VI
Villa de M. Fabio Calvo en el Cinga,
la víspera de las Saturnalia del decimonoveno año de mandato
del divino Augusto Diocleciano[18].
Era cerca de mediodía cuando los ojos pintados en la proa de la gabarra de Ambrosio Varo se dirigieron directos hacia el amarradero de la gran finca rústica del cuestor Calvo. La mañana había sido muy fría; los densos nubarrones que cubrían los cielos desde el alba amenazaban constantemente con descargar una llovizna que muy bien hubiese podido convertirse en nevada de no haberse levantado las brumas y mostrar un día más claro y luminoso que los anteriores. Había un grupo esclavos esperándoles en el muelle con varias acémilas de carga y literas de mano preparadas para recibir a los invitados de su señor. Sus oscuras siluetas, agarrotadas del frío intenso y húmedo que se condensaba entre las crestas del valle, destacaban como insectos frente al rojo de las colinas. De entre aquel grupo heterogéneo de individuos malcarados destacaba uno, mucho más alto y joven que los demás y bastante mejor vestido.
Quinto Lutacio miró con sorna desde la mura a aquel burdo comité de bienvenida y, acto seguido, se giró hacia su compañero con una sonrisa sardónica entre dientes. El roñoso cuestor por fin se había gastado algo de su plata en comprarles a sus esclavos unos uniformes nuevos de invierno. Cómo lado bueno de todas las cosas que nos suceden en la vida, aquella pobre gente había podido deshacerse de sus pestilentes harapos gracias a las desmesuradas ganas del cuestor Calvo de halagar al praeses.
La nave amarró sin ningún inconveniente en aquel tosco embarcadero que emergía como un dique entre las junqueras que bordeaban la orilla, echando las maromas junto a la pequeña liburna del praeses. Los esclavos asieron bien las sogas del cáncamo y la catena a los enganches del malecón y, una vez estuvo inmovilizada la nave, tendieron la pasarela. Después de que uno de los escoltas de Lutacio se cerciorase de la robustez y firmeza de la misma, los pasajeros del mercader saguntino descendieron de la gabarra, no sin antes agradecerles al piloto y sus hombres las atenciones recibidas y desearles unas felices fiestas en familia…
—Muy honorables Sexto Meridio y Quinto Lutacio, bienvenidos a la villa de mi señor Marco Fabio Calvo —les dijo en un latín muy acentuado aquel gigantón que, por su autoridad y caro atuendo, debía ser el joven capataz que controlaba aquella inmensa finca.
—Muchas gracias, muchacho… ¿Cómo te llamas?
—Me llaman Fortunato y soy quien administra este fundus.
—Muy amable, Fortunato; te agradecería que nos llevases sin más dilación a la villa de tu amo. Nuestras esposas no han tenido un viaje muy agradable y necesitan descansar en suelo firme.
—Como deseéis. Seguidme, pues. Ya lo he dispuesto todo para que vuestros bagajes os sean entregados más tarde.
El administrador les guió hasta la entrada de aquella inmensa villa rústica. Un corto camino flanqueado por altos y oscuros cipreses llevaba desde el embarcadero hasta los cuadriculados huertos de coles, rábanos, acelgas, berros y carlotas que se esparcían en el lado sur de la villa. Los recién llegados subieron a las cómodas literas dispuestas por Fortunato y fueron conducidos hasta el acceso principal de la casa. Al llegar cerca de las edificaciones pudieron comprobar la gran actividad en la que estaba inmersa toda la finca. Era esta una casa sobria, amplia en estancias, dependencias y terrenos en la que se notaba el efecto de los trabajos de mantenimiento de última hora. Por las murmuraciones del Foro se sabía que el antiguo dueño de la finca, un magistrado tarraconense caído en desgracia desde la devastación de los francos, había tenido que malvender sus propiedades para no acabar en la esclavitud. Y el cuestor Calvo, hombre de talante carroñero y carente del más mínimo recato, había sido el beneficiario directo de las angustias económicas del antiguo propietario.
Desde las colinas pudieron ver, antes de adentrarse en la villa, la llegada de un caballero escoltado por varios hombres de armas. Era el edil Planco y su escueto séquito. Su colega de cargo en la colonia, Fulvio Cecilio, se escapó de asistir a aquella cita excusado por unas convenientes fiebres.
* * *
Llegó la hora señalada y los invitados se dispusieron a acudir a la gran estancia en el ala sur de la villa. Allí tendría lugar el opíparo banquete del día grande de las Saturnalia. Los viajeros habían disfrutado de un relajante baño caliente con esencias florales en las pequeñas termas de la villa, también recibido masajes tonificantes con aceites perfumados con jazmín persa y romero por parte de un par de esclavos duchos en la materia para, después, bien depilados y aseados, volver a sus aposentos y vestirse adecuadamente para tan solemne ocasión.
Lutacio y Meridio fueron los primeros en salir. Los dos duunviros, justo frente a la entrada de sus aposentos esperando a que las esclavas de sus respectivas esposas concluyeran con sus elaborados maquillajes y peinados, se quedaron un rato charlando junto a un hondo brasero en el ala norte. Según su coloquio subía de tono, fueron paseando en busca de un rincón más discreto. Lo encontraron bajo las columnas estriadas del peristilo porticado, observando con admiración mientras conversaban los mosaicos zodiacales que decoraban el pasillo, la curiosa piscina en forma de estadio y las gruesas carpas que nadaban en sus frías aguas como si de una extraña carrera de cuadrigas acuáticas se tratase. Ambos parecían dos candidatos en día de comicios, elegantes, sobrios, perfumados y repeinados con suma destreza. No desentonaban con la serena hermosura de la villa a la que habían sido invitados. Era una casa hecha a la antigua, diáfana y prolija en lujos, pero sin llegar a ser pedante, algo digno de elogio para quien la erigió con tanto cariño y esmero, pero difícil de apreciar para el poco refinado gusto de su nuevo propietario…
—Meridio, ¿tienes alguna novedad sobre lo que comentamos?
—No, sólo he tenido ocasión de cambiar un par de frases con el praeses este mediodía después del baño y no me ha comentado nada en especial; eso sí, parecía muy preocupado.
—¿Por qué?
—Estando allí tumbado en el banco ha llegado un correo; por lo sucio y polvoriento que venía el jinete que lo traía, diría que de bastante lejos. Lutacio, créeme, le ha cambiado la cara al leerlo…
—Ves tú a saber que contendría esa nota; preocupado estoy yo. Por muy delegado imperial que se sea, no se puede entrar en nuestra ciudad y revolverlo todo como si fuese un bárbaro —renegó Lutacio, plisándose la toga con cierto desdén.
—Cuídate mucho de enemistarte con él, amigo mío; aún no sabemos hasta donde llega su influencia y favor en la corte de Maximiano —le susurró Meridio.
Calvo había medido hasta el último detalle para que la velada fuese inolvidable. Estaba nervioso, tanto que más de un injusto varazo se llevó alguno de sus esclavos por tirar esto o manchar aquello durante los preparativos de la cena. Dispuso de un grupo de muchachas libias, muy jóvenes, exóticas y exuberantes, en el inmenso atrio de la villa para que, según fuesen llegando los invitados desde sus respectivos aposentos, lavasen sus pies en agua de rosas y les realizasen una pequeña pedicura. Aquello satisfizo en gran medida al gobernador, que fue el primero en llegar. Publio Daciano, un equite de familia discreta venido a más, era hombre más de caligae que de coturnos;[19] quizá por ello alabó públicamente el hospitalario gesto de su anfitrión. Otras esclavas estaban preparadas en la entrada del triclinio con unas coronas trenzadas de mirto, laurel y espliego. El resto de invitados fueron llegando tras la aparición del praeses; Meridio y Lutacio, ya con sus respectivas esposas, y Planco solo y sin compañía, pues había enviudado el año anterior a causa de una terrible epidemia que azotó el valle del Iberus y que se había llevado con ella a su esposa y su hija pequeña.
La estancia era muy confortable. Un precioso mosaico de grecas geométricas, presidido por las imágenes de Eros y Psique en su centro, cubría el cálido suelo de la villa, caldeado día y noche a petición expresa de la friolera esposa de Calvo. El ambiente estaba perfumado con los aceites aromáticos de las lámparas y las virutas de puro incienso arábigo que los esclavos se preocupaban por quemar cada vez que entraban y salían del triclinio. Tres amplios lechos de forja, forrados de coloridos y mullidos cojines de raso rellenos de plumón de ganso, se disponían en forma de herradura al fondo del salón, dejando cumplido hueco entre ellos y las tres paredes para que las servidoras africanas pudiesen escanciar sin apreturas las copas de los comensales. Dejaron también el centro de la estancia libre de paso para poder ir colocando sobre las pequeñas mesas de servicio los sucesivos manjares que se irían degustando durante la cena.
Una vez enjuagadas las manos y ya descalzos, los invitados fueron acomodados en los respectivos lugares que habían sido previamente designados por Fortunato. Meridio estaba maravillado con la eficacia organizativa de aquel joven galo inmenso e inteligente de mirada impenetrable y anchas espaldas. Era el típico servidor, liberto o esclavo, que acabaría enriqueciéndose, y quizá comprando su propia libertad, a la sombra de un depredador como Calvo.
El gobernador, su mujer y el anfitrión se reclinaron en el de la derecha, el presidencial; Meridio, su esposa y Planco en el central y Lutacio y las dos señoras restantes en el izquierdo. Sobre las diversas mesitas délficas, aquel eficaz intendente había dispuesto para empezar el convite de un amplio gustatio[20] a base de aceitunas aliñadas de varios tipos, tortitas triangulares de queso curado y fundido con orégano, sésamo y virutas de anchoa en aceite, caracoles asados boca arriba y salpimentados con semillas de cilantro molidas, pimienta y comino en unas bandejas cuadradas de latón y un surtido variado de las afamadas longanizas secas traídas expresamente desde la Ausa y cortadas en finas lonchas ovaladas.
Al instante aparecieron de nuevo las esclavas libias portando varios elegantes juegos de crateras y copas para escanciar el primer vino ceremonial de la velada. Meridio no perdía de vista a su amigo Planco, pues bien conocida era en toda la colonia su pasión por los encantos de la juventud, fuese cual fuese su procedencia. El edil disfrutaba de lo lindo escrutando con su mirada rapaz, una tras otra, aquellas gacelas africanas. Además, no era muy discreto haciéndolo ya que era el único en la sala que no recibiría un reproche conyugal por seguir detenidamente con su mirada las evoluciones de aquellas ninfas de piel tostada. No era para menos. Las jóvenes escanciadoras lucían unos vestidos de caro lino setabense, tintados de malva claro, bordados con esmero y fruncidos bajo los senos por un fino cordón dorado; aquellos caros vestidos de exquisita factura marcaban sus contornos con tanta precisión que dejaban muy poco terreno a la imaginación. La grácil danza de las muchachas era una visión tan turbadora que Meridio prefería apartarla de su mente. Ante ellos se recostaba uno de los individuos más peligrosos y vehementes de todo el Imperio y había que mantener la guardia bien alta. Ya sabían algo de sus aviesas intenciones, y lo poco que sabían les revolvía las entrañas…
—Júpiter Óptimo Máximo, poderoso dios de dioses, Gran Padre, estamos aquí reunidos para festejar las Saturnalia, las grandes fiestas en honor a tu hijo, aquí presente entre nosotros —imploró Calvo, con la cabeza cubierta con un pliegue de su toga como un pontífice y señalando en su invocación a una estatua del dios que presidía la sala desde una de las esquinas y en cuyo podio ardían resinas y un par de chorreantes velones votivos—. Recibe esta humilde ofrenda nuestra; recibidla vosotros también, lares, manes y espíritus de esta casa, y disfrutad con nosotros de esta inolvidable velada en vuestro honor —invocó girándose hacia el atrio, donde residían las máscaras mortuorias en las que resplandecían las candelas que rememoraban los espíritus de sus ancestros.
Una vez concluida la devota declamación, el cuestor se levantó de su lecho, cruzó la sala y vertió el contenido de su obrado cálato en un cymbium[21] ceremonial que había justo delante de la efigie sedente del dios, dando con ello por concluidos los rituales necesarios para asegurarse la venia divina en tan señaladas e importantes fechas.
—Fortunato, honremos a Saturno… ¡Que empiece el banquete! —exclamó Calvo, mucho más ebrio de vanidad que de vino.
—Vamos, panda de holgazanes, ya habéis oído a vuestro amo, traed la cena —bramó al instante el recio administrador, dando sonoras palmadas y conduciendo a empellones hacia la estancia habilitada para las cocinas a los miembros más ociosos del servicio.
Tras recibir las órdenes expeditivas del galo, los esclavos del servicio comenzaron a servir la summa cena,[22] consistente en los cuatro platos escogidos por el cuestor para impresionar el paladar de su ilustre convidado. Tres de aquellas atractivas esclavas se quedaron al cargo del vino, filtrándolo con sumo cuidado y mezclándolo con poca agua y esencia de rosas —a la medida que indicó Calvo— mientras que las otras tres se colocaron justo en la esquina opuesta al larario. Una de ellas, sentada sobre unos mullidos cojines y con las piernas cruzadas mostrando sus bronceados muslos con elegancia, comenzó a tañer una sinuosa lira cuya caja de resonancia estaba hecha con un caparazón de tortuga, un instrumento digno del propio Orfeo, en total sintonía con la melodía que interpretaban sus compañeras tocando un aulos griego de hueso y unos pequeños címbalos. Ya inmersas en sus artes melódicas, las muchachas encargadas de la lira y los platillos acompañaban su música con cantos armónicos de su lejano país de origen, cuya letra nadie entendía pero cuya bella cadencia enamoraría hasta a una manada de asnos.
Los esclavos de servicio empezaron colocando varias terrinas de barro que parecían contener boquerones, pero que realmente estaban confeccionadas con miga de trucha salada y ahumada, varias fuentes hondas repletas de tacos de minutal,[23] cuencos de pato estofado sobre un caldo de exquisito garo de caballa, coriandro, cilantro, piñones y dátiles y, como plato estrella, dos esclavos sacaron en una gran bandeja oval un jabalí desmenuzado, cocido a fuego lento y embadurnado con una sabrosa salsa compuesta de pimienta picada, aligustre, comino, orégano, vinagre dulce, nueces, miel, mostaza, garo contestano y denso aceite de Ilerda. La cabeza del jabalí estaba colocada justo en uno de los extremos de la fuente, con una manzanita asada incrustada entre los colmillos. Todos los presentes ovacionaron el buen gusto del cocinero del cuestor Calvo y le felicitaron con sinceridad ante tal despliegue de distinción gastronómica.
Valeria Fenestela, la oronda esposa del propietario, estaba disfrutando tanto de aquel copioso banquete como un corredor de apuestas en un día de carreras. A media cena, su quitón corintio, ya de por sí apretado en el busto a pesar de estar confeccionado a la medida de sus inmensas proporciones, estaba repleto de rodales de salsa o de cárdenos regueros de vino. Su extrema gordura le hacía moverse con muy poco tacto y soltura, y siempre que alargaba su mano con gula hacia las mesitas le goteaba algo por encima. Aquella mujer le irritaba mucho a la esposa de Lutacio, la noble y pulcra Lucia Calidia, originaria de la colonia de Clunia y segunda hija del anterior curator civitatis[24] de Caesaraugusta, una dama sencilla, prudente y poco dada a la glotonería.
Varias conversaciones se entrecruzaban entre los comensales, algunas de ellas vacías y banales, otras más abstrusas. El profundo aburrimiento que le produjeron a Daciano las pláticas sobre telas, esencias, cosechas y demás temas cotidianos del día a día hizo que el probo praeses abusara del néctar de las vides. Así fue como el gobernador, a pesar de la imagen de virtud y rectitud que emanaba de su parca persona, mostró su talón de Aquiles como el resto de los mortales. En realidad tenía más de uno. El aromático vino, y no muy rebajado, de los lagares de Calvo en Bursao y el sensual contorneo de las escanciadoras libias conformaron una complicada combinación de sensaciones que acabó por batir el secretismo con el que pretendía atenazar todo aquello concerniente a los íntimos planes políticos que tenía tramado implementar en sus dos provincias.
—Amigos, he de felicitaros, y en especial a ti, Marco Fabio Calvo, por esta maravillosa cena que nos estás ofreciendo ¡Es digna de un prefecto! —expresó Daciano, jactancioso tras proferir su halago al anfitrión, escarbándose después entre las muelas con la uña del dedo meñique y extrayendo una hebra de carne.
—Gracias a ti, vir praeses perfectissimus. Es un honor indescriptible tenerte aquí recostado en mi triclinio compartiendo contigo estas humildes viandas —respondió el «aludido adulado».
—Me complace saber que tengo tan cualificados colaboradores entre las magistraturas locales, y más ahora que empieza mi fragosa misión en estas tierras hispanas tan desatendidas…
—Praeses, ¿en qué consiste esa importante tarea, si está en tu mano compartirlo con nosotros? —le sondeó Meridio, intuyendo su predisposición a seguir apurando copas, soltar prenda y contar más de lo que la sabia prudencia aconsejaría.
—Claro que puedo decíroslo; continuar con el arduo trabajo que empezó el césar Galerio en Oriente hace unos meses. Hay que vigilar encarecidamente por el buen hacer de los ciudadanos, velar por preservar las costumbres y no dejarles caer en las redes de esos embaucadores cristianos. Empezaron como un culto funesto para esclavos y miserables, que es lo que son, pero se están convirtiendo en una auténtica plaga.
—¿Cristianos? —le replicó Lutacio, viendo confirmados sus temores—. Pero si son gentes sencillas; artesanos, maestros o comerciantes… ¿Qué peligros pueden suponer para el Imperio sus pacíficas creencias?
—¿Peligros? ¡Por todos los Dioses! —exclamó el praeses—. Todos, duunviro, todos. Su osadía es tal que, no sólo se oponen al culto imperial, sino que están llegando a juntarse en bandas errantes que asaltan fincas por toda la provincia. Son unos cobardes, unos ladrones de gallinas…
—Creo que generalizáis, praeses. Seguro que no todos los cristianos de Hispania son unos bandidos. También habrá ciudadanos de intachable reputación entre ellos —apuntó Meridio.
—Esos son los peores… ¿Sabéis que sucedió en el mismo palacio del Augusto Diocleciano hace casi un año? ¿No? ¿Queréis saberlo? —Daciano hizo una pausa para acaparar la atención de todos los comensales, repartió su mirada entre ellos, como hubiese hecho Catilina en el Senado, y prosiguió con su historia tras el gesto asertivo de sus contertulios—. El propio jefe de la guardia pretoriana, un tal Geroncio de Capadocia, se negó a obedecer las órdenes directas del emperador aduciendo que atentaban contra su religión… ¡El mismísimo responsable de la seguridad del Augusto! Valiente loco. Pagó cara su terca insensatez.
—Pero, praeses, con todo el respeto, no es lo mismo un oficial de la guardia imperial que un herrero —le sugirió el magistrado.
—Es como la pestilencia, aunque empiece en los herreros acaba en los senadores; lo mejor que podemos hacer para evitar que llegue tan lejos y tan alto es erradicarla desde su base.
—¿Ya tenéis claro cómo vais a proceder para llevar a cabo vuestro laborioso cometido, domine? —le preguntó Planco.
—Por supuesto; he dado órdenes precisas a los oficiales de la milicia y al Senado local, representado aquí por ti —remarcó Daciano, girándose y haciendo un gesto alusivo con su índice hacia el lecho en el que estaba Calvo— para que me informen de las actividades ilícitas de algunos de los cristianos más notorios y realicen algunos arrestos. De hecho, nada más pasen las celebraciones, saldré presto de inspección hacia el resto de las ciudades de la provincia.
—¿Con este tiempo? —intervino Calvo—. ¿Tan urgente es?
—Lo es, cuestor, lo es; hay algo que me inquieta —le respondió Daciano, recostándose de nuevo en su lecho—. Esta mañana he recibido un despacho de un viejo amigo, el duunviro Numio Rufino de Valentia, otro patriota que, como yo, está preocupado por la difusión descontrolada de esta perniciosa creencia oriental en su jurisdicción. En él me solicita encarecidamente que emprenda algún tipo de acción en su territorio para asustar a los nuevos adeptos de aquel agitador hebreo que se están multiplicando como conejos entre la plebe.
—Así pues, ¿nos dejaréis en breve, praeses? —apuntó Meridio, contento en su fuero interno de pensar que el nuevo gobernador y sus violentos secuaces se alejarían por fin de su colonia.
—Sí, pero antes de partir he de arreglar la situación en Caesaraugusta. No me ha gustado nada lo que ha sucedido allí, es inconcebible y meritorio de las duras represalias que he ordenado aplicar.
Lutacio, hasta el momento tenso pero capaz de contenerse y no exteriorizar sus sentimientos, dejó su copa en la mesita auxiliar. Le temblaba el pulso y no quería que el praeses, o mucho menos la hiena de Calvo, pudiesen intuir el menor síntoma de nerviosismo en su comportamiento. El último comentario de Daciano le había asustado…
—¿Qué represalias? ¿De qué se trata, praeses?
—No sé si estáis al corriente, pero hace unos días una muchacha deslenguada se presentó frente a mí en el Foro secundada por su séquito de esbirros. Me acusó ante el mismísimo flamen y dos de los sacerdotes que por allí estaban de todo tipo de injurias, de ser un carnicero cobarde y salvaje. No tuve más remedio que hacerla callar, mandarla apresar y encerrarla en los calabozos.
—Algo sobre este incidente escuché en la basílica —comentó Calvo; al concluir su frase cruzó una mirada cómplice con su esposa que no le pasó desapercibida a Meridio—. ¿Y cómo consiguió una muchacha tan insolente haceros reaccionar de esa manera?
—¡No os lo creeríais ni aunque lo hubieseis presenciado! Aquella arpía no hacía más que reprocharme una y otra vez delante de los sacerdotes lo cruel e injusto que era y que no temía mis represalias, que no le importaba sufrir lo insufrible pues le protegía su Dios; bramaba que los dioses en los que creemos son tan necios, impúdicos y falsos como los actores del teatro y que yo, el mismísimo praeses perfectissimus, me comportaba como un vil monstruo con mis semejantes… ¡Ja! Qué sabría ella de monstruos, una muchachita ingenua de la Gallecia que nunca se las habría visto cara a cara con un jinete persa o un guerrero alamán… ¡Por todas las Furias, esos sí que son monstruos! —exclamó Daciano, acompañando su imprecación con una ronca carcajada, tibiamente seguida por una sonrisilla artificiosa de Calvo y su flácida esposa.
—He aquí el resultado de sumar el ímpetu y la ignorancia de la juventud con las malas influencias. No podemos dejar que las generaciones venideras acaben creyendo en esas estupideces que pregonan los cristianos… ¿Cierto, praeses? —apuntilló Calvo.
—Como que hay un sol y una luna y que Roma domina el mundo…
—¿Y qué ha sucedido al final con la muchacha? —preguntó Lucia.
La esposa de Lutacio conocía muy bien a la de Quintilio y se temía cual podía ser la identidad de aquella chica. Además, el tono pretérito que había empleado Daciano narrando la historia le hacía vislumbrar un desenlace trágico para aquel inesperado suceso…
—Como me pondría de furioso aquella Gorgona histérica que se la dejé bajo custodia a Minucio Glabro, mi antiguo y fiel primus pilus durante años en Germania y, desde hace unos meses, el oficial responsable de aplicar el Edicto imperial en mi jurisdicción. Llegó hace unos días desde la base naval de Tarraco al mando de una centuria para encargarse personalmente de este tipo de incidentes. Él le dio su merecido.
—¿Y cuál ha sido ese «merecido»? —se alarmó la mujer del duunviro—. ¿No la habréis humillado y azotado?
—¿Azotado? —respondió con ironía Daciano—. Pues, precisamente, eso es justo lo primero que le hicieron, dos tandas de doce azotes en el pilón de las cuadras, detrás de la basílica, solicitándole al final de cada tanda que renunciase a sus ideas ateas y abrazara de nuevo el culto a los dioses patrios. Pero no sirvió para nada. Así que Minucio desempolvó de su memoria las artes que empleó hace años con los prisioneros francos. La llevaron fuera de la ciudad, a unos campos al otro lado del río, la ataron desnuda a un caballo y lo espantaron. Me contó que tras un par de correteos su rostro quedó totalmente desfigurado, sus entrañas al aire y sus brazos descoyuntados.
—¡Dioses eternos! ¿Era tanto sufrimiento necesario? —le interrumpió Meridio, asustado ante el vendaval de terror que estaba a punto de cernirse sobre su tranquila ciudad. Si había tratado con aquella crueldad desmesurada a una dama de la nobleza, se estremecía sólo de pensar qué clemencia podría esperar de él alguien del pueblo.
—Claro que sí, su empecinamiento es muestra de su insana mentalidad —apuntilló Calvo—. Un escarmiento ejemplar, praeses.
Daciano se sentía amo y señor de toda la atención de la sala. Alzando su cálato, en claro signo de solicitar que se vertiese más vino en su interior, esperó a que una de las diligentes esclavas libias llegase junto a él portando repleta una crátera griega y le llenase hasta el borde su ligero y caro recipiente de terra sigilata muy exquisitamente decorado con relieves de ninfas y náyades. Una vez se refrescó el gaznate con un cumplido trago, proseguido de un eructo mal disimulado, el gobernador continuó relatando su explicación detallada del incidente.
—Mi hombre, intentando ahorrarle más padecimientos amenazándola con tormentos aún mayores, le pidió de nuevo que renegara de su fe. Fue en balde, la muchacha continuó obstinada en que su Señor así lo quería, que aquello era una prueba de su Fe y que no pensaba abjurar de sus mezquinas creencias. Conociendo a Glabro como lo conozco, tan respetuoso con los dioses patrios como un augur, estoy seguro que aquella estúpida obstinación le sacó de quicio.
—Dioses misericordiosos…
—¿Qué sucedió después, praeses? —inquirió Calvo con saña.
—Furioso por tanta tozuda intransigencia, Glabro dio rienda suelta a las recomendaciones de sus hombres. No os narraré los detalles más sórdidos por no escandalizar a las señoras aquí presentes. Resumiendo, después de beneficiársela a conciencia entre todo el manípulo, le sajaron los pechos y le metieron un clavo de hierro al rojo vivo por donde ya os podréis imaginar.
—Así que está muerta… —concluyó Lutacio con gesto sombrío.
—¡Por Plutón y Proserpina! —exclamó Meridio.
—Sí, ella y los dieciocho esbirros que la acompañaban. A ella la dejaron morir desangrada en el prado de Arminio y a ellos los degollaron como corderos y después quemaron sus cuerpos. Fueron sentenciados a muerte y ejecutados por su insolente desacato a la divina autoridad imperial, en este caso representada por mí.
—Por la sabia Minerva, ¿no piensas, praeses perfectissimus, que ha sido una medida brutal y desproporcionada? —intervino la esposa de Meridio, sujetando la mano de su marido que comenzaba a estar muy alterado; su tez se tornó roja de furia contenida y se le marcaba hasta la vena de la sien.
—Para nada, mi Señora. Ahora sabrán esos cristianos, siempre ocultos como lirones, que les pasa a aquellos que desafían los edictos imperiales. No se juega con la voluntad de nuestro Divino Augusto.
—Praeses —apuntó la gruesa esposa de Calvo—. Yo creo que para eliminar a esos indeseables lo mejor que debes de hacer es liquidar a quien distribuye semejantes falacias entre el pueblo y alimenta con sus discursos sediciosos tan graves faltas de respeto al Augusto.
—Exacto, querida; has dado en el clavo. Eso mismo pienso yo desde hace algún tiempo. Debemos de actuar con determinación.
La gruesa Valeria Fenestela se llenó más aún si cabe, aquella vez no de suculentos trozos de pato o jabalí estofado, sino de orgullo al ser laureada en público por el praeses. Era una mujer simplona, de familia tradicional, costumbrista y enemiga de todo lo extranjero o moderno. Jamás hubiese aceptado una doctrina tan revolucionaria como la que propagaban por los callejones los seguidores de aquel visionario carpintero judío. Viéndose por primera vez como punto de encuentro de todas las miradas, y no por vanos temas culinarios o higiénicos, miró a su marido, el cual asintió con la cabeza, como autorizándola a proseguir con sus incisivos comentarios…
—Muchas gracias, praeses. Es más, creo que sé cómo ayudarte en este menester. Sé de buena fuente que su sacerdote principal en este territorio, un tal Valerio, organiza reuniones clandestinas en las que empuja al pueblo a resignarse y esperar a su reino celestial, a orar a ese Dios de los esclavos que sólo pide bondad y a no obedecer a los funcionarios coloniales que exigen los tributos para el culto imperial. Es un tipo impetuoso, de verbo agresivo y contundente; es como una antorcha en un pajar, todo un peligro público en estos tiempos tan convulsos que corren…
—¿Cómo me has dicho que se llama ese sujeto? —inquirió Daciano, repentinamente interesado en el tema que había salido a colación.
—Se llama Lucio Valerio —aseveró la oronda esposa de Calvo—. Es un cesaraugustano muy popular, ya mayor, que se hace acompañar por un joven aristócrata de Osca, no sé su nombre, pero que también es un encendido defensor de ese culto abominable.
—Meridio —interrumpió el praeses, girándose hacia él y señalándole con su ensortijado índice—. Nada más vuelvas a tus funciones en la colonia, te ordeno que curses una orden de captura de ese Valerio.
—Cuidado, praeses. Valerio es un hombre muy querido y respetado en Caesaraugusta y su antiguo conventus —intervino Lutacio con contundencia, intentando disuadir al gobernador, tarea nada baladí pues llevaba más vino en el cuerpo que un sátiro en una bacanal; no le gustaba nada que la ira de Daciano se dirigiese hacia alguien a quien apreciaba tanto—. Toma en cuenta, clarísimo Daciano, que su arraigada familia, de noble origen consular y perteneciente al ahora extinto concilium conventus, sigue siendo muy influyente en la política de toda la región.
—Es cierto, praeses; son gente popular y poderosa —añadió Meridio.
—Si lo apresan en la ciudad, y en público, no puedo garantizarte mantener el orden civil entre la comunidad cristiana y sus simpatizantes, y más ahora después del suceso que nos acabas de contar —remarcó Lutacio—. Ten a buen seguro que, si apresásemos a Valerio en las calles de Caesaraugusta, podríamos desencadenar unos disturbios totalmente innecesarios que mancillarán tu gestión ante el mismísimo vicario de Emérita.
—Puede que tengas razón, duunviro Lutacio… —Daciano se quedó durante un instante dubitativo, absorto, con la mirada fija en el movimiento ondulante del vino que contenía su distinguida copa.
Daciano estaba dispuesto a realizar una purga de cristianos equivalente o superior a la hecha en Oriente por el César Galerio para agradar al impetuoso Augusto de Occidente, Maximiano Hercúleo, pues su inmensa ambición le hacía codiciar el importante cargo vicarial de la prefectura de Emérita Augusta. Sopesó bien las palabras de Lutacio. No pondría su bien encarada carrera política en peligro por unos tumultos provocados por esos menesterosos monoteístas. Pero, a su vez, debía de actuar contundentemente contra aquel peligroso agitador. Con la decisión ya tomada, alzó su mirada y se encontró con la de Calvo, que asintió como si intuyese cuales iban a ser los siguientes pasos…
—Creo que tengo una solución que solventará ambas necesidades… Meridio, cursarás la orden de arresto, y la de ese joven que le acompaña también, pero que sean apresados fuera de la ciudad y no sean conducidos maniatados a la basílica de Caesaraugusta. Con ello evitaremos posibles desórdenes públicos en las calles.
—¿Qué haremos con ellos?
—Los enviarás directamente a Valentia. Allí es donde pienso viajar dentro de varios días, a muchas mille passuum de aquí y lejos de esos alborotadores que tanto teméis…
—¿Estás seguro, praeses? aun así se sabrá… —le respondió Lutacio.
—¡Por todos los dioses! —rugió el praeses, interrumpiendo la alegación del duunviro—. ¿Es que no me entendéis? ¿Os lo tengo que repetir en griego o en persa? Quiero ver a esos dos agitadores antes de la siguiente luna cargados de cadenas camino de Valentia…
—Bueno, dejemos los asuntos de gobierno para la Curia y que esos cristianos no nos estropeen esta magnífica velada… ¡Fortunato! ¡Retirad los platos vacíos y que salgan los pasteles y la fruta! ¡Y que las esclavas sirvan más vino, por mis genios que parece que se lo estén guardando para ellas! —profirió el anfitrión de la velada, desviando la conversación hacia temas más triviales tras comprobar que aquella tediosa cuestión religiosa podía arruinar su fiesta.
La cena transcurrió sin más incidentes, pero aquel toque alegre y festivo que de forma forzosa había intentado incrustar el cuestor durante la noche se había evaporado con las confidencias del gobernador. Para Lutacio y su esposa Lucia, simpatizantes de la pujante comunidad cristiana, aquella terrible noticia suponía un grave peligro. Muchos de sus amigos más íntimos iban a pasarlo muy mal los próximos días por la ira rubicunda de un extraño sujeto que había entrado en sus vidas con la violencia de una crecida de otoño. Debían de advertirles cuanto antes de las aviesas intenciones del praeses.
Pero no sólo eran ellos los acobardados por las graves cosas que se habían escuchado aquella noche; Meridio, ya más calmado después de haberse enfurecido por el despotismo del praeses, también se había quedado abstraído. Él no era cristiano, tan sólo los toleraba sin llegar a entenderlos; por ello no le preocupaba ser acusado o procesado por lo que no era, pero tampoco veía en aquellas gentes simples, sumisas y austeras el menor peligro para el estado. No podía compartir la obtusa visión del nuevo gobernador sobre lo dañino que resultaba al Imperio tener súbditos que adorasen a un único dios. Los judíos, y algunos persas y nabateos en tierras de Palmira, también lo hacían y no por ello se les perseguía hasta la muerte en las provincias orientales.
Una vez los esclavos limpiaron las mesas y asearon el suelo del triclinio, repleto de los restos del espléndido banquete, se sirvieron las bandejas con fruta y pastelitos de miel, pistachos y almendras y se escanció el vino dulce de postre. Con él las conversaciones llevaron hacia otros derroteros más insustanciales. La gruesa Fenestela le preguntó a la joven esposa del gobernador por la última moda en la capital provincial, que tejidos eran los más apreciados y demandados, los perfumes más actuales y demás detalles femeninos propios de esposas nada integradas en temas políticos y trascendentes. Y mejor que fuese así, pues el ácido comentario de aquella mujer simplona le había costado la orden de arresto, y quién sabe qué más, a un par de buenos hombres.
Sólo Daciano, ebrio y saciado, su bella y manejable esposa y la pareja anfitriona de aquella velada parecieron disfrutar de la gran cena de las Saturnalia. Los tres magistrados cesaraugustanos y sus acompañantes, cabizbajos ante la fea perspectiva que planeaba como un buitre sobre su colonia, aludieron cansancio y un poco de resfriado producido por el viaje fluvial y se retiraron pronto. Los esclavos de la casa sólo tuvieron como extra en un día tan especial para ellos, quizá el único día en que podían relajarse en sus obligaciones, el doble de su ración de vino barato… hasta en esos míseros detalles quería emular el tacaño cuestor a la extrema austeridad su idolatrado Catón.
La taxativa orden del gobernador no daba lugar a interpretaciones personales. Valerio y su joven asistente tenían que ser detenidos y enviados a Valentia para ser allí, fuera del territorio del antiguo conventus, en la vecina Augustana, juzgados por el propio Daciano, solapándose así a la jurisdicción de las autoridades provinciales. Una oleada de pánico e indignación se extendió por toda la colonia al conocerse el trágico final de la muchacha de Braccara y su comitiva. En aquellos días fueron varios los ciudadanos arrestados por los hombres del praeses acusados de pertenecer y propagar la fe cristiana. Y en aquellas proscripciones provinciales no se tuvo en cuenta rango social alguno. Fueron apresados, por toda la contornada, ciudadanos pobres y ricos, muchos de los primeros acusados además de bandolerismo.
Algunos volvieron tiempo después a sus casas, vejados y magullados, pero muchos otros no tuvieron tanta suerte… La lista de inculpados de Publio Daciano crecía y crecía como la corriente del Iberus tras los deshielos de primavera. No solo se arrestaron intramuros a forasteros, esclavos o proletarios acusados de profesar y divulgar la fe de Cristo; en la lista aparecían buenos conocidos, incluso amigos, de los duunviros Meridio y Lutacio como Optato de Bilbilis, el abogado del Foro, o los decuriones Luperco, Marcial, Urbano y Quintilio y otros ciudadanos de conducta impoluta como el tabernero Félix, Frontón, Ceciliano el tintorero, Primitivo, los antiguos duunviros Saturnino el Menor y el Mayor y el afamado médico griego Apodemio de Rodas. Todos ellos, y muchos más, al igual que aquella irreductible muchacha de Braccara,[25] no volvieron nunca a pisar sus hogares.
Además, las familias y amigos de los desaparecidos tuvieron que soportar sin rechistar como los operarios civiles erigían una inscripción en el podio del templo de Júpiter, sufragada con fondos del propio praeses, en la que el gobernador se regodeaba de su purga personal:
AMPLIFICATO PER ORIENTEM ET OCCIDENTEM IMPERIO ROMANO ET NOMINE CRISTIANORVM DELETO, QVI REM PVBLICAM EVERTEBANT SVPERSTITIONE CRISTIANORVM VBIQUE DELETA ET CVLTO DEORVM PROPAGATO[26]