Un nuevo mundo

Tuvo que pasar una semana para que pudiera olvidar lo que había escuchado en boca de mi esposo.

A pesar de mi tristeza interior, nadie advirtió nada, ya que cada vez fingía mejor mi estado de ánimo. Sabía que nada podía decir, las culpas recaerían en mí por haber osado escuchar una conversación de hombres.

El siguiente jueves a mi desposamiento, llegó a mi nombre una nota del ducado de Castelforca. Me pareció una misiva importante pues venía sellada con el escudo de los Fondasini. A pesar de ser ya mujer desposada, mi padre cogió la misiva, rompió el lacre y fue el primero en leerla. Al terminar se la pasó a mi madre y esta, tras leerla, me la entregó para que yo hiciera lo mismo, aunque ante su asombro, cogí el trozo de papel y lo dejé encima de la mesa del comedor.

—Hija, es una nota de tu esposo —exclamó mi madre.

La miré sin ninguna pasión y le dije con insolencia:

—¿Y qué dice, madre? Vos que ya la habéis leído podríais decírmelo.

Jamás olvidaré la bofetada con la que mi progenitora me cruzó la cara.

Sin añadir ni una sola palabra, cogió el papel, y rompiéndolo en dos trozos, lo dejó donde estaba:

—¡Sigue con esa actitud y serás la mujer más desdichada de todas!

De mis ojos ya no brotaba lágrima alguna, había llorado demasiado últimamente. En aquel momento, la indignación fluía por mis venas y la mejilla me ardía de lo fuerte que había sido la bofetada de mi madre; sin pensármelo, subí corriendo a mi habitación, no sin antes coger las mitades de aquella maldita carta.

Me eché sobre la cama, dolida, pero sin ganas de derramar ni una sola lágrima por aquel con el que me habían desposado, por aquel que me comparaba con una gallina. No quería leer su misiva. No quería saber nada de ese ser prepotente que se vanagloriaba de ser perfecto, sin que ni siquiera mi propio padre me defendiera: seguía sin entender por qué viviendo como aún vivía en su casa, a pesar de ser Oddantonio mi esposo ante la ley, mi padre no había salido en mi defensa. ¿Acaso él pensaba igual que mi marido? No lo parecía, pues en el trato con mi madre nunca escuché palabras tan ofensivas de su boca; aunque, por otro lado, jamás le escuché hablar de ella, lo cual era incluso más inaceptable que las palabras de Oddantonio.

Había tantas cosas que no acababa de entender de la vida de los adultos… ¿Por qué se casaban los hombres si no amaban a las mujeres? ¿Para procrear? ¿Qué sabía yo de eso? Y si fuera… y si… ¡claro! ¡Era aquella sensación que tuve cuando vi a los muchachos forzar a aquella joven desdichada! ¿Así se hacían los niños? ¿Por eso noté esa sensación placentera cuando presencié sus actos? Entonces ¿por qué lloraba ella? ¿Acaso podía existir una mujer que no deseara llevar en su vientre una nueva vida? Para eso existíamos las féminas, o al menos eso es lo que nos decían todos los hombres de fe.

Quise quitármela de mi cabeza. Debía pensar en otra cosa si no quería sumirme de nuevo en la tristeza, así que, siendo de natural curiosa, al final claudiqué, y uniendo la hoja de papel leí lo que Oddantonio me escribía.

Me quedé confusa. ¿Quién diantres era aquel hombre de carácter cambiante? ¿El ser educado que escribía aquellas dulces palabras que estaba leyendo en esos mismos momentos, o el ser despreciable que creía que las mujeres éramos simples gallinas ponedoras que no teníamos cerebro? Volví a leer aquella carta. Una, dos, incluso por tres veces, y cuanto más releía sus palabras, más me daba cuenta de cuán errada estaba al pensar todas aquellas barbaridades sobre mi esposo. Nadie que pudiera deleitar mis pensamientos con aquellos versos bellísimos y tan llenos de amor, podía pensar de la manera que manifestó cuando se encontró a solas con los demás hombres.

A la distinguida dama Costanza de Alesandro Contanti Siendo imposible un mismo pensamiento, pues vos sois aún niña y yo viejo soy ya, sé que seréis las alas de las que carezco, mi juventud perdida, la alegría de mi vida.

Anhelo con ansia el que os hagáis mayor para poder reclamaros a vuestro señor, y así compartir mi hogar, que, a partir de ese momento, será el vuestro.

Os hago llegar mis más sinceros recuerdos y mi eterno agradecimiento por existir, y por ser poseedora de un alma tan pura como la que poseéis.

En el año del señor MCDLVIII

ODDANTONIO DA MONTEFELTRO,

duque de Castelforca

¡Estúpida niña mimada!, pensé. ¿Cómo puede un hombre que escribe estas líneas ser una persona cruel e indeseable? Me ama. Oddantonio me ama y desea estar conmigo. ¿Cómo pudiste pensar que creía que eras inferior a él? Y si lo piensa… ¿Qué más da si escribe estas cosas de ti? Con sólo que te trate la mitad de bien como escribe, podrás ser una mujer feliz.

Mi mente, ávida de romances, de pensamientos centrados en mí, de ser el centro de atención, quiso creer esas bellas palabras.

Alguien que pierde su tiempo escribiendo esas líneas, sin importarle qué pensará la familia de su esposa cuando las lea, no puede ser del todo malo.

Debía pedir perdón a mis padres, pero desconocía si iban a dármelo. Lo hice y fueron más benevolentes conmigo de lo que imaginaba, me regañaron como a la niña que aún era, pero me ofrecieron todo su cariño, comprendiendo los cambios que mi carácter sufría durante aquel proceso.

Guardé esa carta como un tesoro, entre las páginas de mi cuaderno de griego.

El tiempo pasó y un año fue igual a otro. A pesar de haber transcurrido casi dos años desde mi desposamiento, no tuve noticia alguna de mi esposo, salvo el envío de alguna joya o vestido que añadir al ajuar, cosa que al parecer era lo que se esperaba de él.

Estaba yo ilusionada pensando en el último regalo recibido, un precioso brazalete de brillantes zafiros que pronto fue guardado en el cassone, cuando comencé a oír los gritos de mi padre:

—¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho yo para tener un hijo como él? Dime, Giulia, ¿qué le hemos enseñado a ese maldito para que ahora nos abandone? ¿Es que acaso le molía a palos? ¿Acaso le mataba de hambre? ¿Y ahora qué, Giulia? ¿Qué hago con el taller?

Nadie sabía la causa de esos gritos, pero Flavio y yo levantamos la cabeza cuando vimos a mi madre entrar en la sala donde estábamos desayunando antes de comenzar las clases.

Flavio fue el valiente que preguntó:

—¿Ocurre algo grave, madre?

Ella no contestó, pero movió la cabeza de un lado a otro. Cogió la botella de licor de nuez, que sólo se usaba cuando venían visitas y subió de nuevo sin decir absolutamente nada. Ruth salió de la cocina. Si alguien sabía algo era ella, pues todos estábamos al corriente de las regañinas que recibía por su curiosidad.

—¿Sabes lo que ocurre Ruth? —pregunté.

—Es vuestro hermano, Francesco. Ha huido de casa —dijo mientras recogía nuestras escudillas.

—¿Cómo? —exclamamos al unísono mi hermano y yo.

—Al parecer se fue ayer por la noche y se enroló en una galera veneciana con rumbo a Dalmacia. Dejó una nota para vuestro padre —nos explicó, como si lo que sabía le fuese a quemar la lengua si no nos lo contaba.

Flavio y yo nos miramos y fui yo quien pregunté:

—¿Tú sabías algo?

—¡No! Sabía que él no quería seguir con el trabajo de padre, pero… no me imaginaba que se fuera de casa, y menos sin despedirse de nosotros —contestó.

Mi madre volvió a bajar y dirigiéndose a Flavio le dijo:

—Acércate a casa del maestro Castriotto. Dile que hoy no es buen día para que venga y pon el cartel de cerrado en la tienda. Hoy no abrimos.

—Madre, ¿qué ocurre? —pregunté con la esperanza de que no se enfadara por mi insolencia, mientras mi hermano salía corriendo por la puerta.

—Ay, hija mía. Tu hermano nos ha dejado una nota donde dice que necesita salir del hogar para seguir sus sueños. ¡Sus sueños! ¿Te imaginas? ¿Cómo no pude darme cuenta de que no quería ser joyero? —exclamó derrumbándose en la silla.

—Madre, no os preocupéis. Francesco es un muchacho valiente y fuerte, no le va a ocurrir nada. Volverá y seguro que será más feliz —dije en un intento por animarla.

—¿Acaso crees que a tu padre le importa la felicidad de alguno de vosotros?

No podía creer que mi madre hubiera dicho eso. Era cierto que en casa se hacía siempre la voluntad del patriarca, pero… ¿era eso lo que ella pensaba de su esposo? Es más… ¿cómo podía decirme algo así estando yo a las puertas de mi boda?

Supongo que mi madre se percató de que no había obrado bien y trató de rectificar mientras se tomaba un trago de licor:

—Tu padre lo tenía todo planificado. La insolente decisión de tu hermano implica que deba rehacer todos sus planes. ¿Quién continuará su oficio? ¿Acaso crees que dejará un taller tan prolífico a un simple aprendiz?

No sabía si hablar, no fuera a pagar su frustración conmigo, pero al fin me decidí:

—Madre, yo no sabía que Francesco quisiera irse, pero sí sé que ha estado enseñando el oficio a Flavio, incluso sé que la idea de ponerle plumas a las máscaras que padre hizo en carnaval fue de mi hermano mediano.

—¿Qué estás diciendo, muchacha? —preguntó alterada mi madre. Y sin dejarme continuar, añadió—: ¿Dices que Flavio tiene el mismo nivel que Francesco en el arte de la joyería? ¿Estás segura, Costanza?

—Sí, madre. Sé incluso que muchos de los encargos de Francesco los terminó Flavio. A él le gusta todo lo relacionado con las artes decorativas y la creación de piezas —contesté.

Mi madre sonrió, acarició mi cara y corrió escaleras arriba como si se le hubiera ocurrido una brillante idea.

Al rato, cuando Flavio ya había vuelto de su encargo, fue llamado al despacho de mi padre.

A partir de aquel día mi hermano mediano se convirtió en el heredero de mi padre, de su taller, de su arte y oficio, e incluso de la casa familiar, pues decidió desposeer a Francesco absolutamente de toda herencia que le tocara como hijo mayor.

Y fue entonces cuando comenzó de veras mi instrucción, pues al carecer de más alumnos, ya que Francesco seguía huido y Flavio había comenzado a trabajar en el taller permanentemente, el maestro Castriotto se centró en mi educación, y si bien esta quedó bastante reducida en tiempo, mis conocimientos aumentaron mucho al no tener que esperar a que mis hermanos entendieran lo que yo aprendía a la primera; y el maestro llegó a decir que era una lástima que no fuese varón, pues tenía una mente privilegiada para el estudio.

Tenía doce años recién cumplidos la noche que empezó a dolerme el bajo vientre. Era un dolor atroz que hizo que me asustara, pero no quise avisar a mi madre, pues sabía lo cansada que se encontraba. Desde la marcha de mi hermano Francesco, del cual nada habíamos sabido, y con Flavio trabajando en el taller, era ella quien debía realizar todos los encargos junto a Ruth. El dolor era semejante a como si alguien cogiera mis entrañas y las estrujara con la intención de arrancármelas; por eso, y pese a mis dudas, en cuanto escuché ruido fuera salí pensando en encontrar a mi madre. Mas a quien me encontré fue a nuestra criada Ruth, que venía de recoger unos matojos de hierbabuena con la que aromatizaba el pescado. Sin poder aguantar aquellas corrientes del bajo vientre, le expliqué a Ruth lo que me ocurría y ella, en vez de alertar a mi madre, me conminó a que volviera a la habitación, cerró la puerta, se sentó junto a mí, y me pidió que me acostara con las rodillas pegadas a mi estómago.

—¿Por qué no avisas a madre? —dije quejándome.

—Costanza, ¿quieres irte ya con tu esposo? —preguntó.

¿A qué venía esa pregunta? Desde la marcha de mi hermano mi vida había dado un vuelco importante, pues desde que mi maestro pensaba que yo disponía de una mente privilegiada, sin que mis padres lo supieran comenzó a añadir a sus enseñanzas nociones de filosofía, aritmética, física y astronomía, mostrándome con ello un mundo lleno de conocimientos que en otras circunstancias me hubiera estado vetado por el simple hecho de ser mujer. ¿Cómo podía pensar Ruth que quería renunciar a esas enseñanzas?

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—Estás a punto de tener la menarquía.

—¿Qué es eso a lo que has llamado menarquía?

—Nadie te ha hablado de esto, ¿verdad?

Ruth, sin esperar mi contestación, hizo un gesto con la mano que me instaba a quedarme en esa posición; salió del cuarto y volvió al cabo de un rato. La postura que me había hecho adoptar había paliado el dolor, aunque no lo había hecho desaparecer. Cuando volvió a entrar, llevaba una escudilla con alguna clase de líquido caliente, y un vaso con una infusión de color oscuro. Se acercó a mí, me subió el camisón y fue entonces cuando las dos nos dimos cuenta de que estaba sangrando por la vagina. Me asusté tanto que pensé que me estaba muriendo, pero Ruth, tras hacerme desvestir, me limpió con un trapo de lino que sumergió en el líquido de la escudilla. No sé si fue por el cariño con que lo hizo, o porque mientras me limpiaba me explicaba lo que me estaba sucediendo, pero la dejé hacer y llegué a comprender lo que me pasaba:

—La menarquía es tu primer sangrado. A partir de ahora, esto te pasará cada treinta lunas aproximadamente. Notarás que tu cuerpo comenzará a cambiar. Te crecerán los pechos y aparecerá vello en zonas donde ahora no tienes, como en el pubis y en las axilas. Sangrar quiere decir que te has convertido en mujer.

No me sorprendió que Ruth supiera tanto sobre lo que me estaba pasando, pues ella ya era una mujer mayor; y prosiguió con sus explicaciones:

—Normalmente, te dolerá el bajo vientre unos días antes de que comiences a sangrar. Cuando esto te ocurra, debes coger estos paños de lino y colocártelos cubriendo la vagina. Yo uso un calzón de hombre al que he cortado las piernas a la altura de los muslos para aguantarlos, ya te haré uno. Debes cambiarlos a menudo y lavarlos enseguida con agua caliente. Cuando tengas el menstruo, no debes acercarte a la cocina, ni a las plantas, ni a los hombres, pues sólo con tu presencia les ocurrirán desgracias.

—¿Por qué? —la interrumpí.

—Porque esa sangre es un veneno que expulsamos las mujeres. Tiene tanto poder que si te aproximas al mosto cuando la tienes, este se avinagra. Las plantas se secan, los frutos de los árboles caen, el marfil pierde su brillo y los enjambres de abejas mueren. Mi madre me contaba que en Judea, de donde eran todos mis ancestros, aunque nosotros vivíamos en Toledo, hay un lago al que llaman Asphaltites, en cuya orilla hay una sustancia viscosa y negra que no se deja dividir por nada y que se adhiere a todo lo que toca. Dicen que si un solo hilo infectado con esa sangre toca ese líquido, este se deshace separándose en grumos.

—Pero… ¿Por qué nos ocurre esto? —indagué de nuevo.

—Porque este es el precio que las mujeres hemos de pagar al dejarse tentar Eva por la serpiente y pedir a Adán que comiera del fruto prohibido. Eso nos condenó a todas a sufrir para tener hijos. Esa sangre que liberamos con cada período es el veneno que corroe nuestra mente y nuestros actos, pero también nos convierte en mujeres fértiles capaces de afrontar nuestra verdadera ocupación: parir los hijos de los esposos.

En verdad era tanta la información recibida, que mi mente se colapsó, y sólo podía pensar en el dolor que sentía. Me quejé, y Ruth, ofreciéndome el vaso que llevaba, me dijo:

—Tomad. Bebed esto. Os calmará.

—¿Qué es? —pregunté mientras Ruth volvía a mojar el paño de lino en la infusión, colocándolo sobre el bajo vientre.

—Son hierbas para paliar el dolor. En la escudilla hay una decocción de salvado. El paño caliente os aliviará. La infusión tiene hierbabuena, tomillo, salvia, manzanilla y anís. Su sabor es bueno y también aliviará el dolor.

No sé si fue por las infusiones o por el mero hecho de saber que no me estaba muriendo por lo que el dolor fue remitiendo, aunque no quería ni pensar que eso se iba a repetir cada treinta lunas.

No entendía por qué me preguntó si quería irme con mi esposo y así se lo hice saber:

—¿Qué tiene que ver esto que me está pasando con irme con mi esposo?

—Ahora ya podéis tener hijos. Vuestro esposo puede y debe reclamaros. Además, no hay nada que le guste más a un hombre que un cuerpo tan joven como el vuestro. Por eso os lo preguntaba —explicó.

—¿Y qué puedo hacer yo para que no me reclame?

—Esconder a vuestra madre que tenéis el menstruo. Yo puedo ayudaros, lavando vuestros paños como si fueran míos, pero vos deberéis soportar lo más difícil, pues no podréis quejaros del dolor.

—¿Por qué haces todo esto, Ruth?

—Yo también fui primeriza en la menarquía, y sin poder ocultárselo a mi madre, mi esposo, Martín Sánches de Ortis, un navegante castellano que vivía en Corfú, me reclamó. Era un hombre rudo y mucho mayor que yo, y la primera noche que yacimos en la cama, y sé que no debería explicaros esto, me hizo tanto daño que no pudo volver a tocarme en seis meses. Aquello fue suficiente para ser repudiada, aunque dejó que ejerciera de criada en la villa para que no soportase la vergüenza de tener que volver a Toledo. De aquel encuentro me quedé en estado. Tenía yo tan sólo diez años, demasiado joven para parir, y siete meses después, el día siete del mes siete, nació una niña deforme que vivió tan sólo siete días.

—No conocía tú historia, Ruth —dije apenada.

—Ni siquiera me dejaron que la bautizara, aunque yo la llamé Eptá, que en griego significa…

—¡Significa siete! Un buen nombre para ella —exclamé interrumpiéndola.

Ella sonrió y a continuación dijo:

—Incluso hoy, treinta años después, no hay día que no rece por su alma.

Sorprendida por su historia, le pregunté:

—¿Cómo llegaste a Venecia?

—Aquel parto hizo que me convirtiera en estéril y mi amo, el que fue mi esposo, me vendió a un navegante genovés cuando cumplí los veinticuatro. Cuando hizo escala en Venecia para hacer unos negocios, hui adentrándome en las callejuelas. Desde ese momento mendigué hasta que un día vuestro padre me encontró en el mercado cuando estaba comiendo una manzana podrida y, apiadándose de mí, me ofreció un puesto como criada.

Aquella historia hizo que viera a mi padre con otros ojos, el dolor había desaparecido sin darme cuenta, y pronto me venció el sueño.

Durante varios años estuvimos engañando a mi madre, y me hice asidua a las infusiones que Ruth me preparaba para el dolor, a las que en ocasiones le añadía un chorrito de licor de nuez.

La alegría invadió nuestra casa el día en que padre nos comunicó que aquel verano de 1462 nos reuniríamos en la villa de nuestros tíos de Fortefortezza para pasar el período estival, como antaño hacíamos. A pesar de haber visto a mis primas en el bautizo de Giovanna y Contesina, hijas de mi prima Bianca de Alario y de su marido Guglielmo de Caloprini, hacía mucho que no veía a Lorenzo, mi primo favorito, que no pudo asistir a la ceremonia al encontrarse de viaje con su padre.

De inmediato recordé los veranos que habíamos pasado jugando en los jardines de Careggi, las confidencias con mi primo, y los juegos infantiles donde éramos bandidos que luchábamos contra caballeros, sin importarnos cuál era nuestro sexo, al menos hasta que nuestras madres nos descubrían y nos instaban, so pena de castigarnos sin salir de la villa, a que cambiáramos esos juegos impropios de una dama.

Junio llegó y con él, la sorpresa de la vuelta de Francesco, que tensó el ambiente. Parecía más alto, más fuerte, más hombre, sobre todo por la negra barba que cubría su rostro y que le hacía casi irreconocible.

Transcurrieron varios días hasta que mi padre permitió a mi hermano que apareciera por la casa de nuevo. Por suerte, Francesco disponía en la galera de una litera propia donde dormir, pues hasta el día 10 de junio mi padre no claudicó a la petición de su esposa de que aceptara conversar con su hijo mayor sobre su decisión de marchar de casa. Siendo yo aún pequeña y egoísta como suelen serlo todos los niños, únicamente pensaba en si la llegada de mi hermano alteraría los planes del verano con mis primos. Estaba tan guapo y había traído cosas tan bonitas de su viaje, que nada malo veía yo en que se hubiera convertido en navegante.

El período de descanso había llegado y el 12 de junio amaneció soleado. Tras la conversación de mi padre con mi hermano, y pese a que las diferencias entre ellos eran aún latentes, se decidió seguir con los planes de verano, y partimos al día siguiente hacia la villa que mis tíos tenían en Careggi. Tenía tantas ganas de ver a mis primas y a mis primos, pero sobre todo de ver a Lorenzo, que apenas crucé cuatro palabras con Francesco, a quien en cierta medida consideraba un extraño.

Sólo podía pensar en una cosa: que en aquella villa fantástica daba igual si estaba casada o no. Podía bailar, cazar mariposas, ir al río con mi primo, e incluso si mi madre no miraba, pescar con la caña de mi hermano. Allí podía ser libre y esperaba que mi desposamiento no cambiara para nada esa libertad.

Pocos fueron los enseres que tuvimos que llevar, pues a pesar de sus diferencias, mi madre y mi tía seguían siendo hermanas, y todo lo que pudiéramos necesitar ya se encontraba en la villa, aparte de vestidos y accesorios.

Partimos el 13 de junio. Jamás me había levantado a las seis de la mañana y me moría de sueño. El sol era apenas un efímero espíritu que ni siquiera calentaba, pero todos aceptamos que merecía la pena hacer ese sacrificio para poder llegar lo antes posible a nuestro destino. El burchiello que mi padre contrató para nosotras y para mi hermano Flavio era bastante modesto exteriormente, pues carecía de decoraciones exquisitas, y por no tener, ni siquiera tenía alfombras, tapices o banderas que pudieran dar algún dato de la casa a la que pertenecía. En cambio, el interior era harto confortable, con dos cámaras para la familia, una zona de estar donde podíamos comer o leer alguno de los cuadernillos, e incluso una cámara aparte para Ruth que era tan grande que podrían haber dormido hasta tres criados. A pesar de habernos levantado a primera hora de la mañana, no emprendimos viaje hasta las ocho, pues así estaba contratado, y no hubo manera de que el capitán adelantara su hora de salida, puesto que su remero tenía unos horarios muy estrictos para que el viaje no se eternizara.

Siendo mi progenitora una señora de tierra adentro aunque viviera en Venecia, no era devoción de mi madre viajar en burchiello, puesto que al no saber nadar tenía terror a caerse al mar, un miedo que procuraba paliar rezando a todas horas. Ella, como esposa obediente, había aceptado de buen grado los deseos de mi padre de ir en burchiello mientras que él, en cambio, había decidido llegar a Ravenna a caballo, ya que tenían muchos asuntos de hombres que tratar con Francesco. Yendo sin las mujeres y alquilando en la posada de paso, en Porto Marghera, un par de rápidos equinos, a buen seguro que llegaban mucho antes que nosotras al puerto. Que mi madre disimulara su miedo no quiere decir que no lo tuviera, y a causa de ello se pasó encerrada en la cámara interior gran parte del viaje hasta la hora de comer. Al contrario que a ella, a mí me encantaba viajar, y pasé las nueve horas de trayecto en la proa de la nao, escudriñando los paisajes por los que íbamos pasando. Nada había que temer yendo por mar, y menos con el sol de finales de primavera que nos acompañaba. Se sucedían las casas de piedra y los pequeños campaniles de las parroquias, los distintos puertos y las llanuras llenas de frondosos árboles. Era tanto el colorido del litoral que apenas parecía que hubiera ciudades por las zonas que íbamos dejando a nuestro paso.

A la hora de comer Ruth nos sirvió unas deliciosas viandas con una jarra de agua, un detalle que enojó a Flavio pues esperaba que se abriera una de las botellas de buen vino que había en las cajas. Fue entonces cuando nos enteramos de los planes de mis padres, ya que al parecer aún no habíamos comenzado nuestro período de descanso.

—Ese vino es un presente para el señor de Perugna, don Borso Calboni. Esta noche nos alojaremos en su castillo de verano en Mesona. Nos esperan, Flavio, y no podemos aparecer con una botella menos sólo porque tú quieras vino para acompañar la comida —dijo algo enfadada mi madre.

—¿Puedo preguntaros, madre, por qué no seguimos camino a Ravenna? —indagué con curiosidad mientras pugnaba con un trozo de conejo y sus pequeños huesos.

—¿Tanto que se esfuerza el maestro Castriotto en vuestra educación y aún no sabes que no se puede navegar de noche? Además, te irá bien conocer a don Borso, es el duque de Rassana y marqués de Perugna, dispone de un numeroso ejército y sus tierras colindan con las de tu esposo. Es bueno que te conozca como la futura duquesa de Castelforca —exclamó dándome un toque en las manos para que fuera más fina comiendo.

—¿Estará padre allí? —preguntó Flavio.

—No. Ellos pasaron de camino a Ravenna para ofrecerle sus respetos, pero siguieron rumbo a la ciudad, ya que les daba tiempo a llegar antes del anochecer. ¿Qué razón te ha llevado a preguntarlo, Flavio? —preguntó mi madre.

—Creo que soy demasiado mayor para viajar con vos, madre —suspiró mi hermano.

—No quieras crecer tan pronto, mi pequeño. Ya tendrás tiempo.

Y si bien mi hermano ya tenía los dieciséis años cumplidos, siguió pareciéndome el chiquillo que era en cuanto mi madre usó su trozo de lino para limpiarle los labios del jugo de la deliciosa carne de caza que Ruth nos había cocinado.

Llegamos a Mesona hacia las cinco de la tarde, cuando el sol iniciaba su descenso en el horizonte, a pesar de que aún le quedaban cuatro horas para el crepúsculo. Estaba cansada de tanto andar de proa a popa para disgusto del capitán de la nao, contemplando los más bonitos paisajes durante las nueve horas de viaje, y si bien mi único deseo ahora era poder dormir y no tener que hacer amigos en nombre de mi esposo, al parecer ese y no otro era mi cometido y mi deber según mi madre. Así que antes de salir del burchiello, todos íbamos vestidos con nuestras mejores galas para cenar con don Borso Calboni, señor de Rassana y Perugna.

La propiedad era preciosa y no parecía una simple villa de verano, sino un castillo en toda regla. Don Borso me recordó a un viejo sapo, con una papada que le sobresalía por encima de su tabardo rojo, y casi me reí cuando mi madre me presentó como la futura duquesa de Castelforca. La simple mención del título nobiliario hizo que mantuviera el decoro y la buena educación.

La noche fue más amena de lo que había esperado: música tranquila de unos laúdes que provenían del fondo de la sala, fantásticas viandas que hicieron que mi estómago, algo revuelto por el viaje, se aposentara de nuevo, y una conversación dominada por la verborrea de don Borso, que con su romagnolo, lengua provenzal muy parecida a la nuestra, nos instruía sobre las grandes diferencias entre la vida en el campo y la ciudad. Nuestro anfitrión me sorprendió con preguntas íntimas, como si creía si iba a acostumbrarme a la soledad de la villa en Castelforca, viniendo como venía de la ruidosa y agitada Venecia.

Hasta ese momento, no me había detenido a pensar en mi futuro cambio de residencia. Castelforca se encontraba en medio de las campiñas de la Toscana, en parajes rurales, llenos de bosques, montañas, ríos y prados. Don Borso tenía razón. ¿Iba yo a acostumbrarme a esa paz? Y siendo sincera, cosa que últimamente no practicaba mucho, le dije:

—Debo contestaros que lo desconozco, mi señor. Espero que no os ofendáis si os digo que, hasta este momento, no había dedicado tiempo a pensar en esa incógnita. Cuando me traslade a Castelforca supongo que sabré apreciar las bondades rurales.

—La suerte es que la paz entre los ducados y las ciudades-estado parece permanente. Esperemos que dure y podáis disfrutar de una larga y feliz vida en las tierras de vuestro esposo —contestó él sin darse cuenta que bien poco sabía yo sobre las guerras acontecidas con anterioridad y la política de esas ciudades-estado.

Y acto seguido añadió una frase que me sorprendió y sembró en mí la semilla del temor a partes iguales.

—Sólo deseo que el duque os ame más que a mi hermana.

Miré a mi madre, y ella me hizo una mueca, como pidiéndome que no preguntara, pero ya era imposible frenarme:

—Perdonad, mi señor. ¿Qué tiene que ver vuestra hermana con mi esposo?

—Isotta Calboni fue la primera esposa de Oddantonio.

Me quedé helada y sin saber qué decir, aunque sé que mi cara transparentaba lo que en esos momentos cruzaba por mi mente, ya que don Borso siguió hablando para aclarar el asunto:

—Por desgracia no pudo darle un heredero y fue repudiada vilmente al poco tiempo de casada. Tuvo suerte y pude concertarle otro enlace, pero la vida no fue fácil para ella después de vivir con el duque. Por suerte, ahora ya descansa, pues la peste se la llevó hace dos años. El señor de Fondasini se ha rodeado de amantes en este tiempo, pero no se le conoce ningún hijo ilegítimo. Todos suponemos que es el motivo por el que vuelve a contraer matrimonio.

¿El duque sólo se casaba conmigo para que le pariera un heredero? ¿Ni siquiera le gustaba? ¿No me amaba? ¿Acaso lo único que quería de mí era mi joven, fuerte y sano vientre que provenía de una casta de embarazos llegados a buen puerto? Me sentí triste y decepcionada al comprender que yo era una simple mercancía, y que pese a mi mente privilegiada y mis ansias de conocimiento, tan sólo sirviera para traer herederos al mundo.

A pesar de que juzgué un poco desagradable que el señor de Rassana me ofreciera dormir en la que una vez fue la habitación de su hermana, estaba tan cansada que acepté. Varios retratos de la muchacha colgaban de las paredes de aquella alcoba, y pude ver una clara diferencia entre Isotta antes y después de su matrimonio con Oddantonio. ¿Tan dura fue su vida con el duque que sus ojos se habían cubierto de una profunda tristeza que empañaba su peculiar belleza? Una suave brisa entró por la ventana abierta, trayendo el silencio de la noche, roto por los grillos y por algún aullido perdido. Pensé cómo sería mi rostro tras convivir con el señor de Castelforca, y quise creer que yo tendría más suerte y conseguiría ser feliz, aunque sabía que mi vida en aquel lugar iba a ser completamente diferente a Venecia.

Me metí en la cama y cerré los ojos, pero no conseguí conciliar el sueño. Cada vez que me adormecía, me acechaban las imágenes de Oddantonio entremezcladas con las de Isotta y con las de un hombre sin otro rostro que una blanca máscara de porcelana, hasta que abría los ojos. Supongo que al final me dormí, agotada de tanto pensar en cómo evitar aquellas imágenes, pero mis sueños no duraron mucho, ya que Ruth tuvo que despertarme antes de la salida del sol porque el capitán del burchiello tenía programada la salida para las ocho de la mañana.

Recuerdo el intenso frío de aquellas horas y lo bien que entró la leche caliente de cabra, recién ordeñada, en mi destemplado cuerpo. No era un desayuno al que estuviera acostumbrada, y supongo que por eso me pareció tan delicioso.

El camino hasta Ravenna pasó deprisa pues creo que me dormí en cuanto pude echarme en la cámara del barco, cosa que el capitán debió de agradecer, aliviado de no tener que contestar una y otra vez a mis preguntas sobre los paisajes que nos íbamos encontrando.

A las dos de la tarde, Ruth nos brindó con una deliciosa receta de arroz all’onda, que en su jugoso caldo contenía calabaza, achicoria y un poco de ortiga. Las horas iban pasando y aparte de un par de barcas de recreo y alguna propiedad de los pescadores de la zona, no nos encontramos con nadie más en nuestro largo camino de ocho horas. Hacia las cuatro de la tarde llegamos al fin a Ravenna.

Después de la paz del viaje, de los campos desiertos y de los cientos de árboles mecidos por la brisa marina, el bullicio del puerto de aquella pequeña ciudad volvió a darme la energía suficiente para proseguir viaje hasta Careggi, aunque sabía que no llegaríamos hasta el día siguiente.

Mi padre y mi hermano Francesco nos esperaban a la salida del puerto. No me gustó lo que vi en el rostro de mi hermano. No sabría si describirlo como un enfado, un disgusto o simple tristeza, pero estaba claro que la conversación de hombres que había mantenido con mi padre no había ido como a él le hubiera gustado. Por supuesto, no pregunté y menos aún después de ver el semblante de mi padre, que aún tenía vestigios de un buen enfado.

El carruaje que nuestros tíos habían enviado era un precioso modo de locomoción. No estaba sobrecargado de florituras, pero tenía los detalles justos labrados en la madera para destacar por su belleza y finura. Sus cuatro caballos eran un lujo: dos eran bayos y los otros dos tordos, y me fijé en que uno de ellos, el de carácter más temperamental, era un carablanca, algo curioso tratándose de un caballo de pelaje oscuro.

Partimos no bien cargaron nuestras pertenencias en el carruaje. Don Borso le había insistido a mi padre que nos escoltaran dos de sus hombres para protegernos durante todo el camino, pues era bien sabido que un carruaje con los colores de los Alario podía despertar cierto interés para los pretendientes de lo ajeno.

Durante el viaje, y sin que mi madre me viera, me fijé en uno de esos aguerridos guerreros que nos acompañaban. Era alto y de constitución fuerte. Tenía manos anchas, y mientras una de ellas cogía la rienda de su caballo negro, la otra se posaba sobre la preciosa empuñadura de su espada, a punto para la lucha si algo malo acechaba nuestro carruaje. Su rostro era cuadrado, duro, y la barba de varios días reforzaba su imagen viril, aunque la cicatriz que cruzaba su mejilla me hacía pensar que aquel hombre había consagrado demasiado tiempo a la lucha como para poder tener la educación a la que yo estaba acostumbrada. Y mientras pensaba eso el guardia me miró. No me asusté, pero a pesar de parecerme descarado, pues mantuvo su mirada en la mía, no retiré los ojos hasta que me ruboricé cuando él me lanzó un beso que nadie más vio. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Qué eran aquellas cosquillas que sentía en mi estómago e incluso algo más abajo?

El sol estaba casi en su crepúsculo cuando llegamos a la preciosa localidad de Portico de San Benedetto, donde haríamos noche. Aquella región tan sólo tenía una posada, varias casas de piedra y un par de iglesias donde moraban unos monjes carmelitas. A pesar de que mi madre quería pernoctar en el convento, en aras de la seguridad mi padre decidió que prefería pagar un par de habitaciones en la posada, de modo que me tocó dormir en un catre junto a mis padres y mi hermana. Por culpa de los ronquidos de mi progenitor me fue imposible conciliar el sueño.

Era ya tarde cuando sentí la imperiosa necesidad de evacuar la vejiga. Al parecer había bebido demasiado vino, y por Dios que no iba a orinar en aquel bacín de hierro que a saber quién había usado antes. Así que, en completo silencio, sabedora de que si mi madre se despertaba me caería un buen castigo, me puse el vestido, sin nada debajo, y salí en busca de un lugar más limpio. Por suerte, la mesonera, una oronda señora que casi no cabía en su vestido, me indicó dónde encontraría un cuarto de madera que tenía un agujero para las necesidades, con la apostilla de que era el lugar más limpio del mundo, pues ninguno de sus huéspedes lo había usado jamás, ya que preferían el ancho campo.

Bajo la escasa luz de mi vela, comprobé que parecía más limpio que el bacín de mi habitación. Al salir de aquel lugar la brisa nocturna apagó mi vela. No era difícil encontrar la entrada de la posada por las luces y el ruido que de ella salía, y aunque no temía a la oscuridad, tuve frío durante el trayecto, pues había decidido salir descalza para no hacer ruido. Al girar la esquina, una presencia que cubría el camino me asustó, pero pronto me tranquilicé al reconocer bajo la tenue luz de la luna al guardia de nuestra escolta.

—¿Qué hacéis aquí sola, señorita? ¿No teméis a los lobos?

—¿Se acercan tanto los lobos a la gente? —pregunté inocente.

—Sólo a las mujeres guapas —exclamó, acercándose a mí, y obligándome a pegar la espalda en la pared de piedra.

Aquel hombre era rudo y me pasaba una cabeza; se acercó aún más y sólo pude decir:

—Puedo gritar, señor, y enseguida vendrá alguien en mi auxilio.

Pensé que se apartaría, pensé que huiría, pero no se me ocurrió pensar que era un guerrero y que no temía nada. Se acercó más a mí y me dijo:

—Sé que no lo haréis.

Sus manos cogieron mis caderas, asiéndolas con fuerza. Clavó su entrepierna en mi ingle y pude notar algo duro que me produjo un cosquilleo, como cuando me lanzó el beso. De pronto, levantando mi falda, mientras me inmovilizaba con su cuerpo, tocó la piel de mis piernas, de mi estómago y bajando hasta el pubis, dijo:

—Seguro que nadie ha estado aquí antes.

Sus dedos tocaron aquello que me enseñaron que sólo mi esposo podía tocar. Intenté resistirme, pero él era más fuerte que yo. De pronto, dejó de tocarme, y sus labios besaron mi cuello hasta alcanzar mi boca, y me obligó a abrirla para que su lengua jugara con la mía. El destino quiso que no fuera aquel el hombre que me desvirgara: la puerta de la posada se abrió, y salió por ella la oronda mesonera, que fue a buscarme hasta el cuarto de madera.

En su camino no nos vio, pero el guardia bajó mi falda y, besando de nuevo mis labios y mi cuello, me susurró al oído:

—Una tierna pieza para un lobo como yo.

El soldado desapareció adentrándose en la posada y fue al regresar cuando la mesonera me vio y me preguntó alterada:

—¿Qué hacéis aquí, muchacha? Si vuestra madre se despierta se enfadará contigo. Vamos, volved a vuestra alcoba. ¿Acaso no tenéis miedo a los lobos?

Pensé en sus palabras, tan parecidas a las del soldado, pero nada dije, pues mi voz, alterada por una respiración acelerada, me hubiera delatado. En vez de eso, entré en la posada y me dispuse a dormir, a pesar de los ruidos cada vez más ensordecedores que emanaban de la boca abierta de mi progenitor.

A la mañana siguiente, tras unos agitados y angustiosos sueños donde lobos y hombres se entremezclaron, me desperté con el ruidoso concierto del ritual de limpieza de mi padre. Era la primera vez que lo veía, pero no dejó de parecerme algo escandalosa la forma que tenía de sonarse y de limpiar su boca con gárgaras. No sé por qué, pero lo primero que pensé es que esperaba que mi esposo fuera algo más fino en sus rituales diarios.

No pensé en lo ocurrido la noche anterior hasta que vi al guardia en la mesa de enfrente durante el desayuno. La verdad es que fue verlo y no poder sacármelo de la cabeza, pues era tanta su desfachatez que cada vez que yo alzaba la vista, él me estaba mirando. Intenté dejar de hacerlo, pero algo en mi interior me hacía volver a mirarle una y otra vez, hasta que Flavio, dándome un codazo por debajo de la mesa, me susurró:

—Haz el favor, Costanza, aún quedan cuatro horas hasta Careggi, y ese guardia ha de acompañarnos. Deja de mirarle, no vaya padre a darse cuenta.

—Es él quien no deja de mirarme a mí —contesté en mi defensa.

—¡Pues no le devuelvas la mirada! —sentenció mi hermano.

Partimos para recorrer el tramo final de trayecto hacia Careggi. Era el tercer día de viaje y el sol lucía esplendoroso en el cielo, y el carruaje se había convertido en un horno, donde incluso mi madre, a la que consideraba una de las mujeres más sufridas que conocía, se ahogaba de calor.

De pronto, tras unas dos horas de trayecto algo en el camino hizo que el carruaje tropezara, provocando que mi madre, mis hermanos y yo sufriéramos en nuestras carnes el brusco frenazo del cochero. Cuando el hombre bajó a tierra, comprobó que una piedra de la que sólo se veía un canto afilado había dañado la rueda, no tanto como para no proseguir el viaje, pero sí para tener que rebajar el peso de la carreta.

Mi padre se acercó a nosotras y nos contó lo sucedido:

—Si no queréis dejar aquí vuestras pertenencias veraniegas, tendréis que montar a caballo. Flavio, sube en la grupa del caballo de tu hermano. Y vos, mi señora, deberéis subir en el mío. Costanza puede quedarse cuidando de Ginevra, y Ruth puede caminar. Acompasaremos nuestro paso a uno que pueda seguirnos.

—Esposo, sabéis lo mucho que temo ir a caballo ¿No puede Costanza montar contigo y yo quedarme con nuestra pequeña? —preguntó ella, sabiendo que cuanta menos gente hubiera en el carro, más aire pasaría y más cómoda iría.

Y juro que lo intenté, pero no sé qué le ocurría a la montura de mi padre que cada vez que me acercaba, hacía amagos de encabritarse, así que tuvo que ser mi madre la que bajara del carruaje e intentara subir en él, empresa que tampoco logró, pues el equino tenía un fuerte temperamento y al parecer no deseaba llevar más peso que el que ya cargaba.

—Y ahora ¿qué hacemos, esposo? —preguntó mi madre.

Entonces, una voz detrás de nosotros dijo:

—Mi señor, ¿consideraría una desfachatez si propongo que su esposa monte en mi caballo, que es más tranquilo, y su criada en el de mi compañero?

El guardia, aquel descarado que casi me desflora la noche anterior, miraba a mi padre ofreciendo su montura. Entonces mi madre se acercó a su esposo, le susurró algo en el oído y él le dijo al soldado:

—Mi señora teme subir a vuestro caballo. Costanza, mi hija, es más valiente. Ella subirá con vos.

Supongo que mi cara fue todo un poema, pues enseguida mi padre me empujó hacia él:

—¡Vamos, niña! No me hagas quedar mal y no obligues a que tu madre tenga que montar en el caballo de un soldado. ¿Qué pensará su hermana si la ve llegando montada en el caballo de otro, cual vulgar criada?

¿Y mi honor? Supongo que pese a estar ya desposada, mi honor, comparado con el de mi madre, valía más bien poco. Así fue como con la ayuda del mismo rufián que quiso profanar mi virginidad monté como montaba una dama, de lado y con las piernas juntas.

Emprendimos de nuevo camino a Careggi. El trote de nuestro caballo era elegante y suave para ser un equino de guerra. En un momento dado, el soldado, volviéndose hacia mí, me dijo:

—Podríamos ir más rápido si montarais a horcajadas, señorita.

No le contesté. Estaba enojada con él, aunque realmente aún estaba pensando si algo que había sido de mi gusto, como fue notar su cuerpo, o el beso que, aunque forzado, no fue en absoluto desagradable, podía merecer mi enfado.

—¿No vais a contestarme? —preguntó de nuevo.

—Vos no merecéis que yo os dirija la palabra, señor —dije en mi papel de mujer ofendida.

—¿Es por lo que ocurrió anoche? No pareció que os desagradara —dijo con absoluta descortesía.

Suspiré, y tuve que asirme a sus caderas cuando azuzó al corcel para ir más rápido, hasta adelantar a toda la comitiva. El equino se detuvo a una orden del jinete, el soldado miró como si examinase el camino y reemprendió la marcha a un trote más pausado. Así pude recuperar el aliento, aunque a punto estuve de caerme hacia atrás.

El caballo de mi padre nos alcanzó y algo molesto le dijo:

—¿Ocurre algo, soldado? ¿Acaso habéis olvidado que lleváis a una dama en la grupa del caballo?

—Disculpad, señor, pero me pareció ver algo en el camino. Intenté no ir demasiado deprisa, aunque tened en cuenta que necesito libertad de movimiento. Es bueno que de vez en cuando me adelante para comprobar que no hay ningún peligro —contestó seguro de sus palabras, cosa que hizo que mi padre le creyera.

—Costanza, tienes mi permiso para montar como un hombre. Será lo mejor para que este soldado pueda cumplir con su cometido —dijo mi progenitor sin darse cuenta de que lo único que había visto ese facineroso en el camino era la posibilidad de obligarme a montar como él quería.

—Pero, padre… —balbuceé.

—¿Acaso te niegas a obedecer? —preguntó él.

—No, padre —dije, y acto seguido bajé del caballo y volví a montar, ahora a horcajadas.

Mientras colocaba mi vestido pegado al cuerpo, para que con el viento no me molestara, se me ocurrió decirle al soldado engreído:

—¿Siempre conseguís lo que queréis?

—Casi siempre, mi señora —dijo con una sonrisa y fustigó el caballo para que, al galope, nos alejara del carruaje, de mi padre y de aquel polvoriento camino, hasta llegar a una verde pradera.

Una vez allí se volvió, y cogiéndome la cabeza con su mano, me besó de nuevo. Intenté detenerle pero no pude. De pronto, comenzó a ser dulce y agradable, y sus besos me hicieron sentir de nuevo aquel peligroso cosquilleo. Su mano se aventuró otra vez debajo de mi vestido y volvió a acercarse a mi virgen pubis, pero sin entrar, mientras entre susurros me decía:

—No os preocupéis, no voy a profanaros. No quiero que tengáis una excusa para que me echen del ejército.

Rozó un punto en el que mis cosquillas se convirtieron en oleadas de algo que yo aún desconocía, y de mi garganta surgió un suspiro. Después paró y retomó su postura inicial:

—Pronto nos alcanzarán.

Jaleó el caballo cuando los equinos del carruaje comenzaban a divisarse. Nos alejamos de nuevo y después de poner el caballo al trote, cogió mi mano e hizo que yo acariciara lo que él tenía entre las suyas. Intenté apartarla, asustada, pero me obligó a rodear aquella extremidad desconocida por mí, mientras acompasaba sus movimientos a los del propio caballo. Yo no sabía qué cambio se estaba operando en él, pero sus cada vez más profundos jadeos, en vez de asustarme, me erizaron la piel. Enseguida supe que eso no estaba bien e intenté apartar mi mano sin conseguirlo. Habíamos vuelto a dejar atrás la carreta y los caballos de los hombres de mi familia, así que, aunque hubiera gritado, nadie me habría escuchado. ¿Por qué jadeaba el soldado? ¿Por qué parecía gustarle tanto lo que me obligaba a hacerle? Sabía que a mi edad, había mujeres que ya habían yacido con sus esposos, pero aquel guardia no era mi desposado y no tenía ningún derecho sobre mí. ¿Esto es lo que ocurría cuando un hombre y una mujer se quedaban a solas? ¿De esto me alertaba mi confesor tantas y tantas veces sin yo entenderlo?

Él aceleró el movimiento de nuestras manos y con un profundo jadeo se desplomó sobre la montura. Lo que acababa de suceder me recordó irremediablemente a lo que vi en el barrio de Dorsoduro, lo que les ocurría a los hombres tras acometer aquellos actos deleznables.

—Mi vida está en vuestras manos. Podríais denunciarme, y vuestro padre tendría todo el derecho a que me apresaran y me juzgaran por tocar algo que no es mío —exclamó él tras limpiar mi mano con su casaca.

Callé. No sabía qué decir. No estaba avergonzada, pues nada podía haber hecho por evitar lo sucedido. Tampoco me sentía culpable, aunque al recordar las palabras de mi confesor, sabía que lo era: yo era la mujer, la tentación y la que llevaba el pecado con ella. Supongo que el soldado se dio cuenta de lo que había hecho y temeroso de mi reacción exclamó:

—Sé que he hecho mal acosando a una mujer desposada, pero es tal vuestra belleza que no he podido controlarme. Al menos os he respetado y no os he desvirgado, en consecuencia, nada debéis temer cuando vuestro esposo os toque la primera noche.

Trotamos en silencio. No me atrevía, pero quería preguntarle muchas cosas que me venían a la mente; sin embargo, finalmente decidí que al menos me debía esas contestaciones.

—¿Por qué jadeabais? —pregunté por sorpresa a mi jinete.

—¿Por qué? Porque me habéis dado mucho placer —contestó sin volverse.

—¿Qué es eso del placer? —pregunté con ansias de saber.

—Los besos que os di anoche, ¿os disgustaron? ¿No notasteis nada cuando ayer os toqué? —contestó con una pregunta.

—Cosquillas y escalofríos —dije como si en verdad no me importara lo ocurrido hacía unos momentos.

—Si hubiera continuado, esas cosquillas se habrían convertido en lo que los hombres llamamos placer, aunque os aconsejo que jamás pronunciéis esa palabra en voz alta, pues vos no deberíais conocerla, ni siquiera cuando yazcáis en la cama con vuestro esposo —contestó sin mirarme.

Pensé en todo lo que me estaba diciendo y no pude evitar preguntar de nuevo, tanto necesitaba mi curiosidad ser aplacada:

—¿Son así los besos del matrimonio?

—¡No sabéis nada!, ¿verdad? Esa forma de besar no se practica con las esposas. A mí particularmente me la enseñó una cortesana venida del reino francés, y es así, al parecer, como los francos besan a sus meretrices. Los besos entre esposos son más castos. No me imagino besando así a mi esposa —dijo, sin importarle que yo supiera que estaba casado.

—¿Por qué no se besa así a la esposa? —inquirí, preocupada ya por su respuesta.

—Porque si le hago eso a mi mujer, preguntará dónde lo he aprendido, y no creo que mi respuesta sea de su agrado. ¿No creéis? —contestó antes de detener en seco su montura, bajarse de ella y ayudarme a descender.

Su respuesta me hizo sonreír, aunque aún no sabía discernir si estaba enfadada con él. Desde que aquel desconocido de la máscara me había acosado en la piazza San Marcos, sentía mucha curiosidad por saber lo que mi madre se negaba a contarme. En apenas unos años, mi esposo me reclamaría y entonces aprendería qué era yacer con un hombre, pero la curiosidad insana que me acompañaba desde mi nacimiento descubrió en aquel encuentro fortuito con el soldado una manera de saber las cosas antes de que quisieran enseñármelas.

Caminé mientras miraba de reojo al soldado hasta quedar al abrigo de posibles miradas indiscretas, y me escondí tras un árbol lo suficientemente frondoso para que me ocultara de mi padre si este aparecía por el camino. Supongo que fue innato, pues bastó una simple mirada para que él me siguiera hasta mi escondite. Él rozó mi pelo rubio, enredando su mano en mis ondas, y me acarició el rostro. Yo acerqué mi cuerpo al suyo, y recordé, paso por paso, lo que la noche anterior había aprendido en contra de mi voluntad. Aquel simple movimiento y una mirada de reojo bastaban para que un hombre quisiera hacerme suya.

El soldado volvió a besarme arrinconándome contra el tronco del árbol y fue entonces cuando volvieron esas cosquillas. Sabía que era un proceder incorrecto, sabía que debía esperar para que todo aquello me lo enseñara mi esposo, pero quería saber qué venía tras los escalofríos. Él tan sólo se dejó llevar por algo que cada vez tenía más claro: el hombre era incapaz de controlar sus impulsos cuando tenía una mujer delante.

—Vuestro padre podría llegar en cualquier momento —dijo él entre jadeos mientras apretaba su cadera contra la mía.

No le escuché, quería aprender cómo reaccionaba un hombre si imitaba sus jadeos. Y aunque jadeé sin ganas, fue suficiente para descubrir que bastaba para inflamar al hombre que se tenía delante, pues me besó con fuerza mientras tocaba mi escaso pecho, y volví a sentir aquellas cosquillas que las mujeres casadas no debíamos sentir.

—Ahora que ya sabéis cómo echar a perder a un hombre, dejad que intente recuperar mi compostura antes de que vuestro padre nos alcance —susurró el soldado casi suplicando, sin poder parar de besar mi cuello.

¿Un hombre suplicando a una mujer? A mí me habían enseñado que la vida les pertenecía y que ellos decidían. No sabía cómo describir lo que sentí, no había alcanzado el placer que sigue al cosquilleo, pero me sentí imbuida de poder: podía hacer que apresaran a un hombre con sólo abrir la boca. Comencé a preguntarme si mi confesor no calificaría de pecado mortal el desconocido poder que las mujeres que no aprecian su honor tienen sobre los hombres. Justo después de salir de la protección del árbol, oímos los cascos de los caballos de mi padre y de mi hermano, y tras ellos el carruaje, que a paso lento continuaba su camino. Mi padre detuvo su montura cuando llegó a nuestra posición, y preguntó:

—¿Por qué os habéis detenido, soldado?

—Se ve Careggi desde aquí. Pensé que sería mejor que su hija montara de nuevo como una dama —dijo el soldado, que tenía respuestas para todo.

—Tenéis razón y os agradezco que hayáis pensado en su honor. Ahora montad de nuevo, os lo ruego. Cuando lleguemos a la villa seréis recompensado.

Y yo, que sin saber nada de hombres, acababa de aprender que podía subyugarlos con mi cuerpo, me vi a mí misma deleitándome con el simpático pensamiento de cuán equivocado estaba mi padre si creía mi honor a salvo escoltada por aquel soldado.

Tras un viaje lleno de nuevos aprendizajes para mí, llegamos a Careggi, la villa de mis tíos. Ahora me tocaba volver a ser niña. Tenía sus ventajas, pues así podría volver a jugar con mis primos y primas, olvidándome de mi condición de mujer desposada.

Cuando volví a bajar del caballo, quise al menos conocer el nombre del soldado que, sin saberlo, tanto me había enseñado, y así lo hice:

—¿Cómo debo llamaros si algún día nos volvemos a ver?

—Mi señora, no creo que nos encontremos de nuevo, pero mis amigos me llaman Lauv, que en lengua romaña significa lobo, aunque vos podéis llamarme Sandro, que así es como me bautizaron —contestó mientras daba de beber a su caballo.

—¿Sabéis una cosa, mi señor Sandro? Ya no temo a los lobos.