Capítulo IV
LOS siguientes días, ambas hermanas no tuvieron ocasión de reanudar parecida velada. Rose tenía que levantarse pronto para ir a trabajar en los Halles. Por lo que a Violette se refiere, al margen de las horas pasadas en la tienda de costura, ayudaba a su madre en el café. Por lo demás eso la halagaba —¡y la madre se alegraba por su comercio!— pues su presencia atraía más clientes, que no dejaban de cumplimentarla por su belleza.
Su trabajo, bastante fatigoso, en una pescadería no había impedido a Rose volver a pensar en la iniciación sexual de su hermana.
Cierta noche en que Ninon había cerrado el café un poco antes que de costumbre, se reunió con su madre en la alcoba para hablarle de ello. Como las demás estancias del piso, la habitación había sido confortablemente dispuesta por el tío Arthur: una gran cama con marco de nogal estaba ante una amplia chimenea, sobre la que se habían colocado dos hermosos candelabros de cobre. En una mesilla de caoba había distintos papeles. Dos sillones forrados de satén rojo formaban, con una mesa baja de pies redondeados, un saloncito bastante íntimo. Las paredes estaban forradas de un cálido terciopelo rosado y de ellas colgaban grabados con escenas callejeras. Instalada ante su tocador cuando Rose había entrado, Ninon sólo llevaba un camisón que no ocultaba sus pesados pechos, algo caídos ya. Rose le habló, incluso, de su velada amorosa con Violette. A Ninon, aquello le molestó tanto menos cuanto no detestaba por su parte practicar, de vez en cuando, amores sáficos.
—Te comprendo, querida hija, pues yo misma he pensado en ello estos últimos tiempos —respondió mientras seguía peinando sus largos cabellos de un rubio ceniciento, que solía peinar en un grueso moño—. Ciertamente, como dicen, los hombres no faltan aquí. Pero, sobre todo para su primera experiencia, no quiero ver a tu hermana en brazos de un cualquiera. Mira, ve a buscarla. Me gustaría saber qué piensa de ello.
Tendida en su cama, Violette dio un respingo cuando Rose llamó a su puerta. A la luz de una gran vela, estaba leyendo una novelita de amor que le había prestado Julie, su compañera de trabajo. Estaba, justamente, soñando e imaginando cuál podría ser su primera aventura con un hombre.
—Ven conmigo. Ninon quiere hablarte.
—¿Ahora?
—Sí. Además, ya sabes que no es fácil que podamos vemos tranquilamente las tres.
Algo turbada y vestida apenas con su corta combinación, siguió a su hermana hasta la habitación de su madre. Ésta le expuso sin más tardanza las razones de la entrevista.
—No quiero, sobre todo, que te suceda lo que yo conocí —continuó—. Nos dejamos enredar y, poco tiempo después, nos encontramos en la acera, en manos de un chulo sin escrúpulos. ¡Tened amantes, de acuerdo, pero no macarras!
Violette se había sentado en un silloncito. Escuchaba a su madre sin atreverse a decir la menor palabra. Con Rose, Ninon dio un repaso a sus conocidos, comenzando por los que ocupaban el lugar.
—A Julien puedes despabilarlo tú, si te apetece —dijo Ninon a su primogénita—, ¡pero me parece bastante atontado!
Hablaron luego de sus clientes, en especial de Raymond y Lucien, que trabajaban en el matadero. Rose se sintió turbada pues aquellos dos hombres, muy viriles con su cuerpo macizo y sus brazos musculosos, le hacían cierto efecto desde algún tiempo atrás.
—Son buenos amantes —dijo simplemente Ninon—, pero no para una muchachita como nuestra Violette.
Gérard, el pintor, fue naturalmente objeto de la conversación. Pero ni la una ni la otra pensaban que fuese digno de semejante acontecimiento.
—Sólo queda el inquilino del tercero —aventuró Rose.
—¡Oh! Él no. No me parece muy serio —respondió, esforzándose por disimular el ligero malestar que se había apoderado de ella ante la evocación de un hombre al que le habría gustado tener en su cama.
Además, le costaba imaginar que su hija más joven se aprovechara de un hombre que ella no había podido conocer. Hablaron también de Charles, el amante favorito de Ninon, que había desflorado a Rose meses atrás. Ninon expresó cierta reserva.
—¡Le hice ya un estupendo regalo ofreciéndole tu virginidad! No me gustaría que, en adelante, se sintiese demasiado favorecido.
Volviéndose hacia Violette, añadió:
—¡Y a ti, querida mía, qué te parece!
La muchacha se sentía profundamente turbada. Primero porque descubría a su madre como nunca la había visto antes. Bajo el fino tejido del camisón, el vello castaño de su vulva dibujaba una mancha visible a través de la que se adivinaba, incluso, la profunda muesca del sexo. Violette veía con precisión los largos pezones de un rojo oscuro que tensaban la fina prenda de lino. Abrió la boca, muy confusa.
—El... pintor... es decir, Gérard, no... me disgusta.
Violette no había sido insensible al encanto de aquel hombre, las veces en que había podido cruzarse con él. Su timidez le había impedido demostrárselo. Y aquí nos hallamos en pleno centro de esa misteriosa alquimia por la que un hombre gusta a una mujer aunque no atraiga en absoluto a otra. Todo, sencillamente, porque a una mujer le seduce cierto peinado, a otra unos dedos finos, y a otra unos brazos velludos... A Violette le gustaba, de aquel hombre, los cabellos castaños que caían sobre sus hombros, su ligera barba en un rostro de rasgos finos y su cuerpo más bien flaco.
Ninon, al igual que Rose, no se sentía muy entusiasmada por aquella atracción de Violette hacia Gérard. Pero no quería disgustar a su hija pequeña. Sin duda las cosas habían sido más fáciles con la primogénita, que había aceptado inmediatamente cuando le propuso encontrarse con Charles para su primera experiencia con un hombre. Había incluso participado en la sesión, dándole a su hija distintos consejos.
—Ya veremos, Violette —dijo, sólo para no comprometerse más.
Su voz se quebró un poco, pues la visión de su benjamina le turbaba un poco. Se había sentado al borde de la cama, sin preocuparse por sus pechos que sobresalían del escote de su camisón.
—Cuando pienso en ello... ¡Ni siquiera te he visto crecer! ¡Acércate!
Más intimidada que nunca, Violette se levantó para acercarse a su madre. Ambas mujeres, de hecho, se sentían igualmente turbadas. Violette estaba de pie frente a Ninon. Dio un respingo cuando su madre le puso una mano en las caderas.
—Es increíble —dijo Ninon con voz ensordecida por la turbación que se apoderaba de ella—, apenas si os he visto haceros mujeres, ¡pero ya lo sois! Bueno, tú todavía no lo eres del todo. Pero me enorgullece verte tan hermosa.
Aunque muy conmovida, Violette no dijo nada cuando Ninon hizo resbalar su camisón hacia la parte alta de su cuerpo. Su madre se sentía igualmente turbada al descubrir la intimidad de su hija más joven. Había arremangado el camisón por encima de los pechos.
—Quítatelo, quiero ver cómo estás hecha.
Incapaz de resistirse, Violette obedeció, mostrando por completo su cuerpo. A Ninon la recorrieron fuertes estremecimientos cuando descubrió la desnudez de su hija menor. Tanto más cuanto, contemplándola, recordaba hasta cierto punto su belleza a esa edad.
—¡Eres realmente magnífica, querida! —le dijo posando las manos en lo alto de sus muslos.
Arrastrada por una vaga sensación de irrealidad, Violette se estremeció pero dejó que su madre paseara una mano por su pubis estrecho e hinchado. Los gestos se hicieron pronto más precisos. Mientras le acariciaba el vientre, Ninon había insinuado un dedo al borde de la prieta horquilla. A Violette le avergonzaba un poco abandonarse de ese modo a las caricias de su madre. Comprobaba, sin embargo, que aquello le proporcionaba un agradable calor en el bajo vientre. Se arqueó cuando el índice se hundió un poco más en su vagina, hasta llegar a la membrana del himen.
—Si Gérard te gusta, Rose y yo veremos lo que puede hacerse. ¿No es cierto?
La primogénita asintió con un breve movimiento de cabeza, aproximándose a su hermana. A Violette le recorrieron violentos estremecimientos cuando Rose posó las manos en sus nalgas. Movida por un súbito impulso, colocó el canto de una mano en el estrecho surco.
Ninon había comenzado a mover su dedo mayor en la vagina flexible y jugosa. Sabía que sus gestos no eran en absoluto razonables, pero no podía resistirlo. Exactamente igual que Rose, que insinuó un dedo en el borde del ano.
—¡A fin de cuentas, tal vez sea también bueno comenzar por ahí! —dijo hundiendo el índice, más profundamente, en el contraído recto.
—Ya veremos —repuso sencillamente Ninon, caldeada por las caricias que prodigaba a su hija menor.
Al decirlo, Rose pensaba en los hombres que la habían poseído de ese modo, incluso antes de que el amante de su madre la hubiera desflorado. Pese al dolor que le abría las carnes, Violette cedió a la penetración, pues los hábiles dedos de su madre, que le acariciaban la vagina y el clítoris, avivaban su placer.
—Sin duda tienes razón —dijo la madre a la primogénita—, sobre todo porque, por esa vía, nada hay que temer. ¡De todos modos me gustaría que la desfloraran!
Mientras hablaba, había atraído hacia sí a Violette. Más turbada que nunca, la joven se encontró tendida sobre el cuerpo de su madre. Sus pequeños pechos, tensos, se apoyaban sobre el voluminoso seno de Ninon. Y sentía, sobre todo, contra su vulva, el carnoso sexo de la mujer que le había dado la vida. Ninon había dejado que el camisón resbalara sobre su vientre. Todo su cuerpo se estremecía con el contacto del sexo de su hija sobre su voluminoso felpudo. Terriblemente excitada, le habría gustado, de pronto, que su hija tuviera un sexo masculino que pudiese penetrarla. Su placer aumentaba con el cosquilleo de los pequeños pezones endurecidos sobre sus hinchados pechos.
Rose se había agachado detrás de su hermana. Reanudando las caricias, paseó un dedo a lo largo del surco nalgar. Enfebrecida por aquellas caricias, Violette agitaba la grupa, sin pensar ya en su impúdica situación.
Ninon le hizo levantar un poco el vientre y metió una mano hasta alcanzar la entreabierta vulva. Violette se arqueó cuando su madre metió de nuevo un dedo entre los labios, recorridos por espasmos nerviosos. Gimió cuando Rose hundió el dedo mayor, humedecido con saliva, en su ano. Pero lo hizo tanto por efectos del placer como del pasajero dolor provocado por aquella penetración, nueva para ella.
Cuando, inexorablemente, la invadió el goce, Violette suspiró lanzando quejidos parecidos a los de una gata en celo. Obedeció maquinalmente cuando su madre hizo que se arrodillara, avanzando hacia ella, con sus senos en forma de pera balanceándose sobre su rostro. Terriblemente excitada, Ninon devoró una de las endurecidas puntas, y comenzó a mamar. Su boca pasaba de un pecho al otro, aumentando el movimiento de sus labios sobre unos pezones que se endurecieron más aún.
Rose había metido todo el dedo en el culo, que se había dilatado un poco. Olvidando por completo dónde se hallaba, Violette gozó con fuertes estertores. Ninon sacó el dedo empapado para llevárselo a la boca. Disfrutó voluptuosamente el sabor marino de la melaza de su hija. Otros deseos llenaban, de hecho, su espíritu; en primer lugar el de lamer aquella vulva para apreciarla más íntimamente. Pero, en un sobresalto de lucidez, prefirió de momento contener su deseo que le parecía, tal vez, excesivo.
Temblorosa, Violette se incorporó. Ninon se había sentado en el borde de la cama, intentando disimular su emoción. Le dijeron que se pusiera la combinación y su madre añadió, como si hablara consigo misma:
—Pensaré en tu desfloración... Gérard, ¿por qué no? Salvo que utilicemos, sencillamente, un consolador...
Violette estaba demasiado conmovida para pedir explicaciones sobre una palabra que no conocía. Sólo se prometió hablar de ello con Rose, cuando se presentara la ocasión.
—Bueno, id a acostaros —añadió, algo frustrada al tener que contener su deseo de quedarse con ellas.
Cuando se dirigía a su alcoba, con un candelabro en la mano, Violette se cruzó con Gérard en la escalera, más bien estrecha. Le dirigió un sencillo «buenas noches», dedicándole una amable sonrisa. Su rostro se ruborizó intensamente. Estaba segura de que, a la débil luz de la vela, él había podido descubrir, de todos modos, sus pezones tensos bajo el fino tejido de la combinación. Le habría gustado saber adónde iba, a horas tan avanzadas; era más de medianoche.
Cada cual en su cama, las tres mujeres se acariciaron furiosamente antes de dormirse, con el espíritu lleno de imágenes a cual más guarra.
Por lo que a Gérard se refiere, que iba a reunirse con unos amigos en el barrio Latino, lamentó de pronto aquella salida, pues hubiera preferido permanecer en su habitación para recordar el agradable perfume que, por un instante, había llegado a sus narices y la visión, igualmente deliciosa, de los pequeños pechos palpitando bajo el delgado camisón.