
La cabina daba vueltas en su rededor. Luchó
contra la sensación, combatió la náusea que atenazaba su garganta y
su estómago. Su rostro se cubrió de sudor frío. Un momento después,
violentamente enfermo, se vio obligado a usar la bolsa de
plástico.
Pasó cerca de media hora antes de que
cesaran los espasmos.
Vagamente, en su agonía, escuchó
voces:
—Reservas de combustible...
—Temperatura superficial mil...
—Velocidad dieciocho mil cuatro...
—Altitud...
—Cocoa. Comprueben ruta de vuelo...
—Rumbo correcto...
—Chequeo. ¿Se mantienen en contacto? Ayuden
a que sea fácil, papá está cansado.
El calor era un problema. Cuando la tercera
etapa dejó atrás los últimos vestigios de atmósfera, la temperatura
del casco era de 1.000 grados F.
El sistema de enfriamiento, suficientemente
masivo como para refrigerar un edificio de diez pisos, trabajaba
para mantener habitable la cabina. La nave tardó cuatro horas en
alcanzar una temperatura equilibrada.
La tripulación no podía sentarse a sudar.
Tenían trabajo que hacer. Al ascender hasta la altitud de 1.075
millas, la nave disminuyó su velocidad a menos de la orbital. Por
medio de observaciones estelares y computaciones el navegante y el
copiloto determinaron la altitud de la nave. El capitán oprimió un
botón en el brazo de su sillón. Lentamente apareciron nuevamente
las estrellas, a través del dosel transparente de la cabina.
Una vez más se pusieron en marcha los
motores. La nave aumentó su velocidad en mil millas por hora.
Estaban en órbita.
El capitán llamó a la Dona:
—Ese uno punto dos. En órbita a ciegas. Den
una mano.
La radio permaneció silenciosa.
—¡Dona! —rugió el capitán—. ¡Dejen de
chuparse el dedo y den la ruta!
—Nave. Ese uno punto dos. Gracias por el
cumplido. Den onda. Bueno. Ya tenemos la visual. Siguen
correciones...
Amos se repitió el significado de las siglas
S.1.2.; la “S” significaba satélite, el “1” designaba la órbita y
el “2” al segundo satélite en la misma órbita.
El S.1.1. era la tumba de Mc Millen,
llevando la delantera a la Dona por un centenar de millas.
La nave entró en la sombra de la Tierra.
Amos miró el cielo tachonado de estrellas esperando un asomo de la
Dona, pero la noche la envolvía haciéndola invisible.
No era como el modelo que colgaba encima de
su cama; no brillaba.
—... y bienvenido a casa, coronel —decía la
voz de la Dona.
El capitán gruñó y dio un ligero impulso a
la nave. Lentamente empezó a dar vuelta.
Abajo —o arriba— la Tierra, oscurecida por
la noche, apareció y cruzó por la ventanilla dejando paso a las
estrellas. En esa rápida visión, Amos pudo ver el rojizo brillo de
una ciudad y, en su cercanía, un brillo de estrella que desapareció
antes de poderla identificar. Sintió nuevamente náusea; con terror
se dijo que tal vez fuera uno de los desdichados que jamás se
sobreponen al mareo del espacio.
El motor se encendió brevemente. De nuevo
peso y caída. El movimiento cesó. Amos respiró profundamente.
Enmarcada en la claraboya aparecía, como una visión celestial, la
rueda de la Dona, girando lentamente, conectada por gruesos rayos
al cubo central.
Ahí estaba al fin, apenas visible con un
tenue brillo, reflejado de la luz de las estrellas. Amos olvidó la
náusea.
Recorrió un largo camino: veinte años de
sueños, cinco años de infierno y mil millas hacia arriba.
—Si va a salir —dijo el capitán
sarcásticamente—, le aconsejo que se ponga algo más apropiado. El
último tramo es algo frío.
Pasó flotando. Amos lo odió. Aborreció su
sarcasmo.
Cautelosamente soltó las hebillas de su
arnés, asiéndose desesperadamente a la silla para no caer. No se
podía engañar a los sentidos del equilibrio; ellos sabían que caía.
Lentamente, tratando de controlar el mareo,
flotó hasta la escala y se impulsó para llegar al armario de los
trajes de presión. La experiencia de colocar sus piernas en los
lugares apropiados mientras se sostenía precariamente de un
travesaño, probó ser muy diferente de la misma maniobra realizada
en la Academia, donde podía mover con seguridad sus 150 libras.
Finalmente pudo encontrar las perneras y deslizar un brazo por la
manga para encontrar los controles manuales.
Cuando pudo pasar el otro brazo por la
manga, ya el capitán estaba completamente vestido. Flotó
impacientemente para auxiliarlo en el ajuste, inclinando el casco
sobre la cabeza de Amos.
—¿Trabaja bien la radio? —La voz sonaba
fuerte y rígida dentro del traje.
—Sí, señor.
—Bien. Revise el traje.
Amos miró el rostro, apenas visible, tras de
las dos máscaras de vidrio polarizado. La revisión tomó cinco
minutos. Se tenía que comprobar cada articulación, cada válvula,
cada control y cada elemento antes y después. Era la ley de la
supervivencia en el espacio.
—Revisión terminada, señor.
El capitán se volvió, girando sobre el
travesaño, para tomar los controles de la esclusa de aire. La
puerta exterior se abrió ante ellos, los otros miembros de la
tripulación, como estibadores grotescos, sacaban cajas y bultos del
compartimiento de carga. La nave y los tres taxis espaciales,
unidos a una de las amplias alas, mostraban una vasta red de
cuerdas y líneas de seguridad.
Amos miró el infinito; la nave se balanceó
lentamente; la negra boca del infinito aspiraba; él caía...
Trató de tomarse del marco de la puerta. En
vez de sus manos, las herramientas que remataban los brazos del
traje espacial golpearon contra el casco de la nave. El impacto lo
envió hacia adelante, moviendo los brazos vanamente.
Al despegarse del costado de la nave, la
Tierra apareció a sus plantas. Su orientación se distorsionó. El
pánico aleteó, como una cosa viva con alas de hielo, en su pecho y
garganta. Ahora sentía que de un momento a otro caería
irremisiblemente hacia la muerte.
Caía a través del impalpable espacio,
incapaz de despegar los ojos de la oscura Tierra. Algo tocó su
traje espacial, pero pasaron algunos segundos antes de que pudiera
ver lo que era. El capitán se aferraba a él.
Algo se afirmó a su cintura con sonido
metálico. El capitán lo dejó libre, dio la vuelta y
retrocedió.
—¡Espere...! —empezó Amos con el temor
alterando su voz, entonces vio una línea de seguridad, de nylon,
que lo unía con el capitán.
La nave estaba sólo a unas cuantas yardas de
distancia. El capitán se aproximó tirando de su propia línea y
enganchó la de Amos a un anillo junto a la puerta. Lentamente cobró
la línea, atrayendo a Amos como si éste fuera un pez
metálico.
—Lección elemental número uno —dijo el
capitán con voz desagradable de aburrimiento—, en el momento en que
salga al espacio, engánchese.
—Lo siento mucho, señor —dijo Amos,
escurriéndole el sudor dentro del traje.
—Esas palabras no tienen aquí ningún
sentido. No se alcanza a vivir lo suficiente para pronunciarlas a
menudo. Aquí está su transporte. —Señaló al taxi más cercano, que
afectaba la forma de una salchicha—. ¡Salte!
Amos vaciló ante la negra inmensidad que lo
separaba del taxi. Cerró los ojos y saltó, con la línea de
seguridad tendiéndose a sus espaldas. Dos veces falló y tuvo que
regresar, ignominiosamente, tirando de la cuerda. En el tercer
intento se prendió de un gancho en la popa de la pequeña nave y
ascendió a ella.
El capitán desenganchó su línea de seguridad
que, silenciosamente, desapareció en el carrete que llevaba en la
cintura el traje de Amos.
Se abrió una portezuela redonda y Amos se
deslizó al asiento libre, tras el piloto.
El piloto se volvió torpemente y acercó su
casco hasta ponerlo en contacto con el de Amos.
—Si está encendido su radio, apáguelo.
Las palabras resonaban huecamente. Amos
oprimió el botón debajo de su índice izquierdo.
—Está apagado —dijo con seguridad.
—Bien. Es difícil encontrar aislamiento aquí
arriba. No tiene caso transmitir todo, ¿eh? Mi nombre es Kovac.
Teniente Max Kovac. Usted es nuevo, ¿no es así?
—En efecto. Cadete Amos Danton.
—Mucho gusto en conocerte, Amos. No sabes
cuánto. Uno más como tú y termina mi servicio. Entonces ¡cuidado,
muchachas!
—¿Has estado aquí mucho tiempo?
—Doce largos meses, hermano. Doce años más
bien. Una vez que ponga los pies de nuevo en la Tierra, no me
podrán arrancar de allí ni con un par de cohetes. Excúsame, Amos.
Nos llaman.
El cubo de la Dona dejó escapar un destello
de luz brillante. El taxi se movió hacia atrás y hacia adelante
hasta que estuvo alineado con la estación y entonces se encendió el
cohete trasero. La Dona se expandió ante ellos, como un globo,
girando. Con una sola corrección, Kovac deslizó el taxi en una de
las inmóviles plataformas con aspecto de jaula que rodeaba al Cubo,
reduciendo la velocidad con un breve disparo del cohete delantero.
Amos siguió a Kovac a la torrecilla, con el corazón latiendo con
excitación.
Tras la esclusa de aire estaba el cubo. Los
trajes espaciales colgaban de las curvas paredes como deslumbrantes
monstruos blancos. Dentro, pensó Amos; girando con la estación.
Aquí estaba.
Amos quitó los seguros de su yelmo y aspiró
una profunda bocanada del aire de la Dona. Olía como un taller
mecánico dentro de una casa de baños.
Kovac se había despojado ya de su traje.
Ayudó a Amos.
—No te preocupes, muchacho. Es difícil esa
primera vez, aquí afuera. No se puede coordinar porque los músculos
y sentidos aún están ajustados a la gravedad. Todos pasamos por
ello. Ya te acostumbrarás. No dejes que nadie te embrome por ello.
Al principio todos somos niños aprendiendo a caminar.
Colocó el traje y el casco en un
travesaño.
—Vamos —dijo lanzándose por un túnel como un
campeón de clavados. Fue recibido por la red de aterrizaje que
cubría una de las curvas paredes y acercó la boca a un micrófono—.
Control de peso. Kovac llegando por B con el cadete Amos Danton,
recién llegado. ¿Ciento cincuenta? —preguntó calculando a ojo la
talla de Amos.
Un momento después se escuchó una voz
aburrida.
—Está bien. Ya está balanceado.
Se deslizaron asiéndose de la red, sintiendo
el incremento de su peso, con los cuerpos girando lentamente hacia
el borde hasta que, cuando llegaron a la pequeña oficina de control
de peso, ya colgaban de la red y el término abajo nuevamente tenía significado.
Amos pesaba cuarenta libras.
Frente a una computadora compacta, y un
esquema de la Dona, punteado con pequeños marcadores magnéticos,
estaba sentado un oficial vistiendo un arrugado traje de
caqui.
—¿Danton? —dijo levantando una ceja
notoriamente—. Bienvenido a bordo, ingenuo.
Su rostro se puso serio mientras se ponía
rápidamente de pie, saludando.
—Bienvenido a casa, coronel.
Alguien pasó junto de Amos y se volvió,
despojándose del yelmo de vuelo. Era el capitán de la nave que lo
llevara hasta la estación; sus cabellos grises estaban cortados
casi al rape.
—¿Danton, eh? —dijo agriamente—. Avíseme
cuando esté listo para regresar. —Y desapareció por una
puerta.
El peso que le proporcionara la Dona con su
movimiento giratorio, alivió el dolor del vacío estómago de Amos,
pero ahora sentía como si tuviera dentro un ladrillo.
¿Cómo se puede soñar
durante tanto tiempo, pensó desesperadamente, y que la realidad sea tan horrible?
Sin el casco, el capitán de la nave era
inconfundible. Era el coronel Frank Pickrell, comandante de la
Dona.
El general Finch tenía razón: la selección y
el entrenamiento no eran suficientes; lo que había pasado Amos no
era nada comparado con lo que le esperaba.
Parecía a Amos como si nunca hubiera sido
adiestrado; todo se tendría que aprender nuevamente. Nadie lo
preparó para la falta de peso. Nadie pudo advertirle de la fiera y
abrasadora realidad del Sol, la gigantesca imagen de la Tierra
enmarcada en un halo blanco y ocupando la mitad del campo de
visión, las diarias incomodidades de la vida cotidiana de la
Dona.
Los hombres no eran suficientes para
ejecutar los trabajos necesarios para justificar el costo y el
sacrificio de poner la Dona en el espacio, y mantenerla allí. La
jornada era de catorce a dieciséis horas de agotadoras labores
efectuadas en las más incómodas y peligrosas condiciones que puede
soportar el hombre sin enloquecer.
Nunca había suficiente espacio en el
interior de la Dona, ni para lo más indispensable. Si el problema
era de función o de comodidad, la comodidad perdía. La litera de
Amos era suya durante ocho horas diarias. Después la ocupaban,
sucesivamente, dos hombres más en otros tantos turnos de
descanso.
Se arrastraba hasta la litera y yacía,
demasiado cansado para dormir, preguntándose si sobreviviría. A
veces su nostalgia por tocar, ver y oler la Tierra era tan grande,
que lloraba, oprimiendo el rostro contra la delgada almohada para
ahogar los sollozos. A veces hubiera cambiado las posibilidades de
un ascenso por diez horas de vuelo ininterrumpido. A veces casi
gritaba por el perdido privilegio de estar algunos minutos
completamente a solas.
Nada de eso era posible a menos que
renunciara a soñar. Y eso no podía pensarse siquiera. Por momentos
se decía que era la culminación; por fin estaba allí —afuera, en la
Dona— con sus sueños. Aunque ello significara privaciones y arduas
labores, allí estaba y eso era maravilloso.
No ocurría a menudo que se convenciera.
Porque ése no era su sueño.
Se le señalaron veinticuatro horas para
aclimatarse, pero pasaron siete días antes de que pudiera comer
algo sólido y retenerlo. El personal especializado tenía trabajo
extra, en mantenimiento, cuando su turno regular terminaba, pero la
especialidad de Amos era pilotar y no se le confiaba una nave.
También sabía navegación, ingeniería, comunicaciones, sin embargo,
también éstas estaban fuera de discusión. Se le asignó a las tareas
de trabajo permanente. Fue mozo de aseo, estibador, ayudante.
El polvo era escaso. La planta de aire
acondicionado extraía la basura y pelusas que traían de la Tierra
los hombres, pero Amos atendía los cestos de desperdicios, limpiaba
las huellas digitales de los controles, pantallas y claraboyas,
lavaba los cuartos de aseo, pulía las molduras de latón... Atendía
a todas las llamadas de trabajo; por lo menos una vez al día salía
a descargar un transporte y llevar la carga a los taxis que
aguardaban. En su tiempo libre operaba los reguladores de
temperatura.
Su tarea regular lo mantenía colgado del
escudo contra meteoros, de la Dona, durante un mínimo de seis horas
diarias, mientras desatornillaba los reguladores de las persianas y
ajustaba un regulador renovado, en su sitio.
Una semana en la S.1.2. y Amos empezó a
olvidar que hubiera conocido alguna vez otra clase de vida. Una
semana: 84 revoluciones de la Tierra alrededor de la Dona; 84
amaneceres, 84 puestas de sol. 84 noches.
Pudo comer con más regularidad. Las náuseas
fueron menos frecuentes y casi nunca alcanzaban la parte activa.
Insensiblemente volvieron las fuerzas. La vida pasó a ser una
molestia más que un tormento. Se hizo menos un sueño y más una fría
realidad.
Amos luchó contra esa sensación.
Envidiaba a otros hombres de la Dona, los
observadores y los científicos: físicos, aerólogos, astro-físicos,
astrónomos... Hacían lo que más les complacía y en el mejor sitio
para hacerlo.
Amos se movía por la Dona, limpiando,
viendo, diciéndose que ese era el sueño.
Para el físico, las condiciones especiales
que en la Tierra eran imposibles, aquí eran una realidad: falta de
peso, vacíos virtualmente perfectos, temperaturas cercanas al acero
absoluto... Los físicos estaban en un estado de perpetua
excitación, como sus contadores de rayos cósmicos y sus cámaras de
ionización.
Los aerólogos veían constantemente los
fenómenos de la atmósfera; jamás fue el estado del tiempo tan
predecible.
Los observadores ocupaban dos cabinas con
sus mapas y sus aplicaciones telescópicas, mirando objetivos
militares celosamente guardados. Recordaban a Amos un grupo de
patólogos observando, a través del microscopio, virus, gérmenes, y
células cancerosas. Pero en este caso las cosas, bajo las lentes,
se sabían observadas y actuaban de acuerdo con esa certeza.
Más allá del computador y el panel del
control telescópico, estaba la sección de observación celestial
donde se proyectaban las fotografías de nebulosas distantes, para
estudiarlas. A unos cientos de pies de la Dona, un telescopio,
flotando libremente en el espacio, tomaba las mejores fotografías
celestiales que hubiera visto el hombre, libres de las
obstrucciones de la pesada capa atmosférica.
Pero, además de la diferencia de ser
civiles, los científicos eran una gente de clase distinta que los
oficiales y cadetes de la fuerza aérea que operaban la Dona. Los
científicos no abandonaban la Tierra en realidad.
Para ellos la S.1.2. era un fin en sí misma
creada especialmente para servir sus propósitos. Existía como una
plataforma sobre la cual plantarse para ver hacia abajo o hacia
arriba, o para realizar los experimentos que fueran imposibles en
la Tierra.
Pero Amos sabía que apenas era un medio, el
primero de una serie de escalones que llevarían eventualmente a la
Luna, los planetas y las estrellas. Los científicos venían para ver
a la Tierra desde arriba. Amos, para alcanzar las estrellas.
El trigésimo día, un mes, Amos estaba en el
cubo, sin peso, robando momentos al sueño para practicar tenazmente
las esotéricas técnicas del movimiento sin ayuda de sus canales
semicirculares y órganos otológicos. Salía de su traje espacial
cuando el amplificador dijo:
—Cadete Danton. Repórtese al coronel
Pickrell. Cadete...
A la mitad del túnel A, Amos se cruzó con
Kovac. El teniente le guiñó un ojo y le sonrió para animarlo.
—No dejes que te saque de quicio, muchacho
—murmuró—. ¡El pescado es un hombre frío
y calculador!
Amos sonrió brevemente.
La leyenda sobre la puerta a prueba de aire,
rezaba: comandante. Amos oprimió el timbre. La puerta se abrió y
dejó ver a Pickrell con el rostro impasible y duro.
—No se quede ahí como un tonto —dijo—.
Pase.
—Si, señor. —Amos apretó los dientes y
traspuso el umbral.
La cabina no era mucha mayor que un armario
y tampoco contenía mucho mobiliario. Al igual que el mismo
Pickrell, era fría, gris, austera, no fue construida para ser
cómoda o verse bien, sino para llenar eficientemente una función.
Contenía una silla, una litera, y una angosta mesa de una sola
pata; los tres elementos podían plegarse contra las paredes y
dejaban, entonces, un espacio libre de unos seis pies
cuadrados.
La mesa de aluminio estaba bajada. Pickrell
tomó asiento detrás de ella.
—Costó más de mil dólares, sólo en
combustible, traerlo aquí —dijo llanamente—. Estoy dispuesto a
olvidarme de ello. Ni siquiera me preocupan los quinientos dólares
diarios que cuesta mantenerlo aquí. Pero está ocupando el sitio de
un buen elemento. Lo voy a enviar de regreso, en el vuelo más
inmediato, a la Tierra.
—¿Por qué? —explotó Amos.
—Algunos hombres están equipados para esta
clase de vida. Usted no es uno de ellos. ¿Ha estado enfermo, no es
así?
—Algunas veces —admitió Amos.
—No existe el mareo espacial. Es miedo. Aquí
no hay sitio para cobardes.
—¿Qué es lo que tiene contra mí, coronel? La
tomó conmigo desde que puse los pies en el transporte. ¿Qué es:
odio, temor, celos? Estoy haciendo mi trabajo. Si me dieran
oportunidad, haría más. ¡Deme la oportunidad coronel! No me haga
regresar antes que yo... —Sus manos estaban húmedas. Las miró.
Escurría sangre de las heridas que sus uñas causaran en las
palmas.
—Le diré qué tengo en contra de usted,
Danton: tiene los ojos llenos de estrellas. Esto no es para usted;
es un juego. Conozco a los de su clase; he visto demasiados.
Quieren salir. Se unen a la fuerza aérea haciendo tiempo para el
proyecto Luna, o la nave marciana o la expedición a Venus. Danton:
éste no es el camino de la gloria. Este satélite está aquí para
mirar a la Tierra, no a las estrellas. Pero nunca entrará eso en su
cabeza. Usted es peligroso. Se matará. Eso no me importaría. Pero
las posibilidades son peligrosamente grandes de que nos lleve
consigo a los demás. Y eso sí es de mi incumbencia.
—Empaque sus cosas, Danton. Usted va de
regreso.
Amos permaneció en actitud de firmes frente
al escritorio, sintiéndose irreal, mirando a Pickrell. Pero, para
éste, Danton había cesado de existir.
Amos salió sin decir palabra dejando que la
puerta se cerrara a sus espaldas. Así terminaba todo. Era el
derrumbe de los sueños. Destruirlos no necesitó de nada tan
dramático como un meteoro. Una sola palabra bastó.
Pero lo peor fue el cambio en Pickrell. No
era ese el hombre del que hiciera un ídolo. No era el héroe, el
segundo hombre en ir al espacio y el primero en retornar con vida.
No era el hombre que entrara en la cabina de la nave de Mc Millen
para mirar el helado cuerpo del hombre que fue guía en el espacio y
que se perdió en la caverna de la noche cuando se terminó el
combustible. No era el hombre que hablara por radio al mundo, desde
mil millas de altura, para decir:
—De acuerdo con mis instrucciones y sus
deseos, su cuerpo permanecerá aquí, en su eterna órbita...
»A partir de este momento, sea éste un
santuario sagrado, inviolable, para todas las generaciones de
hombres del espacio. Y sea éste el símbolo de que los sueños del
hombre pueden realizarse, aunque algunas veces el precio sea
demasiado elevado...
Pickrell cambió, seguramente, no el sueño.
Envejeció, lo invadió el cansancio y el sueño fue demasiado para
él.
Y en esas manos descansaba el futuro de los
vuelos espaciales.
El sueño fue traicionado.
Las lágrimas fluyeron a los ojos de Amos.
Parpadeó rápidamente para evitarlas. Pero a veces hasta los hombres
lloran.
Cuando aclaró sus ojos ya estaba dentro del
cubo, y su idea tomaba cuerpo definitivamente.
Pikrell podía enviarlo a casa como a un
chico que ha tenido mal comportamiento en la escuela. Pickrell
podía romperle el corazón. Era su derecho; para eso era el
comandante. Pero no podía enviarlo de regreso sin que Amos tuviera
ocasión de hacer aquello para lo que fue entrenado.
Le tomó sólo unos segundos enfundarse en un
traje espacial. Amos corrió los cierres de cremallera, se colocó el
casco y lo ajustó al traje. Llenó los tanques de oxígeno en la
llave de escape del muro. Eligió un cohete manual del armario y se
deslizó a la esclusa de aire para salir por la torrecilla.
Era de noche; la Tierra parecía cercana,
gigantesca y oscura, girando a su alrededor.
Cuando se soltó de la plataforma de
aterrizaje, la fuerza centrífuga lo impulsó, suavemente, en sentido
tangencial. Su estómago se hundió; estaba totalmente a merced de
sus propios recursos. No había cuerdas conectadas a nada; no
existía el cordón umbilical, la línea de seguridad.
Giró lentamente. La Dona apareció ante sus
ojos; los taxis en forma de salchicha estaban anclados a lo largo
del borde interior de la rueda. Podía alcanzarlos por uno de los
túneles pero eso tomaría tiempo. Era todo lo que le quedaba y era
tan poco...
Estaba a punto de perder la ocasión de
llegar al borde. Movió hacia un lado la mano que contenía el cohete
y disparó con cautela. Lo acercó al borde pero lo hizo girar más
rápidamente.
Con presteza volvió el cohete en dirección
opuesta y lo hizo funcionar hasta que terminaron sus giros. Pero
inició el movimiento en sentido contrario, con más rapidez ahora.
El pánico atrofió su garganta; no podía pasar la saliva.
¿Cuánto duraría un cohete de mano? No podía
recobrarlo, pero una vez que se terminara el combustible, habría
perdido toda oportunidad de ayudarse.
Cerró los ojos para no ver el gigantesco
disco de la Tierra girando locamente; trató de pensar. Todo lo que
pudo recordar fue al instructor de la Academia diciendo: ¡Manténganlo contra el estómago! ¡Contra el estómago,
dije!
Eso era. Toda fuerza debe ejercerse sobre su
centro de gravedad; en el ombligo, o producirá un movimiento
giratorio.
Abrió los ojos, movió el cohete hacia la
derecha y produjo un leve disparo. Su movimiento rotatorio
disminuyó. Otro disparo y casi se detuvo. Era ya bastante oportuno
porque el borde de la gigantesca rueda estaba sólo a dos brazadas
de distancia. Cuando volvió la espalda a la Dona, oprimió el cohete
contra su ombligo y disparó brevemente.
Al pasar cerca del borde tomó la línea de un
taxi con el gancho que remataba la manga del traje espacial, y se
deslizó a lo largo hasta que el vehículo lo detuvo. Vio el marcador
de la pequeña nave y comprobó que sus tanques de combustible sólo
estaban llenos a medias.
Aspiró profundamente y se lanzó hacia el
siguiente taxi. Esta vez su reacción fue perfecta. Un disparo lo
hizo enfrentarse al taxi, otro, en dirección opuesta, detuvo su
rotación, y un tercero frenó su impulso.
Este acababa de ser aprovisionado de
combustible. Amos desenganchó la línea de seguridad del taxi y dejó
que se alejara tangencialmente de la Dona. Con una nave
sosteniéndola, se sentía poderoso. Tenía un objetivo.
Antes de perder la oportunidad, pagaría
tributo final a su sueño. Visitaría la helada tumba de Rev Mc
Millen.
La tumba estaba en la misma órbita que la
Dona, sólo que un centenar de millas más adelante.
Tenía que enfilar en la dirección correcta
donde no había un método sencillo de determinar la dirección.
Tendría que computar la distancia recorrida en un sitio donde aun
las naves grandes bien equipadas lo encuentran difícil. Tendría que
aumentar la velocidad donde cada aumento de velocidad significa un
aumento de altitud.
Y si se desviaba del curso unos minutos de
grado, al empezar, la derivación lo llevaría a varias millas de
distancia de su meta.
El taxi estaba desprovisto de instrumentos,
no tenía octantes, ni bitácora, ni computadores... Los taxis
estaban construidos para viajes cortos en los que ambos extremos de
la jornada permanecían a la vista. Dos miras telescópicas estaban
fijas a la altura de los ojos, una apuntaba directamente hacia
adelante, la otra hacia atrás. Los controles eran bastante
groseros: dos bastones, uno de cada lado del asiento del piloto,
disparaban los cohetes delanteros y traseros, que giraban, en un
arco limitado, obedeciendo a los movimientos de los bastones de
mando. Los aceleradores eran botones en la cabeza de las
palancas.
El taxi giraba lentamente. La Tierra se
movía con pereza alrededor de la cubierta transparente de la
cabina, perseguida por la cortina negra y aterciopelada de la
noche, bordada de sus pequeñas y brillantes linternas. Las
estrellas le eran extrañas. ¿Dónde estaba?
La Tierra seguía rodando, los continentes y
océanos se deslizaban a través del disco: la oscura y familiar
figura de Cuba, la Florida. Ello significaba que la Dona estaba en
el extremo Norte de la órbita, que llegaba tan al Norte como para
cruzar sobre Nome y tan al Sur como para alcanzar Little América,
en el continente Antártico.
Las estrellas encajaron en su sitio. Allí
estaba la Osa Mayor. Y en el extremo, Polaris, la estrella
polar.
Ahora encontró útil su ardua tarea de
memorizar los horarios de la Dona: en cinco minutos, de acuerdo con
el cronómetro del taxi, la estrella polar haría un ángulo con la
órbita de —calculó rápidamente— 430.
Amos detuvo el movimiento giratorio de la
pequeña nave y colocó su eje horizontal paralelo con el plano
orbital de la Dona, hasta donde pudo calcular el ángulo. Sólo se le
ocurrió un medio de comprobar la altitud; inclinó la nariz del taxi
hasta que la mira delantera se centró en el horizonte
terrestre.
En vez del traje de piloto con sus
manipuladores espaciales, tenía las herramientas terminales de las
mangas, propias de los operarios. Mantuvo el bastón de control de
la mano derecha firmemente un par de pinzas y colocó un desarmador
sobre el botón acelerador. Vaciló un momento.
Tratar de viajar un centenar de millas en el
espacio, guiado por el instinto, era una jugada desesperada: en el
espacio no hay vías de ferrocarril. También era un sacrilegio, pero
Amos se encogió de hombros. Un creyente honesto jamás profanó
santuario alguno.
Apretó las quijadas. El peligro no le
importaba. El sueño agonizaba; no tendría otra oportunidad.
Oprimió el botón acelerador. Y éste subió
rápidamente a una gravedad; lo mantuvo así durante diez segundos.
Cuando lo soltó, su velocidad había aumentado en cuatro millas por
minuto. Ello le tomó —consultó rápidamente el papel de
instrumentos— dos décimos de sus reservas de combustible. La proa
de la nave aún apuntaba al horizonte.
A las 21.03 se elevó el Sol destellando
cegadoramente en la proa del taxi.
A las 21.16 Amos pasó sobre Nome, su primer
punto de ruta.
A las 21.19 Amos comprobó que la mira
frontal aún bisectaba el horizonte y oprimió el botón de la mano
izquierda hasta que el acelerómetro alcanzó una gravedad.
Si los motores respondían, su incremento de
velocidad y altitud quedarían cancelados. Estaría nuevamente en
órbita a la vista de la tumba de Mc Millen.
Se volvió lentamente para escudriñar
completamente su campo de visión, ignorando el brillo del
Sol.
La tercera etapa no estaba a la vista.
Fracasó. No tenía caso explorar una área
cúbica de espacio que, probablemente, tendría un volumen de cientos
de millas. ¡Regresa, necio!, pensó,
si puedes, y no apostaría un centavo en tu
favor.
Por un momento, el reflejo del casquete
polar lo cegó, y la vio.
A la derecha, a unas tres o cuatro millas,
brillaba al sol, reflejándolo a lo largo de una de las alas y del
casco de forma cónica.
Diestramente, Amos centró la nave en su mira
delantera y disparó. La nave pareció crecer, pero no tan
rápidamente como la excitación que llenaba su garganta ahogándolo.
Frenó bruscamente sin importarle el combustible gastado.
La tumba de Mc Millen flotaba a unos pies de
distancia, con la portezuela abierta invitándolo a entrar.
Por unos momento no se movió. Permaneció
inmóvil durante algunos segundos, tratando de saborear el momento,
deseando analizar sus emociones. Eran demasiado complejas; se dio
por vencido.
Al salir de la cabina enganchó su línea de
seguridad al taxi. Estudió la distancia durante un momento y se
lanzó hacia adelante, impulsando el taxi hacia atrás.
Golpeó contra el marco de la puerta y,
asiéndose con un gancho se impulsó dentro. Al llegar el taxi al
extremo de la cuerda, sintió el tirón y, afirmándose con los pies
en ambos lados del marco de la portezuela, tiró del taxi hasta que
lo ancló al costado de la nave. Se volvió. La puerta del estanco
interior también permanecía abierta.
Vaciló un momento pensando en lo que
encontraría dentro y la realidad actualizó sus sueños.
Siempre pensaba en Mc Millen, sentado en la
silla de mando, mirando a través de las ventanillas las estrellas
que trajo al alcance de los hombres; con una sonrisa congelada en
el semblante y el cuerpo perfectamente preservado por el frío del
espacio.
Pero no sería así de ningún modo.
Si tuvo alguna vez una cubierta de cerámica,
los micro-meteoritos la destruyeron, años atrás, hasta dejar el
metal al descubierto. La temperatura del casco sería de más de 800°
F. No estaría congelada.
Amos vio en alguna ocasión fotografías de
una decomprensión explosiva. Si las esclusas del aire se abrieron
rápidamente, Mc Millen no estaría de una pieza. Si, por otra parte,
el aire escapó lentamente, sus fluidos corporales habrían empezado
a hervir cuando la presión del aire alcanzara seis por ciento de la
del nivel del mar evaporándose la sangre en los pulmones, e
inflándose bajo la piel...
No era una imagen para un soñador. Amos se
sintió más viejo, como si acabara de perder algo y fuera a perder
más. Flotó a través de la puerta interior y se aferró de un
travesaño para impulsarse hacia la proa de la nave.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente y su
rostro se desfiguró en su intento por comprender.
El interior de la nave era sólo un cascarón
vacío. No llevaba asientos, ni instrumentos, ni blindajes. La
campana de cristal no tenía cubierta de metal; los rayos
ultravioleta la habían opacado completamente; los micrometeoritos
dejaron su múltiple huella en la superficie.
No estaba el piloto, ningún héroe llamado Mc
Millen. Nunca estuvo. Ni se intentó que nadie la tripulara.
El único objeto útil del casco era un
compacto transmisor de radio, fijo a un travesaño. Unido a él
estaba una grabadora de cinta dotada de una bobina de gran
tamaño.
Todo fue un fraude. La gran epopeya del
primer vuelo espacial del hombre, la respuesta magnífica de la
Tierra a su llamada de auxilio, todo fue falso. Las contribuciones
que hicieron posible la Dona, fueron obtenidas del crédulo pueblo
norteamericano mediante el engaño.
Amos envejeció. Sobre la pintura
anticorrosiva que cubría la armazón interior, Amos grabó con sus
herramientas hasta que el metal brilló dibujando las palabras: aqui
terminan los sueños.
Salió lentamente y se reintegró al taxi. Sus
movimientos lo desprendieron del costado de la nave.
Fríamente computó su retorno. El combustible
estaba reducido a menos de la mitad, así como su oxígeno.
Diez minutos después Polaris se hizo
visible. Un disparo de diez segundos de duración, del motor
delantero, frenó el vehículo. Esperó a ser alcanzado por la
Dona.
Poco después de veinticinco minutos aceleró
nuevamente, hasta que la aguja de combustible topó con la
indicación de cero. Soltó el botón y miró hacia arriba.
La Dona flotaba encima de su cabeza.
Por primera vez encendió el radioreceptor.
Inmediatamente se desbordaron las palabras.
—¡Danton!, danos alguna indicación de tu
posición. Si trabaja la radio, responde para tener una guía. No
podremos enviar un grupo de rescate hasta...
Amos corto la transmisión, apuntó el taxi
hacia la Dona y tocó el botón del acelerador del lado derecho. El
motor tosió una sola vez. Era suficiente. La nave flotó suavemente
hacia el anillo. Amos salió de la cabina, se prendió de una línea
al pasar y ancló el taxi a ella.
Cuando entró al cubo, Kovac estaba tratando
de introducirse en un traje espacial. Se detuvo, con una pernera
colgando a un lado, y miró a Amos con incredulidad.
—¿Dónde demonios...? Por Dios, hombre, has
tenido a toda la Dona en...
—Di un pequeño paseo —dijo Amos quitándose
el yelmo y deslizándose fuera del traje. Soltó una breve risa
divertida—. ¡Un paseo! El general me ordenó regresar a la
Tierra.
—¡Ordenarte, un cuerno! ¡Ahora le has dado
un pretexto! —Se acercó más mirando de reojo a los cercanos
micrófonos—. ¿No me entiendes? Mientras alguien haga su trabajo y
obedezca las instrucciones con cierto grado de competencia, el
Pescado está maniatado para ordenarle
regresar. Le quitaron esa atribución; estaba regresando a
demasiados hombres. ¡Y tú has permitido que te haga perder la
cabeza!
—Fui un estúpido —concedió Amos.
Se dirigió al túnel B y ascendió por la
red.
—Estoy de regreso —dijo al oficial de
control de peso, al pasar. Con los ojos muy abiertos, el teniente
se volvió rápidamente hacia su teléfono.
Amos se dirigió, sin prisas, hacia el
estrecho dormitorio común del personal del borde B y se deslizó en
su litera, yaciendo quietamente, con las manos bajo la cabeza,
mirando al terso promontorio de la litera superior.
Dos minutos después llegó el coronel
Pickrell.
La poca altura del techo le obligó a
inclinar la cabeza. Miró a Amos.
—Danton... —empezó.
—Perdóneme por no ponerme en pie, coronel
—dijo Amos—, pero no hay sitio para los dos entre las literas. De
saber que deseaba verme, hubiera ido a su cuarto.
Pickrell trató de erguirse y no pudo.
—Muy bien... ¡todos, a excepción de Danton,
fuera de aquí!
Las literas se vaciaron con rapidez. Los
hombres tomaron sus ropas y se escurrieron, mirando hacia atrás con
curiosidad. Cuando estuvieron a solas, Pickrell se sentó
rígidamente en la orilla del camastro, del lado opuesto del
estrecho pasillo. Amos no lo miraba directamente.
—Muy bien, Danton, hable.
—¿De qué, coronel?
Pickrell lo miró con frialdad.
—De por qué robó un taxi y se ausentó de su
puesto.
—Tomé prestado el taxi. Ya lo devolví. Se
puede deducir de mi paga el costo del combustible.
—Gracias —dijo Pickrell con sarcasmo—. Pero
quizá debemos dejar que la corte marcial decida eso.
—Y en cuanto a ausentarme de mi puesto, yo
estaba en mi turno de descanso, tal y como estoy ahora. Lo que haga
con mi tiempo libre es asunto mío.
—¡Ridículo! Hay instrucciones específicas
acerca del uso no autorizado del equipo para asuntos personales. ¿A
dónde fue?
Amos volvió la cabeza y miró a los ojos a
Pickrell.
—Hice un pequeño viaje —dijo con calma—.
Visité la tumba de Mc Millen.
—¡Usted está loco!
Amos volvió la vista a la litera
superior.
—No es posible llegar allá en un taxi
—continuó Pickrell en tono cortante—. ¡Sin instrumentos y sin
radio-guía! Y aunque hubiera ido no le sería posible
regresar.
Amos permaneció inmóvil, con las manos bajo
la cabeza, sin escuchar.
—Usted miente —dijo Pickrell.
Amos miró nuevamente a los ojos azul ágata,
en el duro y temperizado semblante. La retina mostraba diminutas
cataratas.
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó—. ¿Por qué
lo hicieron así?
Las cejas de Pickrell casi se
juntaron.
—¡Realmente estuvo allí! —murmuró, con incredulidad patente en
la voz—. ¡Fantástico! Yo mismo no confiaría en regresar de un viaje
como ése.
—¡Fraude! —dijo Amos.
Pickrell aspiró profundamente.
—Sí —dijo—, la nave estaba vacía. Mc Millen
no estuvo en ella. No fue el primer hombre en el espacio. No murió
allí. Los mensajes... todo planeado grabado en cinta. ¿Por qué
sucedió así? Para entenderlo tendría que ser uno de nosotros, allá
en 1957.
Amos no lo miró. Lo que Pickrell decía no
importaba. Ninguna razón sería suficiente.
—No podíamos conseguir el dinero —dijo
Pickrell. Sus ojos parecían ver algo en la lejanía—. Era lo único
que necesitábamos, dinero. Empleamos todo el que teníamos, dinero
del gobierno, nuestro dinero no fue suficiente. Construimos una
nave, nos organizamos en ello. Pero no pudimos terminarla. Dejando
sólo el casco de la tercera etapa, pudimos poner una carga útil, de
únicamente cien libras, en órbita.
»No recuerdo ahora quién sugirió la idea,
quizá fue el mismo Mc Millen. Pero esa era la respuesta. Todos lo
supimos de inmediato. No podíamos poner aquí arriba a Mc Millen
porque éramos sólo nosotros los que teníamos la suficiente
imaginación para comprender lo que los vuelos espaciales podrían
significar. Así que lo simulamos. —Hizo un gesto que incluía al
satélite y todo lo que involucraba y representaba—. Ninguno de
nosotros se ha arrepentido.
Amos lo miró en silencio.
—No deseábamos hacerlo así. Podíamos haber
puesto un hombre en órbita, a no ser por el dinero. Así que
conseguimos el dinero empleando el único medio a nuestro alcance. Y
pusimos en órbita a varios hombres. Eso es lo que cuenta. Esa es
nuestra justificación. No lo deseábamos así, pero nunca hemos
sentido haberlo hecho.
—Me alegra —dijo quedamente Amos.
Pickrell lo miró con ojos fieros.
—A ninguno nos hace feliz, ¡entiéndalo! Bó
no lo está. Él fue el último en convencerse; y a él se debió
nuestro éxito y eso lo está matando. Mc Millen tampoco lo es.
¿Quién desea ser un héroe cuando sólo se es una mentira y se vive
para saberlo? ¿Sabe quién fue el primer hombre en el espacio?
Yo.
Amos rio quedamente.
—¡Y la gloria pertenece a un fantasma
viviente!
—¿Quién la desea? —preguntó violentamente
Pickrell. Y después, en tono reflexivo—. Hicimos lo que debíamos
hacer y debíamos hacer lo que hicimos. El otro camino era
arriesgado. No podíamos dejarlo al tiempo y al azar.
—¿Dónde está Mc Millen?
—Vivo. Probablemente en New York. Se le ha
sometido a cirugía plástica y está vigilado las veinticuatro horas
del día. No porque no confiamos en él; simplemente no podemos
correr el riesgo. Se le proporciona todo lo que desea, dentro de lo
razonable.
—Excepto el privilegio de venir aca arriba
—dijo Amos—. No podrá salir. Nunca. Morirá allá el falso
héroe.
—Sí. —Los ojos de Pickrell se volvieron a
clavar en Amos. Su rostro se suavizó—. Y usted, pobre soñador —dijo
sardónicamente—, podrá ver ahora por qué no puedo dejarlo aquí.
Sólo su fabulosa suerte lo ha librado de matarse. Pudo haber
costado a la fuerza aérea una fabulosa suma en búsquedas fútiles y
tiempo perdido.
—Pero ni me maté ni me perdí.
—Dándole tiempo —dijo Pickrell convencido—
lograría hacerlo. Le dije que empacara. —Miró su reloj de pulsera—.
El transporte llegará en trece minutos más.
—¿Por qué está decidido a librarse de mí,
coronel?
—Aquí los soñadores mueren jóvenes —dijo
llanamente Pickrell—. Tenemos que extirparlos al principio, antes
de que gastemos millones dándoles entrenamiento inútil; pero no me
hacen caso en la Academia. Para conservarse vivo aquí, afuera, hay
que ser despiadado. Llegamos hasta aquí mediante un fraude, pero no
podemos vivir de ilusiones. No quiero morir porque un necio haga un
agujero en la Dona, mientras está con la mirada perdida en las
estrellas. Aquí está la realidad. No se puede soñar
impunemente.
El semblante del coronel no estaba más frío
que el de Amos.
—Estamos aquí sufriendo —continuó Pickrell—.
Tenemos que llevar nuestro medio ambiente por dondequiera que
vayamos y no es suficiente. El aire apesta. La comida es repulsiva.
El agua sabe a detritos humanos. No hay aislamiento. Por más que
tratemos, nunca llegamos a estar habituados totalmente a la falta
de peso. Vivimos con la muerte al lado: demasiado calor, demasiado
frío, la barrera que nos separa de la noche y de las balas
invisibles que cruzan el espacio, es infinitesimal, hay demasiados
rayos no filtrados y demasiadas partículas...
»Yo tengo cinco puntos ciegos, por rayos
primarios que han tocado el centro de mi retina. Si algún accidente
no me lleva primero, moriré de todos modos antes de cumplir sesenta
años.
—O si alguien no lo mata antes —murmuró
Amos.
Una sonrisa amarga cruzó el rostro del
coronel.
—¿Puede un soñador soportar eso? —preguntó—.
Se derrumbaría si viviera lo suficiente. Necesitamos hombres aquí,
no niños. Por eso va usted a regresar.
Se irguió todo lo que permitió el techo y se
dirigió hacia la puerta, como si ya estuviera dicho todo.
—Coronel. —dijo Amos levantando un poco la
voz—. ¿Cómo podrá hacer que un hombre pase cinco años de infierno
en la Academia y después venga aquí, a vivir cerca de la muerte, si
se le arrebatan los sueños?
Pickrell se volvió frunciendo el ceño.
—Creí habérselo dicho coronel: no voy a
regresar.
—¿Qué dice? —preguntó lentamente
Pickrell.
—Envíeme de regreso —dijo Amos claramente—,
y denunciaré el fraude.
—¿Chantaje?
—Llámelo así.
Pickrell estudió a Amos como si el cadete
hubiese cambiado repentinamente de rostro.
—Tengo el presentimiento de que estaba
equivocado con usted. He decidido permitirle quedarse.
Amos lo aceptó como si no hubiera esperado
otra cosa.
—Le diré la verdadera razón —continuó
Pickrell—. No es a causa de lo que pueda decir. ¿Quién creería a un
oficial despechado y rencoroso sometido a una corte marcial? Quizá
un pequeño accidente. Ocurren con facilidad y suelen ser fatales.
No, usted hizo ese viaje; hay algo de verdadero piloto en usted. Y
ahora veo que también puede ser despiadado.
Pickrell rio quedamente.
—¡Chantaje! Danton, creo que me gusta
después de todo. Ahora que ha derribado todas esas necedades acerca
de héroes y grandes aventuras, quizá haga todavía un buen
astronauta. Tiene razón. Es la mejor solución. No podemos
permitirle regresar. Nunca. Usted será un émulo de Mc Millen, aquí
arriba. En el siguiente turno manejará un taxi. Buenas noches,
teniente. Felices sueños.
Atravesó el umbral de la puerta un hombre
duro, infeliz. Un soñador que vendió sus sueños a cambio de los
medios para hacerlos reales. Cuando sus sueños vuelvan a
perseguirlo, deben ser amargos.
Amos hizo una mueca cuando un diminuto punto
de dolor quemó brevemente su pecho. Un rayo primario había pasado
por un nervio receptor.
Tocó el botón lateral de la claraboya y la
cubierta exterior se deslizó. Afuera estaba Marte. Cerca, Venus y
los demás. Más cerca, casi al alcance, estaba la Luna.
No eran semejantes él y el coronel, penso
Amos.
Los sueños que un hombre absorbe de su
sociedad, tan naturalmente como el aire que respira, no son
importantes. Tarde o temprano mueren. Mueren cuando se crece.
Y cuando el hombre crece y se hace adulto,
tiene que hacer sus propios sueños. Los de Amos aún estaban allá
afuera.