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Cuando tenía diecinueve años regresé a Mitar para estudiar en la universidad de la ciudad. Había planeado originalmente especializarme en ecopoiesis —y estudiar mucho más cerca de casa— pero por último tuve que aceptar lo más próximo que me ofrecieron, geográfica e intelectualmente: trabajar con Barat, un biólogo firmelandés cuyo verdadero interés era la microfauna nativa.

—La tecnología Angélica es un tema fascinante por derecho propio —me dijo—. Pero no podemos esperar trabajar hacia atrás y descifrar la evolución de todo lo que crearon los Ángeles. Lo mejor que podemos hacer es tratar de comprender cómo era la biosfera de Promisión antes de que llegáramos y la trastornáramos.

Me las compuse para persuadirle de aceptar un compromiso: mi tesis tendría que ver con el impacto de la ecopoiesis sobre la microfauna nativa. Eso me daría una excusa para estudiar las invenciones de los Ángeles junto con las grises criaturas unicelulares que habitaron Promisión durante los últimos mil millones de años.

«El impacto de la ecopoiesis» era por lejos un tema demasiado amplio, por supuesto; con la ayuda de Barat lo acoté a una pregunta particular todavía sin respuesta. Había mucha evidencia geológica de que las aguas de la superficie del océano se habían vuelto más alcalinas y menos oxigenadas a medida que las especies nuevas cambiaban el equilibrio de los gases disueltos. Algunas especies nativas debían haberse retirado de la ola de cambio, y tal vez algunas se extinguieron por completo, pero en la actualidad había una próspera población de zooítos en las capas superiores. Entonces, ¿habían estado allí todo el tiempo, adaptándose in situ? ¿O habían migrado de alguna otra parte?

La distancia entre Mitar y la costa no era una desventaja real para estudiar el océano; la universidad organizaba expediciones regulares y yo tenía una biblioteca abundante y trabajo de laboratorio que hacer antes de embarcarme en algo tan obvio como juntar ejemplares vivos en su hábitat natural. Además, el agua de río e incluso la de la lluvia estaban rebosantes de especies muy cercanas, y dado que era posible que estas fueran las reservas a partir de las cuales el océano «devastado» fue recolonizado, tenía muchos ejemplares a mano que valía la pena estudiar.

Barat tenía exigencias altas pero no era un tirano y sus otros estudiantes me hicieron sentir bienvenido. Yo siempre tenía nostalgia pero no de manera morbosa, y me daba un placer un poco vertiginoso, propio de los sueños vívidos, el sentido subyacente de desorientación que me inducía el vivir sobre tierra firme. No estaba cumpliendo exactamente con la ambición de mi infancia de descubrir los secretos de los Ángeles —y hubo muy pocas oportunidades de poder desviarme de la misma ecopoiesis— pero una vez que comencé a profundizar en los detalles de la bioquímica original y sin manipular de Promisión, descubrí que era lo suficientemente compleja y elegante como para atraer mi atención.

Sólo me sentía miserable cuando me permitía pensar en el sexo. No quería terminar como Daniel, así que buscar otra persona Inmersa para casarme era lo último que pasaba por mi cabeza. Pero no podía enfrentar la perspectiva de repetir mi error con Lena; no tenía intenciones de tener intimidad física con alguien a menos que ya estuviéramos lo suficientemente cerca como para que ya le hubiese contado las cosas importantes de mi vida. Pero ése no era el orden en el cual sucedían las cosas aquí. Tras unos cuantos humillantes intentos de nadar contra la corriente, abandoné la idea y me dediqué completamente a mi trabajo.

Por supuesto, era posible socializar en la Universidad de Mitar sin tener que intercambiar un puente con alguien. Me uní a un grupo de discusión informal sobre la cultura Angélica que se reunía en una pequeña habitación en el edificio de los estudiantes cada diez noches, igual que el viejo Grupo de Oración, aunque no tenía la ilusión de que en éste abundaran los creyentes. Difícilmente fuera necesario. La herencia de los Ángeles podía ser analizada perfectamente sin hacer referencias a la divinidad de Beatriz. Las Escrituras fueron redactadas mucho después de la Travesía por gente de una época más simple; no había motivos para tratarlas como infalibles. Si los incrédulos podían echar luz sobre algún aspecto del pasado no debía rechazar sus aportes.

—¡Es tan obvio que sólo una facción vino a Promisión! —Esa era Céline, antropóloga, una mujer muy parecida a Lena; tenía que hacer un esfuerzo consciente para recordarme, cada vez que posaba mis ojos sobre ella, que jamás debía pasar nada entre nosotros—. Nosotros no somos tan homogéneos que todos elegiríamos viajar a otro planeta y asumir una nueva forma física, sin importar qué fuerzas culturales pudieran llevar a un pequeño grupo a hacer eso. Entonces, ¿por qué los Ángeles tendrían que haber sido unánimes? Las otras facciones todavía podrían estar viviendo en las Ciudades Inmateriales, en la Tierra y en otros planetas.

—Entonces, ¿por qué no se han puesto en contacto? En veinte mil años podrían haberse dejado ver y decir hola una o dos veces. —David era matemático, un librelandés del océano meridional.

—La actitud de los Ángeles que vinieron aquí —respondió Céline— no debe haber animado a los visitantes. Si todo lo que tenemos es una historia de la Travesía en la cual Beatriz persuade a todo Ángel vivo para que abandone la inmortalidad, una versión que simplemente borra a todos los demás de la historia, no sugiere que tuvieran intención de mantenerse en contacto.

Interrumpió una mujer que no conocía:

—Sin embargo, pudo no ser tan claro desde el principio. Hay evidencia de una tecnología de colonización empleada durante más de tres mil años después de la Travesía, mucho después de que fuera necesaria para la ecopoiesis. Se siguieron creando nuevas especies, continuaron los proyectos de ingeniería que empleaban materiales y fuentes de energía avanzados. Pero en menos de un siglo todo se detuvo. Las Escrituras mezclan tres decisiones separadas en una: renunciar a la inmortalidad, migrar a Promisión y abandonar la tecnología que podría haber provisto una ruta de salida por si alguien cambiaba de opinión. Pero sabemos que no sucedió así. Algo cambió tres mil años después de la Travesía. El experimento completo de pronto se convirtió en irreversible.

Estas especulaciones indignarían al piadoso librelandés promedio, mucho más al Inmerso promedio, pero las escuché con serenidad, incluso evaluando la posibilidad de que alguna de ellas pudiera ser verdad. El amor de Beatriz era el único punto inamovible de mi cosmología, todo lo demás estaba abierto a discusión.

Sin embargo, a veces el debate era difícil de seguir. Una noche, David se nos unió directamente desde un seminario de físicos. Lo que había escuchado del expositor era bastante inquietante, pero había ido más allá hasta una conclusión todavía menos aceptable.

—¿Por qué los Ángeles eligieron ser mortales? Después de diez mil años sin muertes, ¿por qué desperdiciarían todas las gloriosas posibilidades que se les abrían para venir a morir como animales en esta bola de barro? —Tuve que morderme la lengua para evitar responder a su pregunta retórica: porque la Diosa es la única fuente de vida eterna, y Beatriz les mostró que en realidad eran una pobre parodia de ese don divino.

David hizo una pausa, luego ofreció su propia respuesta… que en sí misma era una suerte de parodia horrible de la verdad de Beatriz.

—Porque después de todo descubrieron que no eran inmortales. Descubrieron que nadie puede serlo. Siempre supimos, como ellos también debían saberlo, que el universo es finito en espacio y tiempo. Está destinado a colapsar: Las estrellas caerán del cielo. Pero es fácil imaginar formas de evitarlo. —Rió—. Todavía no conocemos suficiente física como para descartar todo. ¡Escuché a una mujer extraordinaria de Tia hablar sobre codificar nuestras mentes en ondas que orbitarían el universo en contracción tan rápidamente que podríamos pensar un número infinito de pensamientos antes de que todo desapareciera! —David sonrió divertido ante la audacia de esta noción. Pensé remilgadamente: que insensatez blasfema.

Entonces extendió sus brazos y dijo:

—¿No lo ven? Si los Ángeles ataron sus esperanzas a algo así (un truco ingenioso que los salvaría de compartir la suerte del universo), y luego obtuvieron el suficiente conocimiento como para descartar cada ruta de escape, esto habría tenido un efecto profundo sobre ellos. Entonces alguna pequeña facción pudo haber decidido que, dado que después de todo eran mortales, también podrían admitir lo inevitable y enfrentarlo del mismo modo en que lo hicieron sus antepasados. En la carne.

—Y el mito de Beatriz —dijo pensativa Céline— le ofreció un lustre religioso a toda la cuestión, pero eso podría ser simplemente una reinterpretación post hoc de una revelación puramente secular.

Esto era demasiado, no me pude quedar en silencio.

—Si Promisión fue fundado por un hatajo de ateos deprimidos de manera terminal, ¿qué pudo hacerlos cambiar de opinión? ¿De dónde proviene el deseo de imponer una interpretación post hoc? Si la revelación que trajo aquí a los Ángeles fue «secular», ¿por qué no es secular todo el planeta hoy?

—La civilización colapsó —dijo alguien con sarcasmo—. ¿Qué esperabas?

Irritado, abrí la boca para contestar pero Céline se me adelantó.

—No, lo que dice Martín es apropiado. Si David está en lo cierto, es necesario explicar la aparición de la religión más urgentemente que nunca. Y yo no creo que haya alguien capaz de hacer eso todavía.

Más tarde, me quedé despierto pensando en todas las otras cosas que tendría que haber dicho, todas las otras objeciones que pude haber presentado. (Y pensando en Céline). Más allá de la teología, la dinámica del grupo estaba comenzando a meterse en mi piel; tal vez debería pasar todo mi tiempo en el laboratorio, impresionando a Barat con mi dedicación a sus microbios de mierda.

O tal vez estaría mejor en casa. Podría ayudar con la embarcación; mis padres ya no eran jóvenes y Daniel tenía que cuidar de su propia familia.

Bajé de la cama y comencé a embalar, pero a mitad de la tarea ya había cambiado de opinión. En realidad no quería abandonar mis estudios. Y desde un principio supe cuál era el antídoto para toda la confusión y el resentimiento que sentía.

Aparté la mochila, apagué la luz, me acosté, cerré los ojos y le pedí a Beatriz que me concediera paz.

Me desperté cuando sonaron unos golpes fuertes sobre la puerta de mi habitación. Era mi compañero de cuarto, un muchacho que apenas conocía. Parecía extremadamente cansado e iracundo, pero algo dominaba su irritación.

—Hay un mensaje para ti.

Mi madre estaba enferma, con un virus no identificado. El hospital estaba todavía más lejos que los terrenos donde estaba nuestra casa; el viaje tomaría casi tres días.

Pasé la mayor parte del trayecto rezando, pero cuanto más rezaba más difícil se hacía. Sabía que era posible salvar la vida de mi madre con una palabra en la lengua de los Ángeles dirigida a Beatriz, pero la cantidad de formas en las cuales podía fracasar, corrompiendo la pureza del pedido con mis propias dudas, mi propio egoísmo, se multiplicaba continuamente.

Los Ángeles no crearon nada en el ecopoiesis que dañara sus propias encarnaciones mortales. La vida nativa no había mostrado ningún interés en parasitarnos. Pero a lo largo de milenios, nuestro propio ADN había generado virus. Y puesto que fue Beatriz Misma la que eligió cada último par base, debe haber sido lo que Ella pretendió. Envejecer no era suficiente. Una herida mortal no era suficiente. La Muerte tenía que llegar sin advertencia, silenciosa e invisible.

Eso es lo que dicen las Escrituras.

El hospital era un laberinto de cascos enlazados. Cuando por fin encontré el corredor apropiado, la primera persona que reconocí a la distancia fue Daniel. Sostenía en alto a su hija Sofía con los brazos extendidos, sonriéndole. La imagen disipó todos mis miedos en un instante: casi caí de rodillas en agradecimiento.

Luego vi a mi padre. Estaba sentado frente a la habitación, la cabeza en las manos. No podía ver su rostro, pero no era necesario. No estaba ansioso o cansado. Estaba abatido.

Me aproximé en una confusión de oraciones de último minuto, aunque comprendí que estaba pidiendo que se rescribiera el pasado. Daniel comenzó a recibirme como si nada anduviera mal, preguntando sobre el viaje —probablemente tratando de suavizar el golpe—, entonces registró mi expresión y puso una mano sobre mi hombro.

—Ahora está con la Diosa —dijo.

Pasé a su lado y entré en la habitación. El cuerpo de mi madre descansaba sobre la cama, cuidadosamente dispuesto: los brazos extendidos, los ojos cerrados. Las lágrimas recorrieron mis mejillas, enfadado. ¿Dónde estaba mi amor cuando pudo evitarlo? ¿Cuando Beatriz hubiera escuchado?

Daniel me siguió a la habitación, solo. Miré hacia atrás a través de la puerta y vi a Agnes sosteniendo a Sofía.

—Ella está con la Diosa, Martín —estaba radiante como si hubiera sucedido algo maravilloso.

—Ella no era Inmersa —dije atontado. Estaba casi seguro de que ni siquiera era creyente. Perteneció a la Iglesia Transicional toda su vida, pero ésa es la forma de mantener contacto con los amigos cuando se trabaja en una embarcación nueve de cada diez días.

—Recé con ella antes de que perdiera la conciencia. Aceptó a Beatriz en su corazón.

Lo miré. Nueve años atrás había estado seguro: o eres Inmerso o estás maldito. Era tan simple como eso. Mi propia convicción se había aplacado con los años; en realidad, no podía creer que Beatriz fuera tan arbitraria y cruel. Pero sabía que mi madre no sólo había rechazado el ritual; la filosofía por completo le había resultado tan incomprensible como la mecánica.

—¿Dijo eso? ¿Te dijo eso?

Daniel negó con la cabeza.

—Pero quedó claro. —Colmado por el amor de Beatriz no podía dejar de sonreír.

Una ola de repulsión me atravesó; quería pulverizarle la cara contra el casco. No le importa lo que mi madre haya creído. Cualquier cosa que aliviase su propio dolor, que enterrara sus dudas, era suficiente. Aceptar que ella estaba condenada —o siquiera muerta, partió, se desvaneció— era insoportable; lo demás surgía de eso. Nada es verdad en lo que dice no hay verdad en lo que cree. Todo es una expresión de sus propias necesidades.

Regresé al pasillo y me dejé caer junto a mi padre. Sin mirarme, pasó un brazo por detrás de mis hombros y me apretó contra su lado. Pude sentir la oscuridad fluyendo sobre él, la impotencia, la pérdida. Cuando traté de abrazarlo sólo me apretó aún más fuerte, forzándome a quedar quieto. Me sobresalté varias veces, luego dejé de llorar. Cerré mis ojos y dejé que me sostuviera.

Estaba decidido a quedarme allí a su lado, enfrentando todo lo que él estaba enfrentando. Pero después de un rato, inesperadamente, la vieja llama comenzó a brillar en el fondo de mi cráneo: la antigua calidez, la antigua paz, la antigua certeza. Daniel estaba en lo cierto, mi madre estaba con la Diosa. ¿Cómo podía haber dudado de eso? No tenía sentido preguntarse cómo había sucedido; los caminos de Beatriz están más allá de mi comprensión.

Lo que conocía de primera mano era la fuerza de Su amor.

No me moví, no me liberé del abrazo desolado de mi padre. Pero ahora era un impostor, sólo rezaba por su consuelo, intercedía con mi estado de gracia. Beatriz me había elevado más allá de la oscuridad y ya no podía compartir el dolor de mi padre.