La
Caverna de la Noche
EL primero en emplear la frase
fue un poeta disfrazado bajo el cínico pellejo de un reportero
periodístico. Apareció el primer día y después se repitió
ampliamente. Aquel periodista escribió:
A las ocho de la
noche, después de que el sol se haya puesto y el cielo se
obscurezca, vuelvan la vista hacia arriba. ¡Hay un hombre en donde
ningún ser humano ha estado jamás!
Ese hombre está
perdido en la caverna de la noche...
Los encabezados de los diarios requerían
algo breve, vigoroso y descriptivo. Y la frase lo era. No muy
precisa, pero llegó al público.
Si acaso alguien estaba en una caverna, era
el resto de la humanidad. Penosa, pero triunfalmente, un hombre
escaló las alturas y salió de las tinieblas. Mas no podía retornar
para contarlo.
No todo lo que sube ha de bajar
necesariamente.
Eso fue el primer día. Después, veintinueve
días más de suspenso y agonía.
La caverna de la
noche. Me gustaría haber creado la frase.
Era rotunda la etiqueta, el símbolo. Lo
primero que se veía al abrir el diario. El modo como la gente se
refería a ello:
—¿Qué hay de nuevo en lo de la
caverna?
Lo resumía todo, el drama, la ansiedad, la
esperanza.
Quizá fue la influencia del periodismo de
suspenso. Los diaristas revisaron sus archivos para resucitar
aquella vieja tragedia, recordando, comparando; hablando nuevamente
de la niñita Kathy Fiscus que permaneció atrapada durante varios
días en un tubo de drenaje abandonado de California; y algunas
otras.
Ocurre periódicamente una secuencia de
acontecimientos, tan accidentalmente drámaticos, que hacen a los
hombres olvidar sus odios, sus terrores, sus timideces y sus
incapacidades, para unir momentáneamente a toda la raza humana en
un reconocimiento angustioso de su hermandad.
Los ingredientes esenciales son los
siguientes: una persona debe estar en peligro desesperado y poco
común. La situación habrá de prolongarse. Debe haber pruebas de que
la persona aún está con vida. Se intentará el rescate. La
publicidad se extenderá ampliamente.
Se puede construir artificialmente una
situación semejante, pero si el mundo llega a descubrir el fraude,
jamás lo perdonará.
Al igual que muchos otros, he tratado de
analizar qué hace que una raza de seres encallecidos, egoístas,
repentinamente compartan las emociones más humanas de simpatía, y,
como ellos, no he tenido éxito. De pronto, un peligro distante,
amenazando a alguien a quien no conocen, significa para ellos más
que sus propias comodidades. Y en todo momento imploran de todo
corazón: ¡Vive, Kathy! ¡Vive, Rev!
Y preguntamos en la calle a gentes que no
conocemos y en quienes nunca repararíamos:
—¿Llegarán a tiempo?
Tanto los pesimistas como los optimistas, lo
deseamos. Todos tenemos la misma esperanza.
En cierto modo, esta situación era
diferente. Tenía un propósito. Sabiendo el riesgo, aceptándolo,
porque no existía otro medio de hacer lo que tenía que hacerse. Rev
fue a la caverna de la noche. Lo accidental fue que no pudo
regresar.
Las noticias surgieron de la nada
—literalmente— para extenderse en un mundo que no las esperaba. La
primera mención que los historiadores han sido capaces de
localizar, es la referente a un radiooperador aficionado, en
Davenport, Iowa. Recibió una llamada de auxilio en una cálida noche
de junio.
El mensaje, según dijo posteriormente,
parecía aumentar en claridad, alcanzar un ápice, para desvanecerse
después:
—... y los tanques de combustible, vacíos...
tor descompuesto... transmitiendo para que alguien pueda informar,
y... no hay manera de regresar...
Un comienzo bastante breve.
El siguiente mensaje fue recibido por una
base de vigilancia militar cerca de Fairbanks, Alaska. Ocurría en
la madrugada. Media hora después un trabajador del turno de la
noche, de Boston, escuchó algo en su radio de onda corta que lo
hizo salir disparado hacia el teléfono más cercano.
Aquella mañana todo el mundo supo lo
ocurrido. Una ola de excitación y asombro barrió el orbe. A 1.075
millas sobre sus cabezas, recorría una órbita un hombre, un oficial
de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, tripulando una nave
espacial sin combustible.
Esa nave espacial, de por sí, hubiera
acaparado la atención mundial. Era tan monumental como la mayor que
el hombre haya logrado, y mucho más espectacular. Era la liberación
de la tiranía de la tierra, aquella celosa madre que severamente ha
atado a su lado a sus hijos, con las cuerdas de la gravedad.
El hombre era libre. Simbolizaba que nada es
total ni definitivamente imposible, si el hombre persevera con el
suficiente empeño y durante el tiempo necesario.
Hay regiones que la humanidad encuentra
peculiarmente simpáticas. Como todas las criaturas terrestres, el
hombre es un producto y una víctima del medio ambiente. Su triunfo
descansa en que, de esclavo, se ha convertido en amo. A diferencia
de animales mucho más especializados, se ha distribuido sobre la
superficie terrestre, desde el helado continente Antártico hasta el
casquete Artico.
El hombre se ha convertido en animal
ecuatorial, en animal de la zona templada, en animal ártico. Habita
los valles, las planicies, las montañas. Tanto el pantano como el
desierto, han sido su morada.
El hombre hace su propio medio
ambiente.
Con su inventiva y sus manos diestras, lo
construye, conquista el frío y el calor, la humedad, la aridez, la
tierra, el mar, el aire. Ahora, con su ciencia, lo conquistaba
todo. Se hacía independiente del mundo que lo llevó en su
seno.
Era una fiesta para toda la humanidad,
celebrando la mayoría de edad.
Y, brutalmente, el desastre interrumpía la
fiesta.
Pero había algo más. Cuando consideramos
todos los aspectos, encontramos que, durante unos cuantos breves
días, la humanidad se unió e hizo posible que se lograra.
Era un símbolo: el hombre nunca es
completamente independiente de la Tierra; lleva consigo su medio
ambiente; siempre es y será parte de la humanidad. Fue una
conquista sazonada por la confesión de las flaquezas.
Se hizo credo: el hombre lleva en sí las
cualidades de la grandeza que nunca aceptará restricciones de las
circunstancias y, sin embargo, lleva también la semilla de la
falibilidad que todos reconocemos en nosotros mismos.
Rev era uno de los nuestros. Su triunfo fue
nuestro triunfo; y, más que nada, su peligro también fue el
nuestro.
Reverdy L. McMillen III, teniente de la
Fuerza Aérea. Piloto. Jinete de cohetes. Hombre. Rev. Estaba solo a
un millar de millas de distancia pidiendo ayuda, pero esas millas
eran hacia arriba. Lo llegamos a conocer como si fuera un miembro
de nuestra familia.
La noticia fue un choque para mí. Conocía a
Rev. Fuimos buenos amigos en el colegio, y la fortuna nos unió
nuevamente en la fuerza aérea. Un escritor y un piloto. Yo me salí
tan pronto como pude, pero Rev se quedó. Supe, vagamente, que fue
piloto de pruebas de aviones cohete experimentales con Chuck
Yeaguer. Pero no imaginaba que el programa de experimentación de
los cohetes estuviera tan cerca del espacio.
Nadie lo sabía. Era un secreto mejor
guardado que el de la bomba atómica.
Recuerdo haber mirado la fotografía de Rev
en los diarios matutinos —los cabellos negros, el bigote fino, las
orejas semejantes a las de Clark Gable, la sonrisa traviesa— y
sentí nuevamente, como algo físico, su gran alegría de vivir. La
expresaba de cien modos diversos. Amaba ampliamente, pero con
discriminación. Comía bien, bebía alegremente, disfrutaba el jazz y
tenía incentivo artístico. Hablaba constantemente.
Ahora estaba solo y todo se extinguiría
pronto. Me dije que lo ayudaría.
Todos parecían movidos por un salvaje
entusiasmo. Muchos tomaban por asalto los campos de prueba de la
fuerza aérea, en Cocoa, Florida, para ofrecer sus servicios
voluntarios. Pero yo no era ingeniero. Ni siquiera mecánico o
soldador. Cuando mucho, podía ser considerado como un pobre
mecánico de las palabras.
Así que decidí, contribuir con mis
palabras.
Llegué a un acuerdo verbal con un diario
local y tomé el primer avión para Washington, D. C. Durante mucho
tiempo me agradó pensar que, lo que escribí durante los siguientes
días, tuvo algo que ver con los acontecimientos subsecuentes, ya
que muchos de mis artículos fueron reproducidos por muchos otros
periódicos.
El fracaso de Washington cayó en la órbita
del Comité de Investigación del Senado. Éste citó a comparecer a
todo el mundo, retirándolos del vital trabajo que desempeñaban.
Pero, en poco tiempo, el Comité se dio cuenta de que el bocado era
demasiado grande para escupirlo o para tragarlo.
El general Beauregard Finch, jefe del
programa de investigación y desarrollo de cohetes, fue el hueso más
duro que tuvieron que roer. Fría y precisamente, describió el
desarrollo del proyecto, las investigaciones científicas y
técnicas, las pruebas, la construcción de la nave, el entrenamiento
de los futuros tripulantes, y la eliminación selectiva de los
voluntarios hasta llegar a un hombre.
Con palabras que eran más elocuentes aún
debido a su cortante precisión, describió el despegue del
gigantesco cohete de tres etapas, lanzado hacia arriba mediante una
combinación de hidracina y ácido nítrico. Al cabo de cincuenta y
seis minutos, la tercera etapa alcanzó su altura orbital de 1.075
millas.
Aquí debía actuar la gravedad. Para mantener
esa órbita, los motores debían estar encendidos durante
segundos.
En ese momento, el desastre se burló de los
cuidadosos cálculos humanos.
Antes de que Rev pudiera controlar los
automáticos, los motores habían ardido durante casi medio minuto.
El combustible del que dependía para frenar la nave, de tal modo
que cayera, reentrara en la atmósfera y fuera reclamada nuevamente
por la Tierra, casi se agotó. Sus esfuerzos para contrarrestar el
exceso de velocidad dieron como resultado sólo una aproximación de
la órbita original.
El hecho era que Rev estaba arriba. Y ahí
estaría hasta que alguien fuera por él.
Y no había modo de llegar allá.
El Comité aceptó el informe como una
confesión de culpa e incapacidad; trataron de lavarse las manos
pero no fue fácil intimidar al general Finch. Una nave tripulada
tendría que ser enviada al rescate porque ninguna computadora
electrónica o mecánica podría contener las vastas posibilidades
para decidir y actuar, que caracterizan al ser humano.
La viviente computadora original aún era el
mejor mecanismo para cualquier propósito.
Sólo se construyó una nave, ciertamente. Y
hubo una buena razón para ello, una razón completamente práctica:
dinero.
Los precursores, los guías, por definición,
van adelante de los demás. Pero no era este un campo en el que se
pudiera señalar el camino y esperara que los demás siguieran. No
era una expedición de antiguos barcos ni una vanguardia
exploradora. Como ocurre con un salto en paracaídas, tendría que
ser un éxito desde la primera vez.
La empresa atacaba un campo nuevo, costoso.
Demandaba dinero (billones de dólares), cerebros (los mejores de
que se pudiera disponer) y la ardua, dedicada labor de los hombres
(miles de ellos).
Esa tarde el general Finch se convirtió en
héroe nacional. Dijo en crudas palabras:
—Con los fondos limitados que se nos dieron
hemos hecho lo que se nos encomendó. Demostrado que los viajes
espaciales son posibles, que una plataforma espacial es
factible.
»Si hay ineficacia, si hay que culpar a
alguien por lo que ha ocurrido, deberá reclamarse a las puertas de
quienes no tuvieron la suficiente confianza en la habilidad y el
valor de sus compatriotas para pelear, liberados de la Tierra, por
la mayor gloria. ¿Cuál sería su voto en este caso, señores
senadores?
Pero no estoy escribiendo una historia. Los
estantes están llenos de ellas. Sólo mencionaré las repercusiones
internacionales lo suficiente para mostrar que, lo ocurrido, no
caía dentro de los límites nacionales más de lo que la órbita de la
nave de Rev.
La órbita era casi perpendicular al ecuador.
La nave viajaba tan lejos, hacia el Norte, como Nome, Alaska y tan
distantes hacia el Sur como Little América en el Continente
Antártico. Completaba un gigantesco círculo cada dos horas.
Mientras tanto, la tierra giraba por debajo. Si la nave hubiera
estado equipada con instrumentos ópticos adecuados, Rev podría
haber observado todos los sitios de la Tierra, cada veinticuatro
horas. Vería las flotas y sus movimientos, maniobras de tropas,
bases aéreas.
En la Asamblea General de las Naciones
Unidas, el embajador ruso protestó por la atentatoria violación de
sus fronteras nacionales. Dejó entrever que no se permitiría que
aquello continuara. La U.R.S.S. no estaba desprevenida, declaró. Si
la violación continuaba —aunque fuera pocas
horas— se tomarían medidas drásticas.
La opinión mundial se levantó con
indignación. La U.R.S.S. retrocedió de inmediato y pretendió que,
su beligerancia, había sido sólo una interpretación errónea de las
palabras de su embajador.
No se trataba de un observador militar sobre
nuestras cabezas. Era un hombre que moriría pronto a menos que se
le pudiera alcanzar.
El mundo ofreció todo lo que tenía. Aun la
U.R.S.S. anunció que ya procedía a montar una nave de rescate,
puesto que su programa espacial estaba a punto de alcanzar el éxito
esperado. Y el público norteamericano respondió con más de un
billón de dólares en una semana. El Congreso aprobó otro billón.
Millares de hombres y mujeres se ofrecieron como voluntarios.
Se inició la carrera.
¿Llegaría a tiempo a la nave, la expedición
de rescate? El mundo oraba.
Y escuchaba diariamente la voz de un hombre
al que esperaban rescatar de la muerte.
El problema se presentaba de la siguiente
manera:
Se planeó el viaje para que durara unos
cuantos días. Mediante un racionamiento cuidadoso, los alimentos y
el agua podían hacerse durar más de un mes, pero el oxígeno, aun
reduciendo la actividad para poder conservarlo, no duraría más de
treinta días. Ese era el límite absoluto.
Recuerdo haber leído los cálculos,
cuidadosamente detallados en el diario, una y otra vez con la
esperanza de encontrar un error que favoreciera a Rev. Pero no lo
encontré.
Al cabo de algunas horas fue localizada la
primera etapa de la nave, flotando en el Océano Atlántico, donde
cayera al desprenderse. Se le envió de inmediato a Cocoa, Florida.
Se necesitó casi una semana para transportar a los campos de prueba
la segunda etapa encontrada a un millar de millas de distancia de
la primera.
Ambas etapas se hallaron en condiciones casi
perfectas, ya que su caída fue amortiguada por medio de paracaídas
de cinta. No habría problemas al limpiarlas, repararlas y
acondicionarlas nuevamente para su uso. El problema era la vital
tercera etapa, la sección de la punta. Se tendría que diseñar y
construir antes de un mes.
La locura espacial se convirtió en una nueva
forma de histeria. Leíamos las estadísticas, memorizábamos los
detalles más insignificantes, se estudiaban diagramas, conocimos
los riesgos y los peligros, y el modo como serían vencidos. Todo se
hizo parte de nosotros. Acechábamos el lento progreso en la
construcción de la segunda nave y, silenciosamente, acompañábamos
la obra con la urgencia de nuestros deseos.
El horario orbital de la nave se convirtió
en parte de la vida cotidiana. El trabajo y las actividades se
detenían mientras la gente se apresuraba hacia las ventanas o sus
receptores de televisión, esperando tener una imagen, un destello
del frágil vehículo, tan cercano al corazón de todos y, a la vez
tan intocablemente lejos.
Y escuchábamos la voz que venía de la
caverna de la noche.
—He estado mirando por las ventanillas.
Nunca me canso de ello. A través de la que está a mi derecha veo lo
que parece una cortina de terciopelo negro, tras de la que
estuviera una potente luz. Hay diminutos agujeros en la cortina y
la luz brilla a través de ellos, no titilando como las estrellas,
sino con firme intensidad. Aquí no hay aire. Esa es la razón. La
mente lo entiende y aún así se puede errar.
»Mi aire resiste más de lo que esperaba. De
acuerdo con mis cálculos alcanzará para veintisiete días más. No
debí usar tanto hablando, pero es difícil dejar de hacerlo. Cuando
hablo, siento que aún estoy en contacto con la Tierra, que soy uno
de ustedes, aunque esté arriba.
»Por la ventanilla de mi izquierda está la
bahía de San Francisco, parece un brazo obscuro e inquisitivo del
gigantesco pulpo que es el océano. La ciudad se ve como una diadema
de brillantes cruzada por franjas de luz. Parpadea alegremente,
como una vieja amiga. Me echa de menos, dice. Regresa a casa. Se
va, queda atrás. ¡Adiós, Frisco!
»¿Me escuchan allá abajo? No lo sé. Ahora no
pueden verme. Estoy en la parte obscura de la Tierra. Ustedes
esperarán horas para el alba.
»Ustedes estarán ocupados. Lo sé. Sí, los
conozco bien, están preocupados por mí. Trabajan para rescatarme
olvidando todo lo demás. No saben lo que es sentir eso. Y pido al
cielo que nunca lo sepan, a pesar de lo maravilloso que es.
»Es una lástima que no sirva el receptor,
pero si hubiera podido elegir, lo hubiera preferido tal y como es
ahora, con el transmisor funcionando. Aquí sólo estoy yo; en
cambio, tengo a millones de ustedes a quienes dirigirme.
»Me gustaría que hubiera manera de saber que
me escuchan. Eso podría evitar que me vuelva loco.
Rev, tú eras uno entre millones. Hemos leído
cómo fuiste seleccionado, cómo se te entrenó. Eres nuestro
representante, elegido con el mayor esmero.
Entre un millar que pasaron los rígidos
requisitos iniciales en cuanto a educación, edad, y condición
física y emocional, sólo cinco calificaron para el espacio. No
podían ser demasiado altos, robustos, ni demasiado viejos o
jóvenes. Las pruebas médicas y siquiátricas rechazaron a los
ineptos.
Una de las máquinas para entrenamiento
reproduce las tensiones de aceleración, en un cohete que despega.
Otra entrena a los hombres para maniobrar en la falta de peso del
espacio. Una tercera duplica las condiciones críticas y estrechas
de una cabina de la nave espacial. De los cinco últimos, sólo tú
calificaste.
No, Rev, si alguien puede conservar la
cordura, ése eres tú.
Hubo millares de sugestiones, casi todas
ellas inútiles. Los psicólogos sugerían autohipnosis; los cultistas
aconsejaban el yoga. Cierto individuo envió un detallado diseño de
un gigantesco electromagneto que atraería la nave de Rev a la
tierra.
El general Finch tuvo la única idea
práctica. Esbozó un plan para hacer saber a Rev que lo
escuchábamos. Escogió a Kansas City y señaló la hora.
—Medianoche —dijo—. En punto. Ni un minuto
antes, ni después. En ese instante él estará, justo, encima.
Y a medianoche, todas las luces de la ciudad
se apagaron, se encendieron nuevamente, volvieron a apagarse y a
encenderse una vez más.
Durante unos terribles momentos nos
preguntamos si el hombre que se hallaba en la caverna de la noche
las había visto. Entonces se dejó oir la voz que ahora conocíamos
tan bien; que parecía haber estado siempre con nosotros como parte
de nosotros mismos, de nuestros sueños y de nuestro
despertar.
La voz temblaba de emoción.
—Gracias... gracias por escucharme. Gracias,
Kansas City. Vi sus luces. No estoy solo. Ahora lo sé. Nunca lo
olvidaré. Gracias.
Después el silencio, mientras la nave caía
bajo el horizonte. Lo imaginábamos, a veces, circulando
continuamente en derredor de la Tierra, con su trayectoria paralela
a la curvatura del globo que estaba a sus plantas. Nos
preguntábamos si se detendría alguna vez.
¿Sería, como la luna, un eterno satélite de
la Tierra?
Seguíamos nuestra vida diaria como
autómatas, mientras contemplábamos cómo tomaba forma la tercera
etapa del cohete. Jugábamos una carrera contra una provisión de
aire que se extinguía; y la muerte corría para alcanzar a una
astronave que se movía a 15.800 millas por hora.
Mirábamos crecer la nave. En las pantallas
de televisión vimos la construcción de los tanques celulares, de
combustible; los motores cohete, y una fantástica cantidad de
bombas, válvula, manómetro, interruptores, circuitos, transistores
y tubos.
La nave se construía para llevar a cinco
hombres en vez de uno. Y al contemplar su desarrollo, de espartana
simplicidad dentro de un gran complejo, era como si viviéramos
allí, vigiláramos las señales e instrumentos, y tomáramos en
nuestras manos los controles que nos llevarían a la caverna de la
noche.
Se revistió el cono superior con la coraza
protectora y se fijaron las alas; éstas harían que la nave operara
como un enorme planeador de metal, en su descenso a la Tierra,
después de llevada a cabo su misión.
Vimos a los hombres elegidos para operar la
nave. Los conocimos a fondo al mirarlos entrenar, luchar contra
gravedades artificiales, probar trajes espaciales en vacíos
simulados, practicar maniobras en las condiciones ingrávidas de la
caída libre.
Vivíamos para eso.
Y escuchábamos la voz que venía a nosotros
desde la noche:
—Veintiún días. Tres semanas. Parece más. Me
siento un poco envarado, pero no se puede hacer ejercicio en un
ataúd. Los alimentos concentrados que estoy consumiendo son buenos
pero no para una dieta permanente. ¡Oh, lo que daría por un trozo
de pastel de manzana casero!
»Al principio me afectó la ingravidez.
Sentía que estaba sentado en una bola que giraba en todas
direcciones a la vez. Perdí el desayuno un par de veces, antes de
aprender a estar de una pieza.
»¡Ahí está el lago Michigan! ¡Por Dios, qué
azul está hoy! ¡Casi lastima los ojos! Ahí está Milwaukee, ¿cómo
les irá a los Bravos? Debe ser de un día cálido en Chicago. Aquí
está un poco húmedo. Los absorsores de agua estarán
sobrecargados.
»El aire huele raro pero no me sorprende. Yo
también debo oler raro después de veintiún días sin bañarme. Me
gustaría una buena ducha. Hay una terrible cantidad de cosas que me
pasaban inadvertidas y que ahora deseo más que nada...
»Olvídenlo. No se preocupen por mí. Estoy
bien. Sé que están tratando de rescatarme. Si no lograran hacerlo,
igual sería. Mi vida no fue en vano. Hice lo que siempre deseé. Y
lo haría otra vez.
»Lástima que sólo hubiéramos tenido dinero
para una nave.
Y nuevamente.
—Hace una hora, vi el sol levantarse sobre
Rusia. Desde aquí se ve como cualquier otro país, verde, pardo más
al Norte y, finalmente, blanco en las zonas de las nieves
eternas.
»Desde aquí arriba se pregunta uno por qué
somos tan diferentes cuando las tierras son las mismas. Si todos
somos hijos del mismo planeta madre. ¿Quién dice que somos
diferentes?
»¿Creen que estoy loco? Quizá tengan razón.
No importa mucho lo que diga mientras diga algo. No me podrán
interrumpir. ¿Ha tenido algún otro hombre un auditorio igual?
No, Rev, nunca.
Hemos conservado hasta la última palabra de
esa histórica voz que venía de lo alto:
—Creo que todos los aparatos funcionan bien.
¡Mecánicos de regla de cálculo! ¡Artistas del tubo de ensayo! ¿Han
encontrado lo que buscaban? ¿Han recibido los datos de los rayos
cósmicos, polvo meteórico, formaciones de nubes, movimientos del
viento, información metereológica? Espero que los aparatos
telemétricos envíen su información. Eso es más importante que mi
voz.
No lo creo así, Rev. Pero de todos modos
tenemos la información. La hemos utilizado para la construcción de
nuevas naves. Naves, no nave, ya que no haremos sólo una. Antes de
terminar, ya tenemos dos cohetes de tres etapas, completos, y una
docena de secciones terminales.
La voz continuaba:
—El aire está enrarecido. No puedo respirar
profundamente. Se pega en los pulmones. No importa. Me gustaría que
todos vieran lo que he visto, el vasto universo extendido alrededor
de la Tierra, como un tenue velo que cubre a una novia. Sabrían
entonces que pertenecemos a las alturas.
Lo sabemos, Rev. Tú mostraste el camino.
Fuiste el guía.
Escuchábamos y contemplábamos ansiosamente
el trabajo. Me parece ahora que contuvimos el aliento treinta
días.
Por fin vimos cómo se bombeaba el
combustible en el cohete, ácido nítrico e hidracina. Un mes atrás,
no sabíamos los nombres; ahora los identificamos como las
sustancias básicas de la vida. Fluía a lo largo de las mangueras
especiales más de medio millón de dólares en combustible para
cohete.
Los estadígrafos estiman que más de un
millón de americanos contemplaban la escena, ese día, en los
receptores de televisión. Contemplaban y rezaban.
La imagen cambió hacia la nave que cruzaba
el Sur, sobre nuestras cabezas. Los expertos la enfocaron
instantáneamente, y fue el centro de todas nuestras esperanzas y
angustias hasta que desapareció en el horizonte. No parecía
diferente de cuando la vimos por primera vez a través de los
telescopios.
Pero la voz que salía de los aparatos de
radio era distinta.
Débil. Tosía frecuentemente y hacía pausas
para tomar aliento.
—El aire está muy mal. Más vale que se
apresuren. No puede durar mucho... ¡Qué tontería...! Por supuesto
que se apuran.
»No me gustaría que se apenaran por mí... he
vivido rápido... ¿Treinta días? He visto 360 alboradas y 360
ocasos... He visto lo que ningún hombre vio antes... Fui el
primero. Ya es algo... por lo que vale la pena morir...
»He visto las estrellas, claras y sin
obstáculos. Parecen frías pero hay en ellas calor y vida. Algunas
tienen familias de planetas como nuestro propio Sol... Dios no las
pondría sin un propósito... podrán albergar a nuestras futuras
generaciones. Y si tienen habitantes, se intercambiarán con ellas
ideas, conocimientos; el amor a la creación...
»Pero —aún más— he visto la Tierra. La he
visto —como nadie— dando vueltas a mis plantas como una bola
fantástica, sus mares, como cristal azul, brillando al sol... las
verdes tierras llenas de vida... las ciudades brillando en las
noches como joyas increíbles...
»He visto la Tierra —allá, donde he vivido y
amado—... La he conocido mejor que cualquier hombre y la he amado
más, y he conocido mejor a sus hijos... Ha sido bueno...
»Adiós... Tengo una tumba mejor que la del
mayor conquistador que haya dado la Tierra... Quiero
descansar...
Lloramos. ¿Cómo podíamos evitarlo?
Estaba muy cerca el rescate y no podíamos
apresurarlo más. Mirábamos con impotencia. La tripulación fue
depositada en la sección de la punta del cohete de tres etapas, que
se levantaba a la altura de un edificio de veinticuatro pisos.
¡Aprisa!, los urgíamos. Pero no podían.
La interceptación de un blanco que se desplaza tan rápidamente es
un asunto de precisión absoluta. El despegue estaba calculado e
impreso en la memoria de vidrio y metal de un computador
electrónico.
La grúa se retiró. Los espectadores y
asistentes se alejaron de la base de la nave. Esperamos. Alguien
contó los segundos mientras el mundo contenía el aliento: diez,
nueve, ocho... cinco, cuatro, tres... uno, ¡fuego!
Al principio no se vio la llama. Después la
vimos salir por la boca del túnel de escape, algunos cientos de
pies más lejos. La nave osciló, sin moverse, sobre una gruesa
columna incandescente; la columna se alargó, creció y adquirió
velocidad que aumentó hasta que el cohete únicamente fue un punto
brillante.
Los lentes telescópicos lo ubicaron, lo
perdieron y lo encontraron nuevamente. Al cabo de ochenta y cuatro
segundos los motores traseros parpadearon, y nuestros corazones con
ellos. Vimos entonces que se había desprendido la primera etapa. El
resto de la nave se movía a lo largo de una nueva ruta. Un
paracaídas de cinta, de forma anular, brotó de la tercera etapa
frenando su caída.
La segunda etapa se desprendió ciento
veinticuatro segundos después. La última sección, con su carga
humana y su equipo de rescate, siguió sola. A sesenta y tres millas
de altura se extinguió el llameante escape. La tercera etapa
continuaría ascendiendo la cuesta de la gravedad, por más de un
millar de millas.
Nuestros estómagos estaban helados de temor,
al desaparecer la nave más allá del horizonte de la cámara de
televisión de más alcance. En esos momentos estaría al otro lado
del mundo, marchando a toda velocidad hacia el encuentro,
cuidadosamente planeado, de su hermana.
¡Aguanta, Rev! ¡No te
rindas!
Cincuenta y seis minutos. Eso teníamos que
esperar. Cincuenta y seis minutos desde el despegue hasta que la
nave estuviera en órbita. Después, la tripulación necesitaría
tiempo para igualar las velocidades; para enviar un hombre, dentro
de su traje espacial, cruzando el vacío entre los dos vehículos,
sobre la vasta esfera terrestre.
Los seguíamos con la imaginación.
Se perderían algunos minutos más mientras se
hacía contacto con la nave de Rev, se abría cautelosamente la
escotilla para que no se perdiera nada de los preciosos residuos de
aire, y se pasaba al interior para el histórico encuentro con el
hombre que conociera la mayor soledad posible.
Esperábamos. Confiábamos.
Pasaron cincuenta y seis minutos. Una hora.
Otros treinta minutos. Lo más importante era Rev. Quizá pasarían
horas antes de que tuviéramos noticias.
La tensión aumentaba, insoportable. La
nación, el mundo entero esperaba alivio a la angustia.
Dieciocho minutos antes de que se cumplieran
dos horas —excesivamente pronto,
pensamos con miedo de esperar demasiado— escuchamos la voz del
capitán Frank Pickrell, quien sería más tarde el primer comandante
de la Dona:
—He entrado a la nave —dijo lentamente—. La
escotilla estaba abierta. —Hizo una pausa.
Las deducciones paralizaron nuestras
emociones; escuchamos en silencio.
—El teniente McMillen está muerto. Murió
heroicamente, esperando, hasta perder toda esperanza; hasta que
todos los manómetros de oxígeno marcaban cero. Entonces, bueno, la
escotilla estaba abierta cuando llegamos.
»De acuerdo con sus propios deseos, su
cuerpo se dejará aquí, en su órbita eterna. Esta nave será su
tumba, para que la vean todos aquellos que levanten la vista en
dirección a las estrellas. Mientras exista el Hombre sobre la
Tierra, esta nave habrá de girar como un recordatorio eterno de lo
que han hecho los hombres y de lo que pueden hacer.
»Esta fue la esperanza del teniente
McMillen. Él no lo hizo como americano únicamente, sino como
hombre, muriendo por toda la humanidad; y toda la humanidad podrá
glorificarse con ello.
»A partir de este momento, hagamos de esta
nave un santuario sagrado, inviolable para todas las generaciones
de astronautas. Que sea el símbolo de que los sueños del Hombre son
realizables, aunque, en ocasiones, el precio es excesivo.
»Voy a abandonar la nave. Mis pies serán los
últimos en tocar su cubierta. El oxígeno que solté ya casi se ha
terminado. El teniente Mc Millen está en la silla de controles,
mirando a las estrellas. Dejaré las puertas de la escotilla
abiertas, para que los frígidos brazos del espacio sin aire
protejan y preserven por toda la eternidad al hombre que no dejaron
regresar.
¡Adiós, Rev! ¡Descansa en paz!
Rev no estuvo solo mucho tiempo. Fue el
primero, pero no el último en ser objeto de un funeral en el
espacio y de una despedida de héroe.
Ésta, ya lo he dicho, no es la historia de
la conquista del espacio. Hasta los chicos saben la historia tan
bien como yo, y pueden identificar las hechuras de las naves
espaciales más rápidamente.
La historia de los esfuerzos combinados que
construyeron la plataforma orbital, irreverentemente llamada
La Dona, ya ha sido relatada por otros.
Todos conocemos el triunfo político que la puso bajo el control de
las Naciones Unidas.
Su contribución al progreso ha sido
múltiple. Es un observatorio, un laboratorio y un guardián. En
aquel sitio sin gravedad, sin aire y sin calor, han surgido
descubrimientos maravillosos. Se ha aprendido a predecir el tiempo
con notable certeza. Se han observado las estrellas libres del velo
de la atmósfera. Y se ha asegurado la paz...
Se ha pagado a sí misma. Nadie podrá decir
lo contrario. Ella y sus estaciones retrasmisoras más pequeñas, hoy
hacen posible la televisión mundial y la red de radio. No hay lugar
sobre la Tierra donde no pueda escucharse una voz libre o verse el
rostro de la libertad.
Y también hemos compartido las aventuras.
Viajamos a los muertos mares de la Luna con el primer grupo de
exploradores. Este año revelaremos los misterios de Marte. Desde
nuestros sillones tendremos las emociones de los descubrimientos de
nuestros pioneros. Nos han dado una herencia común, un objetivo
mancomunado y, por primera vez, estamos unidos.
Esto lo menciono únicamente como
antecedente; nadie podrá negar que la conquista del espacio no haya
sido de beneficios incalculables para toda la humanidad.
Todo aquello me vino, recientemente, como
una oleada incontenible de vividas memorias. Cruzaba yo por Times
Square, donde cada rostro es el de un extraño; repentinamente me
detuve, incrédulo.
—¡Rev! —exclamé.
El hombre continuó caminando. Siguió de
largo sin dirigirme una mirada. Yo me volví y corrí tras de él. Lo
tomé por el brazo.
—¡Rev! —le dije vivamente, deteniéndolo—.
¿Eres tú realmente?
El individuo sonrió con cortesía.
—Debe tomarme por otra persona. —Se
desprendió con facilidad de mis dedos y se alejó. Me di cuenta
entonces de que había dos hombres con él, uno a cada lado. Sentí
sus ojos escudriñar mi rostro, memorizándolo.
Probablemente no tenga importancia. Todos
tenemos algún doble. Pude haberme equivocado.
Pero me impulsó a memorizar y pensar.
Lo primero que han de considerar los
expertos en cohetes es el gasto. No tenían el dinero. Lo segundo
fue el peso, hasta un hombre de complexión mediana resulta pesado
cuando el peso útil del cohete está calculado, y las raciones y
equipo esencial para su supervivencia son varias veces más
pesados.
Si Rev hubiera salido con bien, ¿por qué se
anunció su muerte? Pero sabía que la pregunta estaba mal
planteada.
Si mis especulaciones son correctas, Rev
nunca estuvo allá arriba. La carga esencial era para una grabación
durante treinta días y un transmisor. Aun si la tarea mayor de
enviar un cohete tripulado estuvo más allá de sus posibilidades
económicas y sus técnicas, seguramente sí pudieron hacer lo
otro.
Después consiguieron el dinero; los
voluntarios y la técnica adecuados.
Me imagino que ayudó la serie de reportes
telemétricos del cohete. Pero lo que consiguieron en treinta días
es un verdadero milagro.
Debe haber tomado bastante tiempo la
sincronización de la grabación; meses. Pero la parte principal del
esquema fue el secreto. Tenían que saberlo el general Finch, él fue
uno de los iniciados en el secreto, y el capitán —ahora coronel—
Pickrell. Unos cuantos más —trabajadores, administradores— y
Rev...
¿Qué podían hacer con él? ¿Disfrazarlo? Sí.
Y entonces esconderlo en la ciudad más grande del mundo. Así lo
hubieran hecho.
Me produjo una sensación extraña, enfermiza,
pensar en ello. Como ocurre con cualquiera, no me gusta ser tomado
por tonto. Y esto era un fraude que afectaba a toda la
humanidad.
Sin embargo nos llevó a los planetas. Quizá
nos llevaría aún más allá, hasta las estrellas. Y me pregunté:
¿existía otro modo de hacerlo?
Me gustaría pensar que me equivoqué. El mito
ya formaba parte de nosotros mismos. Lo vivimos, ayudamos a
hacerlo. Algún día, me digo, algún astronauta cuya reverencia sea
mayor que su obediencia, hará una peregrinación hasta el santuario
orbital para encontrar sólo una cascarón vacío.
Me estremecí.
Eso logró unirnos. En cierto sentido nos
mantiene unidos. No hay nada más importante.
Trato de convencerme de que me equivoqué.
Los cabellos negros ya se mostraban grises en las sienes, y el
corte era diferente. No usaba bigote. Las orejas a la Clark Gable
habían sido alteradas por alguna operación.
Pero es difícil cambiar una sonrisa. Y,
cualquiera que haya vivido aquellos treinta días, no podrá olvidar
jamás aquella voz.
Pienso en Rev y la vida que tiene que
llevar; las cosas que amaba y que no puede disfrutar nunca más, y
me doy cuenta de que quizá él hizo el mayor sacrificio.
A veces creo que él desearía estar realmente
allá arriba, en la caverna de la noche, sentado en los controles de
la nave, a 1.075 millas de altura, mirando eternamente a las
estrellas.