A finales de la primavera mi colección zoológica se engrosaba hasta tal punto que incluso Mamá se alarmaba a veces. Por esas fechas todo llegaba y nacía, y al fin y al cabo es más fácil hacerse con animales jóvenes que con adultos. También por entonces las aves recién llegadas para anidar y criar sufrían el acoso de las escopetas de los acaudalados de la zona, pese a ser tiempo de veda. Todo les venía bien a aquellos cazadores señoritos: mientras que los campesinos se limitaban a las aves consideradas de caza —zorzales, mirlos y demás—, los de la ciudad abatían cualquier cosa que volara. Se los veía regresar triunfales, cargados de escopetas y cartucheras, repletos los morrales de un conglomerado plumoso, pringoso y sanguinolento de cuanto pillaran, petirrojos o colirrojos, trepadores o ruiseñores. Así que en primavera mi cuarto y el sector del porche reservado a tal fin contenían siempre media docena por lo menos de jaulas y cajones con boquiabiertos polluelos o pájaros adultos que había conseguido rescatar de los tiradores y que se recuperaban con tablillas improvisadas en alas o patas.

Lo único bueno de aquella matanza, primaveral era que me permitía hacerme una idea bastante completa de qué aves se encontraban en la isla. Ya que no estaba en mis manos impedir tal carnicería, por lo menos le sacaba algún fruto. Les seguía los pasos a los valerosos y nobles monteros y les pedía que me dejaran ver el contenido de sus morrales. Entonces hacía una lista de todos los pájaros muertos, y a fuerza de porfiar les salvaba la vida a los que sólo estaban heridos. Por ese procedimiento entré en posesión de Hiawatha.

Había pasado una mañana interesante y muy activa en compañía de los perros. Muy temprano nos encontrábamos ya en los olivares, donde todo estaba aún fresco del amanecer y empañado de rocío. Yo había descubierto que esa hora era buena para coger insectos, porque el frío los aletargaba y les quitaba las ganas de volar, y así era más fácil atraparlos. Había obtenido dos mariposas diurnas y una nocturna que no tenía en la colección, dos escarabajos desconocidos y diecisiete langostas que recogía para alimento de mis pájaros jóvenes. Cuando el sol estuvo bien alto y daba cierto calor, ya habíamos nosotros perseguido infructuosamente a una culebra y un lagarto verde, ordeñado en un tarro a la cabra de Agathi (sin conocimiento de su dueña) porque todos teníamos sed, y visitado a mi viejo amigo el pastor Yani, que proveyó a nuestro sustento con pan y torta de higos y un sombrero de paja lleno de fresas silvestres, Bajamos a una pequeña ensenada y allí los perros se tumbaron jadeantes o se pusieron a buscar cangrejos por la orilla mientras yo, tendido boca abajo en el agua cálida y transparente, flotaba conteniendo la respiración y dejándome llevar sobre el paisaje marino. Cuando se acercó la hora del mediodía y el estómago me dijo que el almuerzo estaría preparado, me sequé al sol, quedándome la sal en ronchas sobre la piel como un sedoso dibujo de delicado encaje, y emprendí la vuelta a casa. Según marchábamos serpeando por los olivares, entre aquellos grandes troncos que daban sombra y frescura de pozo, oí una serie de detonaciones en los campos de arrayán a mi derecha. Me acerqué a investigar, conservando a los perros a mi lado, porque los cazadores griegos eran nerviosos y en la mayoría de los casos apretaban el gatillo sin pararse a hacer averiguaciones. Yo corría el mismo peligro, así que por precaución fui hablándoles a voces a los perros: «¡Ven, Roger…, aquí! Buen chico. ¡Puke, Widdle! ¡Ven acá, Widdle! ¡Aquí…, así me gusta! ¡Vuelve aquí, Puke!». Descubrí al cazador sentado en una gigantesca raíz de olivo y enjugándose la frente, y, tan pronto como tuve la seguridad de que nos había visto, me acerqué.

Era un hombrecito pálido y regordete, con un bigote como un cepillo de dientes negro y alargado sobre la bocucha remilgosa y ojos de pájaro, líquidos y redondos, cubiertos por gafas oscuras. Vestía a la plena moda cinegética: botas de montar lustradas, pantalón nuevo de pana blanca, y chaqueta de tweed color mostaza y verde y corte atroz, con tantos bolsillos que más que chaqueta parecía un alero poblado de nidos de golondrina. Sobre la coronilla de su cabeza rizosa se posaba un sombrero tirolés verde, con penacho de plumas rojas y anaranjadas, y se estaba secando la marfileña frente con un pañolón que apestaba a colonia barata.

¡Kalimera, kalimera! —saludó, entre sonrisas y resoplidos—. Bienvenido. ¡Uf! Hace calor, ¿eh?

Yo asentí, y le ofrecí unas fresas de las que todavía quedaban en el sombrero. El las miró con cierta aprensión, como temeroso de que estuvieran envenenadas, tomó una delicadamente entre sus dedos rollizos y me lo agradeció con una sonrisa al tiempo que se la echaba a la boca. Daba la impresión de que era la primera vez que comía fresas de un sombrero con los dedos y no estaba del todo seguro de lo que prescribían las reglas en esos casos.

—¡Se me ha dado bien la mañana! —dijo muy ufano, sentando a conde yacía su morral, siniestramente abultado y pringoso de sangre y plumas. De la boca sobresalían un ala y la cabeza de una alondra, tan reventadas y desfiguradas que costaba trabajo identificarlas.

¿Le importaría que examinara el contenido del morral?, pregunté.

—No, no, no faltaba más —respondió—. Verás que soy buen tirador.

Sí que lo vi. Su morral se componía de cuatro mirlos, una oropéndola, dos zorzales, ocho alondras, catorce gorriones, dos petirrojos, una tarabilla y un chochín. Este último, reconoció, era un poco pequeño pero estaba muy bueno guisado con ajo y pimentón.

—Pero esto es lo mejor —dijo con orgullo—. Ten cuidado, porque no está del todo muerto.

Me acercó un pañuelo ensangrentado, y yo lo desplegué con mucho tiento. Dentro, boqueando y extenuada, con un pegotón de sangre seca en un ala, había una abubilla.

—Esa no se come, por supuesto —me explicó—, pero las plumas me quedarán muy bonitas en el sombrero. Hacía tiempo que ambicionaba yo poseer uno de aquellos espléndidos pájaros de aspecto heráldico, de gallarda cresta y cuerpo color salmón y negro, y por todas partes había buscado un nido para criar algún pollo en casa. Hete aquí que ahora tenía en las manos una abubilla viva, o, para ser exactos, una abubilla medio muerta. La examiné atentamente y descubrí que en realidad no estaba tan maltrecha como parecía, porque no tenía más que un ala rota, y por lo que se veía parecía ser una fractura limpia. El problema estaba en conseguir que mi ufano y obeso cazador quisiera desprenderse de ella.

De repente me vino la inspiración. Empecé diciendo que me apenaba sobremanera que no estuviera allí mi madre, porque, expliqué, era una autoridad mundial sobre pájaros (la verdad era que Mamá apenas distinguía un gorrión de un avestruz). En efecto, era autora de la obra definitiva sobre aves para los cazadores de Inglaterra. Para demostrarlo saqué de la bolsa de recolección un ejemplar baqueteado y muy consultado de la Pequeña guía de aves de Edmund Sanders, libro del que jamás me separaba.

Mí gordo amigo se quedó muy impresionado. Lo hojeó, murmurando po-po-pos de admiración por lo bajo. Mi madre, dijo, debía de ser una mujer fuera de serie para poder escribir un libro así. La razón de que yo echara de menos que estuviera allí en aquel momento, seguí diciendo, era que mi madre no había visto nunca una abubilla. Conocía todos los demás pájaros de la isla, hasta el raro martín pescador; en prueba de ello saqué el copete de un martín pescador muerto que había encontrado una vez y que llevaba como talismán en la bolsa, y se lo puse delante. Aquel moñito de brillantes plumas azules le llamó mucho la atención. Pensándolo bien, eran mucho más bonitas que las plumas de la abubilla, dije. Me costó un poco de tiempo meterle la idea en la cabeza, pero pronto le tuve suplicándome que le llevara la abubilla a mi madre, a cambio de aquel mechón de aterciopeladas plumas azules. Yo hice un bonito despliegue de asombrada resistencia que acabó transformándose en servil gratitud, me guardé la abubilla herida en la camisa y corrí a casa con ella, dejando a mi amigo cazador sentado en su raíz de olivo con todo el aspecto de Tweedledum[4] y felizmente ocupado en la tarea de prender a su sombrero el copete de martín pescador con un alfiler.

Una vez en casa llevé a la nueva adquisición a mi Cuarto y la examiné con detenimiento. Me tranquilizó ver que el largo y gomoso pico curvo, como una fina cimitarra, estaba intacto, pues sabía que privado del uso de aquel órgano delicado el animal no podía sobrevivir. Aparte del agotamiento y el susto, su único mal parecía ser el ala rota. La fractura estaba localizada en la parte alta del remo, y explorándola con tiento comprobé que era una fractura limpia, pues el hueso estaba partido como una ramita seca, no aplastado y astillado como una rama verde. Cuidadosamente recorté las plumas con las tijeras de disección, quité el pegote de sangre y plumas con agua tibia y desinfectante, entablillé el hueso con dos astillas curvas de caña y lo até todo bien. Era un trabajo de profesional, que me hizo sentirme orgulloso. El único problema era que pesaba demasiado, y cuando solté al pájaro se cayó de lado, arrastrado por el peso de la tablilla. Tras un par de experimentos logré hacer otra mucho más ligera de caña y esparadrapo, y con una tirita de gasa lo sujeté todo bien al costado del animal. Luego le hice beber agua con un cuentagotas y le puse en una caja de cartón tapada con una tela para que se recuperase.

Bauticé a mi abubilla con el nombre de Hiawatha, y la familia la acogió en su seno con aprobación sin reservas, porque les gustaban las abubillas y además era la única especie de ave exótica que todos sabían reconocer a veinte pasos. Buscarle comida a Hiawatha me tuvo muy atareado durante los primeros días de su convalecencia, pues era una enferma antojadiza, que comía sólo alimento vivo, y aun así con melindres. Tenía que soltarla en el suelo de mi cuarto y tirarle desde lejos las golosinas: los suculentos saltamontes de color verde jade, las langostas de gruesos muslos y alas crujientes como barquillos, las lagartijas pequeñas y las ranas diminutas. Ella los atrapaba y los golpeaba vigorosamente contra cualquier superficie dura —una pata de la silla o de la rama el borde de la puerta o de la mesa— hasta asegurarse de que estaban muertos: luego, un par de rápidos bocados y a esperar el plato siguiente. Un día en que toda la familia se había reunido en mi cuarto para verla comer, le di a Hiawatha un lución de veinte centímetros de largo. Con su delicado pico, su cresta finamente listada y su hermosa coloración en rosa y negro, parecía un ave muy solemne, tanto más porque solía llevar la cresta plegada contra la cabeza. Pero una ojeada al lución bastó para convertirla en un monstruo depredador. Alzó y extendió la cresta, que temblaba cual cola de pavo real, hinchó el buche, emitió un extraño gruñido-ronroneo allá en las profundidades de su garganta y avanzó a saltos rápidos y resueltos hacia donde el lución, ignorante de su destino, arrastraba su cuerpo de bronce bruñido. Hiawatha se detuvo y, con las alas sana y entablillada abiertas, se echó hacia delante y asestó un picotazo al lución, una estocada tan súbita que apenas se vio. Al recibir el golpe el lución se hizo un ocho, y yo vi con asombro que del primer tajo Hiawatha había aplastado totalmente el frágil cráneo del reptil.

—¡Santo Dios! —exclamó Larry, no menos asombrado que yo—. Eso sí que es un ave útil para tenerla en casa. Con unas cuantas docenitas no habría que preocuparse por las culebras.

—No creo que pudieran con una grande —dijo Leslie juiciosamente.

—Me contentaría con que se limitaran a quitar de en medio a las pequeñas —dijo Larry—. Sería un primer paso.

—Hablas como si la casa estuviera infestada de culebras, hijo —dijo Mamá.

—Lo está —replicó Larry austeramente—. ¿Qué me dices de aquella cabellera de Medusa de culebras que se encontró Leslie en la bañera?

—Aquellas eran culebras de agua —dijo Mamá.

—Me da igual lo que fueran. Si se ha de permitir que Gerry llene el baño de culebras, yo iré por la casa con un brazado de abubillas.

—¡Ooh, mirad lo que hace! —chirrió Margo.

Hiawatha había descargado una serie de rápidos golpes a lo largo del cuerpo del lución, y ahora estaba dedicada a alzar en vilo al reptil, que aún se estremecía, y estrellarlo rítmicamente contra el suelo, como golpean los pescadores a un pulpo contra las rocas para ablandarlo. Al cabo de un rato no quedó vestigio apreciable de vida en el cuerpo. Hiawatha lo contempló con la cresta en alto y la cabeza ladeada y, satisfecha, cogió la cabeza con el pico. Despacio, tragando y echando atrás la cabeza, lo fue deglutiendo centímetro a centímetro. Transcurridos un par de minutos sólo le asomaban dos centímetros de cola por la comisura del pico.

Hiawatha no llegó a amansarse nunca y siempre estaba nerviosa, pero se acostumbró a tolerar la presencia de seres humanos a distancia relativamente corta. Luego que se hubo aclimatado yo solía sacarla al porche, donde tenía otras varias aves, y la dejaba pasearse a la sombra de la parra. Aquello era una especie de pabellón de hospital, porque por entonces tenía yo seis gorriones recuperándose de las lesiones sufridas al quedar atrapados en ratoneras puestas por los niños campesinos, cuatro mirlos y un zorzal que se habían enganchado en anzuelos con cebo puestos en los olivares, y media docena de aves surtidas, que iban desde un charrán hasta una urraca, convalecientes de los efectos de perdigonadas. A todo ello se añadían un nido de jilgueros pequeñitos y un verderón ya casi plumado que estaba yo criando. A Hiawatha no parecía molestarle la proximidad de esas otras aves, pero ella vivía su vida, recorriendo lentamente el enlosado de punta a punta, sumida en meditación con los ojos entornados, mostrando la aristocrática altivez de una hermosa reina encarcelada en un castillo. A la vista de una lombriz, rana o saltamontes, su comportamiento, claro está, perdía todo carácter regio.

Había transcurrido más o menos una semana desde el ingreso de Hiawatha en mi clínica aviar cuando una mañana salí a recibir a Spiro. Era como un rito cotidiano: él soltaba unos sonoros bocinazos cuando llegaba a los terrenos de la finca, que tenía una extensión de unas veinte hectáreas, y yo y los perros bajábamos a la carrera por el olivar para interceptarle en algún punto del trayecto. Con la lengua fuera salía yo de entre los árboles, precedido por los perros ladrando histéricamente, y deteníamos el gran Dodge reluciente con la capota abierta, donde Spiro venía agazapado sobre el volante, con su gorra de visera, ceñudo, renegrido y voluminoso. Yo me subía al estribo, sujetándome bien al parabrisas, y Spiro reemprendía la marcha, mientras los perros, en un éxtasis de fingida ferocidad, trataban de morder los neumáticos de delante. La conversación de cada mañana era también un ritual que no variaba nunca.

—Buenos días, señorito Gerrys —decía Spiro—. ¿Qué tal estás usted?

Una vez establecido que no había yo contraído ninguna enfermedad peligrosa durante la noche, se interesaba por los demás.

—¿Y cómo estás su familias? —preguntaba—. ¿Cómo estás su madres? ¿Y el señorito Larrys? ¿Y el señorito Leslies? ¿Y la señorita Margo?

Cuando acababa yo de tranquilizarle en cuanto al estado de salud de todos nosotros ya habíamos llegado a la villa, en donde él se paseaba de uno a otro miembro de la familia comprobando que mi información era correcta. A mí me aburría bastante aquel interés diario, casi periodístico, que se tomaba Spiro por la salud familiar, como si de la familia real se tratara, pero él seguía erre que erre, como sí durante la noche pudieran haber sido víctimas de algo espantoso. Un día, en un arranque de perversidad, yo respondí a su ansiosa interrogación diciendo que todos estaban muertos; el coche se salió del camino y fue derecho a estrellarse contra una adelfa, derramando sobre Spiro y sobre mí una lluvia de flores rosadas y despidiéndome casi del estribo.

—¡Carambas, señorito Gerrys, no deberías usted decir esas cosas! —tronó, aporreando el volante—. ¡Me espanta oírles decir esas cosas! ¡Me haces sudar! ¡No lo vuelvas a hacer nuncas!

Aquella mañana que digo, luego de quedarse a gusto sobre el estado de salud de cada miembro de la familia, Spiro levantó un cestillo de fresas tapado con una hoja de higuera que llevaba sobre el asiento contiguo.

—Tengas —dijo, mirándome ceñudo—. Es un regalos para usted.

Levanté la hoja. Dentro del cestillo estaban acurrucados dos pájaros pelados y de aspecto repulsivo. Embelesado, le di las gracias efusivamente, pues eran polluelos de arrendajo, según se apreciaba por los cañones de las alas. Yo nunca había tenido arrendajos, y me puse tan contento con aquellos que los llevé conmigo cuando fui a dar la clase a casa del señor Kralefsky. Eso era lo bueno de tener un preceptor tan loco por los pájaros como yo. Pasamos una emocionante e interesante mañana tratando de enseñarles a abrir la boca y comer solos, cuando debiéramos haber estado grabando en mi memoria el deslumbrante cortejo de la historia de Inglaterra. Pero aquellos pollos eran singularmente tontos y se negaron a aceptarnos a Kralefsky o a mí como sustituto de su madre.

A la hora de almorzar me los volví a llevar a casa y por la tarde intenté hacerles entrar en razón, pero sin éxito. Únicamente ingerían alimento si yo les abría el pico por la fuerza y con un dedo empujaba la comida hasta el gaznate, procedimiento que repudiaban enérgicamente, y hacían bien. Al cabo, tras haberles hecho deglutir lo necesario para mantenerlos más o menos vivos, los dejé en el porche metidos en su cestillo y fui a buscar a Hiawatha, que había mostrado una marcada preferencia por que se le sirviera la comida en el porche mejor que en la intimidad de mi habitación. La deposité en el enlosado y empecé a dispararle los saltamontes que había cazado para ella. Hiawatha brincó ávidamente, trincó el primero, lo mató y se lo tragó con precipitación casi indecorosa.

Estaba ella allí deglutiendo, con pinta de andana y angular duquesa viuda que en un baile se hubiera tragado un sorbete con copa y todo, cuando los dos bebés de arrendajo asomaron sus cabezas pitañosas por el borde del cestillo y la vieron. Al instante se pusieron a llamarla con gritos sibilantes, abierta la boca y oscilando ambas cabezas de lado a lado como si fueran dos ancianos muy ancianos asomados por encima de una cerca. Hiawatha alzó la cresta y los miró de hito en hito. Yo no esperaba que les hiciera mucho caso, porque siempre hacía oídos sordos a los otros polluelos cuando pedían comida, pero de unos saltitos se plantó más cerca del cesto y contempló a los arrendajos con interés. Yo le tiré un saltamontes, y ella lo cogió, lo mató, y acto seguido, ante mi más absoluto asombro, saltó al cestillo y zampó el insecto en las abiertas fauces de uno de los arrendajos. Ambos bebés silbaron y chillaron y aletearon de contento, y Hiawatha pareció quedarse tan sorprendida como yo de lo que había hecho. Le tiré otro saltamontes, lo mató y alimentó con él al segundo bebé. A partir de entonces di de comer a Hiawatha en mi cuarto, y luego la sacaba periódicamente al porche para que hiciera su papel de madre de los pequeños arrendajos.

Jamás mostró ningún otro sentimiento maternal hacia los polluelos: no recogía, por ejemplo, las capsulillas de excremento de sus traseros cuando los levantaba sobre el borde del nido. Esa tarea de limpieza quedaba para mí. Una vez que había alimentado a los niños y acallado así sus gritos, se despreocupaba por completo de ellos. Yo saqué la conclusión de que debía de haber algo en el timbre de su llamada que despertaba sus instintos maternales, pues, aunque hice pruebas con los otros polluelos que tenía, por más que se desgañitaran la abubilla no les hada ni caso. Poco a poco los pequeños arrendajos se dejaron alimentar por mí, y desde el momento en que dejaron de llamarla cuando la veían Hiawatha no volvió a pensar en ellos. No era sólo que no les prestara atención, era que parecía no reparar siquiera en su existencia.

Cuando se le curó el ala le quité la tablilla, y descubrí que, aunque el hueso se había soldado bien, los músculos estaban debilitados por falta de uso, y Hiawatha tendía a no emplear el ala, caminando siempre en vez de alzar el vuelo. Para obligarla a hacer ejercicio yo la sacaba al olivar y la arrojaba al aire, de modo que tuviera que usar las alas para aterrizar sana y salva. Poco a poco empezó a echar vuelos cortos a medida que las alas se le robustecían, y empezaba yo a pensar en la posibilidad de ponerla en libertad cuando encontró la muerte. Un día la había sacado al porche, y mientras yo daba de comer a mi surtido de polluelos Hiawatha voló, o mejor dicho planeó, hasta el olivar cercano para hacer prácticas de vuelo y comisquear algunas típulas de las que por entonces estaban naciendo a la vida adulta.

Yo, absorto en la tarea de alimentar a los pájaros, no le prestaba mucha atención. De pronto oí gritos de Hiawatha, roncos y desesperados. Salvé de un salto la balaustrada del porche y corrí entre los árboles, pero era demasiado tarde: un gran gato feral, tiñoso y lleno de cicatrices, sostenía en la boca el bulto inerte de la abubilla, y sus grandes ojos verdes me miraban por encima del rosado cuerpo del pájaro. Di un grito y me abalancé hada él; el gato giró con oleosa fluidez y de un brinco se internó entre los arrayanes, sin soltar el cuerpo de Hiawatha. Yo salí en su persecución, pero en el enmarañado refugio que le ofrecían los arrayanes era imposible seguirle la pista. Furioso y afligido volví al olivar, donde todo lo que quedaba como recuerdo de Hiawatha eran unas plumas rosadas y unas cuantas gotas de sangre desperdigadas como rubíes sobre la hierba. Juré matar a aquel gato si alguna vez lo volvía a encontrar. Al margen de otros motivos, representaba una amenaza para el resto de mi colección de aves.

Pero mi luto por Hiawatha se vio abreviado por la llegada a casa de algo ligeramente más exótico que una abubilla y que daba mucho más quehacer. Larry había anunciado de sopetón que se iba a Atenas invitado por unos amigos, para hacer unos trabajos de investigación. Tras el revuelo de su partida descendió la tranquilidad sobre la villa. Leslie se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo el tonto con una escopeta, y Margo, que en aquel momento no estaba inmersa en ningún tempestuoso lance sentimental, se había iniciado en los secretos de la escultura en jabón. Atrincherada en el desván, hacía figuras un tanto torcidas y resbalosas con un jabón amarillo de acre olor, y aparecía a las horas de comer enfundada en una bata de flores y sumida en trance artístico.

Mamá decidió aprovechar aquella calma inopinada para hacer una cosa que tenía pendiente desde hacía tiempo. El año anterior había sido excelente para la fruta, y mi madre se había pasado las horas muertas preparando diversas mermeladas y conservas, algunas según recetas indias procedentes de su abuela y que se remontaban a los inicios del siglo XIX. Todo marchó a pedir de boca, y en la fresca y espaciosa despensa relumbraban ejércitos de frascos. Pero quiso la desgracia que durante una tormenta de singular violencia que tuvimos en el invierno se abriera una gotera en el techo de la despensa, y una mañana Mamá se encontró con que se habían despegado todas las etiquetas. Ante sí tenía varios cientos de frascos cuyo contenido era difícil de identificar a menos que se abriera el recipiente. Ahora que la familia le dejaba un momento de respiro, resolvió aplicarse a tan necesaria tarea; y, como era cosa de andar probando, yo ofrecí mi colaboración. Entre los dos sacamos unos ciento cincuenta tarros de conservas a la mesa de la cocina, nos armamos de cucharas y etiquetas nuevas y estábamos a punto de dar principio a la gigantesca catadura cuando llegó Spiro.

—Buenas tardes, señora Durrells. Buenas tardes, señorito Gerrys —retumbó, entrando en la cocina con paso y aspecto de moreno dinosaurio—. Traigos un telegramas para usted, señora Durrells.

—¿Un telegrama, Spiro? —trinó Mamá—. ¿De quién será? Esperemos que no sean malas noticias.

—No, no se preocupes, no son malas noticias, señora Durrells —dijo él, dándoselo—. Le pedís al de correos que me lo leyeras. Es del señorito Larrys.

—¡Ay, Dios! —dijo Mamá, temiéndose cualquier cosa.

El telegrama sólo decía lo siguiente: «Olvidé decir Príncipe Jeejeebuoy llega once breve estancia. Atenas maravillosa. Besos. Larry.»

—¡Desde luego este Larry es insufrible! —exclamó Mamá iracunda—. ¿Pero cómo se le ocurre invitar a casa a un príncipe? Sabe que no tenemos habitaciones apropiadas para personas de la realeza, y ni siquiera va a estar aquí para hacerle los honores. ¿Y qué hago yo con un príncipe?

Apeló a nosotros con mirada extraviada, pero ni Spiro ni yo podíamos darle ningún consejo inteligente. Ni siquiera se podía telegrafiar a Larry y pedirle que volviera, porque, como era en él característico, se había marchado sin dejar las señas de sus amigos.

—El once es mañana, ¿verdad? Vendrá en el barco de Brindisi, supongo. Spiro, ¿podría usted ir a recogerle? ¿Y traer cordero para el almuerzo? Gerry, ve a decirle a Margo que ponga unas flores en el cuarto de los huéspedes y que mire a ver si los perros han dejado alguna pulga, y dile a Leslie que tiene que ir al pueblo y decirle a Spiro el Pelirrojo que necesitamos pescado. La verdad es que esto de Larry no tiene nombre…, me va a oír cuando vuelva. ¡Yo ya no tengo edad para andar agasajando a príncipes!

Trajinaba iracunda y sin objeto por la cocina, dando trastazos a las cacerolas y las sartenes.

—Yo le traeres unas dalias para la mesas. ¿Quieres usted champán? —preguntó Spiro, que evidentemente pensaba que había que tratar al príncipe como estaba mandado.

—No; sí se cree que le voy a dar champán a una libra la botella, va listo. Que beba ouzo y vino como los demás, por muy príncipe que sea —dijo Mamá con firmeza, y luego añadió—: Bueno, traiga usted una caja. No tenemos por qué dárselo, y siempre viene bien tenerlo en casa.

—No se preocupes, señora Durrells, yo me encargos de todo —la tranquilizó Spiro—. ¿Quieres usted que traiga otra vez al mayordomo del rey?

El mayordomo del rey era un carcamal de estampa antigua y aristocrática, a quien Spiro sacaba a rastras de su retiro cada vez que dábamos alguna fiesta importante.

—No, no, Spiro, no vamos a complicarnos la vida. Al fin y al cabo, viene sin avisar, así que se tendrá que contentar con lo que encuentre. Que coma lo que le echen y…, y… que apechugue. Y si no le gusta…, pues qué se le va a hacer —dijo Mamá, pelando guisantes con manos temblorosas y echando más al suelo que al escurridor—. Gerry, ve a preguntar a Margo si puede organizar las cortinas nuevas para el comedor. La tela está en mi cuarto. Las viejas no han vuelto a quedar bien desde que Leslie les prendió fuego.

Así que la villa pasó a ser un hervidero de actividad. Se restregó el entarimado del cuarto de huéspedes hasta dejarlo de un pálido color crema, por si acaso los perros hubieran dejado en él alguna pulga: Margo cosió las cortinas nuevas en un tiempo récord y puso floreros por todas partes, y Leslie limpió sus armas de fuego y el bote por si el príncipe quería ir de caza o navegar. Mamá, toda sofocada, galopaba frenética por la cocina haciendo bizcochos, pasteles, empanadillas de manzana y galletas de aperitivo, estofados, empanadas, gelatinas y macedonias. A mí sólo se me ordenó retirar todos los animales del porche y tenerlos bajo control, ir a que me cortaran el pelo y acordarme de ponerme camisa limpia. Al día siguiente, todos vestidos de gala conforme a las instrucciones de Mamá, nos sentamos en el porche y esperamos pacientemente a que Spiro nos trajera al príncipe.

—¿De dónde es príncipe? —preguntó Leslie.

—Pues la verdad es que no lo sé —dijo Mamá—. Me figuro que será de uno de esos estados pequeños que tienen los maharajás.

—Es un nombre muy raro ese de Jeejeebuoy —dijo Margo—. ¿Estás segura de que es auténtico?

—Claro que es auténtico, hija —dijo Mamá—. Hay muchos Jeejeebuoy en la India. Es un apellido muy antiguo, como…, hum…, como…

—¿Como Smith? —sugirió Leslie.

—No, no, no es así de vulgar ni mucho menos. No, los Jeejeebuoy tienen mucha historia. Deben de ser muy anteriores a la llegada de mis abuelos a la India.

—Probablemente sus antepasados organizaron el Motín —aventuró Leslie con regodeo—. Tenemos que preguntarle si fue a su abuelo a quien se le ocurrió lo del Agujero Negro de Calcuta[5].

—¡Ay, sí! —exclamó Margo—. ¿Tú crees? ¿Qué fue eso?

—Leslie, hijo, no deberías decir esas cosas —dijo Mamá—. A pesar de todo, hemos de perdonar y olvidar.

—¿Perdonar y olvidar qué? —preguntó Leslie desconcertado, sin seguir el razonamiento de su madre.

—Todo —repuso ella firmemente, añadiendo, no sin cierta oscuridad—: estoy segura de que obraban de buena fe.

Antes de que Leslie pudiera proseguir sus indagaciones, el coche subió rugiendo por la avenida y se detuvo al pie del porche con impresionante chirrido de frenos. En el asiento de atrás, vestido de negro y con un turbante muy bien liado y blanco cual capullo de campanilla de las nieves, venía un indio esbelto y diminuto de enormes ojos brillantes y almendrados que parecían estanques de ágata, orillados de pestañas tupidas como una alfombra. Abrió la portezuela diestramente y saltó del automóvil. La sonrisa con que nos saludó fue como un blanco relámpago en su rostro moreno.

—¡Bueno, bueno, henos aquí por fin! —exclamó muy animado, abriendo sus finas y morenas manos como si fueran alas de mariposa y entrando en el porche con paso de baile—. Usted es la señora Durrell, naturalmente. Toda una gran dama. Y tú eres el cazador de la familia… Leslie. Y Margo, la beldad de la isla, sin duda alguna. Y Gerry el sabio, el naturalista par excellence. No saben ustedes cuánto me deleita conocerles a todos.

—Ah…, sí…, eh…, tenemos mucho gusto en conocerle, Alteza —empezó a decir Mamá.

Jeejeebuoy soltó una exclamación y se dio un cachete en la frente.

—¡Peste y condenación, otra vez mi estúpido nombre! Mi querida señora Durrell, ¿cómo me lo podrá usted perdonar? Príncipe es mi nombre de pila. Fue un capricho de mi madre por dar un toque de realeza a nuestra humilde familia, ¿comprende usted? Amor de madre, ¿verdad? El hijo soñado que aspirará a áureas cimas, ¿eh? No, no, pobre mujer, debemos disculparla, ¿verdad? Príncipe Jeejeebuoy, a secas, a sus pies.

—Ah —dijo Mamá, que ya que se había hecho a la idea de habérselas con la realeza se sintió un poco defraudada—. Bueno, ¿y cómo quiere usted que le llamemos?

—Mis amigos, que son innumerables, me llaman Jeejee —dijo con seriedad el recién llegado—. Confío en que ustedes lo hagan también.

Así fue como Jeejee se instaló entre nosotros y durante su breve estancia armó mayor alboroto y se hizo querer más que ningún otro de cuantos invitados habíamos tenido. Con aquel inglés pedante, aquel porte serio y distinguido, se tomaba tan hondo y genuino interés por todo y por todos que resultaba irresistible. Para Lugaretzia tuvo diversos tarros de sustancias pegajosas y malolientes con que ungir sus numerosos dolores y achaques imaginarios; con Leslie mantenía graves y pormenorizados debates sobre el estado de la caza en el mundo, y le daba descripciones gráficas y probablemente mendaces de cacerías de tigres y jabalíes en las que había participado. A Margo le procuró varios largos de tela con los que le hizo saris y le enseñó cómo había que ponérselos; a Spiro le tenía embobado con sus historias de las riquezas y misterios del Oriente, de elefantes alhajados que combatían entre sí y maharajás que valían su peso en piedras preciosas. Manejaba muy bien el lápiz, y además de manifestar un interés profundo y sincero por todos mis animales me conquistó totalmente haciendo delicados dibujitos de los mismos para que yo los pegara en mi diario de historia natural, un documento que a mis ojos era bastante más importante que la Magna Carta, el Libro de Kells y la Biblia de Gutenberg juntos, y que como tal fue tratado por nuestro perspicaz huésped. Pero fue Mamá quien más que nadie se rindió al hechizo de Jeejee, porque no sólo tenía una reserva inagotable de deliciosas recetas que ella iba anotando y un caudal de historias de fantasmas y folklore, sino que además su visita dio ocasión a mí madre de hablar interminablemente sobre la India, el país donde había nacido y se había criado y que para ella era su verdadera patria.

Por las noches teníamos prolongadas charlas después de cenar, en torno a la larga y desvencijada mesa del comedor. En los ángulos de la habitación los haces de lamparillas de aceite derramaban círculos de luz del color amarillo de las prímulas, y las oleadas de mariposillas nocturnas flotaban a su alrededor como copos de nieve; los perros, tumbados a la puerta —ahora que su número se elevaba a cuatro no se les permitía entrar nunca en el comedor—, comentaban nuestra morosidad con suspiros y bostezos, pero nadie les hacía caso. Afuera la suave noche cobraba vida con el sonoro clamor de los grillos y el croar de las ranitas de San Antón. A la luz de las lámparas los ojos de Jeejee parecían más grandes y más negros, como de búho, cargados de un extraño fuego líquido.

—Por supuesto que en su época todo era muy distinto, señora Durrell. No estaba permitido mezclarse. No, no, segregación estricta, ¿no era así? Pero ahora se ha mejorado. Primero metieron el codo los maharajás, y ahora incluso a algunos de los indios más humildes se nos permite mezclarnos y acceder de esa manera a las ventajas de la civilización —decía Jeejee una noche.

—En mis tiempos eran los euroasiáticos los que estaban peor vistos —dijo Mamá—. Mi abuela ni siquiera nos dejaba jugar con ellos. Pero nosotros jugábamos, claro está.

—Los niños son singularmente insensibles a los imperativos de la conducta civilizada —dijo Jeejee sonriente—. Aun así hubo ciertas dificultades en un primer momento, ya sabe usted. Pero tampoco Roma se hizo en un día. ¿Sabe usted lo de aquel babu[6] de mi ciudad que fue invitado a un baile? —No, ¿qué pasó?

—Pues que el babu vio que cuando los caballeros acababan de bailar con las damas las acompañaban a su asiento y les daban aire con el abanico. Así que después de bailar un animado vals con una dama europea de cierta alcurnia, la condujo sana y salva a su asiento, tomó su abanico y le dijo: «Señora, ¿me permite que le haga vientos en la cara?»

—Parece el tipo de cosa que diría Spiro —dijo Leslie.

—Recuerdo una vez —dijo Mamá, lanzándose con gusto a la reminiscencia— cuando mi marido estaba de ingeniero jefe en Rourki. Hubo un ciclón espantoso. Larry tenía entonces unos meses. Vivíamos en una casa larga y baja, y me acuerdo de que corríamos de una habitación a otra intentando sujetar las puertas frente a la embestida del huracán, y según corríamos de una habitación a la siguiente, literalmente se nos iba hundiendo la casa a nuestras espaldas. Al fin acabamos en el office. Pero cuando nos repararon la casa el babu contratista mandó una factura que decía: «Por reparar la parte posterior del ingeniero jefe».

—La India debía ser fascinante por entonces —dijo Jeejee—. Porque, a diferencia de la mayoría de los europeos, ustedes eran parte del país.

—Ya lo creo; hasta mi abuela había nacido allí —dijo Mamá—. Cuando para casi todos decir «nuestro país» era decir Inglaterra, para nosotros era decir la India.

—Usted habrá viajado mucho —dijo Jeejee con envidia—. Me sospecho que conoce usted mi país mejor que yo.

—Pues prácticamente de punta a punta —dijo Mamá—. Siendo mi marido ingeniero de obras públicas, lógicamente teníamos que viajar. Yo solía acompañarle siempre. Si tenía que hacer un puente o una vía de ferrocarril en mitad de la jungla, me iba con él y acampábamos donde fuera.

—Debía ser muy divertido —dijo Leslie con entusiasmo—: una vida primitiva bajo la lona.

—Sí que lo era. A mí me encantaba la vida sencilla del campamento. Recuerdo que iban por delante los elefantes con los marquees[7], las alfombras y los muebles, y luego la servidumbre en carretas de bueyes con la ropa de casa y la plata…

—¿A eso lo llamas tú acampar? —la interrumpió Leslie incrédulo—. ¿Con marquees?

—Sólo teníamos tres —se defendió Mamá—. Una alcoba, el comedor y un saloncito. Y además venían ya con moqueta.

—Pues yo a eso no lo llamaría acampar —dijo Leslie.

—Yo sí. Era en mitad de la jungla —dijo Mamá—. Oíamos a los tigres y los criados vivían aterrorizados. Una vez mataron a una cobra debajo de la mesa del comedor.

—Y eso que Gerry no había nacido todavía —observó Margo.

—Debería usted escribir sus memorias, señora Durrell —dijo Jeejee muy serio.

—¡No, por Dios! Si yo no sé escribir —rió Mamá—. No sabría ni ponerles título.

—¿Qué tal estaría «Sólo catorce elefantes»? —sugirió Leslie.

—O «Por la selva en moqueta» —propuso Jeejee.

—Lo malo de los jóvenes es que nunca se toman nada en serio —dijo Mamá severamente.

—Yo sí —dijo Margo—. A mí me parece que Mamá tenía mucho valor para acampar con sólo tres marquees y cobras y todas esas cosas.

—¡Acampar! —relinchó Leslie sarcásticamente.

—Pues era acampar, hijo mío. Recuerdo que una vez se extravió uno de los elefantes y estuvimos tres días sin sábanas limpias. Tu padre lo llevó muy a mal.

—Nunca se me había ocurrido que una cosa del tamaño de un elefante se pudiera extraviar —dijo Jeejee sorprendido.

—Ya lo creo —dijo Leslie—, es muy fácil no saber dónde ha puesto uno los elefantes.

—Pues a ustedes no les habría hecho ninguna gracia verse sin sábanas limpias —dijo Mamá con dignidad.

—Desde luego —terció Margo—, y si a ellos no les gusta oír cosas sobre la India antigua, a mí sí.

—¡Pero si yo lo encuentro sumamente instructivo! —protestó Jeejee.

—Siempre te estás metiendo con Mamá —dijo Margo—. No veo razón para que te sientas tan superior sólo porque tu padre inventara el Agujero Negro o como se llamara.

Dice mucho en favor de Jeejee que de la risa que le dio casi se cayera debajo de la mesa, y su hilaridad hizo que todos los perros se pusieran a ladrar vociferantemente.

Pero probablemente lo que hacía más entrañable a Jeejee era el entusiasmo desmedido con que se aplicaba a lo que en ese momento le llamara la atención, aunque su incompetencia en ese terreno estuviera demostrada sin sombra de duda. Cuando Larry le conoció había decidido ser uno de los más grandes poetas de la India, y con la ayuda de un compatriota que sabía un poco de inglés («era mi cajista», explicaba) fundó una revista titulada Poetry for the People, o Potry for the Peeple, o Potery for the Peopeople, según que Jeejee supervisara o no la labor del cajista[8]. La revistilla se publicaba una vez al mes, con colaboraciones de todos los conocidos de Jeejee, y en ella se leían algunas cosas curiosas, según tuvimos ocasión de descubrir, porque el equipaje de Jeejee estaba lleno de ejemplares emborronados que él ofrecía a todo el que mostrara algún interés.

Hojeando aquellos números encontramos cosas tan interesantes como «The Potry of Stiffen Splendour — a creetical evaluation». Al parecer el cajista de Jeejee era partidario de escribir las palabras como sonaban, o mejor dicho como le sonaban a él en ese momento. Así, un largo y encomiástico artículo del propio Jeejee era «Tees Ellyot, Pot Supreme»; la novedosa ortografía del impresor, unida a las erratas que es natural encontrar en trabajos de esa índole, hacía de su lectura una ocupación placentera, aunque desconcertante. «Whye Notte a Black Pot Lorat?», por ejemplo, planteaba un interrogante poco menos que sin respuesta, evidentemente escrito en inglés de la época de Chaucer, en tanto que el artículo titulado «Roy Cambell, Ball Fighter and Pot» le hacía a uno preguntarse a dónde iría a parar la poesía. Pero Jeejee no se dejaba amilanar por las dificultades, ni siquiera porque su impresor no pronunciara la hache aspirada y por lo tanto no la empleara nunca. Su empeño más reciente era fundar una segunda revista (impresa en la misma imprenta artesanal por el mismo cajista temerario) dedicada a su recién ideado estudio de lo que él denominaba «Faqyo» y que en el primer número de Faqyo para todos aparecía descrito como «una amalgama del Oriente misterioso, que reúne lo mejor del yoga y del faquirismo, dando detalles y mostrando el método a seguir».

A Mamá le intrigó mucho el Faqyo hasta que Jeejee empezó a practicarlo. Ataviado con un taparrabos y cubierto de cenizas, se pasaba horas y horas meditando en el porche o deambulaba por la casa en trance bien simulado, dejando tras de sí una estela cenicienta. Ayunó religiosamente por espacio de cuatro días, y al quinto le dio a Mamá un susto mortal porque sufrió un desvanecimiento y se cayó por las escaleras.

—Oiga, Jeejee, esto no puede seguir así —le dijo Mamá enfadada—. No tiene usted sustancia para dedicarse a ayunar.

Y una vez que le tuvo metido en cama se puso a elaborar inmensos curries reconstituyentes, sin otro resultado que el de que Jeejee protestara de la falta de «pato de Bombay», aquel pescado seco que daba mayor animación y atractivo a cualquier curry.

—Pero es que aquí no se encuentra, Jeejee; ya lo he intentado —protestó Mamá.

Jeejee agitó las manos, que sobre el blanco de la sábana parecían pálidas polillas broncíneas, y afirmó tajante:

—El faqyo enseña que en la vida hay sustituto para todo.

Cuando se hubo repuesto hizo una visita al mercado de sardinas frescas. Cuando los demás volvimos de una agradable sesión matinal de compras, encontramos inhabitables la cocina y sus alrededores. Jeejee, blandiendo el cuchillo con que destripaba los peces antes de extenderlos en la parte de atrás para que se secaran al sol, batallaba con lo que parecía ser la población entera de moscas, moscones y avispas de las Islas Jónicas. Llevaba ya unas cinco picaduras, y lucía un ojo hinchado y semi-cerrado. El olor a sardinas en rápido proceso de descomposición era sofocante, y toda la mesa y suelo de la cocina aparecían cubiertos de un manto de plateada piel de sardina y pedacitos de entresijo. Hasta que Mamá le enseñó el artículo de la Enciclopedia Británica que hablaba del «pato de Bombay» no renunció él de mala gana a la idea de la sardina como sucedáneo. Dos días le costó a mi madre quitar el olor de la cocina a fuerza de cubos de agua caliente y desinfectante, y aun después seguimos recibiendo la visita esporádica de alguna avispa esperanzada que entraba dando tumbos por la ventana.

—A lo mejor le encuentro a usted un sustitutivo en Atenas o en Estambul —dijo Jeejee con ilusión—. Estaba pensando si la langosta cocida y reducida a polvo…

—Yo no le daría más vueltas, Jeejee —se apresuró a decir Mamá—. Ya hace bastante tiempo que hacemos el curry sin él y nunca nos ha hecho daño.

Jeejee se dirigía a Persia pasando por Turquía para visitar a un faquir indio que practicaba allí.

—De él aprenderé muchas cosas que añadir al faqyo —nos dijo—. Es un gran hombre. Sobre todo es un gran experto en contener la respiración y ponerse en trance. Una vez estuvo ciento veinte días enterrado.

—¡Qué extraordinario! —dijo Mamá, muy interesada.

—¿Enterrado vivo? —preguntó Margo—. ¿Ciento veinte días enterrado vivo? ¡Qué horrible! Parece una cosa antinatural.

—Pero es que está en trance, querida Margo: no siente nada —explicó Jeejee.

—Yo no estaría tan segura —dijo Mamá pensativa—. Por eso es por lo que yo quiero que me incineren, sabe usted; por si acaso caigo en trance y nadie se da cuenta.

—No seas ridícula, Mamá —dijo Leslie.

—No es ninguna ridiculez —replicó ella con firmeza—. Hoy en día la gente es muy descuidada.

—¿Y qué más hacen los faquires? —preguntó Margo—. ¿Ese faquir sabe hacer que crezca un mango de la semilla, así de repente? Yo lo vi hacer en Simla una vez.

—Eso es mera prestidigitación —dijo Jeejee—. Lo que hace Andrawathi es mucho más complejo. Por ejemplo, es una autoridad en levitación, y esa es una de las cosas que le quiero consultar.

—Pues yo creía que levitación era hacer juegos de manos con cartas —dijo Margo.

—No —dijo Leslie—, es como flotar, algo parecido a volar, ¿no, Jeejee?

—Sí. Es una facultad prodigiosa —asintió Jeejee—. Muchos santos de los primeros tiempos del cristianismo levitaban. Yo no he llegado a ese grado de pericia, y por eso quiero estudiar con Andrawathi.

—¡Qué bonito eso de poder flotar como un pájaro! —dijo Margo extasiada—. Sería muy divertido.

—Yo tengo entendido que es una experiencia verdaderamente tremenda —dijo Jeejee, brillantes los ojos—. Se siente como si se elevara uno hacia el cielo.

Al día siguiente, cuando ya era hora de almorzar, Margo irrumpió en el salón despavorida.

—¡Venid! ¡Venid! ¡Que Jeejee se quiere suicidar! —chilló.

Corrimos afuera, y allí, subido al alféizar de la ventana de su cuarto, encontramos a Jeejee, con un taparrabos por toda vestimenta.

—Ya le ha dado otra vez el trance —dijo Margo, como si se tratara de una enfermedad infecciosa.

Mamá se enderezó las gafas y miró a lo alto. Jeejee empezó a balancearse levemente.

—Sube y sujétale, Les. Date prisa. Yo le entretendré hablando —dijo Mamá, sin darse cuenta de que Jeejee estaba sumido en extático silencio.

Leslie salió corriendo y Mamá se aclaró la voz.

—Jeejee, querido —trinó—, no me parece muy acertado que esté usted ahí subido. ¿Por qué no baja y nos acompaña a almorzar?

Jeejee bajó, en efecto, pero no exactamente como pretendía Mamá. Con toda tranquilidad dio un paso adelante en el vacío, y, acompañado por los gritos de horror de Mamá y Margo, fue a estrellarse contra la parra que había a unos tres metros por debajo de la ventana, derramando un diluvio de uvas sobre el enlosado. Afortunadamente la parra era vieja y sarmentosa y aguantó el leve peso de Jeejee.

—¡Dios santo! ¿Dónde estoy? —gritó él.

—¡En la parra! —chilló Margo muy nerviosa—. Estabas levitando y te has caído.

—No se mueva hasta que traigamos la escalera —dijo Mamá con un hilo de voz.

Llevamos la escalera y desenzarzamos al maltrecho Jeejee de las profundidades de la parra: tenía diversas contusiones y arañazos, pero por lo demás estaba ileso. A base de coñac se serenaron los ánimos de todos, y al fin, aunque con mucho retraso, nos sentamos a comer. A media tarde Jeejee estaba ya convencido de haber conseguido levitar.

—Si no se me hubieran enganchado los pies en esa perniciosa parra, habría dado toda la vuelta a la casa —dijo, tendido en el sofá, envuelto en vendas pero contento—. ¡Qué triunfo!

—Sí, pero yo le agradecería que no lo practique mientras esté en mi casa —dijo Mamá—. Mis nervios no lo resistirían.

—Volveré de Persia para pasar mi cumpleaños con usted, mi querida señora Durrell —dijo Jeejee—, y entonces le daré cuenta de mis progresos.

—Está bien, pero que no sea una segunda parte de lo de hoy —dijo Mamá con severidad—. Podía haberse matado.

Dos días más tarde, aún recubierto de esparadrapos pero impávido. Jeejeebuoy partió camino de Persia.

—A ver si es verdad que vuelve para su cumpleaños —dijo Margo—. Si vuelve para entonces deberíamos dar una fiesta en su honor.

—Sí, estaría bien —dijo Mamá—. Es un chico encantador, aunque tan… imprevisible, tan… ¡temerario!

—Bueno, pues es el único invitado de todos los que hemos tenido de quien verdaderamente se podría decir que se quiso ir volando —dijo Leslie.