CAPÍTULO III

ENCUENTRO CON LOS HOMBRES DE CRISTAL

EN los días siguientes, mientras la Flota se aproximaba al planeta, los hombres del Octavo Batallón estudiaron concienzudamente cada detalle de la operación.

De los viejos archivos de Valera se habían traído los escasos planos que existían de las entradas al Mundo de Silicio. Se suponía que existían millares de grietas en forma de túneles, pozos, simas y laberínticos pasadizos que comunicaban con el interior hueco de Redención, pero los que se conocían con certeza no llegaban al centenar, y de estos apenas si se habían explorado una docena en su totalidad.

Como consecuencia de esta falta de información los “comandos” no tenían mucho donde elegir. Se estudiaron con detalle cuatro pasadizos entre los más próximos a la isla de Nueva España, y se obtuvieron de ellos copias para ser distribuidas entre los miembros de la expedición.

También se escogió el material y las armas.

En el Mundo de Silicio, que los aborígenes del planeta conocieron en el pasado como “Reino de las Tinieblas”, un sol eléctrico emitía radiaciones ultravioleta, invisibles para el ojo humano. Era aquel, ciertamente, un mundo aparentemente tenebroso para el ser humano, pero la utilización de anteojos especiales para captar las radiaciones ultravioleta, demostraron la existencia de un mundo exótico donde se desarrollaba una vida muy rica en variedad de especies… de silicio.

Después de comparar ventajas e inconvenientes, se decidió que, puesto que la tropa iba a moverse en un medio donde prevalecerían las radiaciones ultravioleta, se adoptarían anteojos especiales para ver en aquellas condiciones.

Estos anteojos o visores consistían en una especie de pequeña pantalla panorámica que daba una imagen luminiscente de origen electrónico, y estaban alimentados eléctricamente desde el receptor de ondas electromagnéticas de la caja del “back”.

Otro problema a considerar era el suministro de energía eléctrica, sin la cual no funcionarían los visores ni siquiera los “backs”.

Se sabía que los Hombres de Silicio utilizaban de antiguo las ondas energéticas producidas y enviadas a través de emisoras, pero no se tenía la seguridad de que estas ondas pudieran ser utilizadas también por los “backs” de manufactura terrestre.

Pero había más, y era que incluso en el más favorable de los casos, esta energía no llegaría al fondo de los túneles. El comando tendría que llevar consigo su propia fuente de energía, o bien renunciar a la utilización de los utilísimos “backs” durante la mayor parte de su recorrido en el interior de los pasadizos.

Se dispuso, pues, que un reactor nuclear acompañara a los comandos.

Gracias a Dios no hubo que improvisar nada a este respecto, pues este tipo de reactores formaban en gran número en las divisiones del Ejército Autómata.

En efecto, el Ejército Autómata estaba formado por máquinas que se movían en el aire utilizando los mismos principios básicos que los “backs”, alimentados por ondas energéticas de transmisión a distancia.

En una operación de desembarco, el Ejército Autómata tenía que ser acompañado por gran cantidad de plantas eléctricas móviles, a fin de garantizar el funcionamiento y la autonomía de las máquinas en todo momento y circunstancia.

Estas plantas eléctricas funcionaban en el interior de grandes esferas de “dedona”, que a su vez estaban dotadas de los elementos indispensables para la autopropulsión y dirección. Normalmente se autodirigían siguiendo a las unidades de tierra, pero podían ser dirigidas igualmente por control remoto desde otra esfera guía, o desde tierra a través de un aparato de radio.

Otro problema a considerar era la falta de oxígeno en el Mundo de Silicio. La atmósfera del interior hueco del planeta estaba constituida especialmente de argón.

Por lo tanto, el comando tendría que llevar su propia provisión de oxígeno, lo cual venía a complicar más las cosas, pues además limitaba el tiempo de permanencia de los hombres en el interior del planeta.

Se decidió que acompañaría al comando una planta móvil de energía, que sería dirigida por otra esfera blindada, la cual serviría a su vez para transportar una provisión de oxígeno de reserva. Si las ondas energéticas de los Hombres de Silicio era utilizable por los “backs” de los comandos, la planta de energía propia sería abandonada o se la haría regresar.

Con todos estos preparativos y el adiestramiento intensivo de la tropa, los días transcurrieron rápidamente y la Flota llegó a la vista del planeta.

Fueron aquéllas unas horas de gran tensión, pues, de hecho, se ignoraba todo acerca de los Hombres de Silicio. Si tenían una fuerza aérea, cómo estaría organizada y de qué medios de defensa y ataque dispondría.

Pero la aproximación al planeta se realizó sin contratiempos, una escuadra fue enviada en descubierta a rodear el globo y regresó sin novedad. Si los Hombres de Silicio tenían una fuerza sideral, ésta debería encontrarse en sus bases en el interior hueco del planeta.

La orden, largamente esperada, brotó al fin de los altavoces, profusamente distribuidos en todo el buque:

—¡Atención a las Fuerzas Especiales! Prepárense para desembarcar en una hora. Diríjanse con su equipo y pertrechos al último puente.

Aunque disponían de tiempo suficiente, todos corrieron como locos hacia sus camarotes en busca del equipo. Al teniente Albert se le cayó la voluminosa escafandra de cristal. Le temblaban las manos.

—Tranquilo, Ricardo —le dijo Fernando—. ¿Qué te ocurre?

—Estoy muy nervioso, no puedo evitarlo. Será la primera vez que entre en combate. ¿Sabes lo que eso significa?

—Claro, que pueden matamos.

—No pienso en eso. No tengo miedo, es otra cosa distinta. Más me preocupa hacer las cosas mal. ¡Soy un bisoño! Lo que ocurra hoy allá abajo será distinto de todos los ejercicios que hemos realizado durante años.

Esto era cierto. Sin embargo, aún siendo también bisoño, Fernando no se sentía preocupado hasta este extremo. Debía ser cosa de su temperamento.

Los dos oficiales se enfundaron en sus sólidas armaduras de cristal, ayudándose uno al otro al colocarse el “back” en la espalda. También se pusieron los anteojos especiales para luz ultravioleta, pero sobre la frente, listos para ser bajados sobre los ojos con un simple movimiento. Tomaron sus armas y la escafandra y se dirigieron al montacargas.

En el enorme hangar del puente inferior formaron las compañías. Los soldados estaban muy nerviosos y los oficiales les sometieron a una inspección muy rigurosa, tanto de las armas, como la dotación de municiones y el resto del equipo.

Los altavoces anunciaron:

—¡Atención, acabamos de penetraren la atmósfera del planeta! Vamos a abrir la escotilla principal, pero manténganse alejados de ella. Que las Fuerzas Especiales se pongan las escafandras. La atmósfera es todavía muy pobre en oxígeno a esta altura.

—¡Batallón, cálense las escafandras! —ordenó el comandante—. ¡Y no vayan a olvidarse de abrir la válvula del oxígeno! Enciendan la radio.

La tropa se ajustó las escafandras, se abrieron las válvulas y se conectaron las radios individuales. En estas condiciones cada soldado quedaba herméticamente encerrado en su estuche de cristal, respirando de su propia provisión de oxígeno y escuchando solamente las voces de mando que le llegaban a través de los auriculares del interior de la escafandra.

En el centro del piso del hangar empezaba a abrirse la escotilla. El redondo agujero se hacía cada vez más grande a medida que se movían las enormes piezas de “dedona”.

—¡Atención el Batallón! —gritó el Comandante a través de la radio—. Comprueben sus “backs”.

La tropa comprobó el funcionamiento de sus aparatos elevándose uno o dos metros y volviendo a bajar al suelo. La escotilla tenía completamente abiertas sus fauces. Después de una corta espera el altavoz anunció:

—Nos encontramos a diez mil metros de altura. Pueden empezar a saltar. ¡Buena suerte!

A una orden del Comandante la Primera Compañía avanzó en formación detrás de sus oficiales hacia el borde del enorme agujero. Un capitán saltó al vacío con los pies juntos y la mano derecha sobre el botón del reostato del antebrazo izquierdo. Tras él empezaron a saltar los demás.

El Comandante seguía junto al borde del agujero apremiando a la tropa para que se diera prisa. Cuando le tocó el turno a la Quinta Compañía la tropa salió corriendo desordenadamente detrás de la capitana Aznar. Los hombres rompieron la formación rodeando los bordes del agujero y empezaron saltar.

Desde el borde de la escotilla, el teniente Balmer pudo ver el verde lujuriante de la vegetación que cubría la isla a unos siete mil metros por debajo del buque. El cristal azulado de su escafandra amortiguaba la luz, pero aún así podía apreciarse que el brillo del sol natural era mucho más intenso que el del sol artificial de Valera. Era otro sol distinto.

Saltó al vacío con los pies por delante, en el más puro estilo de las Fuerzas Especiales, y en seguida hizo girar el botón del reostato para que la fuerza de rechazo del “back” impidiera acelerar la velocidad del descenso.

A su alrededor vio numerosas esferas que salían del fondo del “disco volante” por una serie de agujeros y descendían también hacia tierra. El cielo parecía una verbena con todos aquellos globos amarillos, azules y rojos cayendo rápidos y seguros hacia tierra. Descendían directamente sobre las minas de una ciudad, en el vértice de la tierra entre dos grandes ríos.

Moviendo los botones de control, Fernando fue a posarse sobre la cima de un montículo. Junto a él se posaron los soldados que le habían seguido. Miraron a todos lados con recelo.

—¡Allí! ¡Allí hay uno! —gritó un soldado señalando hacia abajo.

Fernando vio una figura humana que corría dando saltos en dirección a un agujero.

—¡Vamos, a él! —gritó haciendo funcionar su “back” lanzándose en persecución del fugitivo.

El hombre, puesto que de un nombre se trataba, corría delante de Fernando como un gamo. Pero no podía escapar. El valerano le alcanzó en un momento y cayó sobre él atrapándole en plena carrera. Tras él, los soldados llegaron también precipitándose sobre el fugitivo. Éste se debatió desesperadamente entre las manos que le sujetaban. Sus terroríficos aullidos llegaban hasta el interior de la escafandra de Fernando a través de un micrófono que reproducía los ruidos exteriores. Hubo un breve y enconado combate hasta que los valeranos consiguieron inmovilizar al hombre, sentándose sobre sus piernas, sus brazos y su estómago.

Lleno de asombro, Fernando contempló a su prisionero. El individuo era rubio, alto y extraordinariamente fuerte. Vestía un simple taparrabos y empuñaba una maza consistente en un pedazo de hierro afilado sujeto a un mango de madera. Su calzado era, así mismo, de fabricación primitiva: unos simples pedazos de cuero sujetos a las pantorrillas por cuerdas trenzadas. Iba muy sucio. Una costra de mugre le cubría la sudorosa piel. Sus cabellos despeinados le llegaban a los hombros, y su rostro desaparecía parcialmente tras la maraña de una abundosa barba.

El hombre, a su vez, contempló a la figura de vidrio que se erguía ante él. En sus pupilas brillaba el mismo terror cobarde que Fernando viera en los ojos de algunos perros. Seguro al parecer que no podría escapar, acababa de trocar sus rugidos por una serie de lastimeros gemidos. Sus bien formados miembros temblaban convulsamente entre los guanteletes de vidrio maleable de los comandos.

—Póngale en pie —ordenó Fernando.

Los comandos del aire levantaron al prisionero.

—¿Quién eres? —le preguntó Fernando—. ¿Cómo te llamas?

El hombre miró temblando al valerano pero no respondió. Fernando hizo la pregunta en castellano, que era el idioma oficial de los redentores. Repitió la pregunta en lengua nativa. El prisionero dejó escapar unos sonidos guturales. Su terror era tan grande que los soldados tuvieron que sostenerle para que no cayera al suelo.

—El miedo le ha dejado mudo —apuntó el cabo de la escuadra.

—Nadie se queda mudo de miedo —gruñó Fernando.

—Tal vez esté en estado tan salvaje que ni siquiera sepa hablar —sugirió uno de los soldados.

Fernando contempló a su prisionero pensativamente.

—Creo que es nuestro aspecto quien le infunden tanto pavor —dijo. Y se quitó la escafandra.

—¡Hung! —gruño el hombre al ver aparecer una cabeza bajo el caparazón de vidrio azul. Y sus ojos traslucieron el estupor, la admiración y la alegría que la verdadera identidad del valerano le causaban.

—¿Nos habías tomado por hombres de cristal? —le preguntó Fernando, siempre en idioma nativo.

—¡Hung… hung! —gritó el hombre.

Fernando amigó el entrecejo.

—Me parece que estamos haciendo el idiota —gruñó—. Ábranle la boca.

El prisionero echó atrás la cabeza tratando de huir de las manos enguantadas de vidrio. Sin embargo, no pudo impedir que un soldado le apretara con fuerza los carrillos obligándole a abrir la boca.

—¡No tiene lengua!

—Debí figurármelo —farfulló Fernando—. Se ve a la legua que es un mudo. Vamos, tráiganlo acá.

El grupo echó a andar hacia un grupo de comandos que estaba junto a una de las entradas de la ciudad subterránea. La capitana Leonor Aznar habíase desembarazado de su escafandra para infundir confianza a un par de prisioneros que acababan de sacar sus hombres por la escalera. Cuando Fernando llegó acompañado del mundo, la capitana estaba interrogando a los prisioneros en idioma nativo sin obtener de estos respuesta alguna.

—¿Están mudos? —gritó Leonor irritada por el obstinado silencio de los hombres.

Fernando se decidió a intervenir.

—Exactamente. Estos hombres no tienen lengua.

Leonor le lanzó una mirada de desdén.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Acabo de comprobarlo en la persona de mi prisionero.

Leonor miró perpleja al par de indígenas.

—Ábranles las bocas —ordenó.

El sargento Raga se apresuró a cumplir la orden. Como el nativo capturado por Fernando, los dos nativos tenían la lengua casi cortada de raíz.

—¡Basta! —dijo Leonor haciendo una mueca de repugnancia.

La teniente Juana Aznar salió por el agujero seguida de un grupo de soldados entre los que se debatían tres hombres y cinco mujeres indígenas, todos miserablemente vestidos. Ellas eran jóvenes e iban casi desnudas. Todas sus ropas consistían en un trapo de tejido basto arrollado al cuerpo. Su suciedad y desaliño emulaban al de sus compañeros varones.

—Esta gente es de lo más salvaje —aseguró Juana—. Por lo visto ni siquiera saben hablar.

Los ojos de Leonor se cruzaron un instante con los de Fernando. La capitana ordenó a sus hombres que examinaran las bocas de aquella gente. Todas estaban vacías. Sus lenguas habían sido mutiladas bárbaramente.

—¿Quién habrá hecho esto? —murmuró la teniente Juana.

Hubo un breve y elocuente silencio. Y en esta quietud se escuchó el rugido metálico de un altavoz que gritaba:

—¡Atención! ¡Se acerca una partida de nombres de cristal!