La primavera, en su sazón, llegaba como una fiebre; era como si la isla, tras revolverse y agitarse inquieta en el lecho cálido y húmedo del invierno, un buen día se despertara de golpe, súbitamente, pletórica de vida bajo un cielo azul de jacinto en el que se elevaba el sol, envuelto en brumas frágiles y de un amarillo delicado, cual capullo de seda recién concluido. Para mí la primavera era uno de los mejores tiempos del año, porque toda la fauna de la isla estaba entonces en ebullición, y el aire lleno de esperanza. Tal vez hoy atraparía el galápago más grande que nunca viera, o desvelaría el misterio de cómo una tortuga recién nacida, salida del huevo con más arrugas y abolladuras que una nuez, al cabo de una hora abultaba el doble y en consecuencia había alisado la mayor parte de sus frunces. La isla entera era un hervidero y un puro runrún. Yo me despertaba pronto, desayunaba apresuradamente a la sombra de los mandarinos ya olorosos con el calor del primer sol, cogía mis redes y cajas de recolección, llamaba con un silbido a Roger, Widdle y Puke y salía a explorar mi reino.
Allá en el monte, en las junglas en miniatura de brezo y retama, donde las peñas caldeadas por el sol aparecían tachonadas de extraños líquenes que semejaban sellos antiguos, salían las tortugas de su sueño invernal, apartando la tierra bajo la cual habían estado aletargadas y guiñando los ojos y tragando saliva mientras se arrastraban lentamente hacía el sol. Descansaban hasta que el sol las hubiera calentado, y luego iban con paso lento a buscar su primera colación de dientes de león o de tréboles, o quizá un grueso y blanco cuesco de lobo. Yo tenía los cerros de las tortugas bien organizados, lo mismo que otras partes de mi territorio. Cada tortuga poseía una serie de rasgos distintivos que me permitían seguirle la pista. Cada nido de tarabillas o de currucas capirotadas estaba cuidadosamente marcado para observar sus progresos, como lo estaban cada coriáceo montículo de huevos de mantis, cada tela de araña y cada piedra que sirviera de guarida a un animal querido.
Pero era la poderosa aparición de las tortugas lo que realmente me señalaba el comienzo de la primavera, pues hasta que no acababa de verdad el invierno no salían por el mundo en busca de pareja, torpes y bien acorazadas como caballero andante en busca de dama que socorrer. Una vez que habían saciado el hambre se mostraban más vivaces, si es que se puede aplicar tal calificativo a una tortuga. Los machos caminaban de puntillas, con el cuello estirado al máximo, y de tanto en tanto se detenían para soltar un gañido asombroso, sonoro e imperativo. Nunca oí que una hembra respondiera a aquel resonante grito, que más parecía propio de un perro pequinés, pero de alguna forma el macho la localizaba, y acto seguido, aún gañendo, le presentaba batalla, estrellando su concha contra la de ella, empeñado en someterla por las malas, mientras ella, tan fresca, intentaba seguir comiendo entre zurra y zurra. Resonaban, pues, los cerros con los gañidos y los prolongados trastazos de las tortugas apareándose, el continuo tac-tac de las tarabillas como el ruido de una cantera diminuta en explotación, las llamadas de los pinzones de rosado buche, que sonaban lo mismo que rítmicas gotitas de agua cayendo en una charca, y el alegre y sibilante canto de los jilgueros que brincaban por entre la amarilla retama como payasos multicolores.
Al pie de los cerros de las tortugas, más abajo de los olivares añosos cuajados de anémonas de color rojo vino, asfódelos y aclamen rosado, donde las urracas hacían sus nidos y los arrendajos te sobresaltaban con su repentino grito bronco y desesperado, yacían las antiguas salinas venecianas, extendidas como un tablero de ajedrez. Cada cuadro, que a veces no rebasaba las dimensiones de una habitación pequeña, estaba ceñido por canales anchos de agua salobre, cenagosos y poco profundos. Su interior era una pequeña jungla de viñas, maíz, higueras, tomates de olor agrio como a chinche, sandías que parecían enormes huevos verdes de algún ave mítica, cerezos, ciruelos, albaricoqueros y nísperos, fresones y boniatos: la despensa de la isla. Hacia el mar cada canal salobre estaba orillado de cañaverales y juncales aguzados como un ejército de picas: pero hacia tierra, donde los canales se alimentaban de los arroyuelos de los olivares y el agua era dulce, crecía una vegetación espesa y las plácidas acequias se engalanaban de nenúfares y se orlaban de doradas flores de hierba centella.
Era ahí donde en primavera las dos especies de galápago —una negra con pintas doradas y otra delicadamente rayada en gris— silbaban con aguda voz, casi de pájaro, persiguiendo a sus compañeras. Las ranas, verdes y pardas con manchas de leopardo en los muslos, parecían recién barnizadas; se abrazaban con fervor apasionado y exoftálmico o croaban a coro interminablemente y dejaban en el agua grandes cúmulos de freza gris. Allí donde umbrosos cañaverales, higueras y otros árboles frutales ceñían las acequias, las minúsculas ranitas de San Antón, de piel verde brillante, suave como gamuza húmeda, hinchaban sus amarillos saquitos fonadores hasta hacerlos como nueces y cantaban con monótona voz de tenor. En el agua, donde las trenzas de algas se mecían y ondulaban levemente con las pequeñas corrientes, la freza de las ranitas de San Antón quedaba formando amasijos amarillentos del tamaño de una ciruelita.
A un lado de las salinas se extendía una pradera que con las lluvias primaverales se inundaba y pasaba a ser una dilatada laguna de medio palmo de fondo, bordeada de hierbas. En aquel agua templada se congregaban los tritones, de color avellana con el vientre amarillo. El macho tomaba posición frente a la hembra, con la cola curvada hacia delante, y a renglón seguido, con gesto de concentración casi cómica, meneaba la cola ferozmente, eyaculando esperma y lanzándola hacia la hembra. Ella, a su vez, depositaba sobre una hoja los huevos fecundados, que eran blancos y casi como el agua de transparentes, con la yema negra y brillante como una hormiga; y luego doblaba la hoja con las patas de atrás y la pegaba de modo que el huevo quedara empaquetado.
En primavera aparecían unos rebaños de extrañas vacas que iban a pastar en aquella laguna. Eran unos animales enormes de color chocolate, con descomunal cornamenta vuelta hacia atrás y blanca como el champiñón: se parecían a los ankole del centro de África, pero debían proceder de tierras más próximas, tal vez de Persia o de Egipto. Los pastoreaban unas curiosas gentes bravías y agitanadas, que llegaban a bordo de carretones tirados por caballos y acampaban al borde de la zona de pasto: los hombres de fiera catadura, oscuros como cuervos, y las hermosas mujeres y niñas de aterciopelados ojos negros y cabellos como la piel del topo, se sentaban a chismorrear o a tejer cestos alrededor de la hoguera, hablando una lengua que yo no comprendía, mientras los rapaces harapientos, flacos y morenos, vocingleros como arrendajos y desconfiados como chacales, cuidaban del ganado. Al empujarse unas a otras aquellas grandes bestias, ansiosas por comer, sus cuernos se entrechocaban y repicaban. Tras ellas, el dulce olor bovino de su pardo pelaje quedaba flotando en el aire cálido como aroma de flores. Un día veías los pastos vacíos, y al día siguiente encontrabas el desordenado campamento como si llevara allí toda la vida, preso en una perpetua telaraña de humo de sus rosadas y brillantes hogueras, y los rebaños caminando lentamente por el agua somera, asustando a los tritones con el chapoteo de sus pezuñas y el avance de sus hocicos desgarrando la hierba, y poniendo a las ranas y galápagos pequeños en fuga despavorida ante aquella invasión de mamuts.
Yo codiciaba aquellas enormes vacas pardas, pero sabía que por nada del mundo me permitiría mi familia tener una cosa tan grande y de tan fiero aspecto, por más que me cansara de repetir que eran tan mansas que se dejaban pastorear por mocosos de seis o siete años. Lo poco que pude conseguir de uno de aquellos animales fue más que suficiente para mi familia. Había yo estado en los campos después de que los gitanos mataran a un toro: tenían extendido el pellejo aún sanguinolento y un grupo de muchachas estaba raspándolo con cuchillos y frotándolo con cenizas de leña. A poca distancia yacía en montón el sangriento esqueleto desmembrado, ya reluciente y lleno de moscas, y a su lado la voluminosa cabeza, con las desflecadas orejas echadas para atrás, los ojos entornados como meditando y un hilillo de sangre que manaba de uno de los ollares. Los majestuosos cuernos blancos medirían cerca de un metro y una cuarta y eran del grueso de uno de mis muslos, y yo me quedé contemplándolos con anhelo, codicioso como un cazador de los primeros tiempos.
Sería poco provechoso, pensé, comprar la cabeza entera: aunque yo estaba convencido de mi maestría en el arte de la taxidermia, la familia no compartía esa opinión. Además, hacía poco habíamos tenido ciertas diferencias a propósito de una tortuga muerta que yo imprudentemente había disecado en el porche, por lo cual todos se inclinaban a mirar con malos ojos mi interés por la anatomía. Realmente era una lástima, porque aquella cabeza de toro, bien montada, habría quedado soberbia sobre la puerta de mi cuarto y habría sido la pieza fuerte de mi colección, aventajando incluso a mi pez volador disecado y mi esqueleto de cabra casi completo. Pero sabiendo cómo podía ser de implacable mi familia, decidí contra mi voluntad que habría que conformarse con los cuernos. Tras una animada sesión de regateo —para eso sí sabían bastante griego los gitanos—, compré los cuernos por diez dracmas y la camisa. La desaparición de la camisa se la expliqué a Mamá diciendo que me la había desgarrado de tal manera al caerme de un árbol que no mereció la pena recoger los restos. Luego, rebosante de gozo, subí a mi cuarto los inmensos cuernos y dediqué la mañana a sacarles brillo, para después clavarlos a una placa de madera y colgarlo todo de un gancho con mucho cuidado, encima de la puerta.
Retrocedí unos pasos para saborear el efecto, y en ese momento oí la voz enojada de Leslie.
—¡Gerry! ¡Gerry! ¿Dónde estás?
Entonces recordé que había tomado prestada una lata de aceite de armas de su cuarto para abrillantar los cuernos, con la intención de devolverla a su sitio sin que él la echara en falta. Pero antes de que yo pudiera hacer nada se abrió la puerta de golpe y apareció mi hermano con aire belicoso.
—¿Gerry, coño, me has cogido la lata de aceite? —preguntó.
La puerta, con el impulso de su entrada, rebotó y se cerró de golpe. Mi magnífica cornamenta saltó de la pared como propulsada por el espíritu del toro que fuera su propietario, y aterrizó sobre la cabeza de Leslie, abatiéndole cual res en el matadero.
Mi primer temor fue que se hubieran roto mis hermosos cuernos; el segundo, que hubieran matado a mi hermano. Ambos resultaron infundados. Los cuernos estaban intactos y mi hermano, con los ojos aún vidriosos, se sentó a duras penas y clavó en mí una mirada fija.
—¡Dios! ¡Mi cabeza! —gimió, asiéndose las sienes y meciéndose de lado a lado—. ¡Me cago en diez!
Más por diluir sus iras que por otra cosa, fui en busca de Mamá. La encontré en su habitación cavilando junto a la cama, que estaba cubierta de lo que parecía ser una biblioteca completa de modelos de punto. Expliqué que accidentalmente, por así decirlo, Leslie había resultado corneado por mi cornamenta. Como siempre. Mamá se puso en lo peor y dedujo que yo tenía escondido en mi cuarto a un toro que le había sacado las tripas a mi hermano. Encontrarle sentado en el suelo y aparentemente entero fue para ella un alivio grande, aunque no exento de enojo.
—Pero Leslie, hijo mío, ¿qué has hecho? —preguntó.
Leslie alzó los ojos para mirarla; su rostro iba tomando lentamente el color de una ciruela bien madura, y le costó cierto trabajo hacer salir la voz del cuerpo.
—¡Ese condenado niño! —dijo por fin, con una especie de rugido ahogado—. ¡Ha querido saltarme la tapa de los sesos… me ha descalabrado con esos dos cuernos de ciervo descomunales, joder!
—Esa lengua, querido —dijo Mamá mecánicamente—. Seguro que ha sido sin querer.
Yo dije que por supuesto que había sido sin querer, pero en honor a la verdad debía señalar que no eran astas de ciervo, que tenían distinta forma, sino cuernos de una clase de toro que todavía no había podido identificar.
—¡Me da igual qué cono de clase sea! —rugió Leslie—. ¡Como si es un jodido cuerno de brontosaurio de la mierda!
—Leslie, por favor —dijo Mamá—, no hay ninguna necesidad de decir tantas palabrotas.
—¡Claro que la hay! —vociferó Les—. ¡Y tú también las dirías si te hubieran machacado la cabeza con una especie de costillar de ballena!
Empecé a explicar que, la verdad, no había el menor pareado entre un costillar de ballena y mi cornamenta, pero una mirarla terrible de Leslie hizo que la lección de anatomía se me quedara agarrotada en la garganta.
—Bueno, hijo, pero no los puedes tener encima de la puerta —dijo Mamá—, es un sitio muy peligroso. Podías haberle hecho daño a Larry.
La sangre se me heló en las venas ante la visión de Larry derribado por mis cuernos de toro.
—Tendrás que colgarlos en otro sitio —siguió diciendo Mamá.
—¡No! —dijo Leslie—. Si conserva esos cuernos de la mierda, no será para tenerlos colgados. Que los meta en un armario o donde sea.
De mala gana acepté esa restricción, y así mis astas vinieron a reposar en el antepecho de la ventana, donde no harían otro daño que caérsele periódicamente sobre un pie a Lugaretzia, la criada, cuando por las tardes venía a entornar los postigos: pero como Lugaretzia era una hipocondríaca profesional de no escaso talento, se beneficiaba de las contusiones resultantes. Pero aquel incidente envenenó mi relación con Leslie durante algún tiempo, lo cual fue causa directa de que sin proponérmelo suscitara las iras de Larry.
A comienzos de la primavera había oído tronar y reverberar desde los juncales que bordeaban las salinas, el extraño bramido del avetoro. Me emocioné muchísimo porque jamás había visto una de esas aves y tenía la esperanza de que anidaran, pero la extensión de los juncales hacía difícil localizar exactamente su zona de operaciones. Aun así, a fuerza de pasarme horas y horas encaramado a lo alto de un olivo sobre un cerro desde donde se dominaban los juncales, conseguí estrechar el sector de observación a cosa de una hectárea. Pronto los avetoros dejaron de llamarse, y deduje que con seguridad estaban anidando. Una mañana me puse en camino muy temprano, dejando en casa a los perros. En seguida llegué a las salinas y me interné entre los juncos, brujuleando de acá para allá como un sabueso sobre el rastro, sin dejarme distraer del objetivo por la súbita ondulación de una culebra de agua, el zambullido de una rana ni la danza fascinante de una mariposa recién nacida. Al poco rato me vi en lo más espeso de los frescos y susurrantes juncos, y entonces me di cuenta con consternación de que la zona era tan extensa y los juncos tan altos que estaba absolutamente perdido. Por todos lados me rodeaba una empalizada de juncos; sus hojas formaban sobre mí un centelleante dosel verde, a través del cual se veía el vivido azul del cielo. No me preocupaba perderme, porque sabía que caminando todo derecho en cualquier dirección acabaría saliendo al mar o a la carretera; lo que me preocupaba era no tener la seguridad de efectuar la búsqueda en el sector debido. Vi que tenía unas almendras en el bolsillo y me senté a comerlas mientras estudiaba el problema.
Acababa de comerme la última y decidir que lo mejor sería volver a los olivos y recuperar la orientación cuando descubrí que sin saberlo llevaba cinco minutos sentado a un par de metros de un avetoro. Allí lo tenía, tieso como un centinela, con el cuello estirado en vertical, el largo pico pardo-verdoso apuntando al cielo, y desde un lado y otro de su estrecho cráneo me miraban sus ojos oscuros y saltones con fiera vigilancia. El cuerpo, de color café con leche manchado de marrón oscuro, se fundía perfectamente con los juncos soleados y entreverados de sombra, y, para acrecentar la ilusión de que formaba parte del fondo en movimiento, el animal se mecía de un lado a otro. Yo le contemplaba hechizado, sin atreverme casi a respirar. Pero en esas hubo una repentina conmoción entre los juncos, y de pronto el avetoro dejó de parecer uno más y alzó el vuelo pesadamente en el mismo momento en que Roger hacía una aparición estrepitosa, con la lengua fuera y la mirada rebosante de cordialidad.
Al pronto no supe si echarle una bronca por espantarme al avetoro o felicitarle por la innegable hazaña de haberme seguido la pista por una ruta difícil de más de dos kilómetros. Pero se le veía tan orgulloso de su proeza que no tuve valor para reñirle, y como todavía tenía en el bolsillo dos almendras en las que no había reparado, se las di a modo de recompensa. Luego nos pusimos a buscar el nido de los avetoros. No tardamos en dar con él: era un pulcro almohadón de juncos, con el primer huevo verdoso en el hueco. Contentísimo, resolví tenerlo estrechamente vigilado para seguir los progresos de las crías, y después, doblando con cuidado los juncos para marcar el camino, seguí al muñón de rabo de Roger. Evidentemente su sentido de la orientación era mucho mejor que el mío, pues en menos de cien metros habíamos salido a la carretera y Roger se sacudía el agua de las lanas y se revolcaba en el fino y blanco polvo seco del camino.
Dejamos atrás la carretera, y según subíamos la ladera del monte, por los olivares chispeantes de sol y sombra, salpicados de mil flores silvestres, yo me detuve a coger unas anémonas para Mamá. Mientras recogía las flores de color vino medité sobre el asunto de los avetoros. Una vez que la madre hubiera criado a su prole hasta que ésta echara todas sus plumas, sería muy agradable secuestrar a dos de los pequeños e incorporarlos a mi nada despreciable zoológico. Lo malo era que la cuenta de pescadería por mis presentes asilados —una gaviota de cabeza negra, veinticuatro galápagos y ocho culebras da agua— era ya muy respetable, y lo mejor que se podía esperar era que Mamá viera con escaso entusiasmo la adición de dos avetoros jóvenes y hambrientos. Reflexionando sobre la cuestión, tardé algún tiempo en darme cuenta de que alguien estaba arrancando llamadas apremiantes de una flauta.
Me volví a mirar hacia la carretera, y allá abajo vi al Hombre de las Cetonias. Era un extraño buhonero con quien me tropezaba a menudo en mis correrías por los olivares. Espigado, de astuto semblante y mudo, lucía el atuendo más estrafalario: un enorme sombrero fofo que llevaba prendidos muchos hilos con centelleantes cetonias verdi-doradas atadas en los extremos, y la ropa remendada con parches de tela de muchos colorines, de modo que parecía ir envuelto en un centón. Una gran corbata de color azul intenso completaba el conjunto. A la espalda llevaba bolsas y cajas y jaulas llenas de palomas, y de los bolsillos era capaz de sacarse cualquier cosa, desde flautas de madera, figuritas talladas de animales o peines hasta pedacitos del sagrado manto de San Spiridion.
Uno de sus mayores encantos desde mi punto de vista era que, por ser mudo, tenía que echar mano de un notable talento para la mímica. Usaba la flauta en vez de la lengua. Cuando vio que yo le prestaba atención, se apartó la flauta de la boca y me llamó por señas. Yo bajé la ladera corriendo, pues sabía que a veces el Hombre de las Cetonias tenía cosas de gran interés. Era a él, por ejemplo, a quien debía la concha de almeja más grande de mi colección, y además con los dos diminutos pinnotéridos parásitos todavía dentro.
Me detuve junto a él y le di los buenos días. Sonrió dejando ver sus dientes descoloridos, y alzando el foto sombrero saludó con una reverencia exagerada que puso a todas las cetonias a zumbar soñolientas en las puntas de sus hilos, como un rebaño de esmeraldas cautivas. Tras interesarse por mi salud una mirada grave e interrogante con los ojos muy abiertos, inclinándose y fijándose en mi rostro me indicó que él estaba bien tocando en la flauta una melodía rápida, alegre y retozona, y luego aspirando y espirando a pleno pulmón el cálido aire primaveral, con los ojos cerrados como en éxtasis. Cumplidas así las formalidades, pasamos a los negocios.
¿Qué quería de mí?, pregunté. El se llevó la flauta a los labios, emitió un lamentoso y estremecido ululato, prolongado y lastimero, y luego apartando el instrumento abrió mucho los ojos y silbó entre los dientes, chascándolos de tanto en tanto y balanceándose. Como imitación de un búho enfurecido, su actuación era tan perfecta que casi esperaba yo que de un momento a otro el Hombre de las Cetonias echara a volar. El corazón me latió con fuerza, porque hacía mucho tiempo que quería encontrarle compañera a mi autillo Ulises, que se pasaba los días posado como un tótem de madera de olivo sobre la ventana de mi cuarto y las noches diezmando la población ratonil de los alrededores de la villa. Pero cuando interrogué al Hombre de las Cetonias él acogió con risa desdeñosa la idea de algo tan vulgar como un autillo. De los muchos fardos con que iba cargado separó un talego, lo abrió y cuidadosamente vació su contenido a mis pies.
Decir que me quedé sin habla es decir poco, pues lo que cayó rodando sobre el polvo blanco del camino fueron tres enormes crías de búho, que quedaron allí silbando y balanceándose y chascando el pico como si estuvieran haciendo una parodia del Hombre de las Cetonias, enormes sus ojos de color mandarina y oro, que expresaban una mezcla de rabia y temor. Eran búhos reales, de extremada rareza, y como tales un botín que ni el más codicioso habría soñado. Al instante supe que tenían que ser míos. Daba igual que la adquisición de los tres gruesos y voraces búhos disparase la cuenta del carnicero del mismo modo que la entrada de los avetoros en mi colección habría disparado la cuenta del pescadero. Los avetoros eran algo futuro, que podía o no materializarse, pero aquellos búhos, grandes bolas de nieve blanco-grisáceas que chascaban el pico y bailaban la rumba en el polvo, eran una realidad palpable.
Me senté en cuclillas a su lado y los acaricié hasta transportarlos a un estado de semisomnolencia mientras regateaba con el Hombre de las Cetonias. Era buen regateador, lo cual hacía el asunto mucho más interesante, pero además regatear con él era muy apacible, porque se hacía en completo silencio. Nos sentamos uno frente al otro como dos grandes entendidos en arte discutiendo en Agnew[3] por, pongamos, un trío de Rembrandts. Una elevación de la barbilla, la más mínima inclinación o ligera sacudida de la cabeza eran suficientes, y había largas pausas durante las cuales el Hombre de las Cetonias intentaban debilitar mi firmeza con ayuda de la música y de un mazapán incomestible que llevaba en el bolsillo. Pero en aquel mercado mandaba el comprador, y él lo sabía: ¿quién más habría tan loco, a todo lo largo y ancho de la isla, como para comprar no una, sino tres crías de búho real? Al fin llegamos a un acuerdo.
Como yo me encontraba temporalmente escaso de fondos, le expliqué al Hombre de las Cetonias que tendría que esperar para cobrar hasta primeros del mes siguiente, cuando yo recibiera mi asignación. A menudo se había visto él en las mismas, por lo cual supo hacerse cargo. Yo le dejaría el dinero a nuestro común amigo Yani en el café del cruce, donde el Hombre de las Cetonias podría recogerlo en cualquiera de sus peregrinajes por la comarca. Despachado ya el lado mercantil y sórdido de la transacción, compartimos un caneco de gaseosa que él extrajo de su espaciosa mochila. Luego yo metí cuidadosamente mis preciosos búhos en el talego y reemprendí la vuelta a casa, y el Hombre de las Cetonias se quedó tocando la flauta en la cuneta, entre sus mercancías y las flores de primavera.
Camino de la villa, los ávidos gritos de los búhos me hicieron caer en las implicaciones culinarias de mi reciente adquisición. Era evidente que el Hombre de las Cetonias no les había dado de comer. Yo no sabía cuánto tiempo los había tenido, pero a juzgar por el ruido que hacían debían estar muertos de hambre. Era una pena, pensé, que mis relaciones con Leslie fueran todavía un poco tensas, pues en otra situación le habría podido convencer de que matara unos gorriones o quizá un par de ratas para mis nuevos bebés. Estando las cosas como estaban, habría que fiarlo todo al infalible buen corazón de mi madre.
La encontré enclaustrada en la cocina, revolviendo frenéticamente un enorme caldero muy aromático y burbujeante; con el ceño fruncido y los cristales de las gafas empañados, leía la receta del libro de cocina que sostenía en la otra mano, moviendo los labios en silencio. Yo saqué los búhos con aire de quien concede una merced de valor inestimable. Mi madre se ajustó las gafas y miró de soslayo a aquellos tres ovillos de plumón que silbaban y se mecían.
—Muy bonitos, hijo, muy bonitos —dijo con voz distraída—. Ponlos en algún sitio donde estén bien guardados, ¿eh?
Dije que los encerraría en mi cuarto y que nadie sabría que los tenía.
—Muy bien —dijo Mamá, mirándolos con cierto nerviosismo—. Ya sabes lo que opina Larry de que traigas más animales.
Claro que lo sabía, y pretendía ocultarle la llegada de aquéllos a toda costa. Sólo había un pequeño problema, expliqué, y era que los búhos estaban hambrientos: o mejor dicho, que estaban muertos de hambre.
—Pobres criaturitas —dijo Mamá, suscitada inmediatamente su compasión—. Dales un poco de pan con leche.
Expliqué que los búhos comían carne y que a mí ya no me quedaba. ¿No tendría ella algún recorte que me pudiera prestar para que no se me murieran?
—El caso es que no andamos muy sobrados de carne —repuso—. Hay chuletas para la comida. Mira a ver qué encuentras en la nevera.
Fui a la enorme nevera de la despensa que guardaba nuestras provisiones perecederas y me asomé a su interior brumoso y gélido. Todo cuanto pude exhumar fueron las diez chuletas de nuestro almuerzo, y ni siquiera con eso habría bastado para tres voraces búhos reales. Con esa noticia volví a la cocina.
—Vaya por Dios —dijo Mamá—. ¿Y tú estás seguro de que no comen pan con leche?
Yo me mostré inflexible. Los búhos sólo comían carne.
En ese momento uno de los pollos se balanceó tan violentamente que se cayó de costado, y yo me apresuré a señalar a mi madre que eso era indicio de lo debilitados que estaban.
—Bueno, pues habrá que darles las chuletas —dijo ella muy apurada—. Nosotros tendremos que comer curry de verduras.
Triunfante, me llevé búhos y chuletas a mi cuarto y atiborré de carne a los hambrientos bebés.
A consecuencia de la llegada de los búhos nos sentamos a la mesa un poco tarde.
—Siento no haber tenido la comida antes —dijo Mamá, destapando una sopera de donde salió una nube de vapor con olor a curry—, pero no sé por qué no se cocían las patatas.
—Yo creí que había chuletas —se quejó Larry con voz de reproche—. He estado toda la mañana con las papilas gustativas preparadas para las chuletas. ¿Qué ha pasado con ellas?
—Ha sido por los búhos, querido —dijo Mamá excusándose—. ¡Tienen tanto apetito!
Larry se quedó petrificado con una cucharada de curry a medio camino hacia la boca.
—¿Búhos? —dijo, mirando a Mamá fijamente—. ¿Búhos? ¿Qué dices de búhos? ¿Qué búhos?
—¡Ah! —dijo Mamá muy colorada, dándose cuenta de que había cometido un error táctico—. Pues unos búhos…, esa clase de aves…, no tiene importancia.
—¿Es que estamos sufriendo una plaga de búhos? —preguntó Larry—. ¿Asaltan la despensa y salen volando con manojos de chuletas entre las garras?
—No, hijo, no, no son más que unas crías. Cómo iban a hacer eso. Tienen unos ojos preciosos, pero es que estaban muertas de hambre las pobres criaturitas.
—Seguro que son un nuevo invento de Gerry —dijo Leslie agriamente—. He oído que estaba acunando no sé qué antes de comer.
—Pues que los suelte —ladró Larry.
Dije que no podía hacerlo porque eran unas crías.
—Son crías, hijo —dijo Mamá apaciguadora—. No tienen la culpa.
—¿Cómo que no tienen la culpa? —dijo Larry—. Unos asquerosos bichos, forrados hasta las orejas de mis chuletas…
—Nuestras chuletas —le interrumpió Margo—. No sé por qué tienes que ser tan egoísta.
—Esto se tiene que acabar —prosiguió Larry, sin prestar oídos a Margo—. Le tenéis a este niño demasiado consentido.
—Las chuletas eran tan nuestras como tuyas —dijo Margo.
—No exageres, hijo —dijo Mamá—. Al fin y al cabo son sólo unas crías de búho.
—¡Sólo! —repitió Larry sarcásticamente—. Ya tiene un búho, y bastante tenemos que padecer con él.
—Ulises es un animalito muy simpático y no da ninguna guerra —adujo Mamá, ya a la defensiva.
—Simpático lo será para ti —dijo Larry—, porque no te ha regado la cama de vomitados de todos los trozos de comida que ya no le interesaban.
—Eso fue hace mucho tiempo, hijo, y no lo ha vuelto a hacer.
—Y además, ¿eso qué tiene que ver con nuestras chuletas? —preguntó Margo.
—Es que no son sólo los búhos —dijo Larry—, aunque, como esto siga así, vive Dios que vamos a acabar como Atenea. Parece que no ejerces ningún control sobre él. Acuérdate de toda la historia de la tortuga de la semana pasada.
—Aquello fue un error, querido. El niño no lo hizo con mala intención.
—¡Un error! —exclamó Larry mordaz—. ¡Destripar un bicho sanguinolento por todo el porche! Mi habitación olía como el interior de la bota del capitán Ahab. Me ha costado una semana y el gasto de unos dos mil litros de agua de colonia dejarla lo bastante saneada para poder entrar sin desmayarme.
—¡Nosotros tuvimos que olerlo lo mismo que tú! —dijo Margo indignada—. Cualquiera diría que fuiste tú el único que lo olió.
—¡Exactamente! —exclamó Leslie—. Peor olía mi cuarto. Yo he tenido que salir a dormir a la terraza de atrás. No sé por qué te crees el único que tiene que sufrir las cosas.
—No es eso —dijo Larry cáusticamente—. Es que no me interesan los sufrimientos de los seres inferiores.
—Lo que pasa es que eres un egoísta —dijo Margo, aferrada a su primer diagnóstico.
—¡Está bien! —ladró Larry—. Pues no me hagáis caso. Ya lo lamentaréis en seguida, cuando tengáis las camas con una cuarta de vomitado de búho por encima. Yo me iré a un hotel.
—Me parece que ya hemos hablado bastante de los búhos —dijo Mamá con firmeza—. ¿Quién va a estar aquí a la hora del té?
Resultó que todos íbamos a estar a la hora del té.
—Voy a hacer unas mantecadas —dijo Mamá, y por toda la mesa corrieron suspiros de satisfacción, porque las mantecadas de mi madre, vestidas con mantos de mermelada de fresa hecha en casa, mantequilla y crema, eran una golosina que nos encantaba a todos—. Viene la señora Vadrudakis, así que espero que sepáis comportaros como es debido.
Larry gimió.
—¿Quién demonios es la señora Vadrudakis? —preguntó—. Alguna vieja pesada, supongo.
—No empieces —dijo Mamá severamente—. Parece una señora muy agradable. Me ha escrito una carta de lo más atento. Quiere pedirme consejo.
—¿Sobre qué? —quiso saber Larry.
—Al parecer está muy disgustada por cómo tienen a sus animales los campesinos. Ya sabéis cómo están los perros y los gatos, y esos pobres burros que se ven llenos de llagas. Pues esta señora quiere organizar aquí en Corfú una asociación para la prevención de malos tratos a los animales, en fin, una especie de Sociedad Protectora. Y quiere que la ayudemos.
—No seré yo —dijo Larry tajantemente—. No pienso ayudar a ninguna sociedad para la prevención de malos tratos a los animales. Yo ayudaría a fomentar los malos tratos.
—Larry, haz el favor de no hablar así —dijo Mamá con severidad—. Sabes que no lo dices en serio.
—Claro que lo digo en serio —dijo Larry—, y si esa tal Vadrudakis pasara una semana en esta casa, acabaría siendo de la misma opinión. Iría por ahí estrangulando búhos con sus propias manos, sólo para sobrevivir.
—Bueno, pues yo quiero que todos la tratéis amablemente —dijo Mamá con firmeza, y añadió—, y tú no menciones a los búhos, Larry. Podría pensar que somos un poco raros.
—¡Es que lo somos! —concluyó Larry con sentimiento.
Después de comer descubrí que Larry, como tan a menudo le sucedía, se había puesto en contra a las dos personas que podrían haber sido sus aliados en la campaña anti-búho. Margo y Leslie. Margo se entusiasmó cuando vio a los pollos. Acababa de estrenarse en el arte de hacer punto de media, y en un exceso de generosidad se ofreció a tejer lo que yo quisiera para las aves. Yo acaricié la idea de vestirlos a los tres con jerseys iguales de rayas, pero lo descarté por poco práctico y contra mi voluntad hube de rechazar la amable sugerencia.
La oferta de colaboración de Leslie fue más práctica: se brindó a cazar los gorriones que me hicieran falta. Yo le pregunté si podría hacerlo todos los días.
—Hombre, todos los días no —repuso—. Puede ocurrir que no esté en casa, que me haya ido al pueblo o qué sé yo. Pero siempre que pueda, sí.
Yo sugerí que podía matarlos al por mayor, procurándome un suministro de gorriones para toda la semana, por ejemplo.
—Es buena idea —asintió él calurosamente—. Haz la cuenta de cuántos necesitas para la semana y yo te los traigo.
Laboriosamente, porque la aritmética no era mi fuerte, calculé cuántos gorriones (suplementados con carne) me harían falta para una semana, y fui con el resultado a Leslie, que estaba en su cuarto limpiando lo último que había adquirido para su colección, una magnífica pieza turca antigua de carga por la boca.
—Sí…, vale —dijo, mirando mis números—. Te los traeré. Usaré la carabina de aire comprimido, porque si saco la escopeta el puñetero de Larry se quejará del ruido.
Así que, armados de la carabina y una bolsa grande de papel, salimos a la parte de atrás de la villa. Leslie cargó el arma, se apoyó en el tronco de un olivo y se puso a disparar. Era tan sencillo como disparar a una diana, porque aquel año teníamos una invasión de gorriones y el tejado de la villa estaba lleno. Según eran alcanzados por la excelente puntería de Leslie rodaban del tejado al suelo, y allí yo los recogía y los echaba a la bolsa.
Al cabo de unos cuantos disparos, los gorriones empezaron a inquietarse y se replegaron a mayor altura, hasta que llegó un momento en que estaban todos posados en el caballete del tejado. Leslie podía seguir disparando, pero desde allí se precipitaban al otro lado del tejado y caían rodando al porche de delante de la casa.
—Espera a que tumbe unos pocos más y luego vas a recogerlos —me dijo mi hermano, y yo esperé obedientemente.
Siguió disparando un rato, fallando rara vez, de modo que cada débil «tunk» de la carabina coincidía con el desplome y desaparición de un gorrión del tejado.
—Maldita sea, he perdido la cuenta —dijo de pronto—. ¿Cuántos van?
Dije que yo tampoco llevaba la cuenta.
—Pues vete a recoger los del porche y quédate ahí. Voy a tumbar otros seis. Con eso ya habrá bastantes.
Abrazado a la bolsa de papel di la vuelta a la casa, y cuál no sería mi consternación al ver que la señora Vadrudakis, de cuya existencia nos habíamos olvidado, había llegado ya a tomar el té. Mamá y ella estaban sentadas un poco envaradas en el porche, agarrada cada una a su taza de té y rodeadas de los cadáveres ensangrentados de numerosos gorriones.
—Pues sí, sí —estaba diciendo Mamá, obviamente alimentando la esperanza de que la señora Vadrudakis no se hubiera percatado de la lluvia de pájaros muertos—, aquí somos todos muy amantes de los animales.
—Eso me han dicho —decía la señora Vadrudakis, con sonrisa bondadosa—. Tengo entendido que son ustedes tan amantes de los animales como yo.
—Ya lo creo —dijo Mamá—. Tenemos muchos. Verdaderamente es pasión por los animales lo que hay en esta casa, ¿sabe usted?
Dirigió una sonrisa nerviosa a la señora Vadrudakis, y en aquel instante cayó un gorrión muerto en la mermelada de fresa.
Era imposible taparlo e igualmente imposible no darse por enterado de su presencia. Mamá se lo quedó mirando como hipnotizada; por fin se humedeció los labios y sonrió a la señora Vadrudakis, que se había quedado con la taza en el aire y una expresión de horror en el semblante.
—Un gorrión —señaló Mamá débilmente—. Eh…, esto…, parece que están muriendo muchos este año.
En ese momento salía de la casa Leslie con la carabina en la mano.
—¿Hemos tumbado bastantes? —preguntó.
Los diez minutos siguientes fueron de gran emoción. La señora Vadrudakis dijo que jamás en su vida había sufrido mayor vejación, y que todos éramos demonios disfrazados de personas. Mamá no hacía más que decir que ella le aseguraba que Leslie no había querido ofenderla, y que de todos modos era seguro que los gorriones no habían sufrido. Leslie, a voces y en pie de guerra, repetía una y otra vez que aquello eran ganas de armar escándalo por una tontería, y que además los búhos comían gorriones, y ¿quería la señora Vadrudakis que los búhos se murieran de hambre, eh? Pero la señora Vadrudakis se negó a aceptar explicaciones; envolvió en su capa su figura trágica y ultrajada, se abrió camino con paso estremecido entre los cadáveres de gorrión, subió a su coche y se alejó a buen trote por los olivares.
—Hijos, no deberíais hacer esas cosas —dijo Mamá, sirviéndose una taza de té con tembloroso pulso mientras yo recogía los gorriones—. Verdaderamente has sido muy… desconsiderado. Leslie.
—¿Y cómo iba a saber yo que estaba aquí esa vieja idiota? —dijo Leslie sulfurado—. ¿No querrás que vea a través de las paredes, no?
—Pero podrías estar más atento, hijo. Sabe Dios lo que se irá pensando de nosotros.
—Se va pensando que somos unos salvajes —dijo Leslie con una risilla—. Ya lo ha dicho. Pues ella se lo pierde, la vieja estúpida.
—En fin, con todo esto me ha dado color de cabeza. Gerry, ¿quieres hacer el favor de decirle a Lugaretzia que prepare más té?
Después de dos teteras y varias aspirinas. Mamá empezó a encontrarse mejor. Yo, sentado en el porche, le estaba dando una conferencia sobre los búhos, a la cual ella sólo atendía a medias, diciendo «Ah, sí, que interesante» de tanto en tanto, cuando de sopetón la electrizó un bramido de ira procedente del interior de la casa.
—¡Dios santo, no lo soporto! —gimió—. ¿Y ahora qué pasa?
Larry irrumpió en el porche.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Esto no puede seguir así! ¡No aguanto más!
—Calma, hijo, calma, no des voces. ¿Qué ocurre? —inquirió Mamá.
—¡Que esto es como vivir en un museo de historia natural, puñetas!
—¿Pero de qué hablas, hijo?
—¡De esto! ¡De vivir en esta casa! ¡Es intolerable! ¡No aguanto más! —vociferó mi hermano.
—¿Pero qué ha pasado, hijo? —preguntó Mamá perpleja.
—Que voy a sacar algo de beber de la nevera, y ¿qué dirás que me encuentro?
—¿Qué te encuentras? —preguntó Mamá con interés.
—¡Gorriones! —bramó Larry—. ¡Unas bolsas inmensas de puñeteros gorriones anti-higiénicos y supurantes!
Estaba visto que no era mi día.