Capítulo 1

El Sol, cerca de la línea del horizonte, lanzaba oblicuamente sus mortecinos rayos y tendía sobre el campo de hielo, enormemente alargadas, las sombras de los fugitivos. El huracán, barriendo con prolongados aullidos la dilatada llanura, les daba también de espaldas ayudándoles en su carrera.

Más que correr, los 18 terrestres parecían volar sobre la nieve compitiendo en velocidad con los ligeros matojos que el viento arrancaba y traía rodando desde los lejanos bosques de la zona de transición, donde acababan las especies vegetales y comenzaba el desolado páramo que cubría toda una mitad de Ganímedes. La pequeña fuerza de gravedad del satélite y el vigor de sus músculos terrestres permitía a Harold Davidson y sus acompañantes emular las proezas de los canguros, avanzando a saltos prodigiosos de cuatro o cinco metros de longitud.

Dando cuatro brincos más poderosos, Harold, más conocido por «el Americano», adelantó a sus compañeros y se detuvo sobre una de las ondulaciones del páramo.

—¡Alto, esperad!

Los terrestres, dando saltos tan ágiles como los de los canguros aunque mucho menos elegantes, se reunieron en torno al americano y siguieron la dirección de la mirada de este, volviendo los ojos hacia la oscura línea del horizonte que habían dejado atrás.

—¿Nos persiguen? —preguntó a gritos uno de los hombres oteando con recelo los confines de la llanura.

—No creo —repuso Harold gritando también para hacerse oír entre el silbido del viento.

—¿Por qué nos detenemos entonces? ¡No me sentiré tranquilo en tanto no me vea en el refugio!

—¡Mira este! —gritó un hombretón soltando una áspera risotada—. ¿Crees que después de esto te dejarán vivir en paz los thorbod en el refugio ni en cualquier otro agujero de este maldito Ganímedes? ¡Descuida, amigo! ¡Removerán cielo y tierra hasta dar con nosotros y asarnos a la parrilla!

Hablaban en un extraño argot, mezcla de todos los idiomas de la Tierra. Ninguno de los 18 hombres vueltos de cara al Sol era viejo. En otros tiempos, la vida del terrestre se prolongaba hasta los 200 años gracias a las comodidades, una alimentación adecuada y la formidable aportación de los conocimientos científicos, fruto de largas generaciones de laboriosos estudios. Pero desde que la «Bestia Gris» aherrojara a los hombres con los grilletes de la cautividad, nadie moría viejo en el Reino del Sol. La Plaga Gris había confesado sin ambages su propósito de exterminar completamente el género humano y andaba en franco camino de conseguirlo.

Harold Davidson consultó su reloj de muñeca, preciosa máquina que desentonaba notablemente con lo mísero y tosco de sus vestidos hechos de pieles de animales del país.

—Esperad un momento —dijo volviendo sus ojos pardos hacia el horizonte—. Faltan solamente treinta segundos para que se produzca la explosión.

El grupo se dejó caer sobre el hielo. Solamente Harold permaneció de pie, inclinado el cuerpo hacia delante para vencer el fiero empuje del viento. El Sol le daba de lleno en la cara iluminando unas facciones agudas, como cortadas con el hacha del hambre, las penalidades físicas y la tortura moral. Toda la parte inferior del rostro del americano estaba emboscada tras la maraña de una barba rubia, abundosa y descuidada, sobre la que brillaban como cristales pequeños trocitos de hielo. Junto a una nariz afilada brillaban profundos y febriles los ojos pardos. Un tosco gorro de pieles que le tapaba las orejas dejaba al descubierto una parte de la ancha y atormentada frente; y en esta frente, marcados brutalmente a fuego, se veían los extremos inferiores de una hilera de jeroglíficos.

Eran números y letras thorbod, el estigma de la más humillante y odiosa esclavitud grabado en todas las frentes del género humano. Todos los hombres de aquel grupo mostraban sobre las cejas esa marca, lo que denunciaba su condición de esclavos.

Durante treinta segundos, los terrestres esperaron con la respiración contenida y los ojos fijos en cierto punto del monótono horizonte. En el reloj de Harold Davidson las saetas del minutero derivaron el tiempo fijado para la explosión y emprendieron una segunda vuelta. El grupo esperó desasosegadamente un minuto más… luego otro…

—¡Aquel maldito reloj! —rugió uno de los componentes del grupo saltando en pie y braceando colérico—. ¡Me figuraba que se comportaría como un puerco a última hora estropeándolo todo!

Harold encajó la mandíbula con fuerza, haciendo crujir los huesos, y dejó caer el brazo volviéndose hacía sus compañeros.

—Vamos —dijo con voz donde temblaba toda su rabia e impotencia—. No podemos esperar más. La noche nos viene encima.

Uno tras otro, los hombres fueron poniéndose de pie mascullando sordas maldiciones y lanzando furibundas miradas a la lejanía. De pronto, cuando Harold volvía la espalda al Sol dispuesto a reemprender la marcha, se encendió tras el combado horizonte la luz de una explosión atómica, una luz verde azulada, de un matiz increíblemente frío que iluminó durante un segundo la dilatada llanura con un resplandor jamás igualado por el distante y mortecino Sol. El suelo tembló sacudido por una fuerza brutal y el globo verde azulado se extinguió con tanta brusquedad como habíase encendido. La luz crepuscular del verdadero Sol pareció más mezquina a los terrestres después del deslumbrador fogonazo atómico.

Un ronco alarido de triunfo brotó de las gargantas de los hombres, y como si este grito hubiera desprendido algo de la bóveda celeste, un cuerpo extraño cayó de las alturas y rebotó con gran pesadez y ruido a solo unos metros de Harold Davidson.

La sorpresa cortó de golpe las ruidosas manifestaciones de alegría del grupo. Harold dio un prodigioso salto hacia atrás, como si uno de los mortíferos reptiles voladores que tanto abundaban en la zona tórrida de Ganímedes hubiera caído desde una rama a sus pies, y el resto del grupo le imitó dispersándose en un abrir y cerrar de ojos.

La extraña inmovilidad del cuerpo caído del cielo frenó el primer impulso del americano. Los débiles rayos del Sol arrancaron mortecinos chisporroteos del objeto. Las pupilas de Harold identificaron la harto conocida figura de un ser humano enfundado en una de las armaduras de cristal que los guardianes de los campos de trabajo utilizaban sobre la grey de penados.

Como un rayo de luz se abrió paso en la mente del joven la verdad de lo ocurrido, y esta idea le hizo reaccionar de manera completamente distinta, abalanzándose sobre la figura yacente gritando:

—¡A él, muchachos… es un maldito thorbod!

Dos saltos prodigiosos pusieron al americano junto al aborrecido enemigo. El joven se inclinó con rapidez, recogió del suelo un pequeño fusil ametrallador y dio un paso atrás apuntando al hombre de la vítrea armadura. El resto del grupo estuvo en un instante junto al americano y cayó como una nube de cuervos hambrientos sobre el thorbod, sujetándole de piernas y brazos, sentándose sobre el abombado pecho de la armadura de cristal y lanzando gritos de triunfo, como si le hubieran vencido tras una apasionada lucha a brazo partido.

La primera sensación de extrañeza la experimentó Harold al notar el extraordinario peso del arma que empuñaba, excesivo incluso en un mundo donde la escasa fuerza de gravedad aligeraba notablemente los pesos. Casi al mismo tiempo escuchóse un grito de sorpresa, lanzado por uno de los terrestres que sujetaban al hombre de la armadura.

—¡Eh, chicos! ¡No es thorbod!

Este descubrimiento atrajo rápidamente a Harold.

—¿Que no es un thorbod?

Sus compañeros incorporáronse y se apartaron a uno y otro lado del caído, dejando una brecha para que los mortecinos rayos del sol alumbraran al ser encerrado en la armadura de cristal. Harold se arrodilló sobre el suelo y dobló la espalda para examinar de muy cerca las facciones de la criatura yacente boca arriba. Una sola mirada le bastó para cerciorarse de que aquello no era un thorbod, sino un terrestre como él mismo.

Al través del cristal que encerraba la cabeza del desconocido, Harold Davidson vio un rostro bellísimo, de una blancura nacarada y un óvalo perfecto. Las altas y arqueadas cejas y el lindo dibujo de los labios rojos hicieron comprender al yanqui la identidad de aquella criatura.

—¡Es una mujer!

—¡Cómo! —exclamó un coro de voces.

Las pardas pupilas del americano recorrieron rápidamente los contornos y relieves del cuerpo encerrado en el grotesco estuche de cristal.

Al parecer, era muy joven y había sufrido un desvanecimiento a causa de la violenta caída. Vestía un traje muy ceñido, color azul eléctrico, y se cubría el cráneo con un casquete de cuero rojo rodeado de una tira de caucho para preservarle de posibles golpes contra la escafandra, y la armadura de cristal que encerraba el cuerpo de la muchacha difería poco del aspecto de las que solían usar los hombres grises o thorbod, aunque era fácil dé ver que esta había sido construida expresamente con arreglo a la corpulencia y estatura del ser que la ocupaba.

Al hacer el americano su sensacional descubrimiento, 17 frentes marcadas con el estigma de la esclavitud se inclinaron sobre la desvanecida mujer.

—¡Es una marrana! —gritó un jovenzuelo señalando con el dedo la frente blanca y limpia de la muchacha.

—¡Es verdad! ¡No lleva marca! —exclamó otro de los barbudos componentes del grupo.

En el lenguaje vulgar y poco delicado de los campos de forzados eran llamados «marranos» los terrestres que, haciendo gala de una falta de escrúpulos desvergonzada, colaboraban con los thorbod en ciertas ocupaciones poco dignas, tales como conducir a punta de látigo los miserables rebaños humanos sometidos a un trato despótico y cruel por la Bestia Gris. A cambio de prestar a sus tiranos una adoración servil y hacer méritos tratando a sus hermanos de raza como bestias, estos marranos recibían de los thorbod algunas distinciones; entre ellas, las de no ser marcados a fuego en la frente, gozar de cierta libertad y estar bien nutridos y vestidos. Si existían en el Universo entero criaturas más odiadas que los thorbod, estas eran sin duda los marranos, a quienes sus hermanos de raza aborrecían, y despreciaban los hombres grises.

—¡Una sucia marrana! —bramó un astroso terrestre a quien llamaban el «Español»—. ¡Dame ese fusil, Americano!

Las manazas del hercúleo español asieron el fusil por el cañón. Harold leyó en las pupilas de su compañero el imperioso deseo de matar y no soltó la culata de la ametralladora.

—¡Déjame el fusil! —rugió el Español.

—¡Quieto… calma! —jadeó forcejeando con el hispano—. No nos precipitemos… tal vez sea una fugitiva de las minas.

—¡Es una marrana! —chilló el Español—. ¡Y no hay un solo marrano que no tenga el alma de gusano! ¡Mátala!

—¡No seas bestia! —rugió Harold apartando a su compañero de un fuerte empujón—. Hay aquí algo extraño que solo podremos averiguar conservando la vida de esa muchacha… si no ha muerto ya del porrazo. Los thorbod jamás han dado armas a los marranos… y esta iba armada. Estaba sobre nosotros cuando sobrevino la explosión de la emisora de energía, y al cortarse la corriente se precipitó al suelo como un plomo… Pero ella nos había visto, sin duda. Y sin embargo, no disparó contra nosotros como hubiera hecho sin vacilar un marrano cualquiera.

Estas razones parecieron confundir a los compañeros de Harold. El español, no obstante, insistió todavía:

—Bueno, ¿y qué importa si desperdició la ocasión de ametrallarnos desde el aire? Tal vez no nos vio, o si nos vio se disponía a dispararnos de cerca…

—Tal vez la traidora ha traicionado ahora a los thorbod —arguyó Harold—. ¿Y por qué hemos de matarla ahora mismo sin esperar a más? También podemos estrangularla más tarde, y no quiero estropear ese magnífico traje volador… si es que no se ha destrozado ya con la caída.

Los terrestres se miraron unos a otros interrogándose con los ojos.

—Bueno —gritó uno de ellos para hacerse oír sobre el mugido del huracán—. Lo que tengamos que decidir hagámoslo pronto. Estamos perdiendo el tiempo y la noche nos viene encima.

El grupo continuó indeciso. Harold Davidson se terció el fusil a la espalda, volviendo a pensar en su extraordinaria pesadez, y se arrodilló junto a la muchacha. Con este acto decidió la suerte de la prisionera. Sus compañeros le rodearon dispuestos a ayudarle.

—Creo que debiéramos de empezar por ver si realmente está viva aún —dijo Harold.

—Bueno. Quitémosle los guantes para tomarle el pulso.

Ninguno de los allí presentes había tenido ocasión de tocar jamás uno de aquellos trajes de cristal, pero guiándose por la lógica acabaron por encontrar el resorte que separaba los guantes de vidrio elástico de las muñecas de la armadura. Uno de los guanteletes cayó sobre el hielo. Harold tomó la fría muñeca de la muchacha y le buscó el pulso.

—Vive —aseguró levantando la cabeza.

—Mala hierba nunca muere —gruñó el español—. ¿Y ahora qué?

—Separaremos las otras piezas. Cada uno llevará un pedazo del traje y yo la llevaré a ella al hombro.

Treinta y seis manos toscas, torpes por el frío, palparon aquí y allá buscando los resortes que permitían desmontar la armadura. Las piezas de vidrio no eran más pesadas que si hubieran estado hechas de acero, pero la aerodinámica caja que la muchacha llevaba adosada a la espalda dejó estupefactos a los terrestres con su enorme pesadez.

Ya estaba desmontada la armadura, y la hermosa joven yacía cuan larga era sobre el duro hielo. El sol caía con creciente rapidez sobre la línea oscura del horizonte. El español, que era el elemento más forzudo de la escuadrilla, cargó sobre sus anchas espaldas la superpesada caja metálica, adosada a la cual iba la parte de armadura correspondiente al tronco y echó a andar con paso vacilante, resoplando y mugiendo como un buey. Dos compañeros le siguieron para relevarle durante el camino y los demás tomaron las restantes piezas de la armadura. Harold entregó el fusil a uno de sus compañeros, se inclinó y levantó del suelo a la muchacha.

Para los músculos terrestres del Americano, formados para moverse sobre un planeta donde la fuerza de gravedad era poco menos del doble que la de Ganímedes y acostumbrados a mover grandes pesos en las minas de los hombres grises, la carga era liviana. El grupo anduvo rápidamente teniendo a sus espaldas el mortecino y declinante sol, que ya empezaba a tocar el borde oscuro del horizonte. La noche les alcanzó cuando todavía estaban a mitad de camino de su refugio, pero la marcha continuó en la oscuridad, sin más altos que los breves relevos para que la pesada caja fuera pasando de unas espaldas a otras.

Cuando se cansó de llevarla en brazos, Harold se echó su dulce carga sobre un hombro y continuó andando. Tres horas más tarde, en mitad de una copiosa nevada, alcanzaban la mina abandonada que les servía de refugio.

* * *

La llegada de los expedicionarios llevando consigo a la marrana causó extraordinaria sensación en el refugio. Se guarecían en la mina cerca de un centenar de terrestres entre hombres, mujeres y algunos niños, todos con las frentes marcadas por los enrevesados guarismos thorbod. Eran fugitivos de las minas que los tiranos explotaban en Ganímedes y solo llevaban reunidos dos meses terrestres.

La presencia de una marrana entre quienes habían sufrido en sus carnes el trato de estos traidores, estuvo muy cerca de acabar con la buena armonía de aquel grupo de desesperados, unido por los lazos que suelen formar el hambre y las fatigas fraternalmente compartidas. La mayoría, sobre todo las mujeres, mostrábanse de la opinión de sacarle los ojos a la marrana antes de que ella los abriera por sí, y colgarla luego de una viga. Otros se conformaban con ahorcarla solamente.

Uno de los proscritos, que por haber auxiliado en las minas a muchos compañeros presumía de ciertos conocimientos médicos, se inclinó sobre la prisionera y la observó con mirada crítica.

—Creo que no tiene ningún hueso roto —dijo—. La conmoción debió ser muy grande, pero no tardará en recobrar el conocimiento.

Harold dejó a la muchacha en un rincón, sobre una yacija de paja podrida, y se acercó a la hoguera para participar en la mísera pitanza del grupo. Las condiciones de vida de estos hombres y mujeres no hubieran sido envidiadas ni aun por los primeros pobladores de la Tierra, pero así y todo eran mil veces preferibles a las que tenían que soportar los que trabajaban en las minas. Todo terrestre que empuñaba un pico, empujaba una vagoneta u horadaba las entrañas de Ganímedes bajo la mirada de los vigilantes thorbod, soñaba en una posible fuga de estas minas devoradoras de hombres y en la dicha de unos pocos días de libertad al través de las selvas o los campos de hielo del satélite.

Las fugas no eran muy frecuentes, pero se producían al menor descuido de los thorbod. Casi todos estos conatos de rebeldía acababan ahogados en sangre, pero algunas veces, cierto número de penados conseguía escapar para dar comienzo a una nueva existencia, dura, corta y pródiga en penalidades, pero que para estos atormentados hijos de la Tierra revestía los caracteres seductores de una ilusoria libertad.

Al abandonar las minas, estos desgraciados daban comienzo a una nueva existencia donde todo estaba en contra suya. El más elemental sentido de precaución les obligaba a un continuo cambio de refugio. Sin armas con que defenderse, salvo en las raras excepciones en que conseguían desarmar a sus centinelas, estos prófugos se convertían en unos eternos perseguidos. El hambre forzábales a salir a campo abierto en busca de alimentos, y era entonces cuando, más pronto o más tarde, eran cazados desde el aire por los aviones thorbod dedicados al sistemático aniquilamiento de todo bicho viviente que se moviera más allá de las altas cercas electrificadas de sus campos de concentración.

Naturalmente, en su desigual lucha contra los thorbod, el hambre y la inclemente naturaleza de Ganímedes, los proscritos llevaban todas las de perder. Rara vez conseguían sobrevivir más de dos o tres meses al hambre, al frío, a los ataques de las fieras o a la implacable persecución de los hombres grises, y una de estas raras excepciones la constituía el grupo capitaneado por Harold Davidson, el «Americano».

Harold no era precisamente el mandamás de su grupo. Aquellos hombres y mujeres sabían perfectamente la suerte que les esperaba apenas iniciaran su escapatoria, aceptaban todos los sufrimientos a cambio de vivir unas postreras horas de libertad y no toleraban que nadie les diera órdenes después de haber ganado, a tan alto precio, la libertad. El americano no mandaba en su grupo, pero sus consejos habían salvado, en varias ocasiones, a la cuadrilla y esto le había dado cierta autoridad. Sus compañeros le respetaban tributándole la deferencia de un caudillo, si bien reservándose el derecho de protestar contra sus decisiones ni admitir su autoridad.

Esta noche, la comida era algo más abundante de lo normal. Los que salieron de caza hasta la costa tuvieron la fortuna de capturar una especie de mamífero polar, animal de carne dura, pútrido olor y sabor amargo, pero que los hambrientos terrestres celebraban como un manjar de dioses. Una comida excepcional, unida a la captura de una aborrecida marrana con un traje volador y un fusil ametrallador atómico, hicieron sentir cierta euforia a cuantos tomaban asiento en torno a la fogata.

Afuera aullaba el huracán barriendo el desolado páramo, pero en aquella plazoleta del interior de la mina se estaba al abrigo del viento y del frío. El mañana podía ser incierto, mas a nadie le preocupaban las peripecias del mañana. Sintiendo en el estómago el calor de una digestión abundante; los terrestres preferían hablar siempre del pasado.

Ninguno de los allí presentes había conocido siquiera a nadie que hubiera vivido aquellos tiempos lejanos y felices. Davidson detestaba estas remembranzas porque luego, al caer en la cuenta que vivían un presente muy distinto, sus amigos y él mismo sentíanse infinitamente más desgraciados. Pero nadie podía evitar que de tarde en tarde se sacara aquel tema a conversación, y aun de haber tenido bastante autoridad para impedirlo, jamás hubiera osado prohibir este tema en sus conversaciones. Tenía poco que hablar respecto al presente ni al futuro, y si el despertar era amargo y doloroso… ¡era tan bonito soñar en aquel pasado feliz de la Humanidad!

La dulce remembranza comenzó esta noche por donde comenzaba siempre; es decir, por la comida. La boca se les hacía agua a estos desgraciados, acuciados por un hambre eterna, al enumerar los placeres gastronómicos de sus ancestros. Los ojos brillaban de codicia al hablar de estas cosas. La vida merecía vivirse en aquellos tiempos, cuando cada individuo era libre de hacer lo que le viniera en gana, cuando la comida abundaba y no costaba nada conseguirla.

Harold Davidson, con la barbilla sobre las rodillas y las manos rodeando sus largas piernas, escuchaba atentamente la acalorada conversación de sus amigos. Sospechaba que muchas de estas cosas, dadas como ciertas, eran simples productos de la fantasía, deformación de la verdad al ir pasando de boca en boca y de generación en generación a lo largo de muchas conversaciones como esta, desarrolladas en torno a las fogatas de los campos de trabajo mientras un presente amargo batía sus negras alas en torno a las cuadrillas de terrestres embebidas en la resurrección mental de unos tiempos felices que no habían de volver. Aun dudando de la autenticidad de aquellas maravillas, Harold Davidson no podía evitar el contagio de la ilusión que encendía un brillo febril en las pupilas de todos los presentes. Los niños escuchaban con las bocas abiertas, en aquel gesto milenario de asombro y curiosidad que ya habían tenido miles de millones de niños escuchando cuentos que siempre tenían por escenario países maravillosos.

—¡Pero mamá! —exclamó uno de los pequeños—. ¿Si los abuelos eran tan felices, por qué somos nosotros tan desdichados?

La pregunta infantil abrió una profunda laguna de silencio. Los hombres, vueltos bruscamente a la realidad, fueron a clavar sus ojos tristes en las danzantes llamas de la fogata. La mujer lanzó una mirada de socorro en rededor. Harold se arrancó de su mutismo para acudir en auxilio de la madre.

—Es difícil de explicar, Luisito. Parece que toda la felicidad excesiva acaba por perder a los hombres. Nuestros antepasados vivían demasiado bien, sin acordarse del peligro que se cernía sobre ellos. Los hombres grises, alojados en Marte, trabajaban incansablemente con los ojos puestos en la Tierra, mientras que los terrestres vivían de espaldas a Marte. Nuestros abuelos, avaros de la dicha y bienestar que gozaban, no quisieron arriesgarlo en una guerra abierta con los thorbod y trataron de entablar relaciones amistosas con la Bestia. El hombre creyó de buena fe que era posible vivir en paz con esas criaturas extrañas, y siguiendo su política de «vivir y dejar vivir», permitió que los hombres grises se hicieran fuertes en Marte. Cuando los terrestres comprendieron la falsía de las promesas de la Bestia era demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido. Las poderosas escuadras aéreas thorbod atacaron… y nos derrotaron por completo.

—¿Y nunca más volveremos a ser libres? —preguntó el muchacho con acento desesperado.

Harold Davidson se encogió de hombros, esquivando responder con franqueza a Luisito. Este se volvió hacia su madre repitiendo la pregunta:

—¿Nunca más volveremos a ser libres y ricos, mamá?

—Sí, hijo mío —suspiró la desgraciada mujer—. Algún día recobraremos la libertad. Miguel Ángel y los que con él permanecen en el destierro volverán al Reino del Sol para romper las cadenas de nuestra esclavitud.

—¿Quién es Miguel Ángel, mamá?

La mujer se apresuró a relatarle a su hijo la historia prodigiosa de Miguel Ángel Aznar.