Capítulo I
ERAN más de las diez. Ninon acababa de cerrar su café, frente a los Halles. Estaba prácticamente sola en la casa, pues sus dos hijas —Rose y Violette— habían ido a trabajar. Las veladas solían terminar más tarde pero, aquella noche, tenía una invitada: Clarisse, una sobrina de diecisiete años a la que había encontrado trabajo en París. Era una muchacha más bien delgada, de largos cabellos pelirrojos reunidos en dos trenzas que caían sobre sus hombros. El desarrollado cuerpo de Ninon contrastaba con el de su sobrina que, por otra parte, parecía bastante tímida.
Cerradas las contraventanas de su tienda, Ninon dejó sólo una lámpara de petróleo puesta sobre el mostrador. Invitó a Clarisse a sentarse ante una mesa de madera y la invitó a tomar un poco de licor. La muchacha no se atrevió a rechazarlo. Se sentía ya, sin embargo, algo embriagada tras las copas que había bebido mientras ayudaba a Ninon a servir a sus clientes.
Brindaron. Aquella noche de junio Ninon tenía un poco de calor. No sólo a causa de la temperatura sino también porque Clarisse la turbaba. Le recordaba un poco a sus hijas, cuya feminidad comenzaba a afirmarse.
—Hacía cinco años, por lo menos, que no te había visto. Eres una chica hermosa ahora.
Sin saber por qué, a Clarisse aquellas palabras la conmovieron. Ciertamente Ninon no la dejaba indiferente. Pero, sobre todo, los numerosos hombres con los que había tratado en el café, en el transcurso de la tarde, habían caldeado sus sentidos. No dijo nada cuando Ninon, de pie a su lado, posó las manos en su nuca. Los dedos descendieron lentamente hacia sus senos que se hinchaban bajo el tejido del vestido. Se estremeció al sentir que sus pezones se erguían con el roce de aquellos dedos.
Ninon envolvió los pechos con sus manos abiertas de par en par para apretarlos en un gesto a la vez tierno y seguro. Clarisse no podía creer lo que le sucedía. Estaba dejando que su tía la magreara, cuando nunca había aceptado que un muchacho la tocara de aquel modo. Sin que se diera cuenta, la parte superior de su vestido quedó desabrochada. El corsé que realzaba su pecho apareció entre la tela del vestido. Ninon metió una mano en el interior.
—Oh no... No es posible —dijo Clarisse con voz algo quebrada.
Pero su actitud desmentía sus palabras. Se echó hacia atrás, como para mejor ofrecerse a los hábiles dedos de su tía. Ésta no olvidaba que aquella tarde iba a pasar Marcel. Era uno de los amantes a quien le gustaba recibir de vez en cuando. Pero de momento su espíritu estaba ocupado por Clarisse.
Sin duda también porque su sobrina le ofrecía la posibilidad de satisfacer, en parte, un deseo que la atenazaba desde hacía mucho tiempo: hacer el amor con sus propias hijas.
Clarisse fue incapaz de decir la menor palabra cuando Ninon le abrió algo más el vestido y el corsé. Se arqueó cuando la parte superior cayó hasta su cintura. Los pequeños pechos blancos de rosadas puntas estaban ahora por completo desnudos. Sintió que su sexo se crispaba mientras los pezones se le endurecían más aún. Pese a su vergüenza, el placer invadía todo su cuerpo.
Estaba ya fuera de sí cuando Ninon hizo que se levantara y se tendiera en la mesa. La mujer prosiguió con sus caricias, haciendo llegar sus dedos hasta la parte baja del corsé, muy cerca del pubis. Clarisse agitaba su vientre y sus pechos, suspirando. Sólo volvió en sí cuando se dio cuenta de que tenía el vestido por completo desabrochado. La parte inferior de su cuerpo ya sólo estaba cubierta por unos calzones, abiertos a la altura del sexo y de las nalgas.
Se arqueó cuando Ninon comenzó a acariciarle los muslos. En el desorden de su ropa, su cuerpo era más atractivo que nunca. Ninon se sintió muy excitada al percibir la espesura castaña del pubis a través de los calzones. Metió una mano en el abierto tejido para alcanzar la vulva cálida y húmeda. Los pelos claros dejaban ver la rosada muesca de labios pequeños y finos.
Clarisse protestó sin convicción al sentir que un dedo se insinuaba en su raja.
—¡Oh!, si nos vieran...
—No te preocupes. Abandónate. Tu hermoso coñito desea gozar.
La muchacha gimió cuando su tía le descubrió el clítoris para cosquillearlo con la yema de su dedo mayor. Ninon hundió al mismo tiempo otro dedo en la prieta vagina.
—¡Eres todavía virgen! —se extrañó tocando el himen.
—Sí... —suspiró Clarisse a punto de gozar.
La idea de que su sobrina, como su hija menor, fuera virgen, la turbó un poco más. Pero Ninon, a pesar de su excitación, no quería forzar las cosas. Desabrochó dos botones para abrir sus calzones. El sexo se humedeció cuando descubrió la vulva entreabierta. Dejando de cosquillear el hinchado clítoris, oprimió la tierna carne del sexo. Había separado los pelos a cada lado de la raja, para hacerlo más visible. Medio desnuda, con las piernas apenas cubiertas por las medias sujetas, a medio muslo, por unas ligas, Clarisse ofrecía un espectáculo muy indecente.
Llamaron a la puerta que daba al pasillo. Era Marcel, el cochero, que acababa de terminar una carrera.
—¡No parece que se aburran! —dijo con una ancha sonrisa acercándose a ambas mujeres.
Su mirada brillaba ya de deseo viendo las carnes íntimas de la muchacha. Ninon lo advirtió enseguida. Tomó una de sus robustas muñecas diciéndole:
—De momento, sólo te permito mirar.
Impresionada por la presencia de aquel hombre, Clarisse no se atrevía a decir nada. Su imaginación, sobre todo, era cruzada por imágenes vagas e intensas a la vez. Ninon le dijo que se levantara y permaneciera sentada en el borde de la mesa. Tenía ganas de sentir el sexo de Marcel en su vientre, pero la presencia de la muchacha le sugería otras ideas.
Tras haberse levantado, Clarisse se sintió más turbada que nunca al ver al cochero. De unos cincuenta años, era un hombre de imponente estatura. Su ancho rostro estaba enmarcado por unas patillas negras que le cubrían parte de las mejillas. El hombre se quitó la esclavina, arrojándola sobre una mesa.
Clarisse se estremeció al ver a Ninon abriendo la bragueta de su amante. Le invadió una mezcla de temor y deseo cuando descubrió la verga imponente, aunque sólo se irguiera a medias.
—¿Has acariciado ya a algún hombre? —le preguntó su tía.
—No —murmuró muy intimidada.
En efecto, nunca había tocado un sexo masculino. Apenas si había visto, cierto día, el de un muchacho. Pero no tenía mucho que ver con el que se levantaba ahora frente a ella, envuelto en una espesa mata de pelo castaño y rizado.
Fascinada, contempló a Ninon acariciando la polla que se hinchó rápidamente. Se preguntaba qué la turbaba más: el glande rojo y macizo o el nudoso tallo o también las hinchadas bolsas, como dos ciruelas maduras. Con una mano Ninon había rodeado el sexo y lo masturbaba suavemente mientras acariciaba el glande impregnado de sangre.
Puesto que conocía bien a los hombres, Ninon sabía que a su amante le costaría retenerse. Cierto es que Marcel, muy caliente, habría sido capaz de darse placer sólo contemplando a Clarisse. Ninon interrumpió sus gestos diciéndole:
—¡Ten paciencia, no lo lamentarás!
Tomó luego la mano de Clarisse para colocarla en la tranca agitada por espasmos nerviosos. La muchacha tembló ante el contacto de la carne dura y cálida con sus dedos. Ninon condujo su mano para ayudarla en sus caricias. Tímida y algo torpe primero, Clarisse se enardeció rápidamente. Apretaba el sexo entre sus dedos, haciéndolos resbalar del glande hasta la base.
Pronto tuvo que rendirse a la evidencia: el placer crecía en su vientre y atenazaba su vagina húmeda de miel. Marcel, que nunca había sido acariciado por tan hermosa muchacha, estaba también invadido por el deseo de gozar. Su musculoso vientre iba y venía al ritmo de sus caderas, como para acercarse al deseado sexo. Ninon, que lo había advertido, le dijo:
—Contente un poco más. ¡No sueles recibir ese tipo de regalo!
Luego ordenó a su sobrina tenderse en la mesa. Clarisse obedeció temblando. Ninon le dobló las piernas diciéndole que las mantuviese abiertas. Clarisse no se atrevía a pensar en su impudorosa postura. Pero, sobre todo, apenas conseguía imaginar lo que iba a sucederle.
Marcel se colocó entre sus piernas. Pese a todo su deseo, parecía paralizado por aquel cuerpo tan atractivo. No conseguía creer que le ofrecieran aquella muchacha. Ninon se sentía casi igualmente turbada. En efecto, pese a sus numerosas aventuras, nunca había visto a una mujer poseída por un hombre, condujo el sexo hacia la raja entreabierta y reluciente de melaza.
—¡Quédate en el borde, sobre todo! Todavía es virgen.
Al pensar que iba a encoñar a una joven doncella, el hombre sintió que su polla se endurecía un poco más. Clarisse soltó un pequeño gemido cuando la verga se hundió en su estrecha vagina. Pero sus temores fueron barridos enseguida por los estremecimientos de placer que le atravesaban las carnes. Los labios mayores, tiernos, envolvían el glande que Marcel hacía girar lentamente, como para ampliar la abertura del sexo.
Inició pequeños movimientos de vaivén, conteniendo su deseo de penetrar más profundamente en aquel coño. Ninon, de todos modos, velaba por el género manteniendo la polla apretada entre sus dedos. Con la otra mano acarició de nuevo el clítoris que asomaba fuera del fino capuchón. De hecho, refrenaba también su deseo de ver desvirgar a su sobrina. «Me encargaré de eso más tarde», pensó acelerando el frotamiento de sus dedos sobre el pequeño botón rosado.
Clarisse jadeaba ante la inminencia del orgasmo. Marcel sentía que la leche le llenaba la polla. Ninon lo adivinó enseguida. Le masturbó a ritmo más rápido, terriblemente excitada al pensar que pronto vería brotar el esperma. Sucedió poco después. Con el glande apenas introducido en el meloso surco, eyaculó gruñendo. Los cremosos chorros brotaron primero entre los labios mayores y cayeron luego sobre el pubis.
Clarisse gozó de pronto, lanzando unos suspiros que parecían salir de lo más profundo de su garganta y de su vientre. Las contracciones del coño sobre la verga provocaron la expulsión de los últimos chorros, que humedecieron un poco más la vulva y los pelos del pubis.
Tan enfebrecida estaba Ninon que se tendió, sin pensar más, en una mesa justo al lado.
—¡Méteme ahora tu gran polla!
Muy excitado todavía, Marcel estaba aún muy empalmado. Se acercó a Ninon, que se había arremangado las faldas bajo las que iba desnuda, como solía hacer cuando recibía a un amante. Clarisse se había incorporado. Fascinada, contempló el sexo de su tía, abierto bajo su vientre, y rodeado de vello claro. La orillada raja, de carnosos labios, estaba muy abierta a la espera de la penetración. Se estremeció al ver cómo la imponente verga se hundía en aquel coño acogedor.
Sin poder contenerse, el hombre penetró de golpe, hasta el fondo, en el sexo. Sujetando a Ninon por las caderas, le dio, sin miramientos, de pistonazos, hasta aliviarse por segunda vez. Ninon gozó cuando las últimas salvas regaron su útero. Clarisse habría querido acariciarse contemplándolo, pero no se atrevió a hacerlo.
Tras haber sacado la polla, Marcel se abrochó y bebió rápidamente una jarra de cerveza antes de marcharse. Ninon le había dicho que deseaba quedarse a solas con su sobrina. De todos modos, solía recibir de ese modo a sus amantes, sin pasar con ellos una noche entera.
Puso en orden sus ropas y habló un poco con su sobrina. Le habría gustado seguir haciendo el amor con ella, pero prefirió ser razonable la primera vez.
—Me encargaré de enseñarte algunas cosas. Y, sobre todo, a ser prudente con los hombres. Pero, de momento, vas a acostarte pues tu trabajo empieza mañana.
Ninon la llevó a una pequeña habitación, junto a la suya. Se sentía algo frustrada al pensar que, a partir de mañana, Clarisse empezaría su trabajo y no volvería a verla antes de quince días. Una y otra, cada una por su lado, se durmieron con dificultad, turbadas por el placer que acababan de conocer.