CAPÍTULO VIII

LA RAZA QUE DUERME

El medio centenar de “saissais” acababa de salir por una puertecilla que había quedado al descubierto al licuarse el hielo que cubría las paredes. Todos ellos vestían un pantalón ceñido y una especie de pelliza adornada de primorosos bordados, calzaban botas altas de cuero y llevaban cruzándoles el pecho un correaje. En sus manos empuñaban pistolas eléctricas de modelo desconocido, pero de cuya mortal eficacia no cabía dudar.

- ¡Nada de movimientos hostiles! -murmuró el profesor en inglés advirtiendo el movimiento nervioso de Harry Terney.

Harry dejó caer el brazo que empuñaba el fusil ametrallador y miró con la frente fruncida a los hombres azule que, excepto un pequeño grupo, empezaron a liberar a sus compañeros encerrados en las cúpulas de cristal. Dore de Abasoa avanzó un paso hacia el profesor Stefansson y le tocó en el pecho con un dedo.

- ¿Quiénes sois vosotros? -preguntó-. ¿De dónde venís?

- De otro mundo llamado Tierra. Es el planeta más hermoso de cuantos giran alrededor del sol, y el tercero de los más próximos.

- ¿Llamáis vosotros Sol a Aumot?

- Si Aumot es el astro llameante, fuente de energía y calor alrededor del cual giran la Tierra y este planeta en que estamos, si, me refiero a Aumot.

- ¿Ese mundo que llamáis Tierra tiene un satélite llamado Abasoa?

- Tiene, en efecto, un satélite -afirmó el profesor admirado ante los conocimientos astronómicos de Dore-. Pero los terrestres no le llamamos Abasoa, sino Luna.

- ¡Luna! -exclamó el anciano abriendo los brazos y con las pupilas llenas de lágrimas-. ¡Vosotros, los hombres de Kedah, llamáis Luna a nuestro amado Abasoa!

Mister Stefansson cruzó una mirada de asombro con von Eicken.

- ¿Qué significa esto? -murmuró el sabio alemán-. ¿Será por caso la Luna la patria de estos hombres?

- Así lo dan a entender cuanto menos.

Dore de Abasoa volvió a apuntar con su índice al profesor y exclamó:

- ¡Hablad, hombres de Kedah! ¿Desde cuándo habitáis en aquel mundo? ¿Cómo habéis llegado a Cleobis?

- Es difícil precisar la época en que la humanidad apareció en la Tierra -explicó el profesor-. Todo parece indicar que la historia del hombre es muy corta en relación con los largos siglos que transcurrieron desde la formación del Universo. Nuestra civilización se desarrolló en unos pocos miles de años y atraviesa actualmente una época de gran esplendor. Después de explorar hasta el último rincón de la Tierra la mirada de los terrestres se dirige a los mundos que pueblan el espacio…

- ¿Y habéis venido a colonizar Cleobis?

- Nada de eso. Hemos venido a Cleobis, al que nosotros llamamos Venus, para defendernos de los hombres que habitan este mundo.

- ¡Imposible! -exclamó el anciano-. ¡Los “saissais” están considerablemente atrasados con relación a la civilización que les creó y no pueden contar con medios suficientes para atacar a vuestro mundo!

- No son los hombres azules los que amenazan a la Tierra, sino los hombres de piel gris… o thorbod.

- ¡Hombres de piel gris! -exclamó el anciano dejando caer sobre los terrestres una mirada terrible-. ¡Mentís, hombres de Kedah! ¡No existe en este mundo ningún hombre de piel gris! ¡Vosotros habéis venido a esclavizar a la raza azul… y pagaréis caro vuestro atrevimiento! ¡Nadie podrá poner su planta en Cleobis mientras vele por su seguridad el Ejército Imperial de Abasoa!

Los hombres azules habían ido saltando de sus mesas y formando apretado círculo alrededor de los terrestres. Con las últimas palabras del que parecía su jefe estrecharon más el círculo avanzando amenazadores sobre nuestros amigos.

- ¡Un momento! -gritó el profesor Stefansson alzando una mano.

- Puedes ahorrarte el trabajo de decir mentiras, viejo -dijo Dore de Abasoa-. Vamos a llevaros al tormento y allí será fácil comprobar vuestras falsedades!

- Permíteme que hable antes, tadd de Abasoa -pidió el profesor-. Déjame que te cuente del principio al fin la historia que nos llevó a este mundo.

- Bien, habla -concedió el anciano-. Pero sé breve.

Mister Louis Frederick Stefansson empezó a narrar a los hombres azules todas las extrañas circunstancias que un día le condujeron hasta los hombres grises. Explicó con pelos y señales cómo arrebatados de la Tierra contra su voluntad fueron llevados prisioneros a Venus, y cómo una vez en Venus escaparon del poder de los thorbod uniéndose al movimiento liberador del príncipe Lore de Lodoor.

Era fácil advertir que cada vez que se nombraba a los hombres grises que actualmente dominaban a Venus se llenaban de duda y temor los ojos de cuantos hombres azules les rodeaban.

- Es fácil comprobar cuanto estás diciendo, hombre de Kedah -aseguró Dore-. Si es cierto que el hombre de piel gris y sangre fría domina en Cleobis lucharemos contra él. Antes de seguir más adelante vamos a ver hasta qué punto mentís. Seguidme.

Dore se abrió paso entre los “saissais” y nuestros amigos le siguieron profundamente intrigados. Dore entró por la puertecilla que antes utilizaran para salir los “saissais”.

A lo largo de un corredor pasaron por otra cámara donde se veían hasta un centenar de campanas de cristal. Esto explicaba la inesperada aparición de los hombres armados a espaldas de nuestros amigos. Al invertir los mandos de las máquinas, no sólo habían deshelado a los cuatrocientos “saissais” de la cueva grande, sino también a estos de la cámara pequeña.

Toda la montaña estaba perforada en distintas direcciones según pudieron apreciar los terrestres. Miguel Ángel había estado un año antes en la fortaleza thorbod de Pore. Pore era también un peñón alzado sobre el mar, pero las obras llevadas a cabo por los hombres grises en el seno de la montaña no podían compararse con las realizadas por los hombres azules -saissais- en su ciudad congelada.

En cierta ocasión, el túnel que recorrían se transformó en terraza balcón, sobre una inmensa gruta. Allí pudieron ver a toda una imponente formación de aparatos aéreos de aerodinámico perfil y brillantes superficies que brillaban bajo la luz de poderosos focos.

- Estos aparatos no son como los de los hombres grises -comento Miguel Ángel.

- No -dijo el profesor Stefansson-. No, estos hombres azules no son aquellos ignorantes y atrasados que conocimos en Saissahar. Aunque por fuerza ha de existir un estrecho lazo de relación entre unos y otros, no cabe duda de que no son los mismos.

Dore llevó a nuestros amigos hasta una gran habitación de forma circular. El techo formaba bóveda y se parecía en cierto modo a la cúpula de un observatorio terrestre, aunque mucho mayor. En esta habitación habíanse dado cita los más extraños aparatos electrónicos y las más raras máquinas que vieran jamás los asombrados ojos de los terrestres. Ocupaba el centro lo que parecía un globo terráqueo, si bien el globo no era una representación de la Tierra, sino de Venus con todos sus mares, océanos, continentes, islas, ríos y montañas, en relieve y de color apropiado para que se distinguieran a simple vista las tierras de los mares y las selvas de los desiertos.

Al fondo podía verse una pantalla de cuatro metros por lado. Sólo se diferenciaba de la pantalla de un cinematógrafo en que ésta era negra en vez de blanca. Al pie de la pantalla había un largo banco lleno de instrumentos y a un lado un gran ventanal que iba a caer sobre otra gruta atestada de una especie de proyectiles cohete de forma semejante a la “V-2” alemanas de la Tierra.

Con Dore entraron en esta sala circular media docena de “saissais” a quienes los terrestres entregaron sus armas sin hacerse de rogar.

Dore, cuya dignidad en los movimientos y en la voz no tenía nada que envidiar a la del más respetable patriarca, se encaminó directamente hasta una cuadro de interruptores y movió unos cuantos. Instantáneamente saltó una chispa eléctrica y se dejó oír el poderoso zumbido de una corriente eléctrica. Entonces, Dore fue al banco de instrumentos y manipuló entre una caótica formación de botones y conmutadores.

La pantalla de dieciséis metros cuadrados se alumbró. En un principio las imágenes fueron borrosas. Luego pudieron ver con loable nitidez una panorámica completa de un hangar donde se alineaban otros aparatos aéreos de mayor tamaño.

- ¡Habla Dore! ¡Aquí Dore! ¡Llamada a Bulak y Lyov! Acudid al casco central…

Dore se volvió entonces hacía el profesor Stefansson, al que sin duda tomaba, por su aspecto venerable, por el jefe de los terráqueos.

- Vamos a enviar un proyectil autómata a Saissahar -dijo-. Si hay hombres grises los veremos.

- Sin duda -sonrió el profesor-. Incluso es casi seguro que os derribarán al proyectil.

Bulak y Lyov eran dos hombres azules de mediana edad y considerable corpulencia. Ambos ostentaban unas insignias doradas que, sin duda, equivalían a un alto rango en el Ejército Imperial de Abasoa. Si situaron ante la pantalla de televisión, pues de televisión se trataba, y empezaron a dar las órdenes oportunas para el despegue del proyectil “autómata”, que luego resultó ser ni más ni menos que un proyectil teledirigido.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos, en la pantalla apareció una panorámica del mar que circundaba al peñón. Al parecer había una antena de televisión en la cima de la montaña, pues la vista resbaló sobre el horizonte y fue a enfocar al “Lanza”. Desde el “Lanza”, alguien hacía señales con una lámpara “Aldis” y preguntaba, utilizando el Morse: “¿Qué hacéis? ¿Por qué no contestáis?”

- ¿Es ese aparato el que habéis utilizado para volar desde Kedah a Cleobis? -preguntó Dore señalando al “Lanza”.

- Ciertamente -repuso el profesor-. Por cierto, que nuestros amigos están intranquilos por la suerte que hayamos podido correr.

- ¡El autómata está listo para salir, Dore! -anunció en este momento Lvov.

La pantalla, como si estuvieran proyectando sobre ella las secuencias de un noticiario, trasladó a los terrestres hasta una cueva. En ella pudieron ver a un cohete situado sobre una plataforma de lanzamiento que asomaba por una gran abertura sobre el mar.

- ¡Adelante! -ordenó Dore.

Nuestros amigos vieron cómo salía por la culata del cohete un chorro de gases y cómo el proyectil zarpaba a una tremenda velocidad. En breves segundos el cohete desapareció de la vista. Entonces, los capitanes de Dore sintonizaron con la cámara de televisión situada a bordo del aparato, y sin moverse de aquella sala abovedada viajaron con el proyectil sobre el mar y luego sobre el dilatado continente verde. Bulak se situó junto al enorme globo que representaba a Venus, y según las indicaciones automáticas del fantástico proyectil teledirigido fue estableciendo la situación sobre la superficie del globo.

El proyectil, representado por una especie de botón brillante que se pegaba al globo, entró raudo en el continente de Saissahar, que ocupaba, tal y como había supuesto mister Stefansson, uno de los casquetes polares Venus.

- Ahora vamos a ver si es verdad lo que nos habéis contado -dijo Dore de Abasoa sin apartar los ojos de la pantalla.

En ésta se ofreció una gran panorámica de las tierras que sobrevolaba el cohete teledirigido. El aparato pasó sobre una gran ciudad “saissai” destruida.

- ¡Qué ciudad es esa, Bulak? -preguntó Dore con emoción en la voz.

- Es Yago, Dore…

De pronto apareció en la pantalla un puntito plateado que aumentó velozmente de tamaño.

- ¡Qué nave aérea es esa? -gritó Dore.

- Es un platillo volante thorbod, mister Dore -dijo Ángel con ironía-. Vea ahora lo que le ocurre a su “autómata”.

En efecto, al acortarse las distancias entre el proyectil teledirigido y el objeto plateado, este último resultó ser uno de aquellos platillos volantes, cuya aparición en los cielos de la Tierra tanta curiosidad había despertado. El platillo volante se dirigió como un meteoro contra el cohete, se acercó hasta muy corta distancia y, súbitamente, la pantalla quedó a oscuras.

- Los indicadores han quedado mudos -informó Lvov-. Creo que han destruido a nuestro proyectil “autómata”.

- El platillo volante derribó a vuestro cohete con sus “rayos ígneos” -añadió Miguel Ángel con cierta satisfacción.

Dore de Abasoa había quedado mudo y pensativo. Al cabo de un buen rato de meditación levantó la cabeza y miró a los terrestres.

- ¿Quién me dice a mi que ese disco volante no es una de las armas que habéis traído para dominar a Cleobis? -preguntó.

- ¿Qué más quisiéramos nosotros, los terrestres, que poseer unos aparatos como esos? -preguntó Miguel Ángel-. Si no te basta la prueba que acabamos de darte puedes hacer otra cosa aún. Envía a una de tus naves aéreas a Saisahar y que vuelva con un saissai. Cualquier hombre azul corroborará nuestra historia. No somos los terrestres, sino los hombres grises quienes invadieron Venus hace doscientos años. ¿Cómo, si os habéis erigido en los guardianes de Venus, desconocéis noticia de tanta importancia?

- Expediré a una flotilla de nuestras naves a Saissahar -dijo Dore con voz sombría-. Tal vez estés diciendo la verdad, pues hace más de doscientos años desde que registramos los cielos de Saissahar sin encontrar rastro de nave aérea extraña.

- ¿Qué hace más de doscientos años que no habéis salido de aquí?

- Cierto. Sólo interrumpimos nuestro letargo una vez cada tres siglos para explorar a Claobis y volver a nuestro sueño de hielo hasta tres si los después.

- ¡Pero…! -exclamó Erich von Eicken asombrado-. ¿Cuánto tiempo lleváis en esta ciudad congelada?

- ¿Quién podría saberlo? -murmuró Dore encogiéndose de hombros-. El tiempo no significa nada. Cuando nos reclinamos voluntariamente en esta montaña, en la Tierra ni había aparecido el hombre ni era posible la vida. Abasoa, la Luna, acababa de morir en una espantosa guerra.

***

Los orígenes de los hombres azules se perdían en la remota lejanía de los siglos. Ellos habitaban ya en la Luna cuando todavía la Tierra estaba envuelta en los vapores que despedía, y tenía una civilización, cuando en la Tierra se verificaban los espantosos cataclismos que dieron lugar a su formación. La raza “saissai” u hombres de piel azul, constituían la única raza de la Luna.

La Luna, girando en su órbita alrededor de la Tierra (Kedah) era un hermoso planeta donde parecía haberse dado cita todas las gracias de la Creación. En sus largos días, el Sol le daba calor y vida. En las largas noches, la luz y el calor lo recibían de la Tierra. La vida en la Luna era paradisíaca. Los hombres que la poblaban no tenían más que tender la mano para coger los sabrosos frutos de los árboles o arañar la tierra para sacar otros jugosos manjares. La caza se daba abundante en sus bosques eternamente verdes. La pesca era abundante en sus mares de templadas aguas.

Pero el hombre, en su inquietud malsana, aprovechó los largos ocios queriendo leer en el cielo las causas de su existencia, y su civilización floreció magnífica y esplendorosa a medida que los triunfos científicos parecían acercarla al origen de su creación. Todos los maravillosos inventos que mucho más tarde habían de darse en Kedah se dieron en Abasoa gracias a la perseverancia y tenacidad de sus habitantes. Grandes buque navegaron sobre sus azules mares, poderosas máquinas acortaron las distancias matando el tiempo, y grandes aparatos se elevaron en el aire en victoriosa competencia con las aves…

Abasoa se hizo pequeña. La mirada de los grandes sabios estaba fija ansiosamente en los demás astros que, cual Abasoa, giraban alrededor del Sol, y un día glorioso las grandes aeronaves se alzaron del suelo de Abasoa para surcar el espacio y alcanzar a Kedah.

Kedah, tal y como habían supuesto, atravesaba por los espasmos propios de su juventud. Espantables monstruos de gran talla vivían en sus bosques, pero el hombre no podía habitar allí. Las astronaves regresaron a Abasoa triunfalmente y se empezó a soñar en un viaje más largo. Sulak (Marte), fue su obsesión por mucho tiempo. Las naves que sirvieron para alcanzar a Kedah no eran bastante poderosas para realizar un viaje tan largo hasta Sulak. Pero la ingeniosidad de los hombres venció una vez más las barreras levantadas por la naturaleza. Buscando un sistema de propulsión descubrieron lo que en la Tierra había de llamarse más tarde desintegración nuclear. Las fuerzas vivas de la naturaleza estaban ya presas en los laboratorios de los sabios saissais. Con la desintegración del átomo acababa de descubrirse a la vez una fuente de energía y un arma terrible. El viaje a Sulak era ya posible, y era posible también desencadenar apocalípticos cataclismos allí donde la paz y la felicidad hallaron su acomodo durante tan largos siglos. La civilización saissai alcanzaba así el punto crucial de su existencia. ¿Qué iba a ocurrir de ahora en adelante?

Las grandes astronaves saissais volaron hasta Sulak. En Sulak habitaba una raza de hombres negros, cuya inteligencia podía equipararse a la de los hombres azules y los hombres negros. Todo fue bien por algún tiempo, pero no tardaron mucho en llegar las desavenencias. Las relaciones entre los dos planetas hiciéronse por días más tirantes, y finalmente estalló la guerra.

Fue aquella una guerra espantosa, mortal, ruinosa. Los hombres negros, que ya habían igualado en conocimientos científicos a los saissais, llevaron la guerra a Abasoa. Los saissais, a su vez, desencadenaron sobre Sulak un horrible cataclismo de fuego. En los dos planetas quedaron arrasadas todas las ciudades. Las ciudades, al sobrevenir la paz, tuvieron que erigirse en el seno de la tierra, donde pudieron considerarse a salvo de las terribles armas termonucleares que uno y otro bando esgrimía con furor suicida.

La guerra entre Abasoa y Sulak fue espantosa, y la paz que la siguió, una era de inquietudes con febriles preparativos para la otra guerra que no se hizo esperar. Nuevas armas salieron a la luz de unos días nublados de negros presagios. Los hombres negros, sin duda, habían llegado a ser con el tiempo más fuertes que los saissais.

- Un día -relató Dore de Abasoa-, me remonté en el espacio llevando conmigo una flota aérea considerable. Íbamos a bombardear Sulak con el ánimo de destruir las escasas ciudades y fábricas que quedaban sobre su superficie. Sabíamos que la guerra, tal y como habíamos llegado a hacerla, estaba alcanzando un punto muerto. Los pueblos y las industrias de ambos planetas estaban soterrados en el seno de la tierra. Nuestra lucha de hoy en adelante se reducía a encuentros en mitad del espacio, a luchas aéreas que ocasionarían tremendos gastos y ninguna victoria de los dos bandos. Quedaba, no obstante, un medio para aniquilarnos mutuamente. Una reacción en cadena podía originar la desintegración de las atmósferas de nuestros respectivos mundos, y con la atmósfera desaparecían también los mares, los bosques, cuanto hubiera sobre la faz de nuestros planetas… ¡todo!

- Supongo que esa posibilidad de aniquilar al adversario entraba en el ánimo de los dos bandos y que nadie se atrevería a mencionarla siquiera por temor a ser los aniquilados -objetó mister Stefansson.

- Así fue por algún tiempo. Finalmente, los hombres negros de Sulak se decidieron a utilizar ese medio de destrucción. Fue en aquel mismo día que partí de Abasoa con mi flota cuando ocurrió la catástrofe. Mientras nosotros volábamos hacía Sulak, una poderosa flota de naves enemigas llegó sobre Abasoa y… y soltó la bomba fatal. Aún desde la considerable distancia en que nos encontrábamos pudimos ver el halo de fuego que envolvió a Abasoa durante unos minutos.

- ¡Debió ser espantoso! -murmuró von Eicken.

- Nunca lo olvidaré -suspiró Dore con los ojos llenos de lágrimas-. Dimos la vuelta y regresamos. ¡Nuestro hermoso Abasoa había quedado convertido en un planeta muerto, desierto, frío, inhabitable…! Sólo quedaba un mundo muerto, acribillado de impactos atómicos con el suelo agrietado, deshecho… pulverizado…!

Dore se cubrió el rostro con las manos y sollozó en silencio. Los dos capitanes de su flota que estaban presentes, Bulak y Lvov, miraban ante si a un punto incierto del espacio con los ojos igualmente llenos de lágrimas. La media docena de guerreros “saissais” que montaban guardia junto a la puerta se volvieron de cara a la pared, actitud que entre los “saissais” denotaba dolor inconsolable.

- ¿Y no se salvó nadie? -preguntó Harry Terney.

- Nadie -suspiró Dore-. La reacción en cadena pasó por los conductos de renovación de aire de nuestras ciudades subterráneas y las hizo volar en pedazos. Los únicos supervivientes éramos los tripulantes de la Tercera Flota Aérea. Muchos de nuestros soldados y oficiales se suicidaron a la vista de aquella catástrofe que les dejaba de golpe sin familias, sin amigos y sin patria. Maltrechos de dolor nos alejamos de aquel mundo sin vida y pusimos rumbo a Venus.

- ¿Por qué a Venus precisamente?

- Ningún otro planeta próximo reunía por entonces condiciones de habitabilidad. Pensábamos colonizar otro mundo para nuestra raza. Venus estaba lejos de Marte y no demasiado para nuestras naves del espacio. Las mujeres de Abasoa tenían el privilegio de poder luchar con los hombres como soldados y oficiales. No eran medios de perpetuar nuestra raza lo que nos faltaban. Sólo nos faltaba un nuevo mundo y éste fue Venus. En cuanto llegamos aquí se casaron las mujeres todavía solteras con nuestros soldados. Al cabo del tiempo habían nacido cerca de un centenar de niños…

- ¿Fueron aquellos niños los abuelos de los hombres azules que actualmente pueblan Saissahar? -interrogó el profesor von Eicken.

- Si. Llevamos a las mujeres y a los niños a uno de los polos de este mundo. Antes de separarnos, las mujeres se comprometieron a no hablar nunca a sus hijos de Abasoa ni de la civilización de sus padres. La nueva generación debería valerse de sus propios medios para vivir. Queríamos que empezaran de nuevo desde el mismo punto que nosotros habíamos partido muchos siglos antes.

- En otras palabras, querías que vuestra cultura retrocediera hasta sus orígenes y empezara de nuevo toda la complicada evolución que fatalmente desemboca en la supercivilización del hombre.

- Exactamente. Sólo les dejamos nuestra lengua y escritura, aun creo que les dejamos demasiado. Cuando nos aseguramos de que nuestros hijos fabricaban sus armas con pedernal y cocinaban sus comidas con toscos pucheros de barro, cuando les vimos vestidos de pieles y viviendo en cuevas como los trogloditas, entonces nos retiramos a esta montaña enclavada en el corazón de la zona tórrida, donde nuestros hijos no llegarían seguramente jamás, y construimos esta ciudad esta ciudad subterránea. Nos propusimos erigirnos en eternos guardianes de la paz e independencia de nuestra raza y escogimos el sistema de congelación para detener nuestra existencia mientras allá afuera la vida proseguía su ritmo naciendo, creciendo y muriendo.

- ¿Y nunca os mostrasteis a los saissais? -preguntó Harry.

- Nunca. Ellos ignoran nuestra existencia. Tenemos un dispositivo automático que nos descongela cada trescientos años. Tres días de cada tres siglos los dedicamos a repasar nuestras máquinas frigoríficas y a lanzar una mirada sobre Saissahar. Nuestros descendientes caminaban muy lentamente hacia la supercivilización que les creó y ello nos alegraba. Contábamos en que para que salieran de su primitiva ignorancia, se multiplicaran, se formaran primero en tribus y luego en naciones, pasaría muchísimo tiempo, y que luego transcurrirían muchos siglos más hasta que empezaran a descubrir las máquinas que fueron causa de nuestra ruina…

- Pero algún día llegarán adonde llegaron los hombres de la Tierra y adonde llegasteis vosotros -insinuó Erich von Eicken.

- ¡Qué duda cabe! -suspiró Dore de Abasoa-. Pero mientras llegue esto serán felices y libres… ¡Ay de ellos en cuanto su curiosidad fatal les lleve a desembocar en la Era de descubrimientos! Entonces habrá soñado la hora de su exterminio…

- ¿Y ahora? ¿Qué pensáis hacer?

- Si es cierto que viven sojuzgados por otros hombres de otros mundos les liberaremos. Destruiremos todas las máquinas aportadas por el hombre gris y volveremos a sumir a nuestros descendientes en la ignorancia. Mientras las guerras se hacen con lanzas, con mazos y con flechas todavía son soportables. Pero cuando las guerras se mecanizan y toman parte en ellas todos los habitantes de una nación, entonces las guerras son una maldición con un final obligatorio: la destrucción y exterminio de todo lo que se puede destruir y exterminar.

Los terrestres asintieron en silencio. Dore de Abasoa se dirigió hacia el banco de instrumentos, se situó ante un micrófono y, después de hacer una llamada general a todos los rincones de la ciudad congelada, transmitió un mensaje. En él daba cuenta a sus soldados de lo ocurrido en Venus mientras ellos dormían y de su propósito de aniquilar al invasor. Aniquilarlo hasta no dejar un solo hombre gris ni una sola máquina, aniquilarlo de forma tal que no quedara átomo de ellos ni pedazo de sus armas diabólicas que más tarde pudieran utilizar los “saissais” o servirles de modelo para crear otras.

Los terrestres escucharon este mensaje en silencio. Erich von Eicken tenía la mirada de sus ojos azules fija en un punto.

- ¿En qué piensa, profesor? -le preguntó Harry Terney.

- Pienso en cuanto acaba de relatarnos este hombre. Y mientras él hablaba me ha parecido estar viendo el futuro de la Tierra. También los terrestres acabaremos así, mister Terney. Ya estamos lanzados por el camino que nos llevará a la autodestrucción y el exterminio de la humanidad… y no habrá nadie capaz de hacernos volver atrás en este camino trágico.

- Espero no ver nunca el fin del mundo como vio Dore de Abasoa el ocaso del suyo -murmuró Harry Terney.

- Así sea -suspiró como cerrando la conversación Miguel Ángel Aznar de Soto.