Capítulo cuarto

EN EL QUE HAY DESPEDIDAS, un contrato queda listo para la firma, llegan Hänsel y Gretel, se encuentran caquitas de rata, reina un ambiente dominical, se produce el Acabóse, algunas monedas de oro resultan superfluas, Malskat tiene que hacerse soldado, resulta difícil dejar a las mujeres y el barco fondea ante los gredosos acantilados.

Soñé que tenía que despedirme de todas las cosas que me han rodeado proyectando su sombra: de todos esos pronombres posesivos.

Despedirme del inventario, esa lista de objetos diversos hallados.

Despedirme de los perfumes empalagosos, de los olores que me mantienen despierto, de lo dulce, de lo amargo, de lo agrio propiamente dicho y de la acritud ardiente de los granos de pimientas.

Despedirme del tictac del tiempo, de la irritación del lunes, de las miserables ganancias en la lotería de los miércoles, del domingo y su perfidia, apenas se sienta el aburrimiento a la mesa.

Despedirme de todas las citas: de lo que en el futuro debe cumplirse.

Soñé que tenía que despedirme de toda idea, nacida viva o muerta, del sentido que busca un sentido al sentido, y de la esperanza corredora de fondo también.

Despedirme del interés compuesto de la rabia contenida, del producto de los sueños acumulados, de todo lo que está en el papel, recuerda un parecido y, como corcel y caballero, se convierte en monumento.

Despedirme de todas las imágenes que el hombre se ha fabricado.

Despedirme de la canción, de los lamentos rimados, despedirme de las voces entretejidas, del júbilo a seis voces, del celo instrumental, de Dios y de Bach.

Soñé que tenía que despedirme de las ramas desnudas, de las palabras brote, flor y fruto, de las estaciones del año que están hartas de su ambiente e insisten en despedirse.

Niebla matutina.

Veranillo de San Martín.

Abrigo de invierno.

Gritar ¡abril, tonto de abril!, decir una vez más cólquico y amarilis, sequía helada deshielo.

Escapar de las huellas en la nieve.

Quizá estén maduras para despedirse las cerezas.

Quizá pierda el juicio el cuco y cante.

Una vez más hacer surgir guisantes verdes de sus vainas.

O bien el vilano: solo ahora entiendo lo que pretende.

Soñé que tenía que despedirme de mesa, puerta y cama y a la mesa, la puerta y la cama, sobrecargar, abrir de par en par, probar como despedida.

Mi último día de colegio: deletreo los nombres de mis amigos y repito sus números de teléfono: hay que pagar las deudas; para terminar escribo unas palabras a mis enemigos: borrón y cuenta nueva… o bien: o valía la pena.

De repente tengo tiempo.

Mis ojos registran, como si estuvieran entrenados a despedirse, el horizonte a la redonda, las colinas de detrás de las colinas, la ciudad a ambos lados del río, como si hubiera que recordar conservar salvar lo que está delante: sin duda abandonado, pero aún tangible, totalmente despierto.

Soñé que tenía que despedirme de ti, de ti y de ti, de mi insuficiencia, del resto de mi yo: lo que está después de la coma y disminuye desde hace tiempo.

Despedirme de lo extraño hartamente familiar, de las costumbres que se dan la razón cortésmente, de nuestro odio documentado y certificado.

Nada había que me estuviera más próximo que tu frialdad.

Tanto amor recordado de forma exactamente falsa.

Al final se habían cuidado de todo: imperdibles a montones.

Queda aún la despedida de tus historias, que siempre buscan un amarre, del vapor que llega de Stralsund, de la ciudad en llamas, cargado de fugitivos; y despedirme de mis cristales que solo piensan en añicos, siempre en añicos, en sí mismos como añicos.

No, nada de hacer el pino ya.

Y nunca más dolores.

Nada que acuda a recibir la expectación.

Ese final es materia escolar, lo conozco.

Esa despedida se ha ensayado en los cursos.

¡Mirad qué baratos son los secretos desnudos! No hay dinero que pague ya la traición.

A precios de saldo los sueños descodificados del enemigo.

Finalmente se cancela la ventaja, nos iguala la cuenta final, triunfa por última vez la Razón, no hay diferencia alguna en todo lo que alienta, se arrastra o vuela, todo lo que aún no se ha pensado, y que quizá sería, acaba y se va.

Sin embargo, cuando soñé que tenía que despedirme de todas las criaturas, para que no quedara recuerdo de ningún animal para el que en otro tiempo Noé construyó su arca, despedirme enseguida, soñé, después del pez, la oveja y la gallina, que perecieron todos con el género humano, en una sola rata, que parió nueve crías y tenía el futuro por delante.

¡Nosotras no!, susurró, negó, discutió.

Nunca estuvimos pagadas de nosotras mismas.

No nos hacían falta espejos.

No había bobadas a las que atribuyésemos un sentido profundo, ni meta que nos sacara de nosotras, nos exaltara, arrebatara: ¡nunca hubo una superrata! Ni edificios mentales de muchos pisos, en los que trascendiéramos, hasta llegar a las estrellas, con la delirante ilusión de la inmortalidad.

Libres de esas farsas humanas, fuimos numerosas sin habernos numerado nunca.

Nos faltaba la conciencia de nuestro propio ser, una carencia que no nos mataba.

Por muy ejemplares que pudiéramos ser para comparaciones como las que el hombre forzaba, en cuanto se trataba de dar nombre a las plagas, por ejemplo, a las bíblicas, para nosotros no había ejemplo que seguir, nadie podía ser un modelo, desde luego no otros animales, y tampoco el hombre, al que teníamos afecto desde que había memoria ratesca y que, sin duda, nos maravillaba, pero no fue para nosotras un dios mientras existió realmente y arrojó su sombra.

Solo cuando se fue empezamos a echarlo de menos.

No solo nos faltaban, crudos y cocidos, las provisiones y desperdicios de su cocina, sino que también sus ideas, que todas habíamos devorado literalmente, nos hicieron mucha falta en lo sucesivo; con gusto hubiéramos alargado figurativamente el cuenco, como de costumbre, para recibir sus sobras, nosotras, soldados de a pie de sus delirios, modelos de sus pavores.

Por eso el hombre hizo imágenes de nosotras con palabras.

Temía ser más pobre que las ratas, maldecía los alcoholes matarratas.

Nosotras, encarnación del Mal, estábamos presentes en la cámara de horrores de sus pensamientos más recónditos.

Nosotras, que eliminábamos todo lo que él segregaba, mucosidades o pedazos, sus excrementos, sus restos en fermentación, todo lo que vomitaba en cuanto lo ahogaba el asco, lo limpiábamos sin aspavientos y se lo quitábamos de la vista a él, tan delicado, nosotras, que nos alegrábamos de sus vómitos, le resultábamos asquerosas.

Lo asqueábamos más aún que las arañas.

Ninguna aguamala, ningún gusano, ningún ciempiés podía darle más asco.

Si se hablaba casualmente de nosotras, se le revolvía el estómago.

Si nos veía, le daban bascas.

Porque eran peladas y exageradamente largas, nuestras colas le resultaban especialmente repugnantes; éramos la encarnación de la náusea.

Hasta en los libros que enaltecían la náusea de sí mismo como expresión particular de la existencia humana se nos podía leer entre líneas; porque cuando lo humano lo asqueaba, para lo que encontraba pretexto desde que existía memoria humana, éramos otra vez nosotras las que facilitábamos nombres, en cuanto tenía en línea de tiro a su enemigo, a sus muchos enemigos: ¡Rata! ¡Ratas! ¡Camada de ratas! Y como el hombre podía hacer tantas cosas, por odio a sus semejantes nos buscó en sí mismo, nos encontró sin dar muchas vueltas, nos marcó y nos aniquiló.

Siempre que exterminaba a sus herejes y desviacionistas, a los que consideraba inferiores e incluía en la escoria, hoy el populacho y ayer la nobleza, hablaba de cuadrillas de ratas que había que exterminar.

Pero quizá fuera también así: como la raza humana no podía con nosotras ni con estricnina ni con arsénico y, a pesar de los medios de destrucción siempre nuevos —hacia el final se decía que eran eficaces los ultrasonidos—, no podía evitar nuestra proliferación —como los hombres, éramos cada vez más y más—, destruyó en cambio a sus semejantes y, como era de esperar, con éxito.

Solo ahora, dijo la Ratesa con que sueño, hemos empezado a hacernos imágenes de él, a buscar, y encontrar también, al hombre escondido en nosotras.

Cada vez se nos vuelve más hermoso y quiere verse reflejado: sus proporciones armoniosas, su marcha erguida que practicamos, practicamos constantemente.

Nos consideramos deficientes, incapaces de emociones, de caprichos.

Ay, si pudiéramos ruborizarnos como él lo hacía, por motivos absurdos la mayoría de las veces.

Ay, si pudiéramos quedar preñadas de alguna de sus ideas, tener el don de parir crías de cabeza.

No, las ratas no nos despedimos de él como él se ha despedido de su gloria.

No, dijo la Ratesa antes de desaparecer, no renunciamos al hombre.

Almuerzo de trabajo para dos.

Él encarga solomillo de venado con cantarelas y arándanos.

Frente a mí, sentado en dos cojines, nuestro señor Matzerath quiere saber cómo me imagino en la película muda sobre los bosques agonizantes, que, por una parte, debe ser acusadora, para que los bosques se salven en el último momento, y, por otra, una despedida, porque es demasiado tarde, demasiado tarde ya, a los históricos hermanos Grimm en sus papeles actuales.

Dice: «No me gustaría irme a Polonia sin haber aclarado ese punto, sobre todo porque también allí se están perdiendo muchas cosas tradicionales entre las brumas católicas».

Hasta el postre —sémola roja con salsa de vainilla— duran mis explicaciones: Si Jacob es Ministro extraordinario para el medio ambiente, Wilhelm, como Subsecretario suyo, se ocupará de los daños crecientes que sufren los bosques.

En cualquier caso, los dos se consideran afectados por la cuestión de los bosques.

Saben mucho de toxicidades y contaminaciones.

Fomentan, con fondos federales, las investigaciones sobre el ozono.

Muy pronto, en tesis que entonces fueron motivo de escarnio, los dos dudaron de la estabilidad del ecosistema ante un crecimiento incontrolado.

Sus críticas a la política energética se citan aún, pero no han tenido consecuencias.

Su catálogo de medidas indispensables no encuentra apenas oposición, pero tampoco mayoría parlamentaria.

Repetidas veces han anunciado su dimisión, pero siguen en sus cargos.

Se dice: los Grimm Brothers son demasiado liberales.

Tolerantemente, dejan en silencio que todos los ministros se despachen a su gusto, mientras que ellos son bruscamente interrumpidos, provocados con abucheos, ridiculizados por todos los demás ministros como chalados que no tienen los pies en el suelo y, en el mejor de los casos —¡tiene que haber de todo!—, tolerados como bichos raros.

Son un lujo que se pueden permitir.

Si llega alguna visita de Estado, el Canciller se los muestra.

Y sin embargo: a pesar de toda su actualidad, los hermanos Grimm han seguido siendo los mismos como Grimm Brothers.

Además de su actividad oficial, desde luego ineficaz pero muy apreciada, coleccionan datos sociales y testimonios culturales sobre los trabajadores extranjeros, y también neologismos, lo mismo que en otro tiempo coleccionaron cuentos de hadas, leyendas y palabras de la A a la Z, hasta que Jacob, cuando se aproximaba a la letra F, quedó sepultado por una nevada de papeles.

Además, publican.

Lo mismo que Wilhelm Grimm con un artículo sobre «El papel de la mujer turca en la vida cotidiana de la República Federal» encuentra incluso la aprobación feminista, un libro del Jacob Grimm actual, titulado «Alemán pitúfico», ha llamado mucho la atención, porque, con ejemplos del pitufismo ampliamente difundido en las masas, tomados del lenguaje de los materiales sintéticos, ha probado el deterioro general del idioma, la existencia de «malas hierbas en unos campos semánticos en otro tiempo florecientes» y la decadencia del alemán literario.

Los Grimm Brothers fueron muy aplaudidos en todo el país cuando hace años, junto con otros eruditos, protestaron contra un cambio de la Constitución; como siempre con elocuencia, pero sin encontrar auditorio; cambio que se basaba, dijeron, en la tradición común del país dividido.

Pero como los Grimm Brothers están sometidos en mi película, que tratará de los bosques agonizantes, a un argumento lineal de cuento de hadas, sus actividades secundarias y sus escrúpulos solo podrán señalarse como apostillas.

Por ejemplo, en los despachos de los dos hermanos, que comunican por una puerta abierta, se encuentran pruebas de su celo coleccionista: un tapiz en la pared, hecho de treinta y tantos pañuelos de cabeza abigarrados de mujeres de trabajadores turcos, adornan la oficina, más pequeña, de Wilhelm, entre estantes llenos de sociología; en el despacho ministerial de Jacob llama la atención, junto al retrato enmarcado del erudito prusiano Savigny, una vitrina cuyos estantes están llenos de pitufos, ordenados en grupos.

Como investigadores, los Grimm Brothers se consideran a sí mismos con ironía.

Y lo que quiere saber también nuestro señor Matzerath, mientras yo mezclo un resto de sémola roja con lo que sobra de la salsa de vainilla: sí, los dos son aficionados a la música, defienden una mayor enseñanza musical y son partidarios de fomentar la producción cinematográfica de calidad.

Básicamente, no se oponen a los nuevos medios de difusión, pero advierten de los peligros de los monopolios incontrolados.

Levantamos nuestros vasos y bebemos a nuestra mutua salud.

Nonó, los Grimm Brothers no aparecerán como sabios de gabinete.

Están divorciados y tienen tendencia a cambiar de señora.

Los vemos vestidos deportivamente y fotogénicos no solo cuando van en pareja.

Llevan corbatas de lazo de dibujo entonadas con sus chaquetas de «tweed».

Hasta las vacaciones las pasan en el Spessart, en los Vosgos, dondequiera que haya bosques, juntos.

Se podría titular la película sencillamente «El bosque» o, con más pretensiones, «Los bosques de Grimm»; pero habría que filmarla mientras haya todavía bosques que ver.

«Pero ¿por qué», dice nuestro señor Matzerath con el café, «tiene que ser a la fuerza una película muda?». Porque todo se ha dicho ya.

Porque solo queda despedirse.

Primero de abetos, pinos, falsos pinos y rodenos, y luego de las lisas hayas, los escasos robledales, los arces, de los fresnos, abedules, alisos, de los olmos de todas formas enfermizos, de los claros márgenes del bosque, llenos de setas entre el monte bajo.

¿Qué será de los helechos si les falta su cubierta vegetal? ¿Adónde huir, en dónde perderse? Despedirse de las encrucijadas de lo profundo del bosque.

Del hormiguero, que enseñaba a admirar, nos despediremos sin saber de qué.

De los muchos cotos vallados que prometían ganancias y árboles de Navidad, del árbol hueco, que brindaba asilo a todos los miedos, despedirse de la resina chorreante, que encerraba para siempre al escarabajo.

Despedirse de las raíces retorcidas, de tropezar con ellas y encontrar, por fin, el cuatro hojas, la suerte.

Despedirse de la falsa oronja, que da sueños extraños, de la armillaria, que vive en los tocones de árbol de la sabrosa trompeta de los muertos, que abre tarde sus embudos, mientras el falo hediondo resuena a lo lejos.

Cortafuegos, desmontes, vedados.

Despedirse de todas las palabras que vienen del bosque.

Para terminar, nos despediremos de los indicadores contradictorios y de la posada «El Gigante», de la savia que sube y del verde, de las hojas que caen y de todas las cartas que empiezan así.

Se borrará lo escrito sobre los bosques y sobre los bosques de detrás de los bosques.

Nada de juramentos grabados en la corteza.

Nada del peso de la nieve cayendo de los abetos.

Nunca más nos enseñará a contar el cuco.

Estaremos sin cuentos de hadas.

Por eso, una película muda.

Porque el objetivo de la cámara verá el bosque como por última vez.

Quién va a querer hablar aún.

Al morir, los árboles hablan por sí mismos.

Y solo el argumento, que siempre quiere seguir adelante, empuja, quisiera dar saltos y necesita gritos, lamentos e indicaciones, reclama subtítulos, que deben expresarse brevemente: Por suerte, nadie lo sabe.

Espejo, espejito.

Pero al otro lado de las siete montañas.

¿Por qué tienes las orejas tan grandes? Suéltate para mí el cabello.

¡Mi niño, mi corzo! La menor de las hijas del rey.

Sangre en el zapato.

El viento del este, el niño celeste…

Porque Hänsel y Gretel siguen corriendo desde luego, todavía en silencio, por el bosque muerto, pero en algún momento, no, pronto, el bosque se animará y ayudará a los niños con indicadores, y entonces ellos llegarán y los saludará un subtítulo: «¡Hola, por fin estáis aquí!». Nuestro señor Matzerath, a quien le gusta hablar y siempre ha confesado ser un parlanchín, ha comprendido entretanto que tiene que ser una película muda que —¿quién si no?— tendrá que producir él.

Revuelve su tacita de café, estirando mientras tanto el dedo meñique, y guarda silencio.

¿Tendría que presionarlo yo ahora para que diera su consentimiento, para que diga de una vez que sí como productor?, él tendría que saberlo: mientras no dé su palabra, su proyectado viaje se retrasará.

Para distraerme me enseña su visado.

Yo señalo el contrato de producción: «Ahí, ahí mismo es donde tiene que firmar, si me hace el favor».

Él lamenta que el mercado de videocasetes esté de momento saturado.

Pero yo no quiero ninguna casete: «Quiero una película muda para el cine, con subtítulos».

Él dice: «En cuanto vuelva sano y salvo de Polonia, quizá…». Yo digo: «Se me podría ocurrir, entre una frase y otra, dejar, sencillamente, que caducase su visado».

«¡Chantaje!», lo llama él, «¡Qué arrogancia la de los escritores!». «Está bien», dice, «de todas formas los bosques solo se podrán salvar en el cine».

Yo digo apresuradamente: «¿Podré desearle ya mañana buen viaje?». Mientras paga por los dos el solomillo de corzo con todos sus accesorios, como almuerzo de trabajo, y deja una generosa propina para el camarero, luego, en el renglón previsto, escribe el título de la película «Los bosques de Grimm» y, finalmente, con caligrafía picuda, firma como «Oskar Matzerath-Bronski», nuestro señor Matzerath dice, después de una larga digresión relativa a su viaje y a la situación política en Polonia: «Hubiera preferido decidirme por Malskat el Pintor. Su gótico me agrada».

De la mano en medio de una petrificación cadavérica: corren por el bosque muerto pasando junto a vertederos de basura, depósitos de productos tóxicos y zonas militares prohibidas.

(En calidad de padre y madre, el Canciller y su esposa cuentan entre tanto a la prensa lo inconsolables que están. En columnas de anuncios, en pantallas televisivas, por todas partes en el país se busca a los fugitivos hijos del Canciller, que se llaman Johannes y Margarethe).

Ahora ya sin cogerse de la mano: Hänsel y Gretel corren como si no pudieran hacer otra cosa.

Apenas cansados y en absoluto desesperados.

Unas veces Hänsel, otras Gretel delante.

Mientras corren, el bosque muerto, que parece los Montes Metálicos en fotos actuales, al principio titubeando, luego decididamente y por fin con violencia, se va poniendo verde, cada vez de un verde más intenso, como en los libros de estampas, hasta convertirse finalmente en el bosque intransitablemente verde de los cuentos de hadas.

Un grajo, una lechuza levantan el vuelo.

Árboles que crujen hacen muecas.

Las setas brotan visiblemente del suelo musgoso.

Bajo las raíces hay echados, como si formaran parte de los tubérculos y troncos, parpadeantes gnomos escondidos.

Desde un hormiguero atareado, una mano de largos dedos saluda y señala a los niños el camino.

Un unicornio surge del monte bajo, con un ojo fogoso y otro triste, y se va trotando entre los arbustos, como si quisisera ser único en otra parte.

No tienen mucho miedo.

«¡De todas formas», exclama Gretel, «aquí no hay monstruos de verdad!».

Los dos miran el bosque como si lo admirasen por primera vez.

No corren ya, sino que buscan y prueban.

Entre gruesos troncos de árbol, que apenas pueden abrazarse entre dos, se pierden y se encuentran.

Sobre ellos se cierra, perforada solo por algunos agujeros de sol, la cubierta vegetal.

Los dos nadan en helechos arborescentes que les llegan al pecho.

Finalmente, una paloma torcaz, que arrastra tras sí un hilo de oro, conduce a Hänsel y Gretel a través del bosque, hasta que este se abre.

En medio de un claro, junto a un estanque oscuro en el que se deslizan siete cisnes, se alza una casa de madera de dos pisos, cubierta de tejas y que —cuando los niños se acercan— puede reconocerse, por la inscripción pintada «La casita de mazapán», como posada del bosque.

Delante de los establos laterales, un ciervo levanta la vista en un cercado.

Tras sus barrotes, un lobo interrumpe solo por un momento sus idas y venidas.

Titubeando, Hänsel y Gretel se acercan a un pozo murado, junto al que duerme una dama vestida de largo.

En la frente de la dama hay un sapo, que respira como si bombease aire.

La mirada que intercambian Hänsel y Gretel revela que conocen más o menos el cuento.

(Por eso, mientras el sapo respira sobre la frente, no debería explicarlo más ningún subtítulo).

Por las ventanas abiertas flotan cortinas blancas.

Ante la casa de madera hay una máquina expendedora automática pasada de moda, cuya pintura imita, como adorno, pan de especias y otros dulces de jengibre.

Hänsel se busca monedas en los bolsillos del pantalón, pero no encuentra dinero suelto ni tampoco fichas, sino solo un ornamentado letrero en letras góticas: «Niños, ¡servíos, por favor!». Primero saca Gretel un cajoncito, en el que hay una bolsa de avellanas.

Luego es Hänsel quien saca otra bandejita y lo sorprende un pedazo de panal de abeja.

Hambrientos de haber corrido primero por el bosque muerto y luego por el sano, los dos vacían las bolsas.

Mientras mastican aún y encuentran en una tercera bolsita hayucos, una señora se levanta tras unos escaramujos de una tumbona, en la que quizá se había quedado dormida con su periódico.

El periódico se llama «El Mensajero del Bosque» y puede fecharse a comienzos del siglo pasado, poco antes de la batalla de Jena y Auerstedt.

La mujer, que no es ni joven ni vieja, es fea y hermosa a la vez.

Lleva rizadores en el pelo y una cadena al cuello en la que se alinean orejas secas.

Cuando se abrocha su bata de grandes flores sobre el sujetador, Hänsel ve unas tetas enormes, mayores aún que aquellas con las que de cuando en cuando sueña.

Gretel, sin embargo, reconoce a la Bruja del cuento antes mencionado.

(Para el caso de que nuestro señor Matzerath quiera saber hasta qué punto es hermosamente fea la Bruja, debe ser descrita, porque nuestra película muda será una película muda en color: la Bruja no es pelirroja, pero bizquea ligeramente con sus ojos de color ámbar).

Sin extrañarse en absoluto, dice su texto para el subtítulo: «¡Vaya, niños! Por fin habéis llegado».

Cuando se acerca y pellizca a Hänsel en la oreja, él se ve próximo no solo a sus tetas de sueño, sino también a su cadena de adorno, con todas aquellas orejas secas.

De pronto, como si no quisiera que se hicieran una idea equivocada, la Bruja agita rápido y cada vez más deprisa una carraca de madera, como las que se utilizaban antes para ahuyentar a los espíritus.

(Ruidos de esa clase, y lo mismo trinos de pájaros y otros sonidos naturales, estarán permitidos en nuestra película muda).

El ruido estrepitoso de la matraca produce sus efectos.

Uno tras otro, todos los huéspedes de la pensión salen de La Casita de Mazapán: una Blancanieves más flaca que esbelta se apoya en la Perversa Madrastra, una figura impresionante en traje de viaje; la Bella Durmiente se frota sus ojos soñolientos y tiene que ser una y otra vez despertada con un beso por el Príncipe que, como un enfermero contratado, acompaña a la dormilona; Caperucita, reconocible por su boina roja, con la que lleva unas botas igualmente estridentes, aparece con su Abuela, un tanto dura de oído; con pantalones de peto, en cuyo bolsillo del pecho unos alicates y un metro sirven de identificación práctica, hace su entrada en escena el portero Nabiza; en una ventana del piso alto, para que se pueda saber su nombre enseguida, Rapónchigo, entre cortinas que ondean, deja ondear sus cabellos; y vestida de terciopelo negro, la pareja más triste de todas las parejas que hacen manitas: Yorinde y Yoringuel.

Todos los huéspedes de la pensión han envejecido bien.

Se alegran de la llegada, largo tiempo esperada, de Hänsel y Gretel.

Nadie pregunta de dónde.

La Perversa Madrastra dice: «Estáis en vuestra casa».

Solo Caperucita Roja se muestra desdeñosa: «Siempre me había imaginado a Hänsel y Gretel como niños proletarios, no como marginados de la sociedad de consumo».

La bruja hace sonar otra vez su carraca.

Entonces llega, con sus muñones cubiertos de costras de sangre, una muchacha que lleva colgadas de una cuerda, a la espalda sus manos cortadas.

(En el caso de que nuestro señor Matzerath ponga reparos a esa aparición —¡No se puede infligir al público esas atrocidades!—, lo desarmaré gritando «¡Censura!» y le recordaré su infancia, aquel calvario de bestialidades escogidas. Además, «La Muchacha sin Manos» es un testimonio típico de la colección de cuentos de hadas de los Grimm, mientras que Nabiza, que por deseo del señor Matzerath será en esta película portero, solo es un personaje de un cuento de hadas literario melancólico, y por cierto de Musäus).

Y solo ahora, cuando todos están reunidos, sale Rúmpeles-Tíjeles como camarero de la casa, con una bandeja cargada y el uniforme de su profesión.

Cojeando ligera pero marcadamente, ofrece a los huéspedes de la pensión «La Casita de Mazapán» diversas bebidas: «¡Un “flip” de frutos de espino! ¿Prefiere un vasito de vino de escaramujo? ¿O un cóctel de miel silvestre?». Dedicado a Hänsel y Gretel, su subtítulo dice: «Y para vosotros, niños, un excelente jugo de fresas silvestres, recién exprimidas».

Mientras todos beben, sorben, charlan y cuchichean, o mudos, como Yorinda y Yoringuel, se leen mutuamente en los ojos su tristeza de terciopelo negro, mientras el Príncipe, una y otra vez y obsequiosamente, despierta con un beso a su Bella Durmiente, Caperucita le grita al oído a su Abuela frescuras como «¡No te vayas a emborrachar otra vez!». La Bruja —ahora con gafas— palpa más a Hänsel que a Gretel, Rúmpeles-Tíjeles le lleva galantemente a los labios a la Muchacha sin Manos un vaso de jugo de bayas de saúco, la Perversa Madrastra apacigua la disputa de tiempos inmemoriales entre Blancanieves y Rapónchigo, y Nabiza, apartado, como si ese espíritu de los Montes Gigantes quisiera demostrar su fuerza para desarraigar árboles, apila brazadas de leña como reserva para la cocina de la pensión; mientras todo eso sucede, el cielo se cubre de nubes y cae un chaparrón, que pone en funcionamiento un aparato registrador hecho de tubos de cristal que hay junto a la fuente: con lo que suena la campanilla de alarma; como por todas partes en el país, también aquí cae la lluvia ácida, que los personajes de cuento temen.

Entonces, el sapo salta de la frente de la Dama durmiente al pozo, del que surge en seguida el Rey Sapo, con un traje de buceador ceñido, pero con corona.

La distinguida princesa se despierta y se frota la frente, en la que hace un momento se aposentaba el sapo, como si tuviera jaqueca.

Mientras el Rey Sapo la ayuda a incorporarse y le ofrece su brazo, todos se refugian en la casa, la última, con Hänsel y Gretel, la Bruja, después de leer las alarmantes cifras: «Esto no lo aguanta ni nuestro bosque de cuento de hadas».

Por dentro, la Casita de Mazapán está amueblada como un museo: estantes, vitrinas repletas.

Cada objeto exhibido se explica con un letrerito.

Blancanieves les enseña a Hänsel y Gretel su féretro de cristal en miniatura, en el que yace ella graciosamente, del tamaño de una muñeca; a su lado, encerrada en resina sintética, puede verse la manzana envenenada y mordida, en su tamaño original.

La Perversa Madrastra arranca a Hänsel y Gretel del féretro de Blancanieves y los conduce hasta su Espejo Mágico, que cubre la parte delantera de un arcón de madera y está colocado, significativamente, en el centro del cuarto sobre una cómoda, en cuyos cajones podría haber libros, primeras ediciones de cuentos de hadas reunidos, algunos catones.

Todos quieren enseñar a Hänsel y Gretel sus objetos expuestos.

Nabiza exhibe su nudosa cachiporra.

Rúmpeles-Tíjeles, el renqueante camarero, enseña una pierna conservada en alcohol que, según pretenden algunas versiones del cuento que lleva su nombre, se arrancó, rabioso, porque habían adivinado su nombre.

El Rey Sapo llama áurea a una bola —«¡Oro fino auténtico!»— que en otro tiempo, cuando su Dama era todavía la hija menor, cayó rodando en el pozo.

Con sus dos muñones, la Muchacha sin Manos señala el hacha de su padre.

En una vitrina, cuyas piezas exhibidas no solo llevan pulcros rótulos, sino que están también exactamente fechadas —«Esto fue en el mes de Floreal de 1789». «Ocurrió en el otoño de 1806»—, puede verse la colección de huesecillos de la Bruja.

De siete ganchos cuelgan siete gorros de enano, como si hubiera que contar en cualquier momento con esos compinches.

Además, grabados coloreados representan a los hermanos Grimm.

En todas las paredes, dibujos de líneas delicadas de los pintores Ludwig Richter y Moritz von Schwind.

Por añadidura, siluetas recortadas que reúnen a los Músicos de Bremen, al Lobo y los Siete Cabritos.

Y otros motivos de cuentos de hadas.

(Quizá debiera meter de contrabando en esa colección una foto que mostrara a nuestro señor Matzerath, de chiquillo, con traje de marinero y su instrumento colgado, aunque preferiría tenerlo en un marco, calvo, como productor de cine).

Sin embargo, no todos los objetos son estáticos y piezas de museo.

En sus respectivos rincones hay escobas y mayales.

A una señal de la Bruja, empiezan a bailar, y luego a perseguir por la sala y alrededor del Espejo Mágico a Rúmpeles-Tíjeles, el camarero cojo, que sigue el juego quejándose, y encaja los suaves golpes, como si se hubiera merecido una buena tunda.

Los personajes de cuento contemplan un tanto aburridos el número, demasiado visto.

La Muchacha sin Manos prefiere no mirar siquiera.

Yorinde y Yoringuel siguen inmutables, mutuamente atocinados.

Solo Hänsel y Gretel se asombran.

Después de ordenar a escobas y mayales que se calmen y regresen a su rincón, la Bruja pide a la Perversa Madrastra que haga una demostración de sus artes mágicas.

Con una sonrisa irónica que descubre unos cuantos dientes de oro, pero llena de respeto, como si fuera a celebrarse una competición, le señala el Espejo Mágico.

La Perversa Madrastra no deja que se lo digan dos veces.

Tiene en el bolsillo lateral de su traje de chaqueta una cajita de laca, cuyo teclado manipula con el dedo meñique: inmediatamente, el Espejo Mágico se anima y tras breves parpadeos, aparece el cuento de Hänsel y Gretel.

Como en una familiar pantalla de televisión, los fugitivos hijos del Canciller contemplan su historia anterior, una película en blanco y negro de los tiempos del cine mudo.

Fieles a la versión de los Grimm, los pobres padres, cesteros o escoberos, tratan varias veces de abandonar a sus hambrientos hijos.

La Casita de Mazapán está hecha de mazapán.

Al final, Hänsel y Gretel, que realmente se parecen a los fugitivos hijos del Canciller (y, sin embargo, deberían recordar a nuestro señor Matzerath a Störtebeker y Tulla Pokriefke), empujan a la Bruja dentro del horno…

La Ratesa con que sueño se rio, como si las ratas pudieran reírse burlona o francamente, estruendosamente o con buen humor.

Sisí, dijo riéndose, así terminaban todas vuestras historias, y no solo los cuentos de hadas.

¡Al horno y se acabó! Todas vuestras especulaciones se orientaban siempre a esa solución.

Lo que nosotras nos tomábamos a la ligera como patrañas era para vosotros verdaderamente serio.

No deberíamos sorprendernos, ni sentirnos decepcionadas porque aquel bodrio vuestro tuviese un final tan convencional.

De manera que tenemos que reírnos —¿cómo se decía en los tiempos humanos?— ¡aliviadas! Solo entonces comprendí, con no poca perplejidad, que se estaba riendo de nuestro fin que, riéndose, pretendía lamentar: Naturalmente, encontramos horrible vuestra desaparición.

Esa extinción total nos desconcierta.

Todavía no podemos entender vuestra salida de escena, esa dramaturgia por demás humana: ¡Horno abierto, bruja adentro, tapa cerrada, bruja liquidada! Telón, la función ha terminado.

¡No puede ser verdad!, nos decimos.

Antes de ayer mismo hablaban aún con esperanza de la educación del género humano, querían impartir nuevas lecciones, dar notas más justas, mejorar al ser humano en todos los sentidos, y hoy, más exactamente, desde ayer, se acabó el colegio.

¡Espantoso!, gritamos.

¡Inconcebible! Tantas tareas sin terminar.

El objetivo docente no se ha alcanzado.

Una pena esa pedagogía tan inteligentemente pensada, reorientada una y otra vez a nuevas metas didácticas, que finalmente se queda en nada.

Una pena también todos esos maestros; pero decir que fuimos nosotras las que provocamos vuestro final, las que cerramos vuestro colegio y suprimimos vuestros planes de estudio y puestos docentes no tiene nada de divertido y resulta solo irrisorio como última broma humana.

La Ratesa reprimió su desprecio.

Con una carcajada en definitiva amarga se refugió en la objetividad: Naturalmente, comprendemos que en ambos campos —como fue siempre costumbre humana— se plantease en seguida la cuestión de la culpa cuando, al principio solo en la zona de alcance medio europea, comenzó el intercambio de bofetadas.

Como aquel malentendido cargado de consecuencias —y de forma totalmente clara para ambas partes— había sido intencionadamente provocado por la otra parte, y como además ambos sistemas de seguridad excluían los malentendidos no intencionados, esto fue lo que se repitió públicamente durante medio día, cuando todavía había público: fueron los otros los que empezaron.

Prescindiendo de retóricas, las acusaciones de ambas Potencias Protectoras eran idénticas: tan próximos estaban y tan parecidos eran ambos bandos en víspera del final.

Pero entonces se supo aquel chiste que nos hizo reír.

Escucha, amiguito, exclamó la Ratesa: Cuando ya no era posible anular el primer o el segundo ataque, reconocer ninguna frontera o encontrar ningún enemigo, ni podía captarse ningún signo de vida, ni siquiera en clave, cuando la venerable buena vieja Europa había sido definitivamente pacificada, encontraron en aquel amplio centro de ordenadores de la Potencia Protectora occidental, programado para el encuentro final y construido por ello como un anfiteatro, unos cuerpos extraños desconcertantes, algo imprevisto, inimaginable: unas partículas del tamaño de la uña del meñique, al principio escasas pero luego cada vez más numerosas, que se calificaron de estiércol, porquería, excremento, y finalmente caquitas de rata, sin más pruebas, caquitas de rata.

La Ratesa soltó una risita.

Esas palabras le daban la risa tonta.

Las repitió con diversas entonaciones, habló en ratigonza de mokordosh rateshkosh y se divirtió en jugar con ellas, variando disparatadamente el hallazgo fatal: raquitas de cata, taquicas de tarra, satiuqac ed atar, y así sucesivamente.

Finalmente, me recordó, interrumpiéndose varias veces por ataques de risa, los tiempos bíblicos, en que, para perplejidad de Noé, ya entonces las caquitas de rata…

¡En la palma de la mano de Dios!, exclamó, y no se calmó hasta que yo puse en duda el hallazgo de las caquitas y hablé de cuentos de vieja.

¡Eso son cuentos de vieja! ¡Al grano!, dijo la Ratesa: Mientras continuaba el intercambio de bofetadas, extendiéndose a toda Europa, telefonearon al centro de ordenadores de la Potencia Protectora oriental, y por cierto sin interferencias, porque las dos Potencias Protectoras tuvieron siempre interés en poder hablar hasta el final por el teléfono rojo.

Se supo que también allí se había encontrado, en la Zona de Seguridad I, excremento animal, probablemente caquitas de rata.

En cualquier caso, una intervención animal había desencadenado el programa «Paz de los Pueblos».

Todo seguía el curso previsto, sin que pudiera impedirlo ni la más alta prohibición.

De todas formas, dijo la Ratesa, hablaron todavía un ratito, y por cierto de una forma insólitamente pacífica.

Con una franqueza sin precedentes, las Potencias Protectoras intercambiaron por el teléfono rojo datos sobre aquellos objetos no identificados.

Compararon los resultados y fueron de la misma opinión, que dejó estupefactas a ambas partes.

Sus Altos Chingatarios, como llamábamos a sus Jefes de Estado, dos ancianos caballeros que hasta entonces habían tenido poco que decirse y, con ocasión de sus discursos solemnes, solo barbaridades, trataron de hablar al establecer un contacto directo.

Los dos vejetes lamentaron no haber tenido anteriormente ocasión de hablar: dificultades para concertar fechas.

Empezaron a charlar, se preguntaron mutuamente por sus achaques, se resultaron simpáticos y solo entonces se comunicaron la escalada de los segundos y terceros ataques de sus sistemas de garantía de la paz como malas noticias, cuyas causas calificaron ambos en un principio de inexplicables, y luego de irrefutables, las pruebas eran demasiado claras, aquí y allá.

La Ratesa dudó en proseguir su relato.

Cuando volvió a hablar, su voz tenía un deje de compasión.

Dijo: Por nuestra parte, nos dolió ver que ambas Potencias Protectoras se ponían de acuerdo a toda prisa en cuanto se planteó la cuestión de la culpa.

Después del grito de alarma ¡Ratas en los ordenadores!, afirmaron que se enfrentaban con una Tercera Potencia demoníaca.

Ambas Potencias pacíficas, había que reconocerlo, estaban ante un complot internacional.

Sin que, de momento, pudiera decirse quién andaba detrás, había una conspiración ratesca a escala mundial que, desde hacía tiempo, se proponía aniquilar a la humanidad.

Aquel plan tenía precedentes: lo que se había intentado hacer hacía más de seiscientos años mediante la introducción premeditada de la peste, pero fracasó en definitiva después de incontables víctimas, quería alcanzarse ahora por medios nucleares.

Todo aquello tenía una lógica, por desgracia no muy distinta de la lógica humana.

Evidentemente, aquel plan ratesco pensado hasta sus últimos detalles se estaba cumpliendo.

Con insolencia, incluso se había anunciado abiertamente aquella solución final.

Se recordaban demasiado tarde aquellas manifestaciones de ratas, supersignificativas, que, no hacía mucho, se habían producido en todas las grandes ciudades.

También se explicaba ahora la súbita desaparición de aquella especie extendida y difusa.

¡Ay, si se hubieran sabido interpretar a tiempo esos indicios! ¡Ay, si nos hubiéramos dejado alarmar, mundialmente! Sisí, dijo la Ratesa, si hubieran hecho esto o aquello.

Me aseguró que las dos Potencias Protectoras habían insistido hasta el final: ni la una ni la otra habían apretado el botón, sino que los programas «Pacificación» y «Paz de los Pueblos» habían sido desencadenados por órdenes ratescas y por cierto, a pesar de las diferencias horarias, simultáneamente, como ahora se sabía.

Todo ello ocurría de forma irreversible, porque el poder de decisión supremo se había confiado a los grandes ordenadores.

Por eso había que contar con el siguiente escalón de la garantía de la paz: el lanzamiento de los misiles intercontinentales.

Fatalmente, una cosa seguía a la otra.

¡Que Dios o quien sea proteja nuestro país y su país!, se habían gritado los Jefes de Estado.

Un deseo piadoso aunque tardío, dijo la Ratesa.

Sin embargo, apenas se habían puesto de acuerdo las dos Potencias Protectoras sobre la cuestión de la culpa, empezaron a maldecir a la Tercera Potencia: ¡Malditas ratas! ¡Qué bichos! ¡Qué bestias! Esa ralea ingrata que alimentamos durante milenios y a la que, tras las épocas de carestía humana, volvíamos a atiborrar.

Una tercera parte de la producción humana de maíz, cereales panificables, arroz y mijo había que cargarla a la cuenta de la comida ratesca.

Las cosechas de algodón, reducidas a la mitad.

¡Y ese era su agradecimiento! Sin embargo, dijo la Ratesa, reconocieron también su propio fracaso.

Los dos Jefes de Estado convinieron en que habían descuidado tomar precauciones en el sistema de seguridad controlado por ordenadores.

Habría que haber envenenado aquellos millones y millones de «chips» y «clips».

Además hubiera sido aconsejable llenar todos los grandes ordenadores de ultrasonidos, con un tono permanente que anulase el oído de las ratas.

No se había previsto nada de eso.

¡Quien hubiera pensado en algo así!, exclamó el Alto Chingatario del Este, mientras que el vejete de Occidente, un personaje de talante popular, había preferido hacer chistes: Sabe usted este, Sr. Secretario General.

Un ruso, un alemán y un americano llegan al cielo…

Sin embargo, los dos se quejaron, al parecer, otra vez a coro: evidentemente, la culpa era de las ratas; aunque no podía excluirse que ciertos círculos, bueno, determinadas personas de determinado origen, dicho francamente, personas de religión mosaica, pero también sionistas fanáticos, en definitiva judíos, judíos internacionalmente conjurados, podían haber tenido interés en desarrollar aquel plan diabólico, de acuerdo con el cual, mediante la cría y adiestramiento especiales de ratas particularmente inteligentes, que al fin y al cabo, como se sabía desde hacía milenios, eran astutas como los judíos…

Otra vez volvió a reírse la Ratesa a su modo, pero no ya a carcajadas, sino más por dentro.

Su cuerpo se estremeció.

Soltó algunas frases en ratigonza —¡Hodíosh Hudíosh!, y ¡Lihuidi malarrásh!— y recuperó luego su seriedad, con amargura concentrada.

Bueno, es cosa sabida.

Las ratas y los judíos, los judíos y las ratas tienen la culpa.

Lo mismo que en otro tiempo con ayuda de la peste, ahora con métodos nucleares.

Al fin y al cabo, fueron en gran parte invención suya.

Siempre han tenido ese objetivo, ese único objetivo.

Diabólico, taimado, inhumano.

Así se cumplen los deseos de Sión.

Evidentemente: ¡esa doble ralea, los judíos y las ratas tenían la culpa! Así maldecían vuestros Altos Chingatarios, dijo la Ratesa.

Y, cuando no maldecían, los dos vejetes se compadecían mutuamente como Jefes de Estado: qué idiota que pudiera ocurrir algo así.

Al fin y al cabo, en las negociaciones que todavía ayer se estaban realizando se habían aproximado, se habían aproximado cada vez más, llenos de confianza.

Pero, me oí exclamar a mí mismo en sueños, ¡eso es absurdo! Sí, dijo la Ratesa, eso es lo que era: absurdo.

¿Cómo pudieron las ratas?, dudé yo.

¿Quién ha dicho, gritó ella, que nosotras o los judíos? ¿Entonces no fueron las ratas después de todo? Hubiéramos podido hacerlo muy bien.

Entonces fuimos los hombres los que pusimos fin, en contra de todas nuestras intenciones declaradas…

Todo resultó como estaba previsto.

¿Y nadie quiso dejar de poner ese fin? ¡Me parto de risa!, dijo la Ratesa.

Se hizo una bola, como si quisiera dormir.

¡Eh, rata!, exclamé yo.

¡Dime algo, haz algo! ¡Eso no puede ser tu última palabra! Entonces la Ratesa dijo: Está bien.

Una anécdota como remate.

Cuando los achacosos Jefes de Estado de las dos Potencias Protectoras vieron en su anfiteatro del último encuentro cómo sus miles y miles de misiles intercontinentales, llamados Pacificador, Amigo de los Pueblos y cosas así, se aproximaban a sus respectivos objetivos, es decir, también a los centros de seguridad estratégicos, se pidieron mutuamente perdón repetidas veces, con ayuda de intérpretes; un gesto típicamente humano.

Mi cólera, criminal con premeditación, no debe explotar.

La comprensión se lo impide, esa valla que solo la perspectiva puede atravesar.

Así, desde lejos y saturado de cólera acumulada que ha cuajado espesa, como cuaja el queso, miro cómo, de forma totalmente sensata, preparan el final: esmerándose en los detalles.

Arcángeles imperturbables se han capacitado.

Contra ellos se estrella nuestro miedo pequeño, que quiere vivir, vivir a cualquier precio, como si la vida fuera un valor en sí.

¿Qué hacer con una cólera que no puede estallar? ¿Malgastarla en cartas, en cartas que solo tiene cartas por consecuencia, en las que se deplora profundamente la situación, tal como es? ¿O domesticarla, y dirigirla contra objetos frágiles? ¿O dejar que se convierta en piedra que perdure después del fin? Sin las vallas de la comprensión sería libre por fin y daría un testimonio pétreo, esa cólera mía que no debe explotar.

Metido en una cápsula espacial como «space observer».

¿Qué me impide saltar: si no sobre Suecia, al menos sobre el Golfo de Bengala? ¿Por qué los sueños que todo contradicen son, sin embargo, avasalladores? ¿Y cuál es la lógica que gobierna los sueños? Yo, una mala elección como tripulante.

Ni siquiera me han dado un manual de cosmonauta.

Desnudo bajo mi pijama y atado a mi asiento.

Poco versado en el Espacio, podía distinguir, además de la tonta Luna, la Vía Láctea, la Osa Mayor y, con suerte, una estrella falaz llamada Venus.

¿Dónde, maldita sea, amenaza Saturno? Es cierto que conozco algunas máximas astrológicas y sé qué autosuficiente es Sagitario y qué difícil resulta el Escorpión ascendiente para la Libra, pero no tengo ni idea de cuáles son las estrellas fijas y cuáles los planetas que hay sobre mí.

Siendo una nulidad en el Cosmos, tenía que ser, sin embargo, testigo.

Las cosas tenían mal aspecto, incluso un aspecto peor que en las películas que, poco antes del final, encontraron su público apocalíptico y fueron éxitos de taquilla en todo el mundo.

Recordaba la expectación de la cuenta atrás y los depósitos de misiles que se abrían solemnemente.

Eran películas hechas con pericia, y cada escalón del terror tenía su natural reflejo.

Se colmaba la nueva medida, tantos y tantos megamuertos.

Por eso, todo lo que veía desde mi cápsula espacial me resultaba conocido, incluso familiar.

Por tanto, no hay nada que testimoniar.

No hace falta describir el horror.

No ocurrió nada de inimaginable.

Confirmados los peores pronósticos.

Basta que diga: a través de la claraboya oval orientada a la Tierra de mi cápsula espacial, las cosas tenían mal aspecto por todas partes, sobre todo en Europa; no, en general.

Sin embargo, seguí siendo el necio que no podía dejar de ser y grité: ¡Tierra! ¡Vamos, Tierra! ¡Responde, Tierra! Sin temor a repetirme, llamé a gritos a mi planeta azul, ahora ennegrecido.

Al principio me llegaba aún un revoltijo de palabras, que, sin embargo, me hacía sentirme en casa, porque había oído un parloteo igualmente mezclado en aquellas películas técnicamente perfectas sobre el encuentro final —abreviaturas, cifras, maldiciones, claves, quéseyo—, y luego me quedé solo con mi voz, que se hizo cavernosa, siniestra.

Desde luego traté de encontrar con palabras compañía —¿Y qué dice usted a eso, Oskar? ¿Se alegra ya pensando en Polonia y en su señora abuela?— o hice esfuerzos por salvar los bosques de la película muda, y de cuando en cuando llamar a mi Damroka, para que pusiera en marcha el motor del barco de investigación; pero solo ella ella ella seguía en la pantalla: insistente ahora, furiosa, con el pelo erizado y todos los bigotes alerta.

A mis objeciones —¿Qué es esto, Ratesa? ¡Yo no sirvo para viajes espaciales!— no les hacía caso.

Lo que al comienzo del sueño, si es que ese sueño puede comenzar o terminar, le hacía reír, caquitas de rata, del tamaño de la uña del meñique y desmenuzadas junto a los grandes ordenadores, alimentaba ahora su rabia: ¡Típico! Esa historia nos la sabemos.

Muy cómodo, colgarnos el fracaso humano.

Siempre hemos tenido que pagar los vidrios rotos, de siempre.

Si los azotaban la peste, el tifus, el cólera, si para remediar el hambre solo sabían aumentar los precios, se decía siempre: las ratas son nuestra desgracia y, algunas veces o a menudo, de una sola tacada: los judíos son nuestra desgracia.

No podían soportar tanta desgracia junta.

Por eso trataron de aliviarse.

La exterminación se incluyó en el orden del día.

Antes que todos los pueblos, fue el pueblo de los alemanes el que se consideró llamado a liberar a la humanidad y decidir quién era rata, exterminando, ya que no a nosotras, a los judíos.

Nosotras estuvimos allí, bajo los barracones y entre los barracones, en Sobidor, Treblinka, Auschwitz.

No es que nos incluyeran a las ratas de los campos en el cálculo, pero desde entonces supimos de qué forma tan concienzuda convierte el hombre a sus semejantes en números, que se puede tachar, sencillamente tachar de un plumazo.

Anular, lo llamaban.

Se llevaba la contabilidad de las bajas.

Cómo hubieran podido excluirnos a nosotras que, lo mismo que los judíos, éramos su pretexto más fácil.

Desde Noé: no pueden remediarlo.

Por eso, hasta el final: ¡Son las ratas! ¡Ellas han, ellas son las que! ¡Sin lugar a dudas las ratas, maldita sea! Y además en todos los sistemas de ordenadores, los rusos, los yanquis también…

Hasta que acabaron, nos echaron infantilmente la culpa a nosotras.

Nunca había visto a la Ratesa con que sueño saltar de una imagen a otra tan fuera de sí: aquí al acecho, allí ender’i’zada y a punto de morder, luego como poseída por el baile de San Vito.

¿Por qué no se reía como antes? ¿Por qué no probaba su afilado ingenio en mí, su piedra de afilar? Más ridículo que yo en mi cápsula espacial no podía resultarle nadie.

¡Ratesa, le grité, ríete de todo! Siguió amargada, repitió sus explicaciones, quería ser inocente, absuelta.

Exigía «a posteriori» que se aportasen pruebas convincentes.

Me interrogaba a mí, como si yo hubiera podido provocar o impedir algo, en última instancia: ¿Por qué, en ambas centrales de ordenadores, se calificaron en seguida y a ciegas los excrementos encontrados como caquitas de rata? ¿Por qué no se hizo ningún análisis de las heces? ¿Por qué no se pensó en otros roedores como posibles provocadores del programa de encuentro final? ¿Por ejemplo, en vuestros monísimos hamsters? ¿Y no pudo ser, como parece probable, que fuera porquería de ratón, lo que se encontró? ¿Por qué teníamos que ser nosotras, una y otra vez nosotras? Yo fingí indignarme, hablé del desbarajuste que afectaba a todos los bloques, dije que era un escándalo que ningún yanqui, ningún ruso hubiera puesto aquella mierda bajo una lente, pero pensé para mis adentros: es evidente que solo las ratas.

Quién sino las ratas hubiera podido con tanta deliberación…

Entonces, solo a media voz, como si su rabia se hubiera disipado, la oí decir: Una y otra vez se difundió por el mundo, mientras tuvo oídos para oír, el resultado de nuestro supuesto trabajo de zapa: Ejecución irremediable de los programas «Pacificación» y «Paz de los Pueblos» hasta sus últimas fases, provocada por fuerzas de dirección extranjera.

¡Fin del mensaje! Sin saltar ya por la pantalla, sino más bien tranquilamente ensimismada, con los bigotes inactivos, la Ratesa dijo: Sabemos que fueron ratones.

No por propia iniciativa —para eso los ratones son demasiado tontos—, sino actuando de acuerdo con un plan humano.

Con ayuda de ratones adiestrados debían quedar paralizados los ordenadores de las Potencias Protectoras encargados de dar las órdenes, a fin de que cada una de ellas pudiera reducir a la otra a la nada.

Un plan astuto.

Fueron ratones de laboratorio, blancos y de ojos rojos.

Lo sabemos por nuestras ratas de laboratorio, que no eran desde luego de lo más listo, pero sí de confianza.

Después de años de experimentos, se logró criar camadas adiestradas en trabajos previamente programados y que funcionaban como si se las alimentase con silicio.

Naturalmente, los técnicos en genética aportaron su óbolo.

En cualquier caso, los órganos de seguridad de ambas Potencias Protectoras consiguieron introducir clandestinamente en el campo enemigo y al mismo tiempo, como si obedecieran a un mismo impulso esos ratones especiales.

Como pudo verse, se había hecho un trabajo condenadamente bueno; aunque ese elogio debe matizarse, ya que se limita solo a la delicada colocación de los ratones programados.

Pensándolo mejor, la Ratesa añadió: mal programados, habría que decir más bien, porque los sistemas de ordenadores no fueron paralizados, sino que los ratones, tontos como solo pueden ser los ratones, desencadenaron simultáneamente en ambos centros la cuenta atrás… o, como podemos decir ya: el «Big Bang».

¡Pero Ratesa, exclamé, eso es verdaderamente cómico! En cierto modo sí, dijo ella, si se piensa solo en esos tontos ratoncitos.

Yo encuentro, dije, que el descubrimiento: ¡Ratones en el ordenador!, es mucho más plausible y suena también más bonito que esa maligna imputación: ¡Ratas! Sisí, me dio la razón, otra vez alegre aunque reflexivamente calmada: en el fondo esa majadería final tendría que divertirnos.

A pesar de toda la tragedia, ¿no resulta ridículo e iluminador a la vez que fueran ratones, monísimos ratoncitos de laboratorio, los que provocaron el fin de la orgullosa y magnífica, de la muy poderosa raza humana? Desde luego, todo eso suena frívolo.

A nadie que se respete le gusta que lo pongan en la calle de una forma tan trivial.

Me pareció que la Ratesa estaba cavilando en algo.

¡Suéltalo!, exclamé.

Falta una cosa.

¡Sí, exclamé yo, perspectiva! Ella dijo: Todo da la impresión de un descuido aturdido, de la habitual chapuza humana.

Yo aprobé: Un error lamentable.

Por eso pienso, dijo la Ratesa, que la primera sospecha, basada en las caquitas de rata y que tuvo por consecuencia lógica el grito: ¡Ratas en el ordenador!, no fue tan equivocada; porque realmente hubiéramos debido actuar nosotras y no aquellos tontos ratoncitos.

En todo momento, dijo, habríamos tenido motivos de sobra.

A fin de ahorrar tasas en Stege y Klintholm Havn, «La Nueva Ilsebill» fondea un domingo ante el «klint» de Mön, para reanudar el lunes su rumbo hacia Gotland.

Nuestro señor Matzerath, después de haberme dado sus últimas instrucciones sobre el caso Malskat, decide asistir el miércoles aún a una subasta numismática, emprender viaje el jueves, atravesar rápidamente Polonia el viernes y estar en la Cachubia el sábado, antes del cumpleaños de Anna Koljaiczek.

Porque yo lo quiero, su partida se aplazará hasta el viernes; sin embargo, al parecer, se produjo un domingo.

Los domingos se prestan, dijo la Ratesa con que sueño.

Los domingos han sido siempre intrínsecamente catastróficos.

Ese séptimo día de una Creación chapucera estuvo destinado desde el principio a suprimirla de nuevo.

Mientras existieron los hombres, fue siempre en domingo —también podía llamarse «sabbath» o de otro modo— cuando se anulaba de pleno derecho la semana anterior.

¡En suma!, exclamó, como siempre que mis objeciones —¡A qué viene todo ese lloriqueo!— interferían el flujo de su discurso, en suma: a pesar de toda esa impenetrabilidad de los sistemas de control, en ambos «bunkers» centrales reinaba un ambiente francamente dominguero.

Todos los monitores y las grandes pantallas que abarcaban continentes tenían un brillo especial.

Se difundía cierto talante que podríamos llamar de anticipación mundial de unas vacaciones.

Aunque en aquellas grandes salas no volaba una sola mosca, zumbaban como solo el aburrimiento típico del domingo puede zumbar.

Quien se interesara por el hacer y deshacer humano hubiera podido pensar que era como el séptimo día: todo estaba ya hecho, aunque pudiera perfeccionarse en los detalles.

Naturalmente, no faltaban, fuera de los «bunkers» centrales, derrotistas y pesimistas, que hasta en los domingos buscaban pelos en la sopa; sin embargo, había razones para sentirse satisfechos.

Verdad era que Potencia armada se enfrentaba con Potencia armada, pero Potencia se había asegurado contra Potencia: mediante un terror cuidadosamente escalonado, con ayuda de una vigilancia autovigilada y mediante el traspaso de la responsabilidad a «chips» y «clips», de forma que no quedaba espacio de decisión para la chapuza humana, esa tendencia, demostrada desde Noé, a saltarse las reglas; aquel factor de inseguridad tradicional, el hombre, tan simpático como espontáneo, equivocándose «a priori», desempeñaba solo un papel secundario: ya no era responsable.

Lo veíamos preocupado, liberado, libre en el más alto sentido.

Por eso se permitía algún chiste de monitor a monitor.

Desde luego no expresamente, pero sí con tácita indulgencia, se le permitía introducir chorradas en el ordenador o alimentar su memoria con los resultados del «baseball» en el ámbito dominical de una de las Potencias Protectoras y los del fútbol del fin de semana en el de la otra, y comentarlos ingeniosamente, siempre que en las grandes pantallas no hubiera nada…, y no había nada.

¡Oh hermosa armonía! Se había llegado al último grado del conocimiento y se sentía una alegría infantil por unos conocimientos tan vastos.

La hora mundial y la hora local permitían hacer comparaciones, según las cuales el domingo resplandecía aquí matutinamente, mientras allí declinaba ya.

Las verificaciones de rutina lo hacían todo más seguro aún.

Además se sabía que la responsabilidad residía en otra parte.

Se realizaba un servicio auxiliar y era imposible equivocarse.

Pasaban la hora mundial y la local.

El Dynamo de Kiev y Los ángeles Dodgers habían ganado.

Cambios ligeros, en modo alguno sensacionales, en las clasificaciones.

Otras noticias de tendencia predominantemente agradable.

En ninguna parte terremotos ni maremotos.

No se había comunicado ningún secuestro de aeronave, ni siquiera algún golpe de Estado.

Solo aquellos extraños ruidos en los ordenadores centrales, no confiados a ningún instrumento de control, resultaban imprevistos; tras el descubrimiento más bien casual de las caquitas, hubo que reconocer —¡demasiado tarde!— un crepitar mínimo como fuerza autónoma.

Nosotras no conocemos el domingo, dijo la Ratesa.

Sin embargo, sabíamos que el género humano, en el ámbito de poder de las Potencias Protectoras, se permitía los domingos y, en todo el mundo, se mostraba los domingos soñoliento, aunque subliminalmente irritado.

Los hombres nos habían parecido siempre capaces de todo lo imaginable, y también, al mismo tiempo, de lo contrario.

Esa era la impresión que nos daban: faltos de concentración, por estar perdidos en sus pensamientos, entregados a deseos o cosas perdidos, necesitados de amor, deseosos de venganza, indecisos entre el bien y el mal.

Observábamos que el hombre, de por sí dividido, se fragmentaba especialmente los domingos en muchos pedazos.

Solo estaba aún allí en sentido figurado.

Perdido en las apreturas de sus formas de ser.

A pesar de su celo bien dispuesto, se derrumbaba.

Además, parecía como si inundara a la sociedad humana una melancolía sin límites, como si se complaciera en lanzar miradas de adiós a las cosas con que se había encariñado; se despedía incluso de lo que no era tangible y, por ello, se envolvía en conceptos, por ejemplo, Dios, la Libertad o lo que tomaba por Progreso, Razón.

Por eso también en los centros de seguridad aquel talante melancólico planeaba sobre cada aparato.

Y por eso el Día del Señor nos pareció apropiado.

Por eso sucedió un domingo de principios del verano.

En junio, en el punto culminante de la estación deportiva.

Aprovechamos, como de costumbre, el alcantarillado, nos abrimos camino por las vías de suministro situadas en los cimientos de los grandes «bunkers», penetramos en los ordenadores centrales por abajo, no tuvimos dificultades con el metal ligero, conocíamos nuestro camino, supimos a la primera ojeada dónde qué con qué, manipulamos cositas diminutas, introdujimos en el punto decisivo nuestra clave, que inmediatamente infectó todos los sistemas de seguridad acoplados, dejados funcionar sin embargo los restantes programas para salvar las apariencias, y comenzamos simultáneamente la cuenta atrás, teniendo en cuenta la diferencia horaria, en ambos centros de conexión, en cuanto nuestra palabra clave «Noé» liberó todos los impulsos, tanto acá como acullá.

Nosotras, dijo la Ratesa, solo desencadenamos lo que el hombre había ideado: reservas suficientes para, por utilizar las palabras de su vengativo Dios, destruir toda carne en que hubiera un soplo de vida.

Y, de hecho, una y otra vez y más y más aún.

Tan concienzudamente querían los humanos exterminarse y exterminar a todas las restantes criaturas.

¡Likidashón por’erribo!…

¡Apaga y vámonos de la Tierra!, exclamó.

Como sustituimos el programa anterior casi en silencio y el prolongado domingo suscitaba de todas formas poca atención, nadie nos reconoció, y por eso fue necesario dar pistas.

Dejamos el edificio y depositamos nuestras tarjetas de visita.

Una empresa arriesgada que solo tuvo éxito por casualidad.

Solo entonces aquellos cuerpos extraños, pronto encontrados, permitieron las conjeturas y luego la certeza: el fin de todos los domingos.

Desde entonces hablamos del «Big Bang».

¡Nonó!, exclamó la Ratesa.

No lamentamos nada.

Tenía que llegar así.

Con demasiada frecuencia les habíamos advertido inútilmente.

Nuestras paseatas en pleno día habían sido suficientemente claras.

Y, sin embargo, no ocurrió nada que pudiera disminuir nuestra preocupación.

Apenas dignas de mención o sencillamente ridículas fueron las reacciones histéricas que circularon, como noticias, poco antes del último de los domingos.

Se decía que se habían visto sobre el Báltico occidental vagas agrupaciones de nubes, en formaciones pintorescas.

Al parecer, no era que nubes aisladas se hubieran desplazado de noroeste a sudeste, sino que una procesión inacabable de cientos y cientos de miles de nubecitas habían cubierto el cielo sobre el sur de Suecia y luego sobre Gotland: ratas nubosas que corrían, pueblos de ratas que corrían nebulosamente; no, nada de ovejitas, claramente nubes en grises formas de ratas, estiradas, presurosas, con sus largas colas tendidas como lazos de unión entre rata y rata.

Todo aquello, aquel aterrador signo del cielo, había sido visto desde las islas danesas, barcos y las orillas del Báltico, se había fotografiado y filmado, y se había interpretado como signo de advertencia del dedo divino.

Hasta los ateos habían exclamado ¡típicamente apocalíptico! No te creas, amigo.

Es verdad que podíamos hacer muchas cosas, últimamente destruir la calma dominical mediante los programas humanos «Pacificación» y «Paz de los Pueblos», pero, producir imágenes en las nubes, elevarnos a signos del cielo, eso no podíamos hacerlo.

¡Un momento, Ratesa! Todavía existes, en tu jaula pintada de blanco de lecho de serrín que mañana te cambiaré, para que tú, mi rata de Navidad que crece, te sientas también bien en el futuro; y existo yo, sentado a tu lado con mis papeles.

Nuestros planes acosan al calendario.

El barco debería atracar puntualmente en Visby.

Está ya fijado el viaje de los «punkis» a Hamelín.

Desearemos buen viaje a nuestro señor Matzerath en cuanto, provisto de un visado en regla, parta hacia Polonia, pero antes le pediremos que nos diga qué otros regalos para su abuela deben colocarse en el portaequipajes de su Mercedes.

Sin duda lo vemos despedirse de su colección de monedas de oro que, antes de que empiece el viaje, será trasladada a la caja fuerte de algún banco…, lo vemos sopesar los dobles ducados de Mansfeld, el medio «louis d’or», el rublo de la época de Nicolás Ii, un puñado de táleros de Sajonia y de Nassau, y nos conmueve ver cuánto le cuesta despedirse de su oro, porque coloca algunas monedas en los cajones de un cofrecito de terciopelo, por ejemplo, el maxdor de Baviera, el precioso ducado de Segismundo Augusto de Danzig, de 1555, algunos decadracmas de la Tracia y esa moneda de oro china recién acuñada de veinticuatro quilates, que muestra a los osos panda en su aspecto más encantador…, pero nos parece que no se despide definitivamente de su oro, y que sabe, ya antes de regresar, que el valor de su tesoro aumentará, a pesar de que el precio del oro disminuye a diario.

Y cuando coloca otros trofeos de sus excursiones numismáticas en un cofrecito que debe acompañarlo en su viaje a Polonia, y traslada el krügerrand de una onza, cuyo cuño muestra el antílope africano, varios vreneli suizos de distintos pesos, un tálero conmemorativo de los Hohenlohe, que ostenta el brillo de la acuñación reciente, y dos medallas conmemorativas acuñadas en la Unión Soviética, cuyos temas son la bailarina Ulanova y el cantante Chaliapin, nos preguntamos ¿qué significa su partida por un lado y esa selección por otro? ¿Es que no sabe separarse de su oro? ¿Acaso va a recibir Polonia un áureo regalo? Ahora está añadiendo monedas mexicanas y, para terminar, al dominador del mundo, el dólar de oro de los Estados Unidos.

Sea lo que fuere lo que proyecta nuestro señor Matzerath, está pensando en el futuro y se columpia de un plazo a otro; lo mismo que también yo, al fin y al cabo, estoy planificado hasta en mis subterfugios; o el barco que ha fijado su rumbo sobre la marcha; o el pintor Malskat, que en aquella época, apenas había terminado de pintar la catedral de Schleswig a su gusto, recibió otros encargos altamente góticos: desde la primavera del treinta y nueve hasta principios de septiembre ayudó al Hospital del Espíritu Santo de Lübeck a ganar prestigio.

Eso es algo que hasta hoy no se quiere aceptar en esa hanseática ciudad del mazapán y del proceso.

¡Gótico auténtico!, siguen gritando los expertos en arte.

¡Malskat auténtico!, dice el pintor entretanto amargado, seguro de su firma, que hace tiempo se ha retirado a una isla en el pantano de Deepen a la que solo puede llegarse gritando ¡Barquero! También en el Hospital del Espíritu Santo, dice cuando se le pregunta, pinté con engañosa autenticidad, hasta que me convertí en soldado; porque, pocos meses antes de que llamaran a filas a Malskat, había comenzado, en todas las fronteras de Polonia, la Segunda Guerra Mundial.

Malskat tuvo que despedirse de su color pardo rojizo de los contornos, del cepillo de alambre y la polvera, de la serena soledad de los andamios de los edificios sacros del norte de Alemania, de las corrientes de aire y los eternos constipados de verano, pero el soldado Malskat nunca dejó de confiar en que, después de la guerra, le abriría sus puertas esta o aquella iglesia, cuyos coros, contrafuertes e intradoses —siempre en lo alto y lejos de toda comparación entre épocas— podría alegrar con sus góticas manitas.

¿Y nosotros? Nosotros no esperamos menos.

Mi rata de Navidad y yo seguimos con nuestra rutina, cuyas pausas llena el Tercer Programa: ¡eh, todavía existimos! Existimos y somos detalladamente comentados.

Escuchamos lo que pasa, ocurre, se aplaza.

Para nosotros, hasta las noticias sobre el nivel de las aguas son mensajes.

No renunciamos a nosotros mismos ni a los bosques.

Estamos locos por el futuro, aunque yo, lo reconozco, en mis pisos más bajos me sienta inclinado a perder; porque, cuando soñé que tenía que despedirme de todas las cosas, soñé también que tenía que despedirme de toda carne en que alienta un soplo de vida…

Con lana nueva a bordo, decolorada o teñida, que han comprado en Stege, entre tiendas de saldos con sus letreros de «udsalg», en una tienda de lana de precios fijos, su barco echa el ancla a una milla escasa del «klint» de Mön, frente a los escarpados acantilados gredosos, tan altos que, desde sus cimas cubiertas de bosques, con buena visibilidad, pueden verse las tierras altas de la isla de Hiddensee, situada frente a la de Rügen.

Han echado sus dos anclas en un lugar importante.

Damroka las llama a todas al puente: desde Dronningeskamlen y Dronningenstolen hasta Storeklint, pasando por Hytjedals Klint y llegando a Lilleklint, les recita los nombres daneses.

Con el sol de la mañana, la costa gredosa despide un resplandor que enturbia lechosamente el verde mar a sus pies; en cuanto cae la tarde, la costa amenaza sombría.

Resquebrajaduras claramente dibujadas un momento antes pierden su claroscuro.

El pálido macizo se alza inhóspito frente al mar, cuyo gris imita el camuflaje de los buques de guerra orientalesoccidentales.

«Exactamente aquí», dice la Timonela, «soltaron, al parecer, al Rodaballo las mujeres, cuando todavía confiaban en quéseyoque».

Pero no lo llama, no quiere engatusarlo: «¡Dinos algo, Rodaballo!». Ni maldecirlo: «¡Estafador, mentiroso, so mierda!». Están sentadas ante la cabina del piloto, acurrucadas a sotavento.

Mirando al liso mar o a los agrietados acantilados gredosos, cuatro de las cinco mujeres hacen punto mientras hablan de sí mismas, como si tuvieran que deshacerse de retazos.

«Udsalg», saldos de lamentaciones prolongadas, que se les han quedado enquistadas.

También la Anciana, que no hace punto, habla de sí misma, mientras pela patatas, limpia zanahorias y destripa luego los arenques; la lechaza y las huevas las vuelve a meter en los peces desventurados.

Son los sabrosos arenques del Báltico que, más pequeños que los del Mar del Norte, cada vez son más raros en el mercado.

La conversación de las mujeres cambia, pero lo que dicen cuenta siempre la misma historia, que traza de hombres apartados, agotados, de hombres duros y cansados, agresivos, fracasados, de hombres temporalmente adorables y luego vulgares, de hombres pasados.

Y se trata de los hijos de este o de aquel hombre, que, todos ellos, no quieren ser ya niños, sino adultos; tan ricas en años son las mujeres que hay a bordo del barco «La Nueva Ilsebill», y no solo la Anciana, que no cuenta ya los suyos.

A tres hijas nombra la Timonela por sus nombres, cada una engendrada por un padre distinto.

Dice: «Bueno, ahora son independientes y no se dejan atar, como me dejé yo una y otra vez, porque me lo creía demasiado tiempo y me dejé convencer por aquella cháchara de que también se podía vivir en pareja.

Sin embargo, nunca resultó nada.

Y no ha quedado nada.

Solo las chicas, por las que lo he hecho todo, absolutamente todo, a fin de que no cayeran en la trampa como yo, una y otra vez, tonta como era».

Luego ella, que, en contra de todo lo que dice, está tejiendo un jersey como para tres hombres, dice de los padres de sus hijas —«Uno bebía, el otro se iba de putas, al otro solo le importaba su carrera»— cosas medio buenas y medio malas: «No puedo quejarme.

No perdía mucho con todo ello.

Los tres eran bastante conmovedores a su modo, pero estaban bastante hechos polvo.

Lo que pasaba es que duraba demasiado.

Y cada vez la tonta fui yo.

Solo ahora he terminado definitivamente con todo aquello».

La Maquinista, en cambio, sigue sin poder decidirse entre dos hombres, que viven los dos, uno israelí, otro palestino, en Jerusalén y no están dispuestos a ser un hombre solo.

Dice una y otra vez: «¡Es fantástico! Hubiera sido el novamás si se hubiera podido hacer un hombre con los dos.

No eran tan contrarios como pensaban cuando se miraban con sus gafas oscuras.

Hubieran podido ser compañeros, incluso en los negocios, con su manía por los coches.

Por qué no poner un taller juntos: autos usados y todo eso.

Pero tenían que destr’i’zarse.

Y yo en medio, como una estúpida gallina.

Ya no sabía lo que estaba bien, tampoco en política.

Y, lo que es hablar, sabían hablar: siempre con toda lógica.

Ninguno de los dos cedía.

También, de algún modo, siempre tenían los dos razón.

Y yo de un lado a otro, tan furiosos se ponían: ¡No te metas en esto! Me utilizaron.

Se decían a mis espaldas: Vamos a ver si nos la beneficiamos, a esa alemana con sus complejos.

La verdad es que yo los tenía, dos maletas llenas.

Ordenadamente traídos de casa.

Al fin y al cabo, siempre quería arreglarlo todo.

Reconciliar a los dos, posiblemente hacerlos hermanos, bueno, hacer un solo chico de los dos.

Pero ellos no hacían más que mirarme, hasta que me evaporé de pronto con el hijo que el uno o el otro me habían fabricado.

Y dejé una nota sobre la mesa: Escribidme cuando estéis de acuerdo.

Pero ya no quiero, ni siquiera aunque los dos.

¡Estoy harta de ellos!», dice la Maquinista, que últimamente se dedica a hacer calcetines de hombre.

Luego sigue hablando del muchacho.

«Acaba de negarse a hacer el servicio militar», dice, para que todos sepan para quién son los calcetines.

Y la Oceanógrafa, como ha sido tan pronto, «demasiado pronto», como dice ella, abuela, teje cositas de niño, siempre cositas de niño de color rosa y azul celeste.

Todo lo que le ha ocurrido, y la mayoría de las veces, resultó mal o de otro modo, sucedió demasiado pronto o demasiado tarde, por lo que la Oceanógrafa abre o cierra sus historias con datos cronológicos: «Hubiera tenido que saberlo antes o, al menos, sospecharlo, ¿no? Pero entonces, naturalmente, era demasiado tarde. Si hubiera ido en su momento y sola a Londres, antes de irme a Bruselas, con años de retraso. Sin embargo, solo cuando todo había pasado lo comprendí, demasiado tarde. Porque, si hubiera empezado con la Oceanografía y no solo después de arrastrar aquellos cursos en la escuela de interpretación y luego otro título y otro, para ser ama de casa pero titulada. ¡No! Un niño y otro y otro más y todos demasiado pronto. Y el divorcio demasiado tarde. Y el otro chico demasiado pronto. Y ahora, cuando empiezo a ser yo misma, a ser sencillamente yo misma, me convierto demasiado pronto en abuela, ¿no es cómico?». «¡Hombre!», exclama la Anciana, que no hace punto para nadie, sino que limpia zanahorias, «¡Hombre! Las mujeres estáis chaladas. Como si toda la porquería que hay por todas partes fuera caca de hombre, decididamente caca de hombre. Yo solo tuve uno y está muerto. Era como era, y yo lo quería así. No sé si fue demasiado pronto o demasiado tarde. Sin embargo, no dejó su sitio a otros tipos. No, sigue estando ahí. Y no a medias. Está como era. No, sencillo no, más bien atravesado. También tenía sus cosas. ¡Y qué cosas, santo cielo! A veces tuve que aguantar mucho. O tuve que disimular sencillamente. Pensaba, ese volverá. Y volvía. Pero una vez volvió con una que venía de Wiesbaden. Una especie de percha con trapos colgados encima. Que tenía que ser su amiga, me dijo él. Era toda una chavala, estupenda, y se llamaba Inge. Ella o yo, le dije. No se calentó los cascos mucho tiempo. Y después, todo arreglado. Bastante malo era lo que había soportado todos aquellos años. Era antes de la guerra o después de la guerra o cuando la guerra intermedia. Lo mismo que hoy, en que la guerra puede empezar mañana mismo».

La Anciana hace un gesto de rechazo.

«¡Solo el verdadero amor —exclama— es lo que cuenta!». Damroka guarda silencio y teje su cobertor de restos de lana, suficientemente grande para abrigar a las cinco mujeres.

Antes de que la Timonela pueda empezar otra vez, dice: «En el amor siempre fui buena, porque soy muy lenta. Si no se sabe cuándo se empieza ni cuándo se termina, se evita lo peor. Hasta cuando no había nada, yo amaba. No es posible guardárselo para sí misma. Y los hombres, bueno. El que tengo ahora se esfuerza por estar ahí y lo consigue bastante, cuando no está de viaje…». Ahora vuelve a guardar silencio, porque es muy lenta y tiene que alcanzarse a sí misma.

Sin embargo, cuando ve todos los peces rellenos de lechaza y huevas que la Anciana ha alineado, cabeza con cola, sobre la tabla de picar, cuenta los arenques, le resultan once y no puede evitar reírse, porque al contar recuerda su servidumbre en el órgano musical.

«Ya lo sabéis», dice Damroka, «en diecisiete años once pastores. Y a los once me los he dejado atrás. Sobre el primero no hay nada más que decir. También sobre el segundo estáis informadas. El tercero desapareció en su momento. El cuarto, sin embargo, me vino de Suabia y tenía algo que ver con el pietismo. No tenía ni idea de liturgia, pero siempre, hasta en el retrete, le hablaba Jesucristo Nuestro Señor…». Así enumera Damroka a sus sotanas.

«El quinto, en cambio, venía de Uelzen, y se dedicaba al trago…». No omite a ninguno.

«El sexto se las daba de alternativo…». «Al séptimo se le escapó la mujer con el sacristán…». «El octavo, sin embargo, y también el noveno…». Entremedio hablan las otras mujeres que hacen punto, como si no quisieran perder la hebra, de forma que solo hacia la noche y después de que los acantilados gredosos estaban en sombras amaneció la sospecha: pronto se les acabarían, si no la lana, sí los hombres, que no daban más de sí.

Comen en silencio patatas cocidas con zanahorias, sazonadas con mantequilla y perejil, y arenques asados, once.

Palidecidos en gris, los «klinten» de Mön se acercan.

Como todo se ha dicho, ninguna quiere decir ya nada.

Esas historias solo sirven para dar sueño.

Con la Maquinista a la cabeza, las mujeres se dirigen al castillo de proa, donde sus hamacas se columpian muy juntas, por tranquilo que esté el barco.

La Anciana arma todavía estrépito lavando los platos, y luego sigue también el descenso.

Solo la hamaca de estribor se columpia desocupada.

Damroka se ha quedado en cubierta con su jarro de café.

«¡Voy a escuchar el parte meteorológico!», grita.

«Luego bajaré en seguida».

Como en verano anochece tan lentamente en el norte, cuando el negro banco de nubes del noroeste empieza a disolverse, unas nubecitas en copos se desplazan por el cielo todavía claro.

Espesos harapos deshilachados.

Es como si animales nubosos huyeran sin cesar.

No hay viento sobre las aguas, pero arriba sopla.

Sin embargo, mi Damroka no quiere leer nada en el cielo.

Busca otros buenos consejos.

Tras la cabina del piloto, alguien llama al Rodaballo, tres veces.

El Rodaballo, que en otros tiempos solo hablaba a los hombres, al que, venga lo que viniere, solo le estaba confiada la causa masculina; él, cuyo consejo fue precioso hasta que su larga historia acabó mal, después de lo cual recapacitó y solo quiso servir a las señoras, exclusivamente a las mujeres; él, el Rodaballo tres veces invocado, responde a Damroka a popa de la gabarra motorizada, donde ella está acurrucada, de forma que sus cabellos le caen sobre las rodillas.

Pasa a toda velocidad ante mí lo que los dos hablan.

Las preguntas de ella se forman lentamente, él responde conciso.

Al Rodaballo, que probablemente está al alcance de la mano, bajo la superficie del agua, no lo veo; pero veo a las otras mujeres que, subiendo por la escalerilla, salen del castillo de proa, con la Timonela a la cabeza.

Agrupadas en torno a una lámpara de petróleo, mantienen la distancia.

La Anciana sostiene la lámpara.

Si yo estuviera ahora bajo cubierta, podría echarme en todas las hamacas.

Pero no debo hacerlo.

Yo estoy fuera.

También a mí me han despedido.

Damroka ha terminado su conversación con el Rodaballo.

Mientras permanece acurrucada, los cabellos le siguen cayendo sobre las rodillas.

No se asombra de ver a las otras mujeres en el castillo de proa, estrechamente agrupadas en torno a la lámpara.

Así iluminadas, y mientras se acercan paso a paso, las cuatro parecen un cuadro.

La Anciana con la lámpara delante.

«¿Qué?», dice, «¿qué sabe él?». Aunque Damroka habla tranquilamente y se permite pausas, no hay lugar para contestaciones.

No da órdenes, sino que afirma: «Es urgente. Levaremos anclas enseguida. Nos dirigiremos directamente a Gotland. Allí están nuestros papeles sellados. Para Visby y para bajar a tierra solo queda medio día. Lo de las aguamalas se ha acabado. Él ha dicho que esto se acaba. Ha dicho: lo más tarde el sábado, antes de la puesta de sol, tenemos que estar frente a Usedom, sobre la fosa de Vineta».

Las piedras grises y negras caídas de la greda, que yacen en montón ante la costa de Mön, son al parecer más viejas de lo que pudiera pensarse.

Somos verano tras verano turistas, estiramos la cabeza sobre nuestro cuello y miramos las cumbres de los acantilados gredosos, que se llaman «klinten» y llevan nombres daneses.

Luego vemos lo que yace en montones a los pies de los acantilados y a los nuestros: pedernales redondeados como cuerpos, algunos de aristas cortantes.

Solo rara vez y cada vez más rara, cuando la suerte nos roza como el ala de una gaviota, encontramos animales, convertidos en piedra, por ejemplo, un erizo de mar.

Adiós a Mön y a la vista de más allá.

Adiós a la isla del verano y de los niños, en la que hubiéramos podido hacernos más viejos y más daneses.

Adiós a las instalaciones de radar que, sobre los hayedos, están ahí para protegernos.

Si pudiéramos rodearnos de greda y perdurar, hasta que, dentro de setenta y cinco millones de años exactamente, llegaran turistas de una nueva raza que, tocados por la gracia, encontrasen pedacitos de nosotros petrificados: una oreja mía o tu dedo que señala.