Capítulo 7

La Luna, en cuarto creciente, navegaba como una barquilla de plata sobre las blancas cumbres de los montes Adirondacks y tendía las sombras de Amalia Aznar y de Harold Davidson muy alargadas sobre la nieve que cubría la cima del cerro. En la inmediata hondonada, sumida en sombras, cerca de cuatro mil hombres y mujeres esperaban entre los abetos la llegada del crucero Tampico para tomar parte de su alijo y transportarlo a hombros hasta la no lejana ciudad de Nueva York.

Amalia Aznar, sentada sobre el derribado tronco de un abeto cubierto de musgo, inclinábase sobre el diminuto aparato receptor emisor de onda ultracorta que tenía en las rodillas. Harold Davidson, jugueteando con la linterna eléctrica de rayos infrarrojos que tenía entre las manos, volvióse para lanzar una mirada a hurtadillas sobre la muchacha.

De la aventura de Ganímedes, de la estancia del yanqui en el autoplaneta Valera y de los veinte días de estrecho contacto que llevaban en Nueva York, había ido surgiendo día a día en el corazón de Harold un avasallador sentimiento que no tardó en identificarse como sufrido y callado amor. Era, desde luego, un amor platónico. En el acongojado ánimo del yanqui, Amalia Aznar ocupaba un pedestal tan alto y tan fuera de su alcance que era locura soñar siquiera en un posible y milagroso acercamiento, a la imagen de su amor.

Cada día que transcurría, después de cada conversación con la muchacha, Harold descubría con horror y asombro que la cima sobre la que estaba encaramado el objeto de su pasión crecía en altura y tamaño ante sus ojos. Para el yanqui, que leía con dificultad los caracteres de la escritura thorbod, que desconocía por completo los signos gráficos de su propia lengua materna y recién acababa de aprender las cuatro reglas elementales de aritmética en la escuela redentora, la inteligencia de Amalia Aznar era indudablemente, no ya prodigiosa, sino sobrehumana.

Al comparar su ignorancia con la vasta cultura de Amalia, Harold sentíase empequeñecido, separado de ella por un abismo mucho mayor que el existente entre el Reino del Sol y la remota galaxia donde gravitaba aquel nuevo mundo llamado Redención. La física, la química, la astronomía, la electrónica, las matemáticas; todos los conocimientos en suma que el hombre había adquirido en el transcurso de largas generaciones, estaban cuidadosamente ordenados y almacenados en aquella morena cabecita que tanto adoraba Harold.

Además de estos vastos conocimientos, comunes en la inmensa mayoría del pueblo redentor, Amalia Aznar habíase especializado en idiomas. Todos los hombres y mujeres de aquel extraordinario pueblo hablaban, leían y escribían con idéntica soltura los idiomas thorbod, español y redentor; es decir, el que ya hablaban los indígenas de Redención cuando los exilados de la Tierra llegaron allá como colonizadores. Además de estos idiomas, Amalia se expresaba con idéntica perfección en inglés, francés, chino, japonés, alemán y árabe.

Harold Davidson sabía que, a pesar de esto, su adorada solo era una inteligencia corriente entre el pueblo redentor, donde había miles de hombres y mujeres que superaban en mucho la cultura de Amalia Aznar. Pero esto mal podía consolar al yanqui. Cualquier niño de cinco años de los que iban en Valera era un sabio si se le comparaba con un terrestre. Tal vez con el transcurso del tiempo llegara Harold a igualar en conocimientos a un niño redentor, pero el abismo existente entre él y Amalia continuaría siendo enorme. Por otra parte, para cuando Harold llegara a comprender solamente los rudimentos de las materias que ella trataba con tanta desenvoltura, Amalia habría encontrado ya entre su pueblo el hombre con el que uniría para siempre su existencia.

En el ánimo de Harold, la certeza de que Amalia Aznar jamás sería suya gravitaba con intensidad arrolladora, impulsándole a buscar en la acción el olvido de su secreta pena. Si allá en Valera había sido un presunto agitador de tibios ideales, aquí, en la Tierra, era un profeta de la cruzada redentora cuya actividad subversiva no encontraba límites ni hallaba punto de reposo.

En general, la misión de Harold y Amalia estaba resultando un completo éxito. Harold había tenido que reconocer, y lo reconoció a poco de llegar a Nueva York, que en el fondo del espíritu humano lucía aún, escondida e inextinguible, la esperanza de recobrar su condición de hombre.

Las primeras jornadas fueron difíciles. Harold encontró en los míseros arrabales donde había sido empujada la humanidad a dos de sus cinco hermanos. Carlos y Pedro, así se llamaban los hermanos de Harold, mostraron tanto asombro como este alegría en el encuentro. El agitador les narró sus sorprendentes aventuras sin omitir detalle. Como era de esperar, Carlos y Pedro se negaron a creer lo que su redivivo hermano les iba contando con palabra cálida. No tardaron sin embargo en creerle. Circulaban rumores sobre algunos hechos ocurridos con motivo de la proximidad de aquel nefasto planeta errante.

Algunas aeronaves thorbod, enviadas para explorar el misterioso planeta, no habían regresado, ni nunca se supo más de ellas.

Algo más concretos eran los rumores acerca de una patrulla sideral thorbod que había detectado la presencia de unas aeronaves no identificadas. Lo último que se supo de la patrulla era que estaba siendo atacada por torpedos.

Al parecer, también se habían utilizado torpedos para borrar del cielo una plataforma satélite de comunicaciones. Corrían noticias poco concretas acerca de unas aeronaves misteriosas que parecían haber llegado a la Tierra aprovechándose de la enorme confusión y los cataclismos que originó el paso de aquel maldito planeta.

Al cabo de dos semanas de frenética busca, los aviadores thorbod se daban por vencidos al no hallar rastro de aquellas aeronaves, y las idas y venidas de la flota, las comunicaciones de los boletines de noticias y los comentarios que hacían entre sí los thorbod, llegaban en forma de confuso rumor al oído de los terrestres que vivían en torno a las ciudades de la Bestia.

Aquellos rumores, así como la catástrofe ocurrida en el lecho del Mediterráneo, donde las aguas habían vuelto por sus fueros anegando a muchas ciudades, favorecieron en forma inesperada la labor de los agentes secretos procedentes de Valera. Los terrestres, siempre dispuestos a celebrar cualquier catástrofe que afectara a sus aborrecidos opresores, acogieron con regocijo las nuevas del desconcierto thorbod.

Cuando los rumores de la preocupación de la Bestia llegaron a los arrabales de Nueva York, Amalia Aznar y Harold Davidson encontraron un terreno abonado donde había de germinar con rapidez la semilla de la esperanza de que eran portadores. Su historia, narrada a los hermanos de Harold con algunas horas de anticipación a los rumores de la catástrofe de la cuenca del Mediterráneo, a la desaparición de una escuadra thorbod y a la febril búsqueda de una flota fantasma, coincidía maravillosamente con las noticias que iban llegando de la ciudad. Los neoyorquinos, predispuestos a creer en cualquier hecho maravilloso que acabara con el poderío thorbod, creyeron a pies juntillas la fantástica relación de los agentes secretos redentores.

Otro tanto ocurría en las demás ciudades, donde otros agentes desarrollaban misiones idénticas a las de Amalia y Harold. El espíritu de rebeldía, adormecido tras dos milenios de dominación thorbod, despertaba en los corazones humanos abriendo sus puertas a la esperanza. El rumor de que habían llegado mensajeros anunciando la próxima liberación de la Tierra por un poderoso ejército descendiente de los españoles que, según la tradición, escaparan en el autoplaneta Rayo, se extendió rápidamente por los míseros arrabales de las urbes thorbod. La leyenda de Miguel Ángel Aznar resucitó. En cada pecho terrícola un corazón palpitó ilusionado.

Llevaban Amalia y Harold una semana en Nueva York cuando ya se hizo sentir la falta de los aparatos receptores de radio que en enormes cantidades transportaba el crucero Tampico. El Tampico permanecía en el mismo sitio donde le dejara Harold al emprender el vuelo hacia la capital del imperio thorbod. Había soltado una boya de plástico que sostenía el cabo de dedona de una antena, y por esta antena recibía los mensajes emitidos en teleprint desde todas las ciudades de Norteamérica, donde estaban operando los agentes redentores. Otros cruceros recibían los mensajes llegados desde diversas partes del mundo y los retransmitían con sus poderosas emisoras al Tampico, donde el contralmirante Aznar tenía establecido su Cuartel General. Del Tampico emanaban también todas las instrucciones para los agentes desparramados por la redondez del planeta.

Durante quince días, mientras la flota thorbod registraba palmo a palmo los continentes y los océanos de la Tierra en busca de la flotilla fantasma, los cruceros redentores no se movieron de sus puestos, dedicándose exclusivamente a recibir mensajes y a contrarrestar con sus «jaulas» absorbentes los ecos del sónar thorbod que buceaban en su busca.

Cuando la flota gris se dio por vencida y abandonó la búsqueda, el contralmirante don Federico Aznar consideró que había llegado la hora de volcar el contenido de sus cruceros sobre los arrabales de las ciudades donde sus agentes estaban reclutando miles de afectos a la causa redentora. A este efecto, envió un mensajero provisto de «back» a cada ciudad. Estos mensajeros llevaban consigo una emisora de radio de onda ondulante ultracorta y lamparillas eléctricas que emitían rayos infrarrojos para hacer las señales convenidas a los cruceros.

Amalia Aznar alzó la cabeza e hizo una seña a Harold.

—¡Ya están aquí! —exclamó alegremente—. ¡Acabo de entrar en contacto con el Tampico!

Harold dejó de jugar con la lamparilla de rayos infrarrojos y se acercó en dos zancadas a la joven. Esta, volviéndose a inclinar sobre el aparato, se ajustó los auriculares y empezó a hablar rápidamente en lengua redentora. Harold no entendía una sola palabra de aquel enrevesado idioma, pero podía imaginarse sin gran esfuerzo lo que hablaban la muchacha y el radiotelegrafista del Tampico. El crucero deslizábase al hurto por entre las montañas Adirondacks y daba cuenta a Amalia de su situación aproximada. Al cabo de unos minutos, Amalia hizo una seña a Harold para que le diera la linterna. El yanqui se la entregó y la joven la apuntó hacia el norte pulsando el botón que la encendía y apagaba. El ojo humano no podía ver los destellos infrarrojos de aquella linterna, pero los aparatos ópticos del Tampico la veían perfectamente e interpretaban sus señales dirigiéndose hacia ella.

Cinco minutos más tarde, Harold veía una mole oscura surgir del horizonte, sobre las nevadas cumbres de los Adirondacks. Era el crucero Tampico, silencioso como una sombra. Atraído por la luz infrarroja, el aparato estuvo en un momento sobre la hondonada sumida en la oscuridad, se detuvo, quedó un segundo inmóvil en el espacio y descendió suavemente hasta que quedó fundido en las impenetrables sombras de la hondonada.

Amalia Aznar recogió la emisora y se puso en pie echando a correr ladera abajo. Harold la siguió con el corazón golpeándole en el pecho. Todo iba saliendo a las mil maravillas. El Tampico llegaba al fin con su cargamento de aparatos de radio y de pistolas ametralladoras. La «Voz de la Libertad» daría comienzo a sus emisiones de contenido explosivo que, difundidas por millones de aparatos de radio distribuidos por todo el mundo, pondrían en pie de guerra a la casi totalidad de los 4 000 millones de almas humanas ansiosas de revancha.

Los neoyorquinos reclutados por Amalia y Harold, con la eficaz cooperación de los hermanos Davidson, rodeaban como una nube de abejas excitadas al Tampico. Este, dejando oír el zumbido de sus motores atómicos, había quedado suspendido a un metro de altura sobre el fondo de la hondonada, y por sus muchas puertas abiertas saltaban a tierra los astronautas ansiosos de pisar la patria de sus antepasados. Pero difícilmente conseguían hollar con sus plantas la nieve que cubría la añorada tierra. Los terrícolas, apenas iban apareciendo por las puertas, los tomaban entre sus brazos y los zarandeaban en el aire con apretones fraternales y roncos gritos de júbilo.

Ni Harold ni Amalia habían contado con estas efusivas demostraciones de alegría. Mientras los redentores eran paseados a hombros sobre la multitud delirante, varios centenares de terrestres asaltaban al Tampico, lo invadían tumultuosamente y se abrazaban riendo y llorando a los tripulantes que quedaban dentro.

En mitad de esta confusión, Amalia consiguió subir a bordo, acercarse a los micrófonos y hacer funcionar los altavoces.

—¡Hermanos…! —gritó.

Un rugido de entusiasmo le respondió.

—¡Hermanos! —repitió Amalia en lengua thorbod—. ¡Silencio, por favor… silencio!

Los terrícolas fueron callando. El sordo rumor de la multitud descendió como el mugido de una marea súbitamente aplacada.

—Por favor, hermanos —siguió diciendo Amalia a través de los altavoces—. La tripulación del Tampico os agradece este caluroso recibimiento, pero vuestras cariñosas muestras de afecto no pueden prolongarse sin riesgo para todos nosotros. El mundo es todavía de la abominable Bestia Gris. En días no muy lejanos, cuando hayamos barrido al Hombre Gris de la faz de la Tierra y el planeta entero sea nuestro, tendréis sobradas ocasiones para entregaros a la fiesta y al jolgorio. Ahora os rogamos serenidad y silencio. Nos queda mucho por hacer antes que rompa el día. Hemos de descargar al Tampico y llevar parte de su contenido a Nueva York ocultando el resto para transportarlo en noches siguientes… Vamos… ¡manos a la obra!

Un sordo murmullo de aprobación flotó sobre los excitados terrícolas. Los redentores pudieron al fin hollar con sus plantas la madre Tierra y se comenzó la descarga del alijo.

Harold Davidson dejó a sus hermanos dirigiendo la descarga y subió al crucero para reunirse con Amalia y entrar juntos en el despacho del contralmirante Aznar. Este era un hombre alto, rubio y corpulento como la inmensa mayoría de los Aznares. Pese a su aparente juventud, era abuelo de Amalia y de cuarenta nietos más, todos ellos soldados. El contralmirante besó a Amalia en las mejillas, invitó a Harold a sentarse y le tendió una caja de cigarrillos. En la Tierra habíase perdido la costumbre de fumar desde que la Bestia entró en posesión del Reino del Sol. Harold aceptó el cómodo sillón de plástico, pero rechazó sonriendo el cigarrillo.

—¿Cómo andan las cosas por las demás ciudades, contralmirante? —preguntó Amalia.

—Bien, estupendamente bien —aseguró don Federico lanzando una bocanada de humo hacia el techo—. Como en Nueva York, el éxito de nuestros agentes ha sido completo en todas las partes del mundo. Es confortante comprobar que, pese a todo, la humanidad no ha perdido la fe en Dios y en la justicia. El día de libertad, esta humanidad ansiosa de revancha, se alzará en peso contra la Bestia y la ahogará en un mar de sangre gris.

—¿Cuál será ese día, abuelo? —interrogó Amalia—. ¿Habéis fijado ya la fecha de la invasión?

—No de una manera definitiva, pero calculamos que se producirá, días arriba, días abajo, por las vísperas de Navidad. El Sumo Pontífice nos ha suplicado que activemos nuestros preparativos para que la cristiandad pueda celebrar este año el nacimiento de nuestro señor Jesucristo… y nosotros deseamos también que el mundo haya recobrado su libertad para las Pascuas… Ya sabes que nuestro ejército está preparado para invadir la Tierra en cualquier momento. La designación exacta de este momento no depende de las fuerzas armadas, sino de lo que vosotros progreséis aquí en la Tierra.

—Yo creo que en otro mes tendremos la operación madurada —dijo Amalia—. Todavía estamos en el período preparatorio de la campaña psicológica y el éxito es ya enorme. Cuando la Voz de la Libertad dé principio a sus emisiones y llegue a todos los rincones del mundo, no habrá hombre ni mujer, niño ni anciano terrestre, que no esté dispuesto a dar su sangre por el triunfo de nuestra cruzada. Este debe ser el momento de la invasión. Demorarla significaría someter los nervios de nuestros hermanos a una tensión excesiva. No hay que olvidar que, en viéndose armados, los terrícolas pueden impacientarse si la invasión se retrasa y empezar antes de hora la matanza de hombres grises.

—He pensado en esa posibilidad —repuso el contralmirante—. Por eso os recomiendo que no hagáis el reparto de armas hasta que un mensaje mío por telescritor os anuncie el día y la hora en que coincidirán el levantamiento y la invasión.

—Eso no es posible —dijo Harold terciando en la conversación—. No tenemos ningún almacén lo bastante espacioso para tener guardadas tantas armas, y, por otra parte, mis paisanos se sentirán más esperanzados si pueden acariciar de vez en cuando sus pistolas ametralladoras.

—Bien. En tal caso repartan las armas, pero conserven el control de las municiones. No podemos arriesgarnos a que esas «Vindicadoras» se disparen voluntariamente o accidentalmente, sembrando la alarma y descubriendo el pastel a los thorbod. Las municiones ocupan poco espacio y es más fácil tenerlas guardas en sitio seguro.

Harold aprobó con profundos movimientos de cabeza. Después de cambiar impresiones con el contralmirante, Amalia y Harold saltaron a tierra para tomar parte en el desembarco del alijo. Entre otras cosas, aquella hondonada había sido preferida a otras para el desembarco porque en las laderas de los montes se abrían varias profundas cavernas donde podría ocultarse la parte del equipo descargado que sería llevado a Nueva York en noches sucesivas.

Las cajas eran muchas y su descarga entretuvo a la gente más de lo que Harold deseaba. Apenas el alijo estuvo oculto en las cuevas, el Tampico se elevó en el aire para desaparecer como una sombra por la misma dirección que había venido. Harold tomó una de las cajas envueltas en tela impermeable, la echó sobre sus robustas espaldas y volvióse hacia la larga fila de cerca de 4 000 hombres que esperaban con sendos bultos a sus pies.

—¡Carguen, muchachos… y en marcha! —grito estentóreamente.

Los terrestres se inclinaron todos a un tiempo, tomaron los bultos, los echaron sobre sus hombros y rompieron a andar hacia la ciudad de Nueva York.

* * *

Veinticuatro horas más tarde, ocho mil terrestres neoyorquinos repetían la afortunada expedición y entraban en los arrabales de la populosa urbe doblados bajo las preciosas cajas que contenían miles de pistolas ametralladoras y una exorbitante cantidad de diminutos receptores de radio, no mayores que un paquete de cigarrillos. Por ser este el día que la «Voz de la Libertad» daría comienzo a sus emisiones de onda ultracorta y porque nadie quería perderse el programa, la expedición salió apenas hubo cerrado la noche, tomó parte del alijo almacenado en las cavernas de la hondonada y regresó a marchas forzadas entrando en los arrabales de Nueva York a las cinco de la madrugada.

Excepto las cajas de munición, que fueron llevadas al barracón donde Amalia Aznar y los hermanos Davidson tenían establecido su cuartel general, cada cual se llevó el paquete que llevaba a su casa, ocultándolo hasta el momento de un posterior reparto de receptores y armas.

Una atmósfera de nerviosa expectación flotaba sobre los arrabales aquella madrugada. Apenas Harold entró en el barracón cortó las cuerdas de un paquete y quitó la envoltura sacando a la mortecina luz de una bujía de sebo un montón de bien ordenados y embalados receptores de radio. Mientras sus hermanos levantaban una trampa del suelo y bajaban las cajas de munición a la cueva que había debajo, Harold manipuló en el receptor y lo dejó sobre la mesa que ocupaba el centro de la habitación.

Siguieron unos cinco minutos de nerviosa espera. Las cajas eran estibadas apresuradamente en el fondo del sótano mientras los ojos se volvían ansiosamente hacia el diminuto aparato de radio que descansaba sobre la mesa. De esta cajita brotaron una serie de pitidos modulados que cortaron la respiración a todo el mundo.

—Es la contraseña —explicó Amalia.

La trampa del sótano se cerró de golpe. Medio centenar de hombres y mujeres astrosamente vestidos se reunieron formando apretado círculo en torno a la mesa. La contraseña terminó y siguieron unos segundos de tenso silencio. De repente, el altavoz del receptor dejó escapar un chorro de vibrantes notas musicales. Era una marcha viril y estrepitosa, alegre y arrogante; el himno del ejército redentor.

La Bestia aborrecía la música. Desde que los thorbod se enseñorearan del Reino del Sol, ninguna composición musical había acariciado los oídos terrestres. Ahora, los neoyorquinos abrían sus oídos de par en par mientras los rostros daban muestras de alegre sorpresa.

La marcha trepidó triunfalmente durante tres minutos y cesó con un retumbante golpe de bombo. Una voz clara y potente habló en lengua thorbod, la única permitida por la Bestia en todos su dominios.

—Esta es la «Voz de la Libertad», emisión del ejército redentor dedicada a toda la raza humana. ¡Queridos hermanos nuestros! Desde el propio Reino del Sol os saludamos. Surgimos de la lejanía y el olvido, donde hemos morado anhelando este momento y nos sentimos dichosos al aseguraros que con nosotros vuelve el espíritu vengador de aquellos antepasados que un día emprendieron la penosa ruta del exilio con lágrimas en los ojos y, en los labios, la firme promesa de regresar para destruir al secular enemigo de nuestra raza. No venimos solos. Traemos con nosotros la formidable máquina bélica que romperá vuestras cadenas. La invasión de la Tierra es inminente…

Un gutural rugido de entusiasmo ahogó por unos instantes las palabras del locutor. Luego, los ojos y los oídos se abrieron de par en par a las sorprendentes nuevas que la «Voz de la Libertad» iba dejando caer en aquella choza como chorro de agua sobre un yermo fértil, sediento de lluvia…