Ciencia y Filosofía

1. El «problema de las relaciones entre ciencia y filosofía» no lo plantearemos aquí como un problema de relaciones entre dos géneros de saber previamente presupuestos, cada uno definido en sus campos propios, sin perjuicio de sus interrelaciones. El problema de las relaciones entre ciencia y filosofía lo entenderemos, ante todo, como una ampliación (por regressus) del problema de las relaciones que cada ciencia positiva mantiene con las otras ciencias, así como con la realidad que envuelve a todas ellas, limitando sus respectivos «radios de acción». Desde este punto de vista podemos afirmar que el interés por la filosofía, desde la Teoría de la ciencia, no es tanto un interés suscitado como un «complemento exterior», sino el interés suscitado desde el interior mismo de las ciencias, en tanto se limitan las unas a las otras, y son limitadas por la realidad, y en tanto que el análisis de tales limitaciones quiere llevarse a efecto por métodos racionales, aunque no sean científicos.

Por lo demás, carece de sentido hablar, en abstracto, de las «relaciones entre ciencia y filosofía», porque estas relaciones serán entendidas de diferente modo según lo que se entienda por ciencia (concretamente, para mantenernos en el horizonte del presente opúsculo, según la teoría de la ciencia escogida) y según lo que se entienda por filosofía. Ahora bien: en la medida en que consideremos filosóficas a las distintas teorías gnoseológicas de la ciencia a las que nos venimos refiriendo (la concepción descripcionista, la concepción teoreticista, la concepción adecuacionista y la concepción materialista) podremos concluir que la cuestión de las relaciones entre la ciencia y la filosofía forma parte, en rigor, de la cuestión de las relaciones entre la filosofía (gnoseológica) de la ciencia y la filosofía en general (incluyendo en esta rúbrica, más precisamente, a la filosofía en cuanto concepción del mundo, en cuanto Ontología, y a la peri-filosofía o meta-filosofía).

El enunciado titular de este parágrafo («ciencia y filosofía») lo entenderemos, por consiguiente, como una abreviatura de este otro enunciado: «relaciones entre la ciencia (tal como es concebida desde los diferentes tipos fundamentales de teorías gnoseológicas) y la filosofía en general (en cuanto incluye, más precisamente, la exposición de una concepción del mundo -de una Ontología- y de una metafilosofía)».

Una vez aceptada esta reformulación del enunciado titular podemos intentar el análisis de las implicaciones que hemos de suponer que mantiene, al menos preferencialmente, cada una de las concepciones gnoseológicas de la ciencia consideradas (en tanto ella es, por sí misma, una filosofía de la ciencia) con concepciones filosóficas más generales (ontológicas y metafilosóficas). De este modo evitaremos, al menos en un primer análisis, entrar en el camino que habría de llevarnos a plantear la cuestión de los diversos modos de entender la filosofía como condición previa para establecer los tipos de relaciones posibles entre ciencia y filosofía.

Es cierto que no tenemos por qué suponer que el regressus desde una determinada filosofía de la ciencia (tomada como referencia) hasta la filosofía en general, deba ser unívoco. Detrás de una determinada concepción gnoseológica de la ciencia podremos, sin duda, encontrar concepciones filosóficas generales muy diversas (ontologías muy diversas y concepciones de la propia filosofía también muy diferentes): detrás del adecuacionismo puede estar alentando una ontología naturalista, pero también una teología creacionista. A pesar de todo, mantendremos la suposición según la cual la filosofía de la ciencia implica, preferencialmente al menos, un cierto tipo de filosofía (de ontología y de metafilosofía). Por ejemplo, el adecuacionismo implicaría preferencialmente, por motivos de coherencia lógica (aunque también por razones más complejas), una ontología teológica creacionista (antes que una ontología materialista) así como la concepción de la filosofía como «reina de las ciencias».

En cualquier caso, daremos también por supuesto que la filosofía gnoseológica de la ciencia que cada cual «elige» no depende sólo de la visión que, a partir de su propia experiencia personal, tenga de una ciencia determinada o de varias, sino también de las concepciones filosóficas generales (ontológicas y también perifilosóficas) por las que esté envuelto.

2. Situémonos, ante todo, en la perspectiva de un científico que «dedica íntegramente su vida» a la investigación de su propia disciplina, pero que, lejos de encerrarse en ella, se asoma, en las horas de ocio, a otros campos, y aun recorre trechos más o menos largos de sus caminos. Supuestas dadas ciertas condiciones (relativas sobre todo a la satisfacción y entusiasmo de este científico ante la riqueza de las materias que las diversas ciencias ofrecen a su «apetito cognoscitivo») entenderemos muy bien por qué la «visión» que un científico semejante podrá llegar a alcanzar sobre el conjunto de las ciencias se ajustaría a los siguientes rasgos: por de pronto, la visión de la inmensidad de la «ciencia global». Decidido a internarse en los campos de las más diferentes ciencias positivas, nuestro científico verá abrirse ante si un inmenso espacio enciclopédico, de cuya inmanencia no podrá jamás salir, por mucho que adelante en todas las direcciones. Ni siquiera le «quedaría tiempo» para mirar «fuera» de esa enciclopedia, a fin de «recibir el mundo» en su totalidad. ¿Cómo podría distinguir siquiera entre el saber riguroso sobre las cosas del mundo que la Enciclopedia le proporciona con esas mismas cosas que se muestran a través de su saber científico, y no de otro (puesto que supone que el saber científico es el único tipo posible de saber)? Tratamos de mostrar cómo la visión positivista (descripcionista) de la ciencia está propiciada por el trato «desde dentro» con algunas ciencias, a las que se habrá tomado, además, como modelos exclusivos de cualquier conocimiento. Brevemente: la visión positivista radical de las ciencias, el descripcionismo cientificista, puede conducir, en el límite, a una superposición de los espacios abiertos por las ciencias con la realidad misma del mundo cognoscible. Si nuestro saber es, en un sentido riguroso, el saber que nos deparan las ciencias positivas, ¿cómo podremos pensar siquiera en la posibilidad de saber algo sobre el mundo valiéndonos de otros supuestos métodos -filosóficos, por ejemplo, o teológicos- que no produzcan saberes científicos? Un saber que no sea científico -claro y distinto, en la terminología cartesiana- no es un saber oscuro o confuso; es sencillamente ignorancia o no saber. «La filosofía no enseña nada, y nada puede aprender de nuevo por sí misma, puesto que no experimenta ni observa nada», decía Claude Bernard. Federico Engels, en el umbral de su Anti-Dühring

16 rondaba esta misma idea: «En los dos casos [del materialismo científico de la época, que ha logrado establecer, con Kant y Laplace, la ley de la evolución de los astros, y con Darwin, la de los organismos] es este materialismo sencillamente dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que se presenta a cada ciencia la exigencia de ponerse en claro acerca de su posición en la conexión total de las cosas y del conocimiento de las cosas, se hace precisamente superflua toda ciencia de la conexión total. De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.»

Nos encontramos, en resumen, en una situación tal en la que la visión de la ciencia se autopresenta como la única visión racional y universal de la realidad, lo que significará que no cabe conceder ningún lugar a una filosofía que no sea científica. A lo sumo, podrá decirse que la filosofía queda reabsorbida en la enciclopedia de las ciencias o, aplicando al caso el concepto marxista de la «realización de la filosofía en el proletariado», podríamos añadir que la filosofía, que había sido «madre de las ciencias», ha entrado ya en el período de su agonía mediante su «realización en el conocimiento de la enciclopedia de las ciencias positivas». Al mismo tiempo, cuando se concibe el saber científico positivo de modo tan radical, será lógico concluir, no sólo que fuera de ese saber no podemos saber nada, sino que, por ello, ni siquiera podemos afirmar que quedan residuos inaccesibles al método científico: el saber científico tenderá a autoconcebirse como un saber virtualmente omnisciente, total y completo. Por análogos caminos por los cuales Hegel llegó a negar la cosa en sí kantiana y a proyectar la elevación panlogista de la conciencia al «saber absoluto», el positivista radical llegará a negar las realidades que no estén contenidas en las ciencias y concebirá a la ciencia de un futuro, acaso muy próximo, como omnisciencia. ¿Acaso el Genio de Laplace no desempeñaba, en el terreno de la ciencia mecánica, funciones similares a las que Hegel asignó a la conciencia absoluta, en el terreno del saber filosófico? Una suerte de «fundamentalismo científico» se abre ante nosotros. El científico positivista y radical dirá, en relación al campo de su especialidad, lo que Hilbert decía, en alusión al célebre lema de Emil du Bois-Reymond, y refiriéndose a su propio campo de investigación: «En Geometría no cabe el Ignorabimus.» No debe creerse que este «cientificismo fundamentalista» sea tan sólo una floración que hubiera brotado durante el pasado siglo a cuenta de la impresionante ebullición que en la época alcanzaron las ciencias positivas. El fundamentalismo científico nunca ha desaparecido del todo. De hecho resurge en los últimos años del siglo que acaba, pero este resurgimiento sólo podemos entenderlo como efecto del influjo de muy confusas ambiciones metafísicas.

El peculiar género literario que reconocemos en las obras de los físicos que ofrecen su «visión científica del mundo» es cada vez más cultivado; se admite que las diversas ciencias categoriales, particularmente las ciencias físicas o biológicas, puedan y deban ser utilizadas como instrumentos capaces de abordar la totalidad de los problemas filosóficos. Ahora bien: lo que una ciencia positiva puede ofrecer es una visión científica de su campo categorial, y no una visión científica del mundo. Sin embargo es frecuente hablar de determinadas teorías físicas como si fueran «teorías del todo» (TOE = Theory of everything). Un autor, por ejemplo, en un libro reciente (E. Laszlo, Evolución, la gran síntesis, 1987), se atreve a escribir, apoyándose (dice) en los resultados de las ciencias biológicas, físicas e históricas, lo que sigue: «Durante varios miles de años, nosotros, los sapientes, nos hemos preguntado de donde venimos y adonde vamos. Hoy, pasados unos veinte mil millones de años desde los orígenes del universo, podemos estar a punto de averiguarlo.»

La paradoja del fundamentalismo cientificista consiste en que sus proposiciones no pueden ser encerradas en ciencia alguna. El fundamentalismo constituye una reflexión sobre las ciencias, tanto en sus relaciones mutuas como en las relaciones que ellas pueden mantener con su exterioridad. Pero este tipo de reflexiones desborda el horizonte propio de cualquier ciencia (al físico, en cuanto tal, no le corresponde analizar las relaciones entre las Matemáticas y la Biología; estas relaciones, en todo caso, no pueden ser expresadas en el lenguaje de la Física). Dicho de otro modo: el fundamentalismo implica no sólo una filosofía de la ciencia, sino también una ontología (de tendencia monista, en el modelo al menos de los Enigmas del Universo de Haeckel) y una metafilosofía (una doctrina sobre la propia naturaleza de la filosofía). Y, por lo menos esta última, es errónea. Porque no se trata de un mero cambio de denominación (llamar «ciencia», en lugar de «filosofía», a la reflexión sobre las ciencias en su relación con los demás saberes), sino que se trata sobre todo de un intento imposible, a saber, la identificación de la filosofía con la ciencia, tanto da si estos métodos unificados se llaman científicos, como si se les llama filosóficos, es decir, filosófico-científicos. El fundamentalismo cientifista no anula, por tanto, a la filosofía, sino que lo que pretende es anular toda distancia entre filosofía y ciencia categorial, llamando a esa supuesta filosofía realizada «visión científica de la ciencia y del mundo». Y aquí reside precisamente lo ingenuo y acrítico de su proceder. Ingenuo y acrítico en tanto presupone, no sólo que cada ciencia «tiene la exigencia de poner en claro su posición con la conexión total de las cosas» (para usar las palabras de Engels) sino también que el conjunto de todas las ciencias daría como resultado la visión sintética «científica» del Universo. Como si el conjunto de los resultados de las diversas ciencias dibujase por sí mismo un mapa mundi armónico, como si el Ignoramus, Ignorabimus! que Du Bois-Reymond proclamó hace más de un siglo, careciese de todo fundamento. Pero la filosofía no tiene por qué entenderse tampoco como un tipo de saber científico que «va más allá» de los saberes ofrecidos por las ciencias positivas. Ante todo ha de entenderse como una crítica de las propias ciencias o, mejor dicho, como una crítica de las pretensiones que, una y otra vez, determinadas concepciones de la ciencia atribuyen a las ciencias. Crítica que no puede llevarse a cabo sin disponer de una teoría de la ciencia desde la cual pueda llevarse a efecto el tipo de catarsis que en cada momento se haga preciso.

3. Situémonos ahora en la perspectiva del adecuacionismo, en tanto comparte con el cientificismo descripcionista la valoración sustantiva (=1) de la materia como realidad que se impone por sí misma a cualquier con-formación conceptual o ideal. El adecuacionismo, es cierto, no dejará por ello de valorar la función positiva (=1) que conviene también a las formas gnoseológicas, sin perjuicio de que postule algún tipo de isomorfismo entre el «mundo de las formas» y el «mundo de las realidades». Con esto estará reconociendo ya la distancia entre una «realidad» y las diversas maneras de «entenderla científicamente». Por tanto, estará reconociendo que la conjunción de las diversas maneras de entender científicamente la realidad (según las diferentes ciencias), no constituye una manera más de entender científicamente la realidad. Se trata de «una manera global», de una manera que comportará, fundamentalmente, la tarea de coordinar (y coordinar implica ahora subordinar, jerarquizar) los resultados de las diversas maneras científicas en las cuales (suponemos) la realidad ha sido captada. Podrá seguir considerándose científica esta coordinación, pero, en tal caso, esta nueva ciencia, no será una ciencia más, sino, o bien una ciencia sui generis, una ciencia «que se busca», o bien una «ciencia de las ciencias». Es decir, es una filosofía, en el sentido tradicional.

Ahora bien, la filosofía que puede vincularse al adecuacionismo, reexpone de nuevo, en cierto modo, el ideal de omnisciencia del cientificismo, al menos si admitimos que un adecuacionismo coherente sólo puede mantenerse en el ámbito de una ontología teológica que establezca que el mundo, conocido parcialmente por las ciencias y totalizado por la filosofía, es el mismo mundo armónico que Dios, como organista supremo, ha creado desde su eternidad

17. La filosofía adecuacionista de las ciencias encuentra su verdadero espacio en el marco de la filosofía onto-teológica, y propicia una meta-filosofía muy precisa, a saber, aquella que, presuponiendo el significado insustituible de las ciencias positivas, reconoce sus límites y señala a la filosofía la función de coordinar y totalizar las diferentes ciencias particulares en una síntesis superior que, si no es propiamente una ciencia más, es por ser el reflejo de todas ellas. Thomas Mann expone admirablemente, en su Doctor Faustus, este modo de entender la relación entre la filosofía y las ciencias positivas por gentes formadas en la confluencia de tradiciones católicas y positivistas: «¼ nos habíamos atenido a la opinión corriente de que la filosofía es la reina de las ciencias. Entre las demás, ella ocupaba, así lo habíamos comprobado, aproximadamente el lugar del órgano en el caso de los instrumentos. Los dominaba, los juntaba espiritualmente, los ordenaba y purificaba los resultados obtenidos en todas las esferas de la investigación, para hacer con ello una imagen del universo, una síntesis superior y reguladora que contenía el sentido de la vida y determinaba con lucidez la posición del hombre en el cosmos.»

4. Las otras dos «familias» de teorías de la ciencia que tenemos que considerar, el teoreticismo y el materialismo, que convienen críticamente en dejar sin efecto la sustantivación de la materia de las ciencias, se alejan también de todo fundamentalismo científico, de todo cuanto tenga que ver con la «filosofía de la omnisciencia», con la idea de que el hombre, mediante su entendimiento (científico y filosófico) «se hace, de algún modo, todas las cosas». Pero el teoreticismo lleva al extremo la crítica del cientificismo fundamentalista o adecuacionista. Al sustantivar a la forma de las ciencias, al asignar el valor 1 únicamente a la forma de las ciencias, aísla enteramente a las ciencias de su materia y las clausura en el ámbito de su propia creación. El teoreticismo no es una filosofía de la ciencia que pueda considerarse desligada, por tanto, de cualquier otra concepción filosófica: al separar a las verdades ofrecidas por las ciencias de la realidad, el teoreticismo se aproxima necesariamente hacia el escepticismo o hacia el agnosticismo. Y su alejamiento de toda sombra de fundamentalismo científico lo sitúa en la vecindad del fideísmo o, al menos, lo hace compatible con él. La ciencia no podrá tomarse ya como canon o norma de la razón, o de la existencia; importará sobre todo por su utilidad o por su belleza. La fe en lo sobrenatural verá destruidas las barreras que pretendió ponerle una ciencia entendida al modo fundamentalista. Y asimismo, quedará también abierto el camino hacia una filosofía totalmente liberada de las ataduras científicas y dispuesta a entrar en los caminos de lo inefable (al menos de lo que no se puede expresar en lenguaje científico). Si se supone que la ciencia nada tiene que decir de la realidad, y, menos aun, de las «realidades más misteriosas», lo mejor que la ciencia podrá hacer es callar ante ellas, siguiendo el precepto de Wittgenstein: «Ante lo que no se puede hablar, lo mejor es callar.»

5. El materialismo filosófico desarrolla una teoría de la ciencia, la teoría del cierre categorial, que tampoco, como es lógico, puede considerarse independiente o aislada del resto de las concepciones filosóficas, en particular, de la ontología y de la metafilosofía. La teoría del cierre categorial no puede ser entendida como una concepción exenta, compatible con cualquier tipo de ontología o de metafilosofía, es decir, de la filosofía de la propia filosofía (en relación con los restantes saberes y, muy especialmente, con los saberes científicos). Esto no quiere decir que el materialismo gnoseológico haya de entenderse ligado precisamente a algún tipo muy determinado (y no a otro) de ontología o de metafilosofía.

La teoría del cierre categorial, al proponer la «reabsorción conjugada» de la forma en la materia de cada ciencia positiva, y al hacer equivalente esa forma con una identidad sintética entre determinados contenidos de cada campo categorial, en la que hará consistir la verdad científica (que, lejos de toda rigidez, admitirá amplias «franjas de verdad»), se compromete, obviamente, con posiciones filosóficas cuyo alcance va mucho más allá del que podría atribuirse a una estricta teoría de las ciencias positivas. En efecto:

Ante todo, se comprenderá la incompatibilidad del materialismo gnoseológico con el escepticismo científico y, por tanto, con el escepticismo en general. El materialismo reconoce a las ciencias su contribución insustituible en el proceso de establecimiento de verdades racionales, apodícticas y necesarias, como tales verdades, en el ámbito de los contextos objetivos, incluso de aquellos que son cambiantes, que las determinan. En consecuencia, el materialismo gnoseológico excluye cualquier posibilidad de ver a las ciencias como «neutrales» respecto de cualquier género de dogmática mitológica o teológica que interfiera con los contextos objetivos determinantes de la verdad científica. Carecen de todo fundamento (salvo el de interés ideológico) las afirmaciones, que hoy vuelven a ser reiteradas una y otra vez, según las cuales la ciencia, o la racionalidad científica, se mantiene en un plano neutral y paralelo al plano de la fe teológico-religiosa con el cual, por tanto, y en virtud de ese paralelismo, no podrá nunca converger. Es cierto que la mayor parte de los conflictos históricos habidos entre la religión judeo-cristiana y las verdades que las ciencias positivas fueron ofreciendo -el conflicto en torno al geocentrismo, en la época de Copérnico y de Galileo; el conflicto sobre la edad de la Tierra, en la época de Buffon o de Lyell; el conflicto sobre el origen del hombre, en la época de Darwin o Huxley; amp;c.- fueron resolviéndose «en el terreno diplomático»; pero no porque los conflictos hubieran resultado ser aparentes, ni porque hubieran sido retiradas las conclusiones de la razón científica positiva: las que se replegaron, refugiándose en el alegorismo, o en la doctrina de los «géneros literarios», fueron las iglesias católicas y protestantes amp;c., obligadas precisamente por el empuje de la racionalidad científica. ¿Pueden decir estas iglesias, con verdad, que el avance de las ciencias no afecta a su fe, considerada en el terreno de su dogmática, o propiamente sólo podrían decir con verdad que el avance de la ciencia no afecta, al menos tal como podría esperarse, a su organización social? El conflicto fundamental entre las «religiones superiores» y la «razón» no se libra, en todo caso, en el campo de batalla de las ciencias positivas, sino en el campo de batalla de la filosofía. Aquí se encuentran los lugares ocupados por el razonamiento filosófico (la existencia de Dios, la inmortalidad del alma humana, que las iglesias ya no pueden ceder). Por ello cabrá afirmar que los lugares en donde los conflictos entre la fe y la razón se producen de un modo irreducible son aquellos en los que se enfrentan la filosofía materialista y la fe religiosa (disuelta, y no casualmente, en muchas formas de filosofía), y no los lugares en donde se enfrenta una ciencia positiva determinada con un dogma particular.

El reconocimiento del significado de la racionalidad científica como canon necesario para enfrentarse con la realidad, contra todo género de escepticismo (reconocimiento que implica también la discriminación entre las líneas centrales de las franjas de verdad científica y sus líneas marginales, colindantes, muchas veces, con la ciencia ficción, como pueda ser el caso, por ejemplo, de algunas teorías cosmogónicas actuales del big bang) no devuelve al materialismo a ninguna de las posiciones que pudieran considerarse más o menos próximas al postulado de omnisciencia que hemos visto planear sobre el fundamentalismo descripcionista o adecuacionista. El materialismo, apoyado en el pluralismo de los círculos categoriales mutuamente irreductibles que resultan determinados por las diferentes ciencias efectivas, puede defender la tesis del carácter finito y limitado (= no exhaustivo) de las construcciones científicas sin necesidad de apelar a instancias exteriores a ellas mismas. En esto se diferencia el materialismo del agnosticismo, que cree poder derivar la «finitud de la razón» a partir de una supuesta«fe» que nos dejaría traslucir algo del «noúmeno infinito». En efecto, desde el momento en que se reconoce que las diversas categorías científicas inciden, al menos en parte, sobre unos mismos materiales, se hace posible concluir que ninguna ciencia tiene que «agotar» su propio campo, ni tiene por qué hacerlo, para alcanzar conexiones necesarias en el ámbito de sus contextos determinantes. Con esto se hace posible también dejar de lado ciertos prejuicios jerárquicos, que se fundan en realidad en concepciones metafísicas implícitas del Mundo, según los cuales determinadas categorías científicas -señaladamente las matemáticas o las físicas- tendrían que desempeñar el papel de fundamentos o bases de todas las demás categorías científicas y, por tanto, del Mundo en su conjunto. Que el regressus practicado en el ámbito de las categorías físicas lleve a muchos físicos al postulado de un «punto originario» del universo físico, como sostienen las teorías del big bang, no implica que todas las demás categorías científicas (las categorías químicas, las biológicas, las etológicas) deban considerarse como emanación o modulación de las categorías físicas. La crítica materialista al ideal de la omnisciencia de los fundamentalismos cientificistas no procede, en resolución, de instancias exteriores a las ciencias mismas, sino del análisis de estas ciencias consideradas en sus relaciones dialécticas mutuas. Un punto de vista que era imposible adoptar todavía en la época de la «única ciencia newtoniana» -en la época de la Crítica de la Razón Pura de Kant- y que sólo pudo comenzar a madurar un siglo después, cuando la pluralidad de las ciencias, incluso su pluralidad en el ámbito de una misma categoría genérica -mecánica, termodinámica, electromagnetismo, amp;c.- comenzó a ser un hecho histórico. Me refiero a la época del Ignoramus, Ignorabimus! de Emil du Bois-Reymond

18; una época cuyo significado todavía no ha sido reconocido por quienes, desde el mito que identifica nuestro presente con una supuesta «edad postmoderna» quieren vincular este presente nuestro directamente con la Ilustración (e incluso con Kant), olvidando todo lo que se contiene bajo la rúbrica de «siglo XIX»: la explosión de la pluralidad de las ciencias, la revolución «neotécnica», la explosión demográfica y urbana, los movimientos revolucionarios de radio internacional, el colonialismo y el imperialismo a escala planetaria.

La pluralidad de categorías que el materialismo reconoce en el terreno gnoseológico se corresponde con el pluralismo materialista en el terreno ontológico. Los contenidos de los campos materiales que constituyen el cuerpo de las ciencias son los mismos contenidos del Mundo-entorno organizado por los hombres: el materialismo rechaza la distinción entre «objeto de conocimiento» y «objeto conocido». Pero dado que los objetos conocidos por las ciencias no «agotan» la materia conceptualizada en los contextos determinantes, se comprende cómo las relaciones entre los diferentes conceptos científicos (sobre todo, entre los conceptos tallados en diferentes categorías) habrán de rebasar cualquier horizonte categorial, determinándose en forma de Ideas objetivas tales como la Idea de Causa, la Idea de Estructura, la Idea de Dios, la Idea de Tiempo, la Idea de Finalidad, la Idea de Libertad, la Idea de Cultura, la Idea de Hombre y la Idea de Ciencia). De este modo, el materialismo filosófico puede asignar a la filosofía («académica») unas tareas que, por lo menos, pueden abrigar la pretensión de ser más precisas y positivas de las que pudieran asignársele a partir de formulaciones que intenten definir a la filosofía como una busca de «respuesta a los interrogantes de la existencia», como «meditación sobre la Nada» o como «análisis de los juegos lingüísticos». La filosofía (la filosofía del materialismo filosófico) podría definirse, en cambio, como la disciplina constituida para el tratamiento de las Ideas y de las conexiones sistemáticas entre ellas. Ideas que, en tanto brotan de las conceptualizaciones de los procesos del mundo (de un mundo que, en la actualidad, y precisamente por la acción del desarrollo tecnológico y científico, se nos ofrece como una realidad conceptualizada en prácticamente todas sus partes, sin regiones vírgenes mantenidas al margen de cualquier género de conceptualización mecánica, zoológica, bioquímica, etológica, amp;c.), no son subjetivas, ni son eternas, aunque son Ideas objetivas. La Idea de Dios, por ejemplo, no tiene más de 3000 años de antigüedad, y la Idea de Cultura objetiva no tiene más de 200 años.

Y como, en nuestros días, la mayor parte de las Ideas se van configurando a través de los conceptos tallados por las ciencias positivas, el materialismo filosófico no puede aceptar la concepción de la filosofía como «madre de las ciencias». La filosofía académica -es decir, la filosofía de tradición platónica- no antecede a las ciencias, sino que presupone las ciencias ya en marcha («nadie entre aquí sin saber Geometría»). Tampoco puede aceptar el materialismo la concepción de la filosofía como una «ciencia primera», como una «reina de las ciencias». La filosofía no es una ciencia, porque las Ideas, en su symploké, no constituyen una «categoría de categorías» susceptible de ser reconstruida como un dominio cerrado. El entendimiento de la filosofía como «geometría de las Ideas» es sólo una norma regulativa del racionalismo materialista y no debiera ser interpretado como denominación de una supuesta construcción efectiva.

Oviedo, diciembre 1995