La Caverna de la Noche

 

EL primero en emplear la frase fue un poeta disfrazado bajo el cínico pellejo de un reportero periodístico. Apareció el primer día y después se repitió ampliamente. Aquel periodista escribió:
A las ocho de la noche, después de que el sol se haya puesto y el cielo se obscurezca, vuelvan la vista hacia arriba. ¡Hay un hombre en donde ningún ser humano ha estado jamás!
Ese hombre está perdido en la caverna de la noche...
Los encabezados de los diarios requerían algo breve, vigoroso y descriptivo. Y la frase lo era. No muy precisa, pero llegó al público.
Si acaso alguien estaba en una caverna, era el resto de la humanidad. Penosa, pero triunfalmente, un hombre escaló las alturas y salió de las tinieblas. Mas no podía retornar para contarlo.
No todo lo que sube ha de bajar necesariamente.
Eso fue el primer día. Después, veintinueve días más de suspenso y agonía.
La caverna de la noche. Me gustaría haber creado la frase.
Era rotunda la etiqueta, el símbolo. Lo primero que se veía al abrir el diario. El modo como la gente se refería a ello:
—¿Qué hay de nuevo en lo de la caverna?
Lo resumía todo, el drama, la ansiedad, la esperanza.
Quizá fue la influencia del periodismo de suspenso. Los diaristas revisaron sus archivos para resucitar aquella vieja tragedia, recordando, comparando; hablando nuevamente de la niñita Kathy Fiscus que permaneció atrapada durante varios días en un tubo de drenaje abandonado de California; y algunas otras.
Ocurre periódicamente una secuencia de acontecimientos, tan accidentalmente drámaticos, que hacen a los hombres olvidar sus odios, sus terrores, sus timideces y sus incapacidades, para unir momentáneamente a toda la raza humana en un reconocimiento angustioso de su hermandad.
Los ingredientes esenciales son los siguientes: una persona debe estar en peligro desesperado y poco común. La situación habrá de prolongarse. Debe haber pruebas de que la persona aún está con vida. Se intentará el rescate. La publicidad se extenderá ampliamente.
Se puede construir artificialmente una situación semejante, pero si el mundo llega a descubrir el fraude, jamás lo perdonará.
Al igual que muchos otros, he tratado de analizar qué hace que una raza de seres encallecidos, egoístas, repentinamente compartan las emociones más humanas de simpatía, y, como ellos, no he tenido éxito. De pronto, un peligro distante, amenazando a alguien a quien no conocen, significa para ellos más que sus propias comodidades. Y en todo momento imploran de todo corazón: ¡Vive, Kathy! ¡Vive, Rev!
Y preguntamos en la calle a gentes que no conocemos y en quienes nunca repararíamos:
—¿Llegarán a tiempo?
Tanto los pesimistas como los optimistas, lo deseamos. Todos tenemos la misma esperanza.
En cierto modo, esta situación era diferente. Tenía un propósito. Sabiendo el riesgo, aceptándolo, porque no existía otro medio de hacer lo que tenía que hacerse. Rev fue a la caverna de la noche. Lo accidental fue que no pudo regresar.
Las noticias surgieron de la nada —literalmente— para extenderse en un mundo que no las esperaba. La primera mención que los historiadores han sido capaces de localizar, es la referente a un radiooperador aficionado, en Davenport, Iowa. Recibió una llamada de auxilio en una cálida noche de junio.
El mensaje, según dijo posteriormente, parecía aumentar en claridad, alcanzar un ápice, para desvanecerse después:
—... y los tanques de combustible, vacíos... tor descompuesto... transmitiendo para que alguien pueda informar, y... no hay manera de regresar...
Un comienzo bastante breve.
El siguiente mensaje fue recibido por una base de vigilancia militar cerca de Fairbanks, Alaska. Ocurría en la madrugada. Media hora después un trabajador del turno de la noche, de Boston, escuchó algo en su radio de onda corta que lo hizo salir disparado hacia el teléfono más cercano.
Aquella mañana todo el mundo supo lo ocurrido. Una ola de excitación y asombro barrió el orbe. A 1.075 millas sobre sus cabezas, recorría una órbita un hombre, un oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, tripulando una nave espacial sin combustible.
Esa nave espacial, de por sí, hubiera acaparado la atención mundial. Era tan monumental como la mayor que el hombre haya logrado, y mucho más espectacular. Era la liberación de la tiranía de la tierra, aquella celosa madre que severamente ha atado a su lado a sus hijos, con las cuerdas de la gravedad.
El hombre era libre. Simbolizaba que nada es total ni definitivamente imposible, si el hombre persevera con el suficiente empeño y durante el tiempo necesario.
Hay regiones que la humanidad encuentra peculiarmente simpáticas. Como todas las criaturas terrestres, el hombre es un producto y una víctima del medio ambiente. Su triunfo descansa en que, de esclavo, se ha convertido en amo. A diferencia de animales mucho más especializados, se ha distribuido sobre la superficie terrestre, desde el helado continente Antártico hasta el casquete Artico.
El hombre se ha convertido en animal ecuatorial, en animal de la zona templada, en animal ártico. Habita los valles, las planicies, las montañas. Tanto el pantano como el desierto, han sido su morada.
El hombre hace su propio medio ambiente.
Con su inventiva y sus manos diestras, lo construye, conquista el frío y el calor, la humedad, la aridez, la tierra, el mar, el aire. Ahora, con su ciencia, lo conquistaba todo. Se hacía independiente del mundo que lo llevó en su seno.
Era una fiesta para toda la humanidad, celebrando la mayoría de edad.
Y, brutalmente, el desastre interrumpía la fiesta.
Pero había algo más. Cuando consideramos todos los aspectos, encontramos que, durante unos cuantos breves días, la humanidad se unió e hizo posible que se lograra.
Era un símbolo: el hombre nunca es completamente independiente de la Tierra; lleva consigo su medio ambiente; siempre es y será parte de la humanidad. Fue una conquista sazonada por la confesión de las flaquezas.
Se hizo credo: el hombre lleva en sí las cualidades de la grandeza que nunca aceptará restricciones de las circunstancias y, sin embargo, lleva también la semilla de la falibilidad que todos reconocemos en nosotros mismos.
Rev era uno de los nuestros. Su triunfo fue nuestro triunfo; y, más que nada, su peligro también fue el nuestro.
Reverdy L. McMillen III, teniente de la Fuerza Aérea. Piloto. Jinete de cohetes. Hombre. Rev. Estaba solo a un millar de millas de distancia pidiendo ayuda, pero esas millas eran hacia arriba. Lo llegamos a conocer como si fuera un miembro de nuestra familia.
La noticia fue un choque para mí. Conocía a Rev. Fuimos buenos amigos en el colegio, y la fortuna nos unió nuevamente en la fuerza aérea. Un escritor y un piloto. Yo me salí tan pronto como pude, pero Rev se quedó. Supe, vagamente, que fue piloto de pruebas de aviones cohete experimentales con Chuck Yeaguer. Pero no imaginaba que el programa de experimentación de los cohetes estuviera tan cerca del espacio.
Nadie lo sabía. Era un secreto mejor guardado que el de la bomba atómica.
Recuerdo haber mirado la fotografía de Rev en los diarios matutinos —los cabellos negros, el bigote fino, las orejas semejantes a las de Clark Gable, la sonrisa traviesa— y sentí nuevamente, como algo físico, su gran alegría de vivir. La expresaba de cien modos diversos. Amaba ampliamente, pero con discriminación. Comía bien, bebía alegremente, disfrutaba el jazz y tenía incentivo artístico. Hablaba constantemente.
Ahora estaba solo y todo se extinguiría pronto. Me dije que lo ayudaría.
Todos parecían movidos por un salvaje entusiasmo. Muchos tomaban por asalto los campos de prueba de la fuerza aérea, en Cocoa, Florida, para ofrecer sus servicios voluntarios. Pero yo no era ingeniero. Ni siquiera mecánico o soldador. Cuando mucho, podía ser considerado como un pobre mecánico de las palabras.
Así que decidí, contribuir con mis palabras.
Llegué a un acuerdo verbal con un diario local y tomé el primer avión para Washington, D. C. Durante mucho tiempo me agradó pensar que, lo que escribí durante los siguientes días, tuvo algo que ver con los acontecimientos subsecuentes, ya que muchos de mis artículos fueron reproducidos por muchos otros periódicos.
El fracaso de Washington cayó en la órbita del Comité de Investigación del Senado. Éste citó a comparecer a todo el mundo, retirándolos del vital trabajo que desempeñaban. Pero, en poco tiempo, el Comité se dio cuenta de que el bocado era demasiado grande para escupirlo o para tragarlo.
El general Beauregard Finch, jefe del programa de investigación y desarrollo de cohetes, fue el hueso más duro que tuvieron que roer. Fría y precisamente, describió el desarrollo del proyecto, las investigaciones científicas y técnicas, las pruebas, la construcción de la nave, el entrenamiento de los futuros tripulantes, y la eliminación selectiva de los voluntarios hasta llegar a un hombre.
Con palabras que eran más elocuentes aún debido a su cortante precisión, describió el despegue del gigantesco cohete de tres etapas, lanzado hacia arriba mediante una combinación de hidracina y ácido nítrico. Al cabo de cincuenta y seis minutos, la tercera etapa alcanzó su altura orbital de 1.075 millas.
Aquí debía actuar la gravedad. Para mantener esa órbita, los motores debían estar encendidos durante segundos.
En ese momento, el desastre se burló de los cuidadosos cálculos humanos.
Antes de que Rev pudiera controlar los automáticos, los motores habían ardido durante casi medio minuto. El combustible del que dependía para frenar la nave, de tal modo que cayera, reentrara en la atmósfera y fuera reclamada nuevamente por la Tierra, casi se agotó. Sus esfuerzos para contrarrestar el exceso de velocidad dieron como resultado sólo una aproximación de la órbita original.
El hecho era que Rev estaba arriba. Y ahí estaría hasta que alguien fuera por él.
Y no había modo de llegar allá.
El Comité aceptó el informe como una confesión de culpa e incapacidad; trataron de lavarse las manos pero no fue fácil intimidar al general Finch. Una nave tripulada tendría que ser enviada al rescate porque ninguna computadora electrónica o mecánica podría contener las vastas posibilidades para decidir y actuar, que caracterizan al ser humano.
La viviente computadora original aún era el mejor mecanismo para cualquier propósito.
Sólo se construyó una nave, ciertamente. Y hubo una buena razón para ello, una razón completamente práctica: dinero.
Los precursores, los guías, por definición, van adelante de los demás. Pero no era este un campo en el que se pudiera señalar el camino y esperara que los demás siguieran. No era una expedición de antiguos barcos ni una vanguardia exploradora. Como ocurre con un salto en paracaídas, tendría que ser un éxito desde la primera vez.
La empresa atacaba un campo nuevo, costoso. Demandaba dinero (billones de dólares), cerebros (los mejores de que se pudiera disponer) y la ardua, dedicada labor de los hombres (miles de ellos).
Esa tarde el general Finch se convirtió en héroe nacional. Dijo en crudas palabras:
—Con los fondos limitados que se nos dieron hemos hecho lo que se nos encomendó. Demostrado que los viajes espaciales son posibles, que una plataforma espacial es factible.
»Si hay ineficacia, si hay que culpar a alguien por lo que ha ocurrido, deberá reclamarse a las puertas de quienes no tuvieron la suficiente confianza en la habilidad y el valor de sus compatriotas para pelear, liberados de la Tierra, por la mayor gloria. ¿Cuál sería su voto en este caso, señores senadores?
Pero no estoy escribiendo una historia. Los estantes están llenos de ellas. Sólo mencionaré las repercusiones internacionales lo suficiente para mostrar que, lo ocurrido, no caía dentro de los límites nacionales más de lo que la órbita de la nave de Rev.
La órbita era casi perpendicular al ecuador. La nave viajaba tan lejos, hacia el Norte, como Nome, Alaska y tan distantes hacia el Sur como Little América en el Continente Antártico. Completaba un gigantesco círculo cada dos horas. Mientras tanto, la tierra giraba por debajo. Si la nave hubiera estado equipada con instrumentos ópticos adecuados, Rev podría haber observado todos los sitios de la Tierra, cada veinticuatro horas. Vería las flotas y sus movimientos, maniobras de tropas, bases aéreas.
En la Asamblea General de las Naciones Unidas, el embajador ruso protestó por la atentatoria violación de sus fronteras nacionales. Dejó entrever que no se permitiría que aquello continuara. La U.R.S.S. no estaba desprevenida, declaró. Si la violación continuaba —aunque fuera pocas horas— se tomarían medidas drásticas.
La opinión mundial se levantó con indignación. La U.R.S.S. retrocedió de inmediato y pretendió que, su beligerancia, había sido sólo una interpretación errónea de las palabras de su embajador.
No se trataba de un observador militar sobre nuestras cabezas. Era un hombre que moriría pronto a menos que se le pudiera alcanzar.
El mundo ofreció todo lo que tenía. Aun la U.R.S.S. anunció que ya procedía a montar una nave de rescate, puesto que su programa espacial estaba a punto de alcanzar el éxito esperado. Y el público norteamericano respondió con más de un billón de dólares en una semana. El Congreso aprobó otro billón. Millares de hombres y mujeres se ofrecieron como voluntarios.
Se inició la carrera.
¿Llegaría a tiempo a la nave, la expedición de rescate? El mundo oraba.
Y escuchaba diariamente la voz de un hombre al que esperaban rescatar de la muerte.
El problema se presentaba de la siguiente manera:
Se planeó el viaje para que durara unos cuantos días. Mediante un racionamiento cuidadoso, los alimentos y el agua podían hacerse durar más de un mes, pero el oxígeno, aun reduciendo la actividad para poder conservarlo, no duraría más de treinta días. Ese era el límite absoluto.
Recuerdo haber leído los cálculos, cuidadosamente detallados en el diario, una y otra vez con la esperanza de encontrar un error que favoreciera a Rev. Pero no lo encontré.
Al cabo de algunas horas fue localizada la primera etapa de la nave, flotando en el Océano Atlántico, donde cayera al desprenderse. Se le envió de inmediato a Cocoa, Florida. Se necesitó casi una semana para transportar a los campos de prueba la segunda etapa encontrada a un millar de millas de distancia de la primera.
Ambas etapas se hallaron en condiciones casi perfectas, ya que su caída fue amortiguada por medio de paracaídas de cinta. No habría problemas al limpiarlas, repararlas y acondicionarlas nuevamente para su uso. El problema era la vital tercera etapa, la sección de la punta. Se tendría que diseñar y construir antes de un mes.
La locura espacial se convirtió en una nueva forma de histeria. Leíamos las estadísticas, memorizábamos los detalles más insignificantes, se estudiaban diagramas, conocimos los riesgos y los peligros, y el modo como serían vencidos. Todo se hizo parte de nosotros. Acechábamos el lento progreso en la construcción de la segunda nave y, silenciosamente, acompañábamos la obra con la urgencia de nuestros deseos.
El horario orbital de la nave se convirtió en parte de la vida cotidiana. El trabajo y las actividades se detenían mientras la gente se apresuraba hacia las ventanas o sus receptores de televisión, esperando tener una imagen, un destello del frágil vehículo, tan cercano al corazón de todos y, a la vez tan intocablemente lejos.
Y escuchábamos la voz que venía de la caverna de la noche.
—He estado mirando por las ventanillas. Nunca me canso de ello. A través de la que está a mi derecha veo lo que parece una cortina de terciopelo negro, tras de la que estuviera una potente luz. Hay diminutos agujeros en la cortina y la luz brilla a través de ellos, no titilando como las estrellas, sino con firme intensidad. Aquí no hay aire. Esa es la razón. La mente lo entiende y aún así se puede errar.
»Mi aire resiste más de lo que esperaba. De acuerdo con mis cálculos alcanzará para veintisiete días más. No debí usar tanto hablando, pero es difícil dejar de hacerlo. Cuando hablo, siento que aún estoy en contacto con la Tierra, que soy uno de ustedes, aunque esté arriba.
»Por la ventanilla de mi izquierda está la bahía de San Francisco, parece un brazo obscuro e inquisitivo del gigantesco pulpo que es el océano. La ciudad se ve como una diadema de brillantes cruzada por franjas de luz. Parpadea alegremente, como una vieja amiga. Me echa de menos, dice. Regresa a casa. Se va, queda atrás. ¡Adiós, Frisco!
»¿Me escuchan allá abajo? No lo sé. Ahora no pueden verme. Estoy en la parte obscura de la Tierra. Ustedes esperarán horas para el alba.
»Ustedes estarán ocupados. Lo sé. Sí, los conozco bien, están preocupados por mí. Trabajan para rescatarme olvidando todo lo demás. No saben lo que es sentir eso. Y pido al cielo que nunca lo sepan, a pesar de lo maravilloso que es.
»Es una lástima que no sirva el receptor, pero si hubiera podido elegir, lo hubiera preferido tal y como es ahora, con el transmisor funcionando. Aquí sólo estoy yo; en cambio, tengo a millones de ustedes a quienes dirigirme.
»Me gustaría que hubiera manera de saber que me escuchan. Eso podría evitar que me vuelva loco.
Rev, tú eras uno entre millones. Hemos leído cómo fuiste seleccionado, cómo se te entrenó. Eres nuestro representante, elegido con el mayor esmero.
Entre un millar que pasaron los rígidos requisitos iniciales en cuanto a educación, edad, y condición física y emocional, sólo cinco calificaron para el espacio. No podían ser demasiado altos, robustos, ni demasiado viejos o jóvenes. Las pruebas médicas y siquiátricas rechazaron a los ineptos.
Una de las máquinas para entrenamiento reproduce las tensiones de aceleración, en un cohete que despega. Otra entrena a los hombres para maniobrar en la falta de peso del espacio. Una tercera duplica las condiciones críticas y estrechas de una cabina de la nave espacial. De los cinco últimos, sólo tú calificaste.
No, Rev, si alguien puede conservar la cordura, ése eres tú.
Hubo millares de sugestiones, casi todas ellas inútiles. Los psicólogos sugerían autohipnosis; los cultistas aconsejaban el yoga. Cierto individuo envió un detallado diseño de un gigantesco electromagneto que atraería la nave de Rev a la tierra.
El general Finch tuvo la única idea práctica. Esbozó un plan para hacer saber a Rev que lo escuchábamos. Escogió a Kansas City y señaló la hora.
—Medianoche —dijo—. En punto. Ni un minuto antes, ni después. En ese instante él estará, justo, encima.
Y a medianoche, todas las luces de la ciudad se apagaron, se encendieron nuevamente, volvieron a apagarse y a encenderse una vez más.
Durante unos terribles momentos nos preguntamos si el hombre que se hallaba en la caverna de la noche las había visto. Entonces se dejó oir la voz que ahora conocíamos tan bien; que parecía haber estado siempre con nosotros como parte de nosotros mismos, de nuestros sueños y de nuestro despertar.
La voz temblaba de emoción.
—Gracias... gracias por escucharme. Gracias, Kansas City. Vi sus luces. No estoy solo. Ahora lo sé. Nunca lo olvidaré. Gracias.
Después el silencio, mientras la nave caía bajo el horizonte. Lo imaginábamos, a veces, circulando continuamente en derredor de la Tierra, con su trayectoria paralela a la curvatura del globo que estaba a sus plantas. Nos preguntábamos si se detendría alguna vez.
¿Sería, como la luna, un eterno satélite de la Tierra?
Seguíamos nuestra vida diaria como autómatas, mientras contemplábamos cómo tomaba forma la tercera etapa del cohete. Jugábamos una carrera contra una provisión de aire que se extinguía; y la muerte corría para alcanzar a una astronave que se movía a 15.800 millas por hora.
Mirábamos crecer la nave. En las pantallas de televisión vimos la construcción de los tanques celulares, de combustible; los motores cohete, y una fantástica cantidad de bombas, válvula, manómetro, interruptores, circuitos, transistores y tubos.
La nave se construía para llevar a cinco hombres en vez de uno. Y al contemplar su desarrollo, de espartana simplicidad dentro de un gran complejo, era como si viviéramos allí, vigiláramos las señales e instrumentos, y tomáramos en nuestras manos los controles que nos llevarían a la caverna de la noche.
Se revistió el cono superior con la coraza protectora y se fijaron las alas; éstas harían que la nave operara como un enorme planeador de metal, en su descenso a la Tierra, después de llevada a cabo su misión.
Vimos a los hombres elegidos para operar la nave. Los conocimos a fondo al mirarlos entrenar, luchar contra gravedades artificiales, probar trajes espaciales en vacíos simulados, practicar maniobras en las condiciones ingrávidas de la caída libre.
Vivíamos para eso.
Y escuchábamos la voz que venía a nosotros desde la noche:
—Veintiún días. Tres semanas. Parece más. Me siento un poco envarado, pero no se puede hacer ejercicio en un ataúd. Los alimentos concentrados que estoy consumiendo son buenos pero no para una dieta permanente. ¡Oh, lo que daría por un trozo de pastel de manzana casero!
»Al principio me afectó la ingravidez. Sentía que estaba sentado en una bola que giraba en todas direcciones a la vez. Perdí el desayuno un par de veces, antes de aprender a estar de una pieza.
»¡Ahí está el lago Michigan! ¡Por Dios, qué azul está hoy! ¡Casi lastima los ojos! Ahí está Milwaukee, ¿cómo les irá a los Bravos? Debe ser de un día cálido en Chicago. Aquí está un poco húmedo. Los absorsores de agua estarán sobrecargados.
»El aire huele raro pero no me sorprende. Yo también debo oler raro después de veintiún días sin bañarme. Me gustaría una buena ducha. Hay una terrible cantidad de cosas que me pasaban inadvertidas y que ahora deseo más que nada...
»Olvídenlo. No se preocupen por mí. Estoy bien. Sé que están tratando de rescatarme. Si no lograran hacerlo, igual sería. Mi vida no fue en vano. Hice lo que siempre deseé. Y lo haría otra vez.
»Lástima que sólo hubiéramos tenido dinero para una nave.
Y nuevamente.
—Hace una hora, vi el sol levantarse sobre Rusia. Desde aquí se ve como cualquier otro país, verde, pardo más al Norte y, finalmente, blanco en las zonas de las nieves eternas.
»Desde aquí arriba se pregunta uno por qué somos tan diferentes cuando las tierras son las mismas. Si todos somos hijos del mismo planeta madre. ¿Quién dice que somos diferentes?
»¿Creen que estoy loco? Quizá tengan razón. No importa mucho lo que diga mientras diga algo. No me podrán interrumpir. ¿Ha tenido algún otro hombre un auditorio igual?
No, Rev, nunca.
Hemos conservado hasta la última palabra de esa histórica voz que venía de lo alto:
—Creo que todos los aparatos funcionan bien. ¡Mecánicos de regla de cálculo! ¡Artistas del tubo de ensayo! ¿Han encontrado lo que buscaban? ¿Han recibido los datos de los rayos cósmicos, polvo meteórico, formaciones de nubes, movimientos del viento, información metereológica? Espero que los aparatos telemétricos envíen su información. Eso es más importante que mi voz.
No lo creo así, Rev. Pero de todos modos tenemos la información. La hemos utilizado para la construcción de nuevas naves. Naves, no nave, ya que no haremos sólo una. Antes de terminar, ya tenemos dos cohetes de tres etapas, completos, y una docena de secciones terminales.
La voz continuaba:
—El aire está enrarecido. No puedo respirar profundamente. Se pega en los pulmones. No importa. Me gustaría que todos vieran lo que he visto, el vasto universo extendido alrededor de la Tierra, como un tenue velo que cubre a una novia. Sabrían entonces que pertenecemos a las alturas.
Lo sabemos, Rev. Tú mostraste el camino. Fuiste el guía.
Escuchábamos y contemplábamos ansiosamente el trabajo. Me parece ahora que contuvimos el aliento treinta días.
Por fin vimos cómo se bombeaba el combustible en el cohete, ácido nítrico e hidracina. Un mes atrás, no sabíamos los nombres; ahora los identificamos como las sustancias básicas de la vida. Fluía a lo largo de las mangueras especiales más de medio millón de dólares en combustible para cohete.
Los estadígrafos estiman que más de un millón de americanos contemplaban la escena, ese día, en los receptores de televisión. Contemplaban y rezaban.
La imagen cambió hacia la nave que cruzaba el Sur, sobre nuestras cabezas. Los expertos la enfocaron instantáneamente, y fue el centro de todas nuestras esperanzas y angustias hasta que desapareció en el horizonte. No parecía diferente de cuando la vimos por primera vez a través de los telescopios.
Pero la voz que salía de los aparatos de radio era distinta.
Débil. Tosía frecuentemente y hacía pausas para tomar aliento.
—El aire está muy mal. Más vale que se apresuren. No puede durar mucho... ¡Qué tontería...! Por supuesto que se apuran.
»No me gustaría que se apenaran por mí... he vivido rápido... ¿Treinta días? He visto 360 alboradas y 360 ocasos... He visto lo que ningún hombre vio antes... Fui el primero. Ya es algo... por lo que vale la pena morir...
»He visto las estrellas, claras y sin obstáculos. Parecen frías pero hay en ellas calor y vida. Algunas tienen familias de planetas como nuestro propio Sol... Dios no las pondría sin un propósito... podrán albergar a nuestras futuras generaciones. Y si tienen habitantes, se intercambiarán con ellas ideas, conocimientos; el amor a la creación...
»Pero —aún más— he visto la Tierra. La he visto —como nadie— dando vueltas a mis plantas como una bola fantástica, sus mares, como cristal azul, brillando al sol... las verdes tierras llenas de vida... las ciudades brillando en las noches como joyas increíbles...
»He visto la Tierra —allá, donde he vivido y amado—... La he conocido mejor que cualquier hombre y la he amado más, y he conocido mejor a sus hijos... Ha sido bueno...
»Adiós... Tengo una tumba mejor que la del mayor conquistador que haya dado la Tierra... Quiero descansar...
Lloramos. ¿Cómo podíamos evitarlo?
Estaba muy cerca el rescate y no podíamos apresurarlo más. Mirábamos con impotencia. La tripulación fue depositada en la sección de la punta del cohete de tres etapas, que se levantaba a la altura de un edificio de veinticuatro pisos. ¡Aprisa!, los urgíamos. Pero no podían. La interceptación de un blanco que se desplaza tan rápidamente es un asunto de precisión absoluta. El despegue estaba calculado e impreso en la memoria de vidrio y metal de un computador electrónico.
La grúa se retiró. Los espectadores y asistentes se alejaron de la base de la nave. Esperamos. Alguien contó los segundos mientras el mundo contenía el aliento: diez, nueve, ocho... cinco, cuatro, tres... uno, ¡fuego!
Al principio no se vio la llama. Después la vimos salir por la boca del túnel de escape, algunos cientos de pies más lejos. La nave osciló, sin moverse, sobre una gruesa columna incandescente; la columna se alargó, creció y adquirió velocidad que aumentó hasta que el cohete únicamente fue un punto brillante.
Los lentes telescópicos lo ubicaron, lo perdieron y lo encontraron nuevamente. Al cabo de ochenta y cuatro segundos los motores traseros parpadearon, y nuestros corazones con ellos. Vimos entonces que se había desprendido la primera etapa. El resto de la nave se movía a lo largo de una nueva ruta. Un paracaídas de cinta, de forma anular, brotó de la tercera etapa frenando su caída.
La segunda etapa se desprendió ciento veinticuatro segundos después. La última sección, con su carga humana y su equipo de rescate, siguió sola. A sesenta y tres millas de altura se extinguió el llameante escape. La tercera etapa continuaría ascendiendo la cuesta de la gravedad, por más de un millar de millas.
Nuestros estómagos estaban helados de temor, al desaparecer la nave más allá del horizonte de la cámara de televisión de más alcance. En esos momentos estaría al otro lado del mundo, marchando a toda velocidad hacia el encuentro, cuidadosamente planeado, de su hermana.
¡Aguanta, Rev! ¡No te rindas!
Cincuenta y seis minutos. Eso teníamos que esperar. Cincuenta y seis minutos desde el despegue hasta que la nave estuviera en órbita. Después, la tripulación necesitaría tiempo para igualar las velocidades; para enviar un hombre, dentro de su traje espacial, cruzando el vacío entre los dos vehículos, sobre la vasta esfera terrestre.
Los seguíamos con la imaginación.
Se perderían algunos minutos más mientras se hacía contacto con la nave de Rev, se abría cautelosamente la escotilla para que no se perdiera nada de los preciosos residuos de aire, y se pasaba al interior para el histórico encuentro con el hombre que conociera la mayor soledad posible.
Esperábamos. Confiábamos.
Pasaron cincuenta y seis minutos. Una hora. Otros treinta minutos. Lo más importante era Rev. Quizá pasarían horas antes de que tuviéramos noticias.
La tensión aumentaba, insoportable. La nación, el mundo entero esperaba alivio a la angustia.
Dieciocho minutos antes de que se cumplieran dos horas —excesivamente pronto, pensamos con miedo de esperar demasiado— escuchamos la voz del capitán Frank Pickrell, quien sería más tarde el primer comandante de la Dona:
—He entrado a la nave —dijo lentamente—. La escotilla estaba abierta. —Hizo una pausa.
Las deducciones paralizaron nuestras emociones; escuchamos en silencio.
—El teniente McMillen está muerto. Murió heroicamente, esperando, hasta perder toda esperanza; hasta que todos los manómetros de oxígeno marcaban cero. Entonces, bueno, la escotilla estaba abierta cuando llegamos.
»De acuerdo con sus propios deseos, su cuerpo se dejará aquí, en su órbita eterna. Esta nave será su tumba, para que la vean todos aquellos que levanten la vista en dirección a las estrellas. Mientras exista el Hombre sobre la Tierra, esta nave habrá de girar como un recordatorio eterno de lo que han hecho los hombres y de lo que pueden hacer.
»Esta fue la esperanza del teniente McMillen. Él no lo hizo como americano únicamente, sino como hombre, muriendo por toda la humanidad; y toda la humanidad podrá glorificarse con ello.
»A partir de este momento, hagamos de esta nave un santuario sagrado, inviolable para todas las generaciones de astronautas. Que sea el símbolo de que los sueños del Hombre son realizables, aunque, en ocasiones, el precio es excesivo.
»Voy a abandonar la nave. Mis pies serán los últimos en tocar su cubierta. El oxígeno que solté ya casi se ha terminado. El teniente Mc Millen está en la silla de controles, mirando a las estrellas. Dejaré las puertas de la escotilla abiertas, para que los frígidos brazos del espacio sin aire protejan y preserven por toda la eternidad al hombre que no dejaron regresar.
¡Adiós, Rev! ¡Descansa en paz!
Rev no estuvo solo mucho tiempo. Fue el primero, pero no el último en ser objeto de un funeral en el espacio y de una despedida de héroe.
Ésta, ya lo he dicho, no es la historia de la conquista del espacio. Hasta los chicos saben la historia tan bien como yo, y pueden identificar las hechuras de las naves espaciales más rápidamente.
La historia de los esfuerzos combinados que construyeron la plataforma orbital, irreverentemente llamada La Dona, ya ha sido relatada por otros. Todos conocemos el triunfo político que la puso bajo el control de las Naciones Unidas.
Su contribución al progreso ha sido múltiple. Es un observatorio, un laboratorio y un guardián. En aquel sitio sin gravedad, sin aire y sin calor, han surgido descubrimientos maravillosos. Se ha aprendido a predecir el tiempo con notable certeza. Se han observado las estrellas libres del velo de la atmósfera. Y se ha asegurado la paz...
Se ha pagado a sí misma. Nadie podrá decir lo contrario. Ella y sus estaciones retrasmisoras más pequeñas, hoy hacen posible la televisión mundial y la red de radio. No hay lugar sobre la Tierra donde no pueda escucharse una voz libre o verse el rostro de la libertad.
Y también hemos compartido las aventuras. Viajamos a los muertos mares de la Luna con el primer grupo de exploradores. Este año revelaremos los misterios de Marte. Desde nuestros sillones tendremos las emociones de los descubrimientos de nuestros pioneros. Nos han dado una herencia común, un objetivo mancomunado y, por primera vez, estamos unidos.
Esto lo menciono únicamente como antecedente; nadie podrá negar que la conquista del espacio no haya sido de beneficios incalculables para toda la humanidad.
Todo aquello me vino, recientemente, como una oleada incontenible de vividas memorias. Cruzaba yo por Times Square, donde cada rostro es el de un extraño; repentinamente me detuve, incrédulo.
—¡Rev! —exclamé.
El hombre continuó caminando. Siguió de largo sin dirigirme una mirada. Yo me volví y corrí tras de él. Lo tomé por el brazo.
—¡Rev! —le dije vivamente, deteniéndolo—. ¿Eres tú realmente?
El individuo sonrió con cortesía.
—Debe tomarme por otra persona. —Se desprendió con facilidad de mis dedos y se alejó. Me di cuenta entonces de que había dos hombres con él, uno a cada lado. Sentí sus ojos escudriñar mi rostro, memorizándolo.
Probablemente no tenga importancia. Todos tenemos algún doble. Pude haberme equivocado.
Pero me impulsó a memorizar y pensar.
Lo primero que han de considerar los expertos en cohetes es el gasto. No tenían el dinero. Lo segundo fue el peso, hasta un hombre de complexión mediana resulta pesado cuando el peso útil del cohete está calculado, y las raciones y equipo esencial para su supervivencia son varias veces más pesados.
Si Rev hubiera salido con bien, ¿por qué se anunció su muerte? Pero sabía que la pregunta estaba mal planteada.
Si mis especulaciones son correctas, Rev nunca estuvo allá arriba. La carga esencial era para una grabación durante treinta días y un transmisor. Aun si la tarea mayor de enviar un cohete tripulado estuvo más allá de sus posibilidades económicas y sus técnicas, seguramente sí pudieron hacer lo otro.
Después consiguieron el dinero; los voluntarios y la técnica adecuados.
Me imagino que ayudó la serie de reportes telemétricos del cohete. Pero lo que consiguieron en treinta días es un verdadero milagro.
Debe haber tomado bastante tiempo la sincronización de la grabación; meses. Pero la parte principal del esquema fue el secreto. Tenían que saberlo el general Finch, él fue uno de los iniciados en el secreto, y el capitán —ahora coronel— Pickrell. Unos cuantos más —trabajadores, administradores— y Rev...
¿Qué podían hacer con él? ¿Disfrazarlo? Sí. Y entonces esconderlo en la ciudad más grande del mundo. Así lo hubieran hecho.
Me produjo una sensación extraña, enfermiza, pensar en ello. Como ocurre con cualquiera, no me gusta ser tomado por tonto. Y esto era un fraude que afectaba a toda la humanidad.
Sin embargo nos llevó a los planetas. Quizá nos llevaría aún más allá, hasta las estrellas. Y me pregunté: ¿existía otro modo de hacerlo?
Me gustaría pensar que me equivoqué. El mito ya formaba parte de nosotros mismos. Lo vivimos, ayudamos a hacerlo. Algún día, me digo, algún astronauta cuya reverencia sea mayor que su obediencia, hará una peregrinación hasta el santuario orbital para encontrar sólo una cascarón vacío.
Me estremecí.
Eso logró unirnos. En cierto sentido nos mantiene unidos. No hay nada más importante.
Trato de convencerme de que me equivoqué. Los cabellos negros ya se mostraban grises en las sienes, y el corte era diferente. No usaba bigote. Las orejas a la Clark Gable habían sido alteradas por alguna operación.
Pero es difícil cambiar una sonrisa. Y, cualquiera que haya vivido aquellos treinta días, no podrá olvidar jamás aquella voz.
Pienso en Rev y la vida que tiene que llevar; las cosas que amaba y que no puede disfrutar nunca más, y me doy cuenta de que quizá él hizo el mayor sacrificio.
A veces creo que él desearía estar realmente allá arriba, en la caverna de la noche, sentado en los controles de la nave, a 1.075 millas de altura, mirando eternamente a las estrellas.