Capítulo séptimo

EN EL QUE HABLAN ANTE EL «BUNDESTAG», los Siete Enanitos son individuos, cinco mujeres desembarcan y quieren vivir una aventura, las aguamalas cantan en voz alta y baja, nuestro señor Matzerath llega, Malskat hace gimnasia gótica en el triforio, la Ratesa se lamenta solitaria, la Bella Durmiente se pincha con el huso y el barco fondea sobre Vineta.

Cuando yo soñaba con la ciudad de Danzig, por la que iba como único peatón, y con la Ratesa, cuando el barco, con rumbo a Vineta, titubeaba, titubeaba y no quería atracar en el puerto de Visby —lo mismo que también Oskar, en camino, se quedó en las carreteras de Polonia—, soñé, después de haber gritado varias veces ¡no!, en otros sueños, haber afirmado ¡tiene que haber alguna solución!, e implorado alguna esperanza pequeñita, que me autorizaban a comparecer ante el «Bundestag» e improvisar o leer un discurso.

Y cuando vi a los diputados sentados en grupos ante mí, y supe que el Presidente del «Bundestag» estaba, en alto, detrás de mí, y el Canciller con sus ministros a mi derecha, tomé, como si fuera algo tangible, la palabra: ¡Señor Presidente, señoras y señores! Es como si los viera a todos ustedes, sentados en ese orden bien calculado, en un sueño.

Y como, en mi sueño, estoy detrás de este atril, podría ocurrir que algunos detalles de mis observaciones quedasen borrosos en los márgenes, y otros resultasen hirientemente afilados.

Ahora bien, los sueños tienen su óptica especial; insisten en la desproporción.

De acuerdo con las investigaciones sobre su naturaleza, dicen la verdad a un nivel superior, pero no son demasiado exactos en sus resultados; porque ya ahora, después de echar la primera ojeada a este plenario totalmente lleno, empiezan a disolverse las transiciones entre los grupos: no reconozco partidos y solo veo intereses.

Se producen también incidentes perturbadores.

Apenas he comenzado mi discurso, me llama la atención cómo un enjambre de carteros uniformados cuentan billetes de banco para algunos diputados y entregan sumas repetidas veces en el banco azul, humedeciéndose los pulgares antes de hacer los abonos.

Además, me da la impresión de que el Canciller Federal, a mi derecha, se está metiendo entre pecho y espalda, trozo a trozo, mientras hablo, una buena porción de pastel de crema de mantequilla.

Naturalmente, sé que a los diputados y ministros no se les paga públicamente.

Y nunca ha mostrado tan públicamente el Canciller su afición a los dulces.

Solo mi sueño lo hace posible.

Deja al descubierto la realidad y me permite incluso exhortar al enjambre de carteros, que siguen atareados, a que se tomen una merecida pausa para desayunar; al fin y al cabo, no hace falta sobornar y corromper a todas horas.

Además, le ruego, señor Canciller, que reserve ese otro pedazo de pastel para el orador que me siga, a fin de que, libre de actividades paralelas que me distraigan, pueda expresar una propuesta que no tiene otro objeto que favorecer la cultura.

Se trata de la bomba de neutrones.

Recordarán ustedes, señoras y señores, que fue objeto de controversia.

Se dijo que había que prohibirla.

Suscitó indignación.

Yo también estuve en contra entonces.

La llamé francamente inhumana.

Y lo es, lo sigue siendo aún.

Porque, donde cae la bomba de neutrones, perece el hombre y, con él, perecen todos los animales.

Me han dicho que los rayos de neutrones acelerados y gamma paralizan en primer lugar el sistema nervioso, destruyen luego el tracto gastrointestinal, provocan simultáneamente hemorragias internas, violentos sudores y diarrea, y finalmente privan al cuerpo, hasta que la muerte sobreviene, de su última gota de agua, es decir, lo deshidratan, como dicen nuestros médicos.

Es espantoso y apenas puede imaginarse.

Son comprensibles por ello las muchas protestas.

Sin embargo, prescindiendo de los hombres y demás seres vivos deshidratados, la utilización de las bombas de neutrones no destruye casi nada.

Los edificios, aparatos y vehículos permanecen incólumes, y también los bancos, iglesias y garajes elevadosubterráneos, con sus accesorios.

No obstante, entonces se dijo con razón: eso no basta.

¿¡Qué nos importan fábricas capaces de producir, tanques en buen estado y cuarteles intactos, si perece el hombre!? Pero ¿qué ocurriría, pregunto yo, señoras y señores, si la bomba de neutrones se encargara de consevar la cultura? ¿Qué podríamos decir de una bomba que, como amiga de las artes, tuviera misiones conservadoras? ¿Se podría vivir con ella si, premeditadamente, no solo dejara intactos tanques y cañones sino también catedrales góticas y fachadas barrocas? En otras palabras, todos los que todavía ayer estábamos furiosos tendríamos que adoptar una actitud nueva, una actitud distendida hacia la bomba de neutrones, y reconocer su verdadero carácter, lo digo sin rodeos: su veta artística.

Recordémoslo: la violenta discusión de entonces impidió un desarrollo ininterrumpido desde los proyectiles simplemente tácticos hasta las bombas de neutrones estratégicamente eficaces.

Sin embargo, se recuperó el tiempo perdido, sobre todo porque no faltaban capacidades.

Quien quiera ver protegidos a la larga nuestros más altos bienes culturales —y estoy seguro de que ese es el deseo de todos los diputados— tendrá que ser favorable a la producción de muchas bombas de misericordia.

Lógicamente, esta exhortación se refiere a ambas Potencias Protectoras.

Al equilibrio del terror debe corresponder un equilibrio de la conservación.

Por eso es necesario un tratado especial que destine la bomba de neutrones, en calidad de bomba de misericordia, exclusivamente a la protección de la cultura.

Una comisión formada por ambas alianzas protectoras comenzará a actuar, solo con que nos lo propongamos, primero en Europa y luego en todos los continentes, elaborando una lista de los más importantes centros culturales.

Luego habrá que designar zonas de conservación equilibradas, como objetivos.

Finalmente, habrá que rearmarse en las zonas de ambas Potencias Protectoras, porque el potencial existente no bastará.

En lo posible, tendremos que conservar un gran patrimonio cultural que, de otro modo, quedaría olvidado por la destrucción atómica.

Señoras y señores, si interpreto sus voces correctamente, están empezando a interesarse.

Me piden que vaya al grano.

Me gritan con pasión: ¡el arte es cuestión de gusto! Cuánta razón tienen.

Pero nuestro gusto en cuestiones artísticas se definirá en cuanto en nuestra casa, en la región alemano-alemana, designemos lo que debe ser conservado: yo propongo Bamberg y Dresde como ciudades neutronizadas, para lo que podría ayudarlas la recientemente reconstruida Opera Semper y la estatua ecuestre de Bamberg.

Podrían seguirlas, sin que con ello quiera comprometerme, aquí Rothenburg ob der Tauber, allá Stralsund, luego Lübeck y Bautzen…

Les ruego, señoras y señores —muchas gracias, señor Presidente—, que se abstengan de dar voces como: ¿Y qué pasa con Celle?, o bien: ¿Y por qué no Bayreuth?, porque el aspecto pangermánico de la conservación proyectada debe ser prioritario.

Como hay que suponer que la mayoría de las ciudades —ya que por todas partes hay restos de cultura— solicitarán la gracia de una neutronización favorable a las artes incumbirá a la comisión deliberadora, todavía por formar, una gran responsabilidad.

Tendrá que demostrar comprensión por las artes.

Peor tendrá que aprender también a decir que no cuando esta o aquella ciudad, llámense Leipzig o Stuttgart, Magdeburgo o Francfort del Meno, tenga que conservar su anterior designación como objetivo.

¡Sí señor, sí! También yo lo lamentaré profundamente.

Me duele tener que decir que muchas capitales europeas no podrán pretender la protección neutrónica.

Sin embargo, si se estuviera decidido a actuar a tiempo, se podría almacenar una buena parte de los bienes culturales amenazados por ataques nucleares en ciudades cuya neutronización protectora estuviera asegurada.

Por ejemplo, los tesoros del Vaticano podrían evacuarse a Avignon, las obras de arte del Louvre a Estrasburgo, lo que puede ofrecer Varsovia a Cracovia, y las obras más valiosas de la isla del Museo del Berlín oriental al ámbito cultural, digno de ser conservado, de Weimar.

No excluyo que voluntariamente, aunque no sin nostalgia, se trasladaran portales de catedrales familiares, fachadas barrocas queridas, pilas baptismales utilizadas desde hace generaciones y santos de puentes bien conocidos a zonas de conservación; una operación paneuropea, por cierto, muy apropiada para crear puestos de trabajo.

¿Por qué —por ejemplo— no podría conseguir nuestra técnica trasladar la catedral de Colonia a Dinkelsbühl, o la Torre de Londres a Stratford? Porque, señoras y señores, ¿¡qué no haríamos para salvar los testimonios de la cultura europea!? De esa forma, Europa podría por última vez demostrar su grandeza, ser un modelo para que, en otros continentes, nos imitaran llenos de espíritu de conservación.

Por eso ruego que se me permita hacer una observación personal que —con permiso del señor Presidente— resulta apropiada en estos momentos: si mi ciudad natal de Danzig, llamada Gdansk desde el fin de la, por ahora, última guerra, tuviera la dicha de ser una de las ciudades neutronizadas, es decir, pudiera sobrevivir con todas sus torres y torrecillas, casas de gabletes y escalinatas, con su fuente de Neptuno y la severidad de su gótico de ladrillo a la Tercera Guerra Mundial, cualquier, cualquier sacrificio que fuera necesario me resultaría fácil.

Sin duda exclamarán: ¡Eso es inhumano! Eso es cinismo.

Y también yo al principio me preguntaba: ¿de qué nos servirá toda esa protección de la cultura, si en las ciudades neutronizadas todo ser vivo en cuya carne, como dice la Biblia, quede aliento se ve deshidratado hasta que la muerte le sobrevenga? ¿Quién quedaría para contemplar lo conservado y exclamar con admiración: ¡qué belleza más imperecedera!? Sin embargo, no debemos engañarnos.

No queda otra opción.

Lo mismo que la libertad, el arte tiene su precio.

Por eso, señoras y señores, deben tomar su decisión con toda firmeza.

No obstante, cuando miro a este plenario y observo cómo se han aclarado los escaños, más aún, me doy cuenta de que estoy solo en esta Alta Cámara —porque ahora han desaparecido también el Canciller y su gabinete—, comienzo a dudar.

Me pregunto: ¿estarán dispuestos esos diputados ausentes a actuar en consecuencia de forma tan amante de las artes como en otra ocasión, cuando había que proteger nuestra libertad, cuando dijeron mayoritariamente que sí a esos trastos de alcance medio… cómo diablos se llaman? Sin embargo, se han ido y nos les llegan mis palabras.

Y me hubiera gustado hacer otras propuestas apropiadas para completar la protección de nuestros monumentos.

Se trata de la porquería de después.

Como sé por fuentes posthumanas y como aseguran ya todos los expertos, después del «Big Bang» nubes de cenizas oscurecerán el cielo.

Las tormentas llevarán esa expresión concentrada de las últimas posibilidades humanas alrededor de la Tierra, de forma que las intactas catedrales, los palacios lujosamente decorados y las alegres fachadas barrocas quedarán pronto negras de hollín.

Habrá hollín por todas partes.

Un hollín espeso, grasiento.

Las consecuencias serán daños sin igual.

¡Algo lamentable! ¡Una desgracia para la cultura! ¿No quiere escucharme nadie? ¡Eh, Canciller! Se ha ido, dejando solo miguitas.

Y, sin embargo, habría que tomar medidas.

¡Ahora y enseguida! Habría que conceder recursos para la investigación, movilizar el espíritu alemán de inventiva y alentar a nuestros consorcios de productos químicos a desarrollar un material de protección soluble, a fin de que ese hollín no se quedara para siempre…

Lo sé, sigue planteándose la cuestión: ¿quién diablos eliminará luego esas capas protectoras? Si ustedes, señoras y señores de la oposición, estuvieran aún presentes, me podrían desconcertar gritando ¡pero si todos los hombres estarán irradiados, deshidratados, reventados! Sin embargo, yo tendría una solución.

Al fin y al cabo, no deben seguirse cargando sobre el género humano todas las fatigas y sudores, como dice la Biblia.

Quisiera recordar la demostrada capacidad de supervivencia de la rata migratoria común, llamada «rattus norvegicus».

Ella estará ahí cuando nosotros no estemos ya.

Ella encontrará nuestros testimonios culturales tutelarmente conservados.

Dedicada de siempre al hombre, esa rata superviviente —curiosa como son todas las ratas— pelará las capas protectoras ennegrecidas por el hollín, centímetro a centímetro, y admirará el esplendor intacto…

Entonces dejé de soñar que tenía que pronunciar un discurso ante el «Bundestag».

Mi última frase —¡Muchas gracias, señoras y señores, por su elocuente ausencia!— me la oí pronunciar totalmente despierto.

Qué suerte que nada se haya decidido aún: nuestro señor Matzerath en camino, el barco entrando en el puerto de Visby, mi rata de Navidad duerme, soñando quizá con el Tercer Programa, pero en los bosques de Grimm crece la resistencia: todos los personajes de cuento están ferozmente decididos.

¿Cómo debemos imaginarnos aislados a los Siete Enanos? ¿Qué puede decirse aún sobre Yorinde y Yoringuel, salvo que son la más triste de todas las parejas tristes? ¿Vale la pena investigar más a fondo la manía compulsiva de besar? Todo eso y más cosas querría saberlo nuestro señor Matzerath en cuanto vuelva de Polonia.

Desde luego, le gusta que yo haya dado a los Siete una actitud básicamente anarquista, pero quiere ver a cada enano individualmente representado.

El Segundo podría anotar contablemente todos los besos del Príncipe en una relación, mientras el Cuarto imitaría al Príncipe besucodespertador; más adelante veremos cómo el Primero, el Sexto y el Séptimo Enanos vigilan desconfiadamente a ese joven de boca insaciablemente besadora.

Es evidente que los Siete explotan a su Blancanieves: esa pobre chica delicaducha no solo tiene que lavarles y plancharles la ropa, coserles los botones y dejar relucientes siete pares de botas; también se ve a este o aquel enano desaparecer en la buhardilla con su siempre complaciente amita de casa.

Cada vez que el cliente, después de un rato relativamente corto, baja silbando por las escaleras y Blancanieves, una y otra vez, sale agotada y tambaleándose de su cuarto, la Perversa Madrastra cobra abajo en dinero antiguo, táleros prusianos o monedas de oro.

Son groseros, ruidosos y están chiflados por sus juegos de dados.

Los ejercicios en común los mantienen físicamente en forma: luchas de dedos y zancadillas.

Cortésmente solo tratan a la Bruja, a la que todos los huéspedes de la pensión, incluida a la Perversa Madrastra, respetan; las dos se enfrascan a veces en conversaciones, en cuyo transcurso no quedan sin respuesta las cuestiones de la emancipación femenina.

En todo momento, la patrona de la Casita de Mazapán se comporta como una encargada de albergue, es decir, severa y tutelar a la vez, y solo de vez en cuando, cuando juguetea con los dedos de Hänsel, se revela su verdadero carácter.

Hay que suponer que mantiene relaciones con Nabiza, el criado, o con Rúmpeles-Tíjeles, o con ambos, porque el colosal gigante y el renqueante camarero obedecen asustados en cuanto ella encorva su largo índice.

No le gusta que Nabiza haga que Rapónchigo le peine la barba.

Y detesta que Rúmpeles-Tíjeles se desate la pierna para comparar su muñón con los muñones de los brazos de la Muchacha.

La Bruja reclama a menudo al Rey Sapo, al que ella y Gretel sacan del pozo echando un cubo de agua, con más frecuencia de la que el guión exige.

A las dos les gusta charlar con el coronado buceador, cuyas historias submarinas son muy graciosas.

La Dama no hace caso de la cháchara, y solo se ocupa de su jaqueca en cuanto el Rey Sapo salta de su frente al pozo.

La admiración por la belleza sufriente se hace palpable cuando la patrona de la Casita de Mazapán le da tabletas calmantes hechas de huevos de sapo secos, con un trago de un líquido de color verde rana.

A la Bruja le gustaría tumbarse junto al pozo; sin embargo, cuando, con permiso de la Dama, se echa en este lugar, el sapo se niega a saltar del brocal del pozo a la frente de la Bruja.

Como si quisiera por subtítulo la frase «El corazón no atiende a razones», la Dama se acuesta sonriendo y experimenta inmediatamente el frescor.

Y Gretel, que lo ha visto todo, hace una mueca significativa, como si esa niña supiera cómo inducir al real sapo a tener una aventurilla.

No todas las sugerencias de nuestro señor Matzerath resultan iluminadoras: quiere —aunque solo sea para molestarme a mí— que caracoles gigantes traigan el Diccionario de Grimm volumen a volumen, hasta que la Abuela tenga delante los treinta y dos tomos; además, antes de irse a Polonia, decidió que Caperucita solo abriría la cremallera para meterse en la tripa del Lobo cuando su Abuela se negase a dejar que la muy tonta se metiera bajo sus faldas.

No quiero comentar esa intromisión en mi guión, aunque no comprendo a nuestro señor Matzerath: la Abuela de Caperucita Roja no es Anna Koljaiczek; no obstante, estamos totalmente de acuerdo cuando Oskar quiere que se explique con más detalle la manía de besar del Príncipe.

Lo absurdo del beso, el besador como reincidente, el besodespertar como proceso mecánico, ese estúpido desprecio de la higiene, todo eso exige un actor capaz de besar, permaneciendo invariablemente indiferente, cualquier cosa que se parezca a la Bella Durmiente; porque en el curso de la trama se le privará al Príncipe de su auténtico objeto besado, por lo que no solo repartirá sus besos entre Rapónchigo y Blancanieves, sino que atacará también a una muñeca, fabricada con paja, musgo y trapos por el Sexto y el Séptimo Enanos.

Yo nunca iría tan lejos como nuestro señor Matzerath, que llama al beso una enfermedad con el sabor anticipado de la muerte; sin embargo, el argumento de la película debe mostrar los peligros que supone la besuconería del Príncipe.

Vacuo y hermoso como es, perderá la cabeza sin la Bella Durmiente.

¿Y Yorinde y Yoringuel? ¿Cómo puede mostrarse un pesar que consiste en una mímica invariable? ¿Y Rapónchigo? ¿Su incómodo cabello largo? ¿Esa abundancia, con la que no puede ningún peine? No, en el guión no habrá ninguna peluca que pueda ser arrancada por los enanos anarquistas y, convertida en estropajo, utilizada como pelota hasta que de Rapónchigo solo quede el ridículo.

Soñadoramente largo, hilado con oro rojizo y, sin embargo, natural debe ser el cabello que flamee desde la ventana del piso superior de la Casita de Mazapán, cabello deseado, cabello soñado, la única bandera que yo estoy dispuesto a seguir.

Por eso llamo a mi Damroka la de los bellos rizos.

Con su cabello caen sobre mí más cosas de las que la Ratesa —¡ahí está otra vez!— puede apartar con su charla.

Y, porque estoy literalmente colgado del cabello de Damroka, Rapónchigo —¡no, señor Matzerath!— no perderá ninguna peluca.

Tras haber amarrado su barco las cinco mujeres en el puerto de Visby, en Gotland, han llegado ya, pero están más lejos que nunca de Vineta.

Su barco ha navegado sus buenas trescientas cincuenta millas en dirección este.

Después de la isla de Mön, vieron desaparecer la isla de Bornholm.

Estuvieron cerca de la tierra firme sueca a la altura de Ystad, y luego, cuando se pelearon en la bahía de Hanö, al alcance de la vista: una línea de costa baja, marcada por instalaciones industriales.

Finalmente, les pasó por babor la extensa isla de Öland.

Después de sesenta y dos horas de travesía, habían consumido, tal como yo había calculado, más de setecientos litros de aceite pesado, y entraron en el puerto de Visby con el depósito de reserva casi vacío.

Se estaban agotando todas las provisiones.

El agua potable escaseaba.

De lana, ni hablar.

No se podía contar ni recontar más historias.

La disputa de la bahía de Hanö, cuando recogieron las últimas aguamalas, había consumido muchas palabras.

Por ello se limitaban a gritar con medias frases lo que el barco exigía de ellas.

Como además ha pasado mucho tiempo, solo quedan pocas horas para bajar a tierra.

Damroka va a la oficina del capitán de puerto, a fin de recoger los papeles sellados de la RDA.

La Maquinista y la Timonela llenan los depósitos de «La Nueva Ilsebill» y también todos los bidones de reserva.

La Anciana y la Oceanógrafa saquean, en los frigoríficos de una tienda de comestibles, lo que la cocina necesita.

Como en las estanterías solo hay cerveza acuosa y nada de «aquavit», la Anciana maldice al Reino de Suecia y su moralidad.

Finalmente, consigue entre los cobertizos, con ayuda de un finlandés borracho, dos botellas de litro de un aguardiente matarratas a un precio exagerado.

Solo entonces están listas las mujeres para bajar a tierra.

Rápido cambio de trapos y enrollado de chubasqueros.

En realidad, Damroka quiere quedarse a bordo, pero, como la Anciana y la Oceanógrafa la persuaden —«Sin ti no tendría ninguna gracia»— y la Maquinista y la Timonela le aseguran: «Entonces nos quedaremos también nosotras», se deja convencer.

Un poco distraída, como si tuviera que volver de pensamientos muy lejanos, busca las llaves y cierra la cabina del piloto, pero, por desgracia, no todas las escotillas.

Como en Visby, una ciudad que ofrece en los prospectos más de lo que se puede recorrer en poco tiempo, hay mucha vida, la Oceanógrafa apenas consigue fotografiar las ruinas que hay por todas partes, y el deseo de la Timonela de ligarse un hombre rápidamente, como de pasada, no se cumple.

La Anciana no consigue encontrar más bebida.

Damroka no tiene deseos.

Y la Maquinista, que solo tenía ganas de bajar a tierra porque sí, dice al ver la agitación que hay en la ciudad: «Venga, vamos a donde sea.

Tal vez ocurra algo».

Porque también en Visby, como en esos momentos en muchas otras ciudades, se protesta contra eso o lo de más allá.

Como hay cuatro o cinco manifestaciones de protesta, que marchan en distintas direcciones y se expresan al mismo tiempo en pancartas y, sonoramente, altavoces, en contra de los experimentos con animales y en favor de la libertad en Polonia y Nicaragua, Damroka, que recuerda algunas palabras en sueco, tiene que traducir lo que pancartas y altavoces dicen.

Tras deliberar brevemente, las mujeres se deciden.

No quieren manifestarse más contra la carrera de armamentos.

«Con las drogas», exclama la Anciana, «nunca se me ha perdido nada».

«Polonia», dice la Maquinista, «no se puede meter en el mismo cesto que Nicaragua».

De manera que se unen a los protectores de animales, porque la Oceanógrafa dice: «Vamos a ver si están también en contra de contar aguamalas».

Pasan junto a iglesias hechas polvo, y luego junto a los muros de la ciudad, en parte hechos polvo y en parte debidamente reconstruidos, los cuales, como puede leerse en el prospecto, cuentan la historia de Visby.

En el límite de la ciudad, la manifestación de protesta se detiene ante un edificio bajo, que se presenta distantemente como científico pero que, evidentemente, ha adquirido mala fama, porque los treinta o cuarenta niños, mujeres y hombres, entre los que pueden contarse las cinco mujeres desembarcadas, gritan una y otra vez en sueco que están en contra de los experimentos con animales.

En alemán, la Anciana grita primero sola, y luego apoyada por la Oceanógrafa: «¡Basta de ridículos recuentos de aguamalas!». Llueve, como a menudo en ese lluvioso verano.

Por lo demás, no ocurre nada, hasta que tiran una piedra y se rompen cristales, después de lo cual tiran muchas más piedras.

Pronto todas las ventanas de la fachada del Instituto de Investigación Básica están rotas.

Estoy seguro de que es la Maquinista quien tira la primera piedra y la Timonela la segunda.

Solo después de la tercera, que ha tirado la Anciana o la Oceanógrafa —porque Damroka no tira nada—, veo a los suecos lanzar piedras.

En cualquier caso, ha sido la Maquinista la primera, para que pasase algo.

Guijarros gruesos como huevos de paloma, restos de trabajos de construcción, los hay a montones al borde de la carretera, al alcance de la mano.

En el edificio bajo no se mueve nada.

Nadie impide al pueblo sueco penetrar por la puerta descristalada.

Al grito de «¡Seguidme!», la Timonela quiere ir detrás.

La Maquinista ha cogido ya un madero.

La Oceanógrafa hace, como dice ella, «dos o tres fotos rápidas de recuerdo».

La Anciana grita: «¡Vamos! A lo mejor hay algunas botellas por ahí».

Pero Damroka decide: «Tenemos que marcharnos.

Ya basta.

Se acabó la bajada a tierra.

Dentro de una hora zarpamos».

Por eso las mujeres no ven lo que yo veo: los animales experimentales que son liberados por los suecos, los cuales llevan todos capas amarillas o rojas contra la lluvia.

Además de conejillos de Indias, ratas y ratones de laboratorio, diez conejos, cinco perros y cuatro monos «rhesus».

Como, en su camino, las manifestaciones de protesta les cierran el paso una y otra vez, y finalmente la policía aparece con aullido de sirenas y levantando aquí barreras o enviando allá sobre su pista patrullas con perros, las mujeres solo llegan al puerto dando rodeos y arrastrando los pies bastante cansadas.

La sospecha de la Maquinista: «Me apuesto cualquier cosa a que han dejado escapar a un montón de bichos» es recibida en silencio, y lo mismo el lamento de la Anciana: «Pobres animales, ahora andarán vagando por ahí.

Hubiéramos debido traernos uno.

Había un perrito muy joven».

Damroka no necesita instrucciones.

Mientras se recogen los cables, abre la cabina del piloto y, ante la última escalerilla, se queda pensativa, porque el castillo de proa está abierto.

Entonces la Maquinista pone en marcha el motor diesel.

La Oceanógrafa dice: «¿Sabe alguna dónde está mi calculadora?». Antes de que la Anciana descorche su matarratas finlandés y la Timonela y ella puedan echar un trago, «La Nueva Ilsebill» suelta amarras.

Son las primeras horas de la tarde.

De momento no llueve.

Ninguna de las mujeres tiene ganas de hablar.

El lanzamiento de piedras no da para más.

¿Las ha decepcionado su bajada a tierra? Parece como si estuvieran ligadas por un juramento de silencio que, si no ocurre nada imprevisto, solo podrá romperse sobre la ciudad sumergida.

Sin embargo, cuando hacia la noche, con claridad septentrional, pasan sobre el banco de Hoburg, un bajío situado al sur de Gotland, y penetran en un extenso campo de aguamalas que estorba su navegación y que, aunque deriven a estribor, parece seguir al barco, a las cinco mujeres silenciosas, pero también a mí, que las mantengo mudas a las cinco, nos parece como si se oyera sobre las aguas un sonido ascendiente y descendiente, como si surgiera un canto sin palabras, sin principio ni fin, como si millones de aurelias - ¿quién si no?, hubieran encontrado su voz de pronto en el bajío o se hubieran puesto milagrosamente a cantar por una voluntad superior.

La Oceanógrafa está ya llevando a cubierta el tiburón medidor.

Con ayuda de la Timonela, arroja la red especial, vuelve a recogerla mientras disminuye la velocidad —porque también Damroka quiere hacer esa captura extraordinaria—, vuelca la pesca sobre la mesa del centro del barco, extiende doce o más aguamalas de tamaño medio sobre la superficie de trabajo y oyen, como oyen también la Timonela y la Maquinista, cómo las auritas emiten un sonido, no, una nota que, más profunda que el canto escuchado sobre el mar, crece sin embargo coralmente para convertirse en cántico e incluso puede oírse en cubierta por encima del ruido del motor, porque la Anciana deja los espaguetis en la cocina, rompe el mandato de silencio dado por mí y exclama: «¡Oye, pues es verdad que cantan!»; y las cinco mujeres, la última la Oceanógrafa, se creen lo que están oyendo en graves y agudos.

La «aurelia aurita», la de formas bellas, cuyo centro fláccido está estigmatizado por cuatro hojas por un trébol azul violeta, sabe cantar.

Ellas, las medusas transparentes astrales, que respiran con el mar, andan errantes en enjambres y son maldecidas como plaga, ellas, que normalmente, apenas extendidas en la mesa, se encogen sin ruido y pierden su esplendor en cuanto la formalina trata de retrasar su encogimiento, están cantando a pesar de sus fláccidas umbrelas: un sonido creciente, tembloroso en los altos, resonante como un órgano en los bajos, hace que la bodega de la exgabarra de carga resulte estrecha.

Nunca antes, salvo quizá en el horno de la Biblia, se ha cantado tan fervorosamente.

Aunque ellas lo quieran creer, necesitan pruebas.

Damroka autoriza una segunda, una tercera captura con el tiburón medidor.

Después de ceder el timón a la Timonela, graba, a propuesta de la Oceanógrafa, con un casete que hasta ahora ha servido para cantatas de Bach y preludios de órgano, el cántico de las medusas, como si solo la técnica pudiera confirmar lo inaudito o —confían las mujeres y en secreto temen— refutarlo al no oírse luego ni pío en la cinta.

Así pues, ponen en marcha la cinta.

Y como, de forma técnicamente impecable, reproduce el cántico de las medusas, la Oceanógrafa se lleva el aparato a cubierta, y lo registrado en la cinta se mezcla maravillosamente con el sonsonete más alto que flota sobre el mar, como si, excepcionalmente, técnica y naturaleza estuvieran dispuestas a hacer causa común.

Solo más tarde, con el crepúsculo, se pierden los campos de medusas y desaparece el sonido original.

Sin embargo, durante mucho tiempo las mujeres no quieren irse a sus hamacas.

Una y otra vez escuchan en la cinta lo que fue registrado primero en el cuarto de trabajo y luego, con un micrófono colgado de una larga caña de pescar, a poca distancia sobre las aguas.

Durante esas escuchas de control, las mujeres hablan poco.

La Oceanógrafa dice: «En el Instituto no me va a creer nadie lo que tenemos ahí “live”».

No obstante, se sonríen ante la insinuación de la Anciana de que se trata de un fenómeno inexplicable.

Proliferan las especulaciones; por ejemplo, la pregunta de la Maquinista de si, por la agudeza del cántico de las medusas, podría deducirse el espesor del banco.

«Entonces», dice, «habríamos encontrado un método en el que no haría falta tiburón medidor ni todo ese jaleo».

Damroka habla de la polifonía de los campos de aguamalas cantoras y cita obras corales de Gesualdo.

La Oceanógrafa conoce datos: «La bandada que había sobre el banco de Hoburg era, sin duda, inusitadamente grande, pero no tan espesa como las bandadas de la bahía de Kiel. Allí, entre marzo y octubre, se han registrado hasta siete mil millones de ejemplares que, sobre la base del peso medio de las medusas, pueden estimarse en uno coma seis millones de toneladas en total. Figuraos toda esa biomasa cantando y que nosotras, con nuestros micrófonos, pudiéramos…». Mucho tiempo después de la medianoche, las mujeres están tratando aún de imaginarse el cántico de las medusas con una espesura de aguamalas tan compacta.

Damroka hace comparaciones con los cantos litúrgicos.

«El gregoriano», dice, y «hasta Palestrina».

La Anciana exclama: «¡Qué bobada, vuestra manía de explicarlo todo!», y bebe matarratas a la salud del inexplicable fenómeno.

¿Quién ha dicho «efectos cósmicos»? ¿La Maquinista, la Timonela? Todas hablan a la vez.

Así es como me gustan: excitadas vibrantes fascinadas, hadas buenas o malas.

Sus gestos violentos o amplios.

Su sonrisa, que no pretende ya ser imparcial.

Cantan encantadas, mientras suena la cinta, al modo de las medusas, por fin en armonía: en su canto.

Nunca había conseguido yo entremezclar sus voces tan armoniosamente…

Cuando logran irse a sus hamacas para unas horas, Damroka, que toma el timón con café recién hecho, dice: «Al principio pensé, hombre, eso es el “Suscepit Israel” del “Magnificat”, pero ahora me apostaría cualquier cosa: las aguamalas son dodecafónicas».

El resto de la noche pertenece al motor diesel.

Sin embargo, en cuanto, al salir el sol, el sonsonete de las medusas flota otra vez sobre el mar, las mujeres, que han dormido poco, no hacen más capturas que puedan obstaculizar su marcha, sino que ponen cinta tras cinta, registrando el canto ahora más bajo de las bandadas de aguamalas menos espesas y borrando al mismo tiempo viejas grabaciones: no solo cantatas de Bach y preludios de órgano, sino también a Joan Baez, Bob Dylan y a todos los que, mientras envejecían, escucharon.

La Oceanógrafa lee los números en el contador del magnetófono y los anota en la carta marina.

Han dejado atrás los bajíos del Mittelbank y pasan, al nordeste de Bornholm, sobre profundidades de cien metros.

Sin embargo, una red de voces sigue flotando, finamente tejida, sobre el mar, ayudándolas a navegar hasta avanzada la tarde.

Solo hacia la noche, cuando, al noroeste del Oderbank, vuelven a atravesar aguas poco profundas y, con el catalejo y finalmente a simple vista, reconocen Rügen, Cap Arcona y Stubbenkammer, y los acantilados gredosos, el cántico crece y reduce su marcha; a la altura de la bahía de Greifswald son detenidas por una embarcación de la policía fronteriza de la RDA.

El cántico polifónico de las medusas domina el traqueteo de los motores desacelerados de los barcos.

Tres hombres uniformados suben a bordo.

Damroka les presenta los papeles sellados.

Los policías de fronteras son corteses, concienzudos.

Evidentemente preparados para la aparición del barco de investigación en las aguas de la República Democrática Alemana, lo registran.

Sin comentarios, cuentan las hamacas.

Aprobadoramente, echan una ojeada a los datos sobre mediciones.

Les gustan los cuadros y los resultados estadísticos; sin embargo, cuando la Oceanógrafa les habla con excesivo entusiasmo del cántico de las medusas, una desconfianza siempre pronta se apodera de los policías de fronteras.

Lo niegan con brusquedad: ellos no han oído ningún cántico.

La concentración de aguamalas es totalmente normal.

Por lo demás, todo el mundo sabe, al menos en la RDA, que las aguamalas no cantan.

Gracias a un codazo evidente, la Maquinista consigue impedir que la Oceanógrafa haga una demostración del cántico de las medusas con ayuda del magnetófono.

Damroka calma la desconfianza oficial: «Ya saben ustedes, señores, que las mujeres oímos a veces crecer la hierba».

Los policías se lo agradecen a la capitana con risas.

Hasta hacen un chiste machista: «¿Y ustedes saben nadar, señoras?». Sin embargo, rechazan el aguardiente matarratas que la Anciana les ofrece en vasos de agua mediados, con una vieja frase pangermánica, una cosa es el servicio y otra el vicio.

Les desean «Buen viaje y un agradable fin de semana».

Mientras la embarcación de fronteras se separa, uno de los policías grita de barco en barco: «¡Haremos un informe sobre los resultados, muchachas: las aguamalas de la RDA pueden cantar!». Como si las medusas quisieran confirmar ese progreso, su canto crece mientras los barcos se distancian.

Ahora voy a afirmar que ese canto, inaudible para los policías de fronteras, está destinado solo a las mujeres y a la meta de su viaje; porque cuando, a media máquina, ponen rumbo meridional hacia la isla de Usedom, situada frente a la costa del continente, el canto coral de las medusas no solo gana en volumen, sino también en expresión, que crece como si quisiera entonar un Hosanna.

Son coros de júbilo los que saludan a «La Nueva Ilsebill» y dirigen el rumbo del barco, porque, siempre que la proa se orienta al oeste, en dirección a la bahía de Greifswald, o vira demasiado al este, hacia la costa polaca y la isla de Wollin, el canto decrece, para volver a hacerse jubiloso cuando el rumbo es claramente sur.

Damroka ha sacado de su saco de marinero el mapa amarillento en el que está señalada la fosa de Vineta, y lo ha desplegado.

Al este de la isla de Ruden y al norte de Peenemünde, está escrito sobre la señal el nombre de la ciudad sumergida.

Damroka solo escucha el indicador canto de las medusas, fija el rumbo en consecuencia y ve cómo lo confirma la carta.

Aquella noche, tarde, echan el ancla sobre el lugar designado.

Sin embargo, como el mar, oscurecido, no permite ver ya las profundidades, las mujeres tienen que esperar a la mañana siguiente, por mucho que les gustaría visitar ya ahora su ciudad.

Incluso bajo el estrellado cielo de la noche, el canto de las medusas no decrece.

Queda un sonido sostenido por un suave aliento.

Damroka pretende oír un Kyrie, luego un Agnus Dei.

La Oceanógrafa oye música electrónica; la Anciana, un órgano Wurlitzer.

Y a la Timonela o a la Maquinista se le ocurre, como comparación, la música de las esperas.

Siguen sentadas aún largo tiempo, muy juntas, tras la cabina del piloto, escuchando lo que quieren escuchar, hasta que atienden la exhortación de Damroka: «Mañana tenemos que estar descansadas».

Se van a sus hamacas, pero no duermen.

Mañana es domingo.

No sé si más tarde volverán a llamar al Rodaballo.

Y, si lo supiera, no escucharía lo que él quisiera decir.

¡Nonó, Ratesa! Otro está llegando también a su destino.

¡A ti no te quiero oír, grito, a ti no! Todavía tiene que acabar el otro viaje.

Entonces dijo la Ratesa con que sueño: Está bien, amiguito.

Aunque todo eso haya pasado y se haya extinguido, quédate con tu actualidad y di: se revuelven en sus hamacas, él está subiendo en su Mercedes gordo por la Grunewaldska hacia la Puerta de Oliva, mañana, muy de mañana, las mujeres, él, todavía hoy, inmediatamente…

El sábado por la tarde, nuestro señor Matzerath llega con su chófer a Gdansk, donde los dos ocupan las habitaciones reservadas en el Hotel Monopol, delante de la estación central.

Después de un breve vagabundear por la ciudad en medio de demasiados turistas, que comparan lo que ven con los monumentos de las postales, y después de haber encontrado su camino desde la Torre de los Condenados hasta la Calle Larga, a través de la Puerta de la Calle Larga y, desde allí, tras echar una ojeada a las calles laterales, haber visto su Danzig pero sin reconocerlo, decide, aunque la fuente de Neptuno y el agua salobre del Motlava lo hacen sentirse en casa, ir hoy mismo, la víspera del cumpleaños, a la Cachubia, y permitirse solo un pequeño rodeo por las calles de su infancia en el suburbio de Langdeo por las calles de su infancia en el suburbio de Langfuhr; pero una intranquilidad que no quiere calmarse lo empuja tan precipitadamente en dirección a su abuela —¿o en su resaca la que lo desgarra, lo chupa, lo atrae?—, que Oskar, después de haber echado una ojeada superficial al Labesweg y ante el alargado edificio de ladrillo de la Escuela Pestalozzi, da todo lo visto por perdido y no quiere entrar en la iglesia del Sagrado Corazón, ni, posiblemente, ver el altar de la Virgen María; por el contrario, apremia a su chófer para que, por Hochstrieb y Brentau, tome directamente el camino de Matern, donde Anna Koljaiczek, desde su expulsión de Bissau— Abbau, ha encontrado alojamiento en una casita baja.

Forma parte de ella un huerto con manzanos y girasoles junto a la valla.

Ante la casa hay ya huéspedes reunidos bajo el castaño, como anticipación a la fiesta.

La salita de techo bajo, en la que la abuela cumplirá mañana sus ciento siete años, es demasiado pequeña para acoger a todos los que han llegado de cerca y de lejos.

Bruno se ha quedado junto al Mercedes, que atrae a los niños cachubos.

Y allí está ahora nuestro jorobadito entre los Woykes y Bronskis, los Stommas y Kurbiellas, y los Vikings, Bruns y Colchics llegados de muy lejos.

Con su traje cortado a medida, esboza reverencias y se mezcla con los huéspedes de la fiesta bajo el castaño, que se maravillan al verlo en persona, aunque la leyenda de nuestro señor Matzerath es conocida por todos y parece haber precedido a su Mercedes.

Lo reciben con una sonrisa que no es solo familiar, como si quisieran decir: lo sabemos todo.

No obstante, él se presenta a este huésped o a aquel, y encuentra en Sigismund Stomma, el imponente comerciante en bicicletas que ha venido de Gelsenkirchen con mujer y dos hijas adolescentes, un intérprete que le traduce todas las cortesías cachubas al alemán hablado en la zona del Ruhr.

Con el señor y la señora Bruns, que han llegado hasta la Cachubia desde Hong Kong y dan al anticipo de fiesta una nota exótica, nuestro señor Matzerath habla bastante fluidamente en inglés, y lo mismo con los Vikings australianos y los Colchics del lago Michigan, que más tarde, como también Kasimir Kurbiella de Mombasa, a orillas del Océano índico, lo abrazarán en la abarrotada salita, saludándolo un poco demasiado ruidosamente.

Sin embargo, aún está bajo el castaño y se dirige a Misis Bruns llamándola Lady, con lo que pronto todos hablan de «Lady Bruns», como si perteneciera a la nobleza china.

Como pasteles de semillas de adormidera y no rechaza un vasito de aguardiente de patata.

Ante la baja casa hay, en una larga mesa, lo que los cachubos saben ofrecer, incluso en épocas malas: setas en vinagre y huevos duros coronados por el verde de las cebolletas, ensalada de col con comino y cuencos llenos de cabeza de jabalí, rabanitos, pepinos con eneldo y mostaza, pasteles de migas, adormidera y requesón, salchichas cortadas en pedacitos del tamaño del pulgar, y budín de sémola y de vainilla.

Y además chicharrones, puré de manzana y empanadillas de carne picada, que ofrece a nuestro señor Matzerath el cura de Matarnia que ha escrito todas las postales de invitación y las ha enviado al mundo entero.

El de la sotana le presenta a otros parientes, entre ellos dos jóvenes de grandes bigotes apropiados, que trabajan en los astilleros Lenin y tienen unos ojos azules tan llamativos que a Oskar no le sorprende saber que está hablando con los hijos de Stephan Bronski.

«Inconfundible», dice, «vuestro querido abuelo, mi tío Jan, que estuvo tan íntimamente unido a mi pobre mamá, me mira como me miraba a menudo, como si quisiera guardar un secreto y, sin embargo, revelármelo».

Los hijos de Bronski tienen que inclinarse para que su tío pueda abrazarlos.

En cambio, el saludo con el padre de los dos trabajadores de los astilleros, aunque el cura no tiene que interpretar, resulta un tanto estirado.

Probablemente más emparentados entre sí de lo que se quisieran confesar, ambos señores tienen aproximadamente la misma edad.

«De forma que nos volvemos a ver», dice nuestro señor Matzerath a Stephan Bronski, guardando sus distancias.

¡Tantos parientes! Además de cordialidades, se comparten mutuamente enfermedades y su evolución.

Luego el cura, con un gesto indicativo y las palabras «Y ahora vamos a la salita», lleva a Oskar a la casa, donde, entre huéspedes apretados que beben apresuradamente y se saludan riendo una y otra vez, su abuela está sentada, oculta en un sillón junto a la ventana.

Desde hace unas horas, lleva en su traje negro de los domingos una condecoración de banda blanca y roja que le han entregado dos caballeros de Varsovia, en nombre de la República Popular de Polonia, imponiéndosela enseguida.

A ella, en otro tiempo imponente, la edad la ha hecho encogerse y la ha vuelto delicada.

Su rostro parece una manzana de invierno.

Pegado a sus manos parece estar el rosario que, sin dejar de prestar alegremente atención a la afluencia de huéspedes, pasa cuenta a cuenta, como si siempre tuviera una reserva de plegarias.

Ay, pienso para mis adentros, ¿tendrá miedo nuestro jorobadito? ¿Seguirá alegre o temeroso al cura a través del espeso bloque de invitados? ¿No es como si el beber, reír y darse palmadas en la espalda hubiera cesado, porque todos quieren ver cómo se acerca nuestro señor Matzerath a su abuela? La poltrona está decorada con flores.

Por la ventana miran los girasoles, que después de unos principios de verano fríos y lluviosos no están demasiado altos, pero relucen y recuerdan los girasoles que, hace muchos años, se alzaban mucho más altos aún junto a la verja del huerto de la abuela.

¡Valor, Oskar!, le grito a nuestro señor Matzerath.

Los dos funcionarios del gobierno están de pie a la izquierda y un prelado de Oliva, enviado por el obispo, a la derecha de la poltrona decorada de flores.

Entre el Estado y la Iglesia está sentada Anna Koljaiczek y, sin duda, lleva su traje negro de domingo sobre otras faldas.

¡Valor! Y el cura de Matarnia empuja ya al jorobadito al puesto largo tiempo deseado, pero también, de antemano, temerosamente imaginado.

Yo quiero ayudarlo y le propongo con una voz que se ponga de rodillas.

Pero nuestro señor Matzerath mantiene su compostura.

Se inclina sobre las manos que mueven el rosario, besa una mano y luego la otra, y dice, en medio del silencio de los apretados invitados: «Venerabilísima abuela», presentándose como su nieto: «Soy Oskar, estoy seguro de que me recordará, síseñor, el pequeño Oskar, que entre tanto pronto cumplirá sesenta años…». Como Anna Koljaiczek solo puede hablar como siempre ha hablado, acaricia primero, sin soltar el rosario, la mano del hombrecito, y dice luego una y otra vez: «Ya’l sabía ke tú vendríah, Ohkarchen, ya’l sabía…». Entonces los dos hablan de los viejos tiempos.

De todo lo que fue y ya no es.

De cómo empeoró todo siempre y solo, a veces, mejoró un poquito.

De todo lo que hubiera podido ser y, sin embargo, salió mal o de un modo muy distinto.

De quién está ya muerto y quién vive aún aquí o allá.

Y de quién, desde entonces, está enterrado en qué cementerio.

Estoy seguro de que a los dos se les saltan las lágrimas en cuanto se habla de Agnes, la hija de Anna Koljaiczek, madre del señor Matzerath: de Jan y Agnes y de Alfred y Agnes y de Jan, Agnes y Alfred.

Sin embargo, como los apretujados huéspedes se ocupan otra vez unos de otros y no quieren dejar de saludarse ruidosamente, solo puedo recoger algunas frases de la conversación.

Hay muchos «te acuerdah, Ohkarchen» y, una y otra vez: «D’eso m’akordaré aún mucho tiempo».

Finalmente, y después de haber preguntado también de pasada por María y el pequeño Kurt, escucho la pregunta: «¿Hash’stao ya’n loh korreoh y’ah vihto dond’okurrió?». Y nuestro señor Matzerath se lo promete a su abuela: a la mañana siguiente visitará el edificio a orillas del Rähm, los Correos polacos, ahora históricos, y pensará en su tío Jan.

Luego se despide, diciendo que será puntual «ese día de mañana tan señalado».

«Querida y respetada abuela, ¿puedo llamarla como entonces, se acuerda, cuando nos despedimos en la estación de carga, “babka”, querida “babka”?». Con su joroba bajo la chaqueta a grandes cuadros, veo desaparecer a nuestro señor Matzerath entre la multitud.

Ahora se le puede reconocer otra vez entre los Bronskis y los Woykes.

La estrecha habitación huele agrio, como si el cuarto de estar hubiera sido lavado con suero de leche.

Un saludo repetido con los Colchics americanos.

Kasimir Kurbiella lo invita a Mombasa con su primera frase.

La china parece sumamente delicada entre tantos cachubos.

Finalmente, después de dos aguardientes de patata transparentes como el agua y una última empanadilla, busca el Mercedes, en el que está sentado Bruno inconmovible y, en su calidad de chófer, vigilando con la gorra puesta la estrella del radiador, a fin de protegerla de manos ansiosas.

Sus zapatos, del treinta y cinco, son de color azafrán en la punta y el talón, y la parte central de cuero blanco.

Mi rata de Navidad tiene que escucharme mientras compongo a nuestro señor Matzerath: lleva gafas de montura de oro y demasiados anillos en sus cortos dedos.

El alfiler de corbata incrustado de rubíes forma parte de su atavío.

Lo mismo que en estaciones del año más frías un fieltro blando, lleva todo el verano sombreros de paja.

En su Mercedes se puede desplegar una mesita en la que, cuando los viajes largos lo cansan, puede jugar a cartas descubiertas «skat» con este o con aquel; cómo se alegrará Oskar luego, durante su viaje de regreso al Hotel Monopol, al ganarles una mano a corazones a Jan Bronski y su pobre mamá.

Incluso aquí, visitando a su abuela, en el corazón de la Cachubia, no puede dejar de remover en los años cincuenta, como si en esos campos hubiera enterrados tesoros especiales.

Es el prelado de Oliva, un señor untuosamente amable y con un dominio del alemán más bien moderado, quien tiene que escuchar, pacientemente y predestinado a ello, la historia del pintor Malskat, que pintaba de una forma engañosamente gótica; lo mismo que mi rata de Navidad está ahí para escucharme a mí.

Después de haber conseguido evitar nuestro señor Matzerath una escaramuza próxima a la pelea bajo el castaño —se trataba del prohibido sindicato «Solidarnosc»—, el prelado acompaña al jorobadito del alfiler de corbata incrustado de rubíes y los zapatitos de dos colores a su Mercedes, cuyos daños en la carrocería llaman la atención.

Con el reflejo del sol de la tarde en el cráneo desnudo, y el sombrero de paja ante el pecho, Oskar habla como si lo hiciera ante una gran asamblea.

Oigo suspirar al prelado y no sé si suspira por las teorías matzeráthicas o es la palabra «Solidarnosc» la que, después de preocupar al Estado, preocupa ahora a la Iglesia.

Su católica paciencia me recuerda la resignación de mi rata de Navidad que —estoy seguro— en lugar de mis intentos de movilizar otra vez a Oskar, preferiría escuchar el Tercer Programa, Radio educativa para Todos: algo sobre estrellas fijas, velocidad de la luz y galaxias a cinco mil años-luz de distancia…

En actitud invariable, ella con las orejas gachas y los bigotes siempre en movimiento, con los ojos brillantes como cuentas de vidrio, y él con sotana, tras unas gafas de cristales gruesos, y untuoso interior y exteriormente, la rata de Navidad y el prelado de Oliva nos escuchan a mí y al señor Matzerath, mientras los dos hablamos del pintor Malskat.

Naturalmente, el prelado sabe que el Mercedes se irá enseguida con el locuaz hombrecito, con lo que la Iglesia tendrá la última palabra; lo mismo que mi rata de Navidad sabe que tendré que escucharla a ella, en cuanto sueñe con ella.

Sin embargo, todavía me toca a mí.

La Ratesa tiene que esperar.

Al fin, si es que tiene que haber un fin, lo precede la farsa…

A partir del invierno del cuarenta y nueve, cincuenta, hacía gimnasia a treinta metros de altura, solo e inventivamente, primero en la nave central y luego en el coro de la iglesia de Santa María de Lübeck, porque su elegante patrono, siempre en busca de contactos, rara vez subía tan alto.

Dietrich Fey pretendía estar ocupado abajo, entre los cascotes.

Tenía que aislar a su Malskat.

Ningún ojo no autorizado debía ver cómo el milagro de Lübeck se hacía carne.

Por eso había puesto por todas partes letreros de aviso: «¡Atención, desprendimientos!», «¡Peligro!», «¡Se prohíbe la entrada al personal no autorizado!». Autorizados a subir tan alto en el reino de Malskat no estaban siquiera los carpinteros de andamio ni los albañiles.

Cuando llegaban visitantes expertos, entre ellos historiadores de arte nacionales o extranjeros, que empezaron a acudir desde principios del cincuenta y uno, individualmente y en grupos, Fey y sus ayudantes activaban con cuerdas unas carracas, que debían alertar a Malskat allí arriba.

La mayoría de las veces, Fey conseguía librarse de los expertos con copias, realizadas de pasada con fines de información y para una exposición itinerante; todas ellas, duplicados de mano de Malskat.

La expresión itinerante se convirtió en un éxito en todo el país, tanto más cuanto que el Presidente federal y el Rey de Suecia, ante diversas reproducciones expuestas, movieron la cabeza con aprecio.

En periódicos y puestas, movieron la cabeza con aprecio.

En periódicos y conferencias se repetía el neologismo «estilo lúbico».

Se honraba a la ciudad como «cuna del gótico».

Se hablaba de un taller que, desde finales del siglo XIII, bajo la dirección de un genial maestro de la catedral, había creado un estilo.

El milagro de Lübeck encontró creyentes.

No es de extrañar que el Dr. Hirschfeld, conservador del «Land», que fue el primero en expresar dudas, no consiguiera sostener sus rebuscadas críticas.

Finalmente se equivocó con respecto a sí mismo y escribió en su libro sobre la Santa María de Lübeck: «… En lo alto del coro y en el triforio de la nave central se siente ante las obras del maestro, de forma inmediata, la poderosa fuerza testimonial que solo un original posee».

En junio de 1951 hubo otra señal de peligro cuando, con motivo de un congreso de cuidadores de monumentos germanooccidentales, que habían venido expresamente a Lübeck por razón del milagro, varios señores se presentaron en la iglesia de Santa María y no se dejaron disuadir por Fey de subir a lo alto del andamio.

Modestamente, Malskat se quedó a un lado.

Fey explicó, demostró, habló como los ángeles, pero no pudo evitar que los profesores Scheper y Deckert expresaran ciertas reservas ni que, a pesar de toda la elocuencia de Fey, bajaran del andamio con un resto de ellas.

Cuando, por supuesto, al día siguiente se reunieron todos los cuidadores de monumentos congregados en Lübeck, ocurrió otra vez un milagro: no se formuló ninguna acusación, sino que, por el contrario, los participantes en el congreso pidieron al Gobierno de Bonn que hiciera llegar otros ciento cincuenta mil marcos alemanes a la caja de la administración eclesiástica de Lübeck.

Eso alegró al miembro del Consistorio Göbel; pero también a Malskat, que veía así asegurado su salario.

Otras dificultades apenas podían tomarse en serio.

Cuando una estudiante quiso comprobar sobre el terreno las conclusiones de su tesis doctoral «Los murales de la iglesia de Santa María de Lübeck» y subió en secreto al andamio, fue descubierta por Fey, quien, amable pero firmemente, le hizo ver los peligros que corría con sus escaladas.

Aunque ella llevaba zapatos ligeros apropiados y dijo que no tenía vértigo, no se le permitió más subir a ver a Malskat.

Sin embargo, la estudiante, después de echar arriba una rápida ojeada, formuló al llegar abajo preguntas críticas.

Por medio de fotografías y reproducciones, señaló elementos románicos en el plegado de los paños.

Su asombro por la luminosidad de los colores de lo alto del coro estaba mezclado de dudas.

Al fin y al cabo, dijo, en la noche del Domingo de Ramos del cuarenta y dos, cuando la iglesia de Santa María de Lübeck ardió de dentro afuera, el azul de cobre tanto del triforio como del coro hubiera debido quedar oxidado y ennegrecido.

Cuando Fey descubrió otra vez a la estudiante, que quería subir a ver a Malskat para tomar allí muestras del azul de cobre, la amenazó con prohibirle la entrada en la iglesia.

Así de aislado estaba el inventivo pintor a treinta metros de altura.

Poco después, la señorita Kolbe, que así se llamaba la estudiante, logró vencer su desconfianza: se entusiasmó por el milagro de Lübeck, aunque en su tesis llamaba increíble, una y otra vez, la singularidad de las pinturas murales de lo alto del coro.

Por mucho que buscara: no se podía encontrar ninguna similitud con el estilo de plegado de paños habitual en la zona nortealemana.

Seguía estando estupefacta por los elementos románicos, especialmente en el tercer arco, y llegó a una conclusión: en el coro podía apreciarse, en general, la influencia de Chartres y de Le Mans.

El maestro del coro de Lübeck debía de haber viajado a Francia y estudiado allí.

Desde luego, se podía especular mucho sobre la vida anterior de Malskat y sus viajes de estudios hacia finales del siglo XIII; lo seguro es que, en lo alto del andamio, estaba sustraído a la actualidad y tenía una libertad que, al fijar los perfiles, le permitía una sensibilidad gótica, la cual dio poco a poco, a sus veintiún santos del coro y más de cincuenta del triforio de la nave central, una expresión irresistible.

El tiempo no pesaba.

Para él, un período de setecientos años era solo un salto y un momento de recogimiento interior.

Con razón, los historiadores de arte, por una parte engañados y por otra perspicaces, observaron entonces que las pinturas murales de la catedral de Schleswig podían considerarse como estudios preliminares para las pinturas de la iglesia de Santa María de Lübeck.

A pesar de sus épocas de guerra y de soldado, Malskat había seguido siendo Malskat, quizá más maduro y más consecuentemente retrospectivo; porque, cuando ahora digo que la Edad Media era su época, lo veo en persona hace setecientos años subido al andamio: con la enmarañada gorra de lana calada hasta las orejas.

Al parecer, después de la caída del imperio de los Hohenstaufen, en unos años revueltos y sin ley, y hasta su ancianidad —poco antes de la aparición de la peste—, Malskat trabajó en muchas iglesias y hospitales del Espíritu Santo; su taller dejó huellas por todas partes.

Por eso tenemos que partir de la base de que también los cincuenta y seis santos del triforio de la nave central de la iglesia de Santa María son de él.

Aunque pasaron decenios entre las primitivas pinturas en seco del coro y los trabajos posteriores de la nave central, realizados en rojo, azul, amarillo ocre y negro, en todos los santos que contemplan desde arriba las miserias humanas puede apreciarse, en el plegado de los paños, el toque de pincel del maestro del coro.

Y todo ello pintado «alla prima», libremente.

Solo unos cuantos puntos de referencia daban los libros de dibujos en lo que se refiere a la iconografía.

Cuando en el proceso, más tarde, se reconoció el libro de un tal Bernath, «La pintura de la Edad Media», como fuente de Malskat, esa referencia solo confirma las influencias románicas primitivas, bizantinas, e incluso, en la pared frontal de la derecha, al sur del polígono del coro, coptas.

Lo que el maestro del coro y de la nave pintó hace setecientos años, lo consiguió luego Malskat de nuevo, Así tendió un puente sobre los siglos, así se redujo por él a la nada la furia destructora de la última guerra, así triunfó sobre el tiempo.

Está bien, conozco las objeciones de los señores Scheper y Grundmann: aquí sirvió de inspiración el Cristo de la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla, allá una Virgen María entronizada de la catredal de Trieste.

Se hicieron ensayos de combustión de los distintos pigmentos, cortes de las capas de mortero e investigaciones químicas y microscópicas.

Y por añadidura la confesión de Malskat: ¡el cepillo de alambre! Los vidrios con que arañaba los perfiles y superficies coloreadas.

El envejecimiento experto.

¡La polvera! A eso hay que decir: Fey, su patrono, exigía de él que hiciera creíble ese tiempo pasado, que dejaba sus huellas.

No se quería nada nuevo sino lo viejo, aunque estuviera un poco dañado.

El talento de Malskat hacía posibles esos regalos.

Finalmente, el maestro tardío del coro —y también, sin duda, de la nave central— pintó, en los años anteriores a la reforma monetaria, cuadros al estilo de Chagall y Picasso, que entraron en el mercado del arte a través de Fey, el cual, inmediatamente después del cuarenta y cinco, se convirtió en su patrono.

De esa manera fueron tirando.

Pero con la nueva moneda, que sustituyó al inútil «reichsmark» de la noche a la mañana, comenzó una nueva era, cuyos comienzos reclamaban como base una falsificación más sólida.

Y como, en general, lo falso y lo falsificado se convirtieron en una forma de vida que muy pronto se hizo oficial, con lo que las viejas condiciones, como si nada espantoso hubiera ocurrido como consecuencia, se presentaron como nuevas condiciones, surgieron en Alemania dos Estados que, como «falsos cincuenta» —así llama nuestro señor Matzerath a todos los productos de ese decenio remoto—, entraron en el comercio, siguieron circulando y, gradualmente, pasaron por auténticos.

Lo que hacía Malskat correspondía a su época.

Si hubiera guardado silencio, nunca lo hubieran procesado.

Hubiera debido dejar oculta la estafa, como hacían los hombres de Estado, cuya doble falsificación tenía futuro.

Pronto hicieron creer a todo el mundo que el uno o el otro Estado pertenecía a este o aquel campo vencedor.

De esta forma monetizaron una guerra perdida convirtiéndola en doble victoria rentable: dos monedas falsas sin duda, pero monedas contantes.

Naturalmente, la falsificación era palpable, pero los falsificadores se consideraron mutuamente, sin pestañear, como verdaderos, y también a los vencedores, entretanto enemistados, esa ganancia les gustó.

Incluso cuando se reconoció la falsificación, se aceptó esa ilusión hermosa; porque los originales eran demasiado miserables y estaban lesionados: dos montones de ruinas que no estaban dispuestos a formar uno solo.

Por eso nuestro señor Matzerath dice una y otra vez: «Malskat estaba en lo cierto.

Hubiera debido colocase él entre Adenauer y Ulbricht en los capiteles pintados de las columnas, no temer influencias bizantinas o coptas y enaltecerse a sí mismo como figura central de esa trinidad; por ejemplo, en la pared frontal del sur, donde tres eremitas, llamados monjes, se habían dado cita».

Esto es muy fácil decirlo luego, porque cuando Lothar Malskat estaba en un andamio de treinta metros, en medio del frío y las corrientes de aire, poblando libremente los siete paneles del coro con diversos santos y, en la bóveda central, con la Virgen y el Niño, fumando mientras tanto imperturbable su marca favorita Juno, y cuando el dinero, el dinero imperturbable fluía de Bonn a Lübeck, su salario era de noventa y cinco «pfennige» la hora; cómo hubiera podido imaginarse entre hombres de Estado de tantos carates.

¡Nonó, señor Matzerath! Muy lejos, en la Cachubia, y mientras el prelado de Oliva le preste oídos, puede tener usted razón en lo que se refiere al valor estimado del Canciller de entonces y del Presidente del Consejo de Estado de la época; el Anciano y el Perillán eran falsarios garantizados y pueden ser llamados en adelante «falsa moneda».

Malskat, sin embargo, firmaba su gótico, aunque de forma oculta: El doble poder nacido de la discorida.

La mentira única, dos veces servida.

Aquí y allá, sobre viejos periódicos nuevo papel de pared encolado.

Lo que pesa en común se anula como un juego numérico y es de interés estadístico; se redondean las sumas totales.

Limpieza en los chalés adosados.

Un poco de vergüenza en ocasiones especiales y los letreros de las calles rápidamente cambiados.

Lo que sobresale de la memoria, es aplanado.

Sólidamente empaquetada la culpa y dejada a los niños como herencia.

Solo lo que es debe ser y no lo que fue.

Por eso en el registro mercantil se inscribe la doble inocencia, porque incluso la contraposición es buena para el negocio.

A través de la frontera se refleja la falsificación: engañosamente acallada, más auténtica que lo auténtico y con un montón de excedentes.

Para nosotras, dice la Ratesa con que sueño, Alemania nunca estuvo dividida, sino que fue, toda ella, un solo plato preparado.

Desde luego, se vive muy bien desde entonces.

La época posthumana nos siente: hemos salido ganando en todos los aspectos.

Libre por fin de seres humanos, la Tierra vuelve a animarse: reptan y se arrastran.

Los mares respiran.

Es como si el aire quisiera rejuvenecerse.

Y por todas partes hay reservas de tiempo, un tiempo infinitamente abundante.

Y, sin embargo, nos hubiera gustado ver desaparecer a los humanos más cautelosamente, no de sopetón.

Al fin y al cabo, los hombres se habían dejado abiertos varios ocasos retardados, programados a plazo medio o largo.

Al fin y al cabo, el espíritu humano se dedicaba a muchas cosas al mismo tiempo.

Por ejemplo, al envenenamiento de los elementos, progresivo, pero no pensado a fondo hasta sus últimas consecuencias, una carga creciente hasta el Acabóse, como llamábamos al final, que dañaba hasta al género ratesco, aunque, a la larga, las nuestras consiguieron transformar todo producto tóxico en algo digestible.

Sin embargo, husmeábamos con preocupación lo que el hombre arrojaba en ríos y mares, lo que estaba dispuesto a mezclar con el aire, y veíamos cómo, sin hacer nada, dejaba morir a sus bosques lamentándose.

Como ratas, para las que vivir y sobrevivir es una misma cosa, solo podíamos suponer que a los humanos no les gustaba ya la vida.

Estaban hartos de ella.

Les bastaba.

Habían renunciado y solo seguían haciendo ridículamente como si.

Sobre el futuro, aquella «suite» tan suntuosamente amueblada en otros tiempos, hacían chistes; en cambio, la nada era para ellos algo que valía la pena mirar dos veces.

Cualquier acto —y seguían siendo tan activos como siempre— olía a absurdo, una emanación, por cierto, que a nosotras nos asqueaba.

Y también tú, amigo, dijo la Ratesa, estabas despidiéndote con diligencia.

Se podía leer y, literalmente como ratas de biblioteca leíamos mucho.

¡Ay, cuántas cosas rimaban con Juicio Final! Qué eufónicamente cierto era para ellos eso del crepúsculo de los siglos.

Con las últimas energías, se consideraba el final como una competición; más divertido aún: fascinados por el fin, muchos artistas se expresaban tan incansablemente como si, lo mismo que hasta entonces, el laurel fuera para ellos siempre verde y tuvieran segura la inmortalidad.

Me pareció que la Ratesa pensaba en nosotros conmovida y melancólicamente.

Sin embargo, otra vez volvió al asunto.

Escúchame: la raza humana inventó otra forma de hundirse, en forma de exceso de población.

Especialmente allí donde eran pobres, los hombres daban importancia a ser cada vez más, como si quisieran suprimir la pobreza con la bendición de los hijos; su último Papa fue un propagandista itinerante de ese método.

De esta forma, la muerte por hambre se hizo agradable a Dios y se siguió registrando de un modo que no era solo estadístico.

Se quitaban de la boca unos a otros los escasos alimentos.

¿Por qué, exclamó la Ratesa, no podían hartarse los hombres cuando a las ratas nos bastaba? Porque la superabundancia en un sitio se alimentaba de la escasez en otro.

Porque, para mantener los precios, reducían la oferta.

Porque una pequeña parte del género humano vivía del hambre de la mayor parte.

Ellos, sin embargo, decían: hay hambre porque somos demasiados.

Ridículo ese cálculo.

¡Malditash konomíash! Vuestra condenada economía de la escasez.

Lo mismo que nosotras nos hartábamos sin esfuerzo y, sin embargo, éramos miles de millones en todo el mundo, la población humana, aproximadamente igual en el momento del «Big Bang», hubiera podido hartarse por completo, porque había reservas suficientes.

Más aún: con gusto hubiéramos respondido a los pronósticos humanos de crecimiento y llegado con ellos al año dos mil, siendo seis, si es que no siete mil millones de ratas, cada una de las dos especies contenta y bien alimentada.

Después de haber abarrotado mi sueño de datos estadísticos, la Ratesa dijo: Por desgracia no ocurrió nada de eso.

La decisión de los hombres de no morirse de hambre, de no reventar sobresaturados de veneno, ni sufrir tampoco, hambrientos y envenenados, una lenta muerte de sed al ser cada vez más escasa el agua, y de buscar, en cambio, un final repentino, aquella decisión egoísta e infantilmente impaciente nos planteó a las ratas problemas en que antes no habíamos pensado suficientemente: ahora tendremos que cambiar.

Nos falta nuestro vecino de enfrente.

Sin la especie humana y sus cosechas, reservas, basuras, sentimientos de asco y deseos de exterminio, las ratas estaremos en el futuro totalmente confiadas a nosotras mismas.

Hay que reconocerlo: era fácil, demasiado fácil, vivir a su sombra; ahora echaremos de menos al hombre…

Como seguía lamentándose, yo exclamé: Pero aquí y allá hay ciudades neutronizadas.

Con ayuda de las bombas de misericordia hemos creado refugios exteriormente intactos.

Un convenio cultural en vuestro provecho fue la penúltima obra humana.

Yo te pregunto, Ratesa: ¿no estuvimos andando hace muy poco por calles sin hombres? ¿Y no nos alegramos los dos al ver los gabletes, torres, arcos y monumentos, sin duda ennegrecidos por el hollín pero todavía hermosos y entrañablemente familiares? Consuelo inútil.

La Ratesa con que sueño no quería dejar de lamentarse.

No la veía ya enterrada en sus refugios ni recorriendo las calles de Danzig, sino metida en la basura.

Aquí me hablaba, desde chatarra aplastada, de súbitas tormentas de polvo que seguían siendo funestas para el género ratesco, allá vivía al amparo de láminas de plástico acogedoras que, impulsadas por el viento, vagaban con mi Ratesa como velas siempre hinchadas.

Una y otra vez: el «Big Bang».

Una y otra vez: la soledad después.

Y una y otra vez: cuánto echaban de menos las ratas al hombre.

¡Pero yo estoy aquí!, exclamé.

En mi cápsula espacial.

En mi órbita: yo.

En tus sueños y mis sueños: ¡yo, tú y yo! Tienes razón, amiguito, concedió ella.

Qué consolador que haya alguien que diga yo yo yo, siempre yo; te respetamos ya un poco.

En los refugios y distritos de las ciudades hay pueblos de ratas que francamente te adoran: cuando practican la marcha erguida en plazas o iglesias piensan en ti.

Nosotras, los pueblos de ratas rurales, en cambio, tenemos, además de ti, a alguien cuyos restos, que todavía respiran, son dignos de adoración.

Solo un pequeño fardo, pero animado.

Al parecer, una mujer viejísima.

Se quedó en su sillón cuando todos salieron corriendo y saltaron por los aires.

Vive con dificultad, alimentada por nosotras, las ratas.

Nos cuidamos de esa anciana.

Cuando tiene sed, le damos de beber.

Lo mismo que las ratas ciudadanas te adoran, la adoran a ella las ratas del campo.

Y ella, la ancianísima, nos lo cuenta mascullando: cómo eran antes las cosas.

Todo lo que ahora pertenece al pasado.

Quién vino de visita.

Lo que le causó pena, le quitó la poca alegría que le quedaba y nunca ha cesado de dolerle.

Pero si es, exclamé yo.

¡Ratesa, por favor! Todavía tiene que llegar su cumpleaños.

Hasta mañana no es domingo.

Ella quiere celebrarlo y que lo celebren.

Sisí, dijo la Ratesa.

Pero ahora quiere morirse y no puede.

Por eso nos cuenta historias tristes, y a veces también alegres, de entonces.

De las épocas de preguerra, guerra y entreguerra.

De cómo los cachubos vivían con polacos y alemanes, a veces bastante bien, a veces muy mal.

Y de cómo ella, de jovencita, iba de Kokoschken al mercado semanal de la ciudad con su caballito y su carro y luego, cuando llegó el progreso, con el tren.

Y de todo lo que llenaba sus cestos: patatas y rutabagas, pepinos y frambuesas.

Huevos frescos, a un florín la quincena, era lo que vendía.

Y por San Martín, dos gansos.

Y cada otoño, mízcalos verdes y castañas, cantarelas y boletos pardos, porque en los bosques de la Cachubia había setas a montones…

A pesar de todos los escepticismos: este bosque está todavía intacto.

En nuestra película, que se llama «Los bosques de Grimm», hay en él hayas, abetos, robles, fresnos y abedules, aquí oscuros, allá claros.

La maleza se abre y se cierra.

Animales en el monte bajo.

Siempre verdes nuevos, pero también colores de finales de verano y principios de otoño.

Las acerolas de los serbales.

De los suelos de musgo y agujas brotan cagarrias y cuescos de lobo, parasoles.

Bajo los robles, las falsas oronjas anuncian los robellones.

Escamosa la seta de halcón.

En los tocones de árbol crecen en hordas las armillarias.

Y los arándanos, que se cogen con peine.

Y luego otra vez los helechos ribetean el sendero del bosque, por el que los personajes de cuento, Nabiza y los enanos a pie, los demás en el viejo Ford con Rúmpeles-Tíjeles al volante, se dirigen al lugar de los hechos.

Uno de los enanos, creo que el Segundo, que va en el estribo mientras los otros corren con pasitos apresurados, grita: «¡Alto!». Los siete extienden sobre el musgo y entre las setas, que forman un círculo de brujas, un mapa del bosque dibujado a mano.

Miden, comparan, discuten por fracciones de pulgada y finalmente señalan la nueva dirección: «¡Aquí está, aquí!». Y aquí encuentran también las manos de la Muchacha, que se han adelantado volando con una azada y ahora entran en acción.

Porque aquí hay que cambiar el sendero del bosque, y borrar la vieja pista.

Hasta Yorinde y Yoringuel, que salvo estar tristes no saben hacer nada, tienen que picar y cavar.

La Bruja ordena a varios árboles que se desarraiguen y, en puntos designados, echen nuevas raíces.

Las manos cortadas de la Muchacha cavan un agujero, en el que el Tercer y el Cuarto enanos colocan un indicador que, anteriormente, señalaba una dirección totalmente distinta.

El Rey Sapo se echa en un arroyo del bosque, se convierte en sapo y orienta al arroyo hacia un nuevo lecho, que atraviesa al antiguo camino, después de lo cual se convierte otra vez en rey, y refresca con agua de la fuente la frente de su dama, que sufre inactiva.

Nabiza se arrastra a gatas por el viejo camino.

Donde su barba roza la huella, sale musgo, crecen los helechos, brotan las setas.

Como Rúmpeles-Tíjeles vuelve a dar una patada en el suelo, un hormiguero tiene que trasladarse siete pasos e instalarse de nuevo con todos sus huevos y crías.

(Por instrucciones de nuestro señor Matzerath, la tonta de Caperucita Roja se sentará en un árbol hueco y se chupará el pulgar, mirando perezosamente a los diligentes personajes de cuento).

Ahora, el falso sendero del bosque parece engañosamente verdadero y apenas puede sospecharse el auténtico.

Entonces la Perversa Madrastra da órdenes: Nabiza tiene que separar a la Bella Durmiente del Príncipe a la fuerza.

El gigante, hasta hace un momento todavía bonachón, se ensombrece.

Coge a la Bella Durmiente y la levanta con una mano, y no es ya un criado, sino un imperioso genio de los Montes de los Gigantes.

El Primero, el Sexto y Séptimo enanos detienen al lloroso Príncipe.

Con el huso, el Cuarto enano corre con pies ligeros tras Nabiza, que se lleva a la Bella Durmiente, la cual duerme otra vez, al lugar de los hechos.

El Príncipe no quiere dejarse consolar por Blancanieves.

Ni tampoco quiere saber nada de Caperucita Roja, que se levanta de un salto del árbol hueco.

Las cortadas manos de la Muchacha acarician la triste cabeza rizada, mientras la besadora boca del Príncipe echa besos al aire.

Está como loco.

Solo Rapónchigo consigue, con su largo cabello, distraer al Príncipe de su dolor.

«¡Por favor, el Espejo!», grita la Perversa Madrastra, y las manos cortadas cogen el Espejo Mágico del viejo Ford y lo colocan sobre un tocón de árbol.

En cuanto los personajes de cuento, con Hänsel y Gretel en medio, se han congregado ante el espejo, agrupándose como si una gran familia, por ser martes, quisiera ver «Dallas», la Perversa Madrastra enciende su televisor maravilloso.

(Como decía nuestro señor Matzerath hace muy poco: «No hay uno solo de los medios de difusión más nuevos que no tenga su antecedente en los cuentos de hadas»).

Primero se ve a Nabiza, cargado con la durmiente Bella Durmiente, caminando pesadamente por el bosque muerto, Incansable, el Cuarto enano corre detrás con el huso.

Entonces se ve a la Abuela de Caperucita, que sigue leyéndole al Lobo el Diccionario de los Grimm, tomo I.

Y luego entra en cuadro la columna de coches del Canciller, con ministros y expertos.

Todavía va por la autopista, detrás de luces azules y escoltada por policías y motocicletas.

Otra vez cambia la Perversa Madrastra de canal: el enano del huso sigue a Nabiza, que lleva a la Bella Durmiente escaleras arriba por una torre en ruinas, hasta el aposento más alto, al que le falta el techo.

De pronto entran en cuadro las manos cortadas.

Limpian el aposento, mientras Nabiza deposita a la Bella Durmiente cuidadosamente junto a una mesa de piedra; el enano deposita el huso en el regazo de la durmiente bella.

Ante el Espejo Mágico, todos elogian la diligencia de la Muchacha sin Manos.

El Príncipe, que lo ha visto todo entre el cabello de Rapónchigo, se lamenta.

Quiere irse y, como siempre, despertar con su beso a su Bella Durmiente.

Pero los enanos lo sujetan, por mucho que patalee.

Una vez más, Rapónchigo lo cubre con sus cabellos.

Después de haber mostrado de nuevo el Espejo Mágico a la Abuela, que sigue leyéndole al Lobo, muestra ahora la caravana de coches del Canciller, que tuerce para entrar en el bosque intacto.

Con las luces azules por delante, se acerca cada vez más.

A una señal de la Bruja, todos los personajes de cuento se esconden.

Los enanos empujan el viejo Ford hasta unos arbustos.

Solo Hänsel y Gretel se quedan atrás, como si hubieran sido rechazados y estuvieran solos, abandonados de Dios.

Y se sitúan a la expectativa en el nuevo y falso camino.

Ahora sale de las profundidades del bosque, tras las luces azules, la caravana de coches del Canciller.

Hänsel y Gretel hacen gestos con la mano y gritan: «¡Aquí, papá! ¡Estamos aquí, aquí!». Corren gritando por el falso camino.

El Canciller y papá los siguen en dirección al lugar de los hechos, hasta que el bosque, hasta hace unos momentos sano, se vuelve cada vez más enfermo, pantanoso e intransitable.

Por los «walkie-talkies» se oyen pitidos, silbidos, órdenes: «¡Sigan a los hijos del Canciller!». «¡Despliéguense, rodéenlos!». Los negros automóviles se quedan atascados, tienen que ser abandonados por todos sus ocupantes y se hunden, uno tras otro, en un fango que burbujea; finalmente, también el automóvil del Canciller, cuya estrella de Mercedes sigue reluciendo hasta el final.

Desordenadamente, el Canciller y sus expertos y ministros, entre ellos los Grimm Brothers, vagan por el bosque muerto.

Con la metralleta dispuesta, los policías se esfuerzan por mantener la seguridad que les está confiada.

La gente de la televisión gime bajo el peso de sus aparatos, pero filma de todas formas la confusión.

El Canciller exclama: «Niños, ¿dónde estáis? ¿Dónde estáis, niños?». Los expertos discuten el rumbo.

Los policías se asustan mutuamente.

Los Grimm Brothers se ayudan el uno al otro a salir del fango.

El Canciller llama.

La televisión sigue filmando.

Siete cuervos en árboles muertos.

Hänsel y Gretel atraen a aquel desvalido montón cada vez más profundamente en el bosque agonizante.

Gritan: «¡Por aquí, papá, por aquí!». A propuesta de nuestro señor Matzerath, que siempre está pensando en incidentes secundarios, los Grimm Brothers encuentran ahora en el yermo un largo pelo dorado.

Pocos pasos más allá, otro cabello reluce áureo.

Y así sucesivamente.

Siguiendo esos cabellos dorados, los Grimm Brothers ven finalmente quién los ha atraído, extraviándolos: entre árboles muertos, Rapónchigo.

Preciosa de contemplar, juega con sus largos cabellos y atrae al Ministro encargado de la lucha contra daños forestales a plazo medio y a su Subsecretario en una dirección determinada.

Otros personajes de cuento aparecen y desaparecen entre los árboles; los Siete Enanos llevan a Blancanieves en su féretro; Rúmpeles-Tíjeles salta, baila y grita: «Qué bien que nadie sepa que me llamo Rúmpeles-Tíjeles»; Caperucita Roja va de camino con su cesta con asas.

Cada vez más personajes de cuento llegan y se esfuman: melancólicamente Yorinde y Yoringuel, la pobre Muchacha de las Manos Cortadas, una Dama pasa con un sapo sobre su hermosa frente, y una y otra vez se ve reír a la Bruja.

Y todo lo demás que aparece en el libro de los «Cuentos del hogar».

Como sin querer, los Grimm Brothers siguen a sus personajes, hasta que el bosque muerto se convierte otra vez en bosque de cuento.

Y cuando el bosque de cuento se abre en un claro, allí está, en medio del calvero, esculpido en piedra, un monumento que representa a los Grimm Brothers, hombro con hombro.

Aquí, nuestro señor Matzerath quisiera ver reunido a un grupo de profesores, todos ellos expertos en cuentos de hadas e investigadores de profundos sentidos.

Iluminarían las dimensiones sociológicas, lingüísticas y psicológicas de los «Cuentos del hogar» de los Grimm y arrastrarían a los Grimm Brothers a una larga conversación especializada.

Yo estoy en contra.

Sin hacer preguntas y asombrados solo, Jakob y Wilhelm Grimm se verán esculpidos en piedra, mientras, poco a poco, todos los personajes de cuento se reúnen a su alrededor.

Blancanieves se incorpora sonriente en su ataúd de cristal.

Rapónchigo está de pie, vestida por sus cabellos.

La Muchacha sin Manos esconde sus muñones a la espalda.

Un poco desconcertada, la Bruja se cierra los botones del vestido sobre sus enormes tetas.

Todos, todos se muestran, solo Nabiza falta.

Está a un lado llorando porque, como genio de la montaña, no apareceen los cuentos de Grimm.

(Sin embargo, considero demasiado rebuscada la propuesta de nuestro señor Matzerath de hacer que llame a Musäus, su autor de cuentos de hadas. Sería más convincente que Wilhelm Grimm se diera cuenta delicadamente del apuro de Nabiza, buscara al descomunal gigante, lo encontrara y lo acogiera en el círculo de sus personajes).

El subtítulo de Wilherlm dice: «También Nabiza será desde ahora uno de nosotros».

«Sisí», dice Rúmpeles-Tíjeles, «con que volvemos a vernos, señores».

Wilhelm Grimm dice: «Mira, querido hermano, todos se han reunido a nuestro alrededor».

Jakob Grimm dice: «No están todos, querido hermano.

Faltan Hänsel y Gretel.

Y mira a tu alrededor: nos falta la Bella Durmiente».

Mientras los tres enanos de vigilancia contienen al Príncipe, que quiere irse de la boca, la Perversa Madrastra, que se enfrenta con los Grimm Brothers severamente abotonada, coloca su Espejo Mágico a los pies del monumento esculpido en piedra y sintoniza el programa de acción.

En el lugar de los hechos está la Bella Durmiente, con el huso en el regazo, junto a la mesa de piedra del aposento de la torre.

Las manos cortadas cuidan de que el huso no se le caiga.

En torno a la torre se congregan el Canciller y su séquito.

Rápidamente, el enano que ha traído el huso despierta a la Princesa con un beso, al estilo del Príncipe.

Luego baja las escaleras corriendo y huye ligero de allí con Hänsel y Gretel, que esperaban escondidos detrás de la torre en ruinas.

Las manos cortadas y los siete cuervos los siguen.

Gretel grita sin dejar de correr: «¡Esperemos que dé resultado!». En torno a la torre comienza otra vez la disputa de los expertos.

Los policías forman un círculo de seguridad alrededor del Canciller y de los ministros que quedan.

Agotado, el Canciller hace que uno de sus asesores le dé, de la bolsa de las provisiones, un gran trozo de pastel de crema de mantequilla.

«¡Ay, exclama, qué difícil se me hace gobernar!». Luego muerde un pedazo, lo mastica y mira, masticando tristemente, a la Bella Durmiente sentada en la torre en ruinas.

Los párpados de ella parpadean, enseguida volverá a dormirse.

Entonces el Canciller grita con la boca medio llena: «¿Has visto quizá a mis queridos hijos?». La Bella Durmiente se asusta y se pincha con el huso en un dedo, de forma que salta la sangre.

Y entonces todos se congelan al mismo tiempo: el Canciller con su pedazo de pastel en la mano, los ministros y expertos que discuten, los policías con sus metralletas dispuestas, los hombres de la televisión siempre preparados para rodar y los periodistas que acechan frases con impacto.

Y mientras se señalan aún, discutiendo unos a otros, buscan al enemigo con sus metralletas, garrapatean notas, hacen zumbar las cámaras de televisión y mascan pastel, todos caen, con la Bella Durmiente, en un profundo sueño.

Inmediatamente comienza a crecer en el páramo que hay entre los árboles muertos un seto de espinos, que cada vez se hace más alto y se vuelve más espeso, más impenetrable, como si fuera de alambre espinoso, hasta que la congelada concurrencia que hay al pie de la torre en que duerme la Bella Durmiente desaparece, hasta que el Gobierno y toda la pesca no están ya allí.

En el Espejo Mágico, sobre el pedestal del monumento, los personajes de cuento y los Grimm Brothers presencian el éxito de su acción.

Reina la alegría.

Hasta a los Grimm Brothers les gusta esa forma de derrocar el poder.

Y Hänsel y Gretel, el Cuarto Enano y las manos cortadas son recibidos con alegría.

La Bruja los felicita: «¡Lo habéis hecho fenomenalmente, chicos!». Todos aplauden, incluso las manos cortadas.

Solo los Grimm Brothers están molestos al volver a ver a los perdidos hijos del Canciller: como Hänsel y Gretel.

Desde luego, Wilhelm Grimm saluda amistosamente a los dos con el subtítulo: «Y nosotros que temíamos que los rusos habían raptado a los hijos del Canciller», pero Jakob Grimm está lleno de dudas: «¡Ay, vuestros pobres padres! Además, ya no hay Gobierno. Reinará el desorden. ¡Amenaza el caos!». Entonces el Príncipe besucodespertador se libera del cabello de Rapónchigo y ofrece a los Grimm Brothers sus servicios: «¿Despierto otra vez a la Bella Durmiente con un beso? ¡Sé hacerlo!». Quiere escaparse, pero inmediatamente los tres enanos de vigilancia se cuelgan de él.

Como un perfecto genio de la montaña, carbonero y salvaje, Nabiza abofetea al Príncipe.

Hänsel exclama: «¡Se quedará aquí!». (Y, antes de marcharse a Polonia, nuestro señor Matzerath dijo que, en ese momento, la Dama del Rey Sapo debería ofrecer al lloroso Príncipe su frente atormentada para que la besase; pero yo opino que esa trama secundaria solo distraería de lo que ocurrirá después).

Sin cumplidos, todos los personajes de cuento quieren mostrar ahora a los Grimm Brothers su pensión, la Casita de Mazapán, donde, entretanto, muchos caracoles de carga, uno tras otro, han ido entregando todos los tomos del Diccionario de los Grimm; el último transporta el volumen XXXII: de zocato a zuzón…

La Abuela del cuento sigue leyendo al malvado Lobo del cuento el diccionario.

La tripa del Lobo, que se abre y cierra con una cremallera, está llena de palabras de épocas pasadas: parturienta, partera, partear…

Ahora la Abuela encuentra en el diccionario de los Grimm, del que entretanto tiene todos los volúmenes, el nombre de la ciudad de Vineta, habitada por los vinetos.

Hasta que el mar invadió la ciudad.

Entonces el Lobo aúlla y quiere saber de labios de la Abuela más cosas que las que hay escritas sobre Vineta.

Doblar, repicar, repicar de campanas, dice la Abuela al Lobo del cuento, eso es lo que se oye cuando no sopla el viento sobre el tranquilo mar.

No, no pueden dormir.

Un canturreo que no acaba nunca se abre paso hasta las hamacas del castillo de proa del barco fondeado.

Vosotras, dulces auritas, transparentes y lechosas; vosotras, aurelias dibujadas del azulado al violeta, bandadas de medusas que, como es sabido, viven de plancton y larvas de arenque; vosotras, apenas investigadas y, por ello, de mala fama, porque podríais transformar el mar, mañana mismo mi mar, el Mar Báltico, en una sola aguamala; vosotras, beldades que vagáis con la corriente, y que, como las ratas terrestres, tenéis asegurado el asco de los hombres; vosotras, del tamaño de un plato o de una fuente, cuya biomasa tiembla sensitiva y llena de secretos…; vosotras inmortales, cuyo ser innumerable fue certificado como mundo, sabéis cantar.

No es extraño que las mujeres no puedan conciliar el sueño.

Esa música es demasiado poderosa.

Dan vueltas y revueltas en sus hamacas.

Mis consejos son, como siempre, impotentes.

La Anciana maldice ya el canto de las medusas, que la vuelve peleona.

La Timonela desentierra viejas historias.

Se enfrenta con la Oceanógrafa a causa de palabras antiguas y luego ataca a Damroka: la capitana, dice, ha traicionado la misión científica, fijando al barco un rumbo insensato.

No se trata de perseguir mitos y sagas, sino de probar que el Mar Báltico está amenazado por una catástrofe ecológica.

Damroka ha fracasado, al perseguir solo sus intereses privados.

«Bueno, eso fue siempre tu fuerte: pero ahora se acabó.

¡Desde mañana señalaré yo el rumbo!», grita la Timonela.

Después de que la Maquinista e igualmente la Oceanógrafa, sin dar razones —ni siquiera me citan a mí—, se ponen contra Damroka, parece como si a bordo del barco «La Nueva Ilsebill» pudiera producirse un motín; no, de forma correctamente democrática, una votación para destituir a la capitana.

Hasta la Anciana vacila, hablando unas veces de una forma y otras de otra.

Entonces, hacia la medianoche —la Timonela acaba de gritar: «¡También tus conversaciones con el Rodaballo nos atacan los nervios!»—, termina el canto de las medusas; no se extingue, sino que se interrumpe, como si una batuta hubiera hecho cesar de golpe, para siempre, aquella competición coral.

Solo los ruidos del propio barco.

Y, si las mujeres habían encontrado antes insoportable el canturreo de las aguamalas que las hacía pelearse, ahora aquel súbito silencio les parece ensordecedor.

La Anciana es la primera en saltar de la hamaca.

Quiere tomarse un aguardiente y luego otro.

«Ya lo decía», exclama, «¡un fenómeno inexplicable!». La Oceanógrafa quiere saber más.

Con ayuda de la Maquinista, echa una red circular para capturar aguamalas, que arrastran a estribor y luego a babor, dos veces, y cada vez la bolsa de la red aparece sin aguamalas.

Ni ninguna otra cosa, ni un simple pez espinoso.

Una opresión desciende sobre el barco.

La Oceanógrafa se mordisquea las uñas.

Ahora también la Maquinista quiere un aguardiente y otro más.

La Timonela llora, primero sofocadamente y luego fuerte: no quería decir lo que dijo durante la pelea.

Las cinco se acurrucan, se sientan o se quedan de pie tras la cabina del piloto, bajo la luna casi desaparecida, escuchando a Damroka que, como si tuviera que alejar con sus palabras miedos infantiles, les habla del asentamiento vendo de Jumne, que luego, después de ser destruido por vikingos y daneses, fue reconstruido y se llamó Vineta.

Al principio, junto al pueblo de pescadores de Jumne, que creció convirtiéndose en ciudad, estaba el castillo de Jom, refugio de los vikingos.

Damroka conoce historias de Gorm el Viejo y Harald Diente Azul, que en la isla de Usedom venció al príncipe vendo Burislao.

«Eso ocurrió hace sus buenos mil años», dice, «cuando Diente Azul y Burislao, inmediatamente después de la matanza, se pusieron de acuerdo.

De un nieto de ese Burislao, que se llamaba Vitzlao y tomó por esposa a una hija del príncipe cachubo Svantopolk, a la que llamaron Damroka, procedo yo al parecer, según dicen».

Habla de los inquietos vikingos de Jom que, saqueando y conquistando, llegaron hasta Islandia y Groenlandia.

«Comerciaron con Haithabu.

Y de las costas de América, que comenzaron a saquear mucho antes que Colón, trajeron nuevas aves, el glogloteante pavo, que más tarde gustaba pintar a los pintores góticos de iglesias.

Sin embargo, en Jumne las gentes eran sedentarias.

Comerciaban, revendían el género robado y convirtieron los pavos salvajes en ruidosos animales domésticos.

Por ello, el escudo de Jumne fue al principio, al parecer, un pavo heráldico».

Como el mar está tan espantosamente tranquilo y el barco anclado no está ya rodeado de medusas ni es saludado con coros de júbilo, Damroka trata de animar a las mujeres de su barco con historias de pavos.

Sin embargo, ni siquiera los cómicos nombres vikingos —aquellos tipos se llamaban Thorkel, Pal o Knuddel— hacen reír a las mujeres.

Damroka dice: «Se mataron todos entre sí. Y Jumne se hizo rica, luego otra vez pobre, y después otra vez rica y así sucesivamente, ya conocéis esas historias de hombres. Más tarde se dijo: Jumne ardió durante tres días, tan abarrotada de yesca estaba la ciudad. Pero yo no me lo creo. Más bien tiene razón Adam von Bremen, que exploró la costa del Báltico hasta la desembocadura del Oder y escribió sobre las tribus eslavas de los vitzos y vinetos, que se apoderaron de Jumne, con lo que, algo después, tras haberse matado entre sí otro montón de tipos, la ciudad se llamó Vineta y se hizo rica y, finalmente, asquinmensamente rica, hasta que llegó la inundación con una tormenta del noroeste, lo que ocurrió en el mil doscientos y algo. Sin embargo, hay otros relatos, que son todos un poco falsos y un poco exactos…». No sabe terminar.

Sus historias dan ganas de otras historias.

A las mujeres les gusta que Damroka les pinte el suave dominio resultante de una administración en manos de mujeres.

Ella dice que, además del consejo de las mujeres, había un consejo de hombres.

Las escabinas dictaban jurisprudencia junto con los escabinos.

Por eso se menciona también a mujeres verdugos.

Incluso de capitanes femeninos habla una leyenda.

«Sin embargo, luego llegaron gentes extrañas, ciento treinta mujeres y tipos del Weser, donde un flautista ciudadano, que sin embargo era reclutador itinerante, los había reclutado con dulcísimas promesas. Los llamaban nuevos colonos. Con su llegada —fue el día de San Martín del año mil doscientos ochenta y cuatro— comienza el ocaso de la ciudad de Vineta, porque los tipos que había entre los nuevos colonos eran radicalmente contrarios a la ginecocracia y, además, llevaban a sus talones muchos miles de ratas, por lo que en el último escudo de la ciudad puede verse, bajo el pavo, una rata, y concretamente el ave con el pico orientado a la derecha y la rata corriendo hacia la izquierda».

Damroka trae la vieja carta de navegación de la cabina del piloto y les enseña a las mujeres, con luz escasa, el lugar en que están fondeadas.

«Aquí», dice, «frente a la desembocadura del Peene, se extendía lejos, hacia el este, la ciudad insular.

Estamos ancladas sobre su centro.

Al parecer, antes de aquel oleaje tempestuoso, el mar estaba tan inmóvil como hoy plano.

También se dice que fue un año de aguamalas y que un cántico, como cantado por ángeles, flotaba sobre las aguas».

Las mujeres deciden entonces tratar de dormir otra vez.

En la mañana del domingo comprobarán si su lugar de fondeo, como pretende la carta marina, se llama realmente Vineta; no solo la Oceanógrafa tiene sus dudas.

Ya en las hamacas, Damroka dice: «Por cierto, el oleaje tempestuoso se produjo, al parecer, un domingo.

Por eso, cuando el viento está en calma, todavía hoy se oye un repicar de campanas».