CAPÍTULO VI
PRESAGIOS DE DERROTA
A las dos de la tarde (hora de España), Nemania estaba en poder de Miguel Ángel Aznar. La lucha proseguía aún, enconada y cruel, por los recónditos subterráneos de la ciudad. Grupos aislados de bestias seguían ofreciendo una resistencia desesperada al amparo de los mil escondites que prestaban los túneles cegados y las montañas de escombros, pero su agresividad no podía salvar a la capital. Esta era un informe montón de ruinas, pudridero de siete millones de habitantes y 4.000 soldados terrestres caídos en el feroz asalto.
Nemania, como población, no tenía ya ningún valor. Pero como cabeza de puente era inapreciable. Miguel Ángel había ordenado volar los grandes túneles que le ponían en comunicación subterránea con otras ciudades inmediatas por tren y autopistas y disponíase a convertir este nauseabundo cementerio en reducto inexpugnable. El prolongado bombardeo atómico del Rayo no había conseguido dañar apenas la formidable costra de acero y cemento que protegía a la ciudad por arriba. Los marcianos, que fortificaran tan magníficamente su capital, pretendían destruirla ahora junto con los tenaces enemigos que habíanse alojado en ella.
Una lluvia ininterrumpida de proyectiles dirigidos tronaba sobre Nemania. La bestia, enfurecida, pugnaba por arrancarse aquel aguijón clavado profundamente en su planeta. El sorpresivo ataque terrestre a la ciudad no dio tiempo a los hombres grises para preparar su voladura, y las defensas acumuladas por ellos se revolvían contra sus propios constructores, resistiendo inconmovibles el huracán de fuego que caía sobre ellas.
A 300 metros de profundidad, teniendo sobre su cabeza el continuo trueno del bombardeo “thorbod”, el almirante de la Policía Sideral se preparaba para resistir un largo asedio. Una fría cámara acorazada, de la que sólo unos momentos antes habíanse retirado los cadáveres de varios oficiales “thorbod”, víctimas de los gases venenosos, le servía de Cuartel General. Las tropas especiales habían traído algunos aparatos de radio y televisión de gran alcance y, gracias a ellos, podía estar en continuo contacto con el Rayo.
El autoplaneta, artífice de esta victoria inicial, era el verdadero héroe de la jornada. Había protegido el desembarco del cuerpo expedicionario, fulminó con sus bombas a los habitantes de Nemania, que buscaban un escape por arriba, e infligió a la bestia duras pérdidas, en aviones. Después de combatir furiosamente durante largas horas contra las fuerzas aéreas “thorbod”, derribándoles no menos de 18.000 aparatos sin sufrir una sola pérdida, el Rayo continuaba “batiendo el cobre”, a decir del rudo y bravo Richard Balmer.
El Rayo, sobre el cielo de Marte, se comportaba según la forma de un toro bravo, arremetiendo como una furia contra las formaciones “thorbod” allí donde estas eran más densas y dejando tras sí un rastro de destrucción y muerte. Los platillos volantes habían acabado por considerar con más respeto a este coloso invencible y se dedicaban a neutralizar lo mejor posible el impacto de sus proyectiles dirigidos sobre sus ciudades. Haría falta una nueva táctica para vencer a este globo impetuoso, y mientras la buscaban, los “thorbod” veían amenazado su cielo por la presencia de aquella máquina diabólica, insensible a la caricia abrasadora de sus Rayos Z y envuelto en una atmósfera invisible, contra la que se estrellaban todos los proyectiles dirigidos dotados de gran velocidad.
—¡Ah, si tuviéramos solamente una docena de Rayos! —exclamaba Richard Balmer por la radio—. ¡Ya les enseñaríamos a estos bichos a no agredir a sus vecinos y permanecer quietecitos en casa!
Desgraciadamente, no existía más que un Rayo en todo el Universo. Si la bestia se hubiera retrasado solamente un año en su ataque, la Policía Sideral hubiera podido contar con varios centenares de sus magníficos destructores. Entonces, el ataque “thorbod” hubiera sido un suicidio para el guerrero Marte. Con más probabilidad, Marte no hubiera intentado siquiera agredir a la Tierra ni arrebatarle su supremacía.
Las cosas así eran distintas. El Rayo estaba solo frente a las poderosas escuadras “thorbod” y no podía estar en todos sitios a la vez. Mientras sembraba el desconcierto entre los marcianos, allá en la Tierra y Venus la bestia se anotaba estrepitosos triunfos. El Rayo, una vez más, sirvió de intermediario para verter en los oídos del almirante luctuosas nuevas.
—Las cosas andan de coronilla allá por la Tierra, Ángel —informó Richard Balmer desde el Rayo—. La primera batalla aérea acabó en un desastre para nuestras fuerzas… y la segunda, también. No comprendo cómo ha podido ocurrir, pero lo cierto es que esos bicharracos color ceniza nos están zurrando de lo lindo en nuestra propia casa. Acabo de hablar con el general Ortiz y me ha dicho que después de perder la mitad de todas sus fuerzas aéreas, éstas se baten a la defensiva… ¡A la defensiva, Ángel, nosotros que nos creíamos los más fuertes hasta hace solamente algunas horas! ¿Qué crees tú que puede significar todo esto?
—Eso sólo puede significar una cosa, Richard. Memos perdido la supremacía aérea. Esperemos que nuestra presencia en Marte obligue a la bestia a retirar algunas fuerzas de la Tierra y se restablezca el equilibrio. ¿Qué hay de Venus?
—Los hombres grises han desembarcado allí y pelean ahora en el suelo. Dominan por completo el aire… bombardean Anadai y Dahor… Esto es un desastre, muchacho. ¡Un verdadero desastre!
Miguel Ángel hizo una mueca y miró hacia la puerta por donde acababa de entrar Lola Contreras esgrimiendo en el aire, victoriosamente, su cámara cinematográfica.
—¿Y de la escuadra que viene hacia aquí, qué hay? —preguntó el almirante al distante Richard.
—Llegarán dentro de unas horas… si es que no tienen algún tropiezo con los “thorbod”. Yo siempre he dicho que la suerte, como la desgracia, suelen venir a rachas. De manera que…
—Salid al encuentro de esos aviones —cortó el almirante de mal humor—. No pierdas el contacto conmigo ni con la Tierra. Inquiere noticias… necesito saber qué calamidades ocurren por allá.
—¡O. K., jefe! —repuso Richard—. Vamos a buscar esa escuadra y traerla para acá. Hasta luego. Corto.
Miguel Ángel abandonó el micrófono y se volvió a mirar a Lola.
—¿Encontró su maquinita, al fin? —preguntó tratando de sonreír.
—Sí —afirmó la muchacha—; pero después de lo que usted dijo he perdido todo el entusiasmo por el reportaje. ¿De veras cree que la humanidad va a perder esta guerra?
Miguel Ángel miró en torno. Dos coroneles, al otro extremo de la cámara, dictaban órdenes por radioteléfono a las compañías que todavía peleaban con los “thorbod” por las profundidades y las ruinas de Nemania. Hizo un gesto indicando a Lola que se acercara y cuando la tuvo junto a sí, murmuró:
—No quiero que mis hombres conozcan las reflexiones derrotistas de su jefe, ¿entiende?
Las pupilas de Lola centellearon tras el cristal azul de su escafandra.
—No gritaré, si eso es lo que le asusta —dijo—. Pero quiero saber la verdad de lo que usted piensa. ¡Sólo la verdad! Cuando le hice aquella interviú a bordo del Rayo, estaba usted seguro de nuestra victoria. ¿Ha cambiado de parecer en tan poco tiempo?
—En ese tiempo tan corto han ocurrido cosas decisivas, señorita. Por lo demás, en el mismo momento de comenzar esta guerra, aun antes de que la bestia atacara a la Luna, yo sabía que esta guerra no podía ganarla el Mundo. Es más. Siempre supe que si Marte se decidía a atacarnos antes de que pusiéramos en línea nuestros destructores del tipo y características de los del Rayo, la humanidad estaba perdida.
Lola Contreras dio un brinco de sobresalto.
—¿Pero por qué? —preguntó rápidamente—. La bestia no parece llevar intenciones de aniquilar a la Tierra, como hizo con la Luna. Sabe que si hiciera eso, Marte sería igualmente arrasado. Usted mismo, según tengo entendido, tiene a bordo de su astronave algunas de esas bombas “W” que podrían acabar ahora mismo con toda la vida existente sobre el planeta Marte.
—No se preocupe —dijo Miguel Ángel con un triste ademán—. Antes de utilizar la bomba “W”, la bestia apurará todos los recursos para invadir la Tierra sin dañar lo más mínimo de su atmósfera. Solamente si se viera rechazada por nuestras armas e imposibilitada de conquistar nuestro mundo, se decidiría a destruirlo.
Hubo un corto silencio. Tras el cristal azulado de su escafandra, la hermosa faz de Lola había palidecido intensamente.
—¿Quiere decir que la bestia se dispone a invadir la Tierra sin destruirla, pero que si fuera derrotada aniquilaría toda la vida existente sobre ella? —preguntó la joven en un soplo de voz.
—Sí —repuso Miguel Ángel roncamente—. Y también toda la vida existente sobre Venus y el mismo Marte. Si los hombres grises nos vencen en esta guerra se erigirán en dueños del Universo, convirtiéndonos para siempre en sus esclavos. Y si les vencemos, rechazándoles hasta Marte, entonces optarán por el suicidio en masa, arrastrándonos a todos a la perdición. Eso es lo que he creído siempre… ¡y ojalá me equivocara!
Lola Contreras consideró en silencio las palabras de Miguel Ángel. La teoría de éste, según la cual la bestia estaba decidida a vencer o sucumbir, arrastrando consigo en su caída a todo el género humano, era la más tenebrosa y espeluznante de cuantas hasta entonces se habían formado en torno a la futura forma de proceder de aquellas abominables criaturas.
—¡Pero eso es horrible! —exclamó Lola sintiéndose estremecer de frío—. ¡No puede ser! ¡Usted se equivoca! Bestia o persona, el hombre gris tiene raciocinio y, sin género de dudas, también instinto de conservación. ¿Por qué, en caso de derrota, habían de decidirse por el suicidio? ¡Eso carece de sentido!
—Tenga en cuenta, señorita, que la bestia no tolera copartícipes a su alrededor. Esta galaxia ha de ser suya o de nadie. Sabe que si perdiera esta guerra jamás volvería a ofrecérsele la oportunidad de ganar otra. Si los hombres grises son expulsados de los astros que giran en torno al Sol, no se marcharán dejándonos en libertad de disfrutar un futuro venturoso. Antes de emigrar en busca de otro mundo habitable nos arruinarán para siempre, torpedeando estos planetas con bombas “W”, apagando la llama de nuestra existencia. Y ni siquiera obrarán así por malévola venganza, sino respondiendo a los dictados de su sentido común, el cual les advierte que esta humanidad triunfante está predestinada a extenderse por todo el Universo, difundiendo sus inquietudes, su religión y su cultura por los más remotos mundos, hasta que un día, Dios sabe en qué lejana galaxia hombre y bestia vuelvan a tropezarse, reanudando su lucha por la supremacía universal hasta el total exterminio de una o de ambas razas.
—Entonces… la humanidad… ¡está irremisiblemente perdida! —exclamó la muchacha horrorizada—. ¡No nos queda más opción que la esclavitud o la muerte! ¡Cielos! Siendo así… si nuestra victoria sólo puede acarrearnos la destrucción… ¿para qué luchamos?
—El mundo lucha convencido de que es posible vencer a la bestia, recluyéndola en Marte, desarmándola y quitándole toda nueva oportunidad de hacernos la guerra en lo futuro.
—Pero usted asegura…
—Lo que yo diga carece de valor, señorita. La teoría de que, viéndose derrotada, la bestia arremeterá contra nosotros con sus armas de destrucción en masa, es exclusivamente mía. ¿Entiende?
—Usted debería advertir al Mundo de lo que piensa.
—¿Para qué? Ello no mejoraría la suerte del Mundo. En todo caso, lo único que conseguiría sería restarle acometividad. ¿Quién lucharía con fe y esperanza pensando que, cualquiera que fuese el resultado de la contienda, el desenlace había de ser igualmente desastroso? La humanidad luchará mejor ignorando mis teorías, y a usted y a mí nos queda la esperanza de que yo esté equivocado, que aún sea posible una victoria, que la bestia acceda a negociar una paz, que opte por salir de esta galaxia sin destruirla o de que ocurra un milagro. ¿Quién sabe? Lo único que no puedo hacer es dar a la publicidad mis presentimientos. De todos modos, la posibilidad de una victoria terrestre, y con ella el aniquilamiento de la humanidad, es por momentos más remota. La bestia se apunta resonantes triunfos en todos los frentes. Hemos pasado a la defensiva.
—¡Cielo Santo! ¿Significa eso que perdemos la guerra? —exclamó Lola con terror.
—Significa que nos quedan muy pocas probabilidades de ganarla.
—Entonces… ¿estamos condenados a la esclavitud?
—Quien sabe. Tal vez, si consiguiéramos de la bestia un armisticio… Pero es absurdo asirse a esa esperanza. La bestia, viéndose triunfante, jamás accederá a una tregua. Lo único que podemos hacer es intentarlo… Obligarle a una paz… dejar en tablas esta partida.
—Sí, pero, ¿cómo? —murmuró Lola con voz sollozante.
—¿Cómo? —repitió Miguel Ángel—. Estamos en Marte, ¿no? Hemos conseguido establecer una cabeza de puente. Si la bestia invade la Tierra y nosotros invadimos Marte, quedamos en la misma situación.
El almirante quedó unos momentos en actitud pensativa.
—Sí —murmuró—, es la única solución… Debo consultarlo con nuestro Estado Mayor ahora mismo…
Regresó el almirante junto a la emisora de radio, empuñando el micrófono y movió algunos mandos.
¡Hola, Rayo!… ¡Hola, Rayo! ¡Aquí Ángel… Ángel llama a Rayo!…
—¡Hola, Ángel! ¡Contesta Rayo! ¡Richard al habla!
—Necesito ponerme en contacto con el Cuartel General Terrestre, Richard. Ahora mismo.
—¡O. K.! ¡Conecto! ¡Rayo al habla… comunica el almirante!
—¡Tierra al habla… Diga!
—Quiero hablar con el general Ortiz o cualquiera de los jefes del Estado Mayor General —exigió Miguel Ángel.
—Un momento —solicitó la distante voz del operador terrestre.
Lola Contreras habíase acercado al almirante y le miraba con ansiedad a través del cristal azul de su escafandra. Siguieron unos minutos de silencio. Finalmente:
—¡Hola, Rayo! ¡Cuartel General Terrestre al habla. Comunica su excelencia el general Ortiz, del Estado Mayor General!…
—¡Hola, general! —habló Miguel Ángel—. Le hablo desde Nemania, por intermedio del Rayo. Le supongo enterado de que la ciudad está en nuestro poder…
—Sí, sí —apresuróse a decir el general—. Lo sé… lo sé. ¿Qué nuevas novedades hay?
—Ninguna. Por aquí todo sigue igual. Es para inquirir noticias del curso de las operaciones en la Tierra por lo que le llamo.
Hubo una corta pausa. El general carraspeó y dijo:
—Precisamente en estos momentos estamos reunidos… deliberando. El Estado Mayor opina que debe regresar usted a la Tierra. Usted, el Rayo y la pequeña fuerza aérea en ruta hacia Marte son más necesarios ahora aquí que en Marte… No podemos explotar su victoria sobre Nemania, y nuestra situación se agrava por instantes. Hemos perdido la flor y nata de nuestras fuerzas aéreas en dos desastrosas batallas. Nuestras reservas aéreas libran en estos momentos un combate decisivo para impedir el desembarco de los contingentes “thorbod”. Procedemos a armar a la guardia territorial. Tal vez todo esto no hubiera sucedido de estar usted aquí, excelencia… No lo sé, y Dios me libre de criticar su táctica; pero lo cierto es que la guerra sigue un curso francamente desfavorable para las armas terrestres y el ataque de usted a Marte no parece haber debilitado lo más mínimo la dureza del ataque “thorbod”. Si no ocurre un milagro…
—No ocurrirá ningún milagro, general —interrumpió Miguel Ángel secamente—. Lo único que nos resta por hacer es reconocer francamente que la bestia nos está arrollando y hemos perdido toda posibilidad de ganar esta guerra. Es tarde para hacernos recriminaciones que, de todas formas, no remediarán esta angustiosa situación. Aceptemos lo inevitable y busquemos una fórmula para mitigar el daño.
—Sí… sí… ¿Pero cómo?
—Necesitamos a toda costa arrancar a la bestia un armisticio.
—¡Un armisticio! —exclamó el general Ortiz con acento que denotaba el más profundo asombro—. ¡Cielo santo! ¿Cómo se le ha ocurrido pensar semejante cosa? ¿Negociar una paz vergonzosa cuando todavía no estamos vencidos? ¡Eso es inconcebible!
—Ha de ser antes de estar vencidos cuando hemos de negociar una paz honrosa, porque si la bestia nos ve desfallecer, entonces jamás nos dará opción a una paz.
—No sé… no sé… —tartamudeó el general—. ¡Es todo tan repentino e inesperado!… La opinión pública no está preparada para una solución de esta índole. Someteré la proposición de su excelencia a la deliberación del Estado Mayor y de la Sociedad de las Naciones. La firma de una tregua cae fuera de las atribuciones de esta Asamblea, ya lo sabe usted. ¿No sería mejor que abandonara Marte y viniera a Madrid para tratar directamente el asunto?
—No. No pienso abandonar Marte por ahora. Porque no se lo he dicho todo a usted, excelencia. La bestia jamás accederá a negociar la paz mientras se vea en posición francamente ventajosa. Para arrancarle un armisticio hemos de comprometerle de forma que una tregua sea la única solución para ella y para nosotros. Sólo invadiendo su planeta, mientras ellos invaden el nuestro, conseguiremos restablecer el equilibrio, y Nemania es hoy por hoy una magnífica cabeza de puente. Someta mi proposición a la opinión del Estado Mayor General y de la Sociedad de las Naciones. Si se deciden por negociar una paz, reúnan todas las escuadras aéreas disponibles y envíenlas a Marte junto con un numeroso ejército. Es más, puedo enviarles al Rayo para que embarque otra división de tropas especiales.
—Sí… sí… le comprendo.
—Trasmita todo esto a la Asamblea y, ¡por Dios!, apresúrense en tomar una decisión u otra, antes que sea demasiado tarde para nada. Quedo a la espera de sus noticias. Hasta más tarde.
Miguel Ángel cortó la comunicación y se volvió a mirar a Lola Contreras.
—Bueno —suspiró—. Los señores generales y primeros ministros de la Tierra tienen tema para discutir.