–Oye Gilberto…

      –¡No me llames así! –espetó Gilbert–. ¡No lo soporto!... Está bien, si la prefieres a ella, ve con ella. Pero te advierto que vas a tener problemas con esa mujer. Ella te llevará por el mal camino.

      Miguel permanecía con la cabeza gacha.

      –¡Yo sólo quiero el bien para todos y tú lo sabes!  

      –Mi mujer también quiere el bien para mí. –Levantó la cabeza y lo miró a los ojos manteniendo la mirada glacial de Gilbert.

      –Ya, pero a su manera.

      Miguel se levantó bruscamente del sofá seguido de Gilbert y se dirigió a la salida.

      –Será mejor que me vaya.

      –Sí, es lo mejor. –Gilbert observaba la espalda de Miguel, quien fue incapaz de girarse para encararse con él–. ¡Ve con tu mujercita!

      –¡Adiós! –casi gritó Miguel saliendo disparado hacia la salida como alma que lleva el diablo dejando a Gilbert observándolo descompuesto y mascullando cosas que él no podía escuchar.

      Un suave clic lo sacó de sus cavilaciones trayéndolo de vuelta a la sala oscura. Miró hacia donde le pareció que provenía el sonido, pero no pudo divisar nada.

      –¿Jonay? –llamó al bala perdida de su hermano.

      Nadie respondió, pero volvió a sonar otro clic, después algo parecido al movimiento que hacen los cerrojos cuando se abre una puerta.

       Tenía los ojos abiertos de par en par. Respiraba con dificultad debido al temor que le producía la situación. Se separó de la pared  y comenzó a caminar hacia donde venía aquel ruido.

      De pronto se abrió una puerta con un leve chasquido y apareció una sombra en el umbral.

      –¡Quien hay ahí! –preguntó con la voz temblorosa.

      Nadie respondió.

      –¿Iballa? –volvió a preguntarle a aquella silueta deforme. Tampoco hubo respuesta, lo que le hizo estremecerse de miedo. Aun así, intentó caminar  hacia la sombra, que permanecía inmóvil en el umbral de la puerta. De pronto, una potente luz inundó la estancia provocándole una ceguera momentánea. Se tambaleó por el impacto cayendo de nalgas en el suelo.

      Unos potentes brazos lo alzaron como si de un muñeco se tratara y lo tumbaron en un camastro del que Miguel no tenía conciencia.

      –¡Qué hace! ¡Quién es usted! –logró decir ya tumbado, sin poder abrir los ojos.

      Sin recibir respuesta alguna, sintió un pinchazo en el brazo. Miguel dio un respingo de dolor en el camastro. Abrió los ojos y lo pudo ver.

      Un ser con el rostro pálido, de ojos grandes y luminosos, lo observaba mientras le inyectaba algo en el brazo. No parecía tener labios con los que poder hablar.

      Miguel se quedó impresionado y comenzó a mover los brazos con brusquedad para intentar zafarse de aquel extraño ser, pero todo fue inútil, porque comenzó a sentir que un sopor lo embargaba mientras que las fuerzas lo abandonaban hasta quedarse dormido.

      Después todo era oscuridad.

 

 

 

 

 

      Llegaron a la calle Felipe Guadarrama, anduvieron por ella hasta llegar al número quince. La casa era de dos plantas y la puerta principal, de rejas de aluminio con cuadros de cristal, daba a un zaguán.

      Pablo pulsó el botón del telefonillo correspondiente al segundo piso, después aguardaron un rato hasta ver que no recibían respuesta. Cuando Pablo se disponía a pulsar el botón del primer piso, la puerta del portal se abrió y apareció una mujer de mediana estatura, delgada y de pelo largo y lacio recogido en una cola de caballo. Pablo pensó que rondaba los cuarenta y muchos años.

      –¡Buenos días! –saludó la mujer mirándolos con suspicacia.

      –¡Buenos días! –respondieron Pablo y José a la vez.

      –Soy el inspector José Mckin y este es mi compañero, el inspector  Pablo Jiménez. –José señaló a Pablo después de presentarse él.

      Ambos sacaron sus respectivas placas de identificación y se las mostraron a la mujer. Ella las observó con atención, como si las estudiara, después de unos segundos dio su conformidad asintiendo con la cabeza.

      –¿Y en qué les puedo ayudar yo? –preguntó con parsimonia.

      –¿Es usted Familiar de Santiago Medina? –preguntó a su vez José.

      –Ah, vienen por lo de Santi.

      –Bueno, sí –dijo Pablo.

      –Pero sus compañeros ya estuvieron por aquí. –Su mirada reflejaba extrañeza; su seño se frunció.

      José le explico que después de que sus compañeros dieran parte de la desaparición, ellos continuaban con la investigación hasta dar con el desaparecido, si se daba el caso de que apareciera. La mujer dio a entender que comprendía la explicación dada por José.

      –¿Hay algún familiar de Santiago con el que podamos hablar? –preguntó José.

      –Me temo que no. Ese muchacho vive solo aquí.

      –¿Y su familia? –preguntó Pablo.

      –Su familia es de la península, gallega o de Asturias, o de por allí, no sé.

      –Y entonces, ¿sabe quien dio el aviso  de la desaparición a la policía?

      –Pues sí, fue Tinguaro.

      –¿Y Quién es ese tal Tinguaro? –preguntó José con impaciencia.

      –Tinguaro es un amigo de Santi. Bueno, eso dicen ellos, aunque yo creo que son… mariquitas. –La última palabra le salió en un susurro, en su rostro se dibujó una sonrisa de pilla, al tiempo sus mejillas se sonrojaron–. Quiero decir, gays  .Ya saben ustedes lo moderna que se ha vuelto España últimamente.

      –Ya, lo sabemos. ¿Pero ese chico vive con Santiago? –preguntó José.

      –No, Tinguaro vive en casa de sus padres, pero se suele quedar mucho arriba. –Ella señaló al piso superior del bloque.

      –Ah, ya veo. ¿No se encuentra él hoy en casa? –preguntó Pablo.

      –No hombre, el vive con sus padres. –La mujer lo miró mostrando una actitud como si estuviera desesperada por no ser comprendida–. ¡Ya se lo he dicho!

      Pablo y José se miraron al tiempo que se sonrieron.

      –Disculpe la insistencia señora –dijo Pablo mirándola a los ojos.

      –Nada, mi niño. Es que ellos se quedaban juntos muchas veces, pero no siempre.

      –Lo entendemos –añadió José.

      –¿Puede decirnos donde vive Tinguaro? –preguntó Pablo.

      –Sí, por supuesto. Él vive en la calle Cervantes. En el número diez, creo. –La mujer hizo una pausa para pensar, mientras Pablo y José permanecían callados a la espera de la ocurrencia de ella–. Si quieren lo puedo llamar para que venga y les cuente lo que sabe.

      –Pues sí. ¿Está muy lejos de aquí? –preguntó Pablo.

      –¡No, que va! Son dos o tres calle más allá.– Señaló con la mano hacia su derecha, Pablo miró en la dirección marcada.

      –Muy bien, si no es molestia para usted. Nos haría un gran favor.

      –No, mi niño. Para nada me molesta llamar a Tinguaro –dicho esto, se dio la vuelta y se dirigió a su casa a llamar por teléfono.

      Pablo y José permanecieron a la espera hasta que la mujer salió sonriente.

      –Dice que viene enseguida –dijo tras llegar a la altura de los dos hombres.

      –Estupendo, muchas gracias por su colaboración, señora –agradeció Pablo muy cortésmente.

      –No es nada. Además, Santi es un buen muchacho; él y yo nos llevamos de maravilla. No tengo problemas con él de ningún tipo. Es un buen inquilino, ¿saben? Paga a principio de mes, es limpio y no hace nada de ruidos.

      –¡Qué bien! –exclamó José sonriéndole a la señora–. Entonces usted dice que Tinguaro puso la denuncia de la desaparición de Santiago, ¿no?

      –Sí, bueno. Tinguaro vino un día  a ver a Santi y lo estuvo esperando casi todo el día, él tiene llave del apartamento de Santi, ¿saben? –explicó la mujer, ellos asintieron escuchando la explicación con interés–. Al ver que no venía, me preguntó si sabía algo de él. Yo le dije que ese día no lo había visto, porque yo salí muy temprano y cuando volví, Tinguaro ya estaba en la casa, así que… –Dejó la frase en el aire.

     –Dijo que Santiago era de la península, ¿no? –José miró a la mujer y la vio asentir–. ¿No se habrá ido a visitar a su familia? –preguntó.

–No, eso seguro, porque la madre muy preocupada, me llamó y me preguntó que si sabía algo de su hijo, que hacía días que no la llamaba. –Se llevó la mano al pecho mordiéndose el labio inferior en señal de preocupación–. ¡La pobre! Estaba tan angustiada… ¡me dio tanta pena!... Ella me dijo que su hijo no dejaba que pasaran dos días sin llamarla.

      Pablo abrió la boca para hacer otra pregunta, pero la mujer lo interrumpió exaltada.

      –¡Mírenlo! ¡Ahí viene Tinguaro!

      Observaron como el muchacho se acercaba y al llegar a su altura les tendió la mano presentándose a los dos policías. Era un hombre alto y fornido, de pero ralo y moreno, sus ojos eran pequeños y marrones. A sus treinta años de edad, se podía deducir que visitaba el gimnasio con frecuencia.

      Después de las presentaciones y de algunas preguntas de rigor, Tinguaro explicó que llevaba tres años de relación con Santiago pero que nunca habían discutido, << bueno sí, pero por tonterías>>. No había nadie más en la vida de Santiago salvo los amigos comunes de ambos y la gente de la Comunidad.

      –¿La Comunidad? –preguntó José con extrañeza y miró a la mujer. Ella lo miró poniendo cara de no saber ni papa.

      –Sí, nosotros lo llamamos así. Es un grupo de personas que se reúne para hablar y hacer excursiones –explicó Tinguaro.

      Pablo y José se miraron con complicidad. Tinguaro notó las miradas y preguntó.

      –¿La conocen ustedes? ¿Hay algún problema?

      –¡No, no hombre! –exclamó José–. Es solo que… –se detuvo al notar que Pablo lo miraba con atención–. Nada, cosas de la investigación.

      –Ah, Bueno.

      –¿No estará Santiago en la Comunidad? –preguntó Pablo.

      –¡Qué va! Yo lo sabría. Siempre acudimos juntos a las reuniones. Desde que él me llevó a la primera nunca hemos dejado de asistir el uno sin el otro –explicó Tinguaro.

      –¿Sabe si por casualidad se fue a ver a algún familiar? –volvió a preguntar Pablo, notó que la mujer lo interrogaba con la mirada, como si pensara que con la llamada de la madre del desaparecido, ya estuviera todo aclarado.

      –No, su familia vive en Santander, salvo una hermana que vive en Madrid y siempre estamos en contacto. Hablo a menudo con la madre desde que saben que estamos juntos y allí están preocupados por Santi. –Su cara expresaba pena al dar aquella explicación.

      –Cuando vino a ver a Santiago el primer día después de que desapareciera, ¿no vio nada raro?... Quiero decir, ¿Notó que la casa estaba revuelta o que faltaba algo? –preguntó José.

      –No, todo estaba en orden. Además, Santiago es muy ordenado y cuidadoso con sus cosas, si hubiera algo fuera de lugar se notaría muchísimo –expuso Tinguaro. 

      Después de unas preguntas más acerca de la familia de Santiago y de la comunidad mencionada por Tinguaro, José y Pablo se despidieron y se marcharon.

 

 

 

 

 

     Bianca entró en el restaurante buscando a Virginia con la mirada. Tras echar un vistazo por toda la sala, divisó a su amiga a lo lejos, en una mesa frente a un ventanal. La chica sonreía; con el brazo levantado hacía aspavientos en señal de saludo. Bianca se dirigió hacia ella mientras se despojaba de la chaqueta. Al llegar a la altura de Virginia, ésta se levantó y le plantó dos enérgicos besos en las mejillas.

      –¡Buenas tardes! Perdona el retraso –dijo Bianca alegremente.

      –¡Buenas tardes! No te preocupes mujer, solo llevo diez minutos esperándote –Virginia se sentó y Bianca la imitó.

      –¿Has pedido? –preguntó Bianca levantando la mano para hacerle una señal a un camarero para que se acercara.

      –Bueno, pedí agua mientras te esperaba, estaba sedienta.

      –¿Qué van a tomar las señoras? –preguntó un camarero, que se materializó como por arte de magia, repartiendo ya el menú entre las chicas, que lo cogieron al vuelo.

      –Para beber, agua –propuso Bianca mirando a Virginia, quien aprobó la decisión de su amiga. –Y de primero, ¿Ensalada de la casa? –Volvió a mirar a Virginia.

      –Sí, en eso pensaba –respondió ella.

      –¿De segundo? –volvió a preguntar el camarero.

      Las chicas ojearon rápidamente el menú.

      –Para mí sama a la plancha con guarnición y sin nada de sal, por favor –respondió Bianca.

–Para mí lo mismo pero con sal, ¿eh? –dijo Virginia–. No me apetece carne –se dirigió a Bianca.

      –Muy bien señoras –dijo el camarero, retiró la carta de la mano de las mujeres y se marchó.

      Ambas observaron cómo se alejaba el camarero, cuando ya no pudieron verlo, se miraron la una a la otra y se sonrieron con complicidad.

      –¡Vaya con el camarero! –exclamó Bianca.

      –Sí, que culito tiene –dijo Virginia casi en un susurro, después añadió en voz alta – ¡Oye que tú eres una mujer casada y embarazada!

      –Sí, pero los ojos son como niños… ¡muy traviesos! –Ambas se rieron.

      –¿Que tal lo llevas?, por cierto –preguntó Virginia cariñosamente.

      –Pues chica… lo llevo bien, pero algo acalorada y a veces me siento cansada. Por no contar cuando se me hinchan los pies y las piernas me duelen horrores.

      –Pues si que das tu ánimos para quedarse una embarazada –comentó Virginia algo pasmada.

      –No te preocupes muchacha debe de ser que éste es todo un grandullón –dijo Bianca con una sonrisa abriendo los ojos de par en par, en señal de broma.

      –¿Y qué te ha dicho la matrona? –volvió a preguntar Virginia.

      –Pues me mandó una dieta sin sal y que me vigilara la tensión.

      –¿Y el pequeñín?

      –¡Ah!, pues mira. Mejor que yo seguro. Todo el día pidiendo de comer. –Ambas soltaron unas carcajada.

      El camarero del culo bonito, les dejó un plato de ensalada a cada una encima de la mesa, al retirarse ambas volvieron a observar su retaguardia, para después sonreírse la una a la otra y comenzar a comer.

      –Te quería preguntar qué cómo ves a Sara –dijo Bianca después de terminar de masticar su primer bocado.

      –Pues hace tiempo que no nos vemos. Desde lo que pasó con Gara, ella se ha aislado bastante últimamente, además, yo no solía parar con ellas, a mí Natasha no me gustaba mucho que digamos.

      –Es que la veo muy trastornada con la muerte de Gara –comentó Bianca.

      –No me extraña, se llevaban muy bien. Aunque a lo mejor se siente culpable porque a ella también le gustaba Daniel.

      –¿Le gustaba Daniel? –preguntó Bianca con asombro.

      –Bueno, sí. Pero eso lo sabía todo el mundo. Lo que ocurrió es que a Daniel le gustaba Gara y se la ligó –explicó Virginia.

      –Ya, es lo que pasa con la juventud.

      –Pues sí, nunca te gusta a quien tú le gustas… –Hizo una pausa para pensar–. Bueno, aunque muchas veces se acierte, como tú con José.

      –O tú con Tommy, que no te puedes quejar.

      –¡Qué va, si no me quejo! Estoy muy contenta –dijo Virginia con entusiasmo.

      –Por cierto, ¿Qué tal le va a Tommy? –preguntó Bianca.

      –Pues muy bien. Está estudiando mucho y dentro de unas semanas tiene los exámenes.

      –Que bien, espero que lo aprueba todo.

      –Y yo, está muy angustiado con los exámenes.

      Ambas se miraron y continuaron comiendo en silencio hasta terminar su primer plato. El camarero cañón, apareció justo en el momento en que apoyaron los cubiertos en el plato y los retiró. No pasaron unos minutos cuando les trajeron el segundo plato.

      –¡Que servicio más atento y rápido! –exclamó Virginia–. Bueno, y ¡qué camarero! –añadió.

      –Ya te lo decía yo. Por eso insistí en vernos aquí.

      –Y no dudes que repito.

      –Ya, y yo. –Bianca echó un poco de sal a su pescado, lo probó y después de terminar de masticar, añadió:  –Por cierto, ¿que sabes de ese grupo del que tanto habla Sara?

      –¿Te ha hablado del grupo? –preguntó Virginia, que también echaba cuenta de su plato.

      –Pues sí, un poco. Me dijo algo de un conductor. Gilbert o algo así, se llama.

      –Sí, Gilbert. Pero yo no sé nada de eso. –Virginia hablaba mientras jugueteaba con el tenedor en el plato; Bianca la observaba sin dejar de masticar–. Natasha se empeñó en que entráramos en él, pero eso de grupos no nos va ni a Tommy ni a mí. Gara y Sara sí que colaron y se metieron. Por lo que sé, les iba muy bien. Bueno, fue en el grupo donde conocieron a Daniel…

      –¡Sí, eso lo sé! –la interrumpió Bianca como quien cantaba un bingo.

      –Y bueno, después se marchó Natasha. Creo que tuvo problemas con Gilbert, no sé. Y mucho después, ocurrió lo de Gara. –Se quedó callada un instante como para reflexionar–. Pobre chiquilla, con lo buena que era con todo el mundo y terminar muriendo de aquella forma.

      Ambas se quedaron en silencio, Bianca le tendió una mano a Virginia en señal de consuelo, ésta la recibió con mucho cariño y la estrechó con la suya.

      –Lo siento mucho, cariño –le dijo Bianca.

      –Lo sé… –se detuvo–. Pero bueno… ¿qué le vamos a hacer? Sara fue quien peor lo pasó. Yo la vi bastante afectada, así que le dije que fuera a verte. Gracias por ayudarla.

      –De nada, no te preocupes, es mi trabajo. Y a ver si tú y yo nos vemos más a menudo chica –soltó Bianca como para cambiar de tercio.

      –¡Pues sí, que ahora mismo se te casa este y yo sin haberlo visto crecer! –Volvieron a reír con ganas.

      Las dos mujeres continuaron comiendo y hablando de sus cosas hasta culminar el almuerzo con un café. Después, se marcharon no sin antes darle un último vistazo al trasero del camarero.

 

 

 

 

 

      Bianca llagó a casa a las nueve de la noche, abrió la puerta y nada más entrar en el recibidor, sintió un olor que le abrió el apetito, que le parecía haber perdido con el último paciente de la tarde. Tenía horario de mañana, pero los martes y los jueves trabajaba a turno partido y esa tarde, no esperaba que fuera tan agobiante.

      Siguió el olor, que lógicamente llegaba desde la cocina, cuando llegó se encontró en ella  a José embutido en un delantal, asando pechuga de pavo a la plancha; en un caldero con suplemento para cocer al vapor, tenía unas verduras ya casi en su punto. Bianca carraspeó y José se giró sonriendo.

      –Espero que tengas antojo de verduras al vapor sin sal, mi amor –dijo acercándose a ella para plantarle un fuerte beso en los labios. Bianca lo correspondió atrayéndolo hacia sí para estrujarlo en sus brazos.

      –No tenía apetito, pero el olor del pavo al vapor ha hecho que se me abriera. –Lo besó en el cuello apretándolo más fuerte.

      –¡Umm! ¡Qué rico!  Echaba de menos esto y Pablo no me da ni un besito al vernos por la mañana –dijo bromeando y notó como el cuerpo de Bianca temblaba al reírse.

      –Dale tiempo, cariño. Solo se conocen de hace unos días. Cuando te conozca bien, no te lo quitarás de encima. –Más risas.

      –Bueno y como te ha tratado hoy el pequeñín de la casa. –José se soltó del abrazo para acariciar la prominente barriga de su mujer.

      –El pequeñín se ha portado muy bien, la lata me la dio el último paciente de la tarde y he salido muy agobiada. –Se volvió a enlazar con su marido.

      –Pues venga, una duchita calentita, una buena cena y olvidamos el marrón de tu último paciente –dijo mirándola a los ojos, después le dio otro beso en los labios, después la cogió de la mano para conducirla al cuarto de baño.

      Bianca caminaba con pies de plomo, cuando entró en el cuarto de baño José la ayudó a desvestirse. Al término, la metió en la ducha y cerró la mampara; Bianca abrió el grifo y sintió el agua caliente recorrer su cuerpo, llevó sus manos a su barriga frotándola suavemente, como para que el niño sintiera el placer de aquella ducha.

      José entró con el pijama y la bata de Bianca justo en el momento en que ella se estaba secando, lo depositó en la banqueta del baño, seguidamente se marchó a la cocina; mientras su mujer terminaba de vestirse.

      Bianca entró en la cocina y se sentó a la mesa, que ya estaba puesta. José le sirvió y se sirvió su plato. Cuando se sentó, comenzaron a comer.

      –¿Que tal está? –preguntó José.

      –Para no tener sal, está muy rico –respondió Bianca resignada–. ¿Qué tal has pasado el día? –preguntó después de tragarse lo que tenía en la boca.

      –Pues muy bien, pero de esta gente no se sabe nada… –Bebió un sorbo de vino–. Hay muy pocas pistas, bueno, prácticamente no tenemos nada. Aunque, salvo el madrileño, los otros dos por lo visto pertenecen a un grupo, o una secta, no sé.

      –¿A un grupo? –Bianca se quedó pensativa, mirando fijamente a su marido.

      –¿Pasa algo? –preguntó José. Ambos se miraban sin tocar la comida.

      –No, pero es que una paciente mía me dijo que estaba en un grupo de esos y me ha venido a la cabeza que podía ser el mismo –explicó Bianca cogiendo su tenedor para llevarse comida a la boca.

      –Bueno, este grupo lo dirige un tal Gilbert –declaró José. Tenía la copa de vino en una mano y bebió un sorbo observando cómo Bianca se sorprendía al escuchar ese nombre.

      –¡Ah!, pues qué casualidad, el de mi paciente también se llama así… –Siguió comiendo.

      –¿Ha tenido problemas con él? –preguntó José con suspicacia.

      –Bueno, de él no me ha contado nada malo. Su problema es otro.

      –Ah, bueno. De todas formas, nosotros vamos a investigarlo. Nunca se sabe con estos grupitos. –José continuó comiendo.

     –Ya, me imagino. Es mucha casualidad lo de esas dos personas, ¿no?

      –Pues sí, pero nunca se sabe…

      La frase quedó en el aire y ambos continuaron comiendo hasta terminar lo que les cupo. Después Bianca se fue a  tumbar  en el sofá del salón, mientras José recogía la mesa y fregaba los platos. Cuando regresó al salón para tumbarse junto a su mujer, ésta ya dormía plácidamente

      José despertó con caricias y besos a Bianca, posteriormente la condujo a la cama cuando ella se pudo levantar. Él volvió al salón para quedarse viendo las noticias. No tenía sueño.

 

 

 

 

 

5

 

 

 

      No sabía cuánto tiempo llevaba despierta, no podía ver la luz del sol ni el  baño níveo de la luna, tampoco sabía cuándo fue la última vez que comió, pero el caso es que no tenía hambre. Solamente podía divisar aquella luz parpadeante que entraba por un postigo de cristal situado en la parte más alta de la puerta y que  cambiaba de colores cada veinte segundos, lo sabía porque lo había cronometrado durante el tiempo que llevaba despierta. Después de pensar en su pobre madre, que estaría cuidando de sus hijitas, con los dolores que tenía a veces por todo el cuerpo y que no le permitían ni acarrear ni con el peso de un alfiler. La cara de las gemelas flotó ante sus ojos soñadores. Las recordó vestidas iguales saliendo de la guardería y se estremeció de dolor, ¿cuándo las volvería a ver? ¿O quizás ya no las vería nunca más y moriría allí encerrada sin ninguna razón?

      –¡Quién coño me hace esto!... ¡Yo nunca he molestado a nadie!... ¿Por qué yo?... ¿Por qué a mí? –le gritó a la estancia vacía.

      Se tranquilizó exhausta e hizo recuento del tiempo que llevaba allí metida, lo cierto es que no era consciente de los días ni las horas que había pasado encerrada entre aquellas cuatro paredes. Intentó pensar en el último día que vio a sus pequeñas y sólo recordaba haber salido de trabajar. Eran las nueve de la noche, ya había algunas cajas  cerradas; Ana Paula aún estaba pasando compras, mientras algunas de sus compañeras, estaban contando el dinero. Media hora después, las chicas permanecían alrededor de la encargada, quien les daba instrucciones específicas para las Navidades y les hablaba de la organización de los turnos para esas fechas. Al cabo de unos minutos, se despidió de sus compañeras y se dirigió a su casa. Alguien por el camino le salió al paso siguiéndola en la retaguardia, hasta que sin darse cuenta, cayó desmayada para luego despertar en aquel lugar.

      Páuli se angustió, comenzando a preguntarse que había hecho ella para estar allí encerrada. ¿Quién le hacía todo aquello y porqué?, se preguntaba. Se abrazó las rodillas y comenzó a gemir, mientras sendas lágrimas recorrían su rostro para caer calientes sobre sus brazos.

      Un sonido la sacó de su llanto haciéndola levantar la cabeza hacia lo alto de la puerta. Con los ojos empañados por las lágrimas, esperó a escuchar nuevamente aquel sonido, pero un fogonazo la hizo cerrar los ojos y esconder la cabeza entre sus brazos, que aún permanecían abrazados a sus piernas. Otra vez aquel sonido, luego la puerta se abrió sin que ella pudiera ver nada. En un santiamén sintió un pinchazo en uno de sus brazos. Levantó la mirada hacia su agresor, pero aún le duraba el efecto del deslumbramiento y no pudo ver absolutamente nada. Lentamente, se fue desvaneciendo hasta entrar en un sopor que la llevó al sueño; dejó caer todo el peso de su cuerpo hacia un lado hasta quedar tumbada en el suelo.

 

 

 

 

 

       José miraba por la ventana, mientras Pablo conducía por la autopista en dirección sur. Habían estado en la comisaría a las ocho de la mañana, habían hecho el informe pedido por su jefe para cada viernes a primera hora y después de tomarse un café, salieron dirección Vecindario para investigar sobre los dos últimos desaparecidos que quedaban de la lista.

      El miércoles habían visitado a los familiares de los dos desaparecidos de Las Palmas: Bruno Martín y Ana Paula Caballero.

      Bruno resultó ser un universitario de veinticinco años; de esos universitarios eternos que aprovechan el dinero de papá para vivir del cuento. Bruni, como lo llamaba su afligida madre, se había ido de marcha con unos amigos en un barco de vela que poseía la familia de uno de ellos en Palma de Mallorca a disfrutar de las noches mallorquinas entre drogas, alcohol, sexo y música y se había olvidado de llamar a sus padres durante toda la semana que duró la juerga. Una vez fundido todo el dinero que había llevado, se dignó aparecer por su casa el jueves a mediodía, momento en el que los padres del chico dieron aviso a las autoridades para que lo dejaran de buscar. De esa manera, José y Pablo pudieron descartar a uno más de la lista para centrarse en encontrar a los cinco restantes.

      La otra chica, Ana Paula, tenía veintiséis años y vivía con su madre y dos hijas gemelas de dos añitos recién cumplidos. Se había quedado embarazada de un cretino que nada más enterarse del embarazo, se fue con otra y la dejó sola, desentendiéndose de aquellas criaturas que nacerían seis meses después. Páuli, como la llamaban cariñosamente en su entorno, trabajaba en un supermercado cercano a su casa, mientras su madre, una mujer viuda que contaba con una pensión bastante afortunada para los tiempos que corrían, cuidaba de sus hijas. Su madre les contó a Pablo y a José todo lo que recordaba de los días previos a su desaparición asegurando que su hija no se drogaba,  ni frecuentaba discotecas, ni ningún que otro lugar de importante mención. La única con la que a ella le constaba que se relacionaba su hija, era su mejor amiga Vanesa y ellas siempre estaban juntas, e incluso trabajaban en el mismo supermercado. José le preguntó si Vanesa sabría algo, a lo que la mujer respondió que no, que ambas estaban preocupadas por la desaparición de Páuli, que el día en que su hija desapareció, Vanesa tenía un turno diferente y no se habían visto.

      Entraron en el desvío hacia Vecindario para dirigirse hacia Majadaciega, una urbanización de dúplex adosados en la Avenida del Atlántico. Tomaron una rotonda donde unas estatuas escenificaban a unos campesinos trabajando y enfilaron hacia la avenida. Después de una segunda glorieta, se metieron a la derecha hasta llegar a la calle Clavel. Se apearon del coche y caminaron hacia al número tres de la calle Jazmín, que estaría a la vuelta de la esquina.

      Llamaron a la puerta; pasados unos segundos les abrió un señor mayor, que llevaba una boina calada en la cabeza y fumaba un cigarrillo sin filtro. De fondo, se escuchaban dos canciones entremezcladas.

      –¡Buenos días!  –exclamó  tras quitarse el cigarro de los labios y toser varias veces.

      –¡Buenos días! –soltaron Pablo y José al unísono, lo cual los obligó a mirarse y callarse en pos de ver quien tomaba la palabra.

      El hombre los escrutó en silencio a la espera de que se explicaran.

      –Somos los inspectores José Mckin y Pablo Jiménez –manifestó José mientras ambos mostraban sus credenciales.

      –¡Ah!, ya veo. –Echó una calada al cigarro–. ¿Vienen por lo de mi nieta?

      El humo le cubrió el rostro por completo.

      –Sí, ¿Guacimara Albelo? –respondió Pablo.

      –Ella misma. –Otra calada, esta vez se podía divisar su rostro surcado de arrugas entre las virutas del humo gris.

      Pablo y José se miraron acongojados por la visible expresión de pena reflejada en el rostro del viejo.

      De fondo la potente voz de Mónica Naranjo pidiendo a gritos que la desataran, se debatía en un duelo a muerte con Los Sabandeños, que pugnaban por encontrar el mar.

      –¿Usted es? –preguntó José con cautela.

      –Yo soy su abuelo, mi hijo. Nicolás Moreno –dijo lanzando el último resquicio del tabaco entre las piernas de Pablo, quien lo pisoteó para apagarlo.

      –¿Y la madre de Guacimara? ¿Se encuentra en casa? –preguntó Pablo.

      –No, yo vivo con mis dos nietas. Su madre murió hace un año –dijo bajando la cabeza.

      Mónica dio un grito desgarrador y tapó por completo el monótono estribillo de Los Sabandeños, a pesar de que la puerta de la habitación desde donde salía su voz estaba cerrada. Los tres hombres se miraron por un momento.

      –Disculpen –dijo el señor. Al momento se metió en la casa dándoles la espalda a los dos policías. Cuando llegó a la altura de la puerta del cuarto tocó fuertemente con los nudillos de la mano derecha–. ¿Quieres bajar esa música? –preguntó a gritos a la puerta cerrada y al ver que no abrían, volvió a tocar–. ¡Idaira, mi niña! ¿Podrías bajar el volumen? ¡Está aquí la policía!

      –¡Qué quieres abuelo! ¡Estoy limpiando la cocina! –protestó la chica después de abrir la puerta.

      –¡Ya lo sé, mi niña! Está aquí la policía y no nos enteramos de nada con los gritos de esa mujer. Baja la música, por favor.

      –¡Está bien! –dijo malhumorada–. No me dejas limpiar tranquila.

      La puerta se cerró y el volumen de la música bajó unos cuantos decibelios.

      –Disculpen señores, es que esta niña no está aún madura como la otra. Ni estudia, ni trabaja, ni nada –comentó el viejo a modo de disculpa cuando alcanzó la puerta.

      –No se preocupe –dijo Pablo.

      Ahora Los Sabandeños acaparaban la atención del vecindario.

      –¿Qué querían saber ustedes? –preguntó el hombre.

      –Queríamos conocer los detalles de la desaparición de su nieta –expuso José.

      –Bueno, eso ya lo he contado antes, pero… –se detuvo y se giró hacia el interior de su casa atraído por aquel coro de hombres que seguía buscando el mar–. Discúlpenme otra vez, es que a mí Los Sabandeños me encantan. Mi mujer y yo solíamos bailar con los boleros de este grupo, ¿saben? –Se los quedó mirando pensativo, parecía que en su mente estaba reviviendo la escena de baile con su mujer–. Ella murió de cáncer hace cinco años… y después… –El hombre hizo una pausa. Pablo y José se miraron sin saber que decir–. Después se fue mi pobre hija. Pero… disculpen ustedes señores, no los quiero aburrir con mis penas. Por eso siempre escucho a Los Sabandeños y me acuerdo de ellas. Voy a bajar la música y vuelvo en seguida.

 

 

“Tú me quieres dejar,

Yo no quiero sufrir,

Contigo me voy, mi santa,

Aunque me cueste el morir.”

 

 

      Canturreaba el hombre mientras se dirigía al salón a bajar el volumen de la música. Pablo se volvió hacia José interrogándolo con la mirada, José lo miró a su vez y se encogió de hombros.

      –Bueno, ya estoy aquí. ¿Y decíamos ayer? –preguntó irónicamente el hombre. Una sonrisa se dibujó en sus labios arrugados.

      –Esto… Sí, le preguntábamos por los días previos a la desaparición de su nieta –dijo Pablo.

      –¡Ah, ya! Pues como ya les expliqué a sus compañeros, esos días fueron normales. No hubo nada extraño… –Pensó un momento–. Fue un viernes por la noche, de madrugada, si no recuerdo mal. Ella tenía turno de mañana y por la tarde había quedado con unas amigas para ir a cenar y después al cine…

      –¿Después del cine no volvió más? –lo interrumpió Pablo.

      –¡Eso le iba yo a decir señor Machín!

      –Mi apellido es Jiménez –dijo Pablo y señaló a José–. Él es el inspector Mckin.

      –¡Ah, bueno! –exclamó el hombre mirando a José con una ceja enarcada, como si hubiera descubierto una especie de animal nueva.

      Dentro de la casa, la voz de Mónica se mezcló en una simbiosis de sonidos con el coro de Los Sabandeños, que aún no daban con el mar.

      –No se preocupe, es un error que comete mucha gente –explicó José distraído.

      –Bueno, ¿cuando se dio cuenta de que su nieta faltaba en casa? –preguntó Pablo impaciente, para encauzar la conversación.

      –Pues, esa misma noche… Nunca me voy a la cama sin que estén mis nietas acostadas, a no ser que me digan que van a venir más tarde –explicó el señor Nicolás.

      –¿Y a qué hora se dio usted cuenta de su falta? –volvió a preguntar Pablo, al tiempo que  miraba a José con detenimiento.

      Por su parte, José estaba distraído escuchando a lo lejos la voz en grito de Idaira sobrepasando a la de Mónica Naranjo, que seguía pidiendo que la desataran a pesar de que casi ni se le escuchaba. De Los Sabandeños casi ni rastro. <<¿Ya habrían encontrado el mar? Seguro que sí y ahora estaban todos bañándose en la playa>>. Pensó José.

      –Pues sobre las tres de la mañana, más o menos. –Nicolás pensó un momento y continuó su relato–. Guacimara me había dicho que la sesión iba a ser a las diez y media y que la película duraría unas dos horas. Entonces, estaría de vuelta sobre la una…

      –Siempre y cuando haya ido al cine más cercano –interrumpió José, que por un momento dejó de lado la música para centrarse en la conversación.

      –Eso es, muchacho. Fueron al del Atlántico –dijo el viejo mirándolo con mucha intensidad, como si le hubiera molestado la interrupción–. Ella siempre va a ese cine con sus amigas. Son todas de por aquí –añadió.

      –Ya, me lo puedo imaginar –apuntó José.

      –Entonces, dice usted que ella debería haber llegado a su casa sobre la una de la madrugada, ¿no? –preguntó Pablo observando a su compañero.

      –Eso le he dicho, mi niño –expresó el hombre con molestia. Acto seguido, rebuscó entre sus bolsillos y sacó un paquete de tabaco aplastado. Atrapó un cigarrillo, que más bien parecía una habichuela, por lo plano que estaba y se lo llevó a los labios–. Cada vez que oía llegar a un coche me asomaba a la ventana, pero nunca era ella –habló con mucha claridad a pesar de que el cigarro se movía entre sus labios. A Pablo le sorprendió que  no se le cayera. Lo encendió y echó una calada profunda–. Incluso estuve un rato sentado en la acera fumando y esperando, pero no llegaba. –Exhaló todo el humo mientras hablaba.

      – ¿No vio si dejó algún mensaje en el teléfono sin que usted lo oyera? –preguntó Pablo después de toser.

      –No señor. Por ahora, escucho bastante bien a pesar de mis años –explicó con sorna.

      José lo miró y esbozó una sonrisa, pero se dio cuenta de que casi no había escuchado lo que había dicho el hombre, así que se rió, por si acaso. Su mente  seguía distraída sin dejar que se concentrara en la conversación poniendo toda su atención en la música proveniente de la habitación de Idaira, la nieta de aquel hombre. Una balada que no le resultaba conocida, empezó a sonar y notó como la chica le daba más volumen.

      –Está bien –dijo Pablo sonriendo, mientras le daba un codazo imperceptible a José, quién lo miró como si se acabara de despertar de una siesta.

      –¿Sabe si alguna de las amigas de su nieta también ha desaparecido? –preguntó José, para entrar un poco en el tema.

      –No, señor Machín. Todas las que salieron con Guacimara volvieron a sus casas y todas están preocupadas por ella.

      José le echó una mirada de impotencia.

      –¿Ninguna de ellas vio irse a su nieta? ¿Ninguna vive cerca y se vino con ella en el coche? –preguntó Pablo atropelladamente.

      –Mi nieta no llevó el coche, señor… –No le salía el apellido de Pablo, dejó de pensarlo y continuó–. Una  de sus amigas la vino a recoger  y la llevó al restaurante. Iban a cenar en el Brasero, y eso está en el Doctoral. Después fueron al cine, como ya les dije. –Echó una calada que casi agota todo el cigarro.

      –Entonces, esperó hasta las tres de la madrugada, ¿no?. Después llamó a la policía –expuso Pablo.

      –¡No! A la policía la llamé por la mañana, tras asegurarme de que mi nieta no estaba en casa de nadie. –Respiró profundo, como si le hiciera falta aire puro después de tanto humo–. Me  acosté enfadado, ¿saben? Casi no pude dormir en toda la noche pensando que estaría por ahí con cualquiera y que se habría olvidado de llamarme. –Se le empañaron los ojos en señal de arrepentimiento.

      –No se preocupe, hablaremos con las amigas de su nieta a ver si nos pueden dar alguna pista de aquella noche –dijo Pablo posando una mano conciliadora en el hombro del viejo.

      José se lo quedó mirando sin decir nada, escuchando a lo lejos como ahora Mariah Carey gritaba a los cuatro vientos que no quería llorar, que “nada en el mundo podría hacernos volver a lo que éramos”. José se la imaginó cantando y llorando mientras se atragantaba con una gran tableta de chocolate. <<Así se está poniendo de gorda la jodía>> pensó sonriente.

      –…y hablaremos con ella, ¿de acuerdo? –dijo Pablo mirando a José para asegurarse de que estaba de acuerdo.

      –Muchas gracias, mi niño –agradeció el hombre, ya visiblemente afligido por la desaparición de su nieta.

      –No se preocupe, la encontraremos –dijo José sintiendo el peso de la mirada de su compañero.

      Dieron por terminada la conversación y se despidieron de aquel hombre que al parecer, la desaparición de su nieta lo había avejentado unos cuantos años más de los que parecía tener.

      Tomaron la calle dirigiéndose hacia donde habían aparcado el coche, que estaba a la vuelta de la esquina.

      –Tenemos que ir a casa de la amiga de Guacimara. Ella fue la última con la que estuvo –dijo Pablo después de un rato en un tono muy seco. 

      Pablo miró a su lado pero vio que José no estaba con él, así que se giró bruscamente con cara de enfadado para ver como José se había quedado rezagado. Permanecía quieto delante de una farola y al parecer estaba leyendo algo.

      –¿Es que vas a seguir distrayéndote? ¿No te interesan los desaparecidos? –preguntó Pablo dando unos pasos hacia él–. Claro, como no hay ningún asesinato no estás inte…

      Cuando llegó a su altura y miró lo que estaba leyendo José, se interrumpió quedándose petrificado.

      Ante sus ojos apareció la foto de una chica muy guapa, de pelo oscuro y corto por encima de los hombros que permitía ver parte de su cuello largo. Sus ojos eran marrones, sus labios carnosos y rosados; en su rostro se dibujaba una gran sonrisa que permitía apreciar unos dientes perfectos y muy blancos.

      Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando leyó el texto que acompañaba a la foto.

      –¿Qué te ocurre? –le preguntó José sin siquiera mirarlo.

      –No sé,… es que no me esperaba ver la foto de Guacimara aquí, pegada a una farola.

      –Yo tampoco. Es curioso encontrarte un cartel de se busca de alguien a quien tú mismo estás intentando encontrar, ¿verdad?

      –Sí, pero lo más que me impacta es lo que dice… –Hizo una pausa y después leyó con voz trémula–. “¿Ha visto a mi nieta?” –Pudo imaginarse al abuelo de Guacimara llorando desolado, la pérdida de su nieta.

      Ambos se miraron por un momento, luego continuaron su camino hacia el coche, ensombrecidos y cabizbajos por la impresión que les produjo aquel siniestro cartel.

 

 

 

 

 

      La luz del sol entraba por las rendijas de la persiana e incidían en el cuadro que colgaba encima de la cama de matrimonio. Aunque  hacía calor en la habitación, fuera la temperatura era de unos ocho grados y llovía a raudales.

      A pesar del tiempo que hacía esa mañana en Madrid, Esther salió a comprar provisiones.

      Javier se quedó acostado en la cama, aunque esa mañana se había despertado muy temprano y había visto como la luz se iba colando poco a poco en la habitación. Quiso levantarse para llevar él a los niños al colegio, pero Esther lo miró con una expresión extraña y finalmente le dijo que ella iba.

      A las nueve de la mañana decidió levantarse e ir a desayunar. Se preparó café y un sándwich de pavo y queso. Cuando ya había consumido más de la mitad de su desayuno y estaba completamente inmerso en el programa “Los desayunos”, entró su mujer y le dio un beso en los labios.

      Esther se dirigió a la cafetera; se sirvió café y un poco de leche.

      –¿Te acabas de levantar? –le preguntó a su marido sentándose a su lado.

      –Sí, me apetecía estar acostado, pensando –respondió Javier mientras cogía el mando a distancia para bajar el volumen del televisor.

      –¡Umm! –Tenía un sorbo de café con leche en la boca, lo tragó y continuó diciendo–: Eso está muy bien. A mí también me gusta  quedarme en la cama pensando, sin hacer nada.

      –Sí, pero ya tengo ganas de empezar a trabajar.

      –Ya empiezas el lunes. Te queda poquito, así que disfruta estos días. Sin apuros, sin carreras, sin estrés, ya sabes. –Se terminó el café con leche y se levantó para depositarlo en el fregadero.

      –Tienes razón. Este fin de semana me lo tomaré con tranquilidad y el lunes ya se verá –dijo y terminó de desayunar.

      Esther se acercó hasta él y le retiró la loza para fregarla, después, se sentó otra vez al lado de su marido.

      –¿Has tenido otra pesadilla? –preguntó. 

      –Llevo toda la semana igual. Me despierto de madrugada y después de un rato pensando, me vuelvo a quedar dormido. Por la mañana me despierto de la misma forma: abro los ojos y me quedo mirando el techo, con una idea que me ronda la cabeza, pero no sé que es, como esos sueños que al despertarte se te olvidan pero que te dejan una sensación extraña.

      –¿No crees que deberías ir a un psicólogo? –preguntó Esther extendiendo una mano para depositarla sobre la de su marido y presionarla.

      –No creo que sirva de mucho… –respondió Javier, se quedó pensativo durante unos instantes en los que su mujer se lo miraba con cariño–. Ha habido noches, como esta, en las que recuerdo vagas imágenes y palabras sueltas, pero que no parecen tener sentido. Así que yo creo que poco a poco recordaré lo que me ocurrió.

      –Quizás sea así, pero por lo pronto seguirás desconcertado, despertándote de madrugada. –Esther le pasó una mano por el pelo y lo acarició.

      –No te preocupes –dijo mirando fijamente a su mujer con expresión cariñosa.

      –Está bien, lo dejo de tu mano.

      –Si veo que continúo de esta manera y no consigo entender lo que me ocurre, te haré caso e iré al psiquiatra –prometió Javier.

      –Te tomo la palabra –dijo Esther, acto seguido se acercó para plantarle un fuerte beso en los labios.

      –¿Crees que hice bien en no hablar con aquél periodista? –preguntó Javier después de separarse de los besos de su mujer.

      –Pues sí. No sé a qué viene eso de hacer un programa especial sobre gente que desaparece en extrañas circunstancias. Si quieren hacerlo pues que lo hagan, pero a nosotros que nos dejen en paz.

      –Ya pero han estado investigando, así que de todas formas, sacarán cosas –dijo Javier con tono de preocupación.

      –Va, no te preocupes. Solamente tienen tu nombre, que lo podrían mencionar, pero tú no vas a salir. Así que por tu parte, no tienen historia. Además, habrá mucha gente por ahí con ganas de contar sus experiencias… ¿No has hablado con Martín Barrosa? –preguntó para cambiar de tema.

      –Sí, hablamos el martes. Ya lo sabes –respondió Javier con extrañeza.

      –Lo sé, pero pensé que te llamaría hoy, como me habías dicho que tenía que hablarte de un asunto muy importante.

      –Sí, de algo que pasó antes de lo mío, pero no recuerdo bien que fue –se detuvo aturdido por el recuerdo y se quedó observando las imágenes de la televisión–. Martín me dijo que esta semana habían ocurrido cosas muy importantes, que ya no tenía nada de qué preocuparme, según dijo ya se había aclarado casi todo.

      –Eso no me lo habías dicho –dijo Esther con tono de enfado.

      –Lo sé, pero no quería preocuparte. –Javier le tomó la mano y llevándosela a los labios, la besó.

      –¿Y no recuerdas que fue lo que pasó? –le preguntó.

      –Esta semana he tenido sueños con imágenes entre mezcladas, sin orden ni concierto. Veo cosas, oigo cosas pero no consigo ordenarlas. Así que no sé si son vivencias reales o simples sueños.

      –Está bien, no te preocupes. Seguro que ya lo irás ordenando todo. Date tiempo. –Lo besó en la frente y se levantó para marcharse hacia su habitación–. Déjalo pasar hasta que se aclare. Voy a cambiarme y a poner una colada, después podríamos aprovechar que estamos solos –dijo antes de salir por la puerta de la cocina.

      –¡Esther! –la llamó Javier antes de que se fuera. Ella se giró para escucharlo–. Gracias por ser tan comprensiva. Te quiero.

      Esther volvió a entrar y lo besó apasionadamente en la boca. Javier comenzó a desabrocharle la camisa y bajó su cabeza para besarle los pechos, sacándolos del sujetador. La pasión los desbordó y acabaron entregándose sobre la mesa de la cocina.

 

 

 

 

 

      Cuando Sara llegó a la consulta, se encontró con que la puerta estaba entreabierta pudiendo escuchar como Bianca hablaba con un hombre, que por la voz parecía bastante joven.

      Se había despertado  temprano y después de desayunar, salió al fresco de la mañana. Como era viernes y no tenía nada que hacer, pensó en dejar el coche en un parking cerca del teatro Pérez Galdós, luego pasear por la calle de Triana hasta la consulta de la psiquiatra, además, así podría mirar algo de ropa. Le encantaba aquella calle: larga y peatonal, con sus bancos de madera para sentarse cuando estés cansada de andar, sus farolas y jardineras llenas de plantas, y la hilera de tiendas y cafeterías que recorren la calle de principio a fin.

      Llegó andando hasta el edificio del hospital psiquiátrico y subió hasta el piso de la doctora. Llamó suavemente a la puerta para no irrumpir y molestar a Bianca, en pocos segundos escuchó como ella le daba permiso para que pasara.

      –Buenos días –saludó muy alegremente al entrar en la consulta.

      –Buenos días –saludó a su vez Bianca, quien tapó el saludo de su acompañante–. Estábamos hablando de ti hace apenas unos minutos –explicó Bianca.

      – ¡Ah! –pudo articular Sara, ruborizándose.

      –Ha hablado muy bien de ti, ¿eh? –se adelantó a decir el compañero de Bianca.

      –Pero vayamos por partes, que nos estamos liando –intervino Bianca–. Este es mi primo Brian. –Vio que su primo se acercó a Sara y le plantó dos besos en ambas mejillas–. Y, bueno, ella es Sara. –Los chicos se sonrieron.

      –Encantada –pudo articular Sara.

      –Yo también –dijo condescendientemente Brian.

      –Lo que le estaba comentando a él era que cabe la posibilidad de que yo tenga que coger baja. –Bianca miraba a la chica, pero Sara solo tenía ojos para el guapo de Brian–. Así que había pensado que como él es psicólogo y trabaja aquí, podrías continuar la terapia con él. –Hizo una pausa para ver la reacción de la chica, pero al ver que ella ni se inmutaba, continuó diciendo–: Si a ti no te molesta, claro. Y eso en caso de que yo me vaya de baja pronto, que tampoco es seguro.

      –No tengo ningún problema –alcanzó a decir Sara, que estaba sonriente pero visiblemente cortada.

      –Pues muy bien, entonces no hay ningún problema con eso –empezó a decir Brian mirando ahora a su prima–. Cuando te vayas a marchar de baja, me lo comentas y ya la paso a consulta conmigo, ¿vale?

      –Sí cariño. Muchas gracias. –Bianca se acercó a  Brian y le plantó un sonoro beso en la mejilla derecha–. ¿A que es muy guapo mi primo? –le preguntó Bianca a Sara y ella asintió atontada sin desviar la mirada del chico.

      –Bueno, yo me voy, que ustedes tienen que hablar de sus cosas –dijo Brian y besando a las chicas se dispuso a marcharse–. Ya hablamos, ¿vale?

      – ¡Sí, cariño! ¡Ya te aviso! –exclamó Bianca viendo como su primo saludaba con la mano; al salir de la habitación, cerró la puerta tras de sí.

      –No me habías dicho que  tuvieras un primo tan guapo –comentó Sara.

      –Y además es un sol –añadió Bianca yendo a sentarse en su silla.

      –¿Tu padre y el suyo son hermanos? –preguntó la chica entusiasmada e imitando a la doctora, se sentó en el diván como de costumbre.

      –No, su madre, Carmen Delia y la mía son hermanas. Aunque mi madre hace tiempo que murió.

      –Ah, lo siento. No lo sabía –dijo Sara apenada.

      –No te preocupes, hace tiempo que pasó.

      –¿Y cómo se llamaba tu madre? –preguntó la chica.

      –María,… María de las Mercedes –contestó pensativa–. Hubo una reina española que se llamaba así. Ella murió muy joven.

      –Sí, la primera mujer de Alfonso XII. Murió con dieciocho años y está enterrada en la cripta de la catedral de Nuestra Señora de la Almudena, en Madrid.

      –Pues sí, esa misma –dijo Bianca abriendo los ojos de par en par por lo informada que estaba Sara con la historia, después se dispuso a cambiar de tema–. Me alegro de que no tengas problema en que te consulte Brian.

      –No, es un placer. Es que es tan guapo, que no te echaré de menos cuando te vayas –dijo Sara guiñándole un ojo a Bianca.

      –Vaya, parece que te ha gustado realmente. –Se rió Bianca–. Pero te recuerdo que no es muy decoroso la relación sentimental entre un psicólogo y su paciente.

      –Lo sé, así que me lo podría ligar cuando tú vuelvas.

      –Como tú quieras –dijo Bianca guiñándole un ojo–. Por ahora te conformas conmigo, que yo también soy bastante guapa. –Ambas se rieron–. Así que te acomodas y comenzamos con la consulta.

      –De acuerdo –dijo Sara riéndose y tumbándose en el diván, mientras Bianca se levantaba para sentarse frente a su paciente.

 

 

 

 

 

      Después de desayunar, Marco fue a su despacho a comenzar su jornada de trabajo y sumergirse en los entresijos de su nuevo programa –sobre los desaparecidos –, del cual, ya tenía preparadas varias entrevistas con familiares. Le faltaban las averiguaciones de Edu más entrevistarse con los agentes que llevaban el caso, para así darle mayor seriedad al asunto.

      Se encontraba releyendo una entrevista con una tal Iballa, que por cierto, no había dado mucha rienda suelta a los detalles de la desaparición de su marido cuando llamaron a la puerta.

      –¡Pasa! –gritó levantando la cabeza, mirando a la puerta cerrada a la espera de que se abriera. Unos segundos después, la puerta se abrió de par en par y apareció Edu en el umbral–. ¡Ah!, eres tú. Venga pasa y cuéntame.

      –¡Buenos días chaval! –saludó Edu con entusiasmo, luego se sentó en una silla frente a la mesa de Marco.

      –Bueno, ¿qué tal te fue? –preguntó Marco.

      –Pues aparte de que el desaparecido Javier Campoy no ha querido hablar, ha ido bien.

      –¿No ha querido hablar? ¡Mierda! –protestó Marco–. Entonces no tenemos nada que decir de ese tío.

      –Bueno, tenemos las entrevistas de los policías y alguna que otra gente; aunque todo el entorno de ese tío está con un mutismo sepulcral –explicó Edu.

      –Ya, por eso no me sirve. Yo quiero que sea lo más real posible Edu. –Hincó los codos en su mesa apoyando la cabeza en sus manos, al cabo de unos instantes de silencio, levantó la cabeza y alisándose el pelo, dijo–: Yo no quiero uno de esos programas de reality shows como los del canal cinco, quiero un programa de investigación. Quiero seguir con el estilo que hemos llevado hasta ahora y si ese hombre no habla, parecerá que damos palos de ciego.

      –Eso  depende del enfoque que se le dé y lo sabes –replicó Edu.

      –Ya, pero es lo que tenía en mente. –Marco hizo una pausa y miró los papeles que tenía en su mesa–. Pero venga, dime que has conseguido, a ver qué nos sirve de toda esa historia.

      –Pues el caso del señor Campoy es bastante rarito –comenzó a relatar Edu–. No se han obtenido ningún tipo de pistas…

      –¡Que sorpresa! –lo interrumpió Marco–. Eso ya se sabía de los periódicos, o sea que no hay nada nuevo.

      –Que yo sepa, en el periódico no decía que el coche fue abandonado y que el tipo se esfumó sin dejar  rastro, como si se hubiera evaporado. –Edu miró a Marco con una expresión desafiante–. Dieron la noticia de la desaparición pero con escasos detalles, ya que la poli retuvo parte de la información para que los medios no entorpecieran la labor de búsqueda.

      –Está bien, disculpe usted mi osadía –dijo Marco levantó ambas manos en señal de rendición–. Continúa, por favor.

      –Bien. En el coche se encontraron sus pertenencias: su móvil, su cartera, un maletín y toda su ropa sobre el sillón del conductor, como si se hubiera volatilizado. –Se detuvo un instante para que su jefe asimilara la información.

      –¡No jodas! –exclamó Marco boquiabierto.

      –Como lo oyes. Y el caso es que absolutamente nadie pasó por esa carretera hasta la mañana, que fue cuando encontraron el coche.

      –Que ellos supieran, claro –añadió Marco.

      –Bueno, sí. Pero no hay en el coche ningún tipo de huella, solo las del tipo este. Extraño, ¿verdad?

      –Pues sí –respondió Marco sin dar crédito–. Bueno, ¿después de esto se ha averiguado algo?

      –Pues no, porque incluso el tal Javier Campoy no recuerda nada de nada. –Edu abrió los ojos de par en par en una expresión cómica, para darle más énfasis a sus palabras.

      –¿Nada  de nada? –preguntó Marco incrédulo.

      –He dicho: nada  de nada. Como si le hubieran borrado de la memoria lo acontecido aquel día.

      –Pues esto no sé como enlazarlo con el resto de las historias. –Marco se echó hacia atrás apoyándose en el respaldar de la silla y poniendo la mirada perdida.

      –Muy fácil –dijo Edu y Marco le prestó atención–. Comenzamos el programa con esta historia en plan “La nave del misterio”…

      –¿Y eso que coño es ahora? –lo interrumpió Marco.

      –“La nave del misterio”, tío. Milenio tres… Iker Jiménez Cadena Ser… viernes noche –respondió Edu guasón.

      –¡Vale, vale! Ya lo pillo. –Se rindió Marco.

      –Pues eso y después continuamos con el resto de las historias –continuó Edu.

      –Bueno, vale. Vamos a trabajar bien este tema.

      –¡Lo haremos, ya verás! –Lo animó Edu.

      –Qué raro lo de este hombre, Javier Campoy –dijo Marco.

      –Mucho. Además, he alcanzado a hablar con la secretaria del director general de la comunidad de Madrid del banco donde trabaja Javier y me ha contado que han acusado tanto a Javier como a su subdirector…  –se interrumpió para mirar sus notas y continuó–. Francisco Cazos, de desfalco.

      –Vaya, eso sí que no lo sabía –dijo Marco anonadado.

      –Ni tú ni yo, hasta que hablé con Lidia, la secretaria de Martín Barrosa.

      –Pero esa información no la vamos a utilizar, ¿verdad? Mejor lo dejamos para otro programa. En España hay muchos casos de esos.

      –Ya, sólo te lo contaba como una curiosidad –manifestó Edu–. De todas formas, ¿no te parece raro que desapareciera justo después de que fuera acusado?

      –¿Ah sí? –preguntó Marco con interés.

      –Pues sí, me lo contó Lidia. Me dijo que el mismo día que Javier desapareció, su jefe había tenido una reunión con él y le había expuesto los cargos, y justo esa noche va y desaparece, se esfuma ¿No te parece raro? –dijo Edu dejando la pregunta en el aire.

      –¡Rarísimo!, pero si no hay pruebas que vinculen un tema  con el otro, no podemos relacionarlos nosotros mismos. Nos podrían caer encima.

      –Podríamos hacer algunas insinuaciones, no sé…

      –Edu, no. –Lo interrumpió Marco.

      –Sólo dejarlo caer, como quien no quiere la cosa.

      –Ni hablar de eso Edu. Ya te lo he dicho, de los realities que se encarguen otros. Ya lo meteremos en un programa más acorde con el tema. Ahora quiero un programa sobre desaparecidos. ¿Queda claro? –preguntó con el semblante serio, mirándolo fijamente.

      –¡Está bien! Queda claro –respondió el otro con desánimo.

      –Bien, perfecto. Me gusta que nos entendamos.

      –A mí también –añadió Edu con sorna.

      –Pues vamos a seguir con el tema, dejando por el momento a Campoy de lado. Los familiares de algunos desaparecidos me han insinuado la pertenencia de éstos a un grupo o una secta, que se yo. Quiero que se investigue eso, a ver que sale.

      – ¿Tenemos algo más?

      –Sí, el tipo que lo lleva se llama Gilbert Meier. Un alemán o suizo, afincado a aquí, en la isla. Creo que vive en Tamadaba o en Gáldar.

      –¡Vaya! Normalmente estos alemanes  se van a vivir a Maspalomas, pero veré que averiguo. –Edu tomaba notas de lo que le decía Marco.

      –Estupendo. Me gustaría saber todo lo que se pueda de este individuo, no es que tenga algo que ver con las desapariciones, pero es raro que se pierdan varias personas de un mismo grupo, ¿no?

      –Por si a caso lo investigamos, a ver que encontramos y si se puede relacionar. Con lo mismo está metido en asuntos turbios y los han raptado para pedirle rescate o algo por el estilo –dijo Edu con entusiasmo, le brillaban los ojos.

      – ¡Ya está Edu con sus películas! –Lo amonestó Marco.

      –¡Oye, quien sabe!

      –¡Tira, anda, tira! Vete  con eso y averiguas lo que puedas, como si te tienes que ir a Alemania. Yo intentaré entrevistar a los polis que llevan el caso.

      Edu se levantó de su asiento y se dirigió hacia la salida. Cuando llegó a la puerta se giró y preguntó:

      –¿Quieres que busque en estupefacientes?

      –¡Piérdete ya! –casi le gritó Marco.

      Edu salió cerrando la puerta a toda prisa sin ni siquiera se despedirse. La secretaria de Marco le echó una mirada de furia y él le guiñó un ojo, en sus labios se perfiló una sonrisa. Ella agachó rápidamente la cabeza para mirar a su pantalla de ordenador; sus dedos comenzaron a teclear con una agilidad virtuosa.

 

 

 

 

 

      Una chica alta, delgada y muy guapa les abrió la puerta principal de la casa; llevaba el pelo rubio recogido en un moño y aún tenía puesto el pijama, que se componía de pantalón hasta los tobillos y camisa de manga larga con bolsillos a los lados, dibujos de Winnie de Pooh adornaban todo el conjunto. Tenía los ojos hinchados, lo cual delataba que se había levantado hacía una escasa media hora. El olor a café que salía por la puerta hizo que los dos hombres se deleitaran con él.

      La chica, que se presentó como Rebeca, los invitó a pasar y les sirvió ese café tan delicioso que envolvía toda la casa con su aroma y les habló de la noche en que desapareció su amiga Guacimara.

      –Ella me acompañó hasta la puerta de mi casa y después se despidió y se marchó –dijo con la mirada fija en la taza de café que tenía frente a ella encima de la mesa.

      –¿Tenía ella algún ex novio descontento o algo por el estilo? –preguntó José.

      –No, que va. –Ella levantó la vista de su taza y correspondió a la mirada de su interlocutor–. Tenía un novio, pero más bien fue él quien rompió la relación. Se quedó hecha polvo, pero es una tía muy fuerte y siempre saca fuerzas de flaqueza para seguir adelante. Tiene un problema y es ella la que termina animándote.

      –Así que no hay ex novio, pero ¿alguna amiga u amigo? –preguntó ahora Pablo y esperó a que Rebeca contestara después de sorber un poco de su café.

      –¡No, que va! Guaci es una tía que le cae súper bien a todo el mundo. Nunca ha tenido problemas con nadie, además ayuda a todo el que acude a ella. Si habláramos de la pelmaza de su hermana, a lo mejor les diría que sí, pero tratándose de Guaci, no. Incluso estuvo a punto de marcharse como voluntaria con una O.N.G, pero es incapaz de dejar solo a su abuelo.

      –¿No notó nada raro en su comportamiento ese día o los días anteriores? –Hizo la pregunta José y como si se lo pensara mejor hizo otra–. ¿Es posible que le ocultara algún problema con alguien?

      –No, lo dudo. –La chica movía la cabeza negando mientras hablaba.

      Pablo y José la observaban a la espera de una explicación.

      –Primero porque a ella se le nota un hue…  –Se interrumpió, los hombres se miraron sonrientes–. ¡Hay, perdón! A ella se le nota muchísimo cuando tiene problemas. Por ejemplo con Idaira, su hermana, aunque con ella siempre tiene contrariedades, claro. Segundo porque siempre me lo cuenta todo a mí o si no a Gilbert.

      Los dos policías volvieron a intercambiar miradas, esta vez con seriedad y desconfianza.

      –¿He dicho algo malo?

      –No, prosiga –la apremió José.

      –Pues lo que les he dicho, que nosotras nos lo contamos todo.

      –¿Cómo puede estar tan segura? –preguntó José levantando su taza hasta sus labios.

      –Pues estoy segura porque nos conocemos desde pequeñas –respondió Rebeca algo molesta mientras miraba a José sorber su café sin dejar de mirarla a ella–. Estuvimos juntas en la guardería, hemos estudiado juntas en E.G.B y cuando digo estudiar juntas –puso mucho énfasis en esta frase–, me refiero desde primero a octavo en el mismo aula y no solo un día en casa para un examen. Fuimos juntas al Bachillerato y aunque no estudiamos lo mismo después de la selectividad, hemos seguido en contacto. Así que si no se apoya en mí, no sé en quien lo va a hacer.

      –Nos damos por enterados –dijo José y añadió para disculparse–. Siento haberla ofendido, señorita.

      –¿Y ese tal Gilbert quién es? –preguntó Pablo para aliviar tensiones, como si fuera la primera vez que escuchaba ese nombre.

      Rebeca desvió la atención hacia Pablo y respondió algo más relajada.

      –Es una especie de consejero espiritual, pertenecemos a un grupo de personas que se reúne para hablar y tratar las adversidades de todos. Así que Guaci cuando tiene problemas acude a mí o a Gilbert, como ya les he dicho.

      –¿Han tenido algún tipo de problemas con él? –volvió a peguntar Pablo.

      –¿Se refiere al grupo?

      –No, me refiero a Gilberto. Es decir… Gilbert.

      –Pues de ningún tipo –respondió ella con suspicacia–. Gilbert ha ayudado a mucha gente, incluido nosotras. Cuando murió la madre de Guaci, él la apoyó muchísimo.

      –¡Qué bien! –dijo José, Rebeca lo fulminó con la mirada.

      –Creo que con lo que nos ha contado tenemos suficiente –dijo Pablo levantándose del sofá.

      –Bien, me alegro –expresó Rebeca y se levantó a la par que José.

      Los tres se dirigieron hasta la salida de la vivienda. Rebeca iba delante, giró el picaporte y abrió la puerta para que los hombres salieran.

      –Siento haberla ofendido con mis preguntas –se disculpó José una vez hubo traspasado la puerta.

      –No se preocupe, estoy segura de que hacía su trabajo –lo justificó ella.

      –Gracias por atendernos –dijo Pablo al pasar al lado de Rebeca.

      –Ha sido un placer. Pero señores…, encuentren a Guaci, por favor.

      –No dude de que lo haremos –aseguró Pablo.

      –Eso espero.

      Rebeca cerró la puerta después de haber dicho esto sin siquiera despedirse.  Pablo y  José se quedaron mirando la puerta cerrada a la par que de sus labios se les escapaba un imperceptible hasta luego. Unos instantes después, reanudaron su marcha con las últimas palabras de Rebeca pesándoles en el alma. 

 

 

 

 

 

      Marco descolgó el teléfono y marcó el número de la comisaría de Las Palmas. En el auricular se podía escuchar el sonido del tono de llamada. Al cabo de unos instantes, alguien descolgó  al otro lado y respondió. La voz sonaba metálica y suave, parecía de una chica joven.

      –Comisaría de policía de Las Palmas, ¿en qué podemos ayudarle?

      –¡Buenos días! Quisiera hablar con el inspector José Mckin –dijo Marco.

      –¿Extensión? –preguntó la chica.

      –¿Perdone? –preguntó a su vez Marco desorientado.

      –Que si conoce usted la extensión, el número del despacho del inspector.

      –¡Ah!, lo siento. No, no lo conozco.

      –Un momento por favor.

      A través del aparato, Marco podía escuchar una música suave, como tocada por un organillo y se imaginó a la chica tecleándolo. Después de unos segundos que se le hicieron eternos, la misma voz volvió a hablar.

      –Le paso –dijo automáticamente.

      –Muy bien, gracias. –Marco se quedó con las palabras en la boca, ya que la chica le puso la banda sonora de la comisaría una vez más.

      –¡Homicidios, buenos días! –respondió esta vez una voz de hombre–. ¿En qué puedo ayudarle?

      –¡Buenos días! Quisiera hablar con el inspector José Mckin.

      –En estos momentos no se encuentra en su despacho. ¿Quién pregunta por él?

      –Soy Marco Alonso, estoy haciendo un programa de investigación y me gustaría hacerle algunas preguntas al inspector.

      Hubo una pausa al otro lado. Movimiento de papeles y ruido de fondo típico de una oficina, el ir y venir de la gente.

      –Si lo desea le puedo dejar un aviso –respondió el hombre después de un rato.

      –Sí, hágalo. Pero, ¿me podría dar su número de móvil?

      –No facilitamos esa información, disculpe. Si usted quiere, me deja su número y él lo podría llamar.

      –Muy bien, de acuerdo –dijo Marco desilusionado, procediendo a dictarle su número de móvil.

      –Le dejaré un aviso de su llamada en su mesa y en cuanto él pueda lo llamará.

      –Bien, estupendo… –Dudó un instante–. De todas formas, ¿cuándo lo puedo localizar en su despacho?

      –Normalmente de ocho a tres de la tarde, esto si no tiene que salir y algunos días está por la tarde, pero eso lo hace cuando tiene casos especiales o está muy ocupado con algún asunto.

      –Muy bien, de acuerdo. Muchas gracias por atenderme.

      –No hay de qué. Que tenga un buen día.

      –Hasta… –Marco se interrumpió al escuchar el tono que hace la línea después de que hayan cortado la comunicación. Se quedó mirando su auricular y seguidamente lo depositó sobre el teléfono. Miró su pantalla de ordenador y comenzó a teclear. Se detuvo a pensar un momento, luego cogió su teléfono móvil para hacer otra llamada.

      –Esta vez sí que voy a conseguir hablar contigo –dijo a la habitación vacía, mientras su pulgar ya marcaba un número.

 

 

 

 

 

      Desde la ventana podía ver el ir y venir de los coches y de fondo escuchaba el divagar de Sara, que durante veinte minutos no había dejado de hablar de moda.

      <<Así vestía con esa ropa tan cara del diseñador italiano Ángelo Biscaro>>. Pensó Bianca.

      Sabía que los diseños de Ángelo habían causado furor entre las féminas de la isla, tanto que Biscaro se decidió por abrir una tienda en Las Palmas y otra en Maspalomas; no contento con ello, se vino a vivir a Gran Canaria. Poco después buscó la forma de entrar en Moda Cálida. Hoy en día vive en el sur de la isla y se ha convertido en uno de los mayores representantes de la moda canaria.

      Aunque ella también tenía algunas prendas de Ángelo, no sabía como una chica sin trabajo podía costearse semejantes lujos; aunque sí que lo sabía, los padres de Sara, divorciados, tenían ambos bastante dinero. 

      –Esta falda misma es una Biscaro y esta mañana me he comprado un vestido en su tienda de Triana.

      Bianca se giró para observar la falda de la chica.

      –Muy bonita –comentó desanimada, mientras volvía a sentarse en su silla con bastante dificultad. Tenía la sensación de que este embarazo iba a ser un poco complicado.

      –¿Te encuentras bien, Bianca?

      –Sí… Bueno, realmente no. Por eso me levanté, a ver si me daba un poco el aire.

      –Te veo un poco pálida, ¿te traigo agua? –Sara se incorporó del diván.

      –No te preocupes, yo la cojo. –Bianca hizo ademán de levantarse para ir a buscar su agua.

      –De eso nada, que tú estás embarazada, además tienes mala cara. –Sara se levantó, se acercó a la mesa auxiliar donde Bianca tenía varias botellas de agua de Teror sin gas y vasos de cristal, le llenó uno y se lo acercó–. Aquí tienes y si necesitas más me la pides –dijo tendiéndole el vaso a su psiquiatra.

      –Muchas gracias, cariño. –Bianca sonrió agradecida y  bebió un poco de agua.

      –No hay de que. –Sara se sentó en el diván–. Una vez que Gara estuvo enferma, cuidé de ella…

      Bianca apuró el vaso hasta el final luego miró a la chica, que la observaba como esperando su beneplácito.

      –Que bien, cariño –dijo después de tomar aliento–. Eres una chica con buen corazón.

      Sara se la quedó mirando como dudando de sus palabras, acto seguido se recostó en el diván, pensando en la veracidad de las palabras de Bianca.

      –Ella era una chica bastante terca… –continuó relatando–, y cuando le iba a traer cualquier cosa, se quería levantar para ir a buscarla ella misma, como tú ahora. Ya podía tener cuarenta de fiebre que prefería hacerse sus cosas sin ningún tipo de ayuda. Al final aquel día desistió porque la fiebre y la faringitis no la dejaban moverse de la cama.

      –Se ve que eres una buena amiga –dijo Bianca mirándola, intentando animarla.

      Sara con la mirada perdida, observaba el blanco del techo, como si observara las estrellas del cielo en una noche clara de verano.

      –¿Crees que una buena amiga no iría nunca a visitar su tumba? –preguntó la chica con voz átona.

      Bianca carraspeó y se pensó durante unos instantes lo que iba a responder.

      –Yo no creo que visitar la tumba de los seres queridos sea un claro acto de amor hacia ellos. Mucha gente se condena yendo cada día a llevarles flores a sus difuntos, pero yo no creo que hacer eso sea una tradición demasiado sana. –Ahora notó que la chica volvía a la tierra y la observaba con atención–. Yo misma perdí a mis padres y te aseguro que los adoraba… –Un nudo en la garganta la hizo detenerse con el recuerdo, pero continuó sin perder la voz–. Pero sin embargo, no creo que ellos estén encerrados en sus sepulcros esperando que yo vaya a visitarlos y a dejarles flores. Prefiero creer que están cada día a mi lado, protegiéndome y enviándome todo el cariño posible para que yo sea feliz.

      –Me sorprende que una psiquiatra piense de esa manera.

      Sara miraba a Bianca maravillada, que ya parecía tener mejor cara.

      –Aunque no lo creas, tengo mis razones para pensar de esta manera –se excusó Bianca.

      –¡Tú dirás!

      –Prefiero que te quedes con la idea, ¿te parece bien?

      –Como quieras, pero me ha ayudado mucho tu explicación. Ahora pensaré que Gara está junto a mí y me perdona por… –Se detuvo, al notar que sus ojos se le empañaban.

      <<Ahora es el momento de que lo sueltes todo>> pensó Bianca, deseosa de despojar de su trauma a aquella muchacha a la que veía desvalida bajo toda aquella fachada de niña pija e insensible que prefería llevar por bandera.

      –¿Te apetece dejarlo? –preguntó la doctora observando como la chica movía la cabeza en señal de negación.

      –El día que Gara murió, se llevó consigo una parte de mí. Además de no poder pedirle que me perdonara.

      –Ella te quería. Seguro que te perdonaría cualquier cosa que le hubieras hecho –la consoló Bianca.

      –No lo que ocurrió aquel día… Es que tú no lo entiendes… Yo tuve la culpa de su muerte. –Rompió a llorar abrazándose las rodillas.  

      Bianca esperó observándola hasta que cesara el llanto, muy a su pesar, ya que deseaba arroparla como la madre que le faltaba a la chica. Sabía que tanto la madre como el padre de Sara, le demostraban todo su amor poniéndole una tarjeta de crédito en las manos, a cual más suculenta de las dos, como si utilizaran a su propia hija para competir y continuar librando una batalla que no resolvieron cuando se separaron.

      –Se trataba de darle una sorpresa… –dijo una vez repuesta; los mocos inundaban su nariz  y la voz le salía gutural–. Yo estaba ilusionada, pero hasta el final no me di cuenta de que era una encerrona. Ella llegó a casa de Daniel y se encontró con todo aquel panorama… Salió corriendo de la casa, se subió a su coche… Yo no la seguí, ni siquiera la detuve… Fue en aquel maldito cruce donde otro coche la arrolló… –Sara hablaba como hipnotizada. A Bianca le parecía que deliraba y perdía el orden de los acontecimientos–. Cuando me marché de casa de Daniel me encontré con el coche de Gara empotrado a un lado de la carretera; la ambulancia aún estaba detenida en el arcén y los auxiliares la intentaban reanimar… Al verme allí parada ante un control de la policía con el coche de Gara en tal tremendo estado, salí corriendo, cuando llegué a la altura de la ambulancia y la vi tirada en la camilla, me desmayé.

      Más llantos que llenaron la estancia.

      –¿Cuánto tiempo pasó desde que Gara se marchó y tú la viste en la ambulancia? –preguntó Bianca al cabo de unos minutos, que dejó para que Sara se recuperara.

      –No lo sé, puede que media hora. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, salí para intentar localizarla.

      –¿Pudo ver Daniel también el accidente?

      –No lo creo, el se quedó en su casa cuando yo me fui, ni siquiera hizo ademán de detenerme.

      –¿Y cuando se enteró de lo de Gara?

      –Por los periódicos y porque la gente  le contó lo que había sucedido en el cruce. Su casa está a menos de un kilómetro.

      –¿Te llamó?

      –Sí, bueno intentó hablar conmigo por teléfono, pero yo cortaba la llamada. Después supongo que se cansaría –explicó Sara con una voz más clara.

      –Está bien. ¿Te parece que sigamos el próximo día? –preguntó Bianca.

      –Ya es la hora, ¿no? –dijo Sara desanimada.

      –Sí cariño. Lo siento.

      –No te preocupes ya has hecho bastante. Me he desahogado un montón. –Sara comenzó a levantarse para irse.

      –Me alegro –dijo Bianca comenzando a levantarse para despedirse.

      –¡No, no te levantes! –casi gritó la chica, posteriormente se acercó a darle un fuerte beso en ambas mejillas–. Muchas gracias por todo.

      –¡No hay de qué! Cualquier cosa me…

      –Te llamo. No te preocupes –dijo casi saliendo por la puerta.

      Bianca se quedó sentada observando entrar a su siguiente paciente; éste se dirigió al diván con un humor de perros y casi ni saludó.

 

 

 

 

 

      Salieron del pueblo de El Doctoral y llegaron a una rotonda donde tomaron el desvío para entrar en la autopista dirección sur. José pulsó el botón de encendido del equipo de música del Avensis color champán de Pablo, justo cuando el vehículo entró en una prominente curva que los introduciría en la autopista.

      Los últimos acordes de la canción “Can´t stop loving you” de Phil Collins resonaron en los altavoces del vehículo y la voz del locutor de radio despidió la canción haciendo un vago comentario a cerca del tema que había pinchado y dio paso al siguiente tema. Mientras, el coche ya se introducía en la autopista por el carril de la derecha con un Pablo concentrado en el volante y escuchando, como su compañero, al locutor que decía que el próximo tema era el “Hollywood” de Madonna extraído de su más reciente álbum de estudio, cuyo primer single, había levantado recelos si no en una gran parte de la población  mundial, si en gran parte del territorio yanqui. Saltando al mercado con un video bastante escabroso, el cd de la artista se quedó a las puertas de convertirse en un superventas y más que nada consiguió reavivar las heridas producidas por los atentados recientes en Estados Unidos contra las torres gemelas.

      Pablo y José no pudieron evitar pensar en aquel fatídico día y ambos se estremecieron recordándolo: Pablo estaba comiendo, tenía turno de tarde y puso la tele para ver las noticias. Las imágenes de un avión metiéndose literalmente en una de las torres lo dejaron atónito y tanto el tenedor como el trozo de pechuga que había clavado en él, cayeron sobre el plato salpicando la mesa. Después de la primera impresión, pensó que quizás fueran imágenes de una nueva película de Hollywood y criticó el fanatismo americano, pero al escuchar al presentador decir que eran imágenes reales, un escalofrío recorrió todo su cuerpo y sintió un vuelco en el estómago, ya no pudo seguir comiendo; por su parte José estaba trabajando y un compañero le hizo el comentario de que habían atacado a las torres gemelas con un avión. Su primera reacción fue pensar que le estaba tomando el pelo y le dijo que se dejara de gilipolleces, que no era un tema para bromear, pero pronto vio que su compañero no bromeaba y corrió hasta el primer televisor para comprobar, al ver a un grupo de compañeros pegados a la pantalla, que no era ninguna broma.

      Los primeros acordes de la mencionada canción comenzaron a sonar, después de que el locutor lamentara el poco éxito del álbum y alabara a la cantante por el repertorio de su nuevo y más reciente CD. Pablo y José retornaron al vehículo y prestaron atención a la música, que era muy pegadiza para un momento de recuerdos tan trágicos.

      Más canciones fueron sonando mientras el Avensis avanzaba por la autopista que, a aquellas horas estaba bastante fluida.

      José observaba el paisaje pedregoso de aquella zona de la isla y cuando el coche llegó a la altura de San Agustín, pudo apreciar un espectáculo de peñascos que le recordó al Gran Cañón de Arizona, en una visita que hizo de joven a su país paterno. Su padre, Richard Mckin, era oriundo de Michigan y quiso enseñarle su país natal a su mujer y a su hijo, que por aquel entonces contaba con dieciséis años de edad, y los condujo por los puntos más importantes del territorio americano.

      Para sorpresa de José, su padre era bastante conocedor de los recovecos más impróvidos de Norte América y él se mostró impresionado con la belleza de aquel país y con sus costumbres, que no tenían nada que ver con las tradiciones canarias.

      Un sonido constante lo sacó de sus cavilaciones.

      José y Pablo se observaron interrogándose con las miradas. Pablo bajó el volumen de la música y ambos se dieron cuenta de que el sonido provenía de un teléfono móvil. José se llevó la mano a la funda de móvil que llevaba enganchada a su cinto y lo desenfundó, seguidamente lo descolgó.

      –Mckin –dijo con sequedad.

      –Buenos días, señor Mckin –saludó una voz al otro lado del teléfono.

      –Buenos días, ¿con quién tengo el placer de hablar?

      –Soy  Marco Alonso y me gustaría hacerle una entrevista, señor Mckin.

     –¡Ah, es usted!... ¿Qué tipo de entrevista?

            –Verá, estamos haciendo un programa de investigación sobre desaparecidos y nos gustaría que usted y su compañero hablaran sobre las pesquisas que están llevando a cabo.

    Silencio en la línea.

      –¿Señor  Mckin? ¿Sigue ahí? –preguntó Marco desconcertado.

      –Sí, sigo aquí. ¿Cómo sabe usted lo de los desaparecidos? –preguntó José a la par de que se sabía  conocedor de la respuesta.

      –Soy periodista, señor Mckin y como ya le he dicho, estoy trabajando en un programa de investigación. Seguro que usted habrá oído hablar de él.

      –Sí, claro. “Observándote”.

      –Exactamente.

      –Escuche señor Alonso, está usted interfiriendo en una investigación policial y le voy a pedir que abandone sus indagaciones al respecto y por consiguiente la producción de este programa –habló con aridez.

      Pablo escuchaba y lo miraba de vez en cuando para no perder la concentración en la carretera.

      –Creo que la opinión pública tiene derecho a saber –replicó Marco.

      –Lo que usted crea me trae sin cuidado, señor Alonso. Conozco su trayectoria de reportero carroñero. Así que no me venga ahora con lecciones de moral.

      –Mi intención es hacer un programa para que la gente se identifique con lo que ocurre y pueda aportar datos y ayudar a encontrar a los desaparecidos. Yo sólo…

      –Señor Alonso, ya se están haciendo las investigaciones necesarias para dar con ellos. Tenemos fotografías de todos ellos repartidas por todos los hospitales, centros de salud y comisarías de policía de toda España. No nos hace ninguna falta crear una alarma social y que la gente colapse todas nuestras líneas para decir que han visto a uno u otro de los desaparecidos. ¿Lo entiende usted?

      –Por supuesto que lo entiendo, señor Mckin, pero…

      –No hay pero que valga, señor Alonso. ¡Olvide este tema! –Ahora su voz denotaba enfado–. ¡Que tenga usted un buen día!

      –Sólo una cosa. –Su voz sonó desesperada.

      –¡Dígame!

      –Sé que algunas de estas personas pertenecen a un grupo. Y este grupo está dirigido por un tal Gilbert Meier. –Marco hizo una pausa para ver la reacción del policía, pero éste no hizo ninguna observación al respecto–. Tengo a alguien investigándolo. Nosotros les podríamos facilitar información a ustedes y cuando  encuentren a estas personas, se podría hacer el programa.

      José permaneció con la mirada fija hacia delante, escuchando al periodista. Al fondo, detrás de un montículo divisó Playa del inglés y las dunas de Maspalomas, un resquicio del faro asomaba por la loma.

      –Nosotros ya estamos investigando a Meier por medio de la Europol. Le vuelvo a pedir que se mantenga al margen de esta investigación. Que pase usted un buen día señor Alonso –repitió.

      José se separó el teléfono de la oreja, de fondo se podían escuchar las quejas de Marco hasta que pulsó el botón de fin de llamada.

      Quince minutos más tarde llegaron a la casa de la última desaparecida de la lista, Teresa Manzano. Los atendió su marido, que se quedó en casa para recibirlos. Tenía aspecto de demacrado y se le veía bastante afectado por la desaparición de su mujer.

      –Buenos días caballeros. –El hombre los saludó mustio después de abrir la verja de entrada a su casa.

      Pablo y José saludaron y se presentaron al hombre. Le expusieron el motivo de su visita explicándole con tranquilidad la misma duda que  los familiares de los otros desaparecidos habían expresado acerca de tener que volver a contarle la misma historia a otra pareja de policías distinta.  

      –Ella salió a pasear a los perros y al parecer se encontró con una vecina por el camino, fue la última persona que la vio aquel día –explicó el hombre después de las preliminares. Se le veía aturdido.

      –¿Cuando la echó en falta? –preguntó Pablo.

      –Pues a las dos horas de haber salido, nunca estamos más de dos horas paseando a los perros, aunque alguna vez hemos estado tres horas.

      –Tengo entendido que antes de desaparecer hizo una llamada de teléfono a su hija, ¿es cierto? –preguntó ahora José.

      –Sí. Fue al móvil de mi hija, pero se le cortó la llamada y no volvió a llamar.

      –¿Podríamos hablar con ella?

      –Sí, no hay problema –dijo; acto seguido, se acercó a la entrada de la casa y llamó a su hija.

      Pasaron unos escasos minutos, cuando una chica alta, guapa y muy sonriente, apareció en el umbral de la puerta.

      –¿Me llamaste, papá? –preguntó con la sonrisa aún en la cara, a pesar de la pérdida de su madre.

      –Sí. Esta es Marina, mi hija –les explicó a los policías.

      Ambos saludaron a la chica y ella les correspondió con una inclinación  de cabeza.

      –Explícales lo de la llamada de tu madre.

      –Bueno, lo que ya había contado antes, papá… Sonó mi móvil y cuando vi que era mamá, lo cogí y hablé con ella. –Miraba solo a su padre, como si se lo estuviera contando solamente a él.

      –¿Pudiste escuchar algo raro?, es decir. ¿Hubo algún ruido que te hiciera pensar que le ocurrió algo? –intervino José.

      –No, simplemente se cortó –respondió ella mirándolo.

      –¿Habló con normalidad? –preguntó ahora Pablo.

      –Pues sí, claro como siempre.

      –¿No la notaste nerviosa o escuchaste algo de fondo que te hizo pensar que estuviera acompañada? –José volvió a hacer otra pregunta. El padre de la chica miraba de unos a otros como si estuviera observando un partido de tenis.

      –Ella llamó, yo lo cogí –hablaba con nerviosismo, daba la impresión de que sintiera que la culpaban de la desaparición de su madre–. Me dijo que enseguida  volvería, que estuvo hablando con Lara y que se habían entretenido. En ese momento, se cortó, como si se le hubiera agotado la batería.

      –¿Quién es Lara? –preguntó Pablo.

      –Es una vecina muy amiga de mi mujer, ya se lo dije antes –ahora habló el padre, ya metido en el partido.

      –Muy bien, hablaremos con ella –explicó José.

      –Ahora iremos a casa de Lara y le haremos algunas preguntas, después iremos a investigar la zona en la que su mujer desapareció. –Pablo miraba a José para comprobar que estaba de acuerdo con él y después se dirigió al hombre–. ¿Tendría usted algún inconveniente en acompañarnos para ver la zona exacta?

      –No señor, iré con ustedes y les diré  donde estaban los perros cuando los encontramos.

      José y Pablo esperaron unos minutos hasta que el hombre se puso sus zapatillas de deporte y volvió a hacer acto de presencia. La hija se empeñó en acompañarlos. Luego los cuatro fueron a casa de Lara primero y al lugar de la desaparición después.

      Por su parte, Lara no dio demasiadas explicaciones, ya que simplemente se cruzó con ella en la calle y estuvieron un gran rato charlando. Después, ella se marchó y Teresa continuó su paseo con los perros.

      Cuando llegaron al lugar de los hechos, el hombre les indicó el lugar exacto donde se habían encontrado a los dos animales atados a un tronco de un flamboyán. Les explicó que el móvil de su mujer estaba tirado en el suelo con la batería y la tapa esparcidas por la fuerza del impacto al caer. Al no tener experiencia, pisotearon la zona mezclando las huellas de sus zapatos con las de los presuntos captores y al recoger el aparato, también lo impregnaron con sus huellas.

      Pablo y José escudriñaron la zona en busca de algún indicio, pero no descubrieron nada fuera de lo común, salvo la parte del talón de una suela de sandalia que resaltaba de entre un montón de huellas. Pablo se sacó una cámara de fotos digital del bolsillo y fotografió la huella que le mostraba José desde varios ángulos.

      Al cabo de una hora, los dos policías ya estaban montados en el coche de vuelta a Las Palmas.

 

 

 

 

 

      El timbre sonó en la vivienda a las ocho y media en punto como la alarma de aviso de incendios en una estación de bomberos, José salió de la cocina y fue por el corredor hasta la puerta de entrada, llevaba puesto un pantalón de pijama largo y una camiseta. Abrió la puerta y se encontró de frente con su compañero, que portaba en las manos una botella de vino blanco y una caja de bombones.

      –Vaya, que puntual –dijo José a modo de saludo.

      –Ya ves, los polis somos así –comentó Pablo y ambos se rieron.

      –Venga, pasa. No te quedes ahí parado.

      Pablo entró y le tendió a José lo que había traído, acto seguido, se quitó la chaqueta que llevaba puesta.

      –No tenías que haberte molestado, hombre –le espetó José.

      –Que va, si son dos cosillas de nada. Además, tu mujer necesita algo dulce, ¿no? Tendrá antojos y cosas de esas.

      –Sí, a veces tiene antojos de dulces.

      Ambos sonrieron. 

      –Bueno, vamos al salón y abrimos esta botella de vino, que tiene muy buena pinta y la tomamos mientras se termina de hacer la cena.

      Pablo pasó y observó la sala de su compañero, mientras se sentaba en uno de los dos sofás que había dispuestos en forma de ele y frente a un televisor de veintiocho purgadas. José fue a la cocina a por un abridor y un par de copas.

      –Bueno, parece que por fin voy a conocer a la persona que pasa más tiempo con mi marido –dijo Bianca desde el umbral de la puerta del salón.

      Pablo se giró en su asiento para encontrarse con una mujer muy guapa, tenía los ojos marrones y su pelo castaño, estaba mojado y le llegaba por los hombros, dando a entender que acababa de salir de la ducha. La barriga le sobresalía del blusón de su pijama.

      El policía se levantó atropelladamente y se acercó a la mujer con la mano extendida para saludarla.

      –Buenas noches, soy Pablo –dijo con una gran sonrisa.

      –Que tal, yo soy Bianca… Veo que eres más guapo de lo que me habían contado –dijo ella también sonriendo, pero en vez de extender su mano para corresponderle, se le acercó para darle dos besos en las mejillas.

      Pablo enrojeció y Bianca pudo notar el calor que manaba de los pómulos al besarlo.

      –¡Bueno, bueno, no exageres, que no es tan guapo! –exclamó José cuando entraba al salón cargado con dos copas y el abridor. Todos se rieron, después se fueron a sentar en los sofás.

      Estuvieron un rato hablando hasta que al cabo de un rato, se sentaron a la mesa para cenar.

      Durante la cena, hablaron de muchos temas y Pablo se interesó por el cómo se conocieron Bianca y José.

      José le relató la historia del comienzo de su noviazgo, mientras Pablo la seguía con mucho interés. Después le preguntó de dónde venía su apellido, que a él le parecía irlandés y José le explicó que su padre era un marinero americano que de mucho venir a esta isla, se enamoró tanto de ella como de una  chica, y se quedó a vivir, dejando sus orígenes en los Estados Unidos.

      –Creo que mi bisabuelo era un irlandés que emigró a América junto con su familia en busca de nuevas oportunidades y se instalaron allí. Mi abuelo tendría unos seis años, o algo así. Él me contó su historia en mis visitas y lo cierto es que dudaba de su edad al llegar a América.

      –¡Qué interesante! ¿No tienes contacto con ellos? –preguntó Pablo con mucho interés.

      Bianca los miraba embelesada.

      –No, cuando mis abuelos murieron, dejamos de ir a Michigan. Después, cuando murió mi padre,  su hermana, que tenía dos hijos, y  yo perdimos el contacto. Así que hoy en día no sé nada de mis raíces americanas. En cuanto a mis raíces canarias, tengo un par de tíos y primos pululando por ahí, pero al morir mi madre tuvimos nuestras diferencias y dejamos de vernos.

      –Bueno, ¿y cuál es tu historia? –le preguntó Bianca a Pablo.

      –Pues muy simple… –comenzó a relatar, se detuvo y carraspeó–. Yo soy de Santander y me vine muy joven a hacer la mili a Canarias, después de jurar bandera decidí quedarme y hacer carrera en el ejercito. Cuando me hicieron cabo primero, me cansé; así que me salí. Después me metí en la policía y con mi expediente,  escalé rangos en seguida.

       –¡Vaya, hombre! Tenemos a un cántabro y todo –dijo Bianca mirando a su marido.

      –Sí, pero con acento canario –añadió Pablo.

      –Bueno, ahora que lo dices, te noto un ligero acento peninsular –comentó José a modo de burla.

      Todos rieron la gracia.

      –¿Así que vives aquí tú solo? –preguntó Bianca.

      –Bueno, no. Hace un par de años, se vino a vivir mi hermana Maite. Ella es la más pequeña. Estuvo casada durante ocho años hasta que hace poco se divorciaron. Un día vino a visitarme para relajarse un poco y pensar sobre si debía divorciarse, él la engañaba con una compañera de trabajo. El tiempo que pasó aquí le abrió los ojos y finalmente se decidió por la separación. Mi madre y el resto de mis hermanos viven allá.

      –Lo siento por ella, pobrecita –comentó Bianca

      –Por lo menos tienes a alguien cercano –dijo José para quitar hierro al asunto.

      –¿Y tú, Bianca? –le preguntó Pablo.

      Bianca lo miró a los ojos, luego agachó la cabeza y comenzó a juguetear con unas migas de pan que tenía en el mantel, junto a su plato.

      –Mis padres murieron. Mi padre cuando yo era muy joven y mi madre cuando yo estaba en la facultad. –Ella levantó la cabeza y logró encarar a Pablo con la mirada triste como siempre le ocurría cuando recordaba a sus padres.

      –Lo siento –dijo Pablo apenado.

      –Su padre trabajaba en el muelle, en los astilleros, de mecánico. Al parecer tenía bastante buena reputación –explicó José y Bianca lo miró agradecida por el comentario.

      –¿Y no se conocieron? –preguntó Pablo.

      –¿Quiénes? –preguntó a su vez José.

      –Tu padre y el de Bianca. Antes habías dicho que tu padre era marinero y que había venido muchas veces aquí en su barco, y el de ella trabajaba en los astilleros, ¿no?

      –¡Ah!, sí claro. Pues parece que no, mi padre también era mecánico, y creo que varaban en una zona habilitada para ello. Después el que quería solicitaba ayuda a los astilleros, en el cual trabajaban muchas empresas dedicadas a la reparación de barcos, así que puede que alguna vez coincidieran –explicó José.

      –Puede que incluso  salieran juntos a tomar copas. Quien sabe –comentó Bianca más animada.

      La conversación se prolongó algunas horas más, aprovechando que era viernes y al día siguiente ninguno trabajaba. Bianca no pudo aguantar más y dejó que los dos hombres continuaran con la velada hasta que ellos quisieran o terminaran rendidos, como ella en ese momento, que se escabulló para irse a dormir.

      Se despidió de su marido con un beso en los labios mientras él le acariciaba su prominente vientre. Después se acercó a Pablo y le plantó dos fuertes besos en ambas mejillas.

      –Eres un amor –le susurró.

      –¡Oye! –espetó José.

      –No se acuesten muy tarde –dijo sonriente dirigiéndose hacia su habitación sin volver la vista atrás.

      Los dos hombres se la quedaron mirando durante algunos instantes y después continuaron hablando. Cuando hubo pasado una media hora, Pablo se despidió y se marchó a su casa. José se terminó un último cigarro, finalmente se fue a dormir.