LIBRO VII
De L. Antonio Naso Vinícola, F C. Ant. Naso
A Cayo Antonio Naso, conocido también como Cauecas de Bilibium
En un lugar próximo a Lucentum, primavera del año de la quinta dictadura de C. Julio César, DCCVIX Ab Urbe Condita[161].
De mi regreso a Hispania y la gran batalla que aquí aconteció y que decidió el vencedor de esta eterna guerra civil.
Queridos y añorados padres,
Como te habrás dado cuenta, padre, ya no enmascaro tu identidad, pues todos aquellos que hubiesen podido verse afectados por tu existencia ya están en los Elíseos. Creo que, después de combatir durante años y provocar tanto sufrimiento estéril de orilla a orilla del Mar Interior, ahora sí que creo que se ha acabado todo. Mi mayor anhelo hubiese sido poder contaros tan extraordinarios sucesos de viva voz, pero tendré que encomendarle a un extraño que os entregue en mano estos manuscritos en los que os detallo todas las peripecias que me han acontecido en estas tierras del sur de Hispania desde que desembarcamos hace poco más de un año en el puerto de Abdera. No os imagináis como ansío el día en que pueda volver a veros y abrazaros, aunque, por el momento, me aconsejan que siga aquí, escondido donde estoy, hasta que las aguas se calmen y el olvido engulla tanto odio, muerte y destrucción. Sentimientos encontrados y grandes acontecimientos nunca son sencillos de narrar. Voy a necesitar de nuevo unos cuantos rollos para poner por escrito todo lo que me ha sucedido pero, para no desvelaros prematuramente qué fue de los hijos de Pompeyo, del pretor Varo y su hija, de Labieno y de mi primo Aulo, retomaré esta crónica desde el punto en que levanté mi cálamo hace ya más de un año, allá en casa de los Masina de Thabraca.
* * *
Me equivoqué en mis presunciones de auxilio. Ni Marco Autronio, ni nadie más de la armada pompeyana, volvió nunca a por nosotros. Pasó casi todo el tórrido verano sin noticias ni de los unos, ni de los otros. Los largos días estivales se sucedían monótonos, la canícula continuaba arreciando, las moscas se te comían y podías contar con los dedos de una mano los atrevidos marinos que se envalentonaban a zarpar y retomar su actividad tras tantos meses de luchas e inestabilidad en las costas.
Aquel tedio enfermizo acabó la bochornosa víspera de los idus de Quintilis. Recuerdo que, como cada tarde, estaba apoyado en el ardiente voladizo de tejas de la terraza superior en busca de algún soplo de brisa que paliase el sofoco. Ajax dormía hecho un ovillo a mi lado, disfrutando a la sombra de un gran macetón su siesta vespertina. Pompeya, sujetando al pequeño Fausto sobre sus rodillas, mi tía y mi primo estaban tras de mí a cubierto del mordiente sol bajo un amplio toldillo de arpillera, recostados sobre unos divanes de mimbre y enzarzados en un extraño juego de mesa que jamás he entendido. Ante nosotros se extendía la inmensidad del mar, de un azul tan intenso como el de los límpidos cielos de Numidia. De repente, aquel latoso panorama se vio truncado por una pequeña sombra que emergió de la lejanía. Como estaba sumido en el más profundo hastío, me dediqué a contemplar las evoluciones de aquella presunta embarcación, viendo como poco a poco su gran vela cuadrada se recortaba en la línea del horizonte. Me emocionó pensar que fuese nuestro rescate, pero según se fue haciendo visible su contorno, mis esperanzas sucumbieron. Era una nave oneraria. Desencantado al comprobar que no era un birreme de la armada, proseguí mirando como poco a poco se acercaba a Thabraca. Estaba inmerso en tan insípida faena cuando subió a la terraza nuestro amigo y protector Narva, cabeza del clan de los Masina y pariente de Aderbal. Llegó justo a mi lado, puso su mano sobre mi hombro y se quedó mirando hacia el mar…
—¡Vaya! ¡Maldito tunante! Llega mucho antes de lo previsto… Joven Antonio, ¿Ves un símbolo triangular en la vela de esa corbita?
—Sí, creo que sí… Por Hércules, parece muy robusta…
—Es la mejor de toda Thabraca; ahí llega el Orgullo de Tanit, la nave de mi cuñado Hiarbas.
—¿El mauritano? —le preguntó mi primo, atento a nuestra charla.
—Así es, joven Afranio; se supone que viene de Gades y, por lo baja que veo la borda, espero que con la panza llena de vino y garo hispanos. Haremos buen negocio con su cargamento…
—No nos habías avisado de su llegada… ¿Le esperabas?
—¡Ay, cuando se entere mi hermana! —exclamó dándome un fuerte apretón en el antebrazo—. No le hacía por aquí hasta dentro de una luna; esta noche le daremos la bienvenida.
—Parece una nave romana; las de por aquí no tienen esa forma de cisne en la popa.
—Bien observado, Naso; mi cuñado se la compró hace dos años a un lanista de Útica medio arruinado por menos de mil dracmae. Tendrías que haber visto en qué lamentable estado estaba; daba asco. Hubo que limpiarla a fondo, pues de tanto llevar esclavos en su bodega olía a mierda y vómitos como para tumbar a un asno.
—Desagradable uso —sentenció mi primo.
El olfato comercial de Narva está bien adiestrado para todo. Poco antes de que el sol emprendiese su descenso hacia los confines de Occidente, el Orgullo de Tanit entró en la bocana y lanzó sus sogas sobre la dársena mercante de Thabraca. Su proximidad generó cierta expectación entre muchos operarios del puerto. Era lógico; las naves de Hiarbas solían aportarles siempre pingües riquezas a los tratantes de la isla. Desde la discreción de nuestra azotea pude recrearme observando la maniobra de atraque. Tras replegar el trapo y conducirla hacia el muelle a base de estirones de soga la amarraron, se tendieron las pasarelas, se abrieron las trampillas y, ya afianzada e inmóvil, una sumisa hilera de porteadores de piel oscura y brillante por el sudor subió desde la dársena y comenzó a extraer cuidadosamente de una en una las gruesas ánforas que contenían las entrañas de la corbita. Entre aquellos afanados esclavos yendo y viniendo destacaba la figura orgullosa de su patrón, brazos en jarras junto a la pasarela de su nave y sumido en la supervisión de su preciada carga.
Hiarbas no puede negar su origen mauritano; es un hombre de mediana estatura y complexión recia, tez cetrina, ojos hundidos, cejas muy pobladas y pelo ensortijado, oscuro y tiznado de hebras plateadas. Su familia es oriunda de Lol, un concurrido puerto comercial de la costa machusa,[162] y comparte cierta semblanza en sus rasgos faciales con nuestro difunto amigo Aderbal. Los dos cuñados se abrazaron y besaron afectuosamente nada más el recién llegado entró en el vestíbulo de la gran casa de los Masina. Su esposa —Mulucha se llama, como el gran río mauro que separa el reino de Boco y del de Bogud— le esperaba contenta y sumisa portando en sus manos una cubeta de bronce repleta de paños húmedos y perfumados. Su retoño estaba a su diestra, tan expectante como ella por ver a su padre tras largos meses de ausencia. Mostrando una sonrisa tan radiante como su arrojo, Hiarbas tomó de la cintura a su esposa y le dio varias vueltas, realizando después la misma acción con su hijo, alzándolo también por los aires entre lisonjas, risotadas y bromas.
Tras el efusivo intercambio de saludos y cortesías, se aseó un poco y nos expresó su deseo de compartir la cena con todos nosotros, algo que me sorprendió y congratuló al mismo tiempo; aquel tipo llano y afectivo me había causado una excelente impresión. Hablaba un latín muy razonable, incluso mejor que el de otros muchos comerciantes libios de los que frecuentan a diario el mercado de Útica. Después de escucharnos atentamente, Hiarbas nos confirmó su preocupación por el peligroso giro que habían tomado los acontecimientos tras los últimos sucesos de África y Numidia. No le sorprendió nada nuestro breve resumen de la campaña, pues las noticias corren como el viento; hasta Hispania habían llegado ya los coletazos de nuestra tremenda derrota en Thapsus. En efecto, tal y como había conjeturado Narva, nos confirmó que había zarpado hacía unos pocos días desde las costas turdetanas y algo nos pudo contar de cómo estaban las cosas allá en la Ulterior…
—¡Por el fuego sagrado de Melqart! ¿Qué cómo va todo por Hispania? ¡Aquello es de locos! ¿Y queréis volver allí? No seáis imprudentes; aquí estaréis mucho mejor hasta que acabe esta estúpida sangría entre romanos y podamos volver a comerciar en paz como antes. Demasiadas dracmae hemos perdido ya por culpa de tanta disputa inútil. Gane quien gane, para nosotros será igual…
—Es fácil decir lo que dice mi cuñado siendo ajenos a vuestras pendencias —apuntó Narva, girándose hacia nosotros—. Quizá, si fuésemos ciudadanos romanos, no veríamos esta guerra de forma tan frívola…
—Te aseguro que no; cada familia ha tomado partido por unos u otros. Por cierto, Hiarbas… ¿Qué sabes del hijo mayor de Pompeyo? —curioseó mi primo.
—Ni lo conozco a él, ni conocí a su progenitor; pero si el hijo honra al padre, vaya pedazo de imbécil sería el tan loado Pompeyo Magno.
—¿Por qué dices eso? —le espeté estupefacto—. Cneo Pompeyo fue un hombre muy discreto y cabal…
—Pues te juro por el velo de Tanit que su hijo no lo es; es más, no llego a comprender cómo está siendo capaz de sublevar a media Hispania con un temperamento tan agrio.
—El joven Cneo siempre ha sido muy visceral, al contrario que su hermano Sexto, que es hombre más prudente; no creo que sea un logro suyo, es fruto de las relaciones de su padre —intervino mi primo, girándose hacia las damas—. Recuerdo bien lo que me contaba mi padre de vuestro primer viaje a Corduba, siendo yo pequeño, cuando Pompeyo le designó como legado de las legiones en Hispania; era muy querido en toda la provincia desde la gran guerra civil…
—Los dioses le sonríen —prosiguió Hiarbas—. A esa afinidad de los hispanos a su padre, se han añadido los despropósitos de Quinto Casio Longino y su cohorte de publicanos; esas urracas han exprimido a conciencia las bolsas de toda la Ulterior, pues no hay aldea, ciudad o colonia de veteranos desde Onuba a Urci que no tenga ganas de verles destripados colgando de un árbol. Esos cabrones avariciosos se han ganado a pulso el odio visceral de todo el pueblo. Algunos viejos mercaderes de la costa dicen que habría que remontarse a la guerra entre Sertorio y Metelo para recordar una angustia similar…
—Bueno, Hiarbas, mira siempre el lado positivo; por lo menos has podido hacer buenos negocios y volver sano y salvo a casa —comentó Narva—. El almacén está lleno de buen género y podremos llenar nuestras arcas con el oro de los comerciantes de media África.
—Pero las llenaremos menos de lo que me pensaba, cuñado; la incertidumbre eleva los precios y aprieta las bolsas. La ciudadanía del valle del Betis está arruinada, aunque el propretor y su prole de corruptos siempre fueron buenos clientes para nuestras gemas y esencias. Con el oro que robaron a dos manos engalanaban a sus mujeres como si fuesen princesas. Sinceramente, preferiría que fuese al revés. La guerra nunca ha sido buena amiga del comercio…
—Vaya panorama más alentador —exclamó mi primo tamborileando con los dedos en una escudilla de barro colmada de aceitunas tan negras como la noche marina—. Entonces, según lo que has visto y escuchado, ¿puedes atestiguarnos que Pompeyo y los suyos controlan las dos provincias?
—La Ulterior puede que sí; por lo que pude escuchar en una factoría de salazón gaditana, el grueso de los partidarios de vuestra causa se concentra en el interior del valle del Betis. Según me dijeron algunos arrieros llegados de Itálica, desde los montes de Cástulo hasta las marismas de Híspalis, la mayoría de las ciudades se muestran proclives a los dos hermanos; desconozco si el resto de Hispania también ha secundado la insurrección.
—Aquel zorro viejo siempre tenía razón… —masculló mi primo—. Recuerdo que Catón ya nos dijo hace meses que la provincia estaba al borde de la rebelión y que sólo faltaba una lucerna rota para desatar un incendio. Hiarbas, ¿tienes que volver pronto por allí?
—Romano, no me lo tomes a mal, pero veo que por una oreja te entra, y por la otra te sale. Hispania es una gran marmita hirviente… —le contestó el mauritano después de tomar con los dedos de un hondo cuenco de barro una extraña y espesa sémola mezclada con carne mechada, garbanzos y verduras—. Si quieres remojarte en ella, te vas a escaldar.
—¡Correremos el riesgo! —exclamó mi primo—. Aquí, al abrigo de tu casa, nos sentimos como en familia, y te estaremos eternamente agradecidos por ello, pero la sangre y las convicciones tiran, y más en estos momentos tan complejos y tras todas las enormes penurias que hemos pasado; amigo mío, aún tenemos importantes empresas que acometer y sé que nuestro destino se dirimirá en Hispania.
Mi tía, muy reservada durante toda la conversación, asintió con una leve caída de ojos. Aunque intentaba apartar de su mente sumar la posible pérdida de su único hijo a la de su esposo, entendía que el joven Aulo Afranio era ahora a la vez el pater familias de su casa y un brioso tribuno de las legiones de la República que tenía deberes con la patria que no podía anteponer a temas privados. Mulucha, siempre atenta a los gestos de mi tía, la tomó de la mano, apretándosela suavemente y sonriéndole con esa sana complicidad que sólo las mujeres son capaces de transmitir con un mohín o una simple mirada… Una delgada lágrima cruzó la mejilla de mi tía Antonia, tan efímera como un lucero.
—¿Es que estáis considerando reincorporaros a filas?
—No puedo hablar por mi primo, Hiarbas, pero la innoble muerte de mi padre merece ser resarcida ofrendándole a Marte la sangre de nuestros enemigos; qué mejor posición para poder cumplir tan sagrado juramento que servir como tribuno al joven Pompeyo. Las mujeres lloran a los caídos, nosotros los vengamos.
—No pienses que te voy a dejar ir sólo, querido. Yo también tengo mis propios motivos para volver a Hispania…
—¿No tendrá algo que ver en tu tajante decisión la hija del propretor Varo? —intervino mi primo sonriendo con picardía.
—Entre otras cosas —sentencié.
—Bueno, romanos… —apostilló Hiarbas, rascándose la barba—. Ya que sois tan tercos como una recua de asnos, algo tendremos que hacer para ayudaros en ese firme propósito vuestro de tentar a la muerte…
—Cuñado, ¿no has de llevarle más pieles a ese liberto de los Balbo? —preguntó Narva mientras uno de sus esclavos nos servía un brebaje denso, fuerte y dulce hecho con dátiles fermentados.
—No esta temporada; aquellas tierras se ha vuelto un tanto peligrosas. La situación en que dejamos Gadir es muy confusa y no creo que ningún otro comerciante de por aquí se aventure a navegar alegremente por aquellas aguas en tales circunstancias. La mejor propuesta que puedo ofreceros es que me acompañéis dentro de una luna a Abdera. Tengo que entregar un cargamento de cuero, grano, pimienta y canela y, de paso, cargar más garo, pues el que se produce allí tiene mucha fama y se paga bien en el mercado de Útica. Desde Abdera podréis reuniros con los hijos de Pompeyo o viajar por tierra o por mar hasta dónde gustéis.
—Me parece un buen plan… ¿Dónde está exactamente?
—En la costa bastetana; en cualquier caso, a pocas jornadas de Cartago Nova o Corduba, depende de donde queráis ir.
—¡Perfecto! —exclamé—. Estaremos siempre en deuda contigo, Hiarbas… ¡Por fin volveremos a casa!
* * *
Tan esperado día llegó la cálida mañana de las nonas de Sextilis. Tal y como decía Narva, la valiosa carga del Orgullo de Tanit siempre se trocaba en muchas monedas en los mercados de Lol, Útica e Hippo. Las ánforas chatas y rebosantes de fino liquamen gaditano se pagan a precio de oro en las casas más pudientes del África proconsular, así como el allec también tiene su mercado paralelo entre las tabernas y hospicios de las grandes ciudades. Lo mismo ocurre con el vino de Carteia, tan dorado como el sol poniente que se refleja en el mar y tan dulce como el beso apasionado de una joven virgen. Hiarbas tiene una clientela fija en su Mauretania natal que espera ávida su llegada para nutrir las despensas de medio reino con sus exquisitas importaciones.
Es un tipo afortunado. Además de llevar casi en exclusiva a las cortes y casas nobles de Numidia y Mauretania productos tan demandados y bien pagados, después realiza lucrativos tratos comerciales a la inversa. El clan de los Masina sostiene fuertes lazos con varias tribus ganaderas del interior, ya en tierras de los musulami, que le nutren de buenas pieles, algunas de ellas muy exóticas y demandadas como las de rinoceronte y leopardo, dos animales originarios de las praderas ignotas de más allá del mar de arenas que nadie habrá visto vivos en toda Hispania. También comercia con marfil nubio, kohl egipcio, esmeraldas de Sufasa, silfio de la Cyrenaica y otras especias, sales y esencias de Thelepte. Las matronas ricas de la Turdetania gustan de estos raros productos, y sus sirvientes pagan en los mercados, y sin excesivos regateos, su elevado precio.
Esta peculiar bonanza dentro de tanta catástrofe les otorga a nuestros amigos númidas cierto poder económico y social entre la ciudadanía de Thabraca, holgada posición de la que nos vimos favorecidos cuando uno de los comandantes de Publio Sittio ordenó un registro preventivo por toda la isla del que escapamos por gracia y obra de los sobornos y prebendas que repartió hábilmente Narva a entre aquellos corruptos mercenarios. Gracias a sus influencias y privilegios con la corte mauritana, Hiarbas es el único mercader de Thabraca con arrestos para navegar en aguas tan movidas, pues posee salvoconductos tanto de las cancillerías de Boco como de Bogud para comerciar libremente desde Tingis hasta Hippo.
Aprendí mucho de embarcaciones durante aquellos días. Tres naves forman la flota familiar, siendo la más grande y robusta de ellas el Orgullo de Tanit. Es una corbita soberbia y muy marinera, de más de doce pies de profundidad y casi cincuenta de la driza al codaste, pudiendo desplazar en su corpulenta panza miles de libras en mercancías. Bajo su cubierta cabrían bien dispuestas cerca de tres mil ánforas vinarias atrancadas sobre el banco de arena que la lastra. Una gran vela cuadrada la impulsa, en cuyo centro tiene pintado en vivo color granate el símbolo sagrado de esta poderosa divinidad venerada desde los cerros de Cirta a las cuevas de las Pitiussas, un triángulo desde cuyo vértice superior salen como dos brazos alzados y una circunferencia. En el centro del artemón tiene pintado un ojo tan rojo como el de ese Melqart al que veneran los africanos y que la ha guiado sin percances a través de los procelosos mares a ambos lados de las Columnas.
Una vez bien estibada con todos los fardos de pieles y tarros de especias que habían estado recopilando en los almacenes expresamente para el viaje, asidos con firmeza y acolchados con esparto para evitar roturas a causa de los golpes de mar, agua y provisiones para varios días y el plan de navegación bien claro, los esclavos retiraron la pasarela de la mura y soltaron los cabos. De nuevo estaba a bordo de una nave, pero esta vez civil y, por fin, el ojo hierático de aquella corbita miraba hacia poniente, hacia donde se suponía estaba mi anhelada Hispania. Narva y Mulucha, con el pequeño Hiarbas a sus brazos, nos escoltaron hasta el muelle, deseándonos un feliz reencuentro con los nuestros. Pompeya nos acompañó; ya nada la retenía en África, ni siquiera las cenizas de su esposo que portaba consigo. Intuía que Aulo y yo buscaríamos a sus hermanos nada más poner un pie en la Turdetania, por lo que se pegó a nosotros en cuanto advirtió nuestros planes. Según el viento hinchaba las dos velas y crujían las cuadernas y la tablazón, haciéndonos cortar las aguas verdes y separándonos irremisiblemente de la bocana del puerto, sus siluetas fueron haciéndose imprecisas hasta que toda la isla en sí se convirtió en una sombra difusa y alargada que desapareció entre la calima.
El primer día de navegación transcurrió sin nada relevante que reseñar, bordeando hacia poniente sin alejarnos demasiado del litoral númida. Eran costas que recordaba vagamente de mi primera visita a África; los relieves agudos e inhóspitos de los Montes Ferratos me parecían borrosos recuerdos del pasado, cuando, en realidad, yo mismo había recorrido aquellas aguas en sentido contrario tan sólo hacía tres años. Continuamos navegando frente a los desiertos acantilados mauritanos, dejando a nuestra izquierda los emporios de Icosium, Tipasa y Lol hasta que salvamos la profunda bahía de Cartenna. Allí fue cuando el experto piloto del Orgullo de Tanit mantuvo la caña de la gubernacula contra la gran gruta donde sopla Aquilón y comenzó a separarse poco a poco del litoral, dejándolo a más y más hacia nuestra siniestra y adentrándose hacia el ocaso hasta que el sol se puso y la noche nos cubrió con su manto de estrellas.
Navegar en penumbras es una experiencia espectacular, eso sí, siempre y cuando sepas que quien sujeta la caña de las palas sabe bien a donde va. No era magia, era ciencia. En la absoluta oscuridad de la noche marina no hay referencias, no hay Septentrión o Meridión, y sólo los navegantes más expertos saben leer las estrellas del cielo y mantener el rumbo correcto. Todo aquello lo entendí cuándo, mientras charlaba con nuestro gubernator, me mostró titilar la constelación de los siete bueyes que tiran de la bóveda celeste siempre hacia el norte, el Septem Trium. Después de soportar durante todo el día el sol despiadado de Sextilis, es un placer indescriptible dejarte abrazar por la brisa bajo la negra cúpula de los cielos, escuchando como único sonido el murmullo de la quilla abriendo las aguas y los tirones de las escotas mientras avanzas a través de la oscuridad sumido en el tenue tintineo de las estrellas y la serena luz de la luna reflejada en el mar. Despasarse las cáligas y frotarse los pies apoyando la espalda en la escotilla, disfrutando de tan sencillo regalo de los dioses mientras te sientes mecido por la marea, es algo que nadie debería de morirse sin haberlo experimentado antes.
Mi tía y su nueva amiga también subieron a cubierta para refrescarse con la brisa nocturna. A pesar de la templada tristeza que emanaba de su fino rostro redondo, aquella noche la hija de Pompeyo me resultó exultante. Su vestido de corte griego se adaptaba a su bien definido contorno como si fuese una deidad del Olimpo, portando sus cabellos recogidos y parcialmente ocultos por una fina palla de gasa oscura que le confería aún más porte y elegancia. La maternidad no le había afectado a aquella mujer joven, bella y de formas tan rotundas y apetecibles; el nítido recuerdo de su reciente viudez que, por motivos obvios, perduraba vivo y fresco en mi mente, era la única ayuda que encontraba para alejar ciertos pensamientos libidinosos cada vez que el suave lino de su estola flameaba con el viento, adhiriéndose como gasa mojada a su cuerpo.
A la fresca, delante del molinete de proa y con un pie falcado sobre las sogas de las anclas, nos encontramos al patrón de aquella nave; su mirada oscilaba entre la melancolía y la ingenuidad, con la vista perdida en el inmenso vacío hacia el que avanzábamos. Una tosca imagen tallada de Tanit, alumbrada por dos fanales púnicos, era lo único que destacaba sobre tan oscuro fondo. Junto a la serena efigie de la diosa estaba recostado el mauritano, enredándose la barba entre sus dedos y mordisqueando un panecillo redondo de anís, nueces y pasas que tenía una pinta estupenda…
—¡Hiarbas! ¡Bien saben los dioses cómo admiro tu determinación!
—¡Amigos, no os había visto! Sentaros aquí conmigo, por favor. Compartiremos estos bollos que me ha preparado mi esposa y echaremos juntos unos buenos tragos de vino.
Después de engullir aquel chusco de un bocado y toser un par de veces, hizo un gesto con sus manos indicándonos un hueco entre maromas, anclas y sacos en el que poder acomodarnos. Llegamos hasta él sin problemas, eso sí, tomando en las manos el cesto de esparto que contenía los panecillos y un odre. No fue muy difícil; la cubierta oscilaba poco a pesar del buen ritmo al que navegábamos…
—Gracias Hiarbas, como siempre, estás en todo.
—No os confundáis; no soy un héroe, sólo soy un hombre sencillo y temeroso de los dioses que tiene que sobrevivir a la envidia y ambición de otros para poder mantener a su familia.
—Que modesto eres; mi primo y yo no dejamos de preguntarnos… ¿Cómo tú, un sencillo comerciante, has conseguido el favor de alguien tan inaccesible como Bogud?
—¡Uf! Es muy largo de contar…
—No hay prisa… creo que tenemos largo trecho por delante —le respondió mi primo, haciendo un elocuente gesto con el brazo intentando abarcar la incógnita inmensidad que nos envolvía.
—Razón tienes, romano —nos contestó, sacudiéndose unas cuantas migas de la túnica—. Bueno, para no aburriros en demasía con detalles nimios, sabed que la primera esposa de Bogud, y actual reina de Mauretania, es mujer harto caprichosa. En su pléyade de servidores hay tantos cocineros como sastres, magos u orfebres. Por no sé cuál dama de su corte, se enteró de que tres cuartas partes del garo que se consume en todo el reino lo importaba yo, así que me hizo buscar, me citó en palacio y me encargó que le trajese antes de una luna el mejor que pudiese encontrar… no pensando en el sabor, sino en sus «otros» efectos.
—No te entiendo —le dije, ignorando por qué había enfatizado aquella palabra—. Es sólo un condimento… ¿no?
—¡Ja! Sí, para un cocinero, pero si le hacemos caso a los sabios consejeros de la reina, es mucho más que eso; según ellos, cuanto mejor es el producto, más se desata la lujuria de quien lo ingiere…
—¡Dioses, no lo sabía! —exclamó mi primo—. Habrá sido todo un honor servir a la esposa de tu soberano…
—Pocas factorías de garo has pisado tú, romano; no hay nada de honorable en recorrerte esas apestosas tinas llenas de vísceras de pescado en pleno verano, es más bien una faena asquerosa —nos respondió entre carcajadas; tanto rió que casi se atragantó de nuevo con el siguiente bollo—. Por el caprichito de la reina tuve que ir de factoría en factoría desde Gadir hasta Dianium buscando el más aromático, intenso… y pícaro adobo de los cojones…
—¿Y cómo te fue el encargo?
—Para no parecer cicatero, le llevé a probar varios liquamen; uno muy fragante hecho sólo de atún rojo que me vendió un prestigioso mercader de Belón, otro más espeso de vísceras de jurel y liza con apio y hierbabuena que me recomendó mi agente en Gadir, un tercero muy tamizado de boquerones enteros con romero y espliego que conseguí cerca de Malaka y, por último, ya cuando estaba a punto de desistir, uno muy ligero de caballa macerada con peces de roca, hinojo de mar, tomillo y uva de pastor que encontré de pura casualidad en un pequeña aldea a pocas leugas al norte de la vieja Akra Leuké…
—No tengo ni idea de dónde están todos esos sitios…
—Vosotros los romanos les llamáis de otro modo, pero todos con quien habitualmente trato, las conoce por sus antiguos nombres; creo que algunos de ellos se remontan a los tiempos de los Barca… ¡Saharbal! —exclamó Hiarbas, formulándole después una pregunta en su áspero idioma a su gubernator que no entendimos pero intuimos.
—¡Baelo, Gades, Malaca y Leucante! ¡Creo que les llaman así! —le voceó aquel desde la otra punta de la corbita en un bronco latín.
—Eso ya me suena más —apuntó mi primo.
—Al grano, amigo… ¿Cuál de ellos fue el que más le agradó?
—Contra todo pronóstico, el menos vistoso; el de aquel pedregal lucentino. No me atreví a recabar más detalles ante la reina por no acabar despellejado en los calabozos, pero uno de los cocineros reales me reveló que la noche que usó aquel garo en la minuta se escucharon sus gemidos por todo el palacio, y repetidas veces, hasta la alborada.
—Los dioses son antojadizos, Hiarbas —musité sonriendo.
—Pero no tanto como Eunoë, amigo mío. Sus pasiones tornadizas pasan del fogón al lecho; si son ciertos los rumores que corrían hace unos días por las tabernas del puerto… ¿A qué no os podéis imaginar quien es su último romance y quien la colma por igual de amor, atenciones y regalos insólitos?
—Ni idea…
—¡El mismísimo Cayo Julio César!
—¡Hércules invicto! —profirió mi primo—. Este hombre nunca dejará de sorprenderme; ya se cuentan por igual sus adversarios políticos que sus devaneos amorosos…
* * *
Después de aquella plácida travesía nocturna llegó el amanecer y, tras una nueva jornada entera de navegación por alta mar, al fin avistamos los pardos relieves del Promotorium Charidemum. Día y medio después de avistar el litoral hispano llegamos frente al gran amarradero de Abdera. No había en él excesivo movimiento de carromatos, fardos o personas. Sólo vimos varios grupos dispersos de porteadores y unas desperdigadas pilas de mercancías en la gran explanada que se extendía ante las puertas de la ciudad. Hiarbas quizá estaba acertado en sus premoniciones pesimistas; las guerras asustan al pueblo llano en general, pero más al comercio en particular.
El experto gubernator del Orgullo de Tanit realizó una maniobra impecable de aproximación al amarradero. En un brevísimo tiempo nuestra corbita estaba firmemente sujeta a una de las largas pasarelas de madera que unían el malecón con la explanada portuaria donde se distinguían las anchas vasijas de aceite de las serranías de la Orospeda, otras más delgadas de vino y las rechonchas de garo malacitano, fardeles de lana de los montes Marianus, frutas secas y demás mercaderías procedentes de los confines del Mar Ibero. Después de sortear aquellos sacos y pilas de recipientes, buscamos al representante de los Masinta en la ciudad, un rico mercader conocido por Ascanio.
No fue dificultoso dar con él; Ascanio es un tipo de facciones muy angulosas, moreno de pelo y piel, que también habla con fluidez la lengua del mauritano a pesar de ser oriundo de las serranías túrdulas. Dos gruesos aretes dorados pendían de sus orejas y llevaba su cabello rasurado en la coronilla, atuendo que causaba contraste con la túnica y manto de ciudadano que vestía, confiriéndole una curiosa imagen medio ibera, medio romana. Tras las presentaciones de rigor nos despedimos de Hiarbas, ya inmerso en las labores de intercambio de mercancías con varios tratantes turdetanos que trabajaban para Ascanio. Un especial brillo en su mirada me dio a entender que no fingía en su pesadumbre al separarse nuestros caminos. Durante el viaje pudimos confirmar que había tenido en muy buena estima a su pariente Aderbal y odiaba tanto o más que nosotros a quienes les habían propiciado su indigna muerte.
Al introducirnos en los callejones de Abdera se presentó ante nosotros un nuevo dilema… ¿Corduba o Dianium? Obviamente, Aulo y yo optamos por la primera, aunque las conversaciones que escuchábamos accidentalmente por las esquinas acerca de la situación en el interior de la provincia no eran nada gratificantes. La agitación que se respiraba en la capital de la Ulterior la hacía del todo inadecuada para ser el nuevo lugar de residencia de mi tía. Ascanio, atento a nuestras deliberaciones, escuchó los pros y contras que intercambiábamos y, cuando vio que la conversación estaba enquistada, nos facilitó una buena solución. Otro de sus mejores clientes estaba a punto de zarpar en unos días hacia la Citerior con un cargamento de garo, aceitunas e higos secos y, por una cantidad razonable, aceptaría pasaje y podría hacer escala en algún puerto contestano que se le indicase.
Mi tía consideró que aquella propuesta era idónea. Con los disturbios de Útica ya había tenido bastante ajetreo. Tenía conocimiento de que su hermano seguía vivo y podría residir con él en su villa costera de Dianium hasta que cesasen los combates. Aulo no se mostró nada conforme con la propuesta de Ascanio pero, tras apartarlo del grupo y colegir con él sobre los muchos peligros que podía afrontar su madre a causa de su obstinada obsesión de que nos acompañase, al final pude convencerle. Me tuvo que dar la razón y acertó pues, por desgracia, sin aún saberlo la tenía; mis argumentos fueron irrefutables: si las cosas se complicaban en Corduba, que bien podían embrollarse como trágicamente se embrollaron, sería mejor que su madre no estuviese allí para verlo y padecerlo. El incombustible Hipandro se encargaría de velar por su seguridad durante el trayecto y nuestro contacto local nos facilitó la concurrencia de unos custodios de pago de su entera confianza para formar una pequeña escolta que disuadiese a las posibles cuadrillas de rateros que vagan por toda la provincia. Pompeya, más pensando en su rubio retoño que en ella misma, optó por acompañar a mi tía, quedando a la espera de noticias nuestras para reunirse con sus hermanos en cuanto fuese posible.
El día después de los idus de Sextilis levó áncoras la pequeña corbita de cabotaje que les llevaría a las tranquilas tierras contestanas. Ajax también les acompañó como fiel guardián; dónde íbamos Aulo y yo no había sitio para un buen perro como él. Mi tía quedó en remitirnos una nota a la basílica de Corduba en cuanto estuviesen instaladas y a salvo en casa del tío Lucio. Secundando a mi primo, de nuevo pertrechado como un tribuno, nos presentamos en un stabula, alquilamos un par de monturas y dejamos caer unos cuantos ases en las popinae más concurridas de la ciudad y su arrabal del amarradero para indagar todo lo posible sobre el paradero de los Pompeyo, Varo y Labieno… si es que éstos dos últimos habían llegado a desembarcar en Hispania.
Entre todas las informaciones imprecisas que pudimos recolectar al irrecusable son del metal girando sobre el mármol pulido, la más recurrente fue que todos los líderes de la República llegados de África meses atrás estaban junto a los hermanos rebeldes en las inmediaciones de Corduba. Por lo que averiguamos, los oídos de Hiarbas no eran demasiado finos, pues no toda la provincia estaba pacificada; en principio, Gades, Ulia y Obulco permanecían reacias a unirse a la revuelta, pero no así Híspalis, Carmo, Ilipa, Urso, Cástulo, Itálica y otras ciudades importantes del feraz valle del Betis[163].
No había mucho que meditar. Compramos víveres para varios días y pusimos grupas alrededor de las serranías que aíslan la costa bastetana de los recónditos valles rojos de Acci. No hubo ibero o romano con el que nos topásemos por aquellos abrasadores caminos que no maldijese a todos los muertos de Longino y sus funcionarios tan sólo mentarlos.
Tras varias jornadas rodeando los impresionantes Solorius —las altas cumbres donde brotan las fuentes de Betis— llegamos al río de Ostippo, el cual descendimos hasta casi su confluencia con el Betis ya cerca de Astigi. A menos de dos días a caballo de allí, río arriba, se encuentra Corduba. Era poco más de mediodía cuando nuestros rocines se detuvieron en la cima de un pequeño collado frente a la ciudad y desmontamos para desentumecer los muslos, refrescar el gaznate, empaparnos la cara y escurrir el focale. Los anchos sombreros de paja nos aliviaban del sol, pero no del calor. Estábamos extenuados. Ante la falta de grandes sombras, nos recostamos sobre la broza seca que cubre aquellos ralos cerros, esquivando todo contacto con los cantos sobresalientes que ardían como ascuas. Francamente, he llegado a considerar que las mismas puertas del Averno deben de estar en algún rincón del valle del Betis. Ni durante las duras maniobras que hicimos en África padecí tantos sofocos como aquel final de verano que pasamos en el interior de la Turdetania.
La espléndida ciudad de Corduba se alza en la ribera norte del Betis, a menos de media mille passuum del ancho cauce del río, cerca de su curso pero a la suficiente distancia para evitar que las fuertes crecidas de la mala estación aneguen sus calles. Miles de personas viven y malviven, aman u odian dentro de sus muros, formando un enjambre multicolor bajo los atiborrados soportales. Un largo puente de mampostería y troncos, de apariencia tan sólida como el de Ilerda, salva la mansa corriente del Betis, llevándote directo desde los altarcillos y huertos de olivares que jalonan la Via Heraclea hasta la Porta Cardinal. Una imponente muralla almenada de piedra cerca la ciudad, fortalecida por torres cuadradas de dos pisos provistas de artillería que se extienden cada veinte passuum. Unas defensas recias siempre son una buena garantía, y más en tiempos tan convulsos. Después de esperar un buen rato en el polvoriento embudo que se formaba en las puertas, tuvimos que acreditarnos ante el optio de guardia para que se nos permitiese acceder al interior de la capital provincial. El sello de mi primo disipó cualquier duda sobre nuestra identidad y pundonor; para no estar aún liados en el gran conflicto final que se estaba gestando, parecían todos muy nerviosos, y puede que tuviesen motivos más que fundados.
Aquella escamada precaución de la guardia y el desprecio por unos y otros tenía su explicación. Un arriero con el que hicimos noche en un recodo del Singilis nos contó mientras cenábamos que Quinto Casio Longino, el avaro propretor que dejó César después de deponer a Varrón, había sufrido un atentado en la basílica por parte de un rebelde local, un tal Racilio, obligándole a huir por un tiempo de la ciudad. Poco había aprendido el nuevo magistrado de los errores de su antecesor. El mandato de Longino se había caracterizado por una represión cruel y desaforada sobre indígenas y colonos, sumado a un extremo celo a la hora de recaudar tributos y despachar exoneraciones. Los continuos desmanes con los provinciales provocaron la sedición de su legado Claudio Marcelo, quien le relevó de su cargo y sublevó a las tropas; Longino solicitó entonces la mediación de Lépido, el pretor de la Citerior, además de la urgente ayuda militar de un viejo conocido nuestro, el rey mauro Bogud; ninguno de los dos le socorrió a tiempo y, tras arduas negociaciones, Marcelo accedió a dejarle volver a Italia con la condición de que diese cuentas de sus actuaciones ante el Senado. El legado fue magnánimo, pues Longino se había comportado en la Ulterior como Sulpicio Galva lo había hecho tiempo atrás en la Lusitania…
Neptuno, con su inapelable juicio, privó a los padres de Roma de impartir probidad. Longino acabó embarcando como un proscrito en el puerto de Malaca y murió ahogado pocos días después durante una tormenta frente a la desembocadura del Iberus; su trirreme zozobró y se fue a pique al ir tan sobrecargado con el fruto de sus rapiñas. Su gobierno severo y despótico entregó media provincia en manos de los nuestros, evitando tener que recurrir a la violencia o la intimidación. Desde entonces, el pueblo y el senado de Corduba estaba a disposición de los dos hijos de Pompeyo, quienes les concedieron la ciudadanía romana a todos los habitantes de la ciudad como recompensa por su denodada lealtad.
Comenzamos a investigar el paradero de nuestros compañeros de facción de calle en calle y de taberna en taberna, bajo un sol deslumbrante e inmisericorde que hacía más penoso aún nuestro propósito. Fue un fracaso; taberneros o verduleros, escribas u orfebres, las gentes corrientes a las que deteníamos y preguntábamos a la sombra de los soportales sabían lo mismo o menos que nosotros acerca del destino de los restos del ejército llegado de África. Ni siquiera un sacerdote tan feo, gordo y calvo como un sapo al que abordamos de camino al templo de Júpiter tenía idea de dónde podían estar.
Siguiendo mi intuición, decidimos aventurarnos en el foro e internarnos en la basílica, a mi entender el lugar más óptimo de toda Corduba para probar fortuna. Una vez aliviados por el suave frescor y la penumbra de aquellos gruesos y altos muros, fuimos asomándonos por los diferentes archivos en busca de algún magistrado municipal o, incluso, si los dioses así lo disponían, de alguien conocido. Con un poco de suerte, alguno de los cargos públicos locales quizá estuviese al corriente de aquellos temas y, probablemente, fuera de las únicas personas en toda la ciudad que podría aplacar nuestras dudas…
—¡Afranio! ¡Antonio! —escuchamos a nuestras espaldas, tras las columnas de la gran sala de audiencias; un mosaico de teselas blancas y negras dispuestas en espirales ampliaba la sensación de espacio abierto de aquel sobrio edificio.
—¡Salve, Sexto! —le contestó mi primo nada más reconocer a un joven magistrado pelirrojo que avanzaba raudo hacia nosotros; ambos se cruzaron un saludo muy efusivo—. ¡Qué bien te veo! Los dioses nos han concedido una nueva oportunidad de servir a la memoria de tu padre.
—Me congratula saberlo, amigos… ¿Acabáis de llegar?
—Sí, hace unos días desembarcamos en Abdera; venimos listos para reincorporarnos cuanto antes a nuestras funciones…
—¡Magnífico! —exclamó Sexto—. Aulo, lamento mucho lo de tu padre; ya sabes cómo se las gastan esos puercos…
—Desafortunadamente, tú también lo has padecido en tus carnes; nuestros padres han muerto de forma similar, ambos privados de la gloria de un combate justo, ambos a manos de un romano traidor…
—¡Así Plutón les aplaste las pelotas en su yunque! —tronó Sexto Pompeyo, realizando un expresivo gesto con sus manos—. Pero, no lo dudes, esas ratas tendrán un final acorde a su infamia. Créeme Aulo; aquí, bajo esta imagen del divino Mercurio como testigo, te aseguro que pronto vamos a poder enmendar nuestros agravios. Media Hispania se muestra resuelta a rebelarse contra César y necesitaremos comandantes experimentados en luchar contra él y sus célebres tretas.
—¿Y la otra media? —le pregunté irónico.
—No tendrá más remedio que aceptarnos o combatirnos. Salvo Gades, díscola como siempre por culpa de ese amigo y confidente suyo nacido allí, un tal Cornelio Balbo, y algún que otro poblado insignificante disperso por la serranía, toda la Turdetania secunda de buen grado nuestra insurrección.
—Sexto, por Hércules; tu discurso ya es tan visceral como el de tu hermano que, ahora que lo mencionas… ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
—¡Ja! Será que los años me agrían el carácter —le respondió con una carcajada; sus mejillas blanquecinas y pecosas se iban encarnando según avanzaba en sus comentarios—. Cneo está bien. Ya le conoces; sigue tan hosco e irritado como es habitual en él. Se ha pasado todo este tiempo reclutando afines a la causa en cada rincón de la Ulterior para aumentar el número de efectivos en las legiones de Marcelo, además de crear algunas nuevas con colonos e indígenas indignados más los restos que llegaron de África; así, cuando ese sátiro calvo aparezca por aquí y busque pelea, estaremos en condiciones de plantarle cara y enviarle de una vez por todas a lo más profundo del Averno…
—Hablando de César… —interrumpí—. ¿Qué se sabe de él?
—Nada que no podáis conjeturar; supongo que seguirá en Roma, ocupado en arreglar los festejos en su honor, a buen seguro sin reparar en gastos ni prebendas, para celebrar sus triunfos sobre Grecia, Alejandría, Asia y África; puede que, incluso, para colmo de su descaro y escarnio de su esposa Calpurnia, le acompañe a los banquetes su concubina del Nilo y su séquito de degenerados pintarrajeados, tan henchido de vanidad como si de un gran conquistador se tratase y abriendo todo culo apetecible que se le brinde a su paso…
—¡Dioses! —exclamó mi primo a media disertación, sonriendo más y más según nuestro interlocutor ascendía de tono en su discurso incendiario—. Querido Sexto, me parece que no le tienes en mucha estima…
—¿Estima? ¿Por esa víbora inmunda? Ninguna, Aulo… ninguna —le reconoció furioso—. Jamás podré entender cómo pudo apreciarlo tanto mi padre, incluso después del escándalo de Mucia… ¡Y pensar que ese degenerado llegó a ser parte de mi familia!
—Puede que el matrimonio de tu padre con su hija fuese meramente político…
—O no, eso creía yo, pero estaba equivocado; Julia la menor estaba verdaderamente encaprichada de mi padre, y él de ella… pero los dioses no permitieron que aquello acabase bien… ¡Hay, si hubiese sabido entonces lo que ahora es clamor popular! Se me revuelven las tripas sólo de imaginármelo de camino al Capitolio montado sobre su cuadriga refulgente, estirado como un lábaro, con el rostro enrojecido y el portador de los laureles a su espalda diciéndole con sobriedad cada diez passuum «mira tras de ti y recuerda que eres sólo un hombre»[164]
—Naso —intervino mi primo al darse cuenta de mi obvia perplejidad—. Es la frase que se le repite hasta la saciedad al triunfador para que recuerde que la gloria es efímera…
—Exacto, eso es… —prosiguió el joven Pompeyo—. Y, al girarse con un mohín pedante, verle recrearse con su ingente procesión de lorigas y galeae bruñidas, trofeos, carros repletos de rapiñas y nobles cautivos, el príncipe Juba y la hermana pequeña de su ramera egipcia incluidos, mientras sus esclavos esparcen al viento monedas a puñados para diversión y solaz de la plebe… ¡Dioses eternos, cómo le detesto! Solo le ruego resignado cada mañana a mis manes y lares que el pueblo y el Senado, en su innata sabiduría, le confieran la importancia que merece a semejante fratricida y que le recuerden que sus «grandes victorias» han derramado más sangre romana que Mario y Sila juntos.
—Pues si piensas que tan despreocupado y enorgullecido está, no creo que veamos aparecer pronto su brillante calva por aquí…
—Aulo, no tengas la menor duda, y menos aún lo subestimes; como ya nos sucedió en Útica, sé que más tarde o más temprano, ese cabrón vendrá…
—Sexto, perdona la intromisión —le corté, interrumpiendo su encendido discurso contra el dictador—. ¿Qué ha sido del propretor Varo y del resto de la flota?
—¿Los africanos? Algo sé; llegaron hace meses. Labieno se encuentra junto a mi hermano en Ulia; de Varo no sé nada, quizá esté en Carteia remendando la flota. También le dieron duro… pero, por la cara que ponéis, supongo que estaréis al corriente de todas las grandes pérdidas que hemos sufrido…
—¿Te refieres a la muerte de Catón y Escipión? —preguntó mi primo.
—A esas dos, y al deplorable final de Juba y Petreyo.
—Domicio Calvino nos aseveró que los dos habían fallecido, pero obvió los detalles sórdidos…
—No es que muriesen sin más, sino que se mataron entre ellos.
—¿Cómo? —exclamamos al unísono—. ¿Se pelearon a muerte?
—Os lo narraré tal y como me lo contaron: durante la desbandada de Thapsus, ambos quedaron separados del grueso del ejército y huyeron hacia Zama, en el interior de Numidia. Parece ser que Juba había enviado antes de la batalla a sus mujeres y lacayos a aquella ciudad fortaleza donde guardaba celosamente sus caudales, pero el Consejo ciudadano, al tanto de lo sucedido en Thapsus, mudó de lealtades y les cerró las puertas en sus propias narices.
—¡Miserables traidores! —espeté—. Los libios en general son gente de poco fiar…
—No tengas prejuicios gratuitos, Naso; su conducta no es de extrañar. Los masuni le odiaban. Según hemos sabido después, tan solo un mes atrás de aquellos sucesos, Juba había ordenado recoger y apilar leña en el centro de la ciudad para formar una elevada pira en la que inmolarse junto a sus tesoros y vasallos si las cosas se torcían en el transcurso de la guerra contra César. El rey erró con su presunción y sus súbditos comprendieron a tiempo quién era el nuevo garante de la paz y el orden en el territorio; no dudaron ni un ápice en dejarle bramando a sus puertas sin concederle ni un mísero saco de monedas, ni la breve compañía de alguna de sus bonitas mujeres…
—Ese puerco megalómano se lo tenía bien merecido; nadie puede burlarse de la justicia de Roma, y menos aún de los dioses…
—Pues os falta saber lo mejor; el Consejo de Zama envió emisarios a César ofreciéndole su lealtad e informándole de la molesta presencia de Juba. El calvo no vaciló en salir de Útica sin dilación y dirigirse presto hacia allí para cercar y capturar al rey númida. Imaginaos la escena… ¡Qué gran presa para exhibir en su triunfo!
—¡Un rey, ni más ni menos! —añadió mi primo—. ¿Qué mejor pieza?
—Estoy seguro que cabalgaría relamiéndose tan sólo de pensar en arrastrar al presumido soberano de Numidia cargado de cadenas como un mísero esclavo por las calles de Roma; le tendría tantas como alguno de los nuestros… Cuando, por un desliz, descubrieron lo que se les venía encima, ambos fugitivos se vieron obligados a huir de nuevo con lo puesto.
—Y fue entonces cuando se pelearon…
—Lo más probable; supongo que debieron de coserse a reproches entre ellos antes de llegar a Assuni, pues uno de los esclavos del rey atestiguó días después que, tras otra estúpida y acalorada de sus discusiones, Juba y Petreyo llegaron a las manos. El númida, más corpulento que su compañero de destierro, le dio muerte y, tras ello, quizá desesperado ante el infame destino al que se veía abocado, o puede que asustado como una vieja al avistar las vanguardias de César persiguiéndole, dicho esclavo fue quien acabó con su vida, clavándole su filo en el pecho… Fue tan cobarde que hasta para morir necesitó de la intervención de un criado…
—Qué final más triste y anodino para quien un día se creyó rey de toda Libia, y que coincidencia tan curiosa; me da que pensar que Zama es un lugar nefasto para los oriundos del terreno.
—Los dioses administran humildad a golpe de gladio, amigo mío…
* * *
Sexto Pompeyo nos alojó durante una temporada en una finca a las afueras de Corduba, una pulcra villa cedida por un aristócrata local y gran amigo del difunto Metelo. Un tiempo después tuvimos constancia de cómo había sido en realidad el gran triunfo de César. Llegamos a aborrecerlo. A cada mercader recién llegado de Italia se le llenaba la boca relatando en los thermopolia del foro cómo habían sido los fastuosos festejos en honor y gloria del dictador. Sexto no estuvo muy desatinado en sus presentimientos sobre sus aviesos propósitos y su vanidad redomada, pero erró de pleno en cuanto al trato indiferente que, presuntamente, le dispensaría el Senado…
Se decretaron cuarenta días de festejos, más del doble de los que le concedieron en su momento por la victoriosa campaña de las Galias, adjudicándole uno de aquellos triunfos a Juba, como si el rey númida hubiese sido un abominable enemigo de la República… Obviamente, nuestro controvertido aliado no fue un monarca modélico, más bien un tirano cruel y desaprensivo, pero es innegable que siempre luchó a nuestro lado como socio incondicional contra el dictador y los suyos. Su gran desfile triunfal sí que incluyó la exhibición de la hermana pequeña de Cleopatra, Arsinoe, y del joven príncipe de Numidia, mostrándolos humillados y sometidos a su arbitrio como unos vulgares prisioneros. La plebe se compadeció del triste fin de ambos jóvenes, y puede que aquella súplica popular les salvase del trágico ritual que le tenía reservado al tercer cautivo, Vercingétorix; los dos jóvenes fueron indultados y quedaron bajo custodia de César, pero el caudillo galo fue estrangulado al final de la procesión…
El Senado también le concedió una escolta extraordinaria de sesenta y dos lictores, muy superior a la asignada habitualmente a un cónsul o dictador. Tras él desfilaban carrozas repletas de armas incautadas, el botín de los saqueos, oro, plata y esclavos y un carro insignia por cada triunfo en los que se vanagloriaba con rimbombantes inscripciones de sus grandes victorias y del colosal número de enemigos muertos, especialmente en las carrozas de Asia y Galia… Decían que César alardeaba de una cifra a buen seguro inflada: un millón, ciento noventa y dos mil vencidos. En ninguna de las pancartas que mostró hablaba de Pompeyo y de los desastres de Pharsalus o Thapsus, sólo expuso pinturas representando a Escipión y Catón suicidándose. El muy artero sabía perfectamente lo que se hacía; su propaganda estudiada pretendía darle a entender al pueblo que sus asustadizos adversarios se habían quitado la vida y que aquellas grandes victorias habían sido en gran modo contra naciones bárbaras e inmundas.
Los dioses son ecuánimes, pues al nuevo Alejandro calvo no todo le salió bien en su homenaje egocéntrico; dos máculas mancharon sus radiantes desfiles. La muchedumbre le abucheó recriminándole las muertes de tantos buenos ciudadanos y su flamante cuadriga de cuatro caballos tan blancos como la luna llena quebró su eje a medio recorrido del primer triunfo. César, en un vano intento de enmendar tan mal augurio, subió de rodillas la escalinata del templo de Júpiter en el Capitolio.
El cómputo de expendios fue indecente, probablemente el mayor y más profuso despilfarro jamás visto en Roma desde su fundación. Cuarenta días de homenajes, más de veinte mil mesas repletas de suculentos bocados y regadas con los mejores vinos de Campania, Brucia y Apulia, procesiones nocturnas de elefantes con antorchas, actuaciones teatrales incluyendo prebendas a los actores más distinguidos, competiciones de gladiadores en el Foro, carreras de cuadrigas en su remodelado y gigantesco Circo Máximo, cuatrocientos leones muertos en diversas venationes, incluyendo como víctimas unos animales muy extraños y nunca vistos de piel moteada y cuello enorme que le regaló Sittio procedentes de más allá de los desiertos getulos, una asombrosa naumachia[165] dispuesta en un lago artificial de mil ochocientos pies de largo por mil doscientos de ancho, cavado para la ocasión en la orilla derecha del Tiber… Unos festejos como nadie habría podido soñar en toda la República. César había convertido en un aburrido desfile militar los tres triunfos que el Senado le concedió en su momento a Pompeyo el Grande.
Además de todo esto, César, convertido en un espléndido munerarius,[166] entregó cinco mil denarios a cada uno de sus legionarios… ¡El equivalente a dieciséis años de paga! No quedó ahí su extrema generosidad, pues cada centurión se embolsó diez mil, y cada tribuno veinte mil. Por si no era suficiente, a cada ciudadano le otorgó cien denarios, algo que soliviantó a varios de sus hombres más veteranos que contemplaban incrédulos como su gran legado repartía entre los más menesterosos, con un cínico altruismo y como si fuesen dádivas, el usufructo de su largo padecimiento. César no titubeó en aplicar la fórmula más drástica de atajar aquel inoportuno malestar entre sus tropas. Oficiales o legionarios, todos se granjearon la misma rotunda represalia; los más críticos fueron ajusticiados sin contemplaciones por el Flamen Martialis[167] y sus cabezas cercenadas y expuestas en el foro acallaron a los descontentos.
Ni se sabe cuánto costaron todos aquellos dispendios colosales, y pienso que, como pasa siempre en estas cosas públicas, nadie lo sabrá jamás con certeza; me resulta imposible calcular lo que se pueden gastar los poderosos para contentar a esa masa violenta, informe y tornadiza que es la plebe. Cicerón le escribió una larga carta al joven Pompeyo narrándole con sumo detalle tales excesos y advirtiéndonos de las obvias intenciones de César de retener el máximo poder de la República mientras le fuese posible, pero las diferentes versiones que he ido escuchando de sus ostentosos triunfos durante este tiempo omiten muchos de estos detalles, claro ejemplo de cómo cualquier alto magistrado rico y prepotente sería capaz de corromper la verdad despachando halagos, silenciando disidentes y derramando miles de sestercios…
* * *
Tanto Aulo como yo teníamos motivos más que suficientes para salir en cuanto nos fuese posible al encuentro del ejército rebelde… sí, así nos considerábamos ya, pues habíamos pasado de ser los garantes de la República a los enemigos de César. A través de un escribano de Sexto nos llegó un mensaje de mi tía y de Pompeya, ambas ya instaladas en casa familiar de Dianium y a la espera de que le confirmásemos a la segunda en qué momento podía venir a Corduba para reunirse con sus hermanos. Aquel intermediario nos confirmó que Sexto le había enviado una nota invitándola a venir a la ciudad para las Saturnalia.
Después de las tempranas tormentas de finales de verano y de disfrutar unos largos días de asueto bañándonos en las orillas del Betis, dormitando al son de las chicharras y paseando entre feraces huertos de oliveras, nos interesamos de nuevo por la situación de la revuelta. Aquel dulce paréntesis en el tiempo no lo utilizamos sólo para el ocio y distracción de la mente y alma, sino para cambiar impresiones con varios magistrados locales, estudiar la complicada orografía de la región, comprender las alianzas y enemistades locales y hacer con toda aquella información una buena composición de lugar de lo que estaba ocurriendo en el resto de la Ulterior. Una vez duchos en tan delicados asuntos, salimos junto a una cohorte que escoltaba pertrechos hacia el cerco de Ulia un día plomizo de finales de October. Frente aquella díscola ciudad se encontraba el campamento permanente de Cneo Pompeyo y, quizá en él, obtendría las respuestas que tanto tiempo anhelaba encontrar.
Cneo Pompeyo el joven nos recibió en un discreto palio junto al pretorio con mucho menos desembozo del que había hecho su hermano pequeño. Llovía a mares. A pesar de sentir sincero aprecio por Aulo, heredero de alguien tan apegado a la causa de su padre como lo había sido mi tío, no nos trasladó una excesiva cordialidad en su frugal acogida. La obstinación de los defensores de Ulia, aguzada por aquel impertinente aguacero, estaba resultando un nuevo azote para su genio arisco e intolerante. Como hijo de su padre, compartía facciones con él, pero su extrema delgadez y su temperamento iracundo le conferían un cuadro de hombre minucioso y cruel, muy cruel, defecto para su entorno y virtud para él de la que se solía vanagloriar en público. Por ventura para nosotros, el joven Pompeyo no estaba solo. Desde el oscuro interior de su tienda apareció el perfil sombrío de otro viejo conocido…
—¡Tito Accio Labieno! ¡Por los truenos de Júpiter, que buena cara pones!
—¡Aulo Afranio y Antonio Naso! ¡Dejad a Júpiter y sus truenos tranquilo! ¿Es que no habéis visto el cielo? Hoy sólo nos faltaría eso, una tronada… Chicos, ¿Desde cuándo estáis en Hispania?
—¡Uf! Hace ya un tiempo… Al final, pudimos salir de Thabraca y navegar hasta Abdera; cuando llegamos a Corduba, Sexto nos dijo que estabais por aquí, así que por aquí hemos venido.
—Bien nos vendrá vuestra ayuda, amigos —masculló Pompeyo, mirando de soslayo hacia los altos muros de la ciudad difuminados por la cortina de agua que estaba cayendo; su voz me sonaba distinta, quizá a causa de un bulto que se marcaba en su mejilla—. Este asqueroso asedio se está alargando una eternidad…
—Cneo, ¿esos de ahí dentro son los únicos partidarios de César en estas serranías? —le preguntó mi primo.
—Con matices; esos y los de siempre, los gaditanos. Esa puta isla domeñada por los sicarios de Balbo es un grano en el culo para nuestros suministros; fijaos si será el tema espinoso que Varo está ahora en Carteia reorganizando la flota para que bloquee Gades por mar y obligue a que esas ratas hambrientas tengan que rendirse.
—Me alegro de que Varo esté de nuevo en activo —le respondí contento de saber que seguía vivo—. Su labor con la armada en África fue muy acertada.
—¡Ja! —sonrió Pompeyo con cinismo—. Salvo que cometió el mismo error que Bíbulo en Epiro; permitió que César y sus legiones desembarcasen sin incordios… Espero que haya aprendido de sus errores y esta vez evite que Gades sea nuestra eterna pesadilla.
—Poco podrá hacer Varo si el calvo viene por tierra…
—No obstante, mi principal quebradero de cabeza en este momento son estos tercos turdetanos de ahí enfrente, sin dejar de lado el continuo aliciente que supone Gades para los amigos de César. Primero hemos de doblegar a estos felones; Gades puede esperar…
Nos reincorporamos a la vida castrense sin demasiados contratiempos, exceptuando el enorme dolor de muelas con el que se despertó Pompeyo al día siguiente de nuestra llegada y que me forzó a levantar a su físico de campaña a media noche para que tratase de paliar su padecimiento. Después de localizar el foco de aquel terrible mal, nos dijo que el único remedio eficaz era extraerle la muela que le estaba amargando la existencia y que, de no arrancarla a tiempo, incluso podía enviarle con Plutón y Proserpina. Me encargó que le consiguiese urgentemente varias cosas en intendencia para poder asistirle. Le llevé todo lo que me pidió: bayas de hiedra, mostaza en grano, resina, intestino seco de cerdo y una onza de trigón; cuando tuvo preparados sus empastes y ungüentos con aquellos ingredientes, le dio a beber varias copas de vino con semilla de amapola y le intervino con suma pericia, sacándole con sus tenazas la muela podrida que le había desatado aquellas fiebre y temblores. Pompeyo soportó aquel suplicio como si fuese Hércules, sudando de dolor y apretando en los puños la manta que le cubría. Con un hilo fino hecho de víscera seca, el cirujano de campaña le suturó el boquete de la boca y, muy pocos días después, ya estaba comiendo gachas y potajes por la mejilla contraria. Aquel griego ingenioso le salvó la vida.
Con Pompeyo repuesto y todavía más malhumorado, un tedio indigesto se apoderó de la rutina. Tras una sucesión desquiciante de jornadas en aquel campamento inmenso y embarrado, comencé a entender la desidia que reconcomía al joven Pompeyo y a buena parte de su oficialía más próxima. Ulia estaba encaramada en un cerro de muy espinoso acceso, llena de hombres de armas y con sus dolia y terquedad hispana a rebosar. Era una temeridad asaltarla, y un fastidio asediarla. De nada servía tener casi trece legiones hacinadas entre el fango si unos cuantos indígenas cabezotas no cedían en su empeño de no renegar de su apoyo incondicional a César. Aquello parecía atascado. Dada la extrema inactividad de unos y otros, me ofrecí voluntario para retomar el servicio de correo con la base de la armada. Era una excusa perfecta para poder encontrar a Publio Accio Varo… y, con él, quizá a mi amada.
* * *
Carteia está en el extremo occidental de la costa bástula, a muy pocas mille passuum del promontorio de Calpe, la Columna de Hércules hispana. Su profunda y resguardada bahía a espaldas de la gran roca constituye un puerto natural idóneo para recoger a la flota durante los vendavales del invierno. Cuando coroné el leve cerro que separa la ciudad del puerto, me sorprendió la gran actividad de sus astilleros; ante mí se extendía un bosque de arboladuras desnudas brotando de varias decenas de birremes y trirremes que yacían sobre unos andamios y ya casi estaban acabados. Martillazos, estirones de soga, calafates, órdenes e ir y venir de esclavos acarreando a hombros vergas, baos y catenas conformaban el panorama que dominaba el llano. Mi ánimo dio un vuelco; si nuestra flota estaba concentrada en aquella rada, quizá hallase allí mi doble objetivo…
—¡Dioses inmortales! ¡Pero si está aquí mi querido Antonio Naso! —prorrumpió Varo nada más verme aparecer entre las anchas vasijas de resina y esparto que se prodigaban en los astilleros.
—Propretor —le respondí sin más, cuadrándome ante él.
—Déjate el protocolo para otro momento, muchacho; ven, quiero presentarte a alguien muy importante para mí.
Varo me tomó del antebrazo y me condujo hacia donde se encontraba otro hombre bastante más mayor que yo; su aspecto y conducta destilaban arrogancia, actuando con sobriedad y despachando instrucciones a unos y otros con mucha soltura. La toga inmaculada que lucía, bordeada por una fina tira púrpura, evidenciaba su buena posición social. Era obvio que aquel sujeto estaba acostumbrado a disponer y ser obedecido…
—Naso, este es Marco Anneo, el prometido de mi hija…
Aquella frase me secó el aliento y el espíritu, como si el lúgubre Mors me hubiese expelido su hálito letal en pleno rostro. Sentí angustia, desazón, como si de repente un áncora de diez libras anudada a mi cuello me arrastrase hasta la propia morada de Neptuno en los abismos de Océano… ¡Ese tipo soberbio y estirado era el prometido de Varinia! Súbitamente se revolvieron en mi mente las palabras que emitieron sus tiernos labios durante uno de nuestros encuentros clandestinos en la mansio de Escauro. Ella ya me había confesado que temía que su padre estuviese negociando sus esponsales y, por desgracia para ambos, no estaba nada desencaminada.
—Salve, Antonio Naso. Esta decente y pía familia te tiene en muy buena estima; debes de ser un hombre de honor para que un modelo de pulcritud e integridad como Publio Accio Varo siempre te ponga como ejemplo de coraje y virtud.
—Te saludo, Marco Anneo; no sabes cómo me conmueven tus palabras… y tu existencia.
—Me alegra que os conozcáis —intervino el propretor, tomándonos a ambos de los hombros con una sonrisa que no le cabía en la cara—. Naso, será un placer invitarte a mi casa estas Saturnalia. De nuevo, hemos de pasarlas lejos de los nuestros y creo que nos merecemos un poco de holganza… Beberemos buen vino, charlaremos y reiremos; aprovechemos el momento, pues me temo que esto no va a tardar mucho tiempo en ponerse muy feo.
—Será un placer asistir, pero será posible siempre y cuando Pompeyo y sus obligaciones me lo permitan. Mi primo Aulo y yo estamos de nuevo enrolados en sus legiones y ese es el motivo de mi presencia. Aquí tienes; te traigo estos despachos del legado Labieno y te transmito sus mejores deseos.
—Labieno… valiente granuja —me respondió, tomando los rollos que portaba en la mano—. Salúdale efusivamente de mi parte cuando regreses. Ahora no tengo hueco para leerlos; si pegas un vistazo ahí fuera podrás observar cuantas cosas tengo por resolver y el poco tiempo que dispongo para hacerlo… Ya sé lo que vamos a hacer; te llevarás una nota manuscrita para Cneo. Le solicitaré oficialmente que te permita ausentarte unos días de Ulia…
Durante varios días permanecí alojado en los barracones de la armada sitos en el puerto de Carteia, tiempo ocioso que pasé entre los hombres recabando información valiosísima. Cierto era que Varo estaba sumamente ocupado en supervisar la construcción de una nueva flota con la que poder establecer una comunicación sólida con Italia y las islas y plantar cara a las naves comandadas por Cayo Didio, el praefectus navium[168] de César cuya base permanente estaba demasiado cerca, frente a Gades. La mitad de nuestros trirremes se fueron a pique en África por los efectos devastadores de la tormenta y los perseguidores mauritanos, quedando la otra mitad en un estado bastante lamentable. Aquella circunstancia supuso un tremendo problema cuando los restos de la flota fueron interceptados por el tal Didio a pocas millas a poniente de Malaca.
Aquella batalla naval fue enconada y quizá sólo la habilidad de Varo para esquivar a Didio y refugiarse en la bahía de Carteia salvó a los nuestros de que acabasen en el fondo del mar, es más, muchos hombres aseveraban que seguían vivos gracias a las argucias del propretor. La más comentada fue atrancar la entrada del puerto con áncoras y naves viejas, una treta que obstaculizó las maniobras de Didio y salvó muchas vidas. Aun así, gran parte de los navíos que llegaron desde África se encuentran hoy cobijando pulpos en el lecho de la bahía. Accio Varo tenía sobrada experiencia para fletar una nueva armada, pero las arcas de los leales a Pompeyo estaban tan vacías como el saquillo de un gramático, por lo que no tuvo más remedio que tragarse el orgullo y dedicarse a buscar entre los terratenientes locales quien tuviese suficiente ánimo y fondos para sufragar tan arriesgada empresa. Tras casi un mes de pesquisas, encontró su salvación entre la magistratura de Corduba. Un antiguo conocido suyo, el pater familias de los Anneo, le aportó la solución para atajar las dos grandes preocupaciones que le asaeteaban durante el sueño: suficientes denarios para alzar una flota y un buen pretendiente para su única hija.
Volví al triste campamento de Ulia sin el ímpetu con el que había llegado en busca de Varo. Conocer a mi rival de aquella forma tan imprevista me había dejado aturdido. Aproveché mi breve estancia en el campamento de la marinería para averiguar más cosas sobre aquel tipo. Al principio no logré ningún progreso, pues marineros e infantes sabían lo mismo o menos que yo sobre Corduba y sus gentes. En cambio, sí que obtuve lo que buscaba entre la oficialía naval. Unas cumplidas jarras de vino de Asta Regia al atardecer desatan las lenguas ociosas de los trierarcae con suma facilidad. Mi mejor fuente de información fue el prefecto de la armada, un tal Sempronio. Parece ser que el tal Marco Anneo es un distinguido équite, primogénito de una gens muy influyente desde que su padre colaborase fervientemente con Cecilio Metelo durante las guerras sertorianas. Es hombre poderoso y adinerado, propietario de vastísimos olivares en la ribera norte del Betis, en tierras túrdulas, ganados gracias a las expropiaciones tras la guerra y la ruina de los viejos oligarcas indígenas… Además de ser un patriota declarado, es un fervoroso pompeyano hasta los huesos. Enviudado hace un tiempo, tiene un chico de diez años, fruto de su primer matrimonio.
Los cinco días que tardé en cubrir la distancia entre ambos lugares los pasé trotando por la campiña, ausente de lo que se podía ver y escuchar, fraguando sin tregua el más audaz plan posible para arrebatar a mi amada de las artimañas de aquel estirado aristócrata. «Dum spiro, espero»[169], me repetía una y otra vez para mis adentros mientras cabalgaba absorto entre inacabables campos de olivares. Cuando llegué frente a las empalizadas sembradas de abrojos que cercaban Ulia, nada había cambiado desde mi salida. Allí permanecía el mismo asedio, las mismas tiendas y se vislumbraban los mismos tercos indígenas de rugidos feroces en lo alto de aquellas encaramadas y grises fortificaciones. Nada más llegar ni me entretuve en desentumecer mis muslos, me dirigí directo al pretorio y solicité ver al comandante en persona; tras esperar un rato a ser atendido, le entregué en mano la correspondencia de Varo al joven Pompeyo. Le noté mucho más consumido que en mi última audiencia, exangüe y muy delgado y, como siempre, ostensiblemente malhumorado por la falta de progresos en aquel ingrato sitio…
—Vaya, vaya… así que el viejo sigue gozando de buena salud —masculló mientras releía algunos párrafos del rollo que acababa de entregarle—. ¡Ja! Por lo que deja entrever esta nota, Varo te tiene en muy buena estima; me pide que te conceda unos días libres a partir de los idus de December para que celebréis juntos las Saturnalia…
—Ya le advertí que eso sería siempre y cuando las operaciones lo permitiesen; antes de las festividades y de los dioses está el deber con la patria.
—Hablas como tú tío —me contestó, enrollando el pergamino y dejándolo caer sobre su mesa de campaña sin demasiado tacto—. Antonio Naso, tienes mi permiso pero, en cuanto acaben las celebraciones, te quiero aquí sobrio y lúcido… Y, de paso, ya me contarás a tu vuelta lo que se cuece en Corduba.
—Me presentaré ante ti tan firme y gallardo como un aquilifer…
* * *
Aulo y yo salimos del cerco de Ulia la víspera de los idus de December. Era bien temprano, pues no había aclarado aún el día. Recuerdo que hacía un frío tan intenso y desagradable que calaba hasta los huesos, provocando un tembleque que persistió incluso cuando la niebla se disipó al subir el sol. El clima de la serranía de Ilipula es extremo. Pasar tanto frío como pasé en aquellas tierras se me hace ahora impensable después de haber padecido el calor sofocante del estío bético. La bruma matutina no ayudaba nada a caldear el ambiente. Cada contubernio se apretaba alrededor de las escuálidas llamas que mantenían caliente su marmita en la que unas gachas tan austeras como la vida de un galeote burbujeaban tímidamente. Nuestros compañeros, embozados como podían en sus raídos mantos de lana y expeliendo bocanadas de vaho a cada expiración, frotaban sus manos encallecidas en un vano intento de paliar aquel infame helor. Los semblantes pálidos y ojerosos evidenciaban las parcas condiciones de vida que llevábamos sufriendo durante aquel perpetuo cerco, comiendo bazofia, pelados de frío y matándonos piojos para distraernos. Aun así, no había quejas entre las filas, pues todos nos aplicábamos en nuestras carnes la vieja frase de la milicia «nadie se niega a soportar lo que todos los demás soportan»
Corduba parecía vivir ajena a la sensación de beligerancia latente que se respiraba en todo el valle del Betis. A pesar de que llegamos a las puertas de la ciudad a la puesta de sol, sus calles comerciales estaban abarrotadas de gentes variopintas, repletas de esclavos de compras portando cestos y sacas, damas de atrevidos peinados, palanquines y literas que competían por abrirse paso entre la multitud; todas las tiendas y cauponae aledañas al foro estaban abiertas, mostrando en cestos, cántaros y cajones apilados sobre las aceras los bálsamos, vinos de Campania, frutas y demás alimentos procedentes de los más insólitos rincones de la República. Giramos por la calle de los carniceros buscando el Decumano máximo. Costillares de carnero, paletillas de cabrito, pollos desplumados o truchas de varios tamaños pendían de ganchos, así como manojos de hierbas silvestres y cestillos de especias para sazonar aquellas delicias. Nos goteaba la boca y rugían las tripas, pues llevábamos demasiados días contentándonos a base de puls y potajes reglamentarios; sólo la simple vista de aquellos manjares nos hacía babear. Los tenderos que rebasábamos no colaboraban a mantener nuestras barrigas en silencio; salían de sus establecimientos, nos detenían y pregonaban sin miramientos la gran calidad de sus géneros mientras espantaban las decenas de moscas interesadas en sus productos.
La ciudadanía parecía enloquecida; se preparaba para las fiestas y no reparaba en gastos para que cada convite, por modesto que fuese, colmara de manjares y presentes a sus comensales. Dejamos de lado aquel hormiguero y nos dirigimos directamente hacia la parte más alta de la ciudad, donde residían las gentes más adineradas de la colonia. Nuestro destino era la nueva residencia intramuros de Sexto Pompeyo, quien ya estaba al corriente de la propuesta de Varo y el beneplácito de su hermano por un mensajero y que se había brindado a alojarnos en casa de un incondicional de su padre mientras permaneciésemos en Corduba.
El Pompeyo pelirrojo nos acogió cordialmente. No le pasó desapercibido nuestro macilento aspecto, por lo que, nada más recibirnos, no tardó nada en ordenar a su servicio que nos trajesen algo de cuchara, vino caliente con miel y dulces de queso y compota de manzana. Hablamos de muchas cosas, de las cartas que recibía de su hermana desde el fundus de mi tío en Dianium y de cómo estaban las cosas por allí, de algunas otras banalidades y de temas más importantes; pero, cuando los derroteros de la charla nos llevaron hasta nuestro implacable adversario, su respuesta me dejó más helado que el viento serrano…
—Sexto, hablando de Roma… ¿Alguna novedad de César?
—Nada, nada de nada… Seguirá de culo en culo y de festín en festín.
También nos contó nuestro anfitrión que Publio Accio Varo había llegado dos días antes que nosotros, escoltado por un destacamento de jinetes númidas y cabalgando a la vera de su futurible yerno. Según le habían informado sus servidores, llegaron justo antes de que el servicio de los Anneo comenzase con los preparativos para el gran banquete de las Saturnalia. El pretendiente de Varinia no quería parecer cicatero ante los ojos de su futuro suegro, que, pese a su situación por entonces, seguía siendo un aristócrata romano en el exilio, así que le encargó a un conocido liberto de su total confianza que comprase lo mejor de lo mejor entre las tabernas del mercado, sin escatimar en calidades y cantidades. No pretendía dar una cena populista y lujosa en extremo, rememorando los tremendos excesos del orondo Cecilio Metelo cuando residió en Corduba, sino agasajar a sus invitados con buenos alimentos y atenciones, algo íntimo y espléndido que no quebrantase su conocida mesura. Así eran los Anneo, moderados hasta en las fiestas más disparatadas del año.
La lista de asistentes era amplia; Marco Anneo sabía que su banquete sería el más relevante y comentado de toda la ciudad. La lista de asistentes también era importante: los hermanos del anfitrión, esposas y su prole, Varo y su hija, Sexto Pompeyo, su hermana y el pequeño de sus tres hijos, Labieno y su hijo Quinto, mi primo Aulo… y yo. La misma víspera de la Saturnalia llegó a la domus un individuo de facciones númidas preguntando por mí. Portaba una placa de bronce sobre su ancho pecho tan gastada que no pude leer el nombre de su amo. Tuve que atenderle en uno de los archivos del peristilo para evitar suspicacias…
—¿Quién te envía?
Aquel hombre fuerte pero sumiso abrió su zurrón de cuero y me entregó una funda de cuero lacrada en la que destacaba el sello de Varo, símbolo que conocía de sobra por mi condición de correo militar; tras entregarme su encargo permaneció en silencio, con las manos enlazadas y sin levantar su mirada del mosaico espiral…
—¿No me has oído, esclavo? ¡Dime quién te envía! ¿Es el propretor?
—Naso, por muy fuerte que le hables, no te va a responder; no lo haría ni aunque le marcases al fuego como a una res —comentó Aulo desde el dintel de la entrada en un tono sarcástico—. Si no mal recuerdo, este es uno de los sirvientes mudos y analfabetos que le regaló Juba a tu «suegro» para reconciliarse con él después de las ejecuciones de Útica; son muy útiles para manejar información delicada… Ni saben leer, ni pueden hablar.
—¡Por la sombra de Lug! ¿Pues sí que sabes tú de estas cosas? Si muestras tanta habilidad en estas lides, acabarás trabajando como espía para Labieno… Veamos qué secreto merece tanto celo.
Nada más romper el lacre de cera roja que mantenía cerrado el forro, me di cuenta de que no era Varo el autor de aquellos delicados trazos. El pergamino olía a rosas y aquellas líneas estaban redactadas con una caligrafía menuda y estilizada, detalles del todo impropios del austero estilo de escritura del propretor…
Querido Lucio
Sé por mi padre que, por fin, estás sano y salvo aquí, en tu Hispania natal. Nuestro viaje fue muy accidentado y no te negaré que, en algunos instantes, llegué a rogar a los dioses por nuestras vidas; cuando tomamos tierra presentí que aquel mar embravecido y cerril nos separaría para siempre, y más cuando supimos del trágico final de Fausto y tu tío todos pensamos que no les habrías sobrevivido. Por ello, sumida por tal tragedia, accedí hace dos meses a las pretensiones de mi padre de que contraiga matrimonio con su socio y amigo Marco Anneo.
Lucio, sabes bien que no le amo, es más, apenas le conozco, pero él concentra todo lo que mi padre y la patria necesitan en estos malos tiempos. A través de Balbina me he enterado de que Aulo y tú también estáis invitados a la gran cena de las Saturnalia en casa de los Anneo. Mil ojos nos estarán vigilando, puede que hasta los dioses también lo hagan, pero encontraré la forma y modo de poder vernos lejos de quienes pretenden ahogar nuestro amor con un simple contrato, por muy beneficioso para la familia y la patria que sea.
No desfallezcas, amor mío; espérame. Le ruego a mis lares cada mañana para que renueven las fuerzas que mantienen viva la llama de nuestro amor. Vesta es testigo de mi desdicha al pensar en no tenerte a mi lado.
Se han sumergido la Luna y las Pléyades, media noche,
Pasan las horas, y yo, duermo sola…
Accia Varinia
Aquellas palabras me dieron un soplo de esperanza. Aulo hizo un mohín cuando le conté de qué iba la nota; con ello me mostró claramente su preocupación por lo que nuestro romance podría suponer si algo saliese mal. Para variar, no le hice ni caso, ni quería escuchar nada semejante de boca de amigo o ajeno; todo lo que olía a mi musa me hacía perder la razón y la lógica.
Según pensaba en tan anhelado reencuentro no me imaginaba donde iba a colocar nuestro anfitrión a todos sus convidados hasta que llegó aquella noche especial y Aulo, Sexto y yo acudimos bien limpios, aseados y afeitados ante las fauces de la gran casa donde residía la familia Annea desde hacía muchas generaciones. Mi respiración estaba agitada y mis axilas sudaban copiosamente a pesar del aire frío que silbaba entre los callejones de Corduba. Estaba a punto de volver a ver a mi amada, a Varinia… y sabía por su propia letra que ella estaba igual de impaciente que yo por vernos a solas.
La casa de los Anneo estaba abarrotada de gente. Entre invitados y servicio ocupábamos toda la planta principal. Antorchas, lampadarios, incensarios y braseros se encargaban de iluminar y caldear las diferentes estancias que confluían en el atrio. Una esbelta estatua de Minerva emergía del impluvio, vertiendo desde su costado un delgado chorro de agua sobre el estanque. Marco Anneo, vestido con una toga escarlata pespuntada de hilo de oro y coronado con una diadema de ramas de murta y muérdago, corría de un lugar a otro repartiendo órdenes e instrucciones entre su servicio, seguido por un mozalbete despierto que miraba con ojos curiosos todo lo que en aquella casa acontecía. Se le veía visiblemente nervioso. Anochecía. En menos de una hora, una buena muestra de los auténticos representantes de la República en el exilio estaría concentrada entre sus cuatro muros y recostada sobre sus triclinios.
Aulo y yo fuimos de los primeros en llegar. Las luces del día se apagaban por Occidente entre jirones malvas. Mientras un par de laboriosas esclavas nos estaban lavando pies y manos con paños humedecidos de agua perfumada entraron Tito Labieno y el joven Quinto, con los que conversamos un buen rato mientras les atendían a ellos también. No podía quitarles ojo a las asistentas; sus peplos estaban salpicados de agua, marcándose sus voluptuosos senos bajo del lino y haciendo que mi vista no se despegara de aquel agradable balanceo; después llegó Pompeya y el pequeño Fausto. Había recobrado algo de alegría en su faz, pues estaba más encantadora de cómo la recordaba cuando compartimos cubierta meses atrás en el Orgullo de Tanit. Su situación era muy complicada, y comprendía la tristeza de su mirada, pues no eran tiempos fáciles para una viuda con tres hijos, separada de dos de ellos por la guerra. Aquella sincera sonrisa que me regaló nada más verme me reconfortó el espíritu; su aparición me provocó dos sensaciones confrontadas: su serena belleza me dejó prendado, pero su presencia me hizo rememorar los dramáticos sucesos de África.
—Lucio, tu tío y tus primos se mueren por conocerte —me dijo Pompeya nada más tuvo ocasión de acercarse; estaba resplandeciente como una ninfa, vestida a la griega y luciendo un elaborado peinado de tirabuzones recogidos—. Me han pedido que te traslade su invitación a visitarles en cuanto te sea posible…
—Me alegro de que estén todos bien; eso lo decide esta guerra, querida. Espero que pronto pueda viajar a Dianium y, por fin, se reúna la familia… ¿Qué tal está mi tía Antonia?
—Se encuentra bien de salud, aunque su ánimo esté apagado desde que partimos de Abdera. Pasa muchas tardes cosiendo en silencio frente al mar, como hacía Penélope, aún a sabiendas que jamás volverá a ver a su Odiseo. Ajax, tu perro, es su más fiel compañía. Comprendo bien su abatimiento; a la pérdida de su esposo, ahora le suma el peligro que puede correr su único hijo…
—Los dioses son crueles y nos torturan con sus antojos —le respondí, realizando un gesto infalible para el mal de ojo—. Mi intuición no suele fallarme; ten por cierto que no tardará en presentarse la ocasión de vengar las infames muertes de mi tío… y de tu esposo Fausto.
Más y más gente fue desfilando entre aquellas columnas envueltas de hiedra marchita… La cháchara entre unos y otros prosiguió hasta que apareció en el vestíbulo Publio Accio Varo seguido de su radiante hija. Cuando ella y yo coincidimos ante la entrada del triclinio, intercambiamos una mirada tan cómplice que, por desgracia, no sólo Aulo captó. No me di cuenta de que alguien más estaba pendiente de nosotros. Me quedé mudo y absorto. Fue un momento breve y extraordinario, como si los dioses hubiesen detenido el mundo para todos excepto para nosotros dos. Varinia estaba incluso más sublime que en mis mejores recuerdos. No había perdido ni una pizca de su felina beldad, aunque mi deseo por ella hubiese estado igual de desatado independientemente de la apariencia con la que se me hubiese mostrado. Su parpadeo cadencioso y sutil me embriagó como cien caricias.
La velada se desarrolló como es habitual en estas fiestas tan dadas a la desvergüenza y la hilaridad; un derroche de buenas intenciones, alegría, regalos, golosinas, risotadas y mucho, mucho vino blanco y dulce procedente de sus fincas de Acinipo del que reconforta el gaznate y turba el conocimiento hasta al más prudente de los mortales. A cada bandeja con exquisiteces muy elaboradas —recuerdo perdices escabechadas, pasteles de pollo con queso y tacos de ternera estofada con zanahorias, piñones, pasas y puerros—, caía una jarra de aquel vino, muy poco aguada según las proporciones habituales. Después de degustar aquellas delicadezas como si fuésemos sátrapas persas, recostados como sólo se hace en las grandes ocasiones, con la inevitable embriaguez se aumentaron las bromas, comenzaron los juegos de palabras y se relajaron las formas. Era el momento de los excesos… y de acostar a los niños.
—¡Agelasto! Llévate a Séneca a la cama; ya no puede más —le ordenó el anfitrión a su esclavo principal.
Los esclavos condujeron al joven Anneo, al pequeño Fausto y a los demás niños a los cubículos de la planta alta. Aprovechando aquel receso, algunos invitados poco dados a la bebida, como Labieno y su hijo, se excusaron cortésmente y abandonaron con decoro el banquete, pero el resto de convidados, ingenuos o esclavos, prosiguieron engullendo jarras y más jarras de aquel líquido dorado tan amable al paladar como punzante a las sienes. Sexto y su hermana estaban enzarzados en una conversación con Varo y el dueño de la casa, el cual le discutía al hijo menor de Pompeyo los errores de Escipión en la pasada campaña africana. Varinia, recostada al lado de Pompeya, bostezaba con la mano apoyada en la barbilla, evidenciando que los asuntos bélicos no eran de su interés. El viejo criado sobre el que había recaído el dudoso honor de ser el rey de la velada organizó una partida de dados con los esclavos domésticos de los asistentes, formándose un buen revuelo en el atrio alrededor de aquella animada gresca. Uno de aquellos servidores se erigió como tratante de apuestas, dispuesto a sacarle buen provecho a las monedas que le había entregado su amo durante la velada. Varinia se disculpó de sus acompañantes y se acercó hacia el atrio, intrigada por aquel griterío. Lo vi claro; era mi oportunidad.
—Aulo, voy a acercarme a hablar con ella.
—Ten mucho cuidado; no estamos en nuestra casa y las paredes tendrán cien ojos… No parece este Anneo hombre que se altere por un escrúpulo…[170]
Mientras mi primo mantenía distraídos a los comensales con su pormenorizado relato de lo acontecido en África, me escabullí del triclinio y, oculto por las sombras de la noche, me coloqué justo detrás de Varinia. Miré a ambos lados, comprobando si la euforia colectiva y la ausencia de Selene ocultarían mis maniobras. Me decidí. El servicio estaba tan borracho como un legionario de permiso, tanto ellas como ellos. Sin venir a cuento, algún seno o glúteo se destapaba sin tapujos, alegrándole la vista a muchos de los presentes y provocando risas, tocamientos, relamidas y piropos. El néctar de Baco comenzaba a desatar sus efectos entre unos y otros, permitiendo que de las bocas de amos o esclavos saliesen todo tipo de proposiciones lujuriosas…
—Estás preciosa —le susurré al oído mientras la tomé firmemente de los brazos; su cabello recogido expelía un aroma maravilloso a romero, espliego y flores frescas de la campiña turdetana.
—¡Lucio! ¿Eres un temerario o un demente? —me replicó en voz baja—. ¿No sabes que estás en la casa de mi pretendiente?
—Como si fuese el Can Cerbero y ésta la mismísima puerta del Averno; ningún dios o mortal podría hoy alejarme de ti…
—Eres un majadero, Lucio Antonio Naso; sólo Venus sabrá porque te amo tanto para jugármelo todo por ti —me recriminó girándose lentamente; el resplandor de sus ojos tan verdes como esmeraldas me inflamó el deseo, provocándome un escalofrío desde la nuca a la entrepierna.
—Será porque Venus te admira, o quizá te envidia; hasta Júpiter te raptaría si oliese tu cabello y te mirase como yo te estoy mirando…
—Escúchame bien, lisonjero; Balbina ha encontrado un lugar discreto para que podamos desaparecer un rato de aquí sin que se advierta nuestra ausencia. Estate atento. Antes de que aquella clepsidra marque la secunda vigilia, deberás de estar en la portezuela de atrás. Sé que te las ingeniarás para salir de la casa sin levantar sospechas. Nada más estés fuera, gira a la derecha y camina hasta la esquina de la calle. Verás detenido frente al horno de Lutacio un palanquín carmesí con las cortinas tiradas. Allí te estaré esperando.
—Clepsidra, te maldigo por no marcar ya esa hora…
Varinia, cubriendo sus suaves hombros del frescor de la noche cordubesa con una gruesa palla, volvió a entrar en el triclinio con disimulo y se recostó de nuevo junto a la joven viuda de Sila. Después de un par de acusados bostezos, se acercó a su padre, le susurró algo al oído y salió junto a Balbina hacia la parte trasera de la casa. Como Aulo seguía luciendo retórica, enfrascado en su descripción detallada de los elefantes de Juba, yo me quedé pululando por el atrio, viendo como aquellos hombres, desinhibidos por la cantidad de vino que rebosaban sus panzas, se apostaban hasta los dientes en cada tirada; un par de esclavos casi llegaron a las manos en un lance del juego, acusándose entre ellos de tener los dados cargados. Entre el cocinero y yo tuvimos que separarlos antes de que se abriesen la crisma a garrotazos; me giré hacia la clepsidra. Era casi la hora convenida, así que, sin dudarlo, tomé por el hombro a uno de aquellos pendencieros, tan ebrio que ni se sostenía de pié solo, y me lo llevé a rastras hasta el corral aduciendo el presunto fin de meterle la cabeza en el abrevadero y espabilarlo un poco. Precisamente, en aquel patio se encontraba la portezuela por la que debía salir al exterior. Sin previo aviso, un vómito feroz y copioso brotó desde las entrañas de aquel individuo y se derramó por las teselas del peristilo. No me salpicó la túnica de pura fortuna.
Tras echarle un cubo de agua en la cara, le dejé recostado sobre un saco de alfalfa durmiendo la tranca, tomé una de las discretas penulae de arriero que había pendidas en el pórtico, me embocé en ella y salí discretamente a la calle. Estaba casi desierta. Sólo algunas siluetas, en igual o peor situación que el hombre al que había dejado durmiendo la borrachera junto a la fuente, se entreveían a la tenue luz de los fanales que evitaban que la oscuridad de la noche se señorease de toda Corduba. Caminando al resguardo de un pórtico estrecho, llegué hasta la esquina. Allí estaba el palanquín flanqueado por varias sombras. Me acerqué a él y, cuando me disponía a descorrer su cortinaje, una mano tan dura, áspera y firme como la de un remero detuvo en seco mi intento, atrapándome sin remisión. Me revolví al instante, pero una bonita voz que surgió desde el interior de la litera calmó mi reacción.
—Hamilax, déjale entrar…
Cuando me giré y quedé cara a cara con mi presunto captor, puede reconocerle al instante. Era aquel esclavo mudo que me había entregado en mano la nota de Varinia días atrás. De repente, apareció otro hombre igual de fornido desde la cara oculta del palanquín; en este caso reconocí sus rasgos sin demasiado esfuerzo…
—Domine, es de plena confianza; no te preocupes.
—¡Miltho! —exclamé sorprendido—. Me alegro mucho de verte… Pues sí, ya me he dado cuenta; vaya con tu amiguito, la fuerza que no tiene en la boca, la tiene en el brazo.
—Rápido, sube al palanquín; he visto demasiado movimiento por aquí y estamos en un lugar poco prudente.
Al amparo de la intimidad de la litera, pude deleitarme con la visión casi en penumbras de Varinia recostaba sobre varios cojines de raso… Se había recogido la estola de lino hasta casi las ingles, a punto de mostrar su más carnosa intimidad, exhibiendo unos muslos tan níveos y torneados que parecían esculpidos en algún afamado taller de Atenas. Con un explícito gesto de sus manos, me invitó a recostarme junto a ella.
—¡Ni te imaginas cuanto te he extrañado!
Recorrimos media ciudad a cubierto de curiosos y malintencionados. Tras besarla apasionadamente y recorrer aquellas carnes con la ansiedad de un adolescente, descorrí con cautela la junta de los visillos para poder ver a dónde nos dirigíamos. Me pareció distinguir entre la oscuridad el podio del templo de Júpiter y las columnas blancas y granates de los soportales del foro. Un buen rato después de haber dejado atrás la casa de Anneo, la litera se detuvo. Las cortinillas se entreabrieron en el costado de Varinia y la rubicunda cara de su más fiel esclava apareció entre ellas.
—Vamos, domina. No hay mucho tiempo. La calle está despejada.
—Gracias, Balbina; vamos, Naso, corre…
Balbina se había encargado de buscarnos un lugar especial y seguro para poder amarnos en privado y sin sobresaltos. Parecía una casa sobria, elegante, con una alfarería y una librería en sus bajos cuyos maderos estaban bien echados y atrancados. Entramos por unas estrechas fauces y, tras ellas, nos estaba esperando un esclavo mofletudo y sonriente lucerna en mano, quien nos acompañó hasta un espaciado cubículo de la planta superior. Todo parecía de excelente calidad y era innegable que el propietario de aquella casa tenía muy buen gusto para combinar las pinturas y grecas de las paredes, los muebles y el resto de detalles que engalanaban aquella sobria pero refinada residencia cordubesa.
—Mi amo no está en la ciudad; pasarán las Saturnalia en casa de unos parientes en Urso, así que tenéis todas estas comodidades para vuestro disfrute. Si necesitáis un muchacho que os abanique, una tañedora de arpa u otra cosa que os haga falta, no tenéis más que decírmelo. Con dos palmadas que deis será suficiente para avisarme. Me llamo Galiano.
—No creo que te necesitemos, Galiano; eso sí, toma esto para que mañana, cuando te despiertes, no te acuerdes de nosotros —le contesté sonriente mientras le apretaba entre las manos una bolsita de sestercios con la que sellar su boca y borrar su memoria.
—Gracias, domine; como sé que os acucia el tiempo, me he permitido la libertad de proporcionaros la mejor ayuda posible…
En cuanto aquel atento hombrecillo salió por la puerta, no pude contener por más tiempo el apetito que me consumía hasta las entrañas. Me abrasaba por dentro, y mi incendio se fue desatando más y más desde que sus ojos se encallaron en mis ojos y su mirada provocadora no podía ocultarme que se moría por ser poseída. Con la sutileza de una vestal, mi amada vino hacia mí, me tomó la nuca y comenzó a besarme lentamente, sin prisa ni pausa, dedicándole su tiempo a cada rincón de mi fisonomía y dejando que sus labios húmedos se adhiriesen a mi piel. Mis manos atraparon su cintura y, desde allí, comenzaron a explorar de nuevo las curvas armoniosas de su figura. Desde el suave y enroscado vello interior de sus muslos hasta su nuca, las yemas de mis dedos repasaron cada palmo de su cuerpo con ansia, produciendo en el mío el efecto deseado.
Poco tardaron nuestras ropas en quedar como un fardo arrugado sobre el suelo. Me coloqué tras ella, aspirando profundamente el perfume de su cabello ya suelto mientras jugueteaba con sus pechos entre mis manos. El contacto de mi miembro viril piel con piel entre sus nalgas me supuso un nuevo latigazo de estímulos. Estaba a punto de deslizar mis dedos por su vientre para alcanzar de nuevo los rizos que cubren su mejor guardado tesoro cuando, súbitamente, dos jóvenes muchachas, gráciles, esbeltas y completamente desnudas, entraron jubilosas en la estancia. Al principio, su repentina intrusión me trastocó el ritual hasta que comprendí que aquellas dos esclavas eran el detalle que nos había preparado Galiano.
Las dos muchachas nos tomaron de las manos y nos condujeron al lecho entre arrumacos y sonrisas; comenzaron a acariciarnos a los dos, colmándonos de todo lo que la pasión y apetencia humanas pueden imaginar. Sentí como una de ellas, una celta menuda pero bien formada, me tumbó, se arrodilló frente a mí y, tomándome el falo con una de sus manos, comenzó a hacerme sentir algo indescriptible. Mordido de placer a cada suave y cálida presión de su boca o roce entre sus senos, buscaba la mirada cómplice de Varinia, también excitada por la habilidosa lengua de la otra esclava, dedicada por entero a recorrer cada minúsculo relieve de su sexo en busca del rincón donde mora el placer.
Aquella esclava experta en dispendiar placeres propició que Varinia profiriese un gemido quedo y cavernoso, provocándole un gozo que fue apagándose con la misma intensidad con que se encendía mi deseo. Cuando noté que ya tenía mi atributo tan tieso como el signum de mi centuria, me levanté, apoyé las pantorrillas de Varinia en mi torso y entré con furor en ella. Me recibió con un profundo gemido. Mis movimientos acompasados hacían mecerse sus senos mientras las dos esclavas seguían a lo suyo, entregadas a estimularle sus aureolas y frotarle los dedos de sus pies, proporcionándole un torrente de delicias a cada arremetida. Los largos meses de abstinencia y vida castrense acabaron por imponerse. Por poco tiempo pude contener mi ser con tanta excitación a mí alrededor; acabé vertiendo mi simiente sobre su vientre trémulo tras un gimoteo hondo y profundo. Fue maravilloso. Desde que yacimos juntos por primera vez aquella lejana Saturnalia, habíamos estado obligados a retozar en una maloliente y escandalosa mansio de Útica sobre un jergón piojoso, siempre rodeados de los resuellos groseros de meretrices y arrieros. Pero aquello fue muy distinto. Nos habíamos amado en un lecho confortable de plumón de ganso al calor de los braseros, disfrutando de nuestros cuerpos al aroma de las volutas de resina de mirra y sándalo y colmados por las caricias de aquellas serviciales muchachas.
Durante un tiempo indeterminado nos quedamos entre embelesados y extenuados, escuchando como disminuía el ritmo de nuestro jadeo y contemplando en silencio el tintineo de las lucernas creando juegos de luces y sombras sobre nuestra desnudez tendidos sobre aquel mullido lecho; ni nos percatamos de que las dos esclavas habían salido de la estancia, volviendo poco después con un barreño de agua tibia y una bandeja con una jarra y dos copas de las caras, de esas negras y ligeras que importan desde Italia. Mientras una de ellas nos escanció un poco de vino especiado y tibio, la otra tomó unas toallas húmedas para limpiarnos los restos de nuestros fluidos corporales, repasando cada rincón de nuestras anatomías con gran diligencia. Me giré hacia Varinia. Su silueta me asemejaba un paisaje maravilloso en el que su piel erizada y sus sinuosas curvas conformaban valles misteriosos e insondables…
—¿Por qué hemos de ocultarnos siempre? —mascullé retóricamente.
—Nuestro amor no puede ser público —me contestó; sus facciones impecables me recordaban a las estatuas de las divinidades.
—¡A la mierda lo que puede ser público o no! Ya te dije un día que si tu padre pretendía casarte con otro, nos fugaríamos…
De repente, una serie de gritos procedentes de la calle me sobresaltaron. Reconocí la voz chillona del tal Galiano perjurando que su amo no estaba en casa, pero fue pronto acallada. Aún no había tomado mi túnica para pasármela y salido fuera del cubículo para ver qué sucedía, cuando dos sicarios que me sacaban la cabeza irrumpieron en la estancia y, tras aquellos tipos, aparecieron otros cuatro más, escoltando a los dos hombres que jamás hubiesen debido de hollar aquella casa…
—¡Cerdo hijo de Plutón! —exclamó Marco Anneo con los ojos fuera de sí, encarándose después con su acompañante—. ¡Lo sabía, Publio, lo sabía! ¿Ves cómo estaba en lo cierto, tonto incrédulo?
—Naso, maldito híbrido libertino de los cojones… ¡Por todos los dioses del inframundo! —me imprecó Varo—. ¿Así es como me pagas la confianza que te he brindado?
—Amo a tu hija; siempre lo he hecho, y siempre lo haré.
—Publio, si no haces que este cretino cierre su bocaza, lo haré yo.
—¡Padre! —profirió Varinia, cubriendo su desnudez con lo que pudo—. Es cierto, Lucio me ama… y me salvó la vida en África…, y…
—¡Cállate, harpía! —bramó Anneo, con la cara tan toja como el sayo de un centurión.
—¡Insolente malnacido! —le espeté, yéndome hacia él—. ¡Retira esas palabras ahora mismo o te rajo el cuello!
—¿Será posible este desacato? ¡Rápido! ¡Prendedle! —replicó.
—¡Alto! —exclamé, tomando un lampadario de bronce con el que poder defenderme—. Serenémonos; propretor Varo, bien sabes que yo jamás le hablaría así a tu hija, pues no por ser plebeyo carezco de modales —repliqué, asaeteando a Marco Anneo con mi mirada—. También sabes que soy hombre leal y de palabra; déjame seguir demostrándote mi valía y concédeme el derecho de desposar a tu hija… y liberarla de semejante afrenta.
—¡Dioses! ¿Cuánto tiempo más va a abusar este desgraciado de mi paciencia? —profirió Marco Anneo.
—¡Mutines! ¡Astegal! Pronto, llevaos a este hombre a los calabozos de la Curia —exclamó Varo, preso de un ataque de ira inducido por su futuro yerno—. Mañana veremos qué hacemos con él… y tú, desvergonzada, vístete rápido.
—Pero, padre…
Varinia no acabó su réplica; su padre le asestó un bofetón de revés tan fuerte que acabó rodando por los suelos…
—¿Cuantas veces más he de decirte que no me repliques? No te lo volveré a repetir; vístete… y hazlo rápido.
—Padre, ¿Puedes decirle a Balbina que suba a ayudarme?
—¿Balbina? —le respondió, con una sonrisa tan fría que desataba titanes—. Más le valdrá que no vuelva a aparecer por mi casa o acabará en las minas… o en un lupanar de Gades.
Mientras padre e hija se enzarzaban en una acalorada discusión, dos de los osos que secundaban al cordubense dieron un par de zancadas hasta donde yo estaba. El primero de ellos se llevó un buen golpe en la cara pero, después de un estéril forcejeo, los otros dos me agarraron de los brazos y, propinándome el último en discordia un tremendo puñetazo en el vientre y otro de gancho en el mentón al contraerme, me arrastraron a tirones piso abajo hasta una carreta cerrada que esperaba a la puerta de la casa. Eran dos esbirros más de los de Juba, tan cordiales y sutiles como un par de gorrinos. El último golpe acertó de pleno en mi ojo. Según trataba de levantar la cara en el atrio de la casa, noté como un reguero caliente resbalando por mi barbilla y rociando los suelos. Era sangre. En aquel instante vino a mi mente un, hasta entonces, bonito recuerdo…
—¡Publio Accio Varo! ¡Recuerda que en Útica me hiciste una promesa! —grité preso de rabia, bregando con mis rudos captores.
—No es el traidor quién para reclamar ofrecimientos…
De nada sirvió mi alegato. La frase lapidaria del propretor lo decía todo. Después de aquel serio estacazo en el estómago, desestimé intentar zafarme de aquellos dos gigantes; me quedó solo el aire justo para respirar… y descubrir que al pobre Miltho y al otro mudo les había ido mucho peor que a mí; la sangre humeante que vertían sus pescuezos rajados serpenteaba por el enlosado de las calles de Corduba.
* * *
—¡Vamos, muévete! —me despertó un grueso carcelero de muy malas maneras; gracias a la luz mortecina de la antorcha de sebo que portaba en mano pude corroborar el nauseabundo estado en que se encontraba la celda en la que había estado recluido por un tiempo indeterminado—. ¿No me has oído, basura? ¡Levántate! Nos vamos de paseo.
—¿Qué día es hoy?
Aquel hombre, mirándose de repente a los pies, le propinó una patada a una rata enorme que voló por la celda y acabó estampada contra la pared. Contemplando el cuerpo inerte y despanzurrado de aquella bestia mugrienta, se limpió su caliga con mi túnica y escupió sobre la sucia paja…
—Bien poco te puede importar eso, muchacho.
Entre aquel tipo repulsivo y otro secuaz igual de gordo y feo me sacaron a patadas de las malolientes mazmorras subterráneas de la Curia. Era un día soleado, pero frío. Los golpes y la total ausencia de luz en aquella estrecha celda húmeda y plagada de excrementos me habían hecho perder la noción del tiempo, del espacio… y del olfato. Cuando mi vista se fue acostumbrando de nuevo a la claridad del día, pude advertir como las uñas de mis pies rozaban las grises losas del foro; alcé un poco la mirada, evitando que el sol me deslumbrase; estaba pasando entre las grandes columnas estriadas que flanqueaban las puertas de la basílica… ¿Aquellos dos brutos me llevaban hacia la sala de audiencias? ¿Me iba a juzgar la magistratura cordubesa? ¿Y con qué pretexto? ¿Hasta dónde llegaría la influencia de Marco Anneo? Por mucho que pretendiese perjudicarme, juré por los dioses vender caro mi pellejo; pronto descubrí sus planes…
—Lucio Antonio Naso, berón, hijo de Cayo Antonio de Valentia y sobrino del legado Lucio Afranio; hombre libre y ciudadano de pleno derecho, fiel defensor del gran Pompeyo… quizá por esto último no estés ahora crucificado a las puertas de Corduba.
—Magistrado… ¿De qué se me acusa? ¿Estar enamorado es un delito en las provincias de la República?
—Cállate, desvergonzado; hablarás sólo cuando se te pregunte —arbitró un viejo y arisco magistrado; sus duras facciones se asemejaban a las de Marco Anneo—. Prosigue, duunviro Fabio.
—Gracias, Racilio; Antonio Naso, en tu descargo, sabemos que has servido con denuedo a la patria, y tu entrega durante estos años en la lucha contra el usurpador debería valerte como atenuante al delito que se te inculpa; estás aquí por la denuncia que Marco Anneo, caballero, ciudadano ejemplar y gran benefactor de la colonia, ha presentado contra ti. Estos son los cargos que se te imputan: Lucio Antonio Naso, se te acusa de…
—¡Alto, duunviro! ¡Sexto, Publio, atendedme! Traigo noticias urgentes.
Aquella voz ronca y autoritaria me resultó inconfundible. Sonreí sin pretender con ello incitar a mis captores y giré el cuello con dificultad, buscando que mi ojo sano corroborase la identidad del emisor de aquellas palabras. Aunque aún veía borroso, no dudé en su autoría; era él. El legado Tito Accio Labieno irrumpió en la gran sala de la basílica cordubesa tan acicalado como los altos mandatarios de la República. El claveteo de sus coturnos se expandió por la bóveda de madera que recubría el edificio como el repiqueteo de cien carpinteros. El séquito de vejestorios que secundaban a Marco Anneo y al resto de impasibles magistrados enmudeció de golpe. Labieno iba escoltado por un par de jóvenes tribunos y un contubernio completamente pertrechado. Portaba su cassis de rojo plumero sujeto a la cintura, el extremo de su capa pendía del brazo opuesto, apoyado en la empuñadura de su gladio, y de su rostro adusto brotaba de todo menos optimismo…
—Salve, Tito Labieno… ¿Qué vitales asuntos te traes entre manos para no poder esperar a que se celebre este juicio? —le recriminó Varo.
—Te saludo, Publio Accio Varo; sinceramente, no creo que todo esto sea relevante cuando os cuente lo que os tengo que contar —le contradijo Labieno, mirando de soslayo al grupo y manteniendo en su cara una forzada inexpresividad disfrazada de cortesía.
—Basta ya de enigmas, legado Labieno… ¿De qué se trata? —dijo uno de los magistrados de mayor edad.
—César está a una jornada de aquí.
El semblante de todos los allí presentes mudó súbitamente del enojo al asombro. Semejante noticia atajó en seco los murmullos y conversaciones paralelas que nos envolvían, creando un mutis aterrador que silenció la basílica. Por un instante se pudo escuchar hasta el vuelo errante de las moscas y el sonido del viento rodando los pergaminos…
—¡Por todos los dioses eternos! —exclamó Varo—. ¡Sexto! ¿Cómo es que ninguna de nuestras patrullas lo ha localizado antes?
Todas las miradas se vertieron sobre el pelirrojo. Era pronto para valorar si aquel suceso era fruto de la audacia de César o de su indolencia como máximo comandante de la guarnición cordubesa…
—Lo ignoro, quizá viaje de noche o se mueva con cautela.
—¡Pues no! —añadió Labieno, crecido como un senador en plena perorata—. Por lo que mis confidentes han averiguado, César y su impedimenta han tardado sólo diecisiete días, ¡diecisiete días!, en cubrir las muchas mille passuum que separan Roma de Saguntum; y, no sólo eso, ha empelado seis días más para cruzar la Edetania y la Carpetania, salvar las sierras oretanas y acampar junto a Cástulo… ¿Os parece algo insólito? Pues me han dicho que, para distraerse durante el camino, ha escrito un poema describiendo el itinerario…
—¡Eso es imposible! —bramó Sexto, dolido en su amor propio—. ¡Supondría marchar casi al doble de una jornada normal! Con más de tres etapas así reventaría a los hombres…
—Pues sea posible o imposible, en este momento es indiferente; la realidad es que hace ya dos días que sus vanguardias pasaron por Cástulo, así que ahora tendremos sus estacas plantadas a unas pocas millas río arriba…
—¡Rápido! —vociferó Varo, haciendo aspavientos con las manos para atraer la atención del que parecía un legado—. ¡Marcelo, moviliza la guarnición! Ordena acopio de víveres, que se llenen las cisternas y se abra el arsenal. Envía un destacamento de batidores Betis arriba; debemos de saber cuáles pueden ser sus próximos movimientos y cuánto tiempo nos queda. Sexto, deberíamos fortificar la ciudad a la espera de su inminente llegada.
—Con tu permiso, domine —dijo el oficial, mirando a Sexto Pompeyo.
—Haz lo que se te ha dicho; busca algún buen jinete entre tus hombres, pues habrá que avisar a mi hermano de nuestros planes…
Puede que espabilado por aquella inesperada noticia y el enorme revuelo que había originado, o puede que por mero instinto de supervivencia, las últimas palabras de Sexto Pompeyo me facilitaron un subterfugio con el que buscar una salida al peligroso embrollo en el que me había metido…
—Yo puedo encargarme de eso, legado; me conozco cada vaguada, arroyo o altozano desde aquí a Astigi. Si quieres que esta información llegue cuanto antes a Ulia, yo soy tu mejor recurso.
—¡Me niego! —sentenció Marco Anneo—. Este hombre se merece un castigo ejemplar por su infamia, no ser mensajero de nadie…
—Como, en ocasiones, dice un buen amigo de reconocida cordura, cuando los tambores suenan, las leyes callan —intervino Labieno, guiñándome un ojo y amonestando con su dedo a mi gran rival—. Magistrados, senadores de Corduba, con las nuevas que acabo de traeros ha expirado el plazo para resolver estas banalidades ciudadanas. La cruda realidad es que César está a tiro de honda y el tiempo es oro. Cuando sus legiones nos cerquen, o nos asalten, cada hora, cada momento, cada instante… será vital.
—¿Qué hacemos con él, domine?
—Soltadle y que se reincorpore de inmediato a los auxilia. Su experiencia como correo nos será muy útil. En estos momentos, cada hombre ducho en técnicas de guerra es más necesario que nunca; tiempo tendréis después de la guerra para entreteneros con estos pleitos, si es que los dioses no dictaminan antes su veredicto y acabamos todos en el Averno…
La oportuna irrupción de Labieno supuso un aplazamiento de mi causa en la teoría, pero mi libertad en la práctica. Sexto y él eran las dos máximas autoridades militares presentes en Corduba, por lo que Anneo y los suyos no tuvieron más que tragar bilis y acatar su dictamen. Los dos carceleros que me habían custodiado tan amablemente me arrastraron hasta la puerta principal y me soltaron de golpe frente a la escalinata de la basílica, por la que caí rodando. Llevaba días encorvado en un jergón de paja podrida y malcomiendo porquerías llenas de bichos, por lo que mis fuerzas eran más bien escasas. Labieno, atento a lo que estaba sucediendo afuera, bajó velozmente desde el pórtico de la basílica y se agachó para levantarme, mientras su escolta se dedicó a apartar sin demasiados esmeros a unos cuantos curiosos y mirones que habían formado un corro alrededor de la escena.
—¡Uf! Por todos los dioses… ¡Apestas!
—Esos sótanos no son los Elíseos, domine…
—Toma esto y escúchame bien; date un buen baño, quema estos harapos, cómprate una túnica nueva y come algo de caliente… —me susurró, dándome en mano un saquito de piel bien relleno—. Y lo más importante; no te entretengas demasiado por aquí… Cuídate mucho de ese venado en celo al que has soliviantado; mucho me temo que sea un tipo tan influyente como rencoroso.
—Gracias, Labieno.
—No me agradezcas nada; actúo en beneficio mutuo… Tu tío Afranio te adiestró bien el temple y el olfato. Naso, cuando suceda lo que ha de suceder, que, como habrás entendido, es del todo inevitable, necesitaré de hombres como tú conduciendo a nuestros auxiliares…
Puede que Tito Accio Labieno fuese un tipo prepotente y, a veces, un tanto insoportable, pero de idiota no tenía ni un pelo, a pesar de escasearle en la coronilla. Estaba en lo cierto en ambas cosas. Un jabalí herido es la peor presa y algo en mí me decía que el cabeza de los Anneo aguardaría a que aquella fortuita crisis amainase para cobrarse su consabida venganza. En cuanto a mi presunta utilidad, tras tantas batallas y desastres, cierto era que muy pocos veteranos de las operaciones en el Sicoris, Epiro o África tenía Labieno a su disposición que se hubiesen enfrentado con éxito a César y vivido lo suficiente para aprender de los errores cometidos, poder contarlo y trasladárselos a los más novatos.
Los hombres del legado despejaron a la multitud a empujones y, ya incorporado, me vi libre de moverme a mi albedrío por las calles de Corduba. No negaré que erré intranquilo bajo los pórticos, girando la vista atrás cada pocos pasos, en cada esquina, obsesionado con las sombras de presuntos perseguidores y entregado al firme propósito de cumplir los consejos que el de Piceno me había dado. Después de comprarme una túnica y una penula nuevas hechas con la estupenda lana local, pegarme un reconfortante remojón en las termas de la muralla, donde mis andrajos ayudaron a calentar el agua, y dar buena cuenta de una hogaza de pan con queso fundido, una escudilla de lentejas con jamón y una jarra de vino tibio, salí de Corduba sin llamar la atención, crucé el río y tomé el camino del encinar que conducía a villa a la que se había mudado Sexto hacía relativamente poco, la que fuese nuestro primer alojamiento en Corduba, entrando por el corral para no ser visto. Nada más reconocerme, su esclavo más avezado en curar males y lesiones me vendó el torso y me aplicó un fétido ungüento a base de raíces y hierbajos silvestres sobre las heridas para que no se inflamasen y cicatrizasen cuanto antes. La más ostensible de todas ellas era la enorme contusión que me impedía abrir el ojo derecho y que, a buen seguro, me deformaba el rostro.
—Naso, por todos los dioses, ¿has visto como llevas el ojo? —exclamó mi primo nada más verme aparecer renqueante en el atrio—. Si te pusieses un parche, parecerías Sertorio…
—No es lo mismo; yo no lo he perdido, sólo me lo han hinchado.
—Ya puedes hacerle una buena ofrenda a tus lares, primito; ese tórrido romance tuyo con la hija de Varo va de boca en boca por todos los rincones de la ciudad…
—Aulo, ¿Sabes qué ha sido de ella?
—Si quieres que los cuervos picoteen las cuencas vacías de tus ojos y los perros te coman las entrañas, intenta volver a verla; buena la has hecho…
Por ventura o desdicha, no hubo tiempo para excesivas lamentaciones. Estaba aún oscuro cuando se presentó un optio y su escolta en el vestíbulo de la villa trayendo despachos urgentes de Labieno para ser entregados sin dilación a Cneo Pompeyo. La misiva del de Piceno también sugería que Sexto y mi primo abandonasen aquel fundus de inmediato y se refugiasen intramuros, pues la aparición en el valle del ejército enemigo era ya inminente. Al despuntar el nuevo día, magullado, medio tuerto y todavía agarrotado, vadeé el Betis y cabalgué sin tregua hasta el campamento de Ulia. Me sabía portador de malas noticias y quizá el primogénito del Magno descargase su frecuente malhumor sobre el mensajero. Sonreí; siempre sería mejor soportar durante un rato sus truenos y diatribas que acabar con la testa pinchada en algún gancho del foro. Cuando llegué al campamento permanente, todo seguía igual; aquel jodido oppidum continuaba sin ser tomado y los nuestros no necesitaban ni articular palabra para evidenciar en sus rostros tristes y famélicos el profundo abatimiento que les consumía las entrañas…
—¡Por todos los dioses del inframundo! ¿Dónde has dicho que está?
—Betis arriba, probablemente en Iliturgi, aunque quizá haya llegado ya frente a los muros de Corduba; la mañana antes de partir hacia aquí, sus vanguardias ya habían rebasado Cástulo hacía dos días…
—¡Mierda, mierda y más mierda! —exclamó golpeando varias veces con ambos puños sobre la endeble mesa de campaña; sus ojos enigmáticos y grises casi se salieron de sus cuencas de tan hinchados de furia que estaban—. Pues estamos bien… César paseándose ante Corduba y estos putos túrdulos sin mostrar la menor intención de rendirse.
Su acceso de ira fue tal que temblaron hasta los trece estandartes; las frentes de quienes pacientemente los custodiaban sudaban a pesar del intenso frío que hacía…
—Domine, después de conocer estas importantes nuevas… ¿Cuáles son tus órdenes? —preguntó con cautela el tribuno Pacidio, mi antiguo compañero de filas en África, que fue también uno de los testigos accidentales de mi informe y de su enfado.
Cneo Pompeyo se levantó como una centella de su silla de tijera y se asomó a la entrada del pretorio. Dos grandes hachones iluminaban con sus lengüetazos de fuego los aledaños de la tienda, creando un extraño resplandor que se mezclaba con la malva claridad vespertina. Junto a los dos guardianes que flanqueaban la puerta, con las manos cruzadas a la espalda y balanceándose de lado a lado, el joven legado se quedó un buen rato contemplando las labores de asedio, el ir y venir de hombres y mulos echando vaho por los ollares de camino a los corrales, las innumerables y delgadas columnas de humo blanquecino que se perdían en crepúsculo… una oscuridad acrecentadora de la tenebrosa sombra del hastío que reflejaban los rostros de muchos de sus hombres, cosidos a sabañones y dedicados en sus ratos ociosos a toser y escupir espesas flemas. Y, tras todo aquel cúmulo de deprimentes sensaciones, allí enfrente seguían impertérritos los sólidos muros de Ulia, tan desafiantes e inalcanzables como de costumbre.
Mientras aquel tribuno y yo le observábamos cavilar, también me hacía mis propias conjeturas… ¿Estaría Cneo pensando lo mismo que yo? Padre, no quiero que puedas pensar que me creo un gran estratega, pero las opciones que teníamos eran bastante limitadas; ordenar un asalto general supondría un torrente de bajas indispensables y pondría en peligro a las trece legiones que podrían socorrer Corduba… Pero mantener el cerco, ignorando la llegada de César, pondría en serios apuros a Sexto y, adicionalmente, a nuestros aliados en la capital de la Ulterior, la ciudad estandarte de la revuelta. Cambiaba de punto de atención, esperando una frase de Cneo mientras buscaba las miradas cómplices de mi compañero Pacidio y de su colega de funciones, otro tribuno de buena cuna cuyo rostro apático no mostraba ni calma, ni ira. Tras aquellos tensos y silenciosos momentos de reflexión, Cneo Pompeyo abandonó sus meditaciones y se giró hacia nosotros…
—No tengo elección… ¡Marcio! Dile al prefecto del pretorio que dentro de dos días levantaremos el campamento… ¡A Corduba!
* * *
Como me temía, durante más de dos meses se sucedieron infinidad de pequeños enfrentamientos por media Turdetania. César pasó por Obulco, como tenía previsto, dejó allí una pequeña guarnición que cubriese su retaguardia y se plantó con el grueso de sus fuerzas a pocos passuum de los muros de Corduba sólo dos días después de mí llegada a Ulia. A pesar de encontrarse la ciudad en una llanura del valle del Betis, no es plaza de fácil asalto. Su cinturón de sólidas murallas bien guarnecidas con un ancho foso, terraplenes, campos de abrojos, máquinas y proyectiles en sus alturas conjuraba cualquier pensamiento de tomarla a las bravas. Desconociendo aún si su mera presencia sería suficiente para que replegásemos nuestro asedio y marchásemos contra él, César envió hacia nosotros unas cuantas cohortes escoltando víveres al mando de uno de sus legados hispanos, un cosetano llamado Junio Pacieco. Su propósito era obvio: avituallar y mantener firme el espíritu combativo de los ulienses.
Aquellas tropas de refresco nos alcanzaron tres jornadas después de mi llegada, un día oscuro, feo e intempestivo en el que no veías nada a más de cinco passuum ante tus narices a causa de la niebla. Recuerdo que había nevado unos días antes en la sierra y una bruma fría y hecha retales se había adueñado de los bosquecillos de olivares y carrascas. El tal Pacieco utilizó una estratagema curiosa para aproximarse impunemente al cerco; subiendo a sus infantes a lomo de la caballería y, haciéndole creer a las patrullas que era uno de los nuestros, alcanzó las mismas puertas de Ulia. Fue recibido con regodeo; habiendo renovado la moral y atiborrado los almacenes y las esperanzas de los asediados, cuando nuestros centinelas alertaron de su salida, se produjo una refriega cuyo final fue tan incierto como el paisaje brumoso que nos albergaba. Aquella exitosa acción de Pacieco supuso la confirmación de que mi testimonio no era un bulo y de que un gran peligro nos acechaba. Con nuevos víveres y la moral por las nubes, era estúpido mantener por más tiempo aquel sitio.
A la mañana siguiente de aquel extraño enfrentamiento desmontamos los muretes de sudis[171] y marchamos hacia Corduba, prestos a aunar fuerzas con Labieno. Allí, cerca de la ciudad pero al otro lado del río, se encontraba César acampado e indeciso. Toda la campiña estaba desierta, abandonada, y gran parte de las fincas adyacentes habían sido saqueadas por los sitiadores, incluida la postrera residencia de Sexto Pompeyo. Nuestras avanzadas nos confirmaron que tenía junto a él no más de ocho legiones, además de sus auxilia reclutados por el camino, entre las que destacaban su incondicional Décima Equestris, rehecha con nuevos reemplazos, y la Quinta Alaudae, quizá la única unidad veterana y enaltecida por su meritoria campaña africana. Acampamos junto al río, a vista suya, pero a cierta altura y distancia prudencial. Cneo Pompeyo era un joven aristócrata, criado entre cojines y abanicos a la sombra de su padre, uno de los más grandes talentos militares de la Historia de la República, a veces muy vehemente e inexperto en ciertas lides, pero no siempre; doy fe de que no era un cretino. A pesar de contar con cerca de cinco legiones de ventaja sobre César, más un número inmenso de auxiliares procedentes de las fieles clientelas que había fomentado su padre por media Hispania desde las guerras de Sertorio, no pretendía arriesgarse más de lo preciso, y menos subestimar a su adversario.
En varias ocasiones escuché rabiar a Labieno por tanta pusilanimidad, así como a Varo e incluso a varios caudillos lusitanos y celtíberos de nuestros auxilia, pues ninguno de aquellos guerreros hispanos consideraban al hijo de su venerado Pompeyo como el mejor estratega posible para lidiar contra un zorro viejo como era César… tan sólo le obedecían para no poner en peligro las delicadas alianzas locales sujetas por la devoción incondicional a su gens de muchos de sus régulos, a veces tan voluble e irracional como el espíritu de los nativos de nuestras tierras. Me volvieron a la mente imágenes del pasado, como la presión de los senadores en Grecia para que el Magno entablara combate o los rostros encendidos de Eskutino o el propio padre de mi amigo Biulakos en la asamblea de Tritium, viejos guerreros de palabra y honor que no dudaron ni un ápice en jugarse sus vidas, familias y haciendas tan sólo mentar que Pompeyo el Grande estaba en apuros.
Una de tantas mañanas acudí al pretorio para recoger unos correos que debía remitir a Híspalis y fui testigo eventual de un enganchón entre Labieno y el inquieto cachorro del Magno…
—Cneo, ¡Por Hércules! Somos más, estamos mejor aprovisionados… y, salvo un par de tercos puebluchos como Ulia, todo el valle del Betis está de nuestro lado; por todos los dioses, dime, Cneo, dime… ¿a qué cojones estamos esperando?
—A que apriete el invierno, mi querido y visceral amigo… esperamos la inminente llegada de dos buenas razones que no distinguen de insignias: el hambre y el frío.
Las constantes provocaciones de César fueron del todo infructuosas. El invierno cayó puntual sobre las serranías túrdulas y las operaciones se redujeron a escaramuzas, incordios en el forrajeo y estériles intentos de trabar combate. Consciente de que Corduba era un bocado demasiado ambicioso e inalcanzable sin sufrir grandes pérdidas para obtenerlo, con el agravante de tener trece legiones enemigas a la espalda, César decidió a principios de Februarius levantar su empalizada y marchar hacia Ategua, ciudad aliada de nuestra causa sita en un peñasco de fácil defensa en la vega del Salsum, a menos de una jornada de Corduba.
Era ésta una plaza clave e irremplazable, bien pertrechada y con sus silos repletos. El joven Pompeyo no podía permitirse que un pastel tan jugoso cayese en manos de nuestros hambrientos adversarios, por lo que no dudó ni un instante en que desmontásemos los sudis, destacar cinco legiones de avanzada y acamparlas a vista de Ategua para que los ánimos de sus habitantes no decayesen ante la presencia de César y no dudasen en mantener bien atrancadas sus puertas. Al estar ubicada en una planicie sobre un risco, sólo el lado sur de la ciudad es accesible para instalar artilugios de asedio y zapa, por lo que los sitiados no necesitaban cubrir de guerreros todo el perímetro amurallado para protegerla. Un asalto general aparentaba impensable, a pesar de que César contara ya con todas sus fuerzas desde la incorporación de las tropas de Máximo y su legado Quinto Pedio.
Durante días hubo más expectación que faena. Aquella calma tensa se truncó cuando llegó desde Itálica uno de los tribunos de Pedio, un tal Arguecio, al frente de varios destacamentos de caballería y un nutrido grupo de auxiliares hispanos, algunos de ellos saguntinos. La aparición de estos inesperados refuerzos fue la gota que colmó la copa y que, al verterse, hizo rebosar la ira de Cneo Pompeyo. Aquella misma noche, un grupo de guerreros al mando de un régulo amigo de César se toparon con nuestras patrullas. Fueron todos muertos sin concesiones. Pero suerte más oprobiosa tuvieron unos ciudadanos de Corduba, también afines a César, que fueron apresados por nuestras patrullas de camino a Ucubi. A estos no ordenó matarlos; fueron enviados caminando al campamento enemigo, portando en un saco sus manos cercenadas.
Dos acontecimientos nefastos se solaparon pocos días después. Mientras los ingenieros de César consiguieron cavar varios túneles bajo las defensas y derribar un buen tramo del muro sureste, los tribunos Marcio y Fundano desertaron de nuestra causa y se presentaron en el campamento de César. Desconozco las razones exactas que movieron a aquellos dos jóvenes a la defección, pero he de decir que las brutalidades consentidas por Pompeyo no resultaban del agrado de muchos de los nuestros que, desde que tuvieron que colaborar a regañadientes en las salvajadas perpetradas por Juba y Escipión, se estaban replanteando muy seriamente por quien luchar, sangrar y morir…
—Esos dos conejos lloricas se han pasado al enemigo —masculló Cneo, mofándose de los dos tribunos nada más supo de su fuga; cada día estaba más demacrado y su rostro más cenizo, pues a pesar de haber cumplido treinta y dos años, su piel parecía la de un legionario retirado.
—Mucho me temo que esos dos no serán los únicos; mis agentes me han confirmado esta mañana que el rebaño está revuelto en Ategua —expuso Labieno—. Podemos tener nuevos problemas intramuros si estos abandonos llegan a sus orejas…
—Me lo temía; cerdos traidores… ¡Qué les jodan!
—Les jodan o no, esa nueva manía tuya de no desafiar a César puede malinterpretarse ahí dentro y procurarle a sus afines una razón para la sedición… No podemos permitirnos dar la sensación de temerle.
—Cierto es lo que dices, Labieno, aunque ya te he dicho muchas veces que no pienso arriesgar la campaña por un enfado transitorio; he pensado en algo contundente para evitar nuevas felonías y, tras darle muchas vueltas, creo que he encontrado al hombre perfecto para ejecutar mis planes —le respondió, tomando una tablilla sellada de su estante—. Naso, busca al legado Munacio Flaco y dale esto de mi parte; y date prisa, tengo un encargo especial y urgente para él.
Cumplí con celeridad la orden de Cneo Pompeyo; en poco tiempo tenía a Flaco en el Pretorio dispuesto a burlar el cerco de César y ponerse al frente de la defensa de Ategua. El joven cabecilla de las legiones fieles a la patria desconfiaba de la capacidad de los aliados locales en liderar la resistencia y había decido enviar allí a uno de los hombres más intrépidos, impetuosos… y crueles de su ejército. Flaco entró en la ciudad de noche, emulando la treta de Pacieco, haciéndole creer a los centinelas del cerco enemigo que era uno de los suyos. Cuando se hizo cargo de la complicada situación de Ategua, se encontró una ciudadanía dividida en dos facciones; los fieles a Pompeyo y los partidarios de la rendición a César. Aquella división civil fue, por desgracia, más común de lo que me suponía y se replicaba en muchas de las ciudades de la provincia. Lo que Flaco hizo después no tiene nombre ni disculpa para un legado de Roma.
Tras arrestar a todos los acusados de sedición junto a sus familias, nada más despuntó el alba los hizo conducir hasta los muros de la ciudad. Allí, ante la vista de los suyos, de sus conciudadanos, del contrario y, en parte, de la nuestra, uno a uno los hizo degollar y despeñar; sus cuerpos desencajados rodaron por la ladera hasta que se incrustaron contra las empalizadas enemigas. Su extrema brutalidad no quedó satisfecha con semejante ultraje. Vociferando sus nombres y familias desde los muros para mayor escarnio público, las mujeres y niños de los ajusticiados, y de todo aquel que sirviese a César o simpatizase con él, siguieron el mismo camino de los disidentes, ensartando en las astas de la milicia a los niños de pecho que lanzaban al aire y dejándolos después que se desangrasen clavados en los muros, sirviendo de pitanza a alimañas y aves carroñeras. Desde nuestras empalizadas no dábamos crédito a las atrocidades que estábamos viendo. Escuché todo tipo de comentarios, incluso un chico lusitano de mi edad tuvo que soltar sus armas, arquearse y vomitar en el foso. Pensábamos que con Juba y Escipión habíamos conocido los límites de la inhumanidad, pero estábamos totalmente equivocados; un caballero romano les había superado: Lucio Munacio Flaco.
—¿A qué tipo de enfermos desaprensivos estamos sirviendo? —imprecó para sí Aulo, visiblemente enojado por el espantoso espectáculo que estábamos presenciando.
—No lo sé, primo… la verdad, no lo sé; después de ver cosas como estas, siempre me pregunto qué cojones estamos haciendo aquí…
Aquel exceso de crueldad por parte de Flaco costó muy caro a la causa e, incluso, fue calificado de conducta impropia de un oficial por Varo, Labieno y por el propio Cneo Pompeyo, cuyas sugerencias de coacción no habían sido tan expeditivas. Flaco se tomó demasiadas libertades y su orgía de ensañamiento gratuito produjo el efecto contrario al deseado entre muchos turdetanos. A diez días de las calendas de Martius, una embajada del senado de Ategua encabezada por un tal Tulio se presentó ante el pretorio de César suplicando su clemencia si le entregaban la ciudad. El dictador, conocedor de lo sucedido y su tremendo impacto en la población, accedió en su acostumbrada magnanimidad a la petición de los locales y les perdonó a todos la vida… incluyendo a Flaco, que le recibió junto al resto de rendidos con vítores de «Imperator, Imperator». Momentos como aquellos evidencian cuan miserables llegan a ser algunos hombres con tal de salvar su pellejo[172].
El revés de Ategua no desanimó al joven Pompeyo, sino, al contrario, le insufló nuevas ganas de guerrear y agrió un grado más su belicoso carácter. Sabiendo que en la vecina Ucubi también había numerosos partidarios de César, ordenó que quemásemos el campamento y nos dirigiésemos sin dilación hacia allí. La experiencia pasada no le había enseñado nada; seguía dispuesto a darles un terrible escarmiento a todos aquellos disidentes a la causa, cosa que propició nada más llegamos a la ciudad. Después de ratificar a los leales y arrestar a los insurrectos, más de sesenta hombres fueron ajusticiados sin miramientos por su presunta inclinación a la facción de nuestro adversario tras realizar una purga domiciliaria al más puro estilo de Sila. Lo intenté, llegué a simular un terrible dolor de muelas, pero ni aun así puede evitar que se me ordenase participar en aquella dura represalia. Nuestra cohorte fue seleccionada para realizar las detenciones. Padre, no hay nada honorable en reventar una puerta a patadas y sacar a rastras hasta una carreta a un hombre cuyo único delito es no pensar como el propretor de turno. Sembrábamos pavor por donde pasábamos, arrancando de sus familias a quienes habían sido acusados de sedición sin saber si los cargos en su contra eran fundados o sólo estábamos ejecutando simples delaciones de algún vecino oportunista y envidioso. Así de canalla es esta guerra entre iguales.
César siguió nuestros pasos con prudencia, a suficiente distancia para no ser sorprendido, y terminó acampando cerca de Soricaria. Más o menos por aquel tiempo se sumó a nuestras fuerzas Sexto Pompeyo al frente de un grupo de caballeros cordubeses entre los que, como me imaginaba, no estaba el «valiente» Marco Anneo. No negaré que agradecí su aparición; tenía la firme convicción de que la concurrencia de su hermano pequeño, hombre cabal y prudente, quizá moderase la espiral de violencia innecesaria con la que nuestro impetuoso líder estaba regando la región.
Ambos ejércitos avanzábamos con suma cautela, sin dejarnos sorprender y sin exponernos lo más mínimo. Según me decía siempre mi primo, muy versado en las artes de la guerra desde su adolescencia, Cneo Pompeyo temía que la persecución de César ocultase dos aviesas intenciones; la primera sería cortarnos el acceso hacia el interior de Hispania remontando el Betis, mientras que la segunda incluiría bloquear cualquier vía de refuerzo procedente de los puertos de Híspalis o Carteia. Así pues, de cerro en cerro alrededor del valle del Salsum, Cneo Pompeyo el Joven decidió que acampásemos en un altozano dejando a nuestras espaldas una pequeña ciudad aliada. César hizo lo propio y, tras afianzar lealtades en las vecinas Urso, Soricaria, Ventippo y Carruca, también montó estacas en un otero próximo frente a nosotros, muy cerca de un pequeño riachuelo que moría río abajo. Ante ambos campamentos se extendía una amplia pradera cóncava de cerca de cinco millas cuadradas partida por un estrecho y serpenteante reguero de agua. Sin saberlo por entonces, los dioses eternos habían escogido aquel apacible prado para ser el solemne testigo de la más importante y sangrienta batalla librada durante estos confusos tiempos[173].
* * *
—Cneo, te he pedido audiencia porque pienso que la situación lo requiere —arrancó Labieno, rasgando el incómodo silencio que atenazaba el interior del pretorio; la tienda estaba atestada, pero sólo se escuchaban las respiraciones—. ¿Qué piensas hacer? ¿Vamos a recorrer toda Hispania huyendo de ese calvo follador?
—Vaya, vaya, eres un demente temerario, amigo mío; Creo que no deberías ser tú quien acuciase a la batalla —le reprendió Varo, declaradamente molesto con Labieno desde su injerencia en ciertos asuntos personales de mi incumbencia.
—Has venido fuerte de Corduba, propretor sin provincia… ¿acaso estás insinuando algo? —le respondió Labieno con mala baba.
—Por supuesto; no insinúo, afirmo. Todos sabemos lo que te sucedió en Grecia y África, y no queremos que los dioses nos den su espalda cuando se produzca la tercera y, puede que, definitiva.
—¿Grecia y África? —exclamó burlón Labieno, repartiendo su sonrisa mordaz entre todos los presentes—. ¡Ja! Varo, siempre pareces regodearte con la idea de que por mi culpa se perdiese Pharsalus y Thapsus… ¿Y Ruspina? ¿De Ruspina no dices nada? Allí mis tácticas derrotaron a César; ya veo que tienes una memoria selectiva, Varo, pues no fui yo quien le permitió desembarcar en África entre pétalos y cánticos como si estuviese de Neptunalia…
—¡Basta ya! —rugió Cneo Pompeyo, alzándose y dando una sonora palmada sobre su mesa que, a buen seguro, tuvo que dejarle la palma de la mano enrojecida—. ¡Por todos los dioses del inframundo! Basta ya de recriminarnos derrotas entre nosotros, basta ya de tanta inseguridad manifiesta y de tanto rencor estúpido… Vosotros dos, miradme bien; ese odio mutuo que os reconcome bien lo podríais encauzar hacia ese cabrón que tenemos acampado ahí delante.
—Pompeyo, si me permites un comentario, no nos estás dando la oportunidad de verterlo —apuntó un tal Escápula, un ciudadano cordubés muy respetado, viejo cliente y amigo de su padre, que siempre acudía a las reuniones acompañado de un altivo jovencito; los que mejor le conocían aseguraban que aquel muchacho le hacía todo tipo de gestiones, públicas e íntimas.
—Hasta ahora no se había dado la ocasión propicia, amigo, pero, por partes, Labieno, primero contestaré a tus preguntas. En lo que concierne a mis planes, soy consciente de que no podemos continuar más tiempo así; mientras nos debilitamos, ellos se fortalecen… y el invierno está llegando a su fin; no podemos aguardar a que, con la primavera, reciba refuerzos y suministros y acabe encerrándonos.
—¡Exacto! —apuntó Varo, crecido al saberse el hombre con mejor oratoria de los allí congregados—. Cada día que pasa, más ciudades nativas envían embajadas a César mostrándole su apoyo, y esta pérdida constante de aliados nos supone mayor esfuerzo para alimentar a los nuestros. Cneo Pompeyo, heredero del talento y el tino de tu padre, por Hércules, tenemos ahí fuera miles de ánimos que alentar, miles de aliados a los que instigar, miles de monturas que abastecer y miles de marmitas que llenar con algo más que raíces, tocino rancio y avena apolillada; dime qué prefieres, ¿morir de hambre o de apocamiento?
—Mis muy apreciados amigos y compañeros de armas, decisiones como ésta ya tuvo que tomar vuestro padre —asentó Labieno, repartiendo su atención entre los dos hermanos—. Cneo, ya que tú has tomado el liderato en esta campaña, no cometas el mismo error que él cometió en Epiro demorando lo indemorable. Hemos de entrar en combate cuanto antes y que sean los dioses eternos quienes decidan si hemos errado el momento y lugar.
Cneo Pompeyo, fiduciario de la responsabilidad del gran hombre que se erigió como defensor a ultranza de la República, se quedó meditabundo, mirando fríamente a los rostros de sus asesores directos, y más en especial a los de su hermano, quien también se encontraba sopesando tan ardua decisión. Los ojos pardos de Sexto vibraban, mostrando indecisión y cautela, mientras que los ojos grises de Cneo eran tan insondables como los fondos marinos. La última frase de su coterráneo del Piceno parecía haberle pinchado en hueso, pues la probada experiencia de Varo o Labieno pesaba mucho en sus juicios. Él sabía muy bien que no tenía la destreza de su padre para la estrategia militar, pero, en cambio, era mucho más bravo y audaz que su progenitor, cualidades que podrían agarrar a nuestro temible adversario por sorpresa y ponerle en un brete. César ya no era tan imprudente como al principio de la guerra, como yo mismo pude comprobar en Ilerda o Grecia y, por entonces, calculaba hasta el más mínimo detalle cada movimiento. Después de apurar a fondo su vieja copa de arcilla campana y cruzarse una mirada cómplice con su hermano, Cneo Pompeyo carraspeó y posó sus ojos lobunos sobre el antiguo propretor de África…
—Varo, como nuevo prefecto del pretorio que eres desde la trágica muerte de Celso, encárgate de que Vitelio realice antes de la prima vigilia un sacrificio a Júpiter y Marte ante toda la tropa; os quiero a los dos solemnes, inmaculados y rodeados de toda la pompa que os sea posible… y cuídate mucho de que el resultado del ritual nos sea propicio.
—Así será; los dioses confirmarán nuestros presagios.
Los murmullos cesaron de súbito; la atención de todos los presentes se centró en el discurso del cachorro de Pompeyo… ¿Olía a batalla?
—Salvo que suceda alguna gran calamidad al rajar la víctima —prosiguió girándose hacia Labieno—, mañana al alba sacarás en orden de batalla a todas nuestras legiones y las formarás colina abajo. Con los primeros rayos del sol, quiero ver a todo el mundo ahí fuera, legionarios y auxiliares, todos con el equipo bien pulido, los dientes afilados y los cojones bien prietos y pegados al culo… ¡Mañana sabremos si ese hijo de Plutón tiene tantas ganas de luchar como dicen!
Un enorme estrépito de loas y juramentos invadió la sala de audiencias de la gran tienda del pretorio. Muchos de los que allí estábamos reunidos celebraron con vítores y lisonjas la decisión de Pompeyo de plantar cara a César sin más prórrogas y así ponerle fin a esta eterna contienda. Aulo y yo estábamos cerca de la puerta, junto a los tribunos y decuriones de la Secunda, viendo como las resplandecientes trece águilas de nuestras legiones eran mudo testigo de la decisión que, a la postre, cambiaría el rumbo de la República, de la guerra y de todas nuestras vidas…
—¡Será una Liberalia de sangre en vez de vino! —le escuché decir al primer centurión.
—¡Salve, Cneo Pompeyo! —profirió Labieno, saludándole con un sonoro golpe sobre su peto de cuero bruñido—. Los dioses lo quieren… y Marte nos reclama justicia… ¡Escuchadme todos! Mañana será un gran día, un día tan radiante que será recordado por más de mil años.
—Con que pueda recordarlo pasado mañana, me conformaré.
Aquel comentario sarcástico que le susurré a mi primo fue el contrapunto a tanta euforia incontenida. Fui franco, pero no prudente. No me di cuenta de que Varo, ya presto a realizar los encargos recibidos, podría haber escuchado la conversación al pasar a nuestro lado. En cuanto acabé de proferir mi apostilla, el nuevo prefecto se detuvo en seco, giró sus talones hacia nosotros, me atravesó con su mirada y dijo mostrando su sonrisa más cínica:
—Quizá no veas ese pasado mañana, Lucio Antonio Naso.
La confirmación de la inminente batalla corrió de boca en boca por todo el campamento. Meses de escarceos e improductivos asedios tenían aburridos tanto a veteranos como a novatos, pero muy en especial a los auxiliares celtíberos y lusitanos, guerreros de temperamento ardiente siempre prestos a la gresca procedentes de ciento y un clanes pendencieros que no llevan bien pasar los días montando guardia ante una ciudad rebelde y esperar a rendirla por hambre o sed sin enjuagar con sangre sus hierros.
Alrededor de cada hoguera se sucedían las arengas y recuerdos de luchas previas, alentando a los más novatos a seguir los sabios consejos de los expertos y, por orden expresa de la oficialía, muchos hombres charlaban mientras bruñían sus galeae, lorigas de anillas, insignias y todo aquello metálico que fuese refulgente al sol. Aquella fue noche de canturreos obscenos en torno a la lumbre, risotadas, veteranos presumiendo de horrendas cicatrices y su exótica procedencia y de compartir sin reparos odres de posca y raciones extra de puls. Era imposible no enviciarse de optimismo escuchando aquellos relatos enaltecidos y compartiendo tragos de vino rancio con tus compañeros de contubernio.
Después de una cena liviana y una rápida visita a las letrinas, tomé un poco de aceite de intendencia y también repasé mi equipo para dejarlo en perfecto estado de revista. Con un paño de lana ungido dejé bien lustrosa mi falcata, fiel compañera de viaje y venturas desde la campiña de Ilerda. Desestimé usar el gladio reglamentario que me habían facilitado junto al resto del equipo pues, como hubiese dicho tu buen amigo Sertorio, semejante ocasión merecería las mejores galas.
La lona de la tienda se agitaba constantemente. Por puro instinto, nada más salir de su interior miré hacia las alturas. Jirones y más jirones nebulosos comenzaban a cubrir velozmente la negra bóveda de los cielos, empujados por un viento recio, húmedo y fresco que no me resultó de buen augurio. Entre nube y nube, pude ver como una estrella fugaz cruzó el cielo, perdiéndose entre las cumbres de la Orospeda y, según me dijo un compañero de contubernio al amanecer, aquella noche se escucharon muchos aullidos durante el primer turno de guardia hasta que las nubes, veloces y desmadejadas, engulleron una luna tan amarilla como una inmensa yema de huevo. Todos estos fenómenos inexplicables siempre suelen ser de mal augurio, pero… ¿para qué bando lo serían?
Publio Accio Varo se encargó de que el cabrito no presentase mácula alguna y que sus vísceras estuviesen rojas y sanas. Tras ofrecérsela a los dioses con un pomposo ritual, el arúspice degolló a la víctima, su sangre corrió por el altar de campaña empapando el suelo y su carne se consumió hasta los huesos en el fuego sagrado, creando una densa columna de humo que se unió a las miles de hogueras que calentaban a la tropa. Además, al día siguiente, a falta de grajos que observar, nuestro augur liberó con las primeras luces del alba a una jaula de palomas. Nada más verse libres en el cielo turdetano, la bandada entera voló hacia Roma, señal inequívoca de que los dioses inmortales nos indicaban el camino del triunfo. Pero hubo algo que no salió aquella mañana como había previsto el optimista Labieno. No fue un amanecer cálido y brillante, sino oscuro y ceniciento, con un cielo gris y encapotado que no dejaba de verter a ráfagas su líquido contenido sobre la verde e irregular pradera de Munda.
—¿Han de sonar las buccinae, domine? —le preguntó uno de los signíferos a Tito Labieno, ataviado como un procónsul, nada más éste salió brioso del pretorio y las primeras gotas de agua golpetearon sobre su emplumado cassis.
—¡Por supuesto! —le contestó el aludido, alzando su mirada hacia el cielo plomizo que nos envolvía—. ¡Que resuenen en todo el valle! Seguro que esto es sólo un chaparrón primaveral; dentro de nada brillará el sol radiante de nuestra victoria… ¡Velino! ¡Legado Casio Velino!
—Sí, domine —le respondió un oficial veterano, oriundo de la Citerior como nosotros, que estaba expectante junto a los tribunos.
—Velino, ocúpate personalmente de que cada tribuno y centurión esté al corriente de las órdenes. Varo liderará el flanco opuesto al mío, mientras tú, Pacidio y el resto actuaréis en el centro; para que se enteren bien los indígenas del interior de tu provincia, válete de Naso, él les traducirá tus ordenanzas.
* * *
Así fue como aquella borrascosa mañana de finales de invierno, a catorce días de las calendas de Aprilis[174], nuestro campamento se vació casi en pleno. Trece legiones, e igual número de auxiliares hispanos procedentes de cien tribus, todos marchando ligeros tras nuestras refulgentes enseñas, comenzamos a desplegarnos unos cientos de passuum ante la Porta Principalis del campamento, formando cuadrícula en la clásica triple accies sobre una pequeña colina[175] y creando un imponente murete de escudos ovalados de más de una milla de longitud. Mi primo quedó al mando de la caballería auxiliar, mientras que mi cohorte fue enviada a la primera línea; Velino me concedió atribuciones como una especie de optio para los auxiliares celtíberos bajo la tutela de un centurión bravo e implacable, Quinto Calpurnio Bestia, subordinado directo del legado que actuaba como pilus prior de la primera cohorte en nuestro flanco izquierdo.
Según íbamos tomando posiciones sobre aquella ladera, comprendí el cruel comentario y la sonrisa maliciosa que me había dedicado Varo al salir del pretorio. Quizá los dioses eternos, en su inmensa sabiduría, decidirían por sí solos si los hombres habrían de juzgarme o no cuando todo acabase, pues aquel altozano sería uno de los peores lugares del mundo en el que estar aquel tormentoso día de Martius.
La provocación de Cneo Pompeyo surtió el efecto deseado en el bando contrario. En menos de una hora de haber avistado nuestro lento despliegue, César sacó a sus ocho legiones con sus respectivos auxiliares a pasos forzados y las formó en una elevación cerca del arroyo, enfrente nuestro, más o menos a media mille passuum de distancia de nuestra primera línea[176]. Ahora sé que, como era previsible, nuestro astuto rival colocó a su legión más fiel, la Décima Equestris, en su flanco derecho y a la renovada Tercera Gallica y sus «alondras», la Quinta Alaudae, en el flanco opuesto, luciendo ésta última sus nuevos y flamantes estandartes rojos con un elefante dorado en reconocimiento a su gallardía durante la batalla de Thapsus, valerosa gesta que yo pude comprobar con mis propios ojos y que siempre recordaré con gran admiración.
La verdad era que aquella mañana tempestuosa resultaba muy difícil saber qué unidad exacta formaba ante nosotros. Los dioses estaban dispuestos a enturbiar las hazañas de los hombres. La llovizna y la poca claridad nos hacían intuir más que asentir. Como es habitual, al extremo de cada ala, César colocó a su caballería. Los atuendos de algunos destacamentos enemigos me llamaron bastante la atención, pues algunos de ellos me resultaban reconocibles a simple vista; por sus monturas y armas, en el ala contraria a donde estaba mi unidad había jinetes que parecían getulos o númidas. Su cabecilla, un hombre moreno de piel, corpulento y barbado, galopó ondeando su blanca capa al viento desde su posición en el extremo del flanco izquierdo hasta el opuesto, donde César había levantado su palio de mando, yendo a su encuentro y charlando animadamente con él a la vista de unos y otros. No sabría decir cuál de aquellos dos formidables equinos resultaba más atractivo y lustroso, el bruno del recién llegado o el bermejo de César, tan acicalado como su amo…
—Señor, esos jinetes no parecen itálicos… ni hispanos —le dije al tal Bestia; mi centurión tampoco le quitaba ojo a aquellos hombres, dándose varazos en la mano en claro signo de impaciencia—. Parece que se conocen; quien los dirige aparenta tener muy buena relación con César.
—Tienes buen ojo, chico; efectivamente, son bárbaros; creo que ese que les encabeza es un tipo importante, un régulo libio. Le he escuchado decir a Velino esta mañana que acababa de incorporarse un importante aliado mauritano al campamento de César.
—¡Bogud! —hablé para mí mismo, dejando que un manojo de preguntas me asaltaran—. ¿Sería él o habría enviado a Sittio? Si era él… ¿Qué estará haciendo otra vez aquí, tan lejos de su reino? ¿Se habrá traído a su favorita con él para agraciar a César?
Desde la hora prima hasta casi medio día permanecimos allí formados, manteniendo en orden las líneas, listos para emprender la lucha y calados hasta los huesos. Nuestros camaradas itálicos lo llevaban peor; al peso de la hamata y el resto del equipo había que añadir el de la túnica empapada, además de una sensación extraña en los pies a causa de tenerlos durante tanto tiempo fríos y embarrados. Padre, ya sabes que a mí no me afecta en demasía el clima frío y húmedo, pues hasta hace solo cuatro años he pasado toda mi vida contigo en los bosques de Beronia, pero algunos de mis compañeros oriundos de tierras más cálidas como las tuyas no podían refrenar la tiritera. Compartía fila con dos hermanos bastetanos que hasta les chasqueaban los dientes.
Obviamente, las dotes adivinatorias de Labieno no fueron muy buenas, pues «aquella lluvia primaveral» —más bien chubasco impertinente— no cesó hasta cerca de mediodía, cayendo sin clemencia sobre el Campus Mundensis durante media mañana. Cuan tenaz fue aquel aguacero para que el estrecho arroyo que separaba ambos ejércitos, exiguo y pedregoso hasta el día anterior, rebosara de agua agitada e, incluso, llegase a desbordarse, anegando la zona más baja de la campiña y convirtiendo sus lindes en una especie de pantano indefinido.
Allí plantados, estando rodeado de gente que sufría más escalofríos que un pescador en Ianuarius, poco podíamos hacer sino esperar. Distraje mi atención en rememorar las situaciones similares a aquella que había vivido desde que salí de casa hace tanto, tanto tiempo. El primer recuerdo que me asaltó fue la tensa y agobiante espera de Pharsalus, muy pareja a la que estaba viviendo en aquel momento; de aquella sofocante pradera de Thessalia pasé sin pensarlo a los nervios que me atenazaron en Thapsus durante la estampida de los elefantes… A pesar de tan dramáticas evocaciones, la llanura de Munda me resultaba muy diferente a todas ellas… y mucho más inquietante.
Algo era diferente a todo lo anterior vivido. No apreciaba a mí alrededor el fulgor de los hombres, ni las típicas bromas entre las centurias para aplacar el miedo que precede a la batalla, ni se escuchaban las ácidas arengas de nuestros legados a lomos de corcel como en anteriores citas… ni siquiera presentía que el ardor irrefrenable tan usual en el enemigo hubiese calado en sus filas. También ellos eran como estatuas insensibles, una barrera difusa de figuras inmóviles y mudas que, al igual que nosotros, aguardaban pacientes el momento fatídico. Parecía como si lo que estaba por venir se tratase de un mero trámite pero, sólo lo parecía, pues aquella presunta apatía no aplacaría el odio y la sinrazón que movía a tantos hombres a jugarse sus vidas por ideales ajenos a su vida y entorno. La terquedad humana es tan extensa como el mar Océano. De nuevo, cerca de cien mil hombres procedentes de las arenas de Libia, las praderas italianas o los bosques celtiberos estábamos separados en dos facciones irreconciliables, todos con los pies enfangados y habiendo soportado incólumes aquel constante aguacero a la espera de que nuestros respectivos legados decidiesen si sería aquel u otro día cuando se pondría fin a tan larga y sangrienta conflagración.
Como en anteriores ocasiones, no estábamos a punto de participar en una contienda entre propios y extraños, sino todo lo contrario; por lo que sabíamos, miembros de las mismas familias, clanes o tribus de toda Hispania nos encontrábamos repartidos entre ambos bandos. Hermanos frente a hermanos, padres frente a hijos, vecinos frente a vecinos, oriundos de este lado de acá del Iberus contra nativos del valle del Betis, descendientes de colonos apulios, samnitas o campanios contra otros coterráneos itálicos recién instalados… Los de Osuna contra los de Ategua, los de Híspalis contra los de Gades… Daba la impresión que nadie había aprendido la lección. Nadie quería recordar las terribles consecuencias que supuso la revuelta de Sertorio para las dos provincias hispanas, y en especial para la asolada Citerior. Cada tribu, clan o ciudad miraba únicamente por sí misma, por su propio interés, apoyando a su favorito en detrimento de un beneficio común.
Una vez más, tras más de veinte años de paz y prosperidad, media Iberia estaba dispuesta a masacrar a la otra media por defender la causa de tal o cual aristócrata romano de verbo fácil y promesa pródiga… y nadie sopesábamos si aquel esfuerzo valdría la pena. Quizá, nadie se lo planteaba; sencillamente éramos fieles a la devotio que habían suscrito nuestros mayores. Miré hacia mis costados; a mí diestra se expandía una cuadrícula de miles de galeae, astas y escudos dispuestos en filas, simples armas romanas y coloridas caetrae oriundas, penachos blancos, negros o escarlatas… todas las combinaciones que uno pueda sospechar se habían dado cita en aquella pradera en la que la tensión de la Historia había enmudecido hasta el trino de los gorriones.
Por el ángulo de los rayos de sol que perforaban el cielo nublado, acerté a pensar que sería mediodía. Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, las tímidas saetas de Apolo fueron perforando las nubes y, con la ayuda de un viento suave que acabó por empujarlas hacia poniente, la luz venció a la oscuridad con la rotunda profusión que relumbra tras la tormenta. Un inmenso arco de colores apareció en lontananza. Cuando parecía que aquel inútil desfile acabaría como otra tentativa más, varios toques roncos de tuba desde retaguardia, seguidos del movimiento pendular de los estandartes de cada centuria, indicaron que había llegado el deseado momento de avanzar. Desde el palio de Pompeyo se había ordenado descender cincuenta pasos hacia el llano. Una nueva provocación. Era obvio que la paciencia de nuestros legados se había agotado y, si a César no le apetecía venirse a las manos, iríamos nosotros a retarle. Aquel movimiento supuso una reacción. Nuestro adversario no se quedó observándonos de brazos cruzados. Los suyos hicieron lo mismo y, tras las instrucciones precisas, sus vanguardias vadearon cómo pudieron, y no sin enormes dificultades, el rumoroso arroyo que separaba ambas líneas y formaron de nuevo ante nosotros.
Como el albor del amanecer desvanece la penumbra, así se tornó el silencio en escándalo. Miles de hombres estábamos en marcha, golpeando con los hierros desenvainados los bordes astillados de nuestros escudos de cuero y metal mientras los oficiales, precedidos por los signa en manos de los bravos portaestandartes a pocos pasos ante nosotros, arengaban la valentía de los suyos y la torpeza de los ajenos a voz en grito. Todos los miembros de la centuria caminábamos al mismo paso del signífero, el cual portaba con orgullo nuestro estandarte coronado con una palma de mano abierta y laureada que refulgía a la nítida luz del sol. Durante el tiempo indefinido que transcurrió entre el sonido metálico de las buccinae al lanzamiento del primer venablo, mil y un pensamientos se apilaron desordenados sobre mi cabeza. Mirase donde mirase, miles de hombres nos encontrábamos dispuestos a solventar a las bravas allí y entonces aquel conflicto que ya se nos había atragantado. De nuevo sentí miedo, pero no a lo desconocido, sino todo lo contrario, a lo que sabía que estaba a punto de suceder…
Padre —por tu edad lo sabrás incluso mejor que yo—, dicen que en momentos así intentas pensar en todo lo bello que te ha sucedido para espantar ese sinsabor, y cierto es que los derroteros de mi mente buscaron los instantes más agradables de mi infancia, como aquellos veranos cuando cazábamos ranas en el río, los bailes de Ataecina o los pasteles de miel y nueces que hacía mi madre para las fiestas de primavera, pero también rememoré con alegría cosas más recientes, como el día que conocí a mi tío Lucio en Ilerda o las sensuales caricias de Varinia. El problema radica en la egregia crueldad de nuestra imaginación, quizá un juguete de los dioses más caprichosos que nos traiciona en cuanto a ellos les place; pronto aquellos agradables pensamientos trocaron en las remembranzas que uno desea eliminar para siempre de su mente y que, recurrentes e imperecederas, vuelven y vuelven como espectros del Averno hasta alterarnos el sueño y hacernos sudar.
Nada pudieron los vivos recuerdos de las inocentes travesuras de pequeño junto a mis amigos en el mercado de Bilibium o la cándida desnudez de mí amada ante las imágenes desgarradoras de mis compañeros aplastados por los elefantes en Thapsus, sus rostros demudados por el pánico, el horrible suicidio de Catón o la ejecución infame y canalla de Pompeyo o mi propio tío… En estas cavilaciones estaba absorto cuando un grito cavernario procedente del centurión Bestia me devolvió drásticamente a la apremiante realidad…
—¡Vamos, muchachos! ¡Adelante! Ahí enfrente tenéis a las nenas de César… ¿Acaso os dan miedo? A mí me dan lástima, porque antes de que se ponga el sol estaré pisoteando sus vísceras… ¡Centuria! Vamos a enviarles un regalito… ¡Un denario para quien le clave su pilo en el culo a César! —y girándose hacia mí, soltó—. ¡Naso! ¡Diles a tus chicos que se preparen para cargar!
El choque se produjo siguiendo los patrones de la guerra convencional. Ambos ejércitos nos comportábamos igual, vestíamos casi igual y atendíamos a instrucciones muy similares de los respectivos centuriones, siendo previsibles los unos y los otros en cada movimiento o táctica. En lo que concierne a los itálicos, sólo algunos distintivos adicionales en las galea y las contraseñas nos diferenciaban del enemigo. Otra cosa eran los auxilia, pues nuestras filas estaban abarrotadas de indígenas de media Hispania meridional dispuestos a saldar alguna deuda de honor familiar con el hijo de Pompeyo.
En cuanto pudimos distinguir las caras horrorizadas de nuestros oponentes, siguiendo las indicaciones de Bestia di orden de lanzar tres descargas de venablos sobre su primera línea. Centenares de jabalinas oscurecieron el cielo en su lenta parábola; aprovechando el efecto letal que supuso aquella triple demoledora cascada de hierro, cargamos contra la línea enemiga, sacando chispas de los hierros, apretando umbo contra umbo y falcando los pies en el barro para no ceder ni un palmo de terreno ganado. Mi encomienda consistía en detener el avance enemigo y hostigar sin descanso a la infantería hasta ser relevado.
Después de un tiempo indeterminado arrojando proyectiles desde retaguardia y sajando extremidades y tendones bajo un sol tan impertinente como lo había sido la lluvia matutina, fuimos reemplazados por nuestros compañeros de segunda fila, procedentes de las cohortes mejor pertrechadas y cuyo objetivo era romper la línea y hacer retroceder al enemigo a golpe de escudo hasta aquel riachuelo. Vi como Aulo, con el rostro enrojecido de rabia y sucio del agua embarrada que le salpicaba al trotar, se disponía a lanzar una carga en cuña contra el centro enemigo, en principio el tramo más débil del contrario compuesto por legionarios bisoños que nunca se las habían visto contra una turma celtibera. Si conseguíamos partir en dos la primera línea de César, su flanco estaría en nuestras manos…
—¡Aulo! ¡Encomiéndate a Lug y a todos los dioses de la oscuridad! ¡Hoy vengaremos la memoria de tu padre! —le grité cuando su destacamento nos rebasó a gran velocidad.
—¡Ruégale tú a Lug por los dos, primo! ¡Por Marte, por nuestros antepasados y por la patria! ¡Caballeros, seguidme! —me respondió blandiendo su gladio y haciendo tirabuzones en el aire.
Instantes después, el destacamento al mando de Aulo Afranio chocó estrepitosamente contra la línea enemiga. Sus oponentes puede que fuesen novatos, pero no estúpidos. A una orden del tribuno al mando de aquella sección, cada centuria colocó sus escudos en diagonal contra el suelo, bien calzados en tierra, asomando las puntas de sus pilos entre ellos; aquella táctica era la más apropiada para resistir un embate de caballería.
Cuando el silbato de Bestia volvió a sonar, nos pusimos de nuevo las galeae, ajustamos las cinchas, desenvainamos alzando nuestros hierros hacia el cielo como las púas de un gran erizo asustado y nos metimos en faena. Estábamos apelotonados, apoyando el escudo en la espalda del compañero a la espera de relevarle en primera línea. El combate era tan directo y encarnizado que no había posibilidad de retirar del campo a los heridos. Los desdichados que sufrían algún pinchazo que les dejase postrados acababan siendo rajados y pisoteados por unos u otros. A menos de un paso de mi destacaba sobre los otros penachos la roja cimera transversal de Bestia junto al signífero de nuestra unidad, despachando empujones con su ancho escudo redondo de oficial mientras segaba brazos y vidas igual que un campesino las mieses en verano.
Cuando se disponía a darnos alguna instrucción adornada con sus cariñosos insultos, de repente, un venablo le atravesó el pecho, asomando su afilada punta por el costado opuesto. Como si fuese un fardo de legumbres, se quedó rígido, cayendo de rodillas e intentando en vano extraerse aquella jabalina que le había inmovilizado. Un veterano bizarro de la Décima, viéndole tan malherido e indefenso, se adelantó de su línea y le asestó un tajo de gladio tan preciso en la base del cuello que su testa saltó por los aires, seguida de un denso borbotón de sangre, desplomándose después su cuerpo inerte sobre el fango. Su cassis, aún asido a su cabeza decapitada, rodó ladera abajo perdiéndose entre decenas de cáligas enemigas. Dos venablos más acertaron de lleno en el pecho y garganta de nuestro portaestandarte. Antes de que su signum cayese al barro, uno de mis hombres se lanzó rodando por los hierbajos, lo tomó en el aire y lo clavó en tierra junto a los cuerpos de aquellos dos valientes, gesto que avivó nuestro coraje para no ceder ni un palmo de terreno más ante aquellos duros legionarios.
Seguíamos enardecidos contra los correosos princeps cuando apareció a nuestra espalda Tito Accio Labieno junto a Casio Velino, caracoleando sobre su negro corcel y espetando órdenes concretas a itálicos e indígenas. Les secundaban dos jóvenes oficiales de vistoso copete, seguidos de un pequeño destacamento de equites. En una de sus prédicas, Labieno se quedó mirándome. Acababa de ser relevado de primera línea y, a pesar de mi presumible pésima apariencia, me reconoció al instante. Llevaba mi galea abollada de un plomo de honda, la cara salpicada de barro y un tajo escandaloso y superficial en el antebrazo me cubría de sangre la mano y la vistosa empuñadura de mi falcata, tintándome de escarlata mi túnica blanca con sus goterones.
—¡Por Hércules! —exclamó Labieno—. Naso, busca luego a mi físico ahí detrás y que te mire eso…
—No es nada, un tajo sin importancia…
—Muchacho, ¿Cómo van las cosas por aquí? —intervino Velino.
—Nos están dando fuerte, domine; cuatro centuriones han caído, incluido el mío hace un momento; de los otros dos no sé nada. A pesar de nuestros esfuerzos, estamos cediendo terreno.
—Ese malnacido hijo de Plutón sigue siendo duro de roer —creí escuchar decirle Labieno a su acompañante, aunque era harto difícil enterarse de algo con tanto estrépito—. Naso, optio Naso, ven aquí y escucha; desde ahora estás al frente de esta cohorte celtíbera. Velino, notifica su ascenso para que lo sepan el resto de oficiales… Has de evitar por todos los medios que este flanco sea rebasado. Hijo, confío en ti; a ver si sacas las agallas de mi amigo Afranio… ¡Llévate a estos cabrones celtiberos y enséñale a las nenas de César de qué estáis hechos! Mientras tú aprietas, yo voy a darle por el culo al calvo donde más le duele… ¡Igual hasta le gusta!
Sería sobre la hora séptima cuando arremetimos de nuevo contra nuestros oponentes con toda la gallardía que pudimos reunir. Nuestro mayor obstáculo fue luchar y vadear el arroyo a la vez. Por un tiempo llevamos las de ganar, es más, dentro del enorme desconcierto que embargó a las líneas enemigas, hubo un momento en el que habría jurado por todos los espíritus del bosque que tuve al mismísimo César a tiro de falárica. No erré en mi presunción, pues era de los pocos hombres que había estado en su presencia y podía reconocerle tanto en su tienda como en primera línea de combate. Efectivamente, nuestro contraataque furibundo había truncado su iniciativa y sus filas estaban descompuestas y retrocediendo, dejando un hueco enorme entre primera y segunda línea en el que se quedó al descubierto el dictador. Su elevada estatura le hacía destacar ante el resto de sus hombres, temerosos y ocultos tras sus escudos desportillados. Estaba sólo, arengando a los suyos con todo tipo de improperios, empapado, con su escasa cabellera alborotada, surcado de chorretones de roña y despachando tajos e insultos a quien se aventurase a desafiarle.
Por la amarga expresión de su rostro desencajado y sus vanas estocadas al aire, parecía luchar más por salvar su vida que su causa. Me pareció escuchar la dura reprimenda que le echó a un grupo de novatos asustados que cedían espacio ante nosotros, habiendo abandonado sobre el légamo sanguinolento sus armas e insignias. Tras detenerles en seco, Cesar se burló de los hijos de Pompeyo con el mismo desaire con el que me decías que Sertorio solía ridiculizar a su padre veinte años atrás…
—¡A dónde creéis que vais! ¿Sois acaso ya las víctimas de ese par de jovenzuelos?
Poco a poco, conscientes del gran peligro que corría el dictador al estar tan expuesto a nuestros proyectiles, varios veteranos de la Décima salieron trotando desde la segunda fila, le alcanzaron y le cubrieron con sus escudos ovalados formando un tosco testudo, repeliendo todo tipo de armas arrojadizas y liquidando a punzadas a quienes se abalanzaban inocentemente sobre ellos.
Las turmae de mi primo seguían sin lograr romper el centro de la cuadrícula enemiga y ningún compañero de fila tenía ni idea de lo que nos depararía el flanco opuesto. Luchábamos sin pensar en nada, aunque siempre era alentador ver aquel ir y venir de tropas de refresco al trote desde retaguardia, claro indicio de que, por el momento, los jinetes enemigos no habían quebrado nuestra formación y el joven Pompeyo seguía moviendo sus reservas en retaguardia para equilibrar las fuerzas. Pensar durante una batalla… privilegio exclusivo de aristócratas; el cisco de primera línea te impide repasar estrategias, tácticas o cualquier otra cosa que no sea evitar que tu oponente te atraviese el pecho.
Labieno, seguramente preso de rabia ante la falta de progresos y careciendo de la visión panorámica del joven Pompeyo, reunió bajo su mando varios destacamentos de jinetes y cargó con denuedo contra los auxiliares que guardaban el flanco de la legión favorita de César, la Décima Equestris. Demasiado tarde se apercibió que su antiguo amigo no había alterado el orden lógico de sus tropas, el mismo de Pharsalus y Thapsus; César estaba dejando que machacásemos a sus novatos de la Tercera Gallica en el flanco izquierdo como cebo y, cuando Labieno vino a ayudarnos a vencer a la Décima, ordenó a su Quinta Alaudae que entrase por el hueco que había dejado el de Piceno. Aquella maniobra invirtió la iniciativa en nuestro flanco derecho, pues la implacable Décima estaba conteniéndonos con encono y provocando con ello un repliegue hacia el campamento desde el ala opuesta que nadie del palio había previsto.
En el fragor de la batalla muchas veces no se comprenden ni las disposiciones del mando, ni siquiera lo que está sucediendo tras de ti; quizá por esta contingencia, muchos de los hombres no entendimos por qué Labieno suspendió su carga contra los auxiliares de la Décima y llevó sus hombres a retaguardia. La mayoría pensaron que huía de nuevo. Como cruel epitafio a una carrera marcada por la desmaña, la leyenda negra de Tito Accio Labieno se expandió entre las tropas por última vez…
—¡Se va! ¡Otra vez se va! ¿No lo veis? ¡Labieno huye! —exclamó un princeps al que le colgaba medio sajada una de las orejas.
—¡Sí, esos gallinas se están retirando! —bramó otro veterano, cuyo gladio rezumaba sangre propia y ajena.
El desconcierto se adueñó de nuestra precaria formación. El resto de unidades vecinas no estaban pasándolo mejor que la mía. Un tribuno al que le faltaban dos dedos de la diestra, con su sagum carmesí hecho harapos y un grasiento jirón de tela anudada cubriéndole la cabeza, intentaba formar una nueva línea juntando a empellones a los huidizos justo pocos passuum detrás de nosotros. Un portaestandarte cayó abatido de un plomazo en la cara y su refulgente signum acabó por tierra, sin que, aquella vez, ningún valiente lo alzase de nuevo. Los pocos centuriones y optios que aún seguían al frente de los hombres de la segunda y tercera cohorte comenzaron a repartir varazos y empujones en un intento infructuoso de mantener cierto orden en las líneas… ¡Nos estaban rebasando!
—¡Tribuno! ¡Los hombres de la primera se están retirando! —le grité, sobreponiendo mi voz al estruendo de metales, alaridos y lamentos que dominaba la campiña.
—¡Retenlos, por todos los dioses, retenlos! Fíjate en ellos, lo tienen muy claro —me espetó el oficial, señalándome con su mano sana a uno de aquellos bregados centuriones—. Si les damos la espalda a las legiones de Cesar, esta tarde cabalgaremos todos juntos… pero en los Elíseos.
—De acuerdo, domine; intentaré frenarlos.
—No lo intentes… ¡Hazlo!
Los acontecimientos que se sucedieron entre mediodía y el atardecer siguen a día de hoy imprecisos en mi memoria. El equilibrio efímero que mantenía cohesionadas nuestras fuerzas se desvaneció cuando tres terribles rumores se propagaron entre las filas con la intensidad de un vendaval: el primero fue la muerte en combate del propretor Varo y el segundo fue la mencionada fuga de Labieno. Ambos hechos conmocionaron a muchos hombres a pesar de no tener trato directo con ellos, pero el rumor que desató nuestra ruina fue el tercero, difundido por una cohorte de relevo procedente de Munda cuyos hombres perjuraban haber visto huir hacia Corduba a los «dioscuros», como les llamaban sarcásticamente algunos oficiales veteranos a los dos hijos de Pompeyo.
A raíz de que aquellas aciagas patrañas fueron del conocimiento de hombres y oficiales, la lucha más o menos ordenada se trocó en miles de combates individuales que originaron una evasión sin concierto. La huida despavorida de secciones enteras de nuestras líneas provocó una matanza como jamás he presenciado, y puedo afirmar que he estado en muchas y muy sangrientas. Tras tantas testas corriendo despavoridas resaltaba un lábaro granate con un toro dorado en manos de un tipo tan fornido que podría haber sido un domador de osos. Era el temido estandarte de la Legión X Equestris en manos de un signífero cubierto por una piel lobuna que aún le hacía parecer más fiero de lo que era. Tras él, un centurión con el pecho lleno de falerae encabezaba una ola de hierro incisivo, impulsada por los princeps y triarios de César, que nos empujaba colina arriba a paso firme y seguro. Sus caligae llenas de barro sólo avanzaban, nunca retrocedían… y su muro de escudos sin fisuras arrollaba a su paso a los oponentes más débiles, que acababan aplastados, atravesados o destripados sobre la castigada hierba de Munda.
Los proyectiles y pinchazos que nos caían por todas direcciones mermaban nuestros efectivos de forma alarmante. Nos estaban aniquilando sin remisión. Los más templados de carácter nos replegábamos en orden, evitando caer en la precipitación e intentando recomponer una especie de línea cada pocos pasos. Teníamos que sortear en nuestro camino lo más nefando que uno pueda llegar a imaginar; moribundos arrastrándose por el lodo conteniendo sus vísceras entre las manos, charcos sanguinolentos y todo género de desperdicios humanos.
Al escándalo, el agotamiento, los insectos y el bochorno se le sumaba otro factor sumamente desagradable: un hedor, dulzón como la muerte y fétido como una letrina atascada, procedente de aquel repulsivo adobe a base de sangre, lodo, orín y excrementos, que agudizaba más aún la siniestra sensación de exterminio total a la que parecíamos avocados. Pude reunir algunos hombres de mi cohorte alrededor de un pequeño montículo. No había tiempo para bajar la guardia y descansar los brazos. Nos separaba un escupitajo de la primera línea de la Décima Equestris. Las caras agrias, severas y violentas que aguardaban tras ella evidenciaban su total ausencia de misericordia nada más cayesen sobre nosotros como un aluvión de aceite hirviendo. Aquellos hombres esgrimían sus hierros con determinación y no parecían dispuestos a cejar en su empeño de darle más trabajo a Caronte.
Cuando pensé que todo estaba perdido y encomendaba mi espíritu a los dioses de nuestros antepasados, Aulo apareció trotando desde retaguardia junto a varios jinetes celtiberos, abriendo con su carga providencial un arco entre nuestros perseguidores y el montículo en el que estábamos dispuestos a inmolarnos…
—¡Sube, primo! ¡Salgamos cuanto antes de este matadero!
—Aulo, ¿Qué coño está pasando ahí detrás?
—¡Nuestro flanco izquierdo se ha roto y Bogud nos está rodeando por el derecho! Ahora deben de estar saqueando el campamento…
—Gracias, pero no pienso dejar a mi gente. Vete tú que puedes; nosotros les retendremos aquí mientras podamos…
—No seas estúpido; mira ahí enfrente… ¿Cuánto crees que vais a poder resistir a esos cabrones? —exclamó alterado mi primo, apuntando con su gladio a quienes estaban a punto de alcanzarnos—. ¡Estamos en el centro de una gran tenaza y tenemos que salir de aquí ya! Tus hombres pueden subir a la grupa de mis jinetes; sacaremos de aquí a todos los que podamos…
No había acabado la frase mi primo cuando una lluvia de dardos esquilmó de nuevo nuestro grupo, matando o malhiriendo a muchos hombres que ya no reaccionaban abatidos por el cansancio… Eran un objetivo fácil; alguno de mis pobres camaradas hubiese cambiado entonces su ligero peto de lino trenzado por la pesada malla de hierro de los itálicos…
—¡Dioses! ¡Me cago en la madre que los parió! —espeté furioso, desviando en el último momento con el umbo del escudo un venablo perdido que por bien poco no me atravesó el pecho—. Vamos, señores, ya habéis escuchado al tribuno Afranio… ¡Rápido! ¡Todos a los caballos!
A pesar de no llover desde media mañana, las aguas turbias del arroyo se habían convertido en un torrente escarlata y la socavada pradera del Campus Mundensis en un inmenso racimo de sufrimiento, aflicción y muerte. Armas inservibles o quebradas, miles de cadáveres, miembros amputados, jadeos agónicos y millones de moscas fastidiosas se esparcían desde el riachuelo hasta nuestras estacas. Quizá sin ser conscientes de ello, la súbita aparición de los jinetes de Bogud había trocado aquella batalla compensada en una tremenda matanza. Como he podido comprobar a la fuerza durante estos últimos años de milicia, un imprevisto siempre trastoca el sutil equilibrio de fuerzas que se haya sostenido durante horas y horas de esfuerzo y duro combate y suele ser la causa determinante que uno de los bandos ceda y se exponga a ser exterminado.
Días después fui consciente de cuál había sido el motivo real de aquella desafortunada maniobra que había confundido a la tropa y quebrado los ánimos de los nuestros. Al escindirse Bogud del flanco izquierdo enemigo, tratar de envolvernos y tomar nuestro campamento, Cneo Pompeyo optó por mover a la caballería de Labieno de punta a punta tras nuestras líneas para contrarrestar la nueva amenaza. Su aborto de ataque y posterior desplazamiento fue malentendido por muchos hombres como un abandono, incluido yo mismo, lo que provocó que nuestras filas se rompiesen en mil pedazos, buscando cada unidad salvarse por su cuenta y riesgo. Una a una, cada legión se descompuso en cohortes, centurias o contubernios sueltos que, desatendiendo las órdenes de la oficialía, intentaban ganar altura para escapar del rodillo de hierro y muerte que paulatinamente las arrinconaba contra los altos de Munda. Nadie de los nuestros sopesó que los jinetes de Bogud se hubieran anticipado a los refuerzos de Labieno, tomado las lomas e impedido que nuestra caballería nos socorriese, poniéndola en fuga. Sufrimos el peor escenario posible; nuestros hombres quedaron atrapados en un triángulo mortal compuesto por los cerros de Munda, nuestra empalizada y los triarios de César…
Con la penumbra malva del ocaso, un halo aterrador se adueñó del Campus Mundensis. Salvo el graznido de los incondicionales carroñeros y el zumbido de una miríada de insectos, nada más se escuchaba en todo aquel llano. Hasta la chusma de oportunistas que siguen a los ejércitos con el perverso fin de repelar a los muertos se habían escondido nada más caer el sol. El rumoroso riachuelo seguía teñido de rojo, y no por reflejar las luces encarnadas del crepúsculo, sino por los modios y modios de sangre indígena, libia y romana que se había vertido durante horas en sus riberas empantanadas. Según el recuento de bajas posterior llevado a cabo por la intendencia de César, unos treinta mil de los nuestros y diez mil de los suyos jamás salieron vivos la pradera de Munda. Esta vez, el dictador no había sufrido unas bajas ridículas en proporción a las nuestras, como sucedió en Pharsalus o Thapsus; esta vez le habíamos dado fuerte, muy fuerte, pero, de nuevo, la gracia de Fortuna, quizá impulsora de su aliado mauritano, le había entregado en mano una victoria muy disputada.
Nuestro descalabro fue contundente y, con la perspectiva que tengo ahora desde este apartado retiro de aquellos hechos fatídicos, pienso que quizá fue el definitivo. No sé si hoy se seguirá luchando contra el usurpador en algún rincón de la República, pero sirva este simple detalle para confirmar mi premonición: las fasces lictoriae, los signa y los flamantes estandartes de nuestras trece legiones acabaron apilados frente al pretorio de César… así como la cabeza de un antiguo camarada de la guerra de las Galias, quien fue su mejor hombre allí y su más acérrimo enemigo aquí. Que la tierra te sea leve, amigo mío, pues sin tu oportuno concurso quizá hubiese sido mi testa la que se hubiese podrido en un gancho del foro de Corduba.
* * *
—¡Hércules invicto!
—¡Marte vengador! ¡Aulo Afranio! Y tú… ¿Quién eres? ¿Eres Antonio Naso? —nos preguntó un tribuno nada más vernos aparecer y responder correctamente a las contraseñas pactadas.
Antorcha en mano y con su equipo hecho trizas, me pareció reconocer a Pacidio; estaba intentando formar varios destacamentos de jinetes con todos los rezagados que íbamos llegando a aquel monte de oliveras…
—Sí, somos nosotros —le respondí—. Por fin, gente conocida que sigue viva; bien nos ha enculado hoy ese cabrón…
Cuando alcanzamos la cima de aquel collado fuimos testigos de un panorama deprimente. A la tenue claridad de las estrellas, una luna triste como nuestros ánimos y unas escasas lumbres, se distinguían varios centenares de heridos, jumentos errantes y hombres agotados de músculo y espíritu y, entre todo aquel muestrario de fracaso, destacaba la estampa del primogénito de Pompeyo, sentado sobre un saliente, decaído, con la cabeza hundida entre los hombros y haciendo trazos erráticos con una vara de sarmiento sobre la tierra. Por las heridas repartidas por su rostro y extremidades, era obvio que no había visto la batalla desde el palio… ni había huido a Corduba como habían dicho aquellos bocazas. Barro, sangre y serosidad se amalgamaban en su cabello ondulado y sus mejillas estaban surcadas de regueros de sudor… o quizá de lágrimas. Su profunda desolación me hizo rememorar los momentos más tristes y aciagos que compartí con su padre tras el desastre de Pharsalus. De nuevo contemplaba la sombra de un gran hombre castigándose por sus errores…
—¿Son estos los únicos supervivientes? —preguntó Aulo buscando la mirada ausente de Cneo Pompeyo. No podía apartar la vista de los despojos humanos que nos rodeaban; no nos resultó atrevido aventurar que, por sus terribles heridas, buena parte de aquellos hombres jamás se levantarían de sus parihuelas.
—Me temo que sí —respondió éste elevando la mirada lentamente; su semblante mostraba una peligrosa combinación de tirria y frustración—. Mi hermano se ha llevado una legión a Corduba; Escápula pensaba seguirnos con los auxiliares, pero esos mauritanos de los cojones le habrán cortado el plan de escape hacia aquí; no habrá tenido más remedio que buscar refugio en la ciudad…
—¿Y Labieno? ¿Dónde está Labieno? —preguntó Aulo desoyendo rumores.
—Muerto, según afirma este hombre —le respondió Pacidio señalando a un herido.
—Así es —intervino un decurión que tenía un ojo vendado con un paño de lana; con su focale hecho un ovillo intentaba atajar la sangre que derramaba sin cesar una profunda herida en la pierna derecha. Tras una pausa para hacerse un torniquete, alzó su cara desencajada y prosiguió—. Perdón, domine, pero esto duele… Entre varios triarios lo tiraron de su caballo delante de nosotros y acabó luchando con ellos a revolcones por el suelo. Mató a cuatro enemigos antes de que lo ensartasen. Murió como un valiente… ¡Que la tierra le sea leve!
—¿Y el resto? —apuntó mi primo—. Dicen que Varo también está muerto…
—Así es; su testa adorna un asta… —contestó impasible el joven Pompeyo— junto a la de Labieno.
—¡No! —exclamé instintivamente; a pesar de nuestras postreras diferencias, juro por todos los dioses inmortales que nunca le deseé nada malo al padre de mi amada—. ¡Dioses! ¡Esto es peor que Thapsus! Sin tropas, ni repuestos, ni legados, por el momento difícilmente estaremos en condiciones de batallar de nuevo…
—Sólo nos queda encerrarnos en Corduba y resistir hasta que encontremos el punto débil de ese cabrón —intervino mi primo.
—Que no os embargue el desaliento, mis fieles amigos —nos respondió Pompeyo con una sonrisa tan sincera como apagada—. Intentemos descansar, que falta nos hace; mañana al alba saldremos hacia Munda… si aún nos es leal.
—Munda es poca recompensa para tan gran esfuerzo —le replicó mi primo.
—Obviamente, Aulo; presiento que su objetivo principal será Corduba, pero para marchar hacia el Betis tiene que dejarse resuelto este grano en el culo. Quizá entre estos valientes, y lo que haya podido salvar Meridio, logremos reunir una legión con la que salir rápidamente de aquí y replegarnos hacia Híspalis. Aún tenemos allí a buenos amigos como Filón, Lenio y…
—Y a Cecilio Níger al frente de las levas lusitanas —apuntó un oficial.
—Exacto, Decio; seguro que nos socorrerá mientras nos reponemos de este duro revés…
—Quizá debiésemos atenernos a la clemencia de César —aventuró el tribuno Pacidio.
Aquel comentario lapidario acalló a todos los presentes. Le conocía bien desde que coincidimos en África; superviviente de Thapsus, era un joven aristócrata de familia senatorial que había esquivado la muerte en varias ocasiones y al que ya le estaba agobiando nuestra nefasta trayectoria en esta cruenta guerra sin finalidad ni sentido.
—¿Clemencia dices? —saltó Pompeyo, arqueando su ceja rota y señalando con un acusado gesto circular a todos los hombres que había esparcidos alrededor nuestro—. ¿Pero dónde has estado hoy, muchacho? Aquí tienes un repertorio de su clemencia…
—César siempre se ha mostrado compasivo con quien le suplica perdón y le rinde pleitesía…
—Ni mentarlo, tribuno.
—Domine, deberías de reflexionar sobre…
—¡Por todos los dioses! ¿Es que no me escuchas? ¡He dicho que ni mentarlo! —explotó de ira Pompeyo; la insistencia de Pacidio terminó por encender su mal carácter como una flama prende en la paja seca—. ¡Escuchadme todos! ¡He dicho todos! Y escuchadme bien; os juro aquí y ahora por el honor de mis antepasados que mientras me quede una sola gota de sangre en las venas, una sola puta gota, seguiré resistiéndome a deberle mi vida a ese tirano. Jamás le entregaré la República en bandeja a semejante arribista… ¡Jamás! Ni soy tan gallina como Cicerón o Bruto, ni pienso llamar al barquero para que venga a por mí como hizo el tan afamado Catón, modelo de virtud y de cobardía. Como hubiese dicho mi padre, si hoy los dioses nos han negado la victoria, aguardaremos a una nueva ocasión más propicia… y tú —prosiguió en su encendida arenga, golpeando con el dedo insistentemente sobre el pecho del tribuno—, Furio Pacidio, no vuelvas nunca jamás a mencionar nada así en mi presencia o te juro por Júpiter que te haré empalar.
—Así sea… domine —le replicó éste y, saludando formalmente, giró sobre sus talones internándose en la oscuridad, sorteando el macabro sembrado de moribundos que nos rodeaban.
La hiriente mirada de reojo con la que Pacidio fulminó al joven Pompeyo no pasó desapercibida para muchos de los que fuimos testigos de aquel desprecio; estaba tan irritado ante la posible rendición propuesta por el tribuno que no fue consciente de que acababa de granjearse un nuevo y rencoroso contendiente.
* * *
No erró en su olfato nuestro legado al intuir los próximos pasos de César. Pero ni él, ni mi primo Aulo, ni nadie de quienes nos rodeaban, hubiésemos llegado nunca a pensar que nuestros adversarios habrían sido capaces de hacer lo que hicieron aquella mañana de hiel y derrota.
Con las primeras luces del alba, los cirujanos de campaña se dedicaron a repasar el estado de su precaria valetudinaria. Tal y como lo había visto hacer en las riberas del Sicoris, uno a uno fueron marcándolos de un color diferente a tenor de su gravedad, dejando a los más desahuciados a su suerte y reservando la poca semilla molida de amapola, bayas de atropa bética[177], agua de sauce y vino que pudimos salvar del campamento para aquellos cuyas lesiones no les llevarían a la pira. Después de las primeras curas nos quedamos sin ovillos de lana pura para taponar heridas, escalpelos, pinzas y empastes para realizar curas, así que los físicos dejaron a la voluntad de los dioses la tarea de separar a los que estaban predestinados a vivir o morir. Todos aquellos que presentaban alguna extremidad amputada o heridas de gravedad asintieron conscientes a su amargo destino. No podrían acompañarnos.
Una vez realizada aquella cruel clasificación, los ciento cincuenta supervivientes de la batalla de Munda marchamos precavidos entre los carrascales hacia el cerro en el que se ubicaba la ciudad. En sintonía con la tarde anterior, un silencio aterrador nos acompañó hasta que pudimos acercarnos a los restos del que fuese nuestro campamento. Cuervos y grajos montaban guardia sobre los cadáveres esparcidos por doquier y aún humeaban los tizones de lo que fue la empalizada. Lánguidamente, un murmullo constante procedente de la otra cara de la ladera fue cobrando fuerza, llegando a ser tan intenso y uniforme como el griterío de un espectáculo festivo…
—Naso y Valerio, acompañadme; quiero asomarme a ver qué coño está pasando ahí detrás y vosotros dos estáis acostumbrados al sigilo; el resto, desmontad y esperadnos a resguardo tras esas retamas…
Poco trecho después, dejamos a nuestras monturas a cubierto en una vaguada que se abría tras la ciudad y fuimos trepando al amparo de un tupido alcornocal hasta que llegamos a una pequeña elevación frente a Munda. Desde allí podíamos otear la llanura sin que se advirtiese nuestra presencia. Lo que vimos entonces nos dejó sin resuello ni palabra. Alrededor de sus murallas, varias cohortes enemigas estaban alzando un nuevo murete para circunvalarlas, pero no con estacas al uso, sino utilizando las armas y los cuerpos empalados de los caídos durante la jornada anterior. Un legado de facciones tan duras como sus ordenanzas imprecaba a unos y otros con el afán de cerrar en el menor tiempo posible tan funesto cerco. No quedó ahí su falta de respeto con los muertos, sino que ordenó jalonar aquella tapia de carne pútrida con las cabezas cercenadas de los nuestros clavadas en astas, macilentas y mostrando sus muecas horrendas hacia la ciudad. No se dignaba ni a espantar las moscas y los cuervos que picoteaban las cuencas de los ojos vacíos de nuestros camaradas caídos…
—¿Quién es ese animal que les dirige? No distingo donde está César…
—No está aquí… ¿ves? no hay más que dos lictores; te apostaría un denario a que es el legado Fabio Máximo —masculló Pompeyo—. Esta atrocidad lleva su sello… Es más, creo que le escuché una vez contar en la Basílica Emilia como algunas tribus galas hacían cosas así para intimidar a sus enemigos; jamás pensé que Máximo se atreviese a utilizar los mismos métodos contra ciudadanos romanos…
—¿Se ha vuelto loco? —espetó el joven Valerio al ver aquella innecesaria muestra de brutalidad.
—No, creo que cumple órdenes; César quiere acabar con esto cuanto antes y es capaz de recurrir a las tretas más deleznables que os podáis imaginar para conseguirlo —nos contestó Pompeyo mientras mordisqueaba una espiga—. Esto va a acabar mal; ahí dentro no habrá víveres ni suministros para todos, sólo civiles amedrentados y un pequeño grupo de legionarios que estarán espantados de lo que están viendo…
Cneo Pompeyo escupió aquel trozo de espiga que le mantenía distraído y se quitó el cassis y el bonete que le cubría su pelo sucio y enmarañado. Sus ojos, al igual que los nuestros, no daban crédito a la aberración que había dispuesto Máximo alrededor de las defensas de Munda…
—Y luego dicen de mí que soy un monstruo sanguinario… Yo jamás habría violado la memoria de mis adversarios con semejante afrenta. Este proceder es indigno de un legado de Roma[178].
—Domine, no tenemos muchas alternativas —comentó Valerio.
—Lo sé, somos pocos para todo, excepto para huir… Atiende; vuelve atrás y llévate un destacamento a Corduba… que te guíe Naso, que se conoce las sendas más seguras y se entiende con los indígenas. Mi hermano ha de saber de esta salvajada, y la ciudadanía cordubense también; hagamos que esta infamia reviente la falsa reputación benévola de la que presume tanto ese hijo de Plutón.
—¿Qué vas a hacer tú? —le pregunté, mirándole a los ojos.
—¿Yo? Hispano preguntón, yo sólo espero que tu querido Varo acabase su faena en Carteia…
Sin saberlo aún nosotros, la suerte de Munda estaba echada. Nada hizo Cneo Pompeyo por socorrerla —siendo francos, nada hubiésemos podido hacer— y ningún gesto hizo el tal Máximo por rendirla sin violencia. Aquellos pobres hombres fieles hasta la muerte resistieron una lluvia de proyectiles incendiarios día y noche durante muchas jornadas hasta que agotaron las reservas de comida y agua y no pudieron soportarlo más. Entonces se produjo el temido asalto final. Las directrices que dejó César eran explícitas y Máximo no titubeó en cumplirlas. Sin supervivientes. La mayoría de aquellos valientes le privaron de ordenar su ejecución. Murieron matando.
Los nuestros no estaban en condiciones de hacer una gran marcha, por lo que Pompeyo optó por tomar el camino del mar y escondernos en algún rincón alejado del valle del Salsum. Dos días después de la batalla, cuando las patrullas del legado Máximo dejaron de incordiar, Valerio y yo cumplimos sus órdenes. Mientras el grupo principal retomó el camino de Ostippo, nosotros cabalgamos discretamente a través de sendas y barrancos hasta llegar a Corduba. Cuando llegamos a los meandros del Betis, comprobamos que el puente y el puerto fluvial estaban atestados de refugiados que intentaban entrar en la ciudad, probablemente granjeros y labriegos de la contornada que huían de la guerra. Barcazas, carromatos, sacas, leña y demás bultos conformaban la tosca barricada sobre la que la milicia cordubesa había montado su primer punto de resistencia. Cuál fue mi sorpresa cuando llegamos ante aquel precario fortín y el oficial al mando del contubernio que regulaba el acceso al puente nos detuvo de muy malas formas…
—¿Dices que eres Lucio Antonio Naso, correo de Cneo Pompeyo?
—Así es, optio… ¿Cuál es el problema?
—Espera aquí; he de revisar unos documentos.
Aquel legionario malcarado se metió en su tienda y se puso a rebuscar entre sus rollos hasta que tomó uno en el que figuraba lo que parecía ser una lista de nombres. Sus hombres no ganaban para empujones e injurias con quienes nos envolvían, apartando con el mango de sus venablos a todos los que intentaban apiñarse frente a la rendija abierta que dosificaba el único vado del Betis en muchas millas a la redonda. Después de releerlo dos veces, se acercó hacia el rincón donde esperábamos…
—Antonio Naso; he de comunicarte que, por orden expresa de la Curia colonial, te está prohibida la entrada en la ciudad.
—¿Cómo? —bramé incrédulo—. ¡Soy un correo de la República!
—Como si fueses un correo del propretor Trebonio. Mira, tengo una tablilla sellada por el legado Cayo Claudio Marcelo confirmando esta orden curial. Lo siento, amigo. Apártate y deja pasar.
—Pero… ¡He de entrar inmediatamente en la ciudad! —exclamé ofendido—. Soy portador de un testimonio de vital importancia para Sexto Pompeyo.
—Pues todavía me lo pones más fácil —me respondió, enrollando su pergamino minuciosamente—. Pompeyo no se encuentra en Corduba; salió ayer tarde de la ciudad, antes de la prima vigilia.
—¿A dónde?
—Esa información no es de tu incumbencia… Eh, tú… ¡Alto! —le espetó a mi compañero de viaje, dispuesto a cruzar el puesto de control, también incrédulo de lo que estaba escuchando—. ¿A dónde crees que vas?
—A Corduba; acompaño a este correo, optio; soy el tribuno Décimo Valerio —le respondió, descubriéndose y mostrando el torques dorado que rodeaba su cuello.
—Salve, tribuno —saludó cuadrándose aquel mequetrefe—. Perdona, tú sí que puedes pasar, pero él no.
—¿Cómo? Déjame ver esa lista…
—Déjalo, Valerio; no creemos más problemas, no es el momento… Te esperaré por aquí, pero… ¿Podrías hacer algo por mí?
Por todos los medios intenté contactar con mi añorada Varinia. Recurrí al tribuno, unté a varios mercaderes para que indagasen su paradero, incluso a algún legionario que conocía del campamento y que entraba y salía a diario de Corduba, pero todo fue en vano. Conocedor de la trágica muerte de Varo en combate, y con la vana excusa de protegerla, supe que Marco Anneo la tenía recluida en su casa, sin acceso a extraños y custodiada noche y día por sus secuaces. Estaba seguro que le debía a él aquella extraña prohibición a que entrase en Corduba. Me sentía solo contra el sino. Ya no podía contar con la ayuda de nadie intramuros; Sexto, en quien confiaba, se encontraba en paradero desconocido y los fieles esclavos de Varinia, Miltho y Balbina, el primero muerto y la segunda desaparecida… y, quizá, si había caído en manos de Anneo, también muerta. Así que, aun pudiendo burlar o sobornar al contubernio de guardia, difícil empresa se presentaba poder acceder a respirar el aire que ella respiraba, a pisar por donde ella pisaba u oler de nuevo la suave fragancia a flores silvestres que emanaba de su lacio cabello.
Tuve que conformarme con acomodarme sobre mi manta de viaje junto a un recodo del ancho Betis, en las ruinas de un molino destartalado a un cuarto de milla río abajo que me daba cierta cobertura de los vientos de la sierra, aún fríos a pesar de estar casi en primavera. En mi zurrón llevaba salchichas secas y medio queso, vituallas para poder pasar una temporada, así que opté por esperar noticias. Una mañana llegó hasta mi refugio un mensajero enviado por Valerio contándome cómo estaban las cosas dentro y aconsejándome que me buscase un nuevo escondite. Según me relató aquel jinete pelendón, el tribuno había conseguido hablar con Marco Anneo, el cual le había se había interesado explícitamente por mí. Si sus sicarios le habían seguido, era hombre muerto. Fue aquel hombre quien me confirmó que Varinia seguía confinada en la casa de los Anneo.
Como una nueva jugada azarosa del destino, quizá aquella obstinada persecución de Marco Anneo salvase mi vida. Estando de cháchara con aquel auxiliar de mi edad, atisbamos en el horizonte como se aproximaba a la ciudad una enorme polvareda desde el lado de allá del Betis. La edad y la experiencia te hacen precavido, por lo que optamos por tomar nuestras monturas y ganar distancia y altura para poder observar sin correr riesgos lo que estaba sucediendo. Lo previsible se convirtió en obvio. Un gran ejército con toda su impedimenta se aproximaba a Corduba; como era de esperar, no era ninguno de los «dioscuros», sino el indeleble Cayo Julio César.
El macabro cerco de Munda fue sólo un agrio aperitivo de lo que iba a pasar poco después en la capital de la Ulterior. Jamás, repito, jamás, podré borrar de mis recuerdos la visión horrenda de aquella hermosa ciudad envuelta en gritos y llamas. En aquella ocasión no hubo negociación, ni hubo cortesías. Dejamos nuestras monturas en un terraplén a cubierto por bosquecillo de higueras y, desde nuestro privilegiado escondrijo a menos de una milla del puerto fluvial, pudimos contemplar cómo las vanguardias de César se enfrentaron a los refuerzos que salieron de Corduba en dirección al puente. Una extensa y estéril escaramuza se libró allí, pues las avanzadas enemigas consiguieron doblegar nuestra resistencia, quemar el reducto, cruzar el puente y levantar sus fortificaciones junto al río, a pocos pasos de los muros de la ciudad, aprovechando algunos muretes de los tinglados portuarios. Se hizo de noche y ambos bandos se encerraron tras sus defensas.
Al día siguiente, un extraño ir y venir de gentes nos tenía desconcertados. Por un lado parecía que las legiones de César estaban tomando posiciones alrededor de Corduba, pero también nos daba la sensación de que algunos legionarios procedentes de la ciudad salían a rendirle pleitesía. Aquella inusual apatía me recordó el motín de Ilerda, cuando ambos bandos parecían haber olvidado sus diferencias y confraternizaban con absoluta normalidad… Hasta que los cordubeses fueron echados a patadas del cerco y un gran estruendo se adueñó del campamento enemigo. Sonaron los gritos y pitidos de los centuriones y varias cohortes salieron al trote tras sus enseñas, formando bien pertrechadas ante las murallas de Corduba…
—No lo hará… No se atreverá a enviar a sus hombres a una matanza segura escalando esos muros; demasiadas bajas para tan incierto resultado.
—Sí que lo va a hacer —le respondí—. Mira allí; esas cohortes se están preparando para algo, y no para la siembra; es sólo cuestión de tiempo que se lancen contra los muros…
Como odio tener razón. Poco después de nuestra discusión, el ronco sonido de las buccinae invadió el valle del Betis. No había duda alguna; era la orden de un ataque por sorpresa que, ni aquel celtibero ni yo, sopesábamos como una conducta cuerda. Miles de hombres estaban prestos a reducir a cenizas la resistencia cordubesa sin más demoras…
—Ese insensato está dispuesto a tomar Corduba a las bravas.
—¡Mierda! —exclamé—. Marco Anneo y todos esos blandengues no resistirán ni el primer asalto… Balceco, espérame aquí hasta la puesta de sol; si no he vuelto por entonces, puedes ir donde te plazca, pues estaremos todos muertos.
Era mi única oportunidad. Durante el asalto nadie repararía en si yo era Lucio Antonio Naso o el mismísimo espíritu de Sila. Ventajas y desventajas de vestir con uniformes parejos. No me lo pensé dos veces. Todos estarían ocupados en cosas más importantes que interesarse en la identidad de quién trepaba por sus murallas. Cabalgué como un rayo atravesando los rectos sembrados que separaban el higueral de la retaguardia enemiga. Cuando estaba a menos de media milla me detuve y me quedé agazapado a la expectativa tras los gruesos muros de una vieja casa abandonada e invadida de follaje.
Desde mi posición podía ver claramente lo que estaba sucediendo ante la Porta Astigitana. Los hombres de César se habían equipado con toscas escalas y garfios, dispuestos a lanzarse al asalto intentando mantener cierto orden al aproximarse a los muros, pero los defensores de Corduba no se lo estaban poniendo nada fácil. Más y más saetas, venablos, piedras e, incluso, tarros incendiarios brotaban desde las almenas, realizando estragos entre las filas enemigas. Sólo algunas formaciones en testudo conseguían repeler los proyectiles ligeros, siendo inútil cualquier maniobra para evitar las piedras y los tarros. Pude ver como uno de aquellos cántaros reventó sobre el techo de escudos de una centuria, derramando el aceite hirviendo sobre los pobres infelices que lo sostenían. Una ráfaga de flechas incendiarias hizo el resto del trabajo. Tras la bocanada de fuego que siguió a las saetas, aquella centuria se convirtió en un gusano ardiente que se descompuso entre mil alaridos.
El fuego, la insistencia y el batir de los troncos acabó por quebrar los goznes y derrumbar las hojas de la Porta Astigitana entre el estrépito de los asaltantes que se relamían ante tan fastuoso botín. Fue en aquel preciso momento cuando tomé de nuevo las riendas de mi corcel y cabalgué raudo y veloz hacia aquel punto conflictivo en el que las defensas de Corduba acababan de ceder. Centenares de combates individuales se amalgamaban en poco más de un saltus a la redonda. Según iba esquivando a unos y a otros en dirección al doble arco, veía como los cordubenses tenían todas las de perder ante unos bravos legionarios bien entrenados y henchidos de moral tras haber protagonizado la mayor carnicería que se conoce sobre suelo hispano.
Entre el zumbido de las saetas, hombres despeñados desde las murallas, hierros en fricción y un escándalo difícil de describir, entré en Corduba. Las calles adyacentes a la ronda de la muralla estaban siendo escenario paralelo de los duros combates que se prodigaban frente a ella. Tal y como había considerado, nadie de mi entorno reparaba en mi presencia, afanados como estaban en salvar sus familias, enseres y vidas de la saña de los asaltantes. Veía entrar y salir legionarios de casas, templos y negocios, reventando puertas, arrastrando de las ropas y pelos a sus moradores hasta la calle y degollándolos sin ningún reparo a la menor resistencia. Hombres y ancianos pasaban rápido por el filo del pugio, pero menos fortuna tenían los niños y, en especial, las muchachas… pues a ellas les esperaba una eternidad de amargo regodeo antes de verter su sangre inocente sobre las losas de Corduba.
Tenía que darme prisa. Si aquellos lobos llegaban antes que yo a la rica casa del raptor de Varinia, de nada habría servido tanto atrevimiento. Tras esquivar varios contubernios enemigos, más entregados a mitigar sus pasiones primarias que a derrotar milicianos cordubeses, conseguí alcanzar el portalón de la casa de Marco Anneo. Se me encogió el alma. Estaba forzado. Sin dudarlo, me así a las crines de mi corcel y, encorvado sobre su cuello, accedí a aquel pequeño patio trasero de tan mal recuerdo. Una pequeña columna de humo negra como el tizón escapaba por el ventanuco de la planta alta y, sobre la tierra batida del patio, había esparcidos varios cadáveres sobre un gran charco cárdeno; aparentemente, por sus ropas ensangrentadas, debían ser parte del servicio de la familia Annea.
Aquella horrenda imagen de muerte y desolación desató todos mis peores espectros. Descabalgué y dejé mi jumento en la cuadra. De repente, escuché un torbellino de carcajadas, gritos agónicos y ruido de loza rota proveniente del interior de la casa. Me quedé quieto, oculto por el maderamen del establo. Un auxiliar alto y rubio que parecía de alguna tribu del norte de los Pyrineos surgió desde el interior de un cobertizo arrastrando de los pelos a una vieja esclava desnuda y magullada. Tenía los ojos hinchados y las costillas enrojecidas de los palos que le habían pegado, quizá más para sonsacarle información que para satisfacer otros instintos más rastreros. Nada más verle me oculté tras un pilar y, en cuanto pasó por mi lado, le tapé la boca con mi mano libre mientras le degollaba de un tajo preciso… ¿Cuántos más de éstos habrá allí dentro?, pensé para mis adentros mientras me limpiaba el pugio en su túnica.
—Mujer, escúchame… ¿Sabes dónde está la hija de Varo? —le pregunté nada más me deshice de aquel sujeto.
La esclava, casi ciega y sollozante, no pudo decirme lo que quería saber. Un borbotón de sangre brotó de su boca. Aquellos salvajes le habían arrancado la lengua como recompensa a su férrea lealtad. Súbitamente, unos nuevos gritos femeninos, más agudos y desesperados que los anteriores, me erizaron la piel. Sonoras risotadas se mezclaban con ellos. No sabía de quien serían aquellos lamentos, ni de dónde procedían, pero todos los espíritus de mis antepasados se amontonaron en mi mente al pensar en que mi amada pudiese estar en peligro…
—¡Varinia! —grité impulsivamente, ignorando si mis gritos podían llamar la atención de algún indeseable—. ¡Varinia! ¿Dónde estás?
Movido por un impulso indescriptible, corrí hacia el peristilo. Al entrar en él me topé de frente con un auxiliar calvo con cara de pollino y cuello de buey que arrastraba una sábana llena de no sé qué rapiñas. Al verme, aquel oso trató de desenfundar en un claro intento de rebanarme el gaznate. Su codicia le envió a reunirse con sus bárbaros ancestros. Si hubiese soltado el fardo, quizá habría tenido una oportunidad de defenderse; pero no la tuvo. Antes de que estuviese dispuesto de blandir su hierro y soltarme un tajo, el filo de mi falcata le sajó el revés de la rodilla, cayendo de frente como un fardo sobre un macetón de hiedra al que hizo trizas; una cuchillada certera en la nuca remató el trabajo.
Proseguí acercándome hacia el lugar de origen de aquellos terribles gritos, aparentemente uno de los triclinios del atrio. Varias mujeres corrían con sus vestidos desgarrados huyendo de un par de auxiliares. Uno de ellos me vio, saltó desde el parterre de la columnata y me asestó una estocada errada que hizo brotar chispas de una pilastra y que, a la vez, le puso de espaldas a mí. Mi finta precisa me salvó la vida y le costó la suya, pues lo descabellé nada más esquivarle. Varios cuerpos tendidos sobre charcos de sangre estaban dispersos entre los mosaicos geométricos del peristilo. Según sorteaba aquellos pobres desgraciados, una arcada comenzó a recorrerme las entrañas. No sólo las mujeres jóvenes habían saciado los apetitos de aquellos miserables; también había varios niños entre aquellos cadáveres enlazados. Madres e hijos habían tomado juntos el último camino, y habían servido por igual de cruel entretenimiento para sus captores.
Un grupo de auxiliares pasó cargando sobre sus hombros varios fardeles y sujetando por la cintura a un par de muchachas que gritaban y pataleaban sin cesar. Discutían a voces como verduleras de mercado, ebrios de todo lo que se puede beber o sentir, en una lengua áspera y gutural que no acabé de reconocer. Obviamente, no eran oriundos de los pueblos de esta parte de Iberia. Un nuevo grito de terror me heló la sangre. Procedía del interior de la casa y, por su tono, temí reconocer quién lo había proferido… pero más temí que se fuese apagando con la misma desgarradora fuerza con la que resonó en entre las estatuas del peristilo.
Nada más salieron aquellos tipos hacia el corral, desenfundé de nuevo silenciosamente el metal y me adentré en la casa. Me asomé a la escalera. Aparentemente, un pequeño incendio se estaba propagando en uno de los cubículos del piso superior; había un cuerpo masculino ardiendo sobre los escalones. El ácido hedor a pelo quemado que desprendía me obligó a taparme la nariz con mi raído focale. Cuando llegué al triclinio desde donde presumía que procedían los gritos, me encontré con la visión más desgarradora de toda la guerra… y de toda mi vida. Allí estaba ella, mi amor, mi querida luciérnaga, la alegría de mi existencia… estaba casi desnuda, apaleada, atravesada a la altura del estómago por una estrecha espada celta y ensartada contra la pared. Uno de aquellos hijos de Plutón todavía seguía poseyéndola, con sus largos braccae[179] de cuadros arrugados y caídos sobre los tobillos, manoseándole los pechos y dándose gusto al mango, jadeando y sudando como un puerco mientras movía su culo blanco y peludo. Varinia estaba inmóvil, con los ojos perdidos y, afortunadamente para ella, ya insensible ante el ultraje del galo mientras su carne inerte seguía soportando aquella última vejación.
Un grito como jamás he vuelto a proferir me desgarró la garganta. Aquel gusano pagó cara mi furia desatada. No atendí a razones. Con un mandoble de falcata le abrí el cráneo como un melón y, a sabiendas de que ya estaba muerto, seguí asestándole estocadas hasta que convertí sus sesos en comida para perros. Como si de un rito a Cibeles se tratase, mi animosidad me empapó de pies a cabeza con su sangre, tanto que hasta me resbalaba por las cejas y me goteaba por la barbilla. Qué horrible apariencia tendría tras culminar aquel acceso de rabia para que dos de sus compinches, alertados por los berridos procedentes del triclinio, nada más verme saliesen corriendo hacia el patio. Uno no llegó muy lejos. Mi falcata silbó por los aires y acabó incrustada en los riñones del más lento. Tomé el arma del primero y, tras perseguirle por media casa, alcancé al segundo. Llegué antes que él al vestíbulo, cerrándole su única salida.
—¡Qué te pasa, hispano! —me dijo aquel tipo mostrándome la sonrisa más sucia que he visto jamás; su acento gutural me corroboró su origen más allá de los Pyrineos—. ¿Es que querías esa putita para ti? ¿No te valían las otras?
—Cállate, puerco, o desearás no haber nacido.
Tras varias fintas, varios amagos y dos pinchazos en falso, mi estocada definitiva le cercenó una mano. Agarrándose el muñón sangrante y revolcándose por el suelo, le prendí de su largo y enmarañado bigote pajizo y le degollé lentamente como a un borrego, regodeándome con cada borbotón que emanaba de su cuello; separé después su cabeza del cuerpo sin miramiento alguno y la dejé pinchada en un gancho con su miembro embutido en la boca…
No soy capaz de recordar con nitidez nada más de los momentos posteriores a mi sanguinario desquite. No sé si sollocé, si grité o si tan sólo la besé lánguidamente por última vez. Lo que sí puedo afirmar es que descargué todo mi odio en aquellos zafios galos, haciendo cosas que no hubiese hecho nunca en un campo de batalla y que desearía que nadie de los que aprecio tuviese jamás que presenciar, y, tras hacerlo, tras segar sus vidas de aquella manera tan brutal y encarnizada, me quedé completamente vacío de fuerzas, de ganas de vivir y de responsabilidades… pero me sentí satisfecho, aunque aquel baño de sangre no pudiese conjurar el agravio que habían cometido.
No lo recuerdo bien, pero es de suponer que apagué aquel conato de incendio en el piso superior, revisé si quedaba alguno de aquellos cabrones suelto por la casa, bajé al triclinio y me quedé allí por tiempo indefinido, con los sentidos bloqueados, arrodillado a sus pies, empapado de su sangre y acariciando compulsivamente su cuerpo ausente de vida y colmado de ultrajes. No escuchaba más que un vacío en el que resonaba mi respiración entrecortada aunque, afuera, en la casa de enfrente, o quizás a pocos pasos detrás de mí, se estuviesen repitiendo por media ciudad escenas tan miserables como la que había vivido.
La puesta de sol no supuso ninguna diferencia. Cuando me desperté de sopetón en la oscuridad de la noche, pude darme cuenta de que los saqueos, violaciones, asesinatos e incendios continuaban por doquier. La palabra conmiseración no entraba en el vocabulario de la oficialía enemiga. La tétrica resonancia del pavor llegó hasta mis oídos colándose por el hueco del atrio. Estaba ileso, entumecido pero indemne. Por algún malicioso capricho de los dioses, ningún camarada de aquellos brutos había vuelto a la domus para degollarme a placer y acabar rápidamente con mi infortunio. Al despabilarme recuperé la consciencia de los horrores que los milicianos de César seguían diseminando por toda la ciudad. Resplandores fugaces, llantos desesperados y voces tintadas de amargura e impotencia seguidas de un coro de carcajadas conformaban el desabrido ambiente que se respiraba en toda Corduba, tan espeso y nauseabundo como el hedor a carne calcinada.
«Antonio Naso, bendito ignorante», me repetía para mis adentros como una condena mientras veía el reflejo de las llamas que devoraban Corduba tintinear en el impluvio; recordé que, de camino a Hispania en la corbita de Hiarbas, pensaba «después de Juba y Escipión, ya lo he visto todo»… ¡Ja! Todos estos años he sido un pobre iluso… En menos de un mes asistí a más muestras de brutalidad, desacato, infamia y perversidad que en cuatro años de guerra abierta. Desde la aplastante derrota de Thapsus todo se había desmadrado y, ni Escipión primero, ni el joven Pompeyo después, ni mucho menos su mutuo oponente, fueron capaces de refrenar sus más abominables métodos para lograr sus fines. Todos ellos vieron en la brutalidad la única forma de alcanzar sus fines; todos nosotros somos cómplices de este abominable imperio de la maldad.
Padre, tu siempre me repetiste hasta la saciedad que temiera más la venganza del débil que la del fuerte, pues suele ser la primera desproporcionada y la segunda magnánima, pero en nuestro caso, abandonados por los dioses y envueltos en una maldita guerra civil en pleno corazón de la Hispania romana, ya no había distinción entre débiles o fuertes; las vidas de miles de hombres dependían de las veleidades de dos tercos aristócratas de posiciones encontradas que no pensaban cejar en su empeño hasta liquidarse mutuamente y encumbrarse al control absoluto de la República. Son tiempos difíciles; el Senado ha sucumbido a los tambores, la palabra al gladio y la bondad a la inquina.
Pensando en aquellas tribulaciones, irrumpió en mi cabeza la vieja máxima con la que un día me respondió el sabio Hipandro, el confidente griego del tío Lucio, cuando le conté lo que Escipión nos ordenó hacer tras tomar aquella ciudad rebelde al norte de Hadrumetum cuyo nombre prefiero no recordar: «Joven Antonio, puede que haya guerras justas, pero nunca hay ejércitos inocentes».
Ya despierto, con los ojos tan abiertos como la lechuza de Atenea, salí con cuidado del triclinio y busqué entre tanto destrozo algo con lo que hacer lumbre. Una lucerna intacta junto a los fogones fue mi único hallazgo. Con la ayuda de mi yesca, un trapo y un poco de aceite de la despensa, conseguí hacerla prender. Portándola en la mano, entré de nuevo en aquella estancia. Allí seguía ella, gris y fría como la noche. Mis ojos estaban tensos y mis dientes rechinaban de ira, sujetando el llanto y la furia respectivamente. Me quedé de nuevo inmóvil junto a mi amada, arrodillado a sus pies y rindiéndole su póstumo homenaje. No había podido decirle en vida cuanto la quería y todo lo que ella era para mí, así que me quedé observándola y cavilando; jamás olvidaré, mientras tenga aliento, el breve epitafio con el que me despedí de ella…
Antes de ti no había nada, después de ti nada más habrá; sin la luz de tus ojos vagaré perdido entre sombras hasta el fin de mis días. Sólo tres cosas podrán mantenerme vivo sabiendo que tú no estás, y son el recuerdo del calor de tu sonrisa, el trino de tu voz y el candor de tus caricias. Varinia, mi dulce e irremplazable Varinia, mi motivo, mi camino y mi desvelo, gracias por haberme hecho sentir el hombre más ufano del mundo. Las miserias de esta guerra ruin y malvada nos han separado en vida pero, si te sirve de consuelo allá donde estés, nadie de los que te han mancillado ha salido vivo de este maldito mausoleo en el que, contra tu voluntad, fuiste confinada. Y si alguno de esos indeseables ha escapado al filo de mi falcata, les rogaré cada día a los espíritus de mis antepasados para que se le pudran las entrañas, se le sequen los humores y las alimañas se alimenten de su mísera carroña.
Varinia, mi amada Varinia, mi luz eterna y mi guía, has de saber que siempre te querré.
Espero que los dioses sean indulgentes y me permitan reunirme pronto contigo para que podamos pasear juntos de nuevo por los Elíseos.>
Que la tierra te sea leve, amor mío.
Tras secarme el llanto, descolgué su cuerpo frío e inerte, la tumbé sobre uno de los lechos del triclinio, limpié como pude la sangre de su rostro y sus laceraciones y la ceñí con lo más decente que pude encontrar rebuscando en sus arcones. Una palidez extrema, casi cerúlea, se había apoderado de su hermoso rostro. Aun así, ausente de vida y calor, seguía siendo la mujer más bella del mundo. Escudriñé en mi bolsa en busca de algún sestercio con el que pagarle el viaje al barquero. Dos viejos denarios de Metelo tuvieron el honor de cubrir sus grandes ojos verdes. Cuando mi ánimo estuvo preparado, tomé de su dedo anular la sortija que le regalé, rocié con un poco de aceite del lampadario la mortaja improvisada con la que la había cubierto, le imploré de rodillas a todos los dioses subterráneos por su espíritu y, en paz con el inframundo, le arrimé la lucerna. El fuego purificador envolvió su palla, devoró su cuerpo ya rígido y engulló junto a su carne aquella pérfida casa en la que un demente la dejó atrapada y cuyo recelo infantil provocó su muerte; si me hubiese topado de cara en aquel instante al cretino de Marco Anneo lo habría empalado y quemado vivo junto a ella.
Los galos pagaron mi furia, pero no mi desasosiego. Semejante revés del destino me insufló unas ganas irrefrenables de matar a cuantos afines a nuestro intransigente enemigo se cruzasen en mi camino, hubiese o no tenido algo que ver en aquella atrocidad. Pero una cosa es dejarse arrastrar por la locura y otra muy distinta entregarse a un absurdo e inútil sacrificio. Corduba era causa perdida. Muertos y más muertos se apilaban por las calles, pisoteados y orinados por grupos de legionarios y auxiliares ebrios que mostraban menos respeto por los vencidos del que mostró Fabio Máximo en su peculiar y macabro cerco de Munda, aunque juraría por todos los dioses que algún superviviente, y más siendo mujer, habría tomado voluntariamente la barca de Caronte antes de soportar en sus carnes la insaciable salacidad de los vencedores… Vae Victis!, pensé, extrayendo aquella frase sucinta de mi tío en África que daba vueltas a mi conciencia cada vez que tenía que esquivar las atrocidades que los hombres de César estaban cometiendo en cada rincón de la ciudad.
Cuando conseguí salir de aquel Tártaro hispano a la medida de nuestros anteriores desmanes y ganar un poco de altura, me quedé absorto viendo el horror hecho retrato. Las hogueras que salpicaban Corduba iluminaban todo el valle del Betis, cuya serenidad nocturna había dado paso a una amalgama de gritos que se disipaban en el aire. Como el picotazo de una harpía, así volvió a mi mente la imagen de Varinia. Me agaché sobre la hierba seca de aquel collado y, tomando en la mano un puñado de aquella tierra ultrajada, saqué mi pugio y me hice un corte en la palma de la mano. Varias gotas de mi sangre escaparon entre mis dedos, tizando la sortija de Varinia que mantenía apretada entre ellos, y cayeron sobre el polvo; sin bajar la vista de Corduba, me repetí para mí mismo: «Cayo Julio César, malnacido insaciable y cruel, aquí, bajo la cúpula de los cielos, le ofrendo a los dioses del inframundo mi sangre y mi espíritu para que me permitan vivir hasta verte a ti como hoy he tenido que ver a Varinia a causa de tu ambición e infamia, lacerada tu piel y tus entrañas; así mueras encharcado en tu propia sangre y tu espíritu vague por mil años en la Estigia. Juro aquí y ahora por todos mis antepasados que cada día les rogaré y haré sacrificios para que mis deseos sean cumplidos. Maldito seas y maldita sea tu descendencia».
Con Sexto Pompeyo en paradero desconocido, Corduba asolada y nuestras legiones aniquiladas, dispersas o cautivas, sólo me quedaba una opción lógica para poder saciar mi sed de venganza; alcanzar a su hermano antes de que llegase a la costa. Puse la sortija en la bolsita que sigue pendiendo de mi cuello y llegué hasta donde seguía mi montura.
* * *
Logré mi propósito la tarde anterior a que viésemos el mar; tardé casi tres días en cabalgar sin tregua ni reposo, parando sólo a descansar desde la puesta de sol al alba, las casi ciento setenta mille passuum que separaban Corduba del bajo Barbesula. Viajaba sólo y maltrecho, por lo que tomé un camino que evitase molestas compañías. Dejando a un lado las calzadas más transitadas, salvé el cauce del Singilis a pocas mille passuum de Astigi, en el vado donde confluye con el río de Ipagro, atravesé al galope los trigales de Astapa hasta subir a las fuentes del Chryesus[180], superé la agreste serranía de Anticaria rodeando Arunda y descendí hacia el mar por el camino de Acinipo. Ya anochecía cuando pude ver las columnas de humo que se elevaban hacia el cielo desde el interior de un pequeño campamento en lo alto de una colina, justo donde las montañas bástulas se separan del curso del río. El centinela de guardia me reconoció nada más verme y me indicó dónde estaba plantada la tienda en la que me encontré rebanando un plato de potaje a Cneo Pompeyo, a mi primo, al tribuno Pacidio y a un centurión tuerto al que no conocía…
—Salve, Cneo Pompeyo; vengo dispuesto a reincorporarme cuanto antes a mis tareas…
—¡Naso! ¡Qué grata sorpresa! Terco berón, haz el favor, siéntate aquí con nosotros —me respondió Pompeyo con los ojos vidriosos, señalándome una silla de tijera provista de un cómodo cojín.
—Gracias, domine; de verdad que te lo agradezco, tengo el culo dolorido de tanto cabalgar…
—¡Diodoro! ¡Qué le traigan a este hombre algo de beber! —exclamó el aludido, girándose hacia el rincón en el que su asistente permanecía estático a la espera de recibir instrucciones—. Amigo, no podré ofrecerte un Falerno, así que tendrás que conformarte con este tinte que ha conseguido mi asistente en una aldea de por aquí.
—Como si es agua sucia; lo importante no es el vino, sino la compañía.
—¡Je! Por todos los dioses… algo así me habría contestado tu tío… ¡Ah! Pulo, por si no te lo he contado, este chico es el primo hispano de Aulo Afranio —le aclaró al centurión—. Seguramente, si fueses un hombre de temple más débil ya habrías desertado o, quizá, estarías ahora arrodillado frente a César suplicándole por tu vida a cambio de venderle mi cabeza… pero tú, por Hércules, das ejemplo de la tozudez que le atribuyen a todos los guerreros de tus tierras; Aulo, tu primo hispano es un cabezota de verdad…
—Sí que lo es… terco como una mula; aunque su padre fuera romano, ha sacado la obstinación de su madre berona —comentó Aulo, dándome una palmada en el hombro.
—Me lo tomo como un cumplido, domine; ya sabes que juré fidelidad absoluta a la causa de mi tío, que fue también la de tu padre y que ahora es la tuya —le contesté, devolviéndole cariñosamente el saludo a mi primo. Tenía las mejillas rojas; ponía buena cara a pesar de tanto revés del destino, quizá por el número de cucharadas de potaje o copas de vino que llevaba en la panza.
—Estos son tiempos abyectos, quedan pocos hombres de espíritu íntegro como tú. Pero… no te esperábamos tan pronto de vuelta… ¿Pudiste informar a mi hermano y a esos timoratos de lo sucedido en Munda?
—¿Cómo ha sentado la noticia en Corduba? —añadió Pacidio.
—¿Corduba dices? Me temo que no estáis al corriente de lo que ha pasado… —le contesté impulsivamente; por la sorpresa que mostraron las caras de todos los presentes según iba hablando, parecían no tener idea de nada de lo sucedido.
—¿Lo qué ha pasado? —exclamó el tribuno—. ¿Qué es lo que ha pasado? Naso, desde que salimos de Munda, no nos hemos cruzado con nadie procedente de Corduba…
—¡Corduba! —suspiré, recordando de repente todo lo que intentaba eliminar de mi memoria sin ningún éxito; me quedé mirando al joven Pompeyo, supongo que con un semblante que evidenciaba mi ansiedad…—. Creo que tu hermano debe de estar vivo; Sexto salió de la ciudad días antes del asalto de César, pero nadie de la guarnición supo decirme a dónde se dirigió. Personalmente, supongo que habrá tomado camino hacia la Celtiberia en busca de nuevos refuerzos; del resto, sólo los dioses sabrán…
—¿Asalto de César? ¿Corduba ha caído? —inquirió aquel centurión veterano—. ¡Hijos de Plutón, muchacho! ¡Sé más preciso!
—Arrasada, domine; no me atrevo a hacer balance, pero te juraría por la honra de mis antepasados que media ciudad habrá sido pasada por las armas y consumida por el fuego… ¡Hasta Marte estará empachado de tanta sangre ofrendada!
Todos enmudecieron nada más les confirmé sus peores presentimientos. Pompeyo se llevó las manos a la cabeza, cardándose el cabello entre los dedos y quedándose absorto con la mirada fija en su cuenco de garbanzos; el centurión tuerto maldijo a Hércules y a toda su prole, mi primo se quedó a medio sorbo y Pacidio, el más sereno de todos los presentes, dejó de tamborilear con sus dedos sobre la mesa, tomó un par de gruesas aceitunas partidas de un ancho cuenco de barro y, tras roerlas sin prisas, escupió sus huesos al suelo…
—¡Ag! Están aún agrias… qué malas son las prisas; eres portador de muy malas noticias, hispano… no sé si será sensato que los hombres participen de ellas.
—Sensato o no, si no lo saben por nosotros, pronto lo sabrán por arrieros o desertores; no es momento de debilitar la confianza de los nuestros, mejor que seas tú quien se lo diga cuanto antes —apuntó mi primo, dirigiendo su mirada inquisitiva hacia Pompeyo.
El aludido tomó su copa favorita, la de las ninfas y los sátiros, la colmó del vino local que nos acababa de traer Diodoro y la apuró de un solo trago. Se quedó mirándola pasmado, jugando con una gota furtiva que resbaló entre el relieve de Pan y cayó sobre su escudilla. Estaba empalidecido, y no debía ser por los efectos de aquel vino bizarro, pues sudaba copiosamente a pesar de ser una noche más bien fresca. Le noté muy desastrado, mal afeitado y enroscado en una andrajosa penula de lana. Después de pasarse el dorso de la mano por los labios, expuso…
—Confianza… sensatez… lealtad, qué bonitas palabras para tiempos tan difíciles. Veremos cómo nos reciben mañana nuestros amigos de Carteia; según vea, optaré por mantener este nuevo infortunio en secreto durante unos días más o hacerlo público allí mismo.
—Me parece un poco imprudente —agregó Pacidio—. Nuestros hombres necesitan esperanza…
—Eso lo decidiré yo, tribuno —le replicó Pompeyo con su tono más agrio—. Seré yo el que solvente quien debe saber y qué.
—«Siempre y cuando nadie se me haya adelantado» —pensé para mí, evitando montar una gresca inútil con semejante comentario cínico y subversivo.
Después aquella cena frugal compartiendo unos tragos más tratando de rebajar la tirantez que se había apoderado de la conversación, Aulo y yo nos despedimos de un Pompeyo destemplado, medio ebrio, tapado con una manta y absorto en sus cavilaciones tras recibir mis terribles noticias. Pacidio no se quedó ni un instante más en la tienda. Nada más intuyó que nos íbamos, saludó formalmente y se retiró. Para rebajar los efluvios de aquel vino áspero y potente, dimos juntos un paseo al tibio frescor de la noche bástula. Mi primo me sonsacó toda la información que pudo sobre lo acaecido en Corduba. Le conté lo ocurrido con Marco Anneo, su pueril prohibición a que entrase en la ciudad… y el terrible hallazgo que hice en su casa cuando todo se vino abajo.
Padre, no te negaré que me fue imposible contener el llanto al revivir en mis palabras la horrorosa muerte de Varinia. No sé si mi comportamiento fue digno de un guerrero, pero sé que es digno y propio de alguien que ha amado. Allá lejos, a cientos de mille passuum de nuestros viñedos y bajo el sereno cielo nocturno que cubre las tierras bástulas, me derrumbé. Aulo, como siempre, fue quien me escuchó, me sostuvo y me dio ánimos para ser fuerte y seguir adelante. Sólo existe ese camino. Él comprendía mi dolor, pues también tuvo que abandonar forzosamente a su amante uticense cuando nos vimos obligados a evacuar la ciudad… y, desde entonces, casi hacía un año, nada más había sabido de ella. Consciente de lo que ocurrió en Útica cuando nos fuimos, Aulo se temía lo peor…
Al día siguiente levantamos tiendas y seguimos río abajo, recorriendo la corta distancia que nos restaba cubrir para alcanzar nuestro destino. Nada más coronamos el pequeño cerro que la guarda, apareció ante nosotros la calzada de Salduba, sinuosa como una lengua de tierra que ciñe viñedos y olivares y que, en su extremo más occidental, muere en las puertas de la colonia latina más antigua de toda Hispania: Carteia. Meses atrás me había contado el joven Pompeyo que aquella ciudad había sido fundada por el pretor Lucio Canuleyo en tiempos de las guerras macedónicas para alojar a sus cuatro mil auxiliares híbridos, hijos de mujeres indígenas y aliados latinos. Era un día nítido y luminoso que aumentaba la belleza del entorno. Por encima de los muros ocres y la tupida arboleda que abraza la ciudad por levante, destacaba el relieve triangular del friso y la columnata blanca del templo de Júpiter, perfectamente recortada contra el horizonte azul en el que se funden cielo y mar. Como grandioso fondo, preside la bahía la imponente mole de piedra del peñón de Calpe, el guardián hispano del Fretum Gaditanum…
Sólo hubo una oscura mota que enturbió aquel radiante día de primavera. Al fin se despejó la causa de aquellos escalofríos que padecía Cneo Pompeyo. Una de las heridas que había sufrido en Munda, en concreto un pinchazo profundo en la pierna izquierda, se le había hinchado, enrojecido y comenzaba a supurar pus. Seguía sudando como un galeote y, a pesar del buen tiempo, tiritaba por el efecto de unas fiebres que Diodoro y sus constantes paños fríos no conseguían mitigar. A causa de aquel mal, Pompeyo perdió el conocimiento y se cayó de su montura. Todos corrimos a atenderle, incluido su físico. Tras examinarle a conciencia la herida, limpiársela con vinagre y vendársela de nuevo, el médico de campaña nos desaconsejó que siguiésemos marchando a lomos de jumento por aquellos pedregales y nos recomendó encarecidamente que desanduviésemos camino y que el enfermo reposase sin falta en un pequeño puesto que habíamos dejado media milla atrás en la calzada, justo en el cruce del camino de Mellaria.
—Naso, tenéis que encontrar Publio Calvicio —me farfulló Pompeyo, tomándome del brazo nada más pudimos tumbarlo en uno de los cubículos anexos de aquella mutatio; estaba ardiendo y sus ojos habían perdido todo el furor que contenían—. Fue un gran amigo de mi padre y… creo que aún vive a las afueras de Mellaria. Recuerda, Publio Calvicio; sólo él podrá conseguir al mejor matasanos de toda la Turdetania.
—Cneo, yo mismo iré a buscarle —le contesté, asestando con mi mirada y apretándole las manos—. Saldré ahora mismo hacia allí; mientras tanto, Aulo cuidará de ti…
—Descuida, primo; acamparemos aquí hasta recibir noticia tuya.
Así fue como, sin tenerlo previsto en nuestro itinerario, llegamos ante las hermosas playas de Mellaria. Es ésta una ciudad pequeña ubicada en un cabo próximo a un islote al otro lado de las Columnas, muy cerca de las afamadas factorías de salazones y garo de Baelo. Como Pompeyo no podía apenas caminar, Calvicio nos envió una litera para transportarle cómodamente hasta su fundus. Por aquel olvidado rincón del mundo debe de estar la morada de Eolo, pues jamás he tenido que soportar un viento tan tenaz en ningún otro lugar del Mar Interno como en Mellaria. Por dos veces, aquellas violentas rachas estuvieron a punto de tumbar el palanquín en el que reposaba Pompeyo; suerte que los ocho lecticiarios que lo acarreaban tenían unos hombros como los de Atlas. El inmutable céfiro lo condiciona todo en aquellos parajes, ensalza los tonos del mar y la tierra, estira la maleza y hasta moldea los pinos y las retamas. No he visto arenas tan blancas como aquellas ni en las inmensas playas de Libia…
En menos de un día cubrimos el serpenteante camino que separaba la mutatio del campo de Mellaria y alcanzamos la enorme villa del tal Calvicio. Se erige en un sobrio fundus próximo a la playa en el que, además de tener centenares de yugadas de viñedos y oliveras en sus laderas, también se fabrican salazones y salsas de pescado en una factoría contigua a la villa que da a un tosco amarradero de carga y descarga. Cerca de la ensenada, alzándose sobre los cultivos y almacenes y resguardada del viento por las arboladas de cipreses e higueras que la encierran, se encuentra la casa donde mora Publio Calvicio, antiguo cuestor del gran Pompeyo[181].
Cerca de diez días estuvimos alojados allí. La inflamación de la pierna descendió gracias a los cuidados de un físico como jamás había visto antes; era ya un hombre cercano a la ancianidad, pero no por ello se desenvolvía con tremenda destreza; no parecía el típico viejo fastidiado y gruñón, más bien una especie de sacerdote oriental con un temple envidiable. Su cabeza rasurada, la ausencia de cejas y el color cetrino de su piel hacían difícil determinar cuál sería su edad exacta. Vestía ropas extrañas; un manto largo y oscuro dejado caer sobre una bata de lino sin tintar le confería un aspecto casi hierático. Sólo destacaba en aquel sobrio atuendo una especie de focale de lino tintado que cubría su cuello. Le ayudaban en sus curas un par de secuaces, más negros de piel que los garamantes del sur de Libia, que eran los encargados de acarrear a sus anchas espaldas los ungüentos, utensilios, empastes y demás potingues que sólo los de su clase saben utilizar. Me resultaba curioso ver como antes y después de abrir la herida y lavarla con un líquido aromático, oscuro y denso, ordenaba a sus esbirros que hirviesen sus escalpelos, agujas y pinzas. Durante estos últimos años he visto muchos majaderos declamando las maravillas de sus remedios en puertos y ciudades, incluso alguno arrancando muelas con pericia y empastes fabulosos, pero aquel tipo era diferente a todos ellos. Tras una de sus frecuentes visitas, Aulo, que me perjuró por sus lares haber visto a su padre alguna vez hablando con a aquel misterioso individuo durante su infancia en Tarraco, se interesó por el estado de nuestro comandante…
—¿Se pondrá bien? —le interpeló mi primo mientras un esclavo le sostenía un barreño en el que acababa de lavarse las manos.
—Progresa adecuadamente, pero la fiebre no remite; debe guardar reposo y tomarse esta infusión de centarium y corteza molida de salix tres veces al día —respondió aquel tipo en un latín muy afectado, señalando con su dedo sarmentoso los tarros que sostenía uno de sus servidores—. Si seguís mis instrucciones a rajatabla, el joven Pompeyo vivirá para contarlo pero, si no me hacéis caso, el barquero vendrá a por él en unos días…
—¿De dónde eres? —le pregunté indiscreto—. Tu acento y tu apariencia resultarían muy exóticos en mi tierra…
—Soy ciudadano de la Ecúmene, muchacho. La vejez es tan cruel como los dioses; dentro de poco ya no recordaré ni dónde estuve ayer, pero siempre recordaré de dónde he sido. Te diré que nací y viví en Alejandría, que he viajado por todo el Gran Verde, que pasé muchos años en Valentia y, después de la guerra, en Dianium…
—¿Has dicho Valentia? —corté súbitamente su perorata.
—Sí, Valentia; era una bella ciudad en la costa edetana de la que sólo quedan muros desconchados, calles encharcadas y columnas sin vida… Como otras, fue devorada por las represalias y el rencor.
—Su familia era de allí —le apuntó mi primo—. Creo que te conozco; soy Aulo Afranio, hijo del cónsul Afranio, y él es mi primo Naso.
—Te saludo, joven Afranio; no puedes negarlo, te pareces mucho a tu padre, pero… ¿cómo has dicho que se llama tu primo?
—Soy Lucio Antonio Naso —le respondí rotundo y en voz más alta; puede que la sordera sea su única dolencia.
—¡Serapis, reencarnación de la Luz y la Sabiduría! —prorrumpió el viejo egipcio, haciendo unos gestos extraños hacia las alturas y palpándose un extraño símbolo parecido a un ojo que pendía de su cuello—. ¿Has dicho Antonio Naso?
—Sí, soy el hijo de Cayo Antonio Naso… ¿De qué te suena mi nombre?
El físico me tomó con firmeza de los antebrazos y, mirándome sin pestañear a los ojos, emocionado por no sabía qué, me dijo solemnemente:
—Lucio Antonio… chico, te llamas como tú tío. Hace ya muchos años, conocí a tu padre; él me salvó la vida. Fue un gran hombre…
—No lo fue, lo es —le corregí—. Espero que pueda reunirme pronto con él en nuestra casa de Bilibium.
—¡Está vivo! —exclamó—. Los dioses son caprichosos… No sabes la alegría que me has dado, muchacho; has de saber que mi nombre es Menufeth… Menufeth de Alejandría. Si tus obligaciones te lo permiten, ven sobre la puesta de sol a cenar hoy conmigo al «Tritón», el thermopolio donde me hospedo. Está frente a la gran factoría de salazones de Mellaria; el dueño es un tipo amable y pone buen vino local.
Acudí puntual a la cita. Aquella cálida conversación con el viejo médico me hizo conocer nuevos pasajes de tu vida que desconocía… y, cuando los dioses nos permitan reunirnos de nuevo, podré contarte muchas más cosas de él, de los negocios de tu hermano, de su etapa como físico de un trierarca cilicio llamado Bomílcar en Dianium y de qué le deparó la vida tras la limpieza de piratas que los legados de Pompeyo el Grande realizaron por todo el litoral del levante hispano después de la guerra.
Menufeth nos demostró ser un médico portentoso, gran conocedor de muchos remedios contra los malos humores y de los estragos que la guerra produce en las carnes y ánimos; era obvia su experiencia de largos años al servicio de las Águilas como físico de campaña. Su receta de hierbas y semillas hervidas con vino fue todo un éxito y Cneo Pompeyo pudo volver a andar en unos pocos días. Su fiebre desapareció totalmente tres días después y poco a poco recuperó el apetito… y el mal carácter. El problema fue que, según mejoraba su salud, empeoraba la de la causa. Noticias inquietantes iban filtrándose por el territorio de forma continua… pero sesgadas y partidistas, encendiendo los ánimos de los proclives a César que había en la zona. El ambiente se enrareció tanto que un atardecer tuvimos que salir de callada de la villa de Calvicio, pues uno de sus agentes nos reveló con urgencia que el ordo de Mellaria le había declarado su amistad al dictador y le había enviado aviso de dónde estábamos ocultos. No nos quedaba más salida que el mar, así que, a la tenue luz de una luna menguada, tomamos la senda de Carteia.
Sería la hora secunda cuando dejamos forrajeando nuestras monturas en un establo próximo a las puertas. La ciudad estaba tan agitada como las fuertes corrientes que discurren entre las Columnas, mostrando todos los comercios y templos paños de vivos colores, hojas de palma trenzadas y guirnaldas en sus puertas y cornisas. Mercaderes, magistrados, mujeres de cháchara o simples esclavos haciendo encargos, todos por igual enmudecieron y permanecieron observándonos atónitos cuando hollamos las losas del decumano en dirección al foro. Evidentemente, las noticias del descalabro de Munda ya habían llegado a la ciudad e iban de boca en boca entre sus habitantes. En los soportales, en el mostrador de cada taberna o en las escalinatas de los templos y edificios públicos, nuestro paso desataba murmullos. Caminaba erguido, equipado como un mercenario, con la vista al frente y rogando a mis manes que fuese sólo aquel primer desastre de Munda el que hubiese llegado a sus oídos…
Después de realizar las presentaciones de rigor ante la magistratura local, un edil llamado Fulvio Aselio nos invitó muy cortésmente a no perturbar la armonía de la colonia en plenas Megalenses e instalarnos junto a nuestros compañeros del classis ibericus[182] en las dependencias militares del puerto. Aquel gesto no me gustó nada, y más recién sucedido lo de Mellaria, pero no estábamos en condiciones de poder exigir. Al conocer el lugar indicado por mi anterior visita a Varo, Pompeyo no tuvo ningún inconveniente en que Pacidio y sus hombres se explayaran unas horas de permiso por las cauponae y lupanares del arrabal portuario mientras Aulo, él y yo tomamos de nuevo nuestras monturas y recorrimos el huerto de oliveras que flanquea el escaso cuarto de milla que separa el barrio del puerto de las instalaciones de la armada en la rada de Carteia. Frente al curvo y ancho arenal que se extiende a la derecha de la desembocadura del río estaban fondeados al pairo cuatro decenas de navíos de guerra; treinta trirremes, esbeltos y relucientes, cinco birremes y varias pequeñas liburnas de patrulla. El fulgor y bella factura de alguno de ellos denotaba su reciente botadura. Los astilleros seguían imbuidos por la misma actividad de siempre: esclavos acarreando víveres y municiones desde los almacenes al vientre de las naves, otros calafateando y los más ejercitándose sobre las cubiertas de los trirreme usando un viejo mecanismo retráctil de asalto al que llaman cuervo; allá donde mirases había haces de venablos cortos y saetas, marmitas de brea y sogas bastetanas con las que curar las maderas de los cascos y reemplazar los cordajes más ajados. Un centurión veterano pasó al trote al frente de sus hombres, canturreando mientras ejercitaba a su centuria.
Nada más llegar ante la baja empalizada que delimitaba el área militar, un alto oficial seguido de su discreto asistente salió desde uno de los barracones y vino directo hacia nosotros; le reconocí, era el prefecto de la armada…
—Mis respetos, Cneo Pompeyo —saludó marcialmente aquel oficial—. Soy Cayo Sempronio, actual prefecto del classis ibericus; acabo de recibir un mensajero de la Curia alertándome de tu llegada.
—Salve, Prefecto… Veo que no estás aburrido… ¿Cómo tenemos estos trirremes?
—En perfecto estado de revista, domine. Júzgalo por ti mismo…
—Imponentes, desde luego; relucen como los rayos de Júpiter.
—Así es; todos estos que ves fondeados ya están terminados y a la espera de entrar en acción. Los saco de maniobras cada mes. El Juno y el Fortuna están aún en astilleros y, en este momento, justo allí detrás, están calafateando el Victoria y el Cástor. Sus reparaciones nos han dado mucho trabajo. Estaban destrozados; no sé ni cómo no se le hundieron a Varo frente a Portus Albus[183]…
—¿Os ha llegado últimamente alguna noticia del interior o de Roma?
—Hace dos días llegó desde Sicilia el Perseo. Nada en particular que no sepamos; sólo trajo alguna correspondencia privada de la urbe, domine. Precisamente, estaba a punto de enviar un correo a Corduba para hacerte llegar una carta a tu atención; es de tu esposa.
—Claudia… —masculló meditabundo el joven Pompeyo observando el dorado reflejo del sol sobre las quietas aguas de la bahía—. Llevo ya tres años sin estar a su lado… ¿Tienes familia, Sempronio?
—Esposa y dos hijos, domine; no les veo desde hace cuatro Saturnalia…
—Cuatro Saturnalia… Eso es mucho tiempo. También tendrás ganas de reunirte con ellos; espero que acabemos de una vez con esto y podamos volver pronto a casa —expuso Cneo en un tono nostálgico al que mi primo y yo no estábamos acostumbrados—. Pero, para volver con nuestras familias tenemos que ganar antes una guerra. Sempronio, enséñame a fondo estas instalaciones y dime de qué efectivos disponemos. Tenemos algo desafortunado que contarte…
El joven Pompeyo no tuvo reparos en poner al día al prefecto de Carteia sobre la delicada situación en la que nos encontrábamos. Aparentemente, la noticia de la matanza de Corduba aún no había llegado a la costa, pero era sólo cuestión de días u horas que algún mercader o desertor de cualquier bando alertase al Senado colonial de la reciente inversión de poderes en la alta Turdetania. No era nada aventurado suponer que aquello pudiese suceder en cualquier momento, pues hasta la vecina Mellaria nos había cerrado sus puertas sin saber aún la gravedad de lo acontecido.
Sempronio no titubeó en dar órdenes precisas de reunir urgentemente en el campamento de Carteia a todos los hombres disponibles para dotar los treinta trirremes que había listos para zarpar, enviando correos con el sello de Pompeyo a Itálica, Hasta Regia y Urso reclamando nuevas levas. Salvo catástrofe, Híspalis debía de seguir en manos de los lusitanos comandados por su amigo Cecilio Níger. Él sería nuestro único socorro y nuestra única esperanza. Cuando aquellos mensajeros tomaron su camino, Cayo Sempronio convocó una breve reunión en su tienda con el navarca y los trierarcae de su flota en la que les expuso la amenaza latente que se cernía sobre nosotros; tras ella, vi salir del pretorio a cada oficial y meterse en faena, presto a acondicionar su trirreme para lo que estaba por venir.
Ni los hombres, ni los dioses nos concedieron más tiempo para saber si aquellas misivas habrían cumplido su propósito. Inmersos en los preparativos, lo que tanto temíamos nos cayó de improviso. Al día siguiente de nuestra llegada, aparecieron ante las puertas varios de los hombres de permiso recién llegados desde las cauponae de Carteia. Estaban sofocados por la carrera que acababan de realizar. Según nos contó uno de ellos al recuperar el resuello, un decurión enviado por César acababa de narrar encaramado en el podio del templo lo acaecido en Munda y Corduba; el discurso que leyó ante la expectación popular conminaba a la magistratura de la ciudad a deponer inmediatamente su hostilidad al dictador y entregarle como acto de buena fe a Cneo Pompeyo.
—Sempronio, como habrás visto, no te avisamos en vano; los tenemos encima… Dime, sinceramente… ¿en cuánto tiempo podemos zarpar?
—Los hombres están dispuestos, pero las naves están a medio aprovisionar. A este lado de las Columnas no hay mareas, así que, sabiendo la premura y si tú lo ordenas, podemos soltar amarras de inmediato y ya buscaremos donde poder llenar las tinas…
—Pues, que así sea —sentenció Pompeyo, acariciando compulsivamente el pomo desgastado de su gladio— dispón de lo necesario para que estos trirremes estén cuanto antes fuera de aquí…
—Así será; repartiré las órdenes de inmediato… ¿Qué rumbo, domine?
—Fuera de aquí…
De aquella forma tan precipitada fue como los escasos efectivos de Sempronio, más los ciento cincuenta supervivientes de Munda, sumados a la guarnición del campamento permanente de la armada, nos repartimos en los diferentes trirremes, cargando de prisa y corriendo el armamento, víveres y material que aquel irrisorio tiempo de maniobra nos permitió. Normalmente, un trirreme lo desplazan más de doscientas espaldas a los remos y lo asisten ciento veinte hombres entre infantes y marinería, pero nuestros recursos escasamente llegaban a la mitad en ambas demarcaciones. Mi primo Aulo embarcó en el Providencia, el prefecto Sempronio y el tribuno Pacidio en el Pólux, mientras que yo lo hice en el Concordia escoltando al propio Pompeyo, no del todo repuesto de sus males. Antes de que las naves estuviesen del todo pertrechadas, aparecieron sobre las colinas de Caetaria unas sombras enigmáticas. Los centinelas de las torres no supieron discernir quienes eran, ni de dónde habían salido, pero sus gritos feroces y las incesantes ráfagas de plumbatae[184] que se clavaban en estacas, toneles y barracones hicieron todavía más veloz nuestro embarque. La densa humareda que provocó el incendio premeditado de nuestro campamento cubrió nuestra huida…
La esfera solar, rojiza y trémula, comenzó a ocultarse en el linde del gran Océano cuando bordeamos por babor la gran montaña de Calpe. Una racha de viento tan recio y firme como la que barre Mellaria nos sorprendió nada más salimos a mar abierto, hizo crujir el tablazón, tensó las escotas del Concordia e infló la gran vela cuadrada para alivio de nuestros afanados remeros. No negaré que pasé un buen rato apoyado en la mura, embelesado mirando hacia donde el cielo y las aguas se fundían en el horizonte. Estaba emocionado, pues siempre había escuchado al calor de las hogueras en boca de los marinos veteranos aquel non terrae plus ultra cuando se referían a lo qué habría más allá de la puesta de sol. Navegábamos sobre aguas que habían surcado en el pasado héroes míticos como Hércules cuando, en uno de sus doce trabajos, capturó los bueyes de Gerión. A simple vista, destacaban sobre todo lo demás las dos moles pétreas que cierran el Mar Interior, Calpe a nuestra derrota y Abyla recortándose entre la calima a pocas millas ante nosotros.
Tras intercambiar opiniones con el navarca a través de señales de fanal sobre cuál sería nuestro mejor destino, el prefecto Sempronio ordenó a nuestro tetrarca que pusiese el rostrum del Concordia cara a levante, directo hacia la enorme y curva bahía de Malaca… y de allí, quien sabe, igual aquellos vientos de guerra nos llevasen a las Pitiussas o a Sardinia. Realmente, no había otra opción; Sempronio sabía que era el mal menor. El vasto reino de Bocco se extiende pocas a pocas millas de donde estábamos, aliado incondicional de César, mientras que a menos de una jornada hacia poniente, en el Portus Gaditanus, estaba fondeada la escuadra de Cayo Didio, el praefectum navis de César, y que, según el sagaz Sempronio, zarparía en nuestra caza nada más supiese de nuestra precipitada salida. Se lo pusimos fácil; la columna de humo que dejamos atrás nos delató.
Cuatro días duró nuestra corta ventaja, los mismos que duró el agua de nuestras cisternas. La celeridad de nuestro embarque privó a la marinería de aprovisionar las naves con el agua necesaria para un trayecto más largo. Semejante problema se vio acuciado por el acoso terrestre del prefecto Didio, cuyos jinetes seguían nuestro avance sin separarse ni media mille passuum de la costa para impedir que nos acercásemos para aguar cómodamente. Su estrategia de persecución permanente funcionó entre Suel y Malaca, litoral muy poblado desde tiempos púnicos y rico en amarraderos, arroyos y manantiales a los que nos fue imposible acceder. Nada más nos acercábamos a tierra, un destacamento de sombras aparecía para hostigarnos… Recuerdo como participé en un intento de llenar las tinas con agua no salobre en un lugar conocido por Quartana, el último punto navegable Forfex[185] arriba. Antes de que tuviésemos un par de ellas repletas, un chaparrón de saetas, plomos y venablos nos hizo desistir de nuestro empeño. Varios hombres cayeron abatidos por los proyectiles enemigos; sus cuerpos atravesados bajaron junto a nuestra liburna arrastrados por las corrientes río abajo…
Aquella persecución implacable comenzó a preocuparme, pues cuanto más avanzábamos hacia el levante, más árido se mostraba el litoral. Pasaron dos días más como el anterior, sin poder aguar ni en la ancha desembocadura del Manoba, ni fondear en las factorías de Caviclum y Segalvina, ocupadas por los hombres de Didio, con las tinajas casi vacías intentando esquivar a los jinetes enemigos hasta que, tras tres días de navegación ininterrumpida, llegamos a un paraje agreste y remoto en las inmediaciones del cabo de Murgi.
El tramo de la costa bastetana que se extiende entre Abdera y Urci es igual o más árido incluso que el litoral númida, dominado por el ocre en los llanos con la única excepción del verde de los bosques del interior y las cimas blancas de los montes Solorius. Tuvimos que recoger velas y navegar con la boga al mínimo, oteando la costa con desespero, mientras Sempronio enviaba pequeñas liburnae de inspección a cada cala, playa o recodo en busca de la desembocadura de algún río con bastante caudal para poder abastecernos. Nos estaba resultando una inesperada Odisea encontrar agua en cantidad suficiente para dotar las cisternas de los treinta trirremes de la flota… y humedecer las bocas de sus más de tres mil tripulantes. Ante la falta de éxito de nuestros rastreadores, los remeros bajaron su rendimiento atormentados por el esfuerzo y la sed y cada trierarca se vio obligado a racionar el agua a marinería y milicia. Aquella fatal contingencia nos obligó a fondear en círculo cerca de las playas de un lugar que nuestro gubernator identificó como Turaniana y enviar batidores en busca de pozos o manantiales tierra adentro. Allí pasamos la noche, tumbados en la playa esperando que el relente o una tormenta primaveral aliviasen nuestras penas…
El día siguiente amaneció con un cielo tan despejado como el camino de César al Capitolio. Nuevas partidas salieron hacia el interior en un último intento de encontrar agua. No era aún medio día cuando el centinela del Concordia avisó de algo oscuro que se divisaba por poniente. Poco tiempo después emergió desde donde indicó aquel hombre una sombra alargada y siniestra. No era un reflejo, ni una de esas manchas acuosas provocadas por el calor; era el relieve difuso de muchas velas cuadradas… ¡Una gran flota! La alarma cundió por toda la playa. Se prodigaron los comentarios imprecisos y se desataron muchos nervios entre legionarios y marineros. Nadie sabíamos exactamente quienes podían ser, pero todos intuíamos que sería Didio quien nos acechaba. Llegaba en el peor momento. No todas las naves estaban prestas para la batalla, pues casi una cohorte de auxiliares lusitanos dirigida por mi primo había bajado a tierra para escoltar a los aguadores. Tendríamos que vérnoslas con ellos en inferioridad táctica y numérica. En breves instantes, todos los que estábamos en la playa subimos a los botes y nos presentamos a bordo de nuestras naves, prestos a ocupar nuestros puestos en las muras ante la inminente batalla. La premura de nuestro embarque hizo que tuviésemos que subir a los botes con lo puesto… Entonces rabié como un gorrino, pero hoy sigo dándole gracias a los dioses por haberme dejado la hamata extendida en mi cayado de viaje.
—¡Tensad el onagro y el escorpión! Frontino, por los huevos de Plutón, más rápido, que te pesa el culo… ¡Quiero más saetas aquí y aquí! —le bramaba un oficial veterano a su optio de filar a filar del Concordia, repasando el sebo de los hachones, los cestos de saetas impregnadas con estopa y aceite y los venablos especiales que arrojaba el escorpión; una cicatriz mal curada le cruzaba la mejilla y le partía la frente.
—A tus órdenes, domine; soy Antonio Naso, optio de la primera celtíbera; estoy aquí en calidad de escolta de Cneo Pompeyo.
—¡Ah! Curioso… ¿Así que tú eres ese hispano misterioso en el que tanto confía nuestro legado? Yo soy el primer centurión Tito Cesio, oficial al mando de los infantes de esta nave; hijo, a todo esto… ¿Sabes guerrear?
—Llevo ya unos años haciéndolo, no tienes más que ver las cicatrices que adornan mi piel; este bonito tajo es de Ilerda, este otra matadura es de Thapsus, pero mi favorita es esta punzada de aquí, la del muslo, es de Pharsalus…
—¡Vale! ¡Vale! —me espetó el tal Cesio abrumado—. ¡Por Hércules! Si has acompañado a Pompeyo desde África y sigues vivo, es que te las debes de arreglar muy bien solito; voy falto de mandos, encárgate pues de los hombres de la mura de babor…
Estando de plática con aquel oficial, salió desde el interior de la toldilla de popa el tetrarca del Concordia. Su pelo cano y ensortijado destellaba tanto como su peto de cuero bruñido bajo los rayos de Apolo. Protegió sus ojos del sol potente que nos calentaba las anillas de la cota y, mirando hacia aquella siniestra sombra que seguía creciendo y siendo más nítida, espetó:
—¡Gubernator! Sube el áncora y vira la nave hacia poniente… si les ofrecemos el costado estaremos todos muertos antes de que se ponga el sol.
—Vamos allá, hombres del Concordia; ya habéis escuchado al tetrarca… ¡Boga de combate! —surgió una voz ronca desde las entrañas del trirreme, acompasando la cadencia del timbal con el chasquido de los latigazos.
—¡Domine! —se escuchó en la proa—. Desde la nave de Sempronio nos indican que avancemos en cuña.
—Pues proceded tal y como dice; él conoce bien su oficio…
Los espolones de bronce de nuestras naves rompían las olas formando crestas espumosas que salpicaban a los saeteros de proa, hundiéndose y emergiendo una y otra vez cada vez más rápido según apretaba la cadencia de boga nuestro cómitre, pues los tres órdenes de remos del Concordia batían rítmicamente las aguas del Mare Ibericum al severo compás que él les marcaba. Ni el graznido de las gaviotas, ni el rechinar de sogas y maderas, ni lamentos, ni cánticos… sólo el sonido opaco de su ancho tambor de piel y el jadeo de más de cien hombres bregando con sus remos era lo único que escuchaba retumbar en mi cabeza. Hasta las carrilleras de mi galea temblaban a cada cambio de boga que ordenaba aquel tipo para alcanzar antes de toparnos con el enemigo la marcha óptima de asalto. No pude evitar asomarme por la escotilla para ver como aquellos torsos sudorosos nos estaban empujando a la gloria o la ruina.
De punta a punta de la cubierta, los infantes, la marinería y los artilleros se preparaban para el apremiante choque. Hachones ardiendo en los que prender las saetas, venablos en manojos a ambos lados del mástil, cestos llenos de cántaros arrojadizos de pez y estopa, una fila de escudos atados a la borda para protegernos, el trapo recogido y empapado para evitar incendios… Mirases a donde mirases, estaba todo dispuesto para echar a pique a la primera nave de Didio que osara cruzarse en nuestro camino.
No fueron una, sino dos, las naves enemigas que viraron levemente y tomaron rumbo de colisión con el Concordia; el gubernator de la más pequeña de ellas encaró su birreme recto hacia nuestro espolón. Fue un claro desafío, una maniobra de poder a poder entre dos avezados virtuosos del timón. Cuando estábamos a tiro de balista del enemigo, el piloto y la marinería estiraron todo lo que pudieron del clavus[186] hacia babor en un viraje arriesgado, permitiendo así que la artillería comenzase su ardua labor, arrojando con el escorpión y el onagro todos los venablos y tarros de brea incendiarios que pudiesen sobre ambas naves enemigas.
Uno de nuestros lanzamientos acertó de lleno sobre el aparejo del trinquete de la birreme más destacada, envolviendo su proa en llamas. Varios hombres saltaron al mar como antorchas vivas, siendo las aguas quienes silenciaron sus gritos agónicos. Estábamos aun celebrando el éxito de los manubalistae[187] cuando una ráfaga de saetas enemigas barrió nuestra cubierta. Varios marineros recibieron más de un impacto en sus carnes, cayendo un par de ellos por la borda como sacos de trigo. La distancia entre naves se redujo drásticamente. Estábamos tan cerca de aquellos infelices que podíamos escuchar sus insultos y lamentos… y, quizá por ello, no nos dimos cuenta que la segunda nave se nos había echado encima.
—¡Boga de ariete! —bramó el tetrarca; su orden fue seguida de un ritmo frenético de tambor que aceleró también nuestro resuello.
Los dos trirremes nos cruzamos a menos de dos pasos uno del otro a la máxima velocidad que los remeros de una y otra nave podían bogar, reventando en el roce todas las palas del costado afectado. El envite enemigo sacudió al Concordia como a un nogal, desestabilizando la cubierta y haciendo que resbalasen muchos hombres y otros cayesen por la escotilla a la cubierta inferior. La proximidad entre las dos naves propició que ambas infanterías de marina descargasen todo lo que se pudiese arrojar en cubierta ajena. Un grueso venablo incendiario de balista hincó a dos de mis compañeros en el castillo de proa y un segundo proyectil que trituró la baranda le arrancó la cabeza de cuajo a uno de los artilleros, cayendo decapitado entre los remos truncados. El pitido agudo de Cesio indicó que nos agazapásemos tras nuestros grandes escudos ovalados formando medio testudo y dejásemos de exponer gratuitamente nuestras carnes al hierro enemigo. Recuerdo como estaba junto a Frontino, su optio, ambos a cubierto entre los huecos cóncavos de nuestra endeble cáscara de escudos, soportando el repiqueteo de los pilos, plomos y demás proyectiles que estaban cayendo sobre nosotros con abnegada paciencia. No todos los compañeros de formación tuvieron nuestra misma suerte; algunos pilos no acabaron encajados y retorcidos en cubierta, sino que atravesaron carne y hueso antes de hincar madera.
—¡Hemos perdido el control de la nave, domine! —escuché desde popa.
—¡Es cierto! —espetó nuestro afanado gubernator mientras él y sus asistentes hacían un gran esfuerzo estirando del clavus para evitar que el trirreme no virase sin control.
—Tiene razón; con todos los remos partidos en un lateral y media gubernacula intacta, sólo podremos maniobrar en círculos…
—¡Mierda! —bramó Pompeyo, desatándose su vistoso cassis de penacho rojo y advirtiendo al gubernator—. Muchacho, haz lo que puedas, véndele tu espíritu a Plutón si es necesario, pero hemos de volver cuanto antes a nuestra línea; aquí en medio somos totalmente vulnerables.
Aquellas palabras resultaron ser una funesta premonición. Desde estribor nos apercibimos de un viejo birreme que venía en diagonal hacia nosotros a boga de asalto. Su ímpetu de tritón llenó de temor a la marinería. Las dos hileras de palas de aquella nave se alzaban y sumergían como si fuesen mecánicas. Poco podíamos hacer nosotros para esquivarlo. Con remos útiles sólo a un lateral, todo intento de fuga se presumía baldío. Según se acercaba su broncíneo espolón en forma de tridente partiendo las aguas, más grandes se hacían los grandes ojos pintados en la proa de aquella nave, tan depredadores como los de sus tripulantes. Tras evaluar todas las posibilidades, nuestro trierarca le confirmó a Pompeyo que sólo tendríamos una oportunidad de salir vivos de allí: soportar la dura embestida y, después, tomar aquel birreme al asalto.
Los instantes que transcurrieron desde que avistamos el centelleo metálico del rostrum de aquella nave hasta que se produjo el inevitable impacto se me hicieron eternos. Muchos de los hombres perdieron los nervios, incluso alguno llegó a soltar sus armas sobre el tablazón y arrojarse por la mura. Tito Cesio fue de los pocos que mantuvo la calma hasta el final. Plantado en medio de la cubierta con las piernas en uve y moviendo de lado a lado la cabeza, agitando con el balanceo su cimera blanquinegra, escudo en ristre y gladio en mano, las escamas de hierro pulido de su loriga relumbraban como el escudo de Belona. Intuí que aquel hombre tan intrépido no permanecía en el ejército para escaparse de labrar un mísero terruño o por simple afán de enriquecimiento; supe después que era hijo y nieto de hombres de armas y su paso por las Águilas debía de ser modélico para loa y encomio de los suyos.
—¡A mi señal! —tronó Cesio—. Manteneos firmes, la barbilla alta y los huevos apretados y Neptuno no olerá vuestro culo… Preparados… Preparados… ¡Ahora!
Me sentí como un grano de avena sobre el cedazo. El impacto fue tal que la mitad de los que estábamos apostados en cubierta acabamos rodando por ella. Alguno hasta se descalabró contra el saltillo. El golpe del ariete fue brutal. Una cabeza de carnero metálica sobresaliente entre la quilla y mura de la nave enemiga se incrustó en nuestra borda, haciendo saltar astillas, bitas, tablones de la cubierta, cordajes y escudos por los aires. Un sonoro crujido acompaño el choque, haciendo temblar hasta las cuadernas, al que siguieron un centenar de gritos agónicos procedentes de las entrañas del trirreme. El triple espolón revestido de bronce había desgarrado la base del casco como un cuchillo caliente corta el moretum, reventando en su camino cuadernas, tablazones y remeros, por lo que, si no se contenía pronto aquella tremenda brecha, la suerte del Concordia estaría echada. Casi al mismo instante, el sonido de los goznes y una sombra alargada trasladó mi atención hacia arriba; el viejo cuervo de aquel birreme se desplomó sobre nuestra mura, aplastando en su descenso a un infante desprevenido que murió ensartado por el enorme pilón de hierro que, al incrustarse en el tablazón, lo mantenía firme. Por aquel estrecho puente levadizo se vertieron varias docenas de legionarios sobre nuestra cubierta, avanzando a paso firme y seguro resguardados tras sus escudos[188].
El viejo Cesio esperó aquel preciso momento con una envidiable templanza. A una señal suya, arrojamos una intensa descarga de jabalinas sobre nuestros atacantes, realizando gran mortandad entre los menos protegidos y más arriesgados. Mientras los que estábamos en primera fila soportábamos la continua acometida de los asaltantes, refregando escudo contra escudo y hondo pinchazo al descuido, una segunda descarga en parábola de nuestros pilos untados en estopa ardiente acabó haciendo estragos sobre la cubierta enemiga, con la fortuna de que uno de ellos acertó de lleno en la marmita de aceite hirviendo. Una inmensa llamarada engulló el palo del birreme y a todo lo que había a su alrededor, independientemente de que fuesen máquinas, hombres o aperos. Varios infantes enemigos saltaron por la borda envueltos en llamas, profiriendo unos alaridos como si los estuviesen desollando vivos.
No podía ensimismarme con lo que pudiese estar sucediendo en la nave enemiga pues, a un palmo de mi nariz, nuestra cubierta estaba atestada de contendientes dispuestos a enviarnos sin demoras junto a Neptuno. Frontino había caído en la primera oleada, Cesio mantenía a los suyos en su borda, pero en la mía las cosas estaban poniéndose muy, muy feas; no sólo por la creciente presión de nuestros adversarios, sino por la evidente inclinación del Concordia, seguramente provocada por el boquete letal que nos habían infringido por debajo de la línea de flotación. Por ello, la lucha se complicó aún más cuando, además de combatir a un enemigo tan fiero como audaz y disciplinado, tuvimos que hacerlo en equilibrio para no rodar por cubierta y caernos al mar.
De repente, una nueva llamarada procedente del birreme nos acaparó momentáneamente la atención. La nave enemiga se había convertido en una antorcha gigante cuyas pavesas pronto prendieron en las escalas, obenques y envergue del Concordia. Aquel fogonazo fue el aperitivo de un nuevo crujido que agudizó todavía más el ángulo que formaba nuestra cubierta con las aguas. Nos estábamos inclinando irremisiblemente… y, si no arrancábamos pronto el cuervo, arrastraríamos a nuestro captor junto a nosotros hacia los abismos marinos. Los gritos enajenados que proferían los galeotes de aquel lado de la embarcación acallaron de repente; pobres desgraciados, quizá ya se habrían ahogado intentando alcanzar el resplandor de cubierta. El desahucio de la nave no supuso una tregua en el duro combate en cubierta. La lucha continuaba tan encarnizada como al principio. Por ventura, en el último instante esquivé la estocada de un legionario que acababa de segarle el antebrazo a mi compañero de fila. Su gladio se quedó empotrado en el filar y fui yo quien le cercenó la mano al intentar liberar su hierro de aquella inmensa pira flotante en la que se habían convertido ambas embarcaciones. El incendio del birreme ya se había extendido a las lonas y aparejos de nuestra nave, alentado por el fuerte viento del suroeste; estaba totalmente fuera de control…
Cneo Pompeyo todavía renqueaba de su pierna izquierda, despachando pinchazos a destajo a quienes se colaban entre líneas y le atosigaban. Tito Cesio había abandonado el castillo de proa envuelto en llamas y se estaba retirando hacia la toldilla a toque de silbato, formando con sus hombres una línea compacta de escudos con la que repeler los ataques enemigos, a la vez que compensaba el peso en un vano intento de paliar la incorregible deriva del Concordia. Nos costaba respirar entre tanto humo. Una saeta silbó junto a mi oreja, raspando mi galea y, cuando me giré para ver dónde había impactado, vi que acertó de lleno entre el cuello y la clavícula de Cneo Pompeyo.
Me dirigía aprisa hacia él cuando nos sacudió los pies un nuevo crujido más fuerte que todos los anteriores. En un suspiro, el Concordia se partió en dos, cayendo también el palo, antena y su aparejo en llamas sobre muchos hombres que luchaban en cubierta o, ya en el agua, se aferraban desesperadamente a los remos y deshechos de la batalla. Al despedazarse la nave, pude ver entre los maderos desgarrados los rostros demacrados de algunos remeros que imploraban a todos los dioses por sus vidas, condenadas a seguir el mismo destino del trirreme al que estaban ligados. Daba igual en que flota sirviesen, pues sólo los más pobres de solemnidad acababan con las manos encallecidas sentados en un fétido banco de remos a cambio de una mísera paga de la armada, sin contar con los convictos que pagaban sus deudas y sanciones de tan horrenda manera. Para ellos, ganar o perder no suponía gloria o fracaso, suponía algo tan básico como vivir o morir. Sus caras surcadas de agua ensangrentada, llanto e impotencia desaparecieron cuando las olas del Mare Ibericum se embucharon de un bocado la pesada proa de nuestra nave.
Cesarianos o pompeyanos, romanos o hispanos, fue indiferente; todos los que luchábamos en cubierta acabamos cayendo al agua después de recibir unas cuantas contusiones al alzarse bruscamente el rostrum en vertical sobre el mar para hundirse al momento. Muchos hombres no sabían nadar y otros más, aun sabiendo, no reunieron las fuerzas suficientes para mantenerse a flote acarreando una onza de cuero y metal sobre sus cansados hombros. El mar los engulló con la misma voracidad con la que se tragó el armazón del Concordia.
Emergí como pude hacia la claridad, haciendo un esfuerzo sobrehumano por nadar hasta la superficie. El equipo que te protege en tierra puede suponerte la muerte en el mar; cotas, grebas y balteus pesan como un ancla y cada brazada te deja sin aliento. Si hubiese llevado puesta mi hamata, no sería yo quien estuviese narrando estos hechos. Cuando estaba a punto de desfallecer, apareció sobre las aguas algo que sé que te será difícil de creer pero, por todos los dioses, te asevero que fue tan real como aquella horrible angustia. Entre la espuma de decenas de chapoteos y aguas agitadas, apareció el reflejo de la hermosa imagen de Varinia, resplandeciendo al sol como una ninfa; su sonrisa me atrapó y juraría por todos los dioses que escuché su encantadora voz decirme «resiste, amor mío… aún no ha llegado el momento de que nos reencontremos».
Llevado por un instinto innato de supervivencia, seguí dando brazadas y más brazadas hasta que me agarré con todas mis fuerzas a un grueso trozo del rocamento que humeaba junto a otros pedazos de remo y maderos más pequeños, únicos restos visibles del naufragio de nuestro trirreme. Cuando pude estabilizarme a flote y moderar el aliento, vi horrorizado como Pompeyo se estaba ahogando a pocos passuum de mí. No me lo pensé dos veces. Solté con pericia los dos cierres de mi balteus, me lo extraje todo como pude por las piernas y nadé como si me persiguiese una bestia marina hacia el remolino en el que había visto surgir por última vez al joven Pompeyo. Sabía que estaba herido y que mantenerse a flote le supondría un esfuerzo irrealizable. Me sumergí y, casi cuando ya no podía contener más la respiración y le daba por perdido, conseguí atraparlo del peto y sacarlo a la superficie. Cuatro toses y un par de bofetadas le devolvieron al mundo de los vivos, aunque aquella herida debía de dolerle lo suyo. Su costoso equipo de oficial pesaba tanto como una mala suegra, así que, con parsimonia y mucha paciencia, fui liberándole de sus grebas, cíngulo, peto repujado y balteus…
Es muy fácil ser presa del pánico en momentos así, pero en vez de dejarme llevar por el espanto y, probablemente, haber acabado ahogados los dos, pensé en aquella frase que siempre me decías de pequeño cuando me enfadaba por las prisas y que te había enseñado una misteriosa mujer en Roma… festina lente[189]. Sujetándole con el brazo por el pecho, e intentando no rozarle la saeta partida para no causarle más sufrimiento, nadé arrastrándolo boca arriba hasta alcanzar aquella chamuscada punta de mástil que el espíritu de Varinia o el mismísimo Neptuno nos habían enviado y para salvarnos la vida.
Anudé a Pompeyo al rocamento valiéndome de unos cordajes, manteniéndole siempre la cabeza fuera del agua. Se había desmayado. A pesar de que la saeta obstaculizaba la herida, seguía tintando el agua alrededor suyo; estaba perdiendo mucha sangre. Con el joven Pompeyo momentáneamente fuera de peligro, me quedé por un tiempo indeterminado aferrado al madero, contemplando el aterrador espectáculo que se estaba desarrollando a pocos passuum enfrente de nuestras narices. Era una auténtica batalla naval, quizá como la que había recreado César en el Tiber durante su triunfo, pero a buen seguro más cruenta. El birreme que nos había echado a pique se estaba hundiendo lentamente, como una antorcha en un estanque que poco a poco se va consumiendo; tras él, decenas de naves bogando a toque de asalto, nubes de proyectiles cruzando los cielos, gritos demenciales de marinería y combatientes, entrechocar de hierros y rechinar de maderos, fuego, columnas de humo espeso y negro y navíos que colisionaban estrepitosamente entre sí para, poco después, escorarse y desaparecer bajo las aguas.
Según pasaba el tiempo, menos naves seguían pugnando entre ellas, menos gritos propagaban los vientos y menos humaredas se disipaban en el horizonte. Y, poco a poco, al igual que la calma sucede a la tormenta, todo aquel alboroto cesó hasta que un silencio aterrador se adueñó del vasto panorama azul grisáceo que nos rodeaba. Tenía que mantenerme despierto, y de ello dependerían nuestras vidas, pues el agua fría y agitada que nos envolvía me hacía castañetear los dientes. Mi única esperanza era la corriente. A mi diestra creía distinguir el relieve vago del litoral bastetano. Si las olas nos empujaban hacia tierra, tendríamos una oportunidad de sobrevivir pero, si eran opuestas, nos esperaba un triste y anodino final; me resistía a pensar que los dioses me hubiesen concedido cuatro años de lucha por la patria para acabar siendo alimento de peces y monstruos marinos…
* * *
No sé cuánto tiempo permanecimos flotando en aquellas aguas; no sentía las piernas, tenía la piel arrugada en las manos y quemada en el rostro y mis labios estaban tan agrietados como una charca en el estío. Sólo gracias a los correajes podía mantenerme asido a aquel oportuno madero. Quizá Neptuno o cualquier otra poderosa y clemente divinidad debieron de apiadarse de nuestra desgracia pues cuando, casi resignado, era consciente de que las fuerzas me abandonaban y ya casi ni podía mover pies ni manos, vi aproximarse hacia nosotros una silueta de algo parecido a un barco. Obviamente, perdido en medio del mar junto a un pedazo de mástil quemado y un malherido medio conmocionado, sediento y aterido de frío, no me paré a pensar si aquella nave sería propia o ajena, así que, al igual que sucedió en la playa de Pelusium, hice aspavientos con un brazo para alertar de nuestra presencia a sus vigías. Según se acercaba la embarcación, pude comprobar como su estado no era el idóneo para navegar en mares turbulentos. Tenía a dos palmos del rostrum y a menos de uno del agua un boquete por que hubiese cabido un buey, los dos palos y la mitad de los remos de babor quebrados, infinidad de venablos y saetas clavadas por toda la traca y su borda medio achicharrada expelía un humo negro, ácido y desagradable.
—¿Quién va? —nos gritó un hombre desde cubierta.
—¡Hércules invicto! —le contesté, acordándome de la contraseña del día que me había facilitado el gubernator.
—¡Venus Vitrix! —nos respondió aquella voz—. ¡Son de los nuestros, domine! ¿Quiénes sois? ¡Nombre y unidad, legionario!
—Soy Antonio Naso, optio de la primera celtibera… y este de aquí es Cneo Pompeyo.
—¡Por todos los genios! —espetó aquel infante—. ¡Vamos, muchachos, ayudadme a sacar inmediatamente a estos dos hombres del agua!
Gracias a un curioso artilugio de cuerda parecido a una grúa adherido al castillo de proa, nos izaron a los dos a bordo con relativa facilidad. Fortuna nos había sonreído. No habíamos caído en manos de uno de los tetrarcas de Cayo Didio. Al rebasar la escala pude leer el nombre de aquel deteriorado trirreme cincelado junto a ella; era el Pólux o, mejor dicho, lo que quedaba a flote de él… Varias caras conocidas nos esperaban en cubierta, mostrando sonrisas sinceras entre tanta sangre y hollín…
—Naso, por todos los dioses, ya os dábamos por muertos —me espetó Pacidio nada más nos reconoció; también él estaba herido en una pierna—. Camilo, pronto, trae mi odre y unas mantas… ¡Rápido!
—¿Qui…Quién ha vencido? —le pregunté tiritando con una mezcla de curiosidad e ingenuidad nada más puse el pie sobre la cubierta del Pólux; me temblaba todo el cuerpo y me abrasaba la boca.
—¿Tú que crees, hispano? —me contestó con absoluta resignación y una mueca histriónica—. ¡Por Júpiter y todos los dioses! Mira bien a tu alrededor y no necesitarás que nadie te responda…
Cierto era que aquel barco era lo más opuesto a una fiesta. Decenas de hombres malheridos estaban recostados o apoyados entre las dos catenas y los restos humeantes de las máquinas, la soca del palo y el trinquete, algunos de ellos chillando como verracos a causa de las terribles lesiones que soportaban sedientos a pleno sol. Muñones al aire y vientres abiertos era lo más bonito que podía verse en una fétida cubierta, resbaladiza y tintada de resina, sangre y orines. En aquel cascarón no quedaba ni agua para beber, ni serrín para barrer… De los casi ciento veinte hombres con que debía de estar dotado el Pólux, no más de treinta podían caminar sin ayuda. El único físico que había sobrevivido a la batalla examinó la herida del hombro de Pompeyo. Rajó su túnica y, con suma maestría, valiéndose de un pugio caliente y afilado, escarbó hasta que pudo extraer con cuidado la punta de la saeta, limpiando después la incisión varias veces con agua de mar.
—¿Es lana? Dame un jirón de tu túnica, chico; ya no me quedan vendas…
No dudé en rasgarme un buen retazo y dárselo.
—Aquí lo tienes.
—Domine, bébete esto —le dijo poniéndole la mano en la nuca a Pompeyo, levantándole la cabeza y acercándole un ancho cuenco de barro a la boca—. Es vino con jugo de amapola; no te quitará el dolor, pero te lo hará más llevadero. Ánimo, en Roma hay que pagar muchas monedas para conseguir un congio de esto[190]…
Consciente del nuevo descalabro que habíamos sufrido, Cneo Pompeyo intentó alzarse desde la parihuela en la que estaba postrado. Tenía el rostro desencajado y buscaba ansioso con la mirada a cualquier tripulante del Pólux que pudiese mitigar su hambre de información; la punzada de dolor que le produjo la extracción de la saeta le había devuelto el conocimiento de la forma más brusca posible… No fue lo único en resurgir de golpe, también lo hizo su mal carácter.
—Dime, Sempronio… ¿Cómo ha sucedido este desastre?
—Ha sido una encerrona… —le explicó el prefecto, ayudándole a reincorporarse—. Como pudiste presenciar tú mismo antes del naufragio del Concordia, Didio rompió nuestra línea por la mitad lanzando una decena de birremes en cuña, como hacían los púnicos, y después nos envolvió; eran más y mejor armados.
—Más y mejores… ¡No digas estupideces! Como si nosotros sólo esgrimiésemos palabrotas… ¿Es que los nuestros no tienen honor y coraje?
—Domine, te aseguro que no hemos tenido ninguna oportunidad; Nuestros hombres han luchado con valentía y arrojo, pero Didio tenía todas las de ganar; sus refuerzos en tierra han capturado todos los trirremes que estaban fondeados y a su dotación…
—¿Y el resto?
—El resto de las naves, excepto alguna que haya podido escapar, ahora pueblan el fondo del mar junto al Concordia…
—¡Dioses! ¡Malditos seáis y maldito sea vuestro designio! —bramó Pompeyo levantándose animosamente; al estirar la sutura de la herida le sobrevino una amarga punzada que le obligó a apretar los dientes de ira y dolor, haciéndose sangrar los labios y estrellando de rabia en el suelo la patera que contenía su pócima—. ¡Me cago en todos los muertos de ese calvo hijo de puta! El muy cabrón le tiene que haber vendido su espíritu al mismísimo Plutón…
—Domine, perdona mi intromisión, pero es importante —interpeló a Sempronio quien supuse era tetrarca de aquel trirreme, pues solo un oficial habría tenido arrestos de interrumpir a Pompeyo con el humor que estaba; llevaba vendado un ojo y media cabeza—. No podremos mantener el Pólux mucho más tiempo a flote. Tengo a todos los hombres que pueden valerse solos achicando agua en la sentina como esclavos. En cuanto desfallezcan, nos hundiremos irremisiblemente…
—Joder, hoy todo son alegrías —bramó Pompeyo—. Pues no te entretengas… ¡A tierra!
Cuánta razón tenía el hijo del gran Pompeyo; parecía que nos hubiese tocado un leproso. Con bastante industria y dificultad, el Pólux alcanzó el abrigo de una rada honda y desierta en cuyo vértice había una estrecha playa de guijarros, un lugar ideal para encallarlo y abandonarlo a su suerte. Sempronio no pensaba igual, cada vez la nave se escoraba más y más hacia babor, la bodega estaba anegada y era sólo cuestión de tiempo que la relación entre agua y aire se invirtiese y acabara entre sardinas como las demás. Así pues, a pesar de que el agua ya llegaba a los tobillos de los galeotes, nuestro cómitre mantuvo la boga firme hasta que el espolón del Pólux se empotró en un banco de grava a una docena de pies de la orilla. Fue un impacto brusco que propició que muchos de los heridos acabasen rodando por cubierta e incluso algunos cayesen al agua por un boquete enorme que había en la mura de estribor.
—¡Hemos embarrancado! —voceó el gubernator tras mirar abajo desde el cáncamo.
—Fin del trayecto, señores; Horacio, sacad de ahí dentro todo lo que pueda sernos útil y llevadlo al bote de servicio. Los demás… ¡todo el mundo a tierra! —ordenó el prefecto.
Entre dos hombres intentaron bajar a Pompeyo hasta la pequeña falúa. Aquellos infantes desconocían su carácter terco y pendenciero, por lo que, entre maldiciones e improperios de todo tipo, Pompeyo se zafó de ellos y trató de bajar solo por la escala con tan mala ventura que se resbaló, cayó al agua y se torció el tobillo al topetarse con los guijarros del fondo. Con Pompeyo cojeando de ambas piernas y un brazo en cabestrillo, la escasa media centuria que quedábamos sanos nos reunimos al amparo de una elevada pineda que cerraba la rada por poniente. Poco pudo salvar el tal Horacio de la panza inundada del trirreme; algunas raciones de avena, tocino y salchichas secas, pilos, aceite y aperos de mantenimiento…
Pompeyo seguía semiinconsciente recostado a la sombra de un pino enorme, nadie sabía qué hacer, ni qué camino tomar, ni dónde estábamos exactamente, ni siquiera si Didio seguía a la zaga, así que fue el tribuno Pacidio, siguiente en la línea de mando ante la ausencia de mi primo, quien optó tras aquel parlamento por salir cuanto antes de tan inhóspita rada y adentrarnos en tierras bastetanas en busca de agua y aliados. Cayo Sempronio, como máximo responsable de la defenestrada Classis Ibericus, prefirió botar la falúa auxiliar, provisionarla para un día y buscar más supervivientes por aquella costa deshabitada y agreste. No pude evitar girarme hacia la playa y observar como el Pólux se iba inclinando poco a poco sobre su costado hasta que quedó completamente tumbado a merced del oleaje, como un gran animal marino herido de muerte, mostrando sobre las aguas medio casco repleto de algas y crustáceos.
—¿Alguien de vosotros es de por aquí o sabe dónde estamos?
—Yo he servido tres años en estas costas, domine —apuntó uno de los supervivientes del Pólux—. Para confirmártelo debería de subir a aquel cerro, pero creo que estamos cerca de Turaniana. Me ha parecido reconocer los arenales de Murgi a pocas millas hacia poniente. Recuerdo que desemboca un gran barranco cerca del puerto; quizá tengamos suerte y lleve aún agua del deshielo…
—¿Turiniana? ¿Murgi? —le contestó Pacidio—. No sé, no conozco nadie allí…
—¡Vayamos a Abdera! —añadí—. Sé de quién nos podrá ayudar.
—Si esos perros de caza nos lo permiten; de momento, vamos a ir más cerca, y no de visita; vamos a buscar agua y… Naso, reza a todos los dioses que conozcas para que los jinetes de Didio no nos den una sorpresa. Después ya veremos.
Continuamos en silencio por una senda entre los matorrales que separaban la costa del interior portando en parihuelas a Pompeyo. Ya anochecía cuando divisamos un barranco feraz e irregular en cuyo ancho desagüe se apiñaban barracones, almacenes y demás edificios de servicio. Según nuestro guía improvisado, aquella amalgama de cobertizos era el puerto de Murgi, sito a un par de millas de la ciudad. La oscuridad de la noche nos permitió acercarnos al ancho lecho de aquella riera y remontarla en busca de agua. Los dioses a veces son crueles pero, en ocasiones, también se muestran indulgentes; aquella noche nos sonrieron y encontramos a poca distancia de la desembocadura un pequeño manantial que vertía su exiguo caudal sobre aquel pedregoso barranco flanqueado de tupidos matorrales de jaras, aladiernas y lentiscos. Llenamos pacientemente todos los odres y buscamos algún paraje recóndito donde escondernos hasta que despuntase el alba.
El llano resultaba demasiado arriesgado para un grupo como el nuestro, por lo que Pacidio, tras preguntarles a algunos nativos, nos ordenó subir hacia Vergis, pues desde allí pretendía llegar hasta Híspalis en un recorrido paralelo a la costa fuera del alcance de las naves de Didio. De mi primo no había ni rastro y me temí lo peor. Teníamos entre nosotros un infante lusitano que decía conocer bien el camino y que, a petición propia, se destacó como especulator. No fue un acierto, pues las vanguardias enemigas le descubrieron, informaron al prefecto de César de nuestro paradero y nos siguieron de callada hasta el supuesto fin de etapa, preparándonos allí una emboscada. Aprovecharon el atardecer, cuando Pacidio estaba decidiendo el lugar idóneo donde acampar. Fue un combate muy encarnizado y confuso, luchando como nunca por librarnos de una muerte segura y sólo la oscuridad de la noche y lo encaramado del lugar elegido jugó a nuestro favor conjurando el ataque enemigo. Dardos y venablos causaron estragos entre las tropas de Didio que intentaban trepar hasta nuestras posiciones. Nosotros no salimos bien parados; sufrimos nuevas e irremplazables bajas, además de las heridas que arrastrábamos muchos y que castigaban nuestra capacidad de resistencia.
Después de apostar centinelas en el perímetro del cerro, Pacidio dispuso que el resto de los hombres descansasen hasta el cambio de guardia. Su rostro desencajado evidenciaba las preocupaciones que le atenazaban. Si permanecíamos allí, nos cercarían como a los galos en Alesia… pero si bajábamos al valle, tendríamos que vérnoslas con fuerzas de refresco superiores en número. Mientras meditaba paseando entre sabinas y alcornoques, el tribuno permitió que los hombres hiciesen fuego con el que calentarnos por dentro y por fuera y, de paso, alumbrar las laderas del risco en el que estábamos encaramados. Cuando llegó el cambio de guardia de la tertia vigilia, ordenó despertar a todos sin armar escándalo y que saliésemos de callada antes de que el enemigo, con las primeras luces del nuevo día, lanzase un nuevo asalto o nos condenase a rendirnos por hambre y sed.
Huimos como ratas en medio de la noche, en riguroso silencio, con las armas y defensas envueltas en arpillera, abandonando en el cerro a todos aquellos heridos que no pudiesen valerse por sí mismos. Pompeyo, queriendo dar ejemplo de entereza y terquedad, bajaba dificultosamente por las torrenteras de aquella ladera; en un traspiés tropezó con unas zarzas y acabó dándose de bruces contra el tronco de un enorme quejigo. Antes de que los primeros rayos del sol se colasen entre las púas de los pinos carrascos que poblaban el cañón, llegamos a una vaguada en la que unas cuevas situadas en su lecho nos ocultarían en caso de que alguien hubiese advertido de nuestra salida. Entre un infante y yo entramos a Pompeyo a hombros en una de ellas; seguía muy flojo, además de sucio y magullado por la reciente caída. Pacidio se unió a nosotros poco después, sentándose sobre un fardo de mantos. Pompeyo estaba muy irritado por todo, por lo propio y por lo ajeno. Había salido de su conmoción aquella mañana y, a pesar de sus muchas dolencias, había tomado su gladio y luchado hasta el ocaso como otro hombre más. Los dioses y los hombres se habían encargado de avivar su mal genio…
—Qué buena idea has tenido, Pacidio; una maniobra tan brillante como de costumbre… ocultarnos como sabandijas.
—Búrlate si quieres; era nuestra única opción, te guste o no.
—¿Única opción? —sonrió con malicia—. Por todos los dioses, seguro que no; podíamos haber seguido el camino de la costa, o embarcado con Sempronio, o…
—Ya es tarde para lamentos —le cortó el tribuno—. ¡Despierta, Pompeyo, y déjate ya de presunciones y vanas glorias! Ahí fuera tenemos veinte hombres hambrientos, heridos y al borde de la extenuación. Ha llegado el momento de negociar con Didio.
—Tribuno, ya te dejé bien claro en Munda que jamás lo permitiré y, que yo sepa, no he comunicado ningún cambio de planes… ni de mandos; te advierto, ni se te ocurra seguir por ese camino…
—Cneo Pompeyo, primogénito de uno de los más grandes hombres que ha dado Roma… ¿Es qué no ves, o no quieres ver, en lo que se ha convertido tu causa? ¿Tan potente es ese brebaje que te ha dado Celino para cegarte los ojos y el entendimiento? —le reprendió Pacidio con dureza, envalentonándose más que nunca ante la obvia debilidad de su interlocutor—. Míranos, Pompeyo, míranos bien… un puñado de proscritos escondidos en un rincón perdido de las sierras bástulas, sin víveres, atosigados como liebres en una cacería y con la única esperanza de encontrarnos en esta puta provincia alguien que prorrogue por un tiempo más nuestra inevitable agonía…
—Eres un traidor, Pacidio… un miserable traidor; serías capaz de chupársela a César con tal de salvar tu culo, tu vida y tu cognomen de provinciano…
—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera, engreído? Un insulto así no se lo consiento a nadie, incluyéndote a ti, Cneo Pompeyo —le espetó el tribuno, agarrándolo con ambas manos de la túnica—. Mi familia ha luchado por nuestra patria desde tiempos del Africano, dejándose sangre y honra en cada extremo del Mar Interior. Tú no eres quien para darme a mí lecciones de lealtad; retráctate ahora mismo de estas calumnias o te juro por todos los dioses que te tragarás tu sucia lengua.
—¡Maldito chiflado! —le contestó aquél lleno de furia, tratando de alcanzar su gladio—. Atrévete a desobedecerme, cobarde, y…
Cneo Pompeyo no acabó de pronunciar su amenaza. El afilado hierro hispano de Pacidio le rebanó la garganta de un solo tajo. Su voz fue apagándose ahogada en su propia sangre hasta que se quedó apoyado en la fría roca, inmóvil y con los ojos en blanco. Instintivamente, llevé la mano a mi cinto y palpé el mango de mi pugio…
—Detente, Naso; nada tengo contra ti, así que suelta eso y podrás tener a quien contárselo.
—Muy amable por tu parte, tribuno… ¿Eres consciente de lo que acabas de hacer?
—Claro que soy consciente, y también lo soy de lo mucho que he tardado en hacerlo; su enfermiza obsesión por evitar lo inevitable ya ha causado demasiada muerte y dolor; Naso, no estamos muertos por la ventura de los dioses…
—No era un mal hombre… y defendía una causa justa.
—No, te equivocas; sólo era el hijo de un gran hombre, un cretino cruel y tan obtuso de miras que no supo darse cuenta de que la guerra acabó con nuestra fuga taciturna de Munda. Antonio Naso, escúchame, no te tengo por un hispano estúpido; te conozco desde que huimos juntos de Thapsus, has servido y sangrado junto a tu tío, después con el gran Pompeyo y ahora con él… y lo has hecho con denuedo, pero tú también sabes, aunque te resistas ahora a admitírmelo, que nuestra entereza es completamente inútil. César tardará días en proclamarse vencedor de esta guerra, primero aquí y después en Roma, por mucho que nos moleste o desagrade; su condena o indulto será lo único que tendremos que aceptar si no queremos morir en la ignominia como unos perros proscritos.
—Luces retórica, Pacidio, pero para los guerreros indígenas de estas tierras hay algo más que la previsión y la lógica; es una suma de honor y lealtad incondicional a la que llamamos devotio, quizá un sentimiento tan ancestral que tú jamás entendieses ni aunque vivieses mil años, pero que se mantiene caliente como una pequeña llama en el interior de nuestros espíritus… Si no puedo vivir y morir con dignidad… ¿Para qué he luchado y perdido todo lo que realmente me importaba? ¿Por qué ha tenido que morir Cneo?
—Por la patria, Naso; por el bien de la patria. He elegido el mal menor. Ahora queda un solo detalle por cerrar…
—¿Qué detalle?
—Llevarle una nota y una «prueba» que muestre nuestras buenas intenciones a Cayo Julio César.
Con total impunidad, Furio Pacidio desenfundó su gladio y, de un solo tajo, decapitó el cadáver de Pompeyo. Llamó a uno de sus hombres para que le trajese un odre, lo descosió por el extremo con la puntera de su pugio y metió en él la testa. El tribuno deseaba que fuese yo el portador de aquel horrendo presente, pero rehusé tal honor, y no por no tener la oportunidad de quitarle la vida al destinatario de aquel presente, sino por preservar la mía. César me conocía de Ilerda y es sabida su buena memoria; nada me hacía pensar que recibir la cabeza del hijo de su yerno de manos de un reincidente confeso fuese distinto a recibir la del padre, y bien se conocía el efecto que aquel inesperado regalo de Potino le había producido en Egipto. Fueron dos de los hombres de Pacidio quienes salieron en busca de nuestros perseguidores con un mensaje privado del tribuno para César. La cobarde y deshonrosa ejecución de Cneo Pompeyo sucedió a cuatro días de los idus de Aprilis… Tres días más tardaron aquellos hombres en llevarle a César su fúnebre obsequio, entrando en Híspalis la víspera de los idus[191].
Me equivoqué; César no sacó a patadas de la basílica a los portadores de la testa cercenada de su joven enemigo, ni los mandó azotar o degollar, sino todo lo contrario; les recompensó, les licenció con honores y la pútrida y angulosa cabeza de Cneo Pompeyo acabó secándose en uno de los ganchos del foro hispalense picoteada por las urracas. No todos se extrañaron de aquella exhibición; después de lo acaecido en Munda y Corduba, hasta el propio César había perdido ya la mesura y el respeto a los difuntos.
Los dioses eternos le negaron a Cayo Didio el placer de presentarse ante el dictador como artífice de la captura de su más enconado rival. Las misivas enviadas por Sempronio tuvieron su efecto, pues una partida de lusitanos de los que estaban por Carmo nos encontró dos días después de que saliesen los emisarios. Su legado era el tal Cecilio Níger, al que sus hombres llamaban el bárbaro… imagínate cómo se las gastaba. Enterado de lo sucedido, ordenó el arresto inmediato de Pacidio, que fue ejecutado de un pinchazo en la nuca sin mediar juicio ni defensa, y prepararon un mortífero revés al prefecto de la armada. Alguien le tuvo que hablar bien de mí, pues me hizo llamar a su tienda después del ajusticiamiento del tribuno. Entre tanta aflicción, una sonrisa brotó de mi ser; junto a Níger estaba sentado mi primo…
—Naso, sé por Aulo que apreciabas a Pompeyo, y también sé que le salvaste la vida. Yo tengo también una deuda con él que tendré que saldar liquidando a quien más le perjudicó; me queda atrapar a ese zorro de Didio… Vosotros los hispanos sois especialistas en celadas… ¿Me ayudarás a cazarlo y darle su merecido?
La flota de Didio también salió damnificada de la batalla y muchas de sus naves tuvieron que ser llevadas a tierra cerca de Murgi para poder repararlas. Níger preparó una trampa en la que Didio, confiado, picó como un mirlo. Mientras un señuelo le hacía salir de su campamento en la playa y adentrarse en terreno desconocido, un grupo de lusitanos le pegó fuego a todos los trirremes que estaban en dique seco, haciendo gran mortandad entre los desprevenidos infantes. Los lusitanos atraparon a Didio y sus hombres en un desfiladero. Cayo Didio, prefecto de la armada de César, murió en aquella escaramuza y fui yo quien tuvo el dudoso honor de ser el primero en atravesarle el pecho con una falárica.
Cuando la noticia de la muerte del hijo de Pompeyo recorrió el sur de Hispania, todos los apoyos que alguna vez tuvimos entre los colonos e indígenas se desvanecieron como las brumas de primavera. Nos quedamos solos. Níger reunió a su vera los restos del ejército y tomó camino de Lusitania, liberándonos al resto de desahuciados de la campaña pompeyana de acompañarle a una más que probable inmolación y expidiéndonos la licencia para volver a nuestras casas si así lo requeríamos. Aulo y yo pasamos media noche debatiendo sobre cuál debía ser nuestro justo proceder y, al final, ambos concluimos que casi cuatro años fuera de casa eran demasiados, que ya habíamos cumplido con nuestro cometido, tentado en demasiadas ocasiones a Fortuna y que había llegado el momento de velar por la familia. La lista de quienes habíamos dejado en el camino nos ponía los pelos de punta: Pompeyo el grande y su primogénito, Catón, Escipión, Petreyo, Labieno, Varo, Fausto, mi tío Afranio… demasiados muertos en tan poco tiempo. Cecilio Níger lo entendió. Tras despedirnos cortésmente de él y de los colegas veteranos del classis ibericus, emprendimos el camino de la costa. Nuestro destino era Abdera… y de allí, si los dioses nos lo permitían, la Contestania.
* * *
Han pasado ya muchos meses desde aquellos dramáticos sucesos, todo un invierno recluido en esta pequeña península rocosa azotada por los vientos, pasando los días entre los alfares, prensas y estanques y, cuando mis tareas me dan vacación, escribiendo estos comentarios a salvo de las represalias de los partidarios más acérrimos de César. Pero, te preguntarás… ¿Qué hago aquí? Tiene una obvia explicación; contra todo pronóstico, no pude llegar a Dianium…
Aulo y yo llegamos al puerto de Abdera sólo tres días después de la escaramuza que le costó la vida a Didio. Tras unas breves pesquisas entre los marinos, tunantes y estibadores, localizamos a Ascanio revisando un envío de sacas de avena en uno de los cobertizos. Se alegró mucho de vernos, pero no de olernos. No nos dejó contarle nuestros avatares, pues nos envió primero a los baños para adecentarnos; como de repulsiva debería de ser nuestra desastrosa apariencia y aroma después de días de malcomer y malvivir sin pisar unas malas termas en las que frotarnos el pellejo. Después de asearnos, despiojarnos y renovar vestuario en una especie de mansio que había entre la ensenada y el torreón que protegía las puertas de la ciudad, volvimos al trasiego que imperaba en el puerto. Ascanio nos invitó a cenar en el patio interior de su casa; tras un banquete agradable y abundante, con un buen vino de por aquellas tierras refrescamos el paladar y la información; el mercader nos puso al día de los rumores que corrían por Abdera y su territorio colindante.
Según sus agentes en el valle del Betis, César había derrotado a los partidarios de Níger frente a Híspalis. Aquella nueva victoria aplastante significaba de facto la conclusión las operaciones. Como pudimos advertir días después, no quedaba en toda Hispania ni una sola cohorte con la que poder resistirnos al amargo destino de la República. De momento, el dictador seguía instalado en Gades, a buen cobijo en la casa de su amigo Balbo, mientras sus legados seguían afianzando el territorio y cazando disidentes. Si había aprendido algo de su error con Casio Longino, no dejaría las dos provincias sin un mínimo de solvencia administrativa antes de plantearse retomar el camino de Roma. Como era de esperar, una purga como las que realizó su tío Mario se había desatado en las grandes ciudades del curso del Betis que secundaron la insumisión de Pompeyo y su progenie, eliminando de la vida pública a quienes en su momento secundaron nuestra causa. Aquella contingencia nos afectaba de pleno.
Pasamos unos días errando por las tabernas de Abdera a la espera de obtener pasaje en una de las corbitas de Ascanio que hacía la ruta de Tarraco y Emporiae. Nuestro objetivo primordial era llegar a la Contestania, más exactamente la villa de tu hermano a poca distancia de Dianium. Sería lugar idóneo para esconderse una buena temporada mientras las cosas estuviesen tan revueltas en la Ulterior.
—Amigos, esta mañana ha llegado mi Polidora procedente de Gades —nos comunicó nuestro amigo mercader nada más su nave echó amarras en el puerto de Abdera—. Vuestra causa se ha extinguido. Mi agente en la isla me ha confirmado que se César dijo en público hace tres días que ya no queda ni una sola ciudad en todo el Betis que auxilie la revuelta. Estáis solos.
—Lo sabemos, Ascanio, lo sabemos… no se habla de otra cosa en las popinae del puerto.
—¿Cuándo saldrá alguna corbita tuya hacia Tarraco? —le pregunté.
—Ufff… Tengo previsto zarpar con esa misma nave dentro de un par de días. Voy a la Contestania, a visitar a un buen cliente de Leucante. Mañana aligeraré parte de su panza, pero no bajaré todo lo que lleva. Uno de mis mejores agentes lleva esperando que descargue allí un cargamento de garo gaditano desde hace un mes y, si no se lo entrego ya, me lo tendré que comer yo; no os podré llevar hasta Dianium, pero sí dejaros a pocas jornadas de allí.
—Nos vale —sentenció Aulo—. Mejor estaremos en una pequeña ciudad en la Contestania que aquí, corriendo el riesgo de que nos descubra algún nuevo amiguito de los Balbo.
La nave de Ascanio zarpó en la fecha prevista. Después de varios días de tranquila navegación remontando la costa bastetana, doblar la punta coralina de Venus, aguar en Carthago Nova, rebasar la gran laguna del Promontorio de Saturno y dejar atrás las salinas de la desembocadura del Thader, llegamos a una rada de poco calado entre dos colinas cubiertas de escasa vegetación. Sobre la menos pronunciada de las dos se yergue un oppidum de trazas indígenas. Nos comentó el gubernator de la Polidora que es éste un pequeño y antiguo emplazamiento ibero, ya poblado y fortificado desde antes de Aníbal, cuya estrecha ensenada a salvo del cecias conforma el mejor puerto natural entre Carthago Nova y Dianium. A pie de cerro se extienden los barracones y tinglados portuarios, envueltos por una densa pineda que se prolonga desde la base de la colina hasta un pequeño marjal en el otro extremo de la ensenada. Una sólida muralla jalonada de torres cuadradas y macizas cerca el perímetro de la ciudad por poniente. En un día tan claro como aquel, aireados por un viento de tierra caliente que nos agitaba el pelo y tensaba las escotas, el relieve de un tosco edificio blanco y cuadrado en el centro de la ciudad se acentuaba entre las construcciones primitivas de adobe y cañizo que se arracimaban en la cima de la colina, destacando como un otero blanco entre un entorno azul y ocre[192]. Nuestro amigo mercader salió de la toldilla nada más fue avisado de que faltaba menos de una milla para llegar a nuestro destino. Nos quedamos los tres apoyados en los filares de babor contemplando el paisaje y los cormoranes que revoloteaban alrededor nuestro…
—Ahí delante tenemos el fondeadero de Leucante, para vosotros Lucentum —exclamó Ascanio sonriente nada más giramos el cabo que abrazaba por el sur aquella pequeña bahía.
—Leucante… Conocí de viaje a África alguien que era de cerca de aquí —le respondí, pensando en Autronio; quién sabe si se ahogó en Carteia junto a muchos otros más, sólo los dioses lo sabrán.
En cuanto echamos el áncora frente a la rada, bajamos a tierra. Dejamos nuestro bote varado entre los juncos que cerraban el amarradero por poniente, custodiado por un par de hombres. No fue necesario que Ascanio indagase demasiado entre quienes frecuentaban los negocios del puerto para localizar a su contacto… Según nos confirmó uno de sus operarios al que el turdetano reconoció, se encontraba en su casa despachando encargos y prebendas.
Subimos por una empinada y polvorienta senda de grava que rodea la necrópolis y que conduce directamente hasta las sobrias puertas orientales de Lucentum. Trabados setos de ortigas, coscojas y violáceos cantuesos delimitan el camino de acceso a la ocre muralla. Aquellas imponentes defensas de más de cuatro hombres de altura, almenadas y dotadas de artillería y milicia parecían recién rehechas, como si la ciudad se hubiese preparado a conciencia poco tiempo atrás para una hipotética extensión del conflicto por tierras contestanas…
—Publio Fulvio, querido mío.
—Ascanio de Abdera, hallados los ojos que te ven; mi amigo Valerio temía que hubieses sufrido algún percance. Estoy seguro que se alegrará más que yo de tu llegada… ¡Tiene a media Ilici tras él! —exclamó aquel poderoso ciudadano recostado desde su cómoda silla acolchada; el peristilo de su casa parecía el vestíbulo de la basílica, repleto de gente demandando tratos y favores.
—No tendrá que esperar más.
—¡Magnífico! —exclamó girándose hacia uno de sus servidores hieráticos—. Teofanes, envíale un mensajero a Quinto Valerio para notificarle que su pedido de garo ya está en mis almacenes… y, por Júpiter, no te entretengas, no sea que aún se arrepienta.
—Queridísimo Fulvio, ¿supongo que estarás al corriente todo lo que ha pasado en la Ulterior?
—¿Te refieres a la guerra entre César y los hijos de Pompeyo? —sugirió aquel retóricamente.
—Exacto —le respondió Ascanio, al corriente del tema por nuestro relato pormenorizado de los hechos—. No sé si ya estás al tanto de los últimos sucesos, pero hubo una gran batalla naval frente a las playas de Murgi. El joven Pompeyo escapó de la derrota, pero fue asesinado hace unos días por un traidor y su cabeza enviada a César como prueba de su muerte. Con el ejército de Cneo Pompeyo aniquilado y su hermano desaparecido, creo que podemos dar por terminada la guerra.
—¡Dioses! —espetó Fulvio; aquella noticia le hizo levantarse de su silla y acercarse a nuestra vera. Su tono cambió de vozarrón a susurro—. El joven Pompeyo era nuestra última esperanza… ¿Quién aplacará ahora la avaricia de esos cretinos? Ahora entiendo tu demora en venir aquí, querido Ascanio; las aguas a este lado de las Columnas habrán estado muy removidas.
—Pues sí; entre embargos e incautaciones, no ha sido fácil reunir todas las ánforas que me pediste pero, gracias a mis contactos y unos cuantos saquitos de sestercios bien repartidos, he podido cumplir el encargo. En mi nave tienes listas para su descarga mil ánforas de garo de atún rojo, sin duda, el mejor de toda Hispania. Son unas pocas más de las que me pediste pero, aunque he tenido que afrontar innumerables peligros para llegar ileso hasta aquí, no voy a encarecer su precio; un trato es un trato.
—Qué gran noticia, amigo mío… y que gran detalle por tu parte. Nunca me olvido de un buen trato; serás recompensado en próximos negocios que hagamos juntos… ¿No has visto los esclavos que tengo ahí bajo? Me los han traído desde Narbo. Hay un par de braceros por los que sacaré dos mil sestercios. Podrías ganar mucho dinero con ellos en tu puerto… y te los dejaré baratos.
—Te agradezco que pienses en mí como socio, pero no soy un lanista. Amigo mío, vendo lino, garo y aceite, no carne viva.
—Que escrupuloso te has vuelto, Ascanio; ya hablaremos tú y yo más adelante de todo esto… —le respondió girándose hacia nosotros—. ¿Vas a ser tan desconsiderado que no vas a preséntame a estos dos muchachos que te acompañan?
—Son Aulo Afranio y Lucio Antonio; aunque son jóvenes, son dos veteranos de las legiones de camino a casa —y añadió susurrándole—. Has de saber que han luchado junto a Pompeyo y sus hijos estos últimos cuatro años…
—¡Dos patriotas! ¡Qué gran honor! Sed bienvenidos a Lucentum —nos respondió en voz baja, llevándonos hacia las fauces de su casa—. Bajo mi techo siempre son bienvenidos los amigos de Ascanio… y más aún si son valerosos defensores de la República.
—Te agradecemos tu hospitalidad, Fulvio —añadió mi primo.
—Espero que puedas agradecérmela mucho tiempo; desde hace un mes ya no se puede conversar abiertamente sobre política ni en las obras del Foro… ¿veis ese contubernio que patrulla calle abajo hacia aquellos andamios? —nos dijo señalando a unos milicianos que iban preguntando de grupo en grupo y de taberna en taberna.
—Sí, les veo… por cierto, actúan con cierta insolencia… ¿son la milicia urbana?
—¡Más quisiera yo! —contestó Fulvio con un hondo suspiro—. Son legionarios de Fabio Máximo en busca de disidentes. Por todos los dioses, si os preguntan abiertamente por vuestra procedencia, mentid, mentid como un mercader libio; decid que sois comerciantes o artesanos venidos de Tarraco, pero nunca le reveléis a extraños de dónde venís, y mucho menos vuestra verdadera identidad. Son tiempos difíciles; a más de un lucentino han sacado maniatado de su lecho al amparo de la noche y lo hemos encontrado al día siguiente degollado, flotando boca abajo entre los cañaverales de la laguna…
—¿Y ahora qué?
—Mi consejo es que os ocultéis en algún lugar seguro hasta que las represalias cesen y las aguas vuelvan a su cauce. A César le han aparecido muchos adeptos por aquí desde que se supo lo de Munda. Sin ir más lejos, Venustio, nuestro augur, no sabe cómo congratularse con el propretor Trebonio, así que, por precaución, hay que evitar que se sepa de vuestra presencia. Por suerte para todos, creo que sigue ocupado en Alonis.
—Cuando se sepa todo lo demás, será aún peor… Igual no ha llegado aún hasta aquí la información: Corduba ha sido arrasada.
—¡Por todos los dioses! Eso que dices agrava, y mucho, mis más aciagos vaticinios… Si César ha permitido que sus hombres saqueen la capital de la Ulterior, ¿qué no harían con una pequeña ciudad como la nuestra? —declamó nervioso el magistrado lucentino—. Ascanio, es importante… ¿alguien los ha visto venir hasta aquí?
—Creo que no; sí que los han visto desembarcar en el puerto pero, como podrás comprobar, ambos van vestidos como ciudadanos normales y ni han llamado la atención de la ronda; todos sus efectos militares están a buen recaudo en la sentina de mi corbita, a resguardo de posibles delatores…
—No es suficiente; deshazte de ellos —interrumpió Fulvio—. No les subestimes. Están husmeando como sabuesos; que no puedan encontrar nada que relacione a estos dos hombres con la guerra, y menos aún con Pompeyo. Hay que ponerles a salvo cuanto antes.
—Fulvio, dependeremos de ayuda local; somos forasteros, no conocemos nada ni nadie en este territorio —intervine—. Mi tío vive en Dianium, quizá debiésemos ir directamente allí.
—Dianium… o Saetabícula, puede que sea acertado; hay más patrullas de Máximo en las calzadas principales, sobre todo hacia el sur, en el valle del Alabus. A mi buen amigo ilicitano no le extrañaría nada que alojasen veteranos por allí, así que evitad acercaros a la Via Heraclea; quizá haya funcionarios de César esparcidos por toda la provincia repartiendo tierras a futuros colonos.
—Así lo haremos, pero… ¿Cómo llegaremos a Dianium?
—Por tierra quizá sea lo más seguro —contestó Fulvio, desenrollando un tosco dibujo del territorio que tomó de sus estantes.
En aquel pellejo reseco que representaba la contornada estaban marcados los valles, los ríos, las ciudades y los caminos principales que las unen. Puede leer varios nombres, algunos de ellos conocidos como Dianium, Alonis o Ilici, otros nuevos para mí como Uxoni, Segisa, Elo, Bigastri o Thiar…
—Por lo que entiendo de estos trazos, entre Alonis y el promontorio de Calpe hay unas serranías insalvables —apuntó mi primo, siguiendo con el dedo unas montañas pintadas junto a la línea irregular que delimitaba la costa—. Tendremos que rodearlas tierra adentro; será más peligroso.
—Son sierras abruptas, pero las tribus de pastores que las habitan viven ajenas a todos estos conflictos políticos. Por el momento, y mientras los legionarios del propretor sigan haciendo demasiadas preguntas en cada cruce o puente, os esconderéis fuera de la ciudad, en casa de un buen amigo; es hombre leal y sabe servir y ser discreto como un abogado, pues nació esclavo y se ganó su manumisión con su fidelidad.
Fulvio entró de nuevo en su tablinio entre las miradas atónitas de quienes esperaban su concurso, se sentó, extrajo una tablilla de bajo de su mesa, tomó su stilo de caña y trazó unas líneas. Cuando terminó de redactarlas, sacó una barrita de cera, dejó que una lucerna fundiese su extremo y lacró la cera derramada sobre la tablilla con su ancho sello…
—Tomad. Este hombre os acompañará; pertenece a su servicio. Saturnino, custódiales con tu vida… y evita dar explicaciones.
—Sí, domine —le respondió un silencioso esclavo que aguardaba inmóvil de brazos cruzados en el quicio de la estancia.
Con toda la cautela que nos fue posible reunir, salimos por el portón de servicio de la casa de Fulvio y nos perdimos por las callejuelas hacia el exterior de la ciudad. Eludiendo la gran plaza central repleta de obreros y gentes locales ociosas, tomamos una calle angosta que descendía hasta la misma ronda de la muralla. A medio trayecto nos topamos con unos andamios. Una grúa dedicada a mover bloques estaba atrancada en medio de la estrecha calle. Pasteras, aperos y cubos de agua hacían dificultoso su rodeo. A su alrededor, varios operarios a torso descubierto e impregnados hasta las cejas de polvo y sudor cincelaban con tesón un par de bloques de granito a golpe de maza, mientras otros cuatro levantaban varias columnas de ladrillo y mortero bajo del nivel del suelo. Aquellas decenas de pilones dispuestos geométricamente mantenían una proporción perfecta. Me llamó mucho la atención semejante destreza de mampostería, pues desconocía en qué tipo de construcción trabajaban aquellos laboriosos hombres.
—Saturnino, ¿Qué están haciendo aquí?
—Mi amo ha sufragado el coste de unas nuevas termas para la ciudad.
—¿Por qué?
—Las primeras que se hicieron hace años se han colmado y ya no están en uso…
—¡Qué altruista! —comenté girándome hacia mi primo—. ¿Eso de pagar edificios es normal en Roma?
—Recuerda lo que dijo Fulvio —me razonó Aulo—. Puede que su amo tenga dinero, pero igual carece de influencia política; así pues… ¿qué mejor legado que erigir algo de uso público para así ser admirado y respetado por unos y otros?
Salimos por las mismas puertas robustas por las que habíamos accedido anteriormente. Lucentum se asemeja más un fortín de frontera que una ciudad como otras muchas que he conocido. Justo en el segundo recodo del camino, antes de tomar el desvío del puerto, cerca de los cipreses que flanquean la entrada de la necrópolis, comienza una senda delimitada de altos matorrales de espliego y romero que conduce a la residencia extramuros de nuestro contacto, un rico liberto llamado Marco Popilio. Las chicharras nos acompañaron durante el breve trayecto entre la ciudad y nuestro destino. Vive éste en una sobria villa con vistas al mar al norte de Lucentum, a un par de mille passuum del camino de Alonis, rodeada de huertos de olivos, almendros y viñedos que se extienden hasta las yermas colinas de la baja Contestania. Tras esperar a ser atendidos un buen rato en una pérgola añadida a la construcción principal, un tipo orondo y rubicundo apareció desde el interior de la casa seguido de cerca por su asistente Saturnino. Caminaba con dificultad. Se mostró ante nosotros enrollado en una toga encarnada que contrastaba con su túnica color miel, desgastada en sus extremos y estirada a la altura del abdomen. Su barriga es tan hermosa que parece un fardo de lana y su prominente papada esconde un cuello tan grueso y peludo como sus manos. Está gordísimo. Para quitarle el anillo, tendrían que serrarse el dedo…
—Según pone aquí mi amigo Fulvio, ¿sois dos proscritos? —nos espetó con una voz acorde a su inmensidad—. Tranquilos, muchachos, podéis hablar en confianza… Nadie os podría causar males aquí; la casa de Marco Popilio Ónice es vuestra casa.
—Nos haces un gran favor y corres un gran riesgo cobijándonos, amigo Popilio —le respondió mi primo—. Sobre tu pregunta, en cierto modo, sí; aunque no somos desertores de ningún ejército, estoy seguro de que los partidarios de César estarían encantados de capturar a dos oficiales de Pompeyo…
—¡Ay César! —declamó paseando sus carnes por la terraza—. ¡Ambicioso y cruel César! Ya lo decía mi padre, no hay calvo ni bueno, ni casto. Es un arribista con fortuna; en ocasiones, los dioses son incomprensibles, premian a intrigantes como él con las mieses del triunfo, hundiendo en la miseria a los hombres buenos. Contadme cómo nos va la guerra, por favor… La víspera de las pasadas calendas llegó una corbita turdetana, pero su tripulación no sabía nada que ya no supiésemos nosotros.
—Bueno, desde las calendas han pasado muchas cosas; sentémonos aquí a la sombra, Popilio, pues es largo de contar…
Nuestro relato fue tan extenso que el sol se puso tras los eriales que envuelven Lucentum y tuvimos que proseguir con él mientras cenábamos en el triclinio, pues aunque el calor apriete a pleno día, la brisa nocturna en estas tierras contestanas sigue siendo demasiado fresca para cenar a la intemperie. Viendo lo extenso y dramático que era nuestro testimonio, antes del anochecer Popilio envió a Saturnino en busca de Fulvio y de nuestro amigo Ascanio para que nos acompañasen en aquel repentino y frugal banquete de bienvenida. Chacinas, queso de oveja en aceite, aceitunas rotas y pescados y mariscos de la bahía a la brasa entonaron nuestras barrigas hechas ya a la austeridad…
—Publio Fulvio Alclas, el más pompeyano de todos los lucentinos, ¿Qué vamos a hacer para ayudar a estos dos valientes? —le preguntó explícitamente Popilio a su amigo después de que un par de rollizas muchachas nos escanciasen una nueva ronda de vino.
—Por ahora, esconderlos.
—Hasta ahí llego yo, pero… ¿dónde? Los auxilia de Máximo están merodeando por todas las ciudades de la provincia a la caza de prófugos; ayer mismo estuvieron aquí buscando desertores, haciéndome destapar los dolia y escarbando en ellos con sus pilos. Había pensado esconderlos en la tintorería de mi amigo Lolio Rufo, pero por allí pasa demasiada gente… alguien podría delatarles.
—Tengo una idea mejor —apuntó Fulvio.
—Suéltala, por Hércules…
—¿No te hiciste tú hace poco con la propiedad de unos viejos lagares a pocas mille passuum de aquí?
—¿Esa roca inhóspita que le compré por cuatro denarios mordidos a Cneo Terencio?
—Sí, esa digo yo; está lejos hasta para la gula de los publicanos.
—¡Ja! ¡Cómo lo sabes! —le respondió Popilio, partiendo en su mano la cáscara de una nuez—. Pensándolo bien, no es mal sitio… además, ese pedregal está fuera de alcance de jinetes impertinentes. Por lo que sé, desde antes del invierno no ha pasado nadie husmeando por allí. Dispondré que os trasladen mañana. Ahora, amigos, disfrutad de la charla, el vino y estos dulces de almendra y miel que nos han traído mis pececitos, pues sólo los dioses saben si estos placeres se acabarán pronto…
Hicimos noche en casa de Popilio. Es un hombre muy curioso; como ya sabíamos, nació esclavo pero su habilidad engarzando joyas le hizo ganar mucho dinero a su amo quien, en recompensa antes de su fallecimiento, le concedió libertad y herencia. A la mañana siguiente, un par de hombres de nuestro anfitrión guiados por Saturnino nos escoltó hasta el puerto. Teníamos cosas que recoger de la bodega de la Polidora, aunque, tras escuchar a Fulvio, habíamos decidido dejar allí nuestro equipo militar para evitar suspicacias. El gran embarcadero de Lucentum no se diferencia en nada a otros amarraderos de la costa hispana que hemos recorrido. Huertos de palmeras ante colinas desoladas y rasgadas por las lluvias, densos juncales en las marismas costeras, poblados indígenas encaramados en los cerros próximos al litoral y buscavidas, rameras y menesterosos de todo tipo derramados por los soportales solicitando un quadrante mordido para remojar el gaznate arguyendo todo tipo de heridas heroicas que les han dejado impedidos.
Cuando llegamos junto al muelle de los pescadores, afanados en sacar de sus barcas las capturas del día atrapadas en sus redes, una colla de estibadores de Fulvio ya estaba descargando la panza de la Polidora. Hacían falta dos hombres para sacar cada uno de aquellos frágiles recipientes que contenían el preciado garo gaditano de la bodega y depositándolos en los carros forrados de esparto que llevarían tan preciado condimento a la vecina Ilici. Entre ánfora y ánfora, pasamos por la pasarela y entramos en la nave. Mi cota, galea, túnica de reserva, caligae y cíngulo se quedaron metidas en un saco oculto por la arena del lastre, pero ni se me pasó por la mente abandonar mis armas junto al resto del equipo. Metí aquellos objetos sagrados para mí como pude en un ancho zurrón, quedándose la empuñadura labrada de la falcata al descubierto; Aulo también dejó allí todo su equipo de oficial, excepto el gladio y su balteus.
De nuevo en el muelle, bajo un sol implacable que la brisa era incapaz de aliviar, varios pordioseros nos detuvieron reclamándonos alguna limosna para esquivar un día más la visita de Caronte. Los sicarios de Saturnino les increparon y los apartaron a varazos, dejándonos paso abierto hacia un gran stabula cuya cubierta de tejas destacaba sobre los cobertizos irregulares que se apiñan al inicio del cañaveral. Oculto por tanto alboroto y sentado con la espalda apoyada en el zócalo de un viejo almacén, había un hombretón manco cuya triste mirada —hasta aquel preciso momento— me atrapó nada más cruzarse con la mía…
—¡Eh, chico! —me dijo con una voz ronca y desgarrada—. Yo conocí al dueño de esa falcata; espero que la hayas obtenido de buena lid…
—¿Cómo te atreves a llamarme ladrón? Esta es la falcata de mi padre.
De repente, sus ojos negros dejaron de mostrar apatía para exhalar un extraño fulgor. Su pelo cano, crespo y enmarañado ocultaba un rostro ajado, castigado por el sol, el viento y, probablemente, la vida…
—¿Tu padre, dices? Pues, si no mientes, yo conocí a tu padre…
Dudé; recordé el consejo de Fulvio el día anterior; los agentes de César tienen orejas en cada rincón, por lo que no era muy inteligente pregonar mi nombre a los cuatro vientos en el atestado puerto de Lucentum…
—Déjalo, Lucio —me espetó mi primo— ¿no ves que sólo te está dando cháchara para sacarte unas monedas?
—No me ofendas, romano —le respondió aquel hombre misterioso con cierta insolencia—. Reconocería esa empuñadura entre un millar; te juro por la gran diosa madre que mis ojos vieron blandir esa falcata a mi señor Antonio en el campo de Sucrone.
Aquella frase que escuché a nuestras espaldas cuando ya nos íbamos hacia el establo me heló el espíritu y detuvo en seco mi marcha. Había nombrado nuestra gens… y sabía de tu participación en la gran batalla en las riberas del Sucro. Me asaltó una duda razonable; puede que aquel hombre no mintiese… y, realmente, te hubiese conocido.
—¿Quién era ese Antonio que dices, mendigo? —le inquirió mi primo tan sorprendido como yo, acercándose a un palmo de él.
—Fue un buen patrón y mejor persona, romano; ambos pasamos muchas penurias juntos durante la rebelión de Sertorio, pero nuestros caminos se separaron hace ya tiempo, en Dianium —respondió rascándose el antebrazo amputado—. Siempre que me acuerdo de aquello me pica; luchando junto a él en Sucrone perdí esta mano…
—Aulo, este hombre quizá sepa de qué habla…
—No le hagas mucho caso, domine —intervino Saturnino—. Todos le conocen por aquí; es un buscavidas que diría que le ha limpiado el culo al mismísimo César con tal de ganarse un trago de vino.
—Puede que en otras ocasiones sea así, pero quizá no en ésta.
Desanduve el camino recorrido, llegué hasta donde estaba mi primo y me agaché junto a aquel pordiosero. Seguía siendo un hombre fornido a pesar de su edad e indigencia; su túnica alguna vez habría sido blanca y un cubilete despellejado cubría el muñón de su mano.
—¿Cómo te llamas?
—Unibelos de Aspis… Y si has sido sincero conmigo, tú debes de ser hijo de Cayo Antonio de Valentia.
—Lo soy, Unibelos… —le contesté confuso; me costaba tragar y se me erizó hasta el vello de los brazos—. ¿Puedo ayudarte?
—Ya soy viejo para muchas cosas, pero mis ojos aún ven como un halcón, mis orejas escuchan hasta los ratones y mi espalda sigue tan recia como hace años… ¿Quizá a dónde vas necesitas de alguien que te guarde la tuya? Ese era mi cometido cuando servía a tu familia.
—Dame tu mano, Unibelos; allá donde vayamos, habrá sitio para ti.
Llegamos al stabula en el que Fulvio había contratado cinco monturas para nosotros y nuestros escoltas. Estaba contando los ases para pagar aquel servicio cuando vimos como un contubernio de legionarios, tan equipados como si fuesen a tomar Lucentum, estaban revisando todas las cajas, incautando armas, pinchando fardos sospechosos, requisando grano y provisiones y sacando a estirones a quien creían oportuno interrogar sobre lo que precisasen. Después de despachar varios empujones entre los pescadores y comerciantes del arrabal, quien los encabezaba tomó dirección hacia los establos. Nos había visto.
—Aulo, se avecinan problemas —le dije después de ponerle en las manos mi sáculo al dueño del establo, el cual tardó un estornudo en salir de allí en cuanto escuchó el tintineo del metal.
—Ya lo veo —me contestó mi primo, dejando al aire el pomo de su gladio—. Mantengamos la calma.
—¡Eh! ¡Quietos todos! —nos espetó el optio que estaba al frente de aquellos hombres en cuanto entró en el establo—. Vosotros dos; quienes sois y a dónde vais.
—Somos dos comerciantes de lino de Dianium que volvemos a casa… ¿Qué sucede, miles?
—Aquí las preguntas las hago yo —respondió en seco aquel oficial—. ¿Qué lleváis en esos bultos? Ábrelos.
—Son sólo telas y algo de comida para el viaje; nada más.
—Tú, el más alto de los dos… ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Aulo…
—No me tomes el pelo, muchacho… ¿Aulo qué más?
—Porcio, hijo de Aulo Porcio Anco.
El rostro de aquel miliciano inoportuno se contrajo en una mueca al escuchar la débil coartada de mi primo.
—No hay ningún Aulo Porcio Anco inscrito en Dianium que se dedique al negocio del lino… Para tu desgracia, precisamente venimos de allí —le respondió llevando lentamente su mano hacia su balteus—. ¡Rápido! ¡Prended a estos dos mentirosos! Ya aclarareis quienes sois ante el primer centurión en el camp…
Aquel fulano no acabó su frase. Valiéndose de su única mano hábil, Unibelos le asestó un porrazo en la nuca que lo dejó tieso sobre la paja del establo. Con la pericia de un cazador, el contestano se había apostado en el lugar ideal para golpear sin ser visto, pero aquel leñazo certero descubrió su posición. Dos de los milicianos se abalanzaron sobre él, intentando reducirle amenazándole con sus hierros. Fue en vano; a pesar de su privación, lanzó por los aires a uno de ellos, estampándole la cara contra una viga al segundo. Los otros seis hombres desenvainaron sus gladios e irrumpieron en el establo, prestos a rajarnos a todos allí mismo. La hazaña de Unibelos nos concedió el tiempo necesario para desenfundar nuestros filos y compensar aquella agresión. No eran veteranos; sólo había que ver la torpeza de sus fintas y estocadas para saber que no se las habían visto nunca tan gordas. Es más, lo que no se esperaban era enfrentarse a dos veteranos de las legiones de Pompeyo y a un ibero tan terco y fiero como un oso. Aulo se deshizo enseguida de uno, mientras yo le corté el tobillo a otro tras una treta que me hizo rodar por la paja seca. Los dos secuaces de Popilio colaboraron sorprendiendo a otros dos por la espalda y clavándoles sus dagas en la garganta. Sólo quedaban dos más.
Cuando aquellos infelices se dieron cuenta de que estaban en inferioridad numérica y táctica, pegaron sus culos, se ocultaron tras sus escudos y salieron del establo pidiendo refuerzos a voces. Sus gritos tuvieron éxito, pues al final del muelle aparecieron al trote muchos más hombres, quizá el resto de la centuria que estaba escudriñando el puerto lucentino.
—Iros, aún tenéis una oportunidad —nos dijo Unibelos, limpiando la sangre del cayado en su túnica—. Yo les distraeré.
—Son muchos, amigo; te matarán.
—Joven Naso, eso pasará más tarde o más temprano; si lo hacen, moriré sabiendo que he cumplido con mi palabra de proteger a un Antonio hasta la muerte.
—Sé muy bien el valor de esa promesa…
—Así es; vamos, no perdáis más tiempo —insistió Unibelos, mirando como un tropel de legionarios venía raudo hacia nosotros; los remaches de sus caligae retumbaban sobre el muelle, levantando los maderos a su paso—. Ya casi están aquí.
Salimos al galope del establo. Nuestros perseguidores llegaron hasta la entrada instantes después. No pude evitar girarme para contemplar aquel coloso que nos habían enviado los dioses para protegernos y salvar nuestras vidas. Por desgracia, él perdió la suya. Jamás podré agradecérselo. Entre cinco legionarios le rodearon y acabó traspasado por sus pilos y gladios, no sin llevarse alguno más por delante antes de desplomarse sobre la tierra amarillenta de Lucentum. Nada más ser abatido Unibelos, varios jinetes auxiliares salieron de entre el gentío alzando una buena polvareda tras ellos; la cosa se nos complicaba mucho más.
—¡Aulo, hemos de separarnos! —le grité desde mi corcel—. ¡Si seguimos juntos tendremos menos posibilidades que si nos dividimos!
—¡Es cierto, domine! —añadió uno de nuestros escoltas—. Los collados de Uxoni son traicioneros; si nos partimos, quizá podamos engañarles y perderles entre las torrenteras.
—Naso, que los dioses te guíen… ¡Nos veremos en Dianium!
—¡Suerte, primo!
Así fue como Aulo y yo nos separamos poco antes de llegar a un cauce tortuoso que horadaba la aquella estepa cubierta de matorrales. Nada más he vuelto a saber de él. Espero que saliese vivo de aquellos montes ralos y esté escondido junto a mis tíos en Dianium. El hombre de Popilio encargado de guiarme se conocía muy bien aquel terreno árido y ondulado. Tras salvar aquel irregular curso de agua encajonado entre farallones de arenisca, entramos en unos desfiladeros próximos a la costa en los que había multitud de recodos, grutas y barrancos que hacían prácticamente imposible seguirnos, pues los grandes sotos de adelfas, sagrados madroños y espesas retamas que había desperdigados por la zona habrían servido para encubrir una legión. Descabalgamos y ocultamos nuestras monturas en una de aquellas cavernas socavadas por el viento y la lluvia, acariciando a los jumentos para que un relincho furtivo no evidenciase nuestro escondite. Cuando el sol comenzó su descenso, después de un buen tiempo escuchando sólo el trino de los pájaros y el zumbido de los insectos, proseguimos nuestro camino desmontados hacia la costa.
En menos de una hora llegamos frente a nuestro destino; ante nosotros se extendía una destartalado alfar situado en la entrada de una península elevada y rocosa, de rala vegetación y estrecho acceso, quizá abandonada hasta por las gaviotas. Unas construcciones de adobe tan antiguas como la Idubeda se levantaban en el centro de aquella lengua de piedra que se adentraba en el mar conformando un entramado en cuadrícula de callejuelas estrechas. Las olas batían sus orillas con inusitada violencia, alzando columnas de espuma tan blanca como la nieve y creando grutas por las que las aguas se remansaban. Un par de guerreros vestidos con túnicas blancas, pertrechados con soliferros y caetrae, montaban guardia en la parte más estrecha de la península, el único acceso por tierra a aquella vieja aldea factoría. Tras ellos había un murete de argamasa en cuyo centro destacaban dos esculturas bovinas que habían perdido su forma y su color originales expuestos a la corrosión de los temporales. Allí fue donde nos despedimos sin demasiados remilgos, pues mi camarada de evasión debía volver a Lucentum antes de la puesta de sol.
Los guardias dieron aviso de mi llegada y un tal Sakarisker, en principio el viejo régulo de aquel poblado, quien tras varios estufidos bajó a recibirme. Su semblante adusto mudó a una enorme sonrisa nada más vio el sello de mis tablillas. Me pidió cortésmente que le acompañase. Gracias a que de pequeño me hiciste aprender frases en la lengua de los iberos de la costa, me pude entender con aquel viejo gruñón. Caminaba encorvado, como los hombres que han pasado media vida en el campo, pero sus manos no aparentaban haber llevado una existencia muy dura. Tras salvar una ligera rampa, llegamos a la parte alta de la aldea. Varios hombres estaban inmersos en trabajos de mampostería, otros luciendo paredes con yeso y un par más pavimentando suelos con mortero. Probablemente, seré el primer huésped de la discreta villa que Marco Popilio está levantando entre las ruinas de este antiguo asentamiento comercial.
Desde aquel día, aquí estoy recluido, azotado por este viento marino que no cesa. Me he de ganar el sustento con el sudor de mi frente, ayudando a esta pobre gente en sus quehaceres y negocios. Cuando el sol se oculta tras los montes y las tareas se posponen hasta el día siguiente, es cuando tomo cálamo y pergamino y sigo escribiendo estos comentarios, recordando con amargura cada detalle y cada anécdota de los terribles sucesos en los que me he visto involucrado desde que desembarcamos en Abdera. Sakarisker me ha cedido una pequeña casa casi en ruina cuyo ventanuco asoma a la bahía. En días claros se ve Alonis. Un jergón, un arcón para mis ropas y una vieja mesa conforman todo mobiliario. En mi tosco escritorio tengo colocada una lucerna, un pebetero de rostro femenino que me encontré cogiendo hinojo y el anillo con la vieja moneda valentina, la que fue engastada en Útica para mi amada, aún salpicado de la sangre reseca con la que maldije a Cayo Julio César y a toda su descendencia. Cada mes viene el servidor de Popilio portando en su grupa más pergaminos, tinta, rollos de geografía e historia que llegan al mercado de Lucentum y algunas fruslerías más… Llevo no sé cuántos días comiendo lo mismo. Entiendo porque no hay gente gruesa en este arrinconado peñasco. Ni los hombres tienen panza, ni las mujeres curvas apetecibles. Sólo hay que ver los niños desnudos que se lanzan al agua desde las rocas, sacos de piel y huesos curtidos por el sol. La dieta del poblado se basa en una única comida al día a base de gachas de avena, panes de cebada amasada al horno, guisos de lentejas y, en ocasiones, algunos peces asados de los que se nos mueren en las balsas trabajadas en la roca que tenemos en el extremo de la península.
Tenemos vino y garo hechos en el propio poblado, producto que he aprendido a elaborar estando aquí recluido. Ya sé cómo criar peces y engordarlos; Hiarbas estaría orgulloso de mí, pues mis narices han soportado la pestilencia de una tina repleta de tripas de pescado al sol y mis pies sobrevivieron hace dos días a los callos que te deja pisar uvas en un viejo lagar tallado en piedra. El aroma a uva prensada me devolvió a casa por un breve instante, haciéndome recordar aquellos días víspera de la vendimia en la alta Beronia. Popilio no es idiota, no ha comprado esta roca por lástima; gana muchos sestercios con estas cosas, sobre todo explotando una receta ancestral que atesora la mujer de Sakarisker. Dice ella que les fue revelada a sus ancestros por navegantes de Tiro, una ciudad legendaria de las tierras donde nace el sol. La guarda en secreto, pues sólo me deja remover las tinas, no permitiéndonos ni a mí, ni a ningún otro forastero, saber la proporción exacta de vísceras de caballa, peces de roca, hinojo de mar, tomillo, uva de pastor y sal hay que mezclar. Quizá la clave de su originalidad sea que todos los ingredientes que utilizamos en su elaboración se encuentran en esta roca. El verde hinojo crece a gavillas en cada rincón de los farallones, igual que la uva de pastor y el tomillo; además, no necesitamos comprar sal, pues las propias rocas nos la facilitan cuando el agua se evapora entre sus huecos. Hasta las ánforas que lo contienen están hechas en los alfares de la costa. En estos años fuera de la Beronia he aprendido a distinguir la diferencia entre garos y ahora entiendo por qué aquella reina mauritana quedó tan prendada por el intenso sabor del que aquí producimos. Es el condimento ideal para cualquier guiso. Madre jamás ha comido nada así, ya no por el garo, que puede envasarse y resiste tiempo, sino por estos peces que aquí se crían; no pueden estar más de un día fuera del agua sin corromperse, y menos en verano. Son manjares para las mesas más ricas de la provincia que puedes llegar a aborrecer si son tu único sustento.
Padres, mi protector Marco Popilio me recomienda que siga aquí por una temporada. Aunque César ya habrá vuelto a Roma para recibir el aplauso y lisonja de sus aduladores, sus acólitos hispanos siguen queriendo ser los más fieles del mundo y las delaciones están a la orden del día. Las envidias se han desatado y entre vecinos y familia se delatan impunemente con tal de ganarse el favor de un cargo público, sacar tajada o saldar viejas deudas. Alonis y Lucentum se han vuelto ciudades peligrosas en las que sus respectivas magistraturas compiten por detener más cómplices de Pompeyo. En su última nota privada, el astuto Popilio me desaconsejó encarecidamente que contactase con mis tíos en Dianium por si algún rival comercial pudiera aprovechar la coyuntura para delatarles ante la Curia y quitarse de en medio un competidor. Es lo más prudente; confía en que aguarde al cambio de cargos en Martius.
La mala estación está llegando y esta roca olvidada por todos, hasta por los propios dioses, vapuleada por los vientos donde sólo crecen hierbas amargas, se quedará casi incomunicada por mar hasta que los almendros florezcan. Tendré que esperar a la primavera para salir de aquí sin poner en peligro a nadie. No sabéis como añoro ahora nuestra casa, tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Cada mañana, cuando el sol emerge de las aguas y baña con su tibia luz este peñasco, les ruego a los dioses por vuestra salud. Sé por el agente de Popilio que mi protector se ha brindado a buscaros y entregaros estos rollos que contienen los terribles recuerdos de todo lo que he pasado, aunque ya sabéis que mi gran anhelo sería contároslo de viva voz. No es posible de momento. El mes que viene, Saturnino vendrá de nuevo a traerme más pergamino, más tinta y más noticias; espero que se lleve consigo estos rollos y que antes del invierno estén en vuestras manos, en mi Beronia querida.
Que Lug y todos los espíritus sagrados del bosque os protejan siempre.
Lucentum, víspera de las calendas de October del año del consulado de Q. Fabio Máximo y C. Trebonio y quinta dictadura de C. Julio Cesar, DCCXIX Ab Urbe Condita[193]