CAPÍTULO II

“OPERACIÓN AGUILUCHO”

EL Batallón, con uniforme de paseo, formó en la explanada después del desayuno. Se recordó a la tropa que todos deberían estar de regreso en el campamento antes de la puesta del sol del día siguiente, se nombraron las guardias y se dio la orden de romper filas.

De regreso hacia su alojamiento, Ricardo Albert acomodó su paso al de Fernando y le dijo:

—A Juana Aznar le ha tocado guardia para mañana. Ella tiene su familia en Barcelona y hace más de un mes que no ve a sus padres.

—Bien, ¿y qué? —contestó Fernando, sospechando por donde venían los tiros.

—Tú te despediste ayer de los tuyos y decías durante el desayuno que vas a quedarte en el campamento descansando. Podrías hacerle un favor a Juana tomando su guardia.

—¿Por qué he de hacerlo? Ella puede estar de vuelta mañana para hacer el servicio.

—Bueno, si lo pones de ese modo…

Albert iba a alejarse cuando Fernando le detuvo.

—Espera. Haré la guardia en lugar de Juana. ¿Pero por qué no me lo pidió ella?

—Como eres recién llegado y no os conocéis apenas, a Juana le daba reparo pedirte ese favor.

—¿Y te mandó a ti en su lugar, no es eso? Bueno, no importa —dijo Fernando de mal talante.

Poco después, en el barracón, Fernando se dirigió a su habitación para quitarse la ropa de paseo y ponerse cómodo. Al salir halló a la capitana y los dos tenientes con sus bolsas en la mano, listos para marcharse. Juana Aznar se acercó con aire embarazado a Fernando y le dijo:

—Gracias por este favor, Fernando. Lo tendré en cuenta.

—Eso espero —contestó Fernando algo secamente.

Los tres oficiales se marcharon y Fernando se quedó solo, contento ante la perspectiva de dos días tranquilos en el casi desierto campamento.

A media mañana se dirigió al almacén de pertrechos para proveerse de un “back”.

El “back” formaba parte del equipo tradicional de las Fuerzas Espaciales o “Infantería Aérea”. A grandes rasgos consistía en una caja de “dedona”, especie de mochila que se fijaba a la espalda del portador. Esta caja estaba hecha del mismo metal que los cascos de los buques de la Armada Sideral, siendo sumamente pesado, y tenía la propiedad de crear un campo magnético antigravitacional bajo determinada inducción eléctrica.

La caja contenía un aparato receptor de ondas energéticas. La electricidad, que estaba en el aire emitida por poderosas emisoras, llegaba hasta la caja por una delgada antena de vidrio flexible por cuyo interior corría un hilo muy fino de “dedona”. La energía así captada electrificaba la mochila de “dedona”, controlada por un reostato alojado en el antebrazo del soldado, y según la intensidad de la corriente hacía que la caja actuara con energía variable, elevando al portador a mayor o menor altura.

La electricidad recibida se utilizaba en parte para hacer funcionar un motor de partículas ionizadas, con dos toberas de salida que impulsaban al “back” por reacción.

Una armadura completa de cristal formaba el complemento del equipo, incluyendo escafandra, zapatos y guanteletes. Este cristal, llamado “diamantina” por su extraordinaria dureza, era flexible en los zapatos y guantes, y rígido en las restantes partes de la armadura.

Era inatacable a los ácidos, azul para proteger al portador de las radiaciones solares y ultravioleta del espacio exterior, y aislaba completamente al hombre de tal modo que podía utilizarse indistintamente como traje espacial, o submarino, o simplemente para proteger a los soldados contra los gases deletéreos, el humo y las partículas contaminantes que quedaban flotando en el aire después de una deflagración nuclear.

Entre las dobles paredes de esta armadura (forrada interiormente de goma-espuma) se almacenaba una provisión de oxígeno suficiente para doce horas. Pero en caso necesario se podía cargar también un par de pequeñas bombonas de “diamantina” con una reserva adicional de oxígeno para otras ocho horas.

En el equipo de las Fuerzas Especiales no figuraba la más pequeña pieza de metal que no fuera “dedona”. Si algún elemento tenía que ser necesariamente de otro metal, éste quedaba encerrado dentro de la mochila, como el aparato de radio en miniatura.

No se trataba de un capricho, sino de una necesidad impuesta por la existencia de un arma demoledora; los “Rayos Z” o desintegradores, desarrollados a partir del “laser”. En síntesis, el “Rayo Z” era un chorro de fotones excitados eléctricamente que desarrollaban un gran poder de penetración lumínica. Atravesaban limpiamente el cristal y podían producir graves quemaduras al hombre a corta distancia. Pero, generalmente, a una distancia grande, sus efectos sólo eran aplicables al metal. Cuando un “Rayo Z” tocaba un metal sometía a éste a un bombardeo muy intenso de electrones, que actuaban a modo de un martillo golpeando millones de veces por segundo.

El metal, bajo los “Rayos Z”, se calentaba, pero éste era un efecto secundario de la tremenda vibración a que el metal estaba siendo sometido. En la práctica, esta tremenda vibración actuaba rompiendo la cohesión de las moléculas, a las que acababa dispersando en una explosión mucho antes de que el metal llegara a fundirse. Sólo el metal conocido por “dedona”, debido a su extraordinaria densidad, podía resistir a los “Rayos Z” sin ser desintegrado.

Por esta razón, se habían eliminado al máximo todas las piezas de metal del equipo de los soldados, haciendo de “dedona” aquellas de las que no se podía prescindir. Hasta las armas —subametralladoras y pistolas— era forzoso hacerlas de cristal.

También podrían haberse hecho de “dedona” y tenerlas constantemente conectadas a la red eléctrica, ya que en tanto estuviera inducida eléctricamente la “dedona” no pesaba nada. Pero, por contra, cuando un “back” se averiaba y dejaba de circular por la “dedona” la corriente eléctrica, este curioso metal se tomaba súbitamente pesado, de un peso tal que la caja de la mochila impediría moverse a quien la llevara. Un fusil, una simple pistola de “dedona” no podría ser sostenida por la mano del soldado, ni podría levantarse del suelo.

En el almacén de pertrechos los “backs” colgaban de las vigas del techo formando hileras, cada uno conectado por un hilo eléctrico a la red. En esta situación apenas si pesaba un kilo cada uno, pero, si por cualquier causa se hubiese producido un corte de corriente, todos los aparatos se irían al suelo, atravesarían el piso de madera y se clavarían profundamente en la tierra haciendo un agujero.

Como veterano de la Policía Militar, donde casi a diario tenía que vestirse de “diamantina”, Fernando sabía de la importancia de llevar una armadura bien acoplada al cuerpo. Una armadura con holguras podía ocasionar en el que la llevara graves fracturas en caso de caída o golpe muy fuerte.

Después de dos horas de probar armaduras, Fernando encontró a fin una que se ajustaba bien a su anatomía. Hizo que le llenaran de oxígeno el espacio entre las dobles paredes del traje. Éste formaba en la espalda una especie de joroba que terminaba en una superficie plana, sobre la cual se ajustaba el “back”.

Acoplado el “back” a la espalda y hechas las conexiones eléctricas, Fernando comprobó el buen funcionamiento de la radio, así como los auriculares y el tornavoz exterior, la válvula de entrada de oxígeno y la de salida del aire viciado, el sistema de calefacción y refrigeración, decidiéndose finalmente a probar el aparato.

La armadura era pesada y el que la llevaba se sentía dentro de ella más o menos como un caballero medieval dentro de una armadura de hierro. Fernando salió andando con ella y al llegar afuera se puso la escafandra.

Los mandos del aparato venían en el antebrazo izquierdo de la armadura y eran de fácil manejo; un botón moleteado para graduar el paso de la corriente eléctrica, y otro de iguales características que regulaba la salida de partículas ionizadas del reactor impulsor.

Haciendo girar uno de los botones Fernando sintió cómo la caja de “dedona” tiraba de él hacia arriba, hasta que sus pies se despegaron del suelo. Ascendió a una altura de quinientos metros, desde la cual se dominaba una amplia perspectiva del campamento, el lago contiguo y la ciudad que brillaba al sol con sus rascacielos de acero y cristal en la distancia.

Moviendo el segundo botón sintió como si una mano poderosa le empujara por la espalda impulsándole hacia adelante.

Realmente el “back” era un invento maravilloso, algo sencillo y tan eficaz que hacía al hombre sentirse un pájaro. Armadura y caja, molestos y pesados en el suelo, eran de una ligereza increíbles en el aire. En este elemento, el hombre para dirigirse tenía que valerse de sus músculos. Era más o menos como si uno nadara en el fondo de una piscina. Un giro de cintura, un quiebro del cuerpo, le llevaban de un lado a otro con facilidad.

Fernando voló hasta casi los arrabales de Ciudad Arcángel, dio media vuelta y se dirigió al lago para probar la hermeticidad de su traje. Se dejó caer de pies en el agua, descendió hasta unos cincuenta metros de profundidad y abrió de nuevo el reactor.

Impulsado por detrás por el reactor, Fernando se deslizó velozmente entre dos aguas como un torpedo, sorprendiendo a los peces que a su alrededor no podían competir en velocidad con aquel extraño ser.

Al hacer girar bruscamente y casi a tope el botón del reostato, la caja de “dedona” le hizo salir disparado del agua entre un surtidor de espuma. Se elevó a cinco mil metros, desde aquella altura echó una mirada complacida a su alrededor antes de regresar al campamento.

Disfrutó del resto del día en la soledad del barracón, en la quietud de un campamento casi desierto. Encendió la televisión mientras cenaba para escuchar el boletín de noticias, pero no había novedad alguna.

Ante las reiteradas llamadas de la radio de Valera el planeta Redención seguía sin dar respuesta.

Fernando apagó el aparato, cogió un libro de Historia y se acostó. Empezó a llover. Este fenómeno meteorológico se repetía todas las noches en Valera aproximadamente hacia media noche. El vapor de agua levantado por el calor del sol de los lagos artificiales de Valera, se condensaba al descender la temperatura y se precipitaba en forma de abundante lluvia, lavando las calles de las grandes urbes, limpiando el polvo de la atmósfera y remozando bosques, prados y jardines.

Se durmió escuchando el grato golpear de la lluvia sobre las planchas onduladas del techo, y el chorrear del agua en los aleros.

A la mañana siguiente tomó su guardia, que habría de durar hasta que lo relevaran a la puesta del sol.

Hacia la mitad de la tarde, el campamento hasta entonces tranquilo, empezó a animarse con el regreso de la tropa que había disfrutado dos días de permiso.

En el cuerpo de guardia, instalado a la entrada del campamento, Fernando Balmer recibió una orden telefónica del Comandante Jefe:

—Ordene tocar a asamblea a las siete de la tarde.

Desde el cuerpo de guardia Fernando vio llegar a Ricardo Albert, que se detuvo para charlar con él breves instantes. Poco después entraron la capitana Aznar y la teniente Juana, que venían formando grupo con media docena de otros oficiales.

En el espacio de dos horas todo el Batallón se había reintegrado al campamento. A las siete en punto el corneta dio el toque de asamblea, que fue difundido por todo el campamento a través de los altavoces profusamente instalados en árboles y postes.

Fernando se dirigió a la gran explanada donde de ordinario se realizaban los ejercicios en orden cerrado. La tropa formó por compañías con sus oficiales al frente. El comandante de cada unidad vino a dar las novedades al oficial de guardia. Faltaban una veintena de rezagados.

El Comandante Jefe del Octavo Batallón se presentó.

Fernando Balmer le saludó y le dio las novedades. Don Marcelino Aznar hizo un gesto de asentimiento, tomó un megáfono eléctrico portátil y se dirigió al Batallón:

—Siento comunicarles que no hay buenas noticias respecto a Redención. No se me ha comunicado oficialmente que es lo que ocurre, pero las impresiones son pesimistas. Salvo contraorden de última hora, este Batallón estará listo para embarcar mañana a las ocho horas. Los jefes de cada unidad se ocuparán personalmente de que la tropa tenga su equipo y armamento listo para la revista. No se permitirán equipajes voluminosos. Únicamente la bolsa de combate. Eso es todo.

El comandante entregó el megáfono al cornetín de órdenes, saludó marcialmente a Fernando Balmer y dijo:

—Pueden romper filas.

Fernando correspondió al saludo del comandante, se cuadró ante la tropa y ordenó:

—¡Rompan filas, ar!

Fernando Balmer se dirigió al cuerpo de guardia para esperar el relevo.

A las siete y media de la tarde el sol artificial de Valera empezó a atenuar su brillo. Fernando entregó la guardia al oficial de turno y se dirigió a su barracón, donde sus compañeros preparaban la cena.

Fernando se dirigió a su cuarto para dejar el sable y la gorra, se lavó las manos y regresó al comedor, donde Leonor Aznar estaba distribuyendo los cubiertos sobre la mesa.

—¿Qué rumores corren por la ciudad? —preguntó Fernando.

—Los hay para todos los gustos —contestó la capitana—. Hay quien dice que los nahumitas llegaron a estos planetas poco después de la partida de Valera y se apoderaron de Redención. Otros aseguran que nuestra colonia fue destruida por los Hombres de Silicio.

—¿Cuál es su opinión personal?

—Cualquier opinión tiene el valor de la gratuidad. Nadie sabe lo que ha ocurrido en Redención, ni siquiera el Estado Mayor General. Pero algo ha debido ocurrir en el tiempo que Valera estuvo ausente de este sistema solar. Personalmente considero muy remota la posibilidad de que los nahumitas llegaran hasta aquí.

—¿Entonces está pensando en una resurrección de la civilización de Silicio?

—Los Hombres de Silicio estaban allí. Nunca conseguimos echarles. El Reino de Silicio es tan enorme y laberíntico, que nuestras fuerzas nunca llegaron a explorarlo en su totalidad. La acción de nuestros antepasados se limitó a una serie de “razias” que destruyeron las ciudades y la mayor parte de la industria del Reino de Silicio. Se dio por Segura la desorganización del Mundo Tenebroso, pero esto no quiere decir que se exterminara hasta la última criatura de silicio. Si ya es difícil exterminar una plaga de animales dañinos sobre la superficie de la tierra, piense en las dificultades para sacar de sus madrigueras a una raza de seres inteligentes que disponen de millones de recovecos oscuros donde ocultarse.

Juana y Ricardo llegaron con la cena y la capitana encendió la televisión. El boletín informativo de aquella tarde fue muy breve. “Se espera que el crucero explorador Oropesa alcance dentro de pocas horas la superficie de Redención”.

Estas noticias coincidían con las palabras del comandante del Batallón. Quizás el Estado Mayor General sabía algo más, puesto que el crucero explorador debería encontrarse a estas horas muy cerca del planeta, pero lo poco que hubiera investigado el buque no debía ser muy bueno.

Después de comentar brevemente el asunto, los oficiales retiraron a sus habitaciones, habida cuenta que a la mañana siguiente tenían que madrugar.

En efecto, a las seis de la mañana ya estaba la capitana despertando a todos los ocupantes del barracón. Desayunaron y se equiparon con las pesadas armaduras de cristal y el “back”.

—¿Dónde están sus armas? —preguntó la capitana a Fernando Balmer.

Fernando no las había retirado del depósito. Necesitaba una autorización firmada por su capitán. Ésta le extendió la nota y Fernando se dirigió al almacén.

En el depósito entregaron a Fernando una pistola automática y una subametralladora, así como munición corriente (cartuchos de cristal llenos de pólvora para impulsar proyectiles también de cristal).

Fernando regresó a los barracones, delante de los cuales estaban formadas ya las secciones que componían la Compañía.

La capitana, que pasaba revista a su tropa llevando bajo la escafandra de cristal azulado, especial para impedir el paso de las mortales radiaciones ultravioleta del espacio, acogió a Fernando con una mueca de impaciencia.

—Ha tardado usted mucho —dijo. Y sin esperar a que el teniente se justificara, añadió—: Venga usted conmigo, le presentaré a su sección.

Fernando siguió a Leonor hasta un grupo de hombres que estaban formados de a tres. La capitana le presentó brevemente a los tres sargentos de la tercera sección.

—Sargento Francisco Raga. Sargentos Salvador Castillo y María de la Luz Rodrigo.

Fernando quedó al frente de su sección. La capitana dio la voz de marcha y la compañía salió marcando el paso hacia la gran explanada donde ya estaba reunido él Octavo Batallón. La Tercera Compañía formó en su puesto bajo la crítica mirada de don Marcelino Aznar, comandante jefe del batallón. Éste hizo una seña a un cornetín de órdenes, y al toque de “calen escafandras”, todos se encasquetaron sus esferas de cristal azulado.

Todos los hombres estaban en comunicación directa por radio, de forma que todos podían oírse unos a otros. Fernando se ajustó su escafandra y conectó la radio. Apenas lo hubo hecho dejó de percibir ningún mido exterior, porque el caparazón cerraba con absoluta hermeticidad.

—¡Atención! —gritó la voz del comandante por los auriculares incrustados en el interior de las escafandras—: Sin perderla alineación. ¡Elévense a trescientos metros!

Hubo un sincronizado movimiento de manos que se dirigían hacia los botones de mando, situados en el antebrazo izquierdo de cada soldado.

—¡Atenciónnnn! ¡Arriba!

Los mil quinientos hombres y mujeres que formaban el batallón se elevaron formando un bloque compacto, que se inmovilizó al alcanzar la altura prevista. La voz del Comandante sonó a través de todos los auriculares:

—Vamos a volar al Norte en formación de Uve. Velocidad de crucero quinientos kilómetros a la hora. Sigan al guía.

El guía llevaba un banderín rojo. Siguiendo al estandarte, la Compañía desplegó en dos alas adoptando la forma de una “uve”.

Abriendo los reguladores, la formación siguió al guía ganando altura sobre el lago. Éste quedó pronto muy atrás. A quinientos kilómetros por hora la oposición del aire era muy fuerte y empujaba las piernas de la tropa hacia atrás, de modo que los pájaros humanos volaban casi en posición horizontal.

Naturalmente, la formación no habría podido sostener, ni siquiera alcanzar aquella velocidad, a no ir los hombres protegidos por sus armaduras de cristal. De aquí que la armadura constituyera el equipo obligado de las tropas especiales o Infantería Aérea.

Al alejarse de la línea del ecuador valerano se apreciaba desde el aire el efecto de una progresiva falta de gravedad. Los grandes bosques quedaron atrás, siendo sucedidos por extensas praderas de alta hierba. Más adelante se acabaron las praderas. La dura consistencia del suelo de Valera aparecía aquí cubierta de una uniforme capa de musgo.

El Batallón se dirigía hacia una cordillera no muy elevada, la cual traspusieron por un amplio valle. A lo lejos se veía una compacta nube roja, verde y gris. Era una de las bases de la Armada Sideral. El batallón se dirigió hacia un determinado lugar señalado por un círculo de balizas rojas. Estas balizas señalaban los bordes de un dirigió hacia un determinado lugar señalado por un círculo de balizas rojas. Estas balizas señalaban los bordes de un enorme pozo de quinientos metros de diámetro. Era un túnel de los que comunicaban con el exterior de Valera.

Desde el aire se advertía, en una ladera próxima, un círculo blanco de más de doscientos metros de diámetro con un número de enormes caracteres rojos de pintura fluorescente.

—Ese es nuestro túnel —se oyó decir al Comandante a través de la radio—. Reduzcan la velocidad a cien kilómetros hora. Aproxímense las alas, entraremos en columna. Y procuren mantenerse alejados de las paredes del túnel.

Como una nube de avispas, las dos alas de la “uve” se aproximaron una a la otra, siguiendo al guía que picaba desde el aire para introducirse en el pozo.

El túnel, de unos cien kilómetros de longitud estaba profusamente iluminado con hileras de luces ámbar cada diez metros. Estos focos, impecablemente alineados, parecían converger en la distancia como los raíles de una vía férrea. La marcha por este túnel le pareció a Fernando Balmer interminable, una hora para atravesar todo el espesor de la corteza del planetillo, hasta que al fondo aparecieron unas balizas rojas destellantes formando un círculo.

Estas balizas señalaban el fin del viaje y la entrada directa a la aeronave de transporte que estaba posada sobre la superficie exterior del planetillo.

El acceso al “disco volante” medía ciento cincuenta metros de diámetro. Su compuerta era del tipo de diafragma, es decir, formado de gigantescas piezas móviles de “dedona” que cerraban como el diafragma de una cámara fotográfica.

Una orden del Comandante puso la velocidad de la columna en veinte kilómetros a la hora. Poco después la velocidad era reducida de nuevo a diez kilómetros por hora.

—Lleven cuidado ahora, vamos a entrar en el transporte —ordenó el Comandante.

Poco después el Batallón penetraba en un enorme hangar cuyo techo se elevaba a ochenta metros de altura.

—¡Formen las compañías! —ordenó el Comandante.

El transporte, uno de los quinientos de la dotación del autoplaneta, era un enorme disco de doce kilómetros de diámetro por uno de altura. Interiormente dividido en cien pisos, cada uno de éstos tenía una superficie de ciento trece kilómetros cuadrados, siendo la suma de todos ellos de once mil trescientos kilómetros cuadrados.

En la cara exterior del planetillo, cada uno de estos “discos volantes” ocupaba una depresión circular comunicada por un túnel con el interior de Valera.

—¡Atención! —bramó un altavoz—. Que el Comandante de las Fuerzas Especiales dé la novedad. Vamos a zarpar en cinco minutos.

El Batallón ya estaba formado. Cada oficial contó a sus hombres. Los tenientes dieron el “sin novedad” a sus respectivos capitanes, y éstos al Comandante don Marcelino Aznar. No faltaba nadie.

El Comandante se dirigió a un teléfono, comunicó con el puente de mando y regresó junto al Batallón.

—Esperen aquí hasta que vengan a buscarles para guiarles hasta sus alojamientos —dijo por la radio.

Don Marcelino abandonó el hangar en uno de los montacargas. Poco después llegaban un grupo de sargentos y oficiales que acompañaron a las Fuerzas Especiales hasta los dormitorios.

Un “disco volante” era inmenso como una ciudad. Los puentes estaban comunicados entre sí por medio de amplias rampas, gigantescos montacargas y un laberinto de escaleras. Por todas partes surgían las solidas puertas estancas. Un millón de habitantes podrían haber encontrado cómodo alojamiento en uno de estos gigantes, pero estas máquinas no estaban acondicionadas como ciudades. Eran los transportes del Ejército Autómata, formado de millones de “soldados” robot, con su acompañamiento de “tanques” y artillería.

Para Fernando Balmer, entusiasta de todo lo que se relacionara con la Armada Sideral, el encontrarse a bordo de esta aeronave era un acontecimiento feliz.

En cambio, para sus compañeros, el transporte era como un laberinto donde un hombre podía perderse y morir de hambre antes de ser encontrado. Sin embargo, la abundante señalización hacía imposible que esto ocurriera. La monotonía de los interminables corredores, todos iguales, era lo que confundía la mayoría de las veces.

Como el espacio sobraba, oficiales y tropa fueron alojados en camarotes dobles, cada uno con sus servicios sanitarios, su ducha y sus armarios. El compañero de camarote de Fernando fue el teniente Albert. Ambos se desembarazaron de sus armaduras y “back” para salir después a dar una vuelta por la nave.

Después de andar varios kilómetros, asomarse a los hangares donde estaban almacenadas las máquinas del Ejército Autómata y curiosear aquí y allá, los altavoces llamaron a las Fuerzas Especiales al comedor.

El comedor era enorme y, aunque carecía de lujos superfluos, resultaba de una elegancia desconocida para los soldados, pues los restaurantes públicos eran cosa que no existían desde hacía dos milenios en las ciudades, ni en la Tierra, ni en Redención ni en Valera.

Para colmo, aquí las mesas estaban servidas por personal del “disco volante”, hombres y mujeres jóvenes con chaquetillas blancas; una atención muy delicada de la Armada para con sus huéspedes. La comida, en cambio, no era diferente de lo que los soldados estaban acostumbrados, pero no esto no era culpa de la Armada, sino de la carestía que alcanzaba a todo el mundo. Pero estaba tan bien preparada y tan vistosamente presentada que hasta sabía mejor.

—¡Atención! —llamaron los altavoces—. Se ruega a los oficiales del Octavo Batallón de las Fuerzas Especiales que comparezcan en la sala de reuniones del puente cuarenta y cinco dentro de media hora.

Esto ocurría cuando se servían los postres.

—¿Para qué nos querrán? —preguntó el teniente Albert.

—Tal vez se haya recibido ya información de Redención —apuntó el capitán.

—Es obvio que el Estado Mayor General ha recibido información hace horas. De lo contrario no estaríamos aquí —dijo la capitana Leonor Aznar—. Seguramente nos van a dar a conocer en detalle cuál será nuestra misión.

—Y digo yo —preguntó la teniente Juana—. ¿Cuál va a ser nuestra misión? ¿Para qué nos quieren?

Naturalmente, nadie conocía la respuesta a esta pregunta. Después de un rato de divagaciones, la capitana Leonor Aznar dijo poniéndose en pie:

—Mejor vayamos ya. ¿Cómo se hace para llegar al puente cuarenta y cinco?

—Vengan, yo les guiaré —se ofreció Fernando, que se conocía al dedillo la distribución en planta y alzado de cada buque de la armada.

Un espacioso montacargas les dejaba poco después en el puente cuarenta y cinco. Siguiendo las indicaciones de la abundante señalización llegaron hasta la sala de reuniones, a cuya puerta les esperaba un oficial de la Armada.

La sala era muy espaciosa, climatizada como todas las dependencias de la gigantesca aeronave. Una larga mesa ocupaba el centro, viéndose en una de las paredes del fondo una gran pantalla. Los oficiales fueron invitados a sentarse a un lado de la mesa, en las elegantes y cómodas butacas rojas de fibra de vidrio.

Un poco intimidados, los hombres de las Fuerzas Especiales se entretuvieron en admirar las pinturas que cubrían la mayor parte de los muros, excelentes óleos representando escenas de las batallas en que probablemente el “disco volante” había intervenido en el pasado.

Como todas las artes, la pintura moderna rayaba a gran altura, como probablemente no se había conocido jamás después de los clásicos de la antigüedad.

No pasó mucho rato hasta que las puertas se abrieron de nuevo y entró el Comandante don Marcelino acompañando a un grupo de altos mandos de la Armada, entre los que figuraban un Almirante, un Contralmirante y un Capitán de alto bordo, además de otros seis oficiales, todos con sus impresionantes entorchados en la bocamanga. Los oficiales se pusieron respetuosamente en pie.

—Siéntense, por favor —dijo el Almirante yendo a ocupar la presidencia de la mesa.

Los mandos de la Armada ocuparon uno de los lados de la mesa, quedando de pie el Comandante don Marcelino para decir:

—Excelencia, le presento a mis oficiales. Caballeros, preside el Almirante Jaime Aznar, asistido por su hijo el Contralmirante Miguel Ángel Aznar.

Aunque era un Balmer que detestaba profundamente a la “tribu” de los Aznar, no pudo evitar Fernando cierta sensación de pequeñez ante el peso histórico de aquel noble apellido. El Almirante Jaime era hijo de Fidel Aznar, el hombre que puso los cimientos del Imperio de Redención e “hizo” al autoplaneta Valera. Era, a su vez, nieto por descendencia directa de Miguel Ángel Aznar, el fundador de la dinastía, el héroe fabuloso que condujo a los exilados del autoplaneta Rayo a Redención para formar la primera colonia extragaláctica de origen terrestre.

El Almirante Jaime Aznar era el actual comandante del autoplaneta y jefe supremo del Ejército Expedicionario Redentor. Para distinguirlo de los demás, este cargo llevaba implícito el título de “superalmirante”. Pero todavía el “superalmirante” seguía siendo Fidel Aznar.

Fidel Aznar, muy viejo y mermado en su salud, era mantenido en estado de hibernación, con el propósito de reanimarle cuando Valera llegara a Redención, donde el viejo Fidel deseaba morir y ser enterrado.

—Caballeros —empezó diciendo el Almirante— seré breve en mi exposiciones. Hace una hora el pueblo de Valera ha sido informado de la triste noticia. Nuestro crucero sideral Oropesa exploró el planeta Redención, obtuvo millares de fotografías y nos radió la información obtenida. No hay vida en Redención, si exceptuamos algunas especies animales. Nuestras ciudades, nuestras industrias, todo lo que representaba a nuestra civilización fue destruido, y la avanzada cultura que esperábamos encontrar a nuestro regreso no existe.

El Almirante pasó la mirada de sus penetrantes ojos sobre los rostros crispados de los hombres que le escuchaban entre sorprendidos y aterrorizados. Luego siguió:

—Sin embargo, el planeta no está deshabitado. Nuestros detectores registraron la existencia de una gran actividad en el interior hueco de Redención, donde estuvo y probablemente sigue estando el Reino de Silicio. Vamos a asistir a una proyección de uno de los filmes más interesantes obtenidos por nuestro crucero explorador. Yo ya lo he visto, pero quiero que lo vean ustedes para su mejor información.

El Almirante hizo una indicación a un oficial que estaba de pie a sus espaldas. Mientras el oficial se dirigía al muro donde estaba la pantalla de televisión de gran tamaño, el Almirante hizo girar su butaca para ver la filmación.

Se atenuaron las luces de la sala y se encendió la pantalla de televisión.

El film debía tratarse de una selección montada posteriormente en forma de resumen. Con gran interés vieron los oficiales varias escenas de aproximación al planeta.

Redención era un mundo muy bello. Como la Tierra, también lucía con un brillo azul en el espacio. El diámetro de Redención era de veintidós mil kilómetros, contra los doce mil ochocientos kilómetros que medía la Tierra. La superficie de Redención era tres veces mayor que la de la Tierra y estaba cubierta por extensísimos océanos y enormes continentes.

Con todo, la masa de Redención era sólo ligeramente mayor que la del planeta Tierra. Redención era un planeta hueco. La superficie del mundo interior del planeta se estimaba en unos mil trescientos millones de kilómetros cuadrados, dos veces y media mayor que toda la superficie de la Tierra.

En este misterioso y enorme mundo interior habitaba, desde tiempos muy anteriores a la llegada de los exilados terrícolas, un mundo de naturaleza de silicio iluminado por un sol que emitía radiaciones ultravioleta, invisibles para el ojo humano.

En el filme que Fernando Balmer veía desarrollarse ante sus ojos, el crucero sideral Oropesa parecía aproximarse en sucesivos saltos al gigantesco y espléndido planeta. La aeronave penetró la atmosfera del planeta y descendió hacia tierra.

—Este fue el antiguo Reino de Saar —informó el capitán que se encontraba junto a la pantalla—. El crucero fotografió las minas de la antiquísima ciudad de Umbita… aquí pueden verlo.

En efecto, una imagen ampliada a través de un telescopio electrónico mostraba una montaña en la que se apreciaban restos de un antiguo templo cuyas columnas aparecían segadas casi a ras del suelo. Al pie de la montaña se apreciaban otras minas casi totalmente cubiertas por la vegetación.

—Aquí estuvo Madrid —indicó el capitán.

En la imagen, en tres dimensiones y color, aparecían grandes moles de cemento, restos de grandes muros y edificios derruidos entre los que crecía la maleza.

—Esos árboles que arraigaron entre los bloques de cemento parecen indicar que han transcurrido varios siglos desde que la ciudad fue destruida.

A esta imagen sucedió otra de difícil interpretación. Era una imagen electrónica en la que aquí y allá se iban encendiendo pequeñas luces fluorescentes.

—Es la pantalla de nuestro detector de rayos infrarrojos, capaz de detectar el calor emitido por un conejo desde diez mil metros de altura. Hay vida en el planeta, especialmente vida animal. Pero es casi seguro que encontremos también seres humanos. Vean ahí esa señal. Parece corresponder al calor emanado por una fogata.

Después de un silencio, el oficial informó:

—Ahora viene la prueba del detector de neutrinos.

La pantalla se tornó súbitamente negra. Pero en esta lobreguez era perfectamente visible el flujo de una especie de lluvia formada por pequeñísimas partículas luminiscentes, que se movían como una comente ligeramente ondulatoria.

—E3 campo magnético del planeta desvía las partículas. El flujo de neutrinos procede del interior del planeta y atraviesa todo el espesor de la corteza para perderse en el espacio —explicó el oficial.

La película llegó a su fin, se encendieron las luces de la sala y el Almirante Aznar hizo girar su butaca para mirar a los sorprendidos oficiales.

—Nuestras conclusiones son altamente pesimistas a la vista de esta información —dijo don Jaime Aznar—. No cabe pensar que, por alguna razón desconocida, nuestra colonia abandonara la superficie del planeta y se trasladara al interior.

—El sol del interior de Redención es un sol ultravioleta, altamente perjudicial para nosotros, ¿no es así? —preguntó el Comandante don Marcelino Aznar.

—La naturaleza del sol interior de Redención no había sido científicamente explicada en los tiempos que Valera zarpó rumbo a la Tierra. Parece que se trata de un fenómeno electromagnético, en contra de la idea generalizada de un núcleo fluido a semejanza del Sol. Cabría imaginar que en los siglos transcurridos aquí, nuestra Ciencia podría haber sido capaz de modificar la estructura de aquel sol, o hallar algún medio para hacer inofensivos sus rayos ultravioleta. Pero lo sensato en este caso es desechar toda ilusión al respecto. Si nuestra humanidad hubiera conquistado el mundo de silicio, no existe razón aparente para que abandonara el mundo exterior. La lógica más aplastante nos indica que no fue esto lo que ocurrió. La Humanidad de Silicio ya estaba aquí cuando nosotros arribamos a este planeta, incluso había desarrollado una tecnología a nivel de la que tuvo la Tierra hacia finales del siglo veinte. En los dos siglos que siguieron a la arribada del Rayo a este planeta, nuestra colonia estuvo demasiado atareada para ocuparse de los Hombres de Cristal. No tuvimos problemas con ellos y casi llegamos a olvidar que existían. Pero los Hombres de Silicio seguían allí. Si esperaban una oportunidad para atacar a nuestra colonia esa oportunidad debió presentárseles a poco de haber partido Valera, pues con el autoplaneta partió nuestra flamante Armada Sideral y el recién creado Ejército Autómata. Además, el propio Valera es la única fuente de “dedona” con la que acorazamos a nuestros buques. No sabemos a ciencia cierta qué ocurrió aquí, y vamos a tratar de averiguarlo. Para ello hemos montado la “Operación Aguilucho”. En este momento volamos hacia Redención con un acompañamiento de cien mil buques de combate. Efectuaremos un desembarco en la isla de Nueva España, donde estuvo la primera ciudad fundada por los terrícolas. Esperamos encontrar entre las ruinas indicios y documentos sobre los cuales reconstruir los hechos que allí tuvieron lugar. Pero ese trabajo de investigación ha sido encomendado a otro grupo de especialistas. La misión de ustedes será otra. Se trata de penetrar hasta el mismo corazón del Reino de Silicio y obtener toda la información posible acerca de estos puntos esenciales: potencialidad industrial, desarrollo tecnológico y composición de las fuerzas armadas del enemigo, especialmente en lo tocante a si disponen de una fuerza aérea.

El Almirante Aznar miraba al Comandante al pronunciar estas palabras, pero se dirigió a todos al añadir:

—Los Hombres de Silicio, al menos que sepamos, no conocían el arte de volar en los lejanos tiempos deja conquista de Redención por nuestros antepasados. Sin embargo, es difícil admitir que nuestras ciudades fueran destruidas sin un dominio del aire. Creemos que en la actualidad los Hombres de Silicio disponen de una flota aérea, tal vez sideral, y nos interesa mucho conocer el número, la potencia y composición de su flota. Se trata de una misión difícil y muy arriesgada, y también creemos que ustedes son los únicos capaces de llevarla a cabo con éxito. Su información ha de resultar en extremo valiosa para el futuro de las operaciones, y por supuesto, para el futuro de nuestro pueblo. Redención ha de ser reconquistada, pero antes de incidir toda acción necesitamos saber el precio que tendremos que pagar por esta reconquista… si es que está a nuestro alcance el poder llevarla a cabo. El Comandante Aznar ha sido instruido acerca de los detalles de la operación, la cual podrán preparar en los días que faltan hasta que lleguemos a Redención.

Don Jaime Aznar se puso en pie, y todos se levantaron en señal de respeto.

—Caballeros —dijo el Almirante—, ha sido un honor conocerles. Buenas tardes.

El Almirante salió acompañado de su hijo y de algunos oficiales. El resto permaneció en la sala para estudiar conjuntamente con los comandos la operación.