Capitulo Primero
PLANETA MISTERIOSO
DESPERTÓ.
Y no le gustó su despertar. Tampoco le había
gustado la forma de dormir.
Los recuerdos volvieron a su mente de
inmediato. Los dolores también.
Estaba herido. Tal vez malherido. Ni
siquiera lo sabía. Tras el impacto, todo había dejado de existir
para él. Pero borrosamente, podía evocar algo: el momento del
choque, el estruendo, el estallido de uno de los reactores, todo
dando vueltas en torno suyo, su golpeteo constante contra las
paredes metálicas de la nave.
Y, finalmente, la inconsciencia.
Ahora, acaso minutos después de ella, el
despertar. ¿O en vez de minutos eran horas, días, meses,
siglos?
No podía saberlo. No sabía nada de nada.
Sólo que se había estrellado. Que el largo viaje se había
terminado. Y con él, posiblemente, sus escasas probabilidades de
supervivencia.
Intentó moverse entre el maremágnum de
cables, hierros retorcidos, vidrios pulverizados y mecanismos
rotos. Sorprendentemente, lo logró. Nada particularmente pesado
aprisionaba su cuerpo en el fondo de la nave espacial. Podía
moverse, incorporarse poco a poco. Pero con dolor, eso sí.
Le dolían las piernas, los brazos, la
cabeza, todo. Especialmente la cabeza. Se llevó una mano a los
cabellos. Exhaló un quejido. Allí sí que le dolía. Retiró la mano
manchada de sangre coagulada. Estaba herido, sin duda. También
tenía un profundo corte en la pierna derecha, sobre la rodilla.
Había sangrado, pero la sangre allí ya estaba seca. Pudo dar unos
pasos sin resentirse. Sólo la cabeza le producía punzadas más
molestas e intensas. Buscó el botiquín, y le costó dar con él en el
caos profundo que era ahora la nave.
Se llevó y curó las heridas, puso apósitos
sobre ellas, y se preguntó si todo eso serviría de algo. Ni
siquiera sabía dónde había caído. Desde que la nave comenzó a
fallar, se desvió de su ruta atraída por algo, penetró en aquella
zona oscura, y pareció absorbida por una vorágine sin fin, todo era
confuso y nada claro.
Finalmente, había sido atraído por un cuerpo
celeste, y fatalmente se estrelló en él, pese a utilizar todos los
sistemas de freno posibles. Eso, de momento, había salvado su vida
y evitó que la nave se pulverizase en la atmósfera de aquel mundo
—si es que tenía atmósfera—, o al chocar con su duro suelo.
Pero a partir de ahora, ¿qué podía esperar?
¿Qué había fuera, qué clase de mundo era aquel donde había
terminado tan violentamente su largo periplo espacial?
Estaba decidido a saberlo, puesto que tenía
fuerzas para ello. Intentar ver el exterior a través de las
pantallas de televisión de la nave resultaba quimérico. No sólo
estaban rotas o inutilizadas, sino que posiblemente los objetivos
exteriores del circuito estuvieran también averiados. Ni siquiera
lo intentó.
Fue hasta el armario situado al lado opuesto
de la inclinada cabina, manteniendo difícilmente el equilibrio. La
gravitación artificial interior tampoco funcionaba, pero
afortunadamente aquel mundo debía de tener una gravedad similar a
la de su planeta de origen, porque pudo moverse con cierta soltura
dentro del angosto encierro de su cápsula espacial.
Tomó el traje presurizado, de climatización
autónoma, y se lo vistió con alguna dificultad. Ajustó su calzado
magnético y sus guantes herméticos, enroscando luego la escafandra
de material plástico liviano, y el frontal para visión en materia
cristalina, comprobando que el sistema de aire respirable en el
interior del indumento espacial funcionaba sin problemas. Sólo
entonces se sintió lo bastante seguro para caminar hacia la
escotilla de salida con paso firme. Antes, sin embargo, apeló a dos
elementos que consideraba vitales para enfrentarse con lo
desconocido, allá en el exterior. Esos dos objetos de básica
necesidad eran su pequeño maletín, combinando un botiquín de
emergencia y una reserva de alimentos e hidratos en cápsulas, y una
pistola láser provista de varias cargas de repuesto que introdujo
en el amplio cinturon-recipiente de su traje espacial. Con tan
escaso, pero imprescindible bagaje, pulsó el resorte de la
escotilla, confiando en que funcionara. En caso de apuro, podría
manejar el sistema manual, pero tuvo suerte. La escotilla, suave,
silenciosamente, se abrió ante él.
Notó que su corazón palpitaba. Por vez
primera iba a asomarse a un mundo que no era el suyo, a un planeta
desconocido, tal vez un simple asteroide, acaso una luna o un
satélite de otro mundo mayor. Pero fuese como fuese, a un ámbito
que le era por completo ignorado. Tal vez hostil, quizás incluso
peligroso o letal...
Avanzó resuelto. Pisó el umbral de su nave,
comprobando que, en efecto, aparecía inclinada, semihundida en un
lecho de espeso fango que había amortiguado en parte el terrible
impacto. Ese barro y los frenos automáticos de la nave habían
impedido, sin duda alguna, una catástrofe irremediable que hubiera
significado su destrucción total.
Miró al exterior. Entre fascinado y
sobrecogido.
No le gustó lo que veía. Pero aquel paraje
atormentado e inhóspito tenía algo que casi fascinaba al tiempo que
repelía. Era como enfrentarse a los inicios mismos del mundo, al
nacimiento de la propia Tierra tal y como le habían enseñado que
debió ser en tiempos prehistóricos.
El barro denso en que flotaba la semihundida
nave espacial, burbujeaba en torno. Era una materia hirviente,
oscura y repulsiva, un fango capaz de engullir en cualquier momento
al vehículo extraño y a su ocupante. Más allá de esa superficie
blanda y burbujeante, se alzaban montículos rocosos, agrestes y
duros, de afilados perfiles recortados sobre un cielo dantesco,
rojizo y cargado de nubarrones que más parecían vapores infernales
que auténticas nubosidades.
—Dios mío, ¿qué horrendo lugar es éste?
—jadeó el astronauta—. ¿Dónde estoy?
No podía arriesgarse a pisar el suelo
fangoso y en ebullición, porque podía significar su hundimiento sin
remedio en aquel lecho pantanoso, quizás volcánico. Pero tampoco se
atrevía a permanecer a bordo, porque tenía la impresión de que la
nave se iba hundiendo progresivamente por momentos, absorbida por
aquel lecho cenagoso.
Tras una rápida reflexión, tomó la única
decisión posible: salir de la nave a todo riesgo. Cualquier cosa
sería mejor que perecer allí encerrado, hundiéndose poco a poco en
el limo pegajoso y rugiente que le rodeaba.
Confió en la propiedad de su calzado, capaz
de adaptarse a cualquier suelo por difícil que fuese. Los
diseñadores de la NASA, allá en su mundo, habían perfeccionado cada
pieza de la indumentaria de un astronauta hasta límites de la
máxima sofisticación. El calzado, si se pisaba un suelo blando,
actuaba de forma automática mediante una especie de flotadores que
igual podían mantener a su portador sobre las aguas que sobre un
pantano. Pero no por demasiado tiempo.
Confió en que éste fuera el suficiente para
alcanzar la orilla. Corrió rápido y ligero sobre el barro, y llegó
casi exhausto al borde pedregoso y áspero. Se dejó caer en él,
respirando con fuerza. Había salvado la dura prueba inicial. Dejó a
su lado el maletín y contempló la forma plateada de su nave. Sufrió
un sobresalto.
En medio de un repentino burbujeo más
violento, la mitad de su estructura metálica, con el emblema de los
Estados Unidos en su fuselaje, y el del «Proyecto Ulysses» a su lado, acababa de
sumergirse en el lecho de lodo. De haber seguido a bordo, ahora ese
barro infernal le estaría envolviendo irremisiblemente. Dirigió una
ojeada al registro digital de temperatura exterior, y comprobó que
ésta era nada menos que de setenta grados centígrados. Por fortuna,
su hermética indumentaria le mantenía aislado de semejante calor.
Al aproximar la mano al fango hirviente, las cifras rojas
bailotearon rápidas, elevándose hasta los ochenta y siete grados.
Era cierto: aquel barro hervía. Era como
estar al borde mismo de una caldera infernal.
Se puso en pie. También el maletín de
botiquín y alimentos era hermético al calor o al frío más extremo,
pero no quería correr riesgos. Si todo el planeta era como lo que
estaba viendo, yermo y abrasador, no sobreviviría sin su carga de
alimentos concentrados y de hidratos en cápsulas. El agua que
pudiera hallar en su camino, si es que la había, seguramente
herviría lo mismo que aquel pantano donde cayera con la nave
Odisea. Al mismo tiempo que él, las
naves Calipso, Sirena, Penélope y
Polifemo, surcaban los espacios
cósmicos, formando parte del total del gran Proyecto Ulysses, el primero encaminado a la
exploración de los confines del Sistema Solar.
Llevaba años viajando en la nave Odisea. Ya ni siquiera recordaba cuántos. Pero eso
importaba poco. Había sido uno de los que se inscribieron
voluntarios para aquella misión casi imposible. A un viaje sin
retorno tal vez. Todos los voluntarios fueron de parecidas
características: solteros, sin familia, sin prometida, sin nada que
les atara a la Tierra. A cambio de ello, buscaban la gloria en el
Cosmos. Tal vez, como máximo, un retorno triunfal, treinta o
cuarenta años más tarde, después de haber visitado Marte, Venus,
acaso Júpiter, e incluso con un poco de fortuna, Urano o Neptuno.
Pero su aventura no terminaba en ninguno de los mundos conocidos
del Sistema, que él supiera. Aquel que ahora pisaba no figuraba en
ninguna carta cósmica. O se había desviado mucho en los momentos
confusos en que se sintiera absorbido por aquella vorágine
desconocida, nunca prevista en los proyectos de viaje ni en los
cálculos iniciales.
Echó a andar, alejándose del gran pantano
hirviente, mientras pensaba en todo lo que formaba su pasado de
algunos años. Incluso el reloj múltiple de a bordo se había hecho
añicos al aterrizar violentamente en el Planeta X, como él lo
denominaba mentalmente ahora. No podía saber la hora, el año, el
día ni el mes. Ni tan siquiera el siglo, aunque suponía que aún
estaba en los finales de aquel siglo xx en que iniciara su gran
aventura. No podía haber pasado tanto tiempo como para estar en el
XXI, pensó preocupado.
Un ruido a su espalda le hizo volver la
cabeza. Se estremeció ante lo irremediable: la nave Odisea acababa de hundirse en el fondo del pantano
con gran estallido de burbujas hirvientes en torno. Su última y
remota posibilidad de regresar algún día a la Tierra se acababa de
perder con la nave en el fondo inaccesible de aquel lecho
fangoso.
—Dios mío... —susurró, sobrecogido—. Estoy
condenado a permanecer aquí de por vida, sea cual sea este horrible
mundo en que me encuentro...
La idea de no regresar jamás le aterró,
aunque no tuviera a nadie en particular a quien evocar en su exilio
eterno. Aun así, recordó vagamente las grandes ciudades iluminadas
en la noche, los campos bucólicos, las chicas hermosas, los clubs
con música y bebidas, el mar lamiendo las costas suavemente, las
gaviotas sobrevolando los litorales, el sol brillando sobre todas
las cosas...
Miró al cielo ominoso, rojo oscuro,
agobiante. Comprobó el índice radiactivo en el digital de su casco:
sobrepasaba en mucho el límite tolerado por el hombre. Fuese cual
fuese aquel planeta, estaba saturado de radiaciones letales. Su
atmósfera, paradójicamente, era respirable aunque escaseaba el
ozono y había exceso de hidrógeno. También se detectaban, a través
de los detectores de su sistema de seguridad, partículas dañinas
lloviendo del cielo a modo de aguacero casi invisible.
—Algo ocurrió aquí alguna vez, no hace mucho
—musitó, hablando consigo mismo en aquella estremecedora soledad—.
Algo que convirtió este lugar en un infierno. Tal vez una
convulsión geológica, quizá su período mismo de formación... No
sé...
Siguió adelante porque no tenía otro
recurso. Quedarse allí era condenarse a la soledad y a la muerte
quizás, en un clima tan hostil. Avanzó y avanzó a través de
peñascos, rocosidades abruptas, superficies lisas y resbaladizas,
senderos con márgenes erizados de púas pedregosas, sin el menor
atisbo de vegetación.
La marcha duró minutos, horas, tal vez media
jornada. Era difícil saberlo, sin sol ni sombras, siempre con aquel
palio tenebroso de nubarrones cobrizos sobre su cabeza, filtrando
una luz lívida, casi dantesca.
Paulatinamente, sin embargo, oscurecía sobre
él. Se dio cuenta de que, en cierto modo, se hacía de noche.
También debía de existir un sol tras los nubarrones, aunque era
imposible verlo. El clima, de repente, experimentó un cambio
brutal, inexplicable. Su
indicador digital marcó los veintiocho grados bajo cero, y seguía
descendiendo.
Se dejó caer en unas rocas, felicitándose
por la naturaleza hermética de su atavío espacial. Sólo así era
posible sobrevivir en semejante lugar, pensó preocupado.
—Mientras dure en condiciones y no sufra
alguna avería... —se dijo inquieto.
Tomó unas cápsulas de alimentos concentrados
y dos pastillas de hidratos que le quitaron la sed. Tuvo que usar
para ello el pequeño compartimiento estanco de la escafandra,
evitando así el contacto directo de su boca con el exterior,
todavía excesivamente radiactivo, aunque había observado que, a
medida que se alejaba de la ciénaga en que cayera el Odisea, el índice de esa radiación era
considerablemente menor.
Poco después, tendido sobre el muelle traje
en que se enfundaba, dormía profundamente, agotado por la larga
caminata, entre unos peñascos que podían servirle de camuflaje ante
la eventual aparición de alguna forma de vida hostil, aunque hasta
el momento nada presagiaba la existencia de vida animal o de
cualquier otro tipo en aquel hosco planeta desconocido.
Le despertó la claridad lívida de un sombrío
amanecer nada esperanzador. Pestañeó aturdido, soñoliento, hasta
recordar dónde estaba y lo que sucedía. De inmediato se puso en
pie, con un suspiro de alivio, comprobando que el preciado maletín
de medicamentos y víveres seguía sujeto a su muñeca mediante la
metálica banda de seguridad.
Se tomó unas cápsulas alimenticias y otras
hidratantes de nuevo, reemprendiendo la marcha, siempre en el mismo
sentido: dirección sur. No tenía astros que le guiaran, pero su
brújula interior funcionaba, prueba evidente de" que existía
magnetismo en aquel mundo ignoto.
Se prolongó durante horas la nueva etapa de
incansable caminar del astronauta. Las rocas cambiaron de
configuración, llegó un extenso llano arenoso, un amplio desierto
carente también de vegetación, salpicado de vez en cuando por
negros peñascos que sobresalían de la rojiza arena como enormes
monstruos petrificados por una extraña magia inexplicable y remota.
Todo en derredor suyo ofrecía la imagen de lo primario, lo
prehistórico, lo que señalaba la formación de un mundo tras una
enorme conflagración geológica. Si cuanto le rodeaba se mantenía
sin variaciones, su suerte estaba definitivamente echada: moriría
al agotarse sus víveres concentrados, falto de alimentos y de
hidratos.
Descansó a mediodía, según sus propios
cálculos siempre basados en la relatividad del tiempo terrestre, y
prosiguió su viaje sin destino tras una nueva ingestión de cápsulas
para alimentarse y saciar su sed. Sus escasas deposiciones eran
absorbidas y destruidas por el sistema de su atavío espacial, sin
causarle problema alguno.
De repente, se detuvo sorprendido y
esperanzado en cierto momento de su viaje. Miró ante sí, temiendo
hallarse ante un espejismo.
—Cielos, no... —musitó—. Eso es otra
cosa...
Realmente, era otra cosa. Ya no veía arena
roja, peñascos negros ni barrizales hirvientes, como hasta ahora.
Aquello, aun bajo el huraño celaje rojo, era esperanzador.
Plantas. Hierbas. ¡Vegetación!
Era aquello, sí. Parduzca, raquítica, escasa
y dispersa, pero al menos una flora natural que brotaba de aquella
tierra desconocida y terrible. El astronauta se sintió algo mejor,
sin saber por qué. Corrió hacia allá, temiendo que la visión se
diluyera en simples pedruscos y arena, una vez más. Cayó de
rodillas, aferró los tallos escasos y pobres. Tiró de ellos.
Existían. Eran reales. Había vida vegetal,
cuando menos. Eso no significaba necesariamente que hubiera vida
de la otra, pero era una leve esperanza,
una rendija de luz en las tinieblas. Casi bendijo cariñosamente a
tan feos y tristes matojos por lo que significaban para él.
Y, de repente, supo que había algo más.
Otra clase de vida daba señales de
existencia tras él. Captó un roce, luego un sonido hosco, profundo,
parecido a un rugido. Se volvió como picado por un áspid.
Sus ojos incrédulos contemplaron con pavor
la presencia viviente. La sombra se agigantó sobre él, ominosa. El
hombre llegado de otros mundos vio ante sí a la criatura más
horrenda imaginable, a la forma de vida más escalofriante que ser
humano alguno pudiera imaginar...