Prólogo
“ No vemos las cosas tal como son,
sino tal como somos “ ( El Talmud )
Pinar de Tamadaba – Isla de Gran Canaria
22 de Julio de 1892
La tarde se aproximaba a su fin y los últimos rayos del sol iluminaban escasamente la gran planicie, la sombra de los altos pinos se alargaba exageradamente como gigantes rascacielos dejando al lugar en semipenumbra.
Un grito desgarrador rompió el silencio que ni las aves se atrevían a romper y algunos pájaros remontaron el vuelo aterrados, causando la agitación de las ramas de los árboles. Los niños sentados sobre una manta en el suelo levantaron la mirada asustados por la estruendosa marcha de la bandada.
La mujer yacía en un jergón empapada en sudor respirando entrecortadamente. Las contracciones eran cada vez más fuertes.
–¡Respira! –le instó el hombre que le agarraba la mano–. Ya queda poco, casi está fuera.
Una muchacha rubia, esbelta de ojos azules y de unos quince años le secaba el sudor de la frente con paños humedecidos en agua caliente.
–Tranquila madre, pronto llegará Ángel con el médico. –La chica intentaba tranquilizar a su madre hablando suavemente y acariciándole el pelo. Su padre levantó la mirada y la miró con desánimo.
–¡Vamos cariño, que ya llega! –la animó nuevamente su marido cuando la mujer profirió otro grito de dolor.
El hombre se postró ante las piernas abiertas de su esposa y divisó por fin un bulto con vello que sobresalía de la vagina de la mujer. Era el bebé, que pugnaba por emerger al mundo por un hueco tan estrecho.
–¡Ya está comenzando a salir! ¡Empuja mi amor!
–¡No puedo! –gritó Mercedes casi sin aliento–. ¡Ya casi no tengo fuerzas!
La chica le besó la frente y la instó a empujar una vez más.
–Vamos madre usted es muy fuerte y con este ya son ocho hijos.
–¡Un empujón más, cariño! –dijo Ángel sonriendo, mientras por su rostro rodaban sendas gotas de sudor–. ¡Tengo su cabecita entre mis manos! ¡Empuja, que ya falta muy poco!
–¡Vamos Madre! –la animó su hija Eva, que no cesaba de limpiarle la frente con los paños ni de acariciarle el pelo.
Mercedes volvió a gritar, después apretó los dientes y empujó con toda la fuerza de la que fue capaz animada por su marido y su hija mayor.
De pronto, Ángel profirió un grito de alegría al comprobar que su hijo ya sacaba todo el cuerpecito como si de un proyectil se tratara, untado en un líquido viscoso. Lo sostuvo en brazos con mucho cuidado y lo cubrió de besos. Puso al bebé boca abajo y le dio un azote suave en las nalgas; cuando el niño rompió a llorar, su hija Eva soltó un grito de alegría, mientras Mercedes se dejaba caer rendida en el jergón, sonriendo aunque ya casi no le quedaban fuerzas.
Eva se levantó llorando para ver a la criatura en brazos de su padre; con éste ya era el quinto parto de su madre que asistía y siempre terminaba llorando de alegría al ver como llegaba al mundo un nuevo hermano, sorprendida por cómo funcionaba la naturaleza de los seres humanos.
Ángel le tendió al niño en brazos de su mujer después de que su hija lo ayudara a cortar el cordón umbilical; Mercedes besó y abrazó a su bebé con mucho cuidado, algo ya recuperada por el esfuerzo.
–¡Ve a darle la noticia a tus hermanos! –le instó Ángel a su hija.
Eva salió de la cabaña como alma que lleva el diablo y regresó con sus cinco hermanos, que se abalanzaron sobre su madre y su nuevo hermano para cubrirlos de besos. Los hermanos reían y lloraban de alegría contemplando la grandiosa escena.
–¡Está bien, ya es suficiente! ¡Dejen descansar a su madre! –soltó Ángel al cabo de un rato; en su cara se reflejaba la felicidad al contemplar aquella estampa. Todos sus hijos reunidos en torno a su madre y su nuevo hermano, a excepción de su hijo mayor Ángel, que había ido a buscar al médico al pueblo más cercano.
Eva conminó a todos sus hermanos a salir de la cabaña para dejar a sus padres disfrutar de aquel momento mágico y todos salieron en tropel hablando y riendo.
–Es tan hermoso… –comenzó a decir Mercedes cuando se hubieron quedado solos–, con sus mejillas sonrosadas y su carita tan tersa. Me recuerda a ti cuando te vi por primera vez. Con tu cara de ángel, repartiendo leche de cabra por las casas de Las Palmas.
–Tú si que me pareciste un ángel, tan linda, observándome con tus ojillos marrones desde la mesa de la cocina de tu casa.
Ángel se le acercó y la besó en la boca; el bebé dormía apaciblemente en los brazos de su madre.
–Me has dado unos hijos maravillosos, mi amor. –Ella sonrió cansadamente, después añadió con solemnidad–. Debes criar a nuestro nuevo hijo exactamente igual…
–Lo criaremos los dos juntos, como a todos los demás –la interrumpió su marido.
–No cariño. Las fuerzas me abandonan y sé que no estaré aquí para verlo crecer.
Ángel chistó y le tapó los labios con el dedo índice para hacerla callar.
–No digas eso, cariño. Todo saldrá bien.
–Esta vez no para mí, mi vida. Creo que estoy perdiendo fuerzas.
El marido destapó a su mujer y pudo comprobar que seguía perdiendo sangre por la vagina después de desprender la placenta. Ángel miró al techo con los ojos cerrados pidiéndole a Dios que su hijo mayor regresara cuanto antes con el médico.
Salió a la puerta y llamó a Adam, su tercer hijo. El muchacho se acercó presuroso y solícito a la llamada de su padre.
–¡Dígame padre!
–¡Ve y tráeme pitas de aloe! ¡Rápido! –Su padre casi lo empujó.
Adam salió corriendo y regresó al poco con las dos pitas de la planta solicitada por su padre.
Ángel preparó un líquido con las pitas que le entregó su hijo y le dio de beber a su mujer; ella lo saboreó, esbozó una mueca de asco, pero se lo tragó sin rechistar. Después su marido le untó la mezcla por la vagina.
–Siempre has tenido curiosidad por la medicina. Debiste haber sido médico –comentó ella.
–Eso sólo lo podría estudiar un niño rico y no un cabrero como yo. –Ángel esbozó una sonrisa, luego su rostro se ensombreció–. Siento haberte privado de tus comodidades, mi vida.
–No digas tonterías, nunca antepondría los lujos y el dinero de mi familia a la maravillosa vida que me has dado. Los atardeceres y los amaneceres en Tamadaba no tienen precio y mucho menos nuestros ya ocho maravillosos hijos; así como todo el amor que me has dado. –Casi le costaba expresarse. Abría y cerraba los ojos con frecuencia, como si no tuviera fuerzas para mantenerlos abiertos debido al cansancio. El niño seguía dormitando en los brazos de su madre ajeno a su desfallecimiento.
Ángel rompió a llorar derrumbándose en el vientre de su mujer.
–Siento haberte separado de tu familia, mi amor –logró decirle.
–Ellos se separaron de mí… Nunca soportaron… la idea de ver… a su hija casada… casada con un…. hombre pobre.
–Me siento tan culpable –balbució Ángel.
–Escúchame mi amor. –Ella hizo acopio de fuerzas y le alzó la cabeza a su marido para que la mirara– .Me gustaría que le pusieras a este hijo el nombre de mi abuelo, Graciliano, que le pusieron así porque nació el 12 de agosto; el día de este santo–. Ella sonrió como pudo y él asintió con los ojos llenos de lágrimas.
–Te quiero tanto, mi amor –logró articular Ángel.
–Yo a ti también, mi vida. Cuida… de todos… nuestros hijos –alcanzó a decir Mercedes; después cerró los ojos y se quedó inerte. Ángel se abalanzó sobre ella y comenzó a besarla y a abrazarla, gimiendo y llorando desconsoladamente.
La puerta de la cabaña se abrió repentinamente y entró el mayor de los hijos, que había heredado el nombre de su padre, seguido del médico portando su maletín. Ángel hijo se acercó al lecho donde yacía su madre y se sorprendió de ver a su padre llorando.
–¡Padre he traído al médico!
Su padre levantó la cabeza con los ojos anegados en lágrimas; la luz de la lumbre caía tenue sobre el rostro níveo de Mercedes haciéndola parecer una virgen, con los párpados cerrados y los labios rosados perfectamente delineados.
–Ya es tarde mi hijo, a tu madre ya se la ha llevado Dios –dijo entrecortadamente.
–¡No! ¡No puede ser! –Ángel hijo no daba crédito a lo que veían sus ojos. Rompió a llorar cayendo de rodillas a la vera de su madre; le cogió la mano derecha y comenzó a besarla.
El médico se apresuró a examinar a la difunta comprobando las constantes vitales por si hubiera alguna esperanza de vida. Le tomó el pulso en el cuello como si no quisiera importunar a los dos hombres. Al ver que la mujer no tenía pulso, ni siquiera se molestó en escuchar el latido del corazón con el fonendoscopio. Acto seguido, cogió al bebé en brazos y se dispuso a examinarlo.
Por su parte, el resto de los componentes de aquella numerosa familia apareció en el umbral de la puerta atraídos por los llantos de el padre y el hermano. Todos a la vez se precipitaron sobre los dos hombres embargados por la misma emoción. Se abrazaban los unos a los otros presas del amargo llanto.
Nadie sabe cuánto tiempo permanecieron así, sumidos en el dolor de la pérdida de su madre. El médico se despidió a los pocos minutos dejándolos desahogar sus penas y se marchó cerrando la puerta de la cabaña como si quisiera que nadie los molestara, a sabiendas de que en aquél remoto lugar sólo vivía aquella humilde familia; alejados del resto de la humanidad como los dioses del Olimpo.
Con el paso de los años, todos los hijos aprendieron la destreza de su padre con la medicina natural, que a su vez fue ampliando su sabiduría experimentando con la flora del lugar. Fabricaban ungüentos y jarabes que vendían en los pueblos más cercanos. Comenzaron a curar a las gentes que se acercaban a su cabaña movidos por el rumor de que aquella familia tenía el don de sanar, hasta que la multitud los desbordó y alborotó la apacible vida a la que tan acostumbrados estaban.
Llegó el día en que su padre los instó a que abandonaran el nido familiar y arrastraran consigo a toda aquella muchedumbre; repartiéndose por los pueblos de la isla para así poder ejercer la medicina con tranquilidad, mientras él volvería a recuperar la calma junto a su hijo menor Graciliano.
Años más tarde, con la llegada de la penicilina, comenzaron a perder adeptos y se dedicaron a otros menesteres, mezclándose con la gente de los distintos pueblos hasta que sus grandes hazañas quedaron en simples leyendas.
Así dejaron de ser recordados los que durante años fueron conocidos como “Los Ángeles de Tamadaba”.