Enrico Acade
Mil cuatrocientos sesenta y tres iba a ser un año lleno de descubrimientos para mí, aunque el día que cumplí quince años, aquel 12 de enero, aún lo desconocía.
Aquella mañana desperté con una sonrisa cuando mi madre me levantó de la cama con un paquete de medidas imperfectas, envuelto en papel y con un gran lazo rojo que mi esposo me hacía llegar desde Castelforca por mi aniversario. Medio dormida aún, me pasé un trapo de lino mojado por la cara para despertarme del todo, y en cuanto mi madre corrió las cortinas para que entrara la luz de la mañana, pude comprobar que el paquete era demasiado grande para ser una nueva joya que completara mi ajuar, y que su forma, más bien algo extraña, no parecía la de un regalo convencional.
Mi curiosidad insaciable hizo que, tras solicitar permiso a mi madre, deshiciera el gran lazo rojo y arrancara literalmente el papel con el que venía envuelto, para encontrarme con el más delicioso y bello laúd. Su forma era perfecta, y la madera había sido pintada en color blanco satinado, algo inusual en Venecia. En el lateral del instrumento se habían añadido en relieve unas perfectas tallas que representaban pequeños pájaros en los que, de tan idénticos a la realidad como eran, podías reconocer sin problemas un estornino negro, con sus características plumas algo levantadas en la cabeza y su pico amarillo, o un mirlo de ojos redondos, cuyo plumaje azabache resaltaba con el pico anaranjado. Entre aquellas maravillosas tallas, también reconocí la blanca y preciosa curruca capirotada, que tenía parte de su cabeza y su pico de color bruno; el zorzal de barriguita anaranjada, o incluso una preciosa golondrina negra con su estómago blanco. Era tal la delicadeza de esos pajarillos que era como si en cualquier momento pudieran abrir sus alas y echar a volar.
Me quedé impresionada por el regalo, un instrumento de hombre a ojos de mi madre, y por las palabras de mi progenitora que, tras leer la misiva de mi esposo, dijo:
—El descaro de tu esposo no es de mi agrado. Si no fuera porque el contrato está cerrado y no quiero que se dude de nuestro honor, cancelaría la boda.
Dicho esto, arrugó la nota en su puño, la tiró sobre la cama, y salió de la habitación. ¿Qué horribles palabras había escrito mi esposo, un hombre honorable, para ofender hasta la médula los sentimientos de mi progenitora? Cogí el trozo de papel y leí sus palabras, sin poder dejar de sonreír:
Mi estimada doncella
Cuento los días para su traslado a mis tierras.
He querido pensar que al ser el laúd un instrumento prohibido por vuestra madre, debe de ser vuestro favorito. Por ello, hice que fabricaran el que ahora recibís, esperando que sus dulces notas acompañen nuestras veladas.
Deseo deciros cómo serán nuestras jornadas, pues sueño con ellas cada noche, más no oso poner todo aquello con lo que sueño, pues de bien seguro será vuestra madre quien lea primero mi carta y no quiero que me tenga en baja estima antes de tiempo.
Sé que aún no podéis amarme, pues apenas me conocéis, aunque sé que algún día lo haréis y nos convertiremos en dos personas unidas por un mismo destino.
Su esposo que ya lo es,
ODDANTONIO DA MONTEFELTRO,
duque de Castelforca.
¡Qué desfachatez la de mi esposo! Decirle a mi madre sutilmente que dejara de cotillear los regalos enviados por él a su futura esposa. Pero por otro lado, qué descaro más dulce llegó hasta mi corazón para cubrir mi rostro con una sonrisa que sólo escondía por si mi madre entraba de nuevo. Releí la carta. ¿Qué había en ella que no me cuadraba, aparte de las palabras un tanto indecorosas hacia mi progenitora? Recordé que en el libro de griego se hallaba la primera misiva de Oddantonio, la cogí y cuando la coloqué junto a la carta que acompañaba al laúd, me di cuenta de que eran completamente diferentes. Era el mismo tipo de papel y llevaba el sello con el blasón familiar en el lacre rojo, que sólo el duque podía usar, ya que únicamente él poseía el sello familiar, pero la letra era diferente, el saludo también, incluso la forma en la que estaban escritas las palabras distaba mucho de la primera nota, cosa que me hizo dudar de si había escrito alguna de las dos cartas.
¿Quién era mi esposo en realidad?
Pronto iba a descubrir todo lo relacionado con mi nueva vida, pues no podía ocultar por mucho más tiempo mi condición de mujer plena. Mi madre comenzaba a murmurar que si este año no me venía el sangrado consultaría a las parteras para que me hicieran un reconocimiento; ellas, indudablemente, descubrirían el engaño y me alejarían para siempre del cariño de mi progenitora.
Tras la marcha de Francesco, y después del comentario jocoso de mi tía sobre el hecho de que mi madre estuviera despachando en la tienda como una vulgar trabajadora, todo cambió en casa, ya que tuve que ser yo la que sustituyera a mi madre como ayudante. De aquel modo comencé a vivir en un mundo más real, saliendo de allí donde se me había escondido para protegerme de cualquier tentación que el demonio pudiera interponer en mi camino. La vida diaria de la ciudad abrió mi mente a mundos nuevos para mí. Descubrí el modo de tratar a la gente atendiendo a su rango; las sonrisas falsas y los elogios, que tanto gustaban a los nobles y ricos comerciantes; la picardía y complicidad, que sorprendía y agradaba a los mercaderes y socios de mi padre; las sonrisas francas, abiertas y auténticas, que complacían a los trabajadores más míseros, y que me saludaban cuando pasaban por delante, por supuesto sin atreverse a entrar, y la caridad y bondad hacia los pequeños raterillos, a los que les ofrecía los duros mendrugos de pan que ni siquiera Ruth ya usaba, pero que para ellos era, a veces, el único manjar de todo su día.
Sí, todo fueron maravillosas experiencias para mí: una doncella a la que ni siquiera le estaba permitido asomarse al balcón, pasó a mirar directamente a los ojos a los grandes señores de Venecia, a rozar sus manos cuando entregaba las joyas, a escuchar sus elogios hacia mi belleza, y a sentir sensaciones que jamás en la vida había experimentado, como el orgullo que me invadía al oír sus bonitas palabras, cuando hablaban de la belleza de mi mirada, de la suavidad de mis manos, o de la maravillosa blancura de mi piel.
Si bien jamás comenté con mis progenitores aquellas palabras que a sus oídos hubieran sido una ofensa para ellos dado que yo era aún doncella, y un agravio para el duque, pues ya era una mujer desposada, cada día me iba a dormir con la sensación de ser la muchacha más bonita de Venecia, cosa que ayudaba a que Morfeo me acogiera entre sus brazos con una sonrisa en mis labios.
Mi hermano Francesco volvió de su viaje a Euripos cargado de regalos para todos. Ricas sedas para mi madre; especies raras para Ruth; y un sinfín de piedras preciosas para mi padre, que comenzó a ver en la afición de su hijo mayor un posible negocio para su tienda; e incluso nuevas herramientas para Flavio; juguetes griegos para mi hermana, y por supuesto, aquello que tanto valoraba yo, copias traducidas al latín de los escritos de los filósofos griegos, así como recetas orientales de belleza, y todo lo necesario para poder elaborarlas.
Pero si bien mi padre comenzó a ver con buenos ojos la profesión de mi hermano, lo que terminó de convencerle fue el último regalo que Francesco le ofreció, ya que durante aquel viaje su primogénito había conocido a un mercader que trataba con navegantes que viajaban a una nueva tierra llamada Guinea. De allí consiguió un metal con el cual sólo se realizaban piezas para la más alta nobleza, aquellas que llevaban los mismísimos reyes: oro. El enfado de mi padre con mi hermano se fue diluyendo a medida que miraba aquel metal. Si bien no había sido del agrado de nuestro progenitor que su heredero decidiera tomar su propio camino, después de aquel viaje, en el que Francesco le ofreció a mi padre todas aquellas mercancías a muy bajo coste, sí que tomó una decisión que nos alegró sobremanera: su hijo mayor podía volver a vivir en su hogar.
Pero las sorpresas no habían terminado, y de aquel viaje mi hermano había traído también consigo una rara mercancía. Cuando la llamó por su nombre, surgió de las escaleras del salón, donde había estado esperando, una muchacha de piel algo oscura que vestía una túnica de color granate, cerrada con un cordel dorado sobre su cintura. Me fijé en lo extraño que era su calzado, pues unas cuerdas amarraban a su tobillo la suela de cuero de su sandalia. Francesco nos contó que había ganado a Sitti, como así se llamaba, jugando a las cartas, y que era su obligación ahora cuidar de ella. Cuando mi padre le preguntó cómo la había traído hasta Venecia, puesto que de todos era conocido que las mujeres tenían prohibido subir a los barcos, Francesco dijo que Sitti no era considerada una mujer, sino una simple mercancía que había viajado en las bodegas. Inmediatamente pensé cuán injusto era eso para una muchacha que había sido arrancada de su tierra y trasladada a la fuerza, pero no se me ocurrió decir nada pues tampoco nadie me había pedido opinión.
—¿Cómo pretendes tú cuidar de esta muchacha? —preguntó algo preocupado mi padre.
—La verdad es que no he pensado en ello —contestó mi hermano.
Me acerqué casi deslizándome a mi madre y quise susurrarle mi idea. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, mi padre me preguntó directamente:
—Costanza, ¿acaso tienes algo que decir, muchacha?
Me quedé perpleja de que en una conversación entre hombres adultos, mi padre quisiera escuchar lo que yo tenía que decir y no supe reaccionar.
—¡Vamos, hija! ¡Dime! Cualquier idea, incluso la de una mujer es válida en esta problemática.
—Padre, pensaba que Sitti podría formar parte de nuestro servicio y ayudar a Ruth en la casa. Podría ir al mercado o ser nuestra ayuda de cámara. Cuando yo marche, madre necesitará ayuda.
Mi padre se quedó pensativo, me miró, miró a Sitti, y le preguntó en su más que modesto griego:
—¿Hablas véneto o latín, muchacha?
—Hablo su lengua, señor. Uno de mis amos me enseñó vuestra lengua —contestó Sitti con su acento peculiar.
—¿Cuántos años tienes? —volvió a preguntar mi padre.
—Catorce, mi señor.
—¿Y cuál es tu religión?
Sitti no contestó, y mi padre añadió:
—No te preocupes, mujer. Ruth es judía y vive con nosotros, aunque no profesa su fe en esta casa. Aquí eres bienvenida aunque seas morisca.
—No soy morisca, señor. Mi primer amo era árabe, el segundo ortodoxo, y su hijo es el tercero, así que ya no sé cuál es mi fe.
Mi madre se santiguó por tres veces, como cada vez que creía que el diablo se cruzaba en su camino. Miró a mi padre fijamente y él respondió, como si le hubiera leído el pensamiento:
—Ahora serás cristiana, mi esposa se encargará de enseñarte nuestra fe. Estarás al servicio de nuestra casa. Se espera de ti diligencia, servidumbre, fidelidad y buena disposición en las tareas que te encomendemos. Dormirás con Ruth, y mañana, tu señora te dirá cuáles son tus labores.
Mi madre se acercó a su esposo y le susurró algo al oído. Este, mirándole con extrañeza, como si no comprendiera a su mujer, le preguntó si estaba segura, a lo que ella asintió.
Todos estuvimos en vilo, ansiosos de saber aquello tan sorprendente que había decidido mi madre, quien siempre transmitía sus ideas en susurros, para que así mi padre pudiera decidir sin verse obligado a aceptar sus pensamientos. Cuando padre se levantó para estar a la altura de Sitti, miró a la muchacha de piel oscura y dijo:
—Mi hija Costanza es doncella desposada y pronto va a convertirse en duquesa de Castelforca. Ella jamás ha tenido una ayuda de cámara y por ello, para que pueda acostumbrarse, tú te convertirás en su sombra. La vestirás, arreglarás su pelo, te encargarás de sus vestidos y la acompañarás donde ella tenga que ir, que no es más que a los oficios religiosos o a alguna celebración oficial a la que sea invitada como futura duquesa. Tengo demasiado trabajo, mi esposa debe atender a su propio hogar, y sus hermanos no pueden hacer de escolta cada vez que tenga que salir de la casa. Muchacha, ¿sabrás hacer ese cometido?
Así fue cómo, después de la afirmación de Sitti, me convertí en una doncella con servicio propio, y aunque nunca aspiré a tener dama de compañía, cosa propia sólo de nobles, que aquella muchacha se convirtiera en mi acompañante significó un mundo nuevo para mí, una vida llena de libertad en la que ya no tendría que pedir a mi padre o a mi hermano Flavio que me acompañaran a los pocos lugares donde se me permitía asistir: las reuniones con las mujeres más pudientes de Venecia, las meriendas de los jueves a las que asistía gran parte de la nobleza de la Romaña y a los diversos oficios religiosos.
Debía aprovechar aquella libertad ya que pronto tendría que anunciar a mi madre que ya era mujer, y entonces volvería a convertirme en una prisionera en el hogar de mi esposo.
El frío invierno pasó y llegó la cálida primavera. Un tiempo de florecimiento, en el que las pocas casas de Venecia que disponían de patios ajardinados se llenaban de una explosión de flores de colores y aromas que se mezclaban con el fuerte olor del canal.
Durante aquellos meses la relación de ama-criada con Sitti se convirtió en una complicidad entre buenas amigas. Algunos lo atribuirían a la cercanía en nuestras edades, otros a las confidencias que le hacía cada noche sobre mi parecer de la vida, y otros a que nuestros caracteres eran parecidos, a pesar de haber nacido en lugares distintos y en una situación completamente diferente.
Recuerdo que me era difícil ordenarle nada, más bien se lo pedía por favor, pues seguía pensando que debía de ser muy duro que te arrancaran de tu tierra y de todo aquello que conocías para llevarte lejos, sin preguntarte si estabas de acuerdo. Realmente creía que Sitti y yo no éramos tan diferentes, ya que a mí tampoco nadie me preguntó si deseaba trasladarme a Castelforca, si quería casarme, o si aceptaba dejar toda la vida que conocía hasta entonces para vivir con un hombre al que no sabía si podría llegar a amar, a pesar de ser muy atractivo.
Tal como le había ocurrido a Sitti, Costanza Contanti tampoco podía elegir.
Tener a esa muchacha a mi servicio fue algo que jamás olvidaré. Gracias a nuestra amistad, tras aquellas pesadas reuniones con mujeres mayores que creían saberlo todo sobre el decoro, las buenas formas y las normas de la sociedad, pero que en las meriendas criticaban sin mesura a quien estuviese ausente, nos acostumbramos a caminar lentamente de vuelta a casa, convirtiendo aquellos momentos en deliciosos paseos de media tarde por la piazza San Marcos. Ninguna mirada de mis protectores padres nos acechaba, y eso suponía tener absoluta libertad de hablar con alguien sobre tierras extranjeras que yo jamás vería, sobre costumbres diferentes, formas de hacer las cosas muy dispares a las que yo estaba acostumbrada, y, por supuesto, sobre el sexo opuesto, pues a pesar de ser un año más joven, Sitti, al haber pasado por varios dueños, disponía de información privilegiada sobre a lo que a mí tanto me intrigaba.
Yo sabía que pronto debería decirle a mi madre que ya era mujer, pues si bien el secreto seguía a buen recaudo entre Ruth, yo, y ahora Sitti, mi cuerpo seguía su curso en un crecimiento imparable. Mis pechos comenzaron a crecer, convirtiéndose en un par de redondos, altos y tersos senos, que apenas podía esconder bajo los vestidos. Mis caderas se ensancharon, poniendo unas curvas de mujer allí donde antes nada había, el vello en mis axilas y en mi pubis apareció paulatinamente, aunque Sitti me mostró una manera de hacerlo desaparecer mediante la aplicación de una antigua receta egipcia, a la que ella y sus congéneres griegas llamaban cera de azúcar, que se componía de una mezcla de azúcar, agua y limón. Si bien era una pasta difícil de hacer, pues los cítricos escaseaban en Venecia, gracias a su soltura Sitti no tardó en trabar amistad con mercaderes que comerciaban con navegantes catalanes, que nos abastecieron de aquella fruta. Así pudimos hacer aquel mejunje que se quedaba pegado a la piel de tal modo que, al dar un doloroso estirón, el pelo se enganchaba a él, desapareciendo por completo del cuerpo femenino.
La primavera era mi estación favorita. Los días más largos, las cálidas temperaturas, el buen humor de mi padre por la cercanía de la época de las bodas y de las grandes ventas de joyas, todo aquello llenaba mi corazón de júbilo de tal manera que incluso mi madre me advirtió de que hiciera el favor de ser más comedida con mis sonrisas en la tienda. Había notado que cada vez se acercaban más caballeros solos que acompañados de sus esposas, cosa que podría dar pábulo a que se crearan rumores malintencionados sobre mi manera de tratar a los varones.
Pero aquella mañana, ni siquiera las palabras de mi madre podían alterar mi humor, y aunque le prometí adoptar una actitud más seria con los clientes, no pude dejar de sonreír ante el saludo de varios caballeros, pues muchas veces ni siquiera venían a comprar, sino a verme a mí.
Mi felicidad también se acrecentaba debido a que por fin había podido guardar los vestidos de invierno, aquellos que aprisionaban mi cuerpo entre terciopelo, mantos de piel y capas tupidas recubiertas de pelo de conejo que me hacían constantemente cosquillas en el cuello. Los vestidos de primavera eran bastante más livianos desde que Francesco trajo sedas y tules de colores de sus viajes. Aquel año, al ver mi madre cómo había cambiado mi cuerpo, aunque sé que se preguntaba el porqué de aquella transformación inesperada, había mandado realizar un par de trajes con aquellas nuevas telas llegadas de tierras lejanas.
Aquella mañana me sentía la muchacha más bonita de Venecia. El vestido de seda interior se vislumbraba por las aberturas de las mangas abombadas de color azul oscuro, que quedaban unidas al vestido exterior por unos lazos de satén brillante a juego con la cinta negra que ataba en zigzag el escote de mi vestido anaranjado que cubría mi bonito pecho. A pesar de ser un día como otro, con el mismo tipo de clientela monótona, me sentía feliz y algo eufórica, no sé si por el sol, que entraba a raudales por la puerta de la tienda, si por la música del laúd de un trovador, que me acompañaba desde la calle, o por una idea que tenía en mente: la llegada de uno de los pocos baños que una dama podía tomar, donde quería probar la nueva receta de jabón que Sitti y yo habíamos elaborado a escondidas de mi madre, a partir de una vieja receta griega. Mientras pensaba en el aroma intenso con el que cubriría mi cuerpo dentro de unas semanas, me encontré de nuevo con una realidad olvidada cuando a mis espaldas escuché una preciosa y añorada voz que me saludó diciendo:
—Hola, bella señorita, ¿cómo estáis?
Juro que mi corazón dio un vuelco dentro de mi pecho y no pude por menos que sonreír abiertamente cuando al volverme me encontré con mi bello Enrico. Había regresado al fin, y a pesar de que los meses de separación habían conseguido que olvidara su rostro y la atracción que por él sentía, todas esas sensaciones volvieron de repente, atorando mi mente, y sólo acerté a decir:
—Mi señor Enrico. Qué alegría veros de nuevo. Mi padre ya estaba a punto de abrir el sobre para enviar la máscara a su destino.
—Veo que os satisface mi vuelta, señorita. Los años os han tratado bien, estáis verdaderamente hermosa.
Estoy segura de que me ruboricé al oír sus palabras. Mis mejillas ardían y creo que incluso me temblaban las manos. No sabía qué hacer, si mirarle a los ojos o bajar la mirada, el caso es que no podía dejar de sonreír. Aquel hombre tenía el don de desconcertarme y apagó mi sonrisa al decirme:
—Espero que aún se me permita elogiaros con estas palabras corteses, a pesar de estar hablando con la futura duquesa de Castelforca.
¿Cómo sabía Enrico lo de mi futuro título? ¿Cómo conocía la buena nueva de mi próximo enlace con el duque? ¿Tan lejos llegaban las noticias de un enlace nobiliario? ¿Hasta tan lejanas tierras? Y así se lo pregunté aprovechando la sinceridad que siempre le había profesado, sabiendo que ninguno de mis progenitores escucharía aquellas palabras descorteses:
—Sí que estáis bien informado, mi señor Enrico. Es curioso que las noticias viajen tan deprisa.
—Mi señora, un enlace de esa categoría merece ser noticia. Vuestro esposo es un hombre afortunado, pues bien sabe todo el mundo que la señorita Contanti es una de las más bellas damas de Venecia.
—Me aduláis, mi señor —dije dedicándole una estudiada caída de ojos que hizo que se le erizara la piel.
No pude poner en práctica ninguna de las otras técnicas de seducción que había practicado con Sitti, pues mi padre salió de la tienda al escuchar nuestras voces.
—Señor Acade. No sabéis cuán contento estoy de vuestra vuelta. Pensaba ya que no ibais a volver —dijo mi padre estrechándole la mano.
—Maese Contanti, agradezco su recibimiento. Supongo que la máscara estará lista para poder llevármela —contestó él.
—La máscara está terminada, y bien puedo decir que es uno de mis mejores trabajos. Será un regalo bellísimo para una dama a la que supongo aún más bella. ¿Consideraríais descortés si pregunto quién va a ser la afortunada?
—Me parece descortés, mi señor, pero aun así puedo contestaros que es un regalo para la dama que siempre he esperado, para la mujer que he amado sin conocerla, aquella con la que desearía pasar el resto de mis días, la que querría que fuera lo último que vieran mis ojos el día en que tenga que abandonar este mundo —contestó Enrico dejándonos a todos anonadados por aquella bellísima contestación.
Mi padre entró de nuevo en el taller para ir a buscar el encargo y yo me quedé mirando obnubilada a aquel atractivo joven, viendo de repente en él algo que ocultó toda su desfachatez, su mala educación y su descaro bajo una leve sombra de amor. Siempre había dudado de si él era el enmascarado de la piazza San Marcos, aquel que me había robado la pluma roja. Pero ahora, al escuchar aquellas bellas palabras, pronunciadas con tanta sinceridad, me quedé pensando que sólo un verdadero caballero puede alcanzar a decir esos hermosos vocablos al hablar de su verdadero amor, y deseé ser yo la depositaría de aquellos versos, aunque mi mente me decía que otra era la afortunada.
Mi padre volvió con la máscara. Era un trabajo espectacular. Las plumas de cisne le conferían un aire elegante y noble al unirse a la fina tez de porcelana de la colombina, y los pequeños diamantes, que delimitarían el pómulo de la afortunada, le daban la categoría suficiente para ser un regalo digno de una princesa. Mi progenitor marchó de nuevo dentro del taller para ir a buscar el cambio, y me ordenó que envolviera aquel objeto de belleza.
Así lo hice, procurando no estropear las preciosas plumas, y aprovechando que mi padre aún no había vuelto hice algo que jamás debí hacer. Cuando ofrecí el paquete al señor Enrico rocé sutilmente su mano con la mía. Por supuesto, yo buscaba su reacción, así que acompañé ese movimiento con una mirada de reojo llena de sensualidad. Él me asió la mano con fuerza para que yo no la retirara. Su mano era fuerte, pero su piel tan suave como la de una mujer. Dejé que me cogiera de la mano y, por supuesto, que la acercara a sus labios y depositara en ella un beso. Un beso que reconocí, esta vez sin sombra de duda, como aquel que un día un enmascarado me dio bajo la protección de una larva de carnaval. Sonreímos. No podíamos hacer nada más, con las miradas nos dijimos lo que no podíamos expresar en voz alta.
Mi padre volvió a salir con un saquito de cuero, se lo entregó a Enrico y lo acompañó hasta el puente. No me entristecí. Sabía que ahora que él había vuelto no podía ser ese nuestro último encuentro.
Aquella noche, durante mis confidencias con Sitti, le conté absolutamente todo lo relacionado con Enrico, y compartí con ella mis dudas sobre el enmascarado. Había pasado el tiempo, y así como mi cuerpo y yo misma habíamos cambiado para mejor, él también se había transformado en un hombre hecho y derecho de veintiocho años. No sabía qué me había impresionado más de nuestro encuentro, si su piel curtida por el sol, su nueva y cuidada barba, que recorría recortada sus labios y su boca, sus manos suaves pero grandes o sus preciosos ojos oscuros, casi negros, tan penetrantes que parecía que pudieran leer mi alma y mis deseos más profundos. A pesar de saber que adorar a ese hombre me convertía en una pecadora, yo, Costanza Contanti, le adoraba. Me gustaba su sonrisa que, a pesar de ser la de un hombre adulto, aún mantenía todas las piezas de color blanco, gracias seguro a una de esas recetas que los hombres decían no usar por ser propio de mujeres. Me gustaba cómo me miraba, como si fuera la única persona que estuviera en la sala. Adoraba su olor, mentolado en su boca y a limoncello en su ropa, pues era inusual encontrar un hombre en Venecia que desprendiese buenos aromas. Y, sobre todo, me gustaba lo que mi cuerpo sentía cuando le veía, aquel cosquilleo que nacía en mi pecho y que poco a poco bajaba a zonas del cuerpo donde una doncella no debía sentir nada.
Durante la cena del día siguiente, don Acade volvió a ser tema de conversación, pues a mi padre se le ocurrió mencionar que había pasado por la tienda a recoger el encargo. Mi madre, que sin querer demostrarlo sentía la misma curiosidad que cualquier mujer, al final no pudo aguantar más y preguntó:
—Y bien, esposo, ¿averiguaste al fin para quién era esa magnífica máscara?
—Lo intenté, me dijo que era para la dama que amaba, pero no soltó prenda acerca de su nombre, aunque sí sé, pues me lo dijo al acompañarle hasta el puente, que en un plazo de dos años contraerá matrimonio con Castellana Balestrieri da Caltrano.
No sé si será ella la afortunada. Es un regalo demasiado bello para una mujer de trece años, que será la edad que tenga el día que contraigan la unión.
El silencio llenó la estancia. Nadie dijo nada, pero todas las miradas se clavaron en mí, pues aunque no alcé la vista de la escudilla de sopa, podía notarlas. De alguna forma sentía una fuerza que me obligaba a alzar la mirada para encontrarme con la de mis progenitores, que debían preguntarse por qué teniendo yo ya quince años aún seguía en la casa familiar. A pesar de aquel tenso momento, no podía hacer nada más que pensar en el profundo e inesperado odio que empezaba a aflorar en mi alma por la tal Castellana. La odié sin conocerla, la odié por tener la suerte de poder casarse con un hombre tan bello, a pesar de ser menor que yo.
Era un sentimiento incontrolable que tuve que dominar durante los días siguientes para que mi humor no se agriara en demasía, y tuve suerte de poder contarle a Sitti lo que sentía, pues ella, con sus bromas y sus burlas hacia la pobre chica que nada me había hecho, consiguió que se convirtiera en el blanco de todos nuestros escarnios; lo más suave que pensamos sobre ella era que se trataba de una pobre coja jorobada a la que habían encasquetado a un hombre de buena familia, ofreciendo una dote millonaria para que alguien se la llevara de la casa paterna.
Los días pasaron y el tiempo seguía acompañando esas jornadas apacibles. Mi vida, a pesar de tener que despachar en la tienda, no era para nada dura. Combinaba mis clases con el trabajo, e, incluso, mi padre, consciente de que necesitaba un tiempo a solas para huir de la presión de mi madre, me permitía dar largos paseos hasta la piazza San Marcos, eso sí, siempre acompañada de mi fiel Sitti.
Lo que mi padre desconocía era que Sitti no era la típica criada que informaba de todo lo que hacía la hija de sus amos, sino que, con la confianza que nos teníamos, jamás comunicaba mis tentativas de seducción, cuando, en ocasiones, probaba sobre los trabajadores las miradas estudiadas que conseguían el propósito para las que habían sido emitidas, que no era otro que volverles locos de pasión.
Una dama como yo, y menos una que iba acompañada por una criada extranjera, nada tenía que temer de la reacción de aquellos hombres, pues jamás ningún trabajador hubiera osado dirigirle la palabra a una mujer de mi estatus, ya que sabían que en un careo ante la justicia tenía todas las de ganar. Por ello, aprendí el arte de la seducción con la mirada y con mi sonrisa, pues a pesar de no poder decirme nada, aquellos hombres se morían de ganas de hacerme suya. Con la malicia de alguien que se siente a salvo, pero también con la inocencia del desconocimiento de que existían hombres a los que les daba igual ser apresados siempre que consiguieran aquello que anhelaban, continué con aquellos peligrosos juegos… hasta aquella tarde en que un par de rudos marineros comenzaron a seguirnos en nuestro paseo, abrumados por mis lascivas miradas. Cuando Sitti y yo nos dimos cuenta de que nos seguían, las sonrisas se desvanecieron de nuestros rostros; a pesar de apretar el paso por la riva degli Schiavoni, estábamos verdaderamente asustadas por las indecentes palabras que aquellos tipos nos profesaban explicando con demasiado detalle aquello que nos iban a hacer si nos daban alcance. Por suerte, pronto entramos de nuevo en la piazza San Marcos y llegamos al palazzo del Doge, donde se encontraban apostadas varias patrullas de guardias que defenderían nuestro honor en caso necesario.
Sé que no debimos tentar a aquellos hombres con nuestras miradas. Lo sé porque nos dimos cuenta de lo peligroso que era ese juego, pues pese a las leyes escritas y a las normas del decoro un hombre era siempre un hombre, y de vez en cuando podía convertirse en un animal ansioso por atender sus necesidades más básicas.
Aquel día comprendí por qué todos los hombres santos insistían en que el perfecto estado de una mujer era el de casada. Aun así, una vocecita interior se negaba a callar y seguía preguntando cómo podían opinar sobre el matrimonio si era un estado al que ellos jamás deberían enfrentarse. Y esa conciencia algo maléfica también cuestionaba cómo podía opinar la iglesia sobre la vida de las mujeres si su único papel en la religión era ser madres devotas y esposas fieles.
¿Cuántas veces me he preguntado a lo largo de mi vida qué hubiera sido de mí si hubiera conocido los acontecimientos que el futuro me tenía reservados? De haberlo sabido, ¿acaso habría salido de casa aquel 21 de abril?, ¿habría realizado el mismo trayecto?, ¿habría dado los mismos pasos? Ahora sé que es inútil preguntarse qué hubiera pasado si… Pero mi mente sigue indagando cuántas cosas de nuestro pasado dejaríamos de hacer si se nos transparentasen las consecuencias de nuestros actos.
En casa, hacía semanas que se escuchaban palabras como convento, orden religiosa y vida monacal. Estando yo desposada, con Francesco aceptado como navegante y con Flavio convertido en el heredero de la joyería de mi padre, aquellas palabras sólo podían significar que el futuro de mi hermana Ginevra estaría en uno de los conventos de monjas que había en la ciudad.
Creo que ella desconocía su futuro, y aunque yo sabía que iba a echarla mucho de menos, también estaba convencida de que no iba a poder ocultar mi secreto durante mucho tiempo más, y de que debía despedirme tanto de ella como del resto de mi familia. Así que, pensando en el carácter dulce, sumiso y bueno de mi hermana, no dudé en creer las palabras de mi padre cuando a escondidas le oí decir que el convento era la única opción para Ginevra: además de constituir un beneficio para la familia en tanto que vinculaba nuestro nombre a la rama eclesiástica, ya no quedaban nobles con quien casarla, máxime porque con mi boda, y a pesar de que la joyería era un negocio boyante, las arcas familiares se habían quedado un tanto mermadas, o al menos lo suficiente como para no poder reunir una buena dote que le procurase a mi hermana un buen matrimonio.
Recuerdo el disgusto de mi madre al decirle que sería Sitti quien me bañara aquella vez, aunque aceptó mis deseos delante de la criada para no faltarme al respeto en su presencia. Cuando, sin otra compañía que Sitti, me sumergí en la tinaja de madera llena de agua hervida del canal a la que se le había añadido agua fría, me sentí realmente libre. ¿Era eso lo que se conseguía al hacerse uno mayor? ¿La independencia de hacer las cosas como realmente una quería? ¿Era aquello lo que me ofrecía una vida regalada como esposa del duque de Castelforca? No quise pensar demasiado en aquel momento, y Sitti consiguió distraerme al sacar de debajo de mi catre aquellos pedazos cuadrados de jabón griego que sumergió en el agua caliente. El intenso aroma de las pequeñas flores lilas de lavándula y el dulce olor de las flores blancas del sytrax, al que Sitti llamaba benjuí, inundaron la estancia de un delicioso perfume a jardín florido. Cuando cogí entre mis manos uno de aquellos cuadrados, comenzó a manar una espuma que provenía de las flores de color rosa pálido de la saponaria con la que había cubierto mi piel, y aquel bálsamo hizo que mis manos se deslizaran por mi cuerpo con tanta delicadeza que pronto tuve que parar, pues el cosquilleo que sentía cuando veía a Enrico comenzó a aparecer bajo las caricias de mis propias manos.
Hacía meses que mi madre había decidido que para seguir la moda de la ciudad, podía teñir mi cabello con el famoso color al que llamaban hilo de oro, que se conseguía con esencia de hojas de hiedra y ceniza de raíz de ruibarbo. Aquella receta, que hacía que mi melena, ya de por sí bastante rubia, tuviera unos maravillosos destellos dorados, agudizó su efecto tras lavarme el pelo con el jabón de la receta griega, lo que me permitió exhibir unos brillos espectaculares en mi cabeza.
Aunque mi madre respetó la intimidad del baño, entró antes de que me vistiera. No lo dijo, pero yo sabía que su presencia obedecía al hecho de comprobar in situ si mi cuerpo seguía cambiando. Por suerte, hacía dos días que Sitti me había depilado el pubis y las axilas, y estas aparecieron delante de mi madre sin pelo alguno, demostrándole que aún seguía siendo niña. A punto estaba mi madre de salir de la alcoba, cuando se volvió, y husmeando el aire, como si de un can se tratara, dijo:
—¿Qué tipo de aroma es ese olor dulce que se aprecia en el aire?
Sitti y yo nos quedamos mudas de repente, yo temía el enfado de mi madre si le contaba que había fabricado jabón con mis manos, y Sitti que mi madre la tachara de bruja por realizar una receta que dejaba la piel tan fina que podías deslizar la mano por encima como si se tratará de un recién nacido.
—Costanza, ¿qué has usado para lavarte? —siguió preguntando mi madre.
Callé de nuevo, aunque Sitti, más valiente que yo, contestó:
—Mi señora, espero que no le desagrade, añadí al agua unas semillas de benjuí que trajo su hijo, el señor Francesco, de uno de sus viajes, de ahí viene el olor dulce.
—¿Crees que mi hija puede salir a la calle oliendo a pastel? —indagó algo enfadada mi progenitora.
Pero como la inteligente Sitti supo callar cuando debió hacerlo, mi madre, sin darle más importancia, ordenó a la criada que jamás volviera a introducir nuevos aromas en el baño de su hija, y se quedó satisfecha cuando Sitti bajó la cabeza y le prometió que jamás volvería a hacerlo.
No pudimos más que reírnos, cubriendo nuestras bocas con las manos, cuando mi madre salió de la habitación. ¡Qué poco había faltado para ser descubiertas y qué cómplices nos sentíamos en aquel momento!
Parecía que todo fuera perfecto aquel soleado día, al menos hasta que Sitti me ayudó a vestirme, y nos dimos cuenta de que el vestido blanco de seda interior que hacía una semanas me quedaba perfecto, ahora me venía tan estrecho que mis pechos apenas quedaban cubiertos por la fina tela, viéndose voluminosos y plenos. ¿Cómo podía yo fingir con mi madre que aquellos portentosos senos pertenecían a una niña que aún no era mujer? Cualquier madre se hubiera dado cuenta, al menos cualquiera que no tuviera que elegir, ese mismo día, convento para su hija menor.
—¿Cómo te han crecido tanto? —preguntó Sitti algo alterada.
—No lo sé. Pero está claro que no puedo esconderlos más —contesté.
—Espera, creo que el vestido verde puede cubrir ese escote —exclamó Sitti rebuscando en el arcón la nueva prenda de primavera, aún por estrenar.
Cuando Sitti me abrochó las cintas de la espalda del segundo vestido, supimos que había llegado el momento de contarle a mi madre que ya era una mujer, pues a pesar de cubrir mis pechos con algo más de decoro, el traje dibujaba absolutamente cada una de mis curvas, muy bien proporcionadas para una mujer de quince años. Mi cuerpo, delgado y esbelto, se reflejaba en el cristal de la ventana, con unas fabulosas e insinuantes curvas de mujer que por primera vez en mi vida amé como jamás antes había amado. A pesar de mi fantástico aspecto nadie me miró mientras desayunaba mi escudilla de gachas con especias, cada vez más integradas en la cocina veneciana. Incluso mi postura había cambiado con aquel traje, tan entallado y estrecho que me obligaba a llevar la espalda completamente recta con el temor de que un gesto brusco rompiese la tela del vestido interior.
Aquella mañana pensé en Francesco, que había partido hacia la maravillosa tierra de Corfú, con la promesa de traerme un regalo especial para mi próxima unión. Pensé en el valor que había tenido mi hermano al enfrentarse a mi padre para luchar por sus sueños. Mi hermano Flavio, convertido en heredero, ya se preparaba con diecisiete años para mostrar a los maestros del gremio de joyeros su arte, y pese a no haber puesto el ojo en una mujer, era norma no escrita que debía casarse y convertirse en un hombre responsable para ser aceptado como uno de ellos. Pensé si el matrimonio para los hombres era un medio de apaciguar sus fuegos, de optar a una estabilidad que de otra manera no podían llegar a tener. La suerte de mis hermanos era que podían optar a algo que a mí no se me estaba permitido: eran libres para elegir a sus damas, e incluso al no tener títulos o tierras que heredar, podían casarse por amor, siempre y cuando esas mujeres estuvieran a la altura de su estatus.
¿Qué estatus tenía yo? ¿Podía ser noble siendo la simple hija de un joyero? ¿Acaso para convertirse en noble bastaba con tener dinero para la dote? Había disfrutado de una exquisita educación, y mi porte y mi gracia podían hacer sombra a cualquiera de aquellas damas nacidas entre la auténtica nobleza. Por suerte, también conocía la vida mundana de una ciudad como Venecia, sabía qué era trabajar, y tenía el suficiente desparpajo para poder hablar tanto con un obrero, que paga un joya de escaso valor a plazos, como con un marqués o un conde que decide ocultar sus infidelidades con una piedra preciosa para su mujer, una por cada dama que ha pasado por su lecho.
Todos aquellos pensamientos se desvanecieron al escuchar las palabras que mi madre le dirigió a Ginevra:
—Hoy, hija mía, conocerás tu futuro hogar. Es un lugar precioso, lleno de cantos angelicales, mujeres amables, jardines floridos, rayos de sol y una paz llena de todo el amor que ellas profesan a Dios.
No sé si Ginevra comprendió algo de aquellas palabras, pero sonrió, y quise creer que lo que contaba mi madre sobre el convento de Santa Maria degli Angeli era verdad, y que mi hermana encontraría en ese lugar la felicidad.
No sabía yo que aquel fuerte abrazo iba a ser nuestra despedida. Desconocía que aquellos besos fueran los últimos, y aunque hubiera podido imaginarlo, pues no era usual que mi padre dejara el taller para acompañar a mi madre a un convento aceptando sin rechistar la decisión de que nuestras dos criadas les acompañaran, no quise ver la realidad: mi hermana ya no iba a volver, no era sólo una visita, sino que mis padres la escoltaban para que no se sintiera tan sola. Si bien con el tiempo llegué a perdonar que mis padres no me comunicaran la marcha definitiva de mi hermana, siempre hubo en mi corazón una barrera que hizo que nuestra cercanía fuera una misión imposible.
Así pues, nos quedamos en casa mi hermano Flavio, Paolo, el aprendiz, que jamás salía del taller, donde vivía, y yo; esperé que aquel jueves no hubiera demasiados encargos para poder tener un día tranquilo.
Mientras disfrutaba del maravilloso sabor que las cenizas de romero habían dejado en la maceración del vino con el que cada mañana enjuagaba mi boca, una costumbre de las damas de rica familia para mantener la boca limpia y el aliento fresco, me di cuenta de que el sol alumbraba la tienda, llenándola de luz suficiente para poder leer con tranquilidad una de las últimas recetas de belleza que mi hermano Francesco me había regalado. Se decía de aquellos mundos orientales que existían princesas moriscas a las que encerraban en palacios de oro y plata, donde jamás les faltaba de nada, pero de los cuales nunca podían salir. Que sus vigilantes eran unos hombres fuertes a los que se les obligaba a deshacerse de sus «joyas» más valiosas, para que así no tuvieran deseos sobre las bellezas que guardaban, propiedad de un solo hombre, tan rico y poderoso como viejo. Todas aquellas historias que Francesco me contaba me inducían a pensar que la vida en aquellos lugares tan lejanos de mi querida Venecia no era tan diferente, pues a pesar de separarnos un ancho y vasto mar, todas éramos prisioneras en nuestras jaulas de oro, plata y cristal. Pensé que también allí, en Oriente, existiría una Costanza Contanti, e irremediablemente me puse a reír yo sola, al pensar que de existir, no se llamaría precisamente Costanza.
A pesar de mis deseos de disfrutar de un día tranquilo, fueron muchas las ocasiones en las que tuve que dejar mi lectura para otro momento. Las visitas me dieron la oportunidad de comprobar lo bien que me quedaba ese vestido, ya que los distintos clientes que entraron en la tienda dejaron de mirarme a la cara y desviaron sus ojos algo más abajo en numerosas ocasiones. Desconozco si fue el atuendo, el olor dulce e intenso de mi baño, o el nuevo perfume de agua de rosas y azahar con el que Sitti me había frotado el cuerpo, pero la caja donde se guardaba la recaudación del día, a media mañana, ya era mucho mejor que otras jornadas, cosa que seguro alegraría la vida de mi padre.
A media mañana, después de comer un pedazo de pan, algo de queso y un trozo de fiambre, y tras mantener una breve conversación con Flavio y Paolo, volví a la tienda dispuesta a enfrentarme a una tarde más monótona. Si bien era yo una persona a la que le gustaba soñar despierta, no sé por qué tuve que pensar en mi bello Enrico en aquellos momentos. No sé qué tenía ese hombre que mi corazón latía incontroladamente cada vez que le veía, mi boca se secaba y me olvidaba de todo menos de él. Pensaba cómo sería su torso bajo la casaca de vivos colores. Cómo serían sus brazos que se vislumbraban fuertes como sus manos, pero que a la vez eran suaves como la piel de un verdadero noble. Me hubiera gustado poder conocerle mejor, poder saber cuáles eran sus verdaderos pensamientos hacia mí, y tener la ocasión de haberle preguntado si fue él el ladrón de mi pluma roja. Si fue él el hombre del que me enamoré una noche de carnaval.
La voz de mi hermano me despertó bruscamente de mis ensoñaciones:
—¡Condenado diablo! —Debía de estar muy enfadado para maldecir de esa manera, pues Flavio no era persona proclive a alzar su voz sin motivo. Bien al contrario, normalmente era un buen niño que complacía los deseos de los demás sin rechistar. No tuve que aguardar mucho para saber lo que le había ocurrido, pues al entrar en el taller vi a mi hermano corriendo a golpes a Paolo, el aprendiz—. No es posible. ¡Maldita sea!
Yo seguía mirándole, y eso bastó para que soltara al muchacho. El aprendiz salió corriendo hacia su cuarto y se encerró para que Flavio no le pegara más, mientras entre sollozos le pedía perdón a su maestro. Algo terrible tenía que haber ocurrido para que mi hermano reaccionara de aquel modo, así que pregunté:
—¿Qué ha ocurrido, Flavio?
—Padre jamás volverá a confiar en mí. Le di la oportunidad a Paolo para que me ayudara en este importante encargo de don Albricio. Hemos de entregárselo a primera hora de mañana, y va a ser imposible, pues este botarate acaba de esparcir el último paquete de polvo de hierro por todo el taller.
—¿No se puede recoger?
—No, Costanza, es imposible, y si me acerco a la tienda de maese Giuliano para conseguir más polvo, no podré terminar las otras partes de la pieza.
—¿Por qué no va a buscarlo Paolo? Él ha sido el culpable, así que él debe ser quien arregle el desaguisado, ¿no?
—Así debería ser, pero creo que tras la paliza que le he dado tardará dos días en salir de su cuarto. Se encierra en su alcoba y no hay manera de convencerlo de que salga.
A pesar de la experiencia de mi hermano intenté convencer a Paolo que saliera de su reclusión voluntaria, aunque no hubo forma humana de conseguirlo, pues seguía en sus trece, incluso dejó de hablar con nosotros hasta que todo hubiera pasado. En verdad era un muchacho sumamente extraño y a pesar de que mi padre seguía diciendo que era como cualquier otro joven, yo creía que algo raro le pasaba.
—¿Crees que sería correcto que una dama fuera sola a buscar ese polvo de hierro? —exclamó de pronto mi hermano.
Le miré con cara de sorpresa. Al principio consideré que la idea era una locura, pero después, como pese a todas las advertencias maternales y sacerdotales deseaba saber qué ocurría si alguien como yo decidía acercarse al otro lado del puente, sin criadas ni hermanos que la acompañaran, tuve unos deseos irreprimibles de recorrer los escasos doscientos metros que separaban la tienda de don Giuliano y nuestra joyería. Un corto trayecto lleno de libertad.
—No sé en qué estaba pensando cuando te lo he propuesto, olvídate de ello, Costanza, no sería bueno ni para tu reputación, ni para la de padre —dijo Flavio.
—¡Espera, hermano! Mi reputación está a salvo, pues ya soy mujer desposada, y la de padre también, pues ahora soy responsabilidad de mi esposo y no de mi progenitor. Además, la tienda de don Giuliano se encuentra junto a la iglesia de San Salvador. Tan sólo he de cruzar el puente, seguir caminando recto hasta encontrar la sastrería del maestro Abramo, girar a la derecha y cruzar dos vías. Sé que siempre está llena de gente, pues dice padre que es quien tiene el mejor material pero, aunque tenga que esperar a que me atiendan, ¿cuánto puedo tardar?, ¿dos horas a lo sumo? No creo que padre y madre regresen en ese tiempo —dije rezando interiormente para que me dejara salir sola por primera vez en mi vida.
—Costanza, si te ocurriera algo malo me moriría —exclamó él demostrándome que me quería mucho más de lo que yo imaginaba.
—¿Qué me puede ocurrir? Si veo algo raro o me siento amenazada, juro que empezaré a gritar —dije con tal seguridad que mi hermano, viéndose entre la espada y la pared, accedió a que realizara ese encargo.
—Sobre todo, Costanza, no te pares, no hables con nadie, ni siquiera si le conoces. Camina rápido y no te desvíes. Por favor, hazlo por mí, vuelve de una pieza, si no padre me matará —dijo muy compungido mi hermano, cubriendo mi cuerpo con un chal de mi madre que se encontraba en el taller.
Pensé que era un regalo del cielo y no vi nada malo en salir sola. A pesar de saber lo que era la libertad desde la llegada de Sitti, aquella oportunidad única de caminar sin compañía por la ciudad era algo que ninguna dama experimentaba en Venecia; aun así, no me preocupé por las habladurías, pues siendo jueves de reunión era imposible que me cruzara con las damas de alta alcurnia. La tarde estaba ya avanzada cuando salí, pero los comerciantes seguían gritando entre los puestos de fruta y verdura para deshacerse del género que les quedaba. El puente estaba muy sucio por todos los desperdicios que los mercaderes habían tirado, y pensé que había sido una mala idea ponerme unos chapines tan bajos, pues mis pies limpios se impregnarían de los restos de las verduras y de los pescados que se amontonaban por el puente, pero de otra manera no hubiera podido mantener el equilibrio por mí misma. La cantidad de gente que cruzaba al sestiere de San Marcos era brutal: vendedoras con delantales sucios del resto de las mercancías vendidas; criadas que terminaban sus recados; comerciantes y mercaderes gritones y malcarados que discutían para cerrar un buen trato, e incluso algún raterillo desgraciado, que intentaba hacerse con las monedas de un rico señor o con alguna pieza de fruta que llevarse a la boca, cosa que hizo que instintivamente cubriera la bolsa de las monedas con mi mano a modo de protección. El tumulto en el centro del puente aún era más intenso, y un leve mareo, producido por los cientos de fuertes perfumes que allí se concentraban hizo que me desviara hasta la única barandilla que existía, justo en el centro, para poder respirar un poco de aire que no estuviera enrarecido por las fragancias y el olor a viejo de las paredes de madera que cubrían el resto de la pasarela. Aquella barandilla era el único lugar por el que el sol de media tarde iluminaba el camino, y recé para que ninguna galera a vela quisiera pasar en ese justo momento, pues hubiera tenido que dejar mi escondite para permitir que el puente se abriera y le dejara paso. Apoyada en la baranda, mientras cubría la bolsa de monedas con una mano, usé a modo de abanico la mano libre para tomar un poco de aire. El vestido me venía justo, y pronto tuve que deshacerme del chal de mi madre para poder respirar. Me di cuenta de que los rayos de sol, que cada vez estaban más bajos, me daban justo en la cara, y recordé las palabras que cada día me repetía mi madre diciéndome que era mi obligación mantener la piel de mi rostro blanca para ser siempre una dama. Me di la vuelta con ímpetu, como si ese sol pudiera quemar mi pálida tez, pero jamás pensé que fuera a encontrarme en aquella marabunta de gente con un jubón azul, bordado con hilo dorado e impregnado de un suave aroma de hierbabuena y limoncello.
—Hola, bella señorita, ¿cómo os encontráis?
No sabía qué hacer. Flavio me había rogado mil veces que no hablara ni siquiera con los conocidos, pero Enrico seguía allí. Subí la mirada hasta encontrarme con la suya, que acompañaba con su dulce y encantadora sonrisa.
—¿Sabe que es la primera vez que puedo contemplar a la luz del sol sus hermosos y maravillosos ojos verdes? —dijo sin darme tiempo a reaccionar.
Carraspeé y a punto estuve de bajar la mirada de vergüenza.
—¿Cómo puede el decoroso maestro Giovanni permitir que salgáis sola sin acompañante? —preguntó descolocándome por completo.
—Ha sido una urgencia. Debo ir a un recado a la herrería del maestro Giuliano, frente a la iglesia de San Salvador. Ya debería estar a medio camino.
—Pues vamos, señorita. Permitid que os acompañe —exclamó él.
Mientras me obligaba dulcemente a avanzar empujándome con su mano por la espalda, dijo sin inmutarse como si ya lo tuviera todo pensado:
—Caminad delante, señorita. Yo puedo vigilaros desde atrás sin que nadie sepa que os estoy acompañando.
Casi ni le escuché concentrada como estaba en el roce de su mano en mi espalda, y empecé a caminar lentamente ante él, accediendo a sus deseos. Caminamos unidos, aunque lo bastante separados para que nadie pudiera poner en duda que no íbamos juntos, y cruzamos el puente. Anduvimos por la calle principal hasta llegar a la sastrería, un trayecto que era nuevo para mí, ya que con Sitti paseábamos por calles más anchas y luminosas.
Flavio había insistido en que no me saliera del recorrido marcado por el croquis que me había dibujado, ya que era el camino más corto y me permitiría realizar el encargo con rapidez. Dirigí mis pasos por una de las pocas calles que se quedaban solitarias a esas horas, pues la gente prefería seguir por la riva del carbón para subir hasta la iglesia por la calle larga, y me tranquilicé cuando, tal como me dijo mi hermano, pude divisar los blancos techos de la iglesia de San Salvador.
Sabía que el caballero Enrico seguía detrás de mí, por los efluvios que me llegaban. Caminando por aquellas estrechas vías, mientras miraba a los lados para no perderme nada de lo que aquella libertad me ofrecía, encontré calles bien angostas, en las que jamás hubiera osado entrar; vías oscuras, llenas de ropa tendida de un lado a otro, con la piedra húmeda, porque en ellas jamás tocaba el sol, y un silencio sepulcral, roto únicamente por el murmullo de la gente que provenía de calles adyacentes a la que nos encontrábamos.
Seguí caminando, pero de pronto pude sentir el aroma de Enrico demasiado cerca de mí. Me volví y me lo encontré a menos de un paso de donde yo estaba, y ni siquiera pude reaccionar cuando cogió mi mano y me arrastró hacia uno de aquellos callejones. Me empujó suavemente contra la húmeda pared y acercó su cuerpo para apretarlo contra el mío, me rozó con el brocado de su jubón el pecho que surgía entre mis vestidos. Su aliento entrecortado llegaba hasta mí con un sutil aroma a menta, agradable, y lo único que pude hacer fue levantar mi rostro para mirar sus labios que aparecían mojados y jugosos.
—Costanza, no sabéis cuántas veces he soñado con este momento. Jamás creí que tendría la ocasión de estar de nuevo a solas con vos. Podéis hacer que un hombre llegue a la locura tan sólo con vuestra mirada.
Fueron palabras suficientes para reconocer en ellas al desconocido enmascarado de la noche de carnaval, y las únicas que susurró antes de cubrir mi boca con sus labios para besarme. Pero al contrario de lo que yo pensaba, al haberme besado ya con aquel soldado descarado comprobé que los besos de Enrico eran diferentes, aunque también usó la forma afrancesada de hacerlo. Se sorprendió gratamente cuando continué su juego. De pronto, su boca recorrió mi cuello haciéndome cosquillas, y su mano bajó ligeramente por mi vestido para, tocando mi pecho, envolver con sus labios uno de aquellos botones rosados. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, y a diferencia de cuando el soldado me tocó, sentí que lo que me hacía Enrico me gustaba; noté un deseo incontrolable a entregarme a él sin pensar en nada más. En aquel callejón no existían el decoro ni las buenas maneras, nadie pensó en las consecuencias posteriores, ni en lo que significaba dejarnos llevar por aquellos deseos irrefrenables de convertirnos en uno. Los suspiros se escapaban de mi boca, comprobando que inflamaban nuestro deseo cuando Enrico también jadeó. Su boca volvió a la mía, y siguió besándome mientras me aprisionaba contra la pared con su cadera, subía mis faldas con sus manos y entraba donde nadie antes había estado.
Aquello no fue como lo había imaginado, el dolor solapó al placer haciendo que un grito se escapara de mi garganta. Intenté apartarme, pero él volvió a besarme, volvió a embestirme para abrir en mi cuerpo la puerta al pecado mortal, a mi perdición, a lo que ya no podía solucionarse. Y así, entre un corto pero profundo dolor y un inmenso placer, mi virginidad se desvaneció para no volver jamás. Y yo, que en nada podía pensar sino en su cuerpo cubriendo el mío, en las oleadas de placer que seguía sintiendo en cada uno de sus embates, en sus besos, en sus caricias, en mis suspiros y en sus jadeos, aprendí como se aprenden las cosas, experimentándolas, que aquel placer también tenía un fin. Y sin comprender nada de lo que me estaba sucediendo, noté una fuerte oleada de placer que terminó con aquellas contracciones incontroladas, a la vez que Enrico se desplomaba sobre mí, como si las fuerzas le hubieran abandonado de repente. No fue como aquel joven que violó a la muchacha en carnaval, fue más intenso, pues él siguió acariciándome, besándome y susurrándome palabras al oído que me ayudaron a no sentirme como una vulgar ramera. Yo no lloraba como aquella desdichada, al contrario, sentía una gran alegría al pensar que aunque seguía desposada con alguien al que aún no sabía si podría amar, había decidido compartir por mi propia voluntad aquello tan sagrado, aquello que nadie sino mi esposo podía tocar, con alguien del que yo estaba completamente enamorada. Y bastó con pensar en mi esposo para que las dudas nublasen mi mente, la sonrisa desapareciera de mis labios, y la pena y el temor a su reacción durante la noche de bodas, al descubrir que yo ya no era virgen, cubrieron todo mi ser hasta el punto de separarme de Enrico. Me agaché en aquel oscuro y sucio callejón, y exclamé mientras estallaba en llanto:
—¡Por Dios Santo! ¿Qué he hecho?
El silencio lo cubrió todo, roto tan sólo por mis sollozos inconsolables. Sé que Enrico se agachó junto a mí, que acarició mi rostro y mis cabellos, pero yo no podía dejar de llorar al pensar en lo ocurrido en aquella calle, hasta que él dijo:
—Lo que ha ocurrido no es malo, aunque nadie debe saberlo porque todos os dirán lo contrario. Sé que no debería haber cogido algo que no me pertenece, pero, creedme, no tendréis problemas en vuestra noche de bodas si los rumores sobre vuestro esposo son ciertos.
No sabía qué hacer, pues nadie me había obligado a hacerlo, y aunque no fue elección mía, no hice nada para evitarlo. No me sentía extraña, no me sentía diferente a antes, aunque sentir el placer fluir por mi cuerpo, viniendo de un hombre al que verdaderamente amaba, fue algo que jamás pude olvidar.
Enrico cubrió las primeras lágrimas con sus labios, mientras me obligaba a levantarme del suelo. Ajustó mi vestido para que nada se notara y me abrazó, haciendo aún más especial nuestro encuentro. Yo no sabía si aquello era sólo deseo, o si él estaba también enamorado de mí, aunque sus palabras, llenas de dulzura, me hicieron dudar durante semanas:
—Os juro, Costanza, que si no estuvierais desposada y que si mi boda no se celebrara dentro de dos años, las cosas serían diferentes.
—¿Qué significa eso, Enrico? ¿Acaso podemos cambiar nosotros nuestro destino? —pregunté esperanzada.
—No es posible ya, mi bella señorita. No es posible. Aunque puedo juraros que si mi familia no dependiera de mi matrimonio, ahora mismo me embarcaría en una galera con vos para que nos llevara bien lejos, a tierras extrañas donde poder comenzar de nuevo —exclamó mirándome a los ojos.
Quise creer que era cierto, aunque apenas conocía a aquel hombre del cual estaba completamente enamorada, hasta el punto de olvidarme que nos encontrábamos en un mísero callejón en medio de una ciudad llena de gente que podía vernos, y que yo tenía un encargo que realizar.
Y no sé de dónde saqué el valor para decirle:
—¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cambiará algo lo ocurrido?
Sé que él meditó sus palabras, y sé que no quiso hacerme daño, cuando dijo sincerándose:
—Ahora vuestra familia depende de que la boda con el duque se consolide. Más adelante veremos. Id a cumplir con vuestro encargo, y recordadme.
Ni siquiera escuché sus palabras, pues no podía dejar de pensar en sus caricias, en sus besos y en lo que habíamos compartido. Me puse en marcha, ya que si tardaba demasiado en volver al hogar, mi hermano tendría un problema; tras comprobar que mis vestidos estaban todos en el lugar correcto, comencé a andar sin mirar atrás, sin preocuparme de Enrico, sin dejar que todo aquello, que poco a poco estaba consiguiendo apaciguar, me hiciera perder el norte. Al llegar a la tienda, tuve que esperar. No mucho rato, pero el suficiente para poder mirar atrás y ver que Enrico ya no estaba.
—Mejor así —dije en voz alta.
—¿Mejor cómo? —preguntó maese Giuliano sin saber a qué venía mi frase.
—Disculpe, maese, estaba pensando en otras cosas. ¿Puede darme una libra y cinco onzas de polvo de hierro para mi padre, maese Contante? —exclamé saliendo al paso de mi desliz.
—Así que vos sois la doncella de los Contanti. Claro que sí, chiquilla —dijo él entrando en su taller para salir casi de inmediato con un paquete lleno de polvo de metal.
¿Doncella? ¡Qué equivocado estaba ese hombre! Yo ya no tenía nada de doncella.
No sé si fue la mirada que le dirigí o mi actitud, no sé si mi rostro reflejaba lo segura de mí misma que me sentía, pero nadie me preguntó por qué iba sola, y nadie puso en duda que podría volver a casa a salvo por mí misma, así que comencé a andar de vuelta a mi hogar. Aquella libertad me hizo sentir bien.
Me volví al oír una voz detrás de mí. La sonrisa de Enrico me sorprendió. Era tan guapo, tan dulce, tan exquisito, que a pesar de que mi mente me repetía que él había disfrutado de lo que sólo mi esposo podía tomar, sonreí de nuevo al verle, pues no quería que me dejara jamás.
—Tomad. Quiero regalaros esto, aunque no dejéis que vuestra madre lo vea, pues a buen seguro que os preguntará de dónde lo habéis sacado. Escondedlo como si fuera un tesoro y recordadme —dijo él entregándome un pergamino enrollado y atado por una cinta de seda roja.
Enrico comenzó a andar delante de mí pero hacia atrás, como dicen que hacen los cangrejos. Me miraba y me sonreía, hasta que tuve que devolverle la sonrisa. Antes de llegar al puente, antes de encontrarnos de nuevo con el tumulto de la calle principal, se acercó de nuevo para acariciarme y decir:
—¡Jamás sentí lo que he sentido estando con vos!
Y tuve que detenerme en seco, tuve que hacerlo porque mi corazón dio un vuelco en mi interior y porque delante de mí comenzó a aparecer gente entre la que Enrico desapareció lentamente. Apreté el paso para no perderle, pero era imposible: demasiadas personas agolpadas en el puente, tantas que el aire comenzó a faltarme de nuevo y las lágrimas recorrieron mis mejillas, ahora sí, segura de que no volvería a ver a mi enamorado. Aún sentía su voz, aún notaba sus caricias, aún podía recordar todo aquello que me había hecho, todo aquello que habíamos hecho juntos, sin ataduras, sin obligaciones, sólo porque queríamos compartir nuestro amor prohibido. Y allí, en medio de la mugre de aquella pasarela, faltándome el aire, notando en mí los primeros síntomas de un mareo que si no controlaba me llevaría de bruces al suelo, me sentí frustrada por no poder decidir por mí misma qué era lo que quería hacer con mi vida.
El olor mentolado volvió a llegarme por la espalda pero, no vi a Enrico, pues la gente se agolpaba y apretaba el paso para cruzar la pasarela antes de que ésta se abriera y dejara pasar una galera que se acercaba al puente. Pero sí que escuché su voz cuando me dijo:
—Ahora vos sois mía y yo soy vuestro. Siempre seremos uno.
Un suave empujón hizo que traspasara el puente de madera justo a tiempo, antes de que comenzase a abrirse para dar paso a la galera. Me quedé a un lado mientras las dos partes del puente se separaban, me volví y vi a Enrico, sonriendo al otro lado. Siempre le recordé de aquella manera. Guapo, elegante, con porte caballeresco, limpio, con buen olor, aquella mirada penetrante, su sonrisa perfecta. No podía recordarle de ninguna otra manera.
Cuando desapareció de mi vista, tuve que obligarme a volver a casa. La tienda ya estaba cerrada. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué hora era? Había anochecido ya. El tiempo se me había pasado como si alguien me lo hubiera robado, y ni siquiera me había dado cuenta que la Marangona había sonado hacía rato. Entré, y pronto escuché los gritos de mi madre dirigidos a Flavio:
—¿Acaso perdiste la cabeza? ¿Cómo se te ocurrió pedirle a tu hermana que fuera sola por la ciudad? ¿Es que no hemos tenido suficientes disgustos en la familia como para ahora tener que enfrentarnos a un posible desfloramiento de tu hermana? ¿Y si la han desgraciado? ¿Y si le han robado su doncellez? ¿En qué estabas pensando, Flavio?
No pude más que sonreír cuando escuché las palabras de mi madre, pensando si sería algo bruja. Entré decidida para que viera que estaba bien y que nada malo me había ocurrido, pero cuando mi madre me vio, toda preocupación se esfumó en ella, y acercándose rauda y con decisión me regaló una sonora y dolorosa bofetada que se incrustó en mi mejilla, borrando cualquier pensamiento de mi mente, pues tuve que concentrarme en la quemazón que sentía en mi rostro. Bajé la cabeza e imploré perdón, aunque no sabía por qué, y mi madre me arrastró literalmente al taller de mi padre y me preguntó a gritos:
—¿Dónde estabas? ¿Qué estabas haciendo? ¿Con quién?
—Madre, vengo de la herrería, tal como Flavio me pidió —expliqué casi entre sollozos pues la bofetada me dolió.
—¿Es que no sabes qué hora es? ¿Tanto se tarda en cruzar el puente? ¿Es que no tengo suficiente disgusto ya encima para que tú hagas lo que te venga en gana? ¿Por qué no puedes ser como las demás mujeres? —preguntó rozando la histeria.
No me dio la opción de contestar, lo que no estuvo mal pues tampoco sabía qué decirle. Mi padre la sosegó, la calmó con la voz y unas cuantas caricias, y después la envió al piso de arriba para poder hablar con tranquilidad con nosotros.
—Flavio, sé que los acontecimientos te han obligado a enviar a tu hermana al recado. Sé que no has pensado en las consecuencias de ello, pero has de ver que Costanza ha corrido un gran peligro y que sólo la providencia ha hecho que volviera sana y salva. No puedes tratar a una mujer como si fuera un hombre. Has de empezar a saber que las mujeres son seres que no se pueden defender por sí mismas y que como hombre has de protegerlas. Sé que no tenías mala intención, pero esto no puede volver a ocurrir y deberás cumplir un castigo por tu inconsciencia, ¿lo comprendes? —dijo mi padre en tono conciliador.
—Sí, padre, entiendo lo que dice y lo lamento de veras —contestó mi hermano mientras arrastraba los pies hacia las escaleras al ver como mi padre le pedía en silencio que nos dejara solos.
Y allí nos quedamos los dos, por primera vez solos, pues Paolo seguía escondido en su cuarto por miedo a las represalias. Y yo no sabía si debía decir nada y sólo podía pensar en el dolor que notaba en mi mejilla.
—Te echaré mucho de menos, Costanza, cuando al fin debas partir a casa de tu esposo —dijo mi padre por sorpresa.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque eres la única que puede sacar a tu madre de sus casillas. No es que crea que eso está bien, pero cuando se pelea contigo, después acepta de mejor grado mis caricias y vuelve a ser la niña con la que me desposé —dijo con una sonrisa, lo cual no era nada usual.
—Padre, os juro que no sé en qué se me ha ido el tiempo. Estaba mirando el paisaje, viendo Venecia de una manera que jamás había visto, luego volví y el puente tuvo que abrirse para el paso de una nao, me quedé mirando la galera y despidiéndome en silencio de ella, y el tiempo pasó muy deprisa.
—No pasa nada, chiquilla, te comprendo más de lo que crees y sé que tú siempre serás especial pues ves la vida de un modo diferente a las demás mujeres. Tu mente va por un camino libre, sin ataduras, y a veces no piensas en las consecuencias de los actos. Por suerte tienes un ángel de la guarda que te protege de todo mal. Te aseguro, mi pequeña Costanza, que ese ángel tiene bien merecidas sus alas. Vamos arriba, y no te sorprendas si te castigo delante de tu madre, ella necesita saber que estoy de acuerdo con sus ideas —dijo mi padre acompañándome y subiendo conmigo por las escaleras, torciendo su sonrisa hacia abajo cuando se encontró de nuevo con mi madre.
Y en cuanto Ruth salió con el guisado de carne que olía a delicia veneciana, mi padre dijo, dirigiendo su mirada a Flavio y a mí:
—¡Ayunar esta noche no os irá mal! ¡Subid a vuestro cuarto y no salgáis hasta mañana!
Entré en mi cuarto y sin quitarme el vestido me puse a mirar por la ventana. No se veía absolutamente nada, apenas de vez en cuando algún pequeño faro de alguien que pasaba por la calle o de alguna nao lejana. No podía ver el agua del Gran Canal, ahora oscura por la negrura de la noche, pero me bastaba abrir la ventana para poder oler el aire de mi querida Venecia. Las malas lenguas que se escuchaban, sobre todo después de los oficios religiosos, cotilleaban sobre los rumores que decían que los extranjeros pensaban que Venecia era una ciudad sucia y maloliente. Yo no sabía si eso era cierto, pero supongo que como buena veneciana ya estaba acostumbrada, y el olor del canal que ahora embriagaba mis fosas nasales junto con el recuerdo mentolado de Enrico que tenía en mi boca era suficiente para olvidarme de todo.
Pensaba en las palabras de mi padre acerca de mi ángel de la guarda. ¿Dónde estaba él mientras yo sucumbía al deseo? ¿Se merecía en verdad sus alas? ¿Y si mi ángel no me había apartado del peligro porque pensaba que no había nada malo en yacer antes con Enrico que con mi propio esposo? No sé cuánto tiempo pasó hasta que Sitti entró con un plato de guisado que me enviaba mi padre. Pero cuando entró, me dijo:
—¡Costanza, debiste avisarme para que te quitara el vestido!
Ella dejó el plato sobre el tocador y empezó a deshacer las cintas de mi espalda. Yo seguía en mi nube sin darme cuenta de nada, pero cuando ella me bajó el vestido, una pequeña exclamación de sorpresa brotó de su boca.
—¿Qué ocurre, Sitti? —pregunté.
—Tienes sangre en el vestido —contestó agachándose para verlo mejor.
—¿Qué haces, Sitti? ¿De qué te extrañas si conoces mi secreto? Debe de ser que me toca el sangrado de nuevo —añadí sin pensar que Sitti no era tonta.
Me senté en la cama. Ella, sin decir nada más, guardó el vestido y salió de mi cámara. Me desnudé y miré el vestido interior. Se notaba que no se debía al periodo, sino a algo que jamás debía ocurrir hasta que mi marido me tocara. No había pensado cómo iba a explicarle a mi esposo la falta de sangrado en nuestra noche de bodas, pero no me dio tiempo a pensar, pues Sitti entró con una pequeña palangana que contenía un líquido humeante. Lo dejó en el tocador junto al guisado y humedeció un paño de lino en el líquido. Tras escurrirlo se acercó a mí y me dijo:
—Esto te aliviará el escozor y te desinfectará.
La miré atónita. Ella sabía tan bien como yo que esa sangre que manchaba mi vestido era la señal de que ya no era virgen. Le hice caso y cubrí mis partes con el trozo de lino que enseguida me alivió. No sabía cómo reaccionar, no sabía qué decir, a pesar de la gran confianza que tenía con la que supuestamente era mi criada, pero que para mí era mi mejor amiga. Pero no hizo falta decir nada pues Sitti cogió mi vestido interior, lo plegó y dijo:
—Yo me encargaré de lavarlo. Nadie se enterará.
—¿Cómo sabes tú qué…? —alcancé a decir antes de que abriera la puerta.
—Lo sé. Cuando el paño se enfríe, vuelve a mojarlo en el líquido y frota bien, sólo así te quitarás el olor de macho —susurró.
—¡Sitti! —exclamé azorada.
—Perdona, es que no sé cómo decirte estas cosas —dijo ella.
—No pasa nada, sólo es que me avergüenza que me digas eso —le contesté.
Sitti se acercó de nuevo y dejó el vestido en la silla del tocador. Me pidió el paño sin mediar palabra y lo mojó de nuevo en el líquido. Hizo que me recostara en la cama, abrió mis piernas y empezó a lavarme con cariño. No me extrañó, pues ella era quien frotaba mi cuerpo con perfume cada día, aunque jamás se acercaba tanto a mis partes íntimas. Entonces dijo:
—¿Me permites que te pregunte una cosa?
—Sé que lo harás igualmente —exclamé.
—Ha sido un noble, ¿verdad? —preguntó.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté avergonzada.
—Porque huele bien y normalmente nunca huele bien después de…
—¡Calla, por favor! ¡Cállate, Sitti! —dije escondiendo mi rostro entre la sábana.
—No has de avergonzarte. Tienes edad para estar casada ya. Ya sabes que lo mío fue peor, con mi primer amo y a los once años.
—Lo sé. Recuerdo que me contaste que fue algo bárbaro —exclamé.
—¡Fue bárbaro! —dijo ella con una sonrisa en la boca, demostrándome cómo una palabra, según la entonación que le dieras, podía significar cosas totalmente dispares.
—¡Sitti! —dije sonriendo mientras volvía a cubrir mi rostro con la sábana.
Mi amiga me colocó la camisola de dormir tras limpiarme bien, me acercó el plato de guisado que mi padre había ordenado que me subiera, recogió el vestido y antes de salir, dijo:
—No te preocupes. Será un nuevo secreto.
Tomé el guisado de Ruth con verdadera hambre, miré a mi alrededor, avergonzada por mi forma de comer, y fue en ese momento cuando me di cuenta de que Ginevra no estaba en la habitación, así como tampoco sus pertenencias. Engullí la carne del guisado, recordando los acontecimientos de la mañana y los abrazos a mi hermana, y me di cuenta de que ella se había quedado en el convento al que iban de visita. Tuve ganas de levantarme y de increpar a mis padres por no decirme que mi hermana no iba a volver, comencé a llorar echándola de menos, pensando en si ella sabía que iba a quedarse en aquel lugar y deseando que fuera tal como mi madre se lo había descrito en su conversación de la mañana. Me enfadé con mis progenitores y sé que nunca les perdoné por separarme de aquel modo de mi sangre, de un ser al que había cuidado desde bien pequeña, de una persona a la que había visto crecer, de mi hermana. ¿Es que no se daban cuenta de que era mía? ¿Cómo habían tenido la desfachatez de no decirme que ella no iba a volver?
En esos momentos, mi madre entró con el vestido en la mano y con cara de pocos amigos, con Sitti siguiéndola de cerca con los hombres encogidos, como disculpándose por no haber podido esconder nuestro secreto. Pero al ver mis lágrimas, mi madre, en vez de enfadarse, se acercó a mí esbozando una amplia sonrisa.
—Gracias, Costanza, hoy necesitaba una noticia feliz —me dijo muy contenta—. No llores, mi niña, ser mujer no es tan malo.
¡Dios! Se había creído que lloraba porque me había venido el periodo. Dejé que me abrazara y ella se puso a llorar también, mientras me decía:
—Ya eres una mujer. Ahora sentarás cabeza y te convertirás en una maravillosa duquesa. Mañana mismo escribiré a tu esposo para que te reclame. Mi pequeña, no llores, ahora tendrás todo aquello con lo que has soñado.
Y sin decir nada más, y sin preguntar nada, salió de mi alcoba para anunciar a toda la familia mi nueva condición de mujer y futura ciudadana de Castelforca.
Miré a Sitti, quien volvió a encoger los hombros. Si bien ambas nos habíamos quedado estupefactas, había sido una manera elegante de que mi madre se enterara de que ya podía convertirme en una mujer casada que pronto abandonaría el hogar familiar.
«Tendrás todo aquello con lo que has soñado». ¿Qué sabía mi madre de mis sueños si ella vivía en un mundo muy alejado de mi propia realidad? ¿Qué sabría ella si jamás preguntó cuáles eran esos deseos? ¿Si dio por hecho que lo que yo deseaba era lo que ella había deseado para sí misma y que nunca pudo obtener?
Sitti cerró la puerta tras dedicarme una sonrisa y apagar la vela. A oscuras, mis pensamientos ocuparon mi mente y fue imposible no pensar en mi amado. Y cuando me dormí, soñé con Enrico. Con sus grandes, rudas y suaves manos, con sus besos embriagadores, con su boca de aliento mentolado, con su cuello con olor a hierbabuena y limoncello, y, por supuesto, con su miembro viril, que hizo que sintiera lo que jamás había sentido. Soñé con su voz ronca y madura, con su «bella señorita» y con su «Jamás sentí lo que he sentido estando con vos». ¿Cómo no iba a soñar con él, si él me había convertido en una auténtica mujer?