Capítulo V

 

ESPADA Y BRUJERÍA
EN ese instante, un resplandor irisado invadió la sima tétrica, como si una aurora boreal mágica se hubiera producido de súbito, lanzando torrentes de luz y color sobre el recinto pavoroso de la muerte.
Los vulpos chillaron como ratas medrosas, se cubrieron los ojos despavoridos, y retrocedieron de inmediato. Era igual que si una fuerza sobrenatural y desconocida les hiciera apartarse de él justo cuando más cerca tenían su manjar.
—¿Qué es esto? —preguntó Kris, también cegado por el resplandor, tratando de mirar hacia arriba para descubrir su naturaleza.
Se sintió izado en el vacío, su cuerpo flotó sin peso alguno, proyectado hacia la altura por una fuerza desconocida, mientras los repugnantes vulpos caían en el fondo de la sima de huesos humanos, estremecidos y aterrorizados.
De tan mágica forma, Kris Quarrell se encontró fuera de su encierro y pudo poner los pies en tierra firme. Miró fascinado a su alrededor, envuelto como estaba aún por aquella poderosa luz capaz de absorberle y llevarle hacia lo alto como si fuese una simple pluma arrastrada por un viento maravilloso.
Entonces la vio a ella. Quedó tan deslumbrado como al ver la luz irisada.
Era una mujer altísima, de melena dorada, ojos fulgurantes y desnudez azulada. Su cuerpo virginal parecía el de una estatua esculpida en lapislázuli. Se envolvía en sutiles gasas luminosas, y de ella parecía brotar aquel resplandor como si fuese una fuente de luz y no una mujer de rara y fascinante belleza.
—Extranjero, has tenido mucha suerte —sonó una voz musical, melodiosa en sus oídos, brotando de aquellos labios azules como aguamarinas—. Estás a salvo pese a tus errores, pero no te confíes nunca más. Tal vez en otra ocasión no me sería posible llegar a tiempo y salvar tu vida y la de tu compañera.
—¿Quién eres tú, que tales procedimientos utilizas? —preguntó Kris, fascinado.
—Mi nombre es Morgana. Soy la Hechicera de la Luz, como Dorfeus es aquí el Mago de las Sombras y Randark, el Amo Negro sin Rostro, su más fiel servidor y vasallo. —Entiendo —suspiró Kris—. Este no es sólo un mundo arcaico, sino mágico. Aún existen en él los poderes sobrenaturales, la hechicería y los brujos...
—Así es, extranjero. Thare es un planeta extraño y difícil. Dicen que un día fue un mundo civilizado y dominado por la tecnología, y que los propios humanos se encargaron de aniquilar todo eso con sus errores. Pero yo eso no lo he visto, y no me está permitido verlo mientras los profetas no me autoricen expresamente a ello.
—Los profetas... Eres la segunda persona que me habla de ellos, Morgana. ¿Quiénes son exactamente y dónde están?
—Son los últimos supervivientes de la superraza humana que pobló Thare hace siglos. Ellos cuidan de la sepultura de los dioses y guardan sus recuerdos y escrituras, extranjero.
—La sepultura de los dioses... Tundra me habló de eso. ¿Dónde se halla?
—En Ciudad.
—También me dijo que Ciudad es un lugar sagrado, ciertamente... Ninguna otra colonia humana puede recibir ese nombre en Thare.
—Es cierto. Sólo hay «una ciudad»: es Ciudad, precisa mente. Se la llama así porque fue la última en sobrevivir al caos del pasado. Y allí reposan los dioses muertos. Con todos los secretos de la historia de este mundo en que ahora estás. Sólo los profetas tienen acceso a sus secretos. Ni siquiera Dorfeus o su fiel Randark han podido jamás penetrar en ellos, pese a sus siniestros poderes mágicos. El poder de los profetas y de los dioses es mucho mayor que el suyo o el mío.
—¿Por qué me has ayudado, Morgana? —quiso saber Kris, tras un silencio.
—Porque eres bueno y no mereces ese final. O tal vez porque esté escrito que no debes morir y yo tenía que cumplir ese designio. Una fuerza superior me avisó y me ordenó que te salvara de esta trampa mortal.
—¿Y Tundra? Randark dijo que era su esclava...
—Lo hubiera sido, si tú mueres. Esa fuerza que me advirtió del peligro que corrías y me hizo venir, es la misma que ha permitido que yo la salve de las garras de ese monstruo de maldad antes de que fuese demasiado tarde y sus leales se la llevaran consigo de Oriz. Hela ahí, extranjero. Cuida de ella en lo sucesivo mejor de lo que lo hiciste anoche en el garito de Tasam. Eso también es una orden de la fuerza superior que te protege y que requirió mi ayuda para vosotros dos...
—Una fuerza superior...
Kris sacudió la cabeza, mientras ante él se materializaba de súbito la figura inconfundible de Tundra, otra vez semidesnuda y descalza, tal como la conociera. Corrió hacia ella murmurando:
—No comprendo nada. ¿Por qué esa fuerza que desconozco se preocupa por nosotros?
Abrazó a Tundra contra sí. Ella sollozó, apretándose a su cuerpo estremecida. Se miraron ambos.
—Perdona, muchacha —susurró Kris—. No podía saber qué error cometía. Nunca debí dejarte sola en aquel lugar...
—Yo misma te lo pedí. Son las costumbres de mi mundo, Kris —sonrió ella—. Pero la maldad de Dorfeus no tiene límites... Hará cuanto pueda por destruirnos.
—Pero ¿por qué motivo? Yo nada tengo contra él, ni siquiera oí hablar jamás de su persona...
—Los designios del Mal son tan insondables como los del Bien, extranjero —sentenció Morgana, la hechicera—. Debe bastarte con saber que él y Randark son tus enemigos, y debes guardarte de ellos cuanto te sea posible.
—¿Cómo lo haré ahora, si no poseo armas? Podría volver a Oriz para recuperar mi pistola láser, pero tal vez ello implique riesgos...
—No puedes volver a Oriz. En poco tiempo, las huestes de Randark os buscarán por todas partes. Id con mi protección, amigos. Sólo puedo darte un arma que te defenderá y la defenderá a ella, siempre que sea utilizada con justicia.
La mano de Morgana trazó un signo en el aire, y sus azules dedos rodearon la empuñadura dorada de una espada luminosa, de hoja deslumbrante como si estuviera hecha de fuego azul. Se la tendió a Kris como el Rey Arturo lo habría hecho a Sir Lancelot en la Edad Media.
—Una espada... —murmuró Kris—. Jamás utilicé un arma así en mi planeta, Morgana.
—No te importe. Ella te servirá siempre que la necesites.
Su luz es tan poderosa como el rayo de tu pistola, siempre que sea usada para el bien —musitó.
—Espada... y brujería —musitó Kris, fascinado, tomando la mítica arma luminosa, que centelleó en su mano—. Dios, qué mundo fantástico e increíble...
—Ahora, id en paz y buena suerte —sentenció Morgana con voz dulcísima.
—¿Ir? ¿Adonde? —quiso saber Kris, desconcertado.
—Adonde la fuerza superior os llama: a Ciudad.
—¡Ciudad! —Kris cambió una mirada de asombro con Tundra—. ¿Y qué hay allí, Morgana, salvo la sepultura de vuestros dioses?
—Tu propio destino, extranjero, tu destino y tu futuro, sin duda alguna... —fueron las enigmáticas palabras de Morgana, antes de evaporarse en el vacío, en la nada, convertida en una nubecilla luminosa en la que lo último en extinguirse fue su azul sonrisa mágica.
—Mi destino y mi futuro... —repitió Kris, enarbolando la espada luminosa, ya solos ambos en aquel llano desértico, tan cercano a la peligrosa sima de los voraces vulpos—. No entiendo esas palabras, Tundra, pero creo que Morgana tiene razón. Debemos ir hacia alguna parte, no sé adónde. ¿Tú sabes dónde está Ciudad?
—Claro que lo sé —musitó dulcemente Tundra, apretada aún a él—. Iba hacia allá, realmente, Kris. Nunca pensé quedarme en Oriz o en parte alguna que no fuese Ciudad.
—¿Y por qué vas tú a Ciudad, Tundra? —quiso saber Kris, sorprendido.
—Porque mi padre, el anciano Efesio, partió hacia allá antes de que los watts exterminaran nuestro poblado. Mi padre fue requerido por la voz de los profetas, cosa que ocurre raras veces. Y partió hacia Ciudad para saber qué deseaban de él los guardianes de la sepultura de los dioses de Thare... Ahora ya sabes la verdad, el secreto que te ocultaba, Kris.
Creo que no debo ocultarte nada, puesto que gracias a ti la magia de Morgana salvó a mi persona de la esclavitud y de la muerte.
—No, yo no hice nada para protegerte, Tundra. Ese fue mi error.
—Lo hiciste todo, puesto que por ti las fuerzas desconocidas llamaron a Morgana para ayudarnos. Recuerda lo que ella te dijo: es tu futuro, tu destino. Eso, quizás, explique algún día muchas cosas...
—Quizás, Tundra, quizás. Vamos, entonces, hacia Ciudad. Pero dime, ¿por qué has abandonado tus ropajes, tus joyas y perfumes?
—Voy mejor así —sonrió ella—. Nada me pesa. Desnuda nací, y desnuda deseo seguir estando. Los ricos siempre encuentran problemas, ya lo viste anoche.
—Tal vez tengas razón —la apretó con fuerza, cálidamente—. Vamos ya. Creo que cuanto antes salgamos de este horrible lugar, tanto mejor para nosotros, querida compañera.
Y con su brazo sobre los hombros esculturales de la muchacha, inició la marcha, tras introducir su mágica espada luminosa en el cinturón de su uniforme interior de astronauta. Curiosamente, apenas dejó de empuñarla, la hoja resplandeciente se hizo opaca, y la espada pareció un arma vulgar, como cualquier otra.
* * *
Extenuados, hicieron un alto en unas grandes rocas que se alzaban en su camino. Llevaban muchas horas de marcha a través del desolado país sin ver el menor vestigio de vida humana desde que abandonaran Oriz.
Tundra le explicó eso mientras Kris extraía del compartimiento secreto de su ancho cinturón del uniforme unas cápsulas alimenticias que compartió con ella, dada la ausencia de caza y de frutos en la desértica zona.
—Estamos a punto de penetrar en la Región Sombría de las islas de Briscoir —explicó brevemente, mientras ingería sus alimentos concentrados, comprobando sorprendida que perdía todo apetito al hacerlo—. Es una de las zonas más peligrosas y difíciles del país. Por eso no vive nadie en sus cercanías.
—¿En qué consisten sus peligros?
—En magias y hechicerías de Dorfeus, el Mago Negro. Sus espíritus y poderes infernales se mueven libremente por toda la región, atemorizando a los que se atreven a penetrar en ella, hasta causarles la locura y la muerte. Que yo sepa, nadie, jamás, salió con vida de la Región Sombría.
—¿Y hemos de cruzarla nosotros?
—No hay otro remedio, Kris. Es el único camino posible hacia Ciudad —musitó ella.
—Bueno, tendremos que correr el riesgo —aceptó con sombrío humorismo el joven astronauta—. Si me hubiera sido posible volver a mi planeta y contar esto a la gente, nadie me hubiera creído, Tundra.
—¿Por qué? —se extrañó ella.
—Verás: mi planeta sería para ti muy raro. La gente ha dejado de creer en todo aquello que no puede ver. La alta tecnología, la ciencia, la mecánica, los medios técnicos y la falta de espiritualidad, humanismo y fe, ha convertido al hombre de mi mundo en una especie de máquina pensante que utiliza otras máquinas más imperfectas que él mismo, y que se mueve en un complejo de cifras y cálculos. ¿Cómo explicarle a un ser de esa sociedad que existe un planeta donde los brujos dominan a las fuerzas sobrenaturales, donde los vampiros son humanoides alados, donde una espada luminosa puede ser una nueva Excalibur, y donde dioses y profetas son venerados respetuosamente?
—¿Excalibur? ¿Qué es eso? —se interesó Tundra.
—Una vieja historia que algún día te contaré. Eso si hubiera sido posible aquí, en Thare. Es un relato de espadas y de hombres de fe defendiendo un objeto sagrado llamado el Santo Grial. Caballeros en torno a una mesa redonda, jurando defender la Fe y proteger a los desvalidos contra los tiranos. También existe en esa historia un Mago llamado Merlín. Cuando la leía de niño, me parecía algo mágico e imposible, por lo que ahí radicaba precisamente su rara belleza. Ahora compruebo que no es necesariamente bello el mundo que soñamos siendo niños...
—¿Dices eso porque vas a mi lado y no te gusto como te gustó la bella Miriza? —preguntó tristemente Tundra.
Kris alzó sus ojos. Los fijó en su compañera. Una profunda ternura le invadió. Se estremeció al fijar su mirada en aquellos pechos jóvenes y firmes, no tan grandes ni poderosos como los de la danzarina traidora, pero infinitamente más bellos y virginales aun en su turgencia levemente voluminosa, como correspondía a las hembras salvajes de Thare.
—Tundra, no entiendes mis sentimientos —susurró—. Yo no te deseo, como anoche deseaba a Miriza. Eso era sólo pasión, deseo carnal. Una vez agotado, viene el hastío y hasta el arrepentimiento por nuestras debilidades humanas. Lo mío por ti es diferente. Nunca sentí nada parecido por ninguna otra chica de mi planeta, te lo juro. Eres la muchacha con quien me uniría para siempre, para vivir y morir a tu lado, Tundra. Y para sentirme junto a ti el más feliz de los hombres. Para hacerte mía no sólo en cuerpo, sino también en alma, ¿comprendes?
—Esos sentimientos nunca los oí mencionar antes en Thare... —se extrañó ella, con un leve temblor en sus carnes virginales.
—Porque desconocéis el Amor. Y, sin amor, es imposible que el contacto de un hombre y una mujer sea duradero y hermoso. No se trata de poseerte, de hacerte mía y luego dejarte, ¿entiendes? Se trata de hacerte mía para siempre, para el resto de nuestra vida...
—Kris, no sé qué sentimiento es ese, pero yo... yo he llorado al verme sola, lejos de ti. Y pedí a mis dioses que me permitieran volver a tu lado... y no separarnos nunca más.
—¡Bendita seas, Tundra! —clamó Kris Quarrell conmovido y emocionado, acercándose a ella—. ¡Eso, precisamente, eso... es amor!
La rodeó con sus brazos. La besó. Ella temblaba. Cayó su cuerpo dócilmente de espaldas. Su desnudez brilló como alabastro, a la luz mortecina de la fogata encendida para pasar la noche en descampado. Kris cayó sobre ella. Sus cuerpos se unieron, Tundra exhaló un gozoso gemido...
Esa noche, Tundra supo lo que era el amor. Y Kris supo que ya jamás podría apartarse de aquella criatura que acababa de ser suya...
* * *
Amanecía tras la bruma roja que envolvía al planeta Thare cuando los dos penetraron en la Región Sombría, tras la cadena negra y montañosa que les separaba de tan peligrosa comarca.
Sin embargo, sólo momentos más tarde, el cielo comenzó a nublarse aún más, tornándose inicialmente plomizo y luego tan intensamente negro como un mar de tinta. Con tan raro fenómeno, el día se hizo noche súbita, igual que si hubiese surgido un fulminante eclipse total del sol. Tundra, temblorosa, se abrazó a Kris.
—Tengo miedo —musitó—. Eso es obra de Dorfeus y sus espíritus malignos...
—¿Tanto es su poder que puede hacer del día noche? —dudó Kris.
—Sus poderes están en su mente. Y domina las mentes ajenas...
—Comprendo. Una especie de sugestión. Domina a los demás, les hace ver lo que quiere. Esta es una simple alucinación, ¿no?
—Yo no puedo saberlo. Sólo sé lo que veo, Kris querido... —gimió la joven, estremecida, pegada fuertemente a su camarada.
No todo terminó ahí. Repentinamente, alaridos pavorosos, carcajadas demoníacas y aullidos de pesadilla conmovieron todo el tenebroso llano, provocando un vivo terror en Tundra. Abrazada fuertemente a Kris, caminaba sobre unas piernas nada firmes, que temblaban de forma ostensible. El propio astronauta sintióse inseguro, buscando en torno suyo el invisible origen de aquellos sonidos infernales.
No tardó en ver lo que buscaba. Rostros dantescos, muecas obsesivas, se dibujaron en el negro espacio de la noche fantástica, en torno suyo. Kris apretó contra sí a la muchacha y empuñó su espada, airado.
—¡Apartaos, rostros del infierno, espíritus maléficos y cobardes! —rugió, levantando el acero con energía—. ¡Os conmino a que ataquéis, si sois capaces, fantasmones sin valor!
—No, Kris, no los desafíes —sollozó Tundra—. Dorfeus se enfurecerá...
La espada llameó, azul y deslumbrante, trazando surcos fosforescentes en la tenebrosa oscuridad de la Región Sombría. Mágicamente, a su contacto, los rostros satánicos se difuminaban y disolvían en el vacío, desapareciendo a su paso. Las risas y aullidos cesaron por completo en todas partes.
Kris, implacable, alargó su brazo, trazando arabescos con su acero luminoso. Avanzaron por esa especie de invisible sendero de luz que su espada abría, y las sombras fantasmales se esfumaban a su paso, produciéndose el silencio.
Pero el duelo contra los poderes del Mago Dorfeus, negro poder de Briscoir y de todo el planeta Thare, no había hecho más que empezar.
Repentinamente, ante ellos se materializó una larguísima y delgada figura, alta como un ciprés y negra como la misma tiniebla. En su cima, a casi cinco metros por encima de los viajeros, se siluetó un rostro pavoroso, alargado y lívido, de sangrantes ojos escarlata y boca convulsa. Una mano larga, sarmentosa, como un ave maligna, flotó sobre sus cabezas, señalándole con dedo huesudo y ominoso.
—¡Soy Dorfeus en persona! —tronó una voz potente y agriada, allá en las alturas—. ¡Detente, extranjero, y no oses seguir adelante, o la locura y la muerte pondrán fin a tu viaje! ¡Te ordeno regresar y perdonaré vuestra vida, pero sigue avanzando y mi cólera no tendrá límites!
—Dioses, debemos volver —musitó angustiada Tundra, aferrándose despavorida a su compañero y protector—. No oses enfrentarte a Dorfeus, Kris. Nadie lo hizo jamás...
—Lo siento, cariño —sonrió duramente Kris, sin separar sus fríos ojos de la imagen dantesca y colosal del Señor de las Tinieblas—. ¡Eso es, precisamente, lo que voy a hacer ahora!
Y avanzó, decidido, hacia la silueta espectral que se inclinaba sobre ellos como un gigante surgido de las sombras de la muerte.
Dorfeus, lívido y maligno, sonrió triunfalmente al ver que el insignificante humano extranjero se atrevía a desafiar sus terroríficos poderes de lo Oscuro.